Poemas, cuentos y leyendas

Tema en 'Temas de interés (no de plantas)' comenzado por mai^a, 27/2/08.

  1. mai^a

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    Re: ... de poetas, cuentos y leyendas



    El 24 de julio de 1848, primer día de la batalla de Custoza, unos sesenta
    soldados de un regimiento de infantería de nuestro ejercito, enviados a
    una colinita para ocupar cierta casa solitaria, se vieron de repente
    acometidos por dos compañías de soldados austríacos que, disparándoles
    desde diversos sitios, apenas les dieron tiempo para refugiarse en la casa
    y cerrar precipitadamente las puertas, reforzándolas, después de haber
    dejado en el campo algunos muertos y heridos.

    Una vez trancadas las puertas, los nuestros acudieron presurosamente a
    las ventanas de la planta baja y del piso de arriba, y empezaron a hacer
    fuego cerrado sobre los asaltantes, quienes, acercándose poco a poco,
    colocados en forma de semicírculo, contestaban vigorosamente con sus
    disparos.

    A los sesenta soldados italianos los mandaban dos oficiales subalternos y
    un capitán viejo, alto, delgado y severo, con el pelo y el bigote blancos.
    Estaba con ellos un tamborcillo sardo, chico de poco más de catorce años,
    que aparentaba tener escasamente doce, de cara morena trigueña, con
    ojos negros y hundidos, que parecían desprender chispas.

    Desde una habitación del primer piso dirigía la defensa el capitán, cursando
    órdenes como pistoletazos, sin que en su cara de hierro se notase signo
    alguno de emoción. El tamborcillo, un poco pálido, pero firme sobre sus
    piernas, subido a una mesa, estiraba el cuello, apoyándose en la pared,
    para mirar al exterior por las ventanas; por los campos, a través del humo,
    veía los blancos uniformes de los austríacos, que avanzaban lentamente.
    La casa se hallaba en lo alto de empinada pendiente, y por la parte de la
    cuesta sólo tenía una ventanilla alta, único hueco de una pequeña habitación
    del último piso; por eso los austríacos no amenazaban la casa por aquella
    parte; solamente se hacía fuego contra la fachada y los dos flancos.


    Pero era un fuego infernal, una verdadera granizada de balas, que desde
    el exterior resquebrajaba las paredes, hacía trizas las tejas y destrozaba
    en el interior techumbres, muebles, puertas, arrojando al aire astillas, nubes
    de yeso y fragmentos de vasijas de barro y de vidrios, silbando, rebotando,
    rompiéndolo todo con un fragor espeluznante. De vez en cuando caía al
    suelo alguno de los que disparaban por las ventanas, siendo llevado aparte.
    Otros iban vacilantes, de habitación en habitación apretándose las heridas
    con las manos. En la cocina había ya un muerto, con la frente agujereada.
    El cerco enemigo se iba estrechando.

    En cierto momento se vio al capitán, hasta entonces impasible, dar muestras
    de inquietud y salir precipitadamente del cuarto, seguido de un sargento.
    Al cabo de tres minutos volvió corriendo el sargento y llamó al tamborcillo,
    haciéndole señas para que le acompañase. El muchacho le siguió, subiendo
    rápidamente por una escalera de madera, y entró con él en un desván
    desmantelado, donde estaba el capitán escribiendo con lápiz en. una hoja
    de papel, apoyándose en la ventanilla; a sus pies, enrollada en el suelo,
    había una soga de las que se usan en los pozos.


    El capitán dobló la hoja, y clavando en el muchacho sus ojos, grises y fríos,
    ante los cuales temblaban todos los soldados, le dijo a bocajarro:

    -¡Tambor!

    El muchacho se llevó la mano a la visera, y el capitán le preguntó:

    -¿Tú eres valiente?

    -Sí, mi capitán -respondió el chico, relampagueándole los ojos.


    -Mira allá a lo lejos -dijo el capitán, llevándole a la ventanita-, al llano que
    hay próximo a las casas de Villafranca donde brillan bayonetas. Allí están los
    nuestros inmóviles. Toma este papel, agárrate a la cuerda, baja por la
    ventanita, cruza a toda prisa la cuesta, ve corriendo a campo traviesa,
    procura llegar cuanto antes a los nuestros y entregas el papel al primer oficial
    que veas. Quítate en seguida el cinturón y la mochila.


    El tamborcillo se quitó el cinturón y la mochila y se metió el papel en el bolsillo
    del pecho; el sargento echó la cuerda fuera y agarró con ambas manos uno
    de los extremos; el capitán ayudó al muchacho a salir por la ventana, de
    espaldas al campo.

    -¡Ten cuidado! -le dijo-; la salvación del destacamento depende de tu valor
    y de tus piernas.

    -Confíe en mí, capitán -respondió el tamborcillo descolgándose.


    -Agáchate mientras bajas -le dijo aún el capitán, agarrando la cuerda,
    juntamente con el sargento.

    -¡No tenga usted cuidado!

    -¡Que Dios te ayude!

    En unos instantes estuvo el tamborcillo en el suelo; el sargento subió la
    cuerda y él desapareció. El capitán se asomó precipitadamente a la ventanita
    y vio al muchacho corriendo cuesta abajo.

    Ya confiaba que hubiese logrado pasar inadvertido, cuando cinco o seis
    nubecillas de polvo, que se elevaron del suelo por delante y detrás del
    muchacho, le dieron a entender que le habían visto y le disparaban desde un
    alto. Las pequeñas nubes eran de tierra levantada por las balas. Pero el chico
    continuaba corriendo precipitadamente sin reparar en nada. De pronto,
    exclamó consternado:

    -¡Le han dado!

    No había terminado de decir la palabra cuando vio levantarse de nuevo al
    tamborcillo.

    «¡Ah, no ha sido más que una caída!», dijo para sí y respiró. El muchacho,
    efectivamente, volvió a correr con todas sus fuerzas, aunque cojeaba. «¡Se
    ha debido torcer un pie!», pensó el capitán. Todavía se levantó alguna que
    otra nubecilla de polvo en torno del valiente soldadito, pero cada vez más
    lejos de él. ¡Estaba a salvo! El capitán lanzó una exclamación de alivio. Con
    todo le siguió con la vista y temblando, porque era cuestión de unos minutos;
    de no llegar a tiempo con el escrito en el que pedía inmediata ayuda, o todos
    sus soldados caerían muertos o tendría que rendirse con los supervivientes,
    como prisionero. El pequeño sardo corría velozmente un rato, mas luego
    aminoraba la marcha, cojeando; después reanudaba la carrera, pero con
    indudables muestras de agotamiento, deteniéndose a cada instante.
    «¡Le habrá rozado un pie alguna bala!», pensó el capitán. No le quitaba ojo,
    sumamente angustiado, y le daba ánimos como si le pudiera oír. Medía
    incesantemente con la vista la distancia que le faltaba para llegar al sitio
    donde se veían relucir bayonetas, allá en el llano, en medio de unos trigales
    dorados por el sol.

    Entretanto oía el silbido y el estrépito de las balas en las dependencias de
    abajo, las voces de mando y los gritos de rabia de los oficiales y sargentos,
    los agudos quejidos de los heridos, el ruido de los muebles y de los
    desconchados de pared que se iban desprendiendo.

    -¡Animo, valor!- gritaba siguiendo con la mirada al tamborcillo, que ya apenas
    divisaba-. ¡Adelante! ¡Corre! ¡Se para! iMaldición! ¡Ah, vuelve a correr!...


    Un oficial se acerca para decirle que los enemigos, sin interrumpir el fuego,
    ondean un pañuelo blanco intimando la rendición.

    -¡Que no se responda! -grita el capitán sin apartar la vista del muchacho,
    que ya había llegado al llano, pero que no corría y parecía moverse a duras
    penas.

    -¡Anda!... ¡Corre! -decía el capitán apretando los puños y los dientes-.
    ¡Desángrate, muere si es preciso, pero da el papel!

    Después lanzó una horrible imprecación.

    -¡El infame holgazán se ha sentado!

    El chico, en efecto, cuya cabeza había visto sobresalir hasta entonces por
    encima de un campo de trigo, había desaparecido, como si se hubiese caído.
    Mas, pasados unos instantes, su cabeza volvió a emerger. Finalmente se
    perdió por detrás de los setos y ya no le vio más.

    Entonces bajó impetuosamente; las balas entraban a granizadas; las
    habitaciones estaban llenas de heridos, algunos de los cuales se retorcían
    como embriagados, agarrándose a los muebles; las paredes y el pavimento
    estaban teñidos de sangre; había cadáveres en los umbrales de las puertas;
    el teniente tenía el brazo derecho destrozado por una bala, y todo estaba
    envuelto por el humo y el polvo.

    -¡Animo! -gritó el capitán-. ¡Permaneced en vuestros puestos! ¡Van a llegar
    socorros! ¡Un poco de valor todavía!

    Los austríacos se habían aproximado más, y a través del humo se veían sus
    caras descompuestas. En medio de los tiros se les oía gritar salvajemente,
    insultando a los nuestros e intimándoles a que se rindiesen, so pena de
    degollarlos. Algún que otro soldado, inducido por el miedo, se retiraba de las
    ventanas y los sargentos le empujaban hacia adelante.

    De todas formas iba disminuyendo la resistencia de los sitiados y el desaliento
    se manifestaba en todos los rostros, no pareciendo posible que pudiese
    continuar la defensa. En cierto momento, el ataque de los austríacos fue
    remitiendo, y una voz de trueno gritó, primeramente en alemán y luego en
    italiano:

    -¡Rendíos!

    -¡No! -respondió el capitán desde una ventana. Y el tiroteo se reanudó con
    mayor rabia por ambas partes. Cayeron otros soldados, y ya había más de
    una ventana sin defensores. El momento fatal parecía inminente. El capitán
    gruñía entre dientes con voz que se le ahogaba en su garganta: «¡No vienen!
    ¡No vienen!», y corría furioso de un lado para otro, doblando el sable con
    mano convulsa, resuelto a morir, hasta que un sargento, bajando
    apresuradamente del desván, gritó con voz estentórea: -¡Ya llegan, ya llegan!


    Ante semejante anuncio, los sanos y los heridos, los sargentos y los oficiales,
    acudieron presurosos a las ventanas, y se prosiguió la resistencia con renovado
    esfuerzo.

    En poco tiempo se advirtió una especie de vacilación y un principio de
    desorden entre los enemigos. De pronto, a toda prisa, reunió el capitán un
    grupo de soldados en el piso bajo para realizar una salida con bayoneta
    calada; luego subió a la planta superior. Apenas llegó, los defensores
    empezaron a dar saltos de alegría y a lanzar hurras por haber visto desde
    las ventanas entre el humo de la pólvora los sombreros de dos picos de
    los «carabineros» italianos, un escuadrón arrastrándose por tierra y un
    brillante centelleo de espadas arremolinadas por encima de las cabezas,
    sobre los hombros y las espaldas. Entonces el pequeño grupo ordenado por
    el capitán salió de la casa con la bayoneta calada, los enemigos se
    desconcertaron, dieron media vuelta y se batieron en retirada. El terreno
    quedó despejado, la casa, libre, y poco después ocupaban la altura dos
    batallones de infantería italianos que disponían de dos cañones.


    El capitán, con los soldados que le quedaban, se incorporó al regimiento,
    continuó luchando, y fue ligeramente herido en la mano izquierda por una
    bala que rebotó en el último ataque a la bayoneta.

    La jornada acabó con la victoria de los nuestros.

    Pero al día siguiente, habiéndose reanudado la lucha, los italianos fueron
    derrotados, a pesar de su indudable valor, por la abrumadora mayoría de los
    austríacos; y en la mañana del veintiséis tuvieron que emprender la retirada
    hacia el Mincio.

    El capitán, aunque herido, fue a pie juntamente con sus soldados, cansados
    y silenciosos, y llegando al ponerse el sol a Goito, a orillas del Mincio, buscó
    en seguida a su teniente, que había sido recogido por una ambulancia con el
    brazo roto y debía haber llegado allí antes que él. Le indicaron una iglesia,
    donde se había improvisado un hospital de campaña. Entró y vio que el
    sagrado recinto se hallaba lleno de heridos colocados en dos hileras de camas
    y de colchones extendidos en el suelo; dos médicos y varios practicantes
    iban de un lado para otro afanosamente oyéndose gemidos y quejidos
    ahogados.

    Al entrar el capitán, se detuvo y dirigió la mirada en torno suyo en busca de
    su oficial.

    En aquel momento oyó que le decían con una voz apagada:

    -¡Mi capitán!

    Se volvió. Era el tamborcillo.

    Estaba tendido sobre un catre, cubierto hasta el pecho por una tosca cortina
    de ventana, de cuadros rojos y blancos con los brazos fuera: pálido,
    demacrado, pero con sus ojos siempre brillantes, como dos preciosas gemas.


    -¿Aquí estás tú? -le preguntó el capitán, extrañado, pero con brusquedad-.
    ¡Bravo, muchacho! Has cumplido con tu deber.

    -He hecho lo que he podido -le respondió el tamborcillo.

    -¿Estás herido? -dijo el capitán, tratando de ver a su teniente en las camas
    próximas.

    -¡Qué vamos a hacer! -dijo el muchacho, a quien daba alientos para hablar la
    honra de estar herido por primera vez, y sin lo cual no se hubiera atrevido a
    abrir la boca delante de aquel capitán-; a pesar de que procuré ocultarme, no
    pude evitar que me viesen en seguida. Si no me alcanzan, habría llegado
    veinte minutos antes. Afortunadamente, encontré pronto a un capitán de
    Estado Mayor, a quien entregué el papel. Pero me costó gran trabajo llegar
    después de la caricia recibida. Me moría de sed; temía no poder llegar donde
    estaban los nuestros, y lloraba de rabia pensando que cada minuto de retraso
    se iba al otro mundo uno de los de arriba. En fin, he hecho lo que he podido.
    Estoy contento. Pero mire usted, y dispense, mi capitán, está perdiendo sangre.

    Efectivamente, de la palma de la mano, mal vendada, del capitán salían
    algunas gotas, que se escurrían por los dedos.

    -¿Quiere que le apriete la venda, mi capitán? Acérquese un poco más.


    El capitán le dio la mano izquierda, y alargó la derecha para ayudarle a soltar
    el nudo y volverlo a hacer; pero el chico se puso más pálido en cuanto se
    alzó de la almohada y tuvo que volver a apoyar la cabeza sobre ella.


    -¡Basta, basta! -dijo el capitán mirándolo y retirando la mano vendada que
    el soldadito quería sujetar-. Cuida de lo tuyo en vez de pensar en los demás,
    porque las cosas ligeras, si se descuidan, pueden traer malas consecuencias.


    El tamborcillo movió la cabeza.

    -Pero tú -repuso el capitán, mirándolo más atentamente-, has debido perder
    mucha sangre para estar tan débil.

    -¿Mucha sangre dice usted? -respondió el muchacho, sonriendo-. Algo más
    que sangre. ¡Mire!

    Y se apartó algo la colcha.

    El capitán dio un paso atrás horrorizado.

    El chico no tenía más que una pierna; la izquierda se la habían amputado por
    encima de la rodilla; el muñón estaba vendado con tiras ensangrentadas.


    En aquel instante pasó el médico militar, pequeño y regordete en mangas de
    camisa.

    -He aquí, señor capitán -empezó a decirle, indicando al muchacho-, un caso
    realmente desgraciado; esa pierna se habría salvado con facilidad si él no la
    hubiese forzado tan atrozmente como hizo; se produjo una malhadada

    inflamación y al fin se le tuvo que cortar para salvarle la vida. Pero le aseguro
    que es un muchacho muy valiente; no ha derramado una sola lágrima ni se le
    ha oído ningún grito. ¡Palabra de honor que me sentía orgulloso de que fuese
    un chico italiano! A fe mía que es de buena raza.

    Dicho esto, prosiguió su camino.

    El capitán arrugó sus grandes cejas blancas y miró fijamente al tamborcillo,
    subiéndole la colcha con precaución; después lentamente, casi sin darse
    cuenta y sin parar de mirarlo, levantó la mano hasta la altura de la cabeza y
    se quitó el quepis.

    -¡Mi capitán! -exclamó el muchacho, admirado-. ¿Qué hace usted? ¿Es por
    mí?

    Entonces aquel rudo militar, que nunca había dicho una palabra suave a un
    subordinado suyo, le respondió con una voz extremadamente dulce y cariñosa:


    -Yo no soy más que un simple capitán; tú, en cambio, eres un héroe.

    Luego se arrojó con los brazos abiertos sobre el tamborcillo y le besó tres
    veces en la parte del corazón.
     
  2. mai^a

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    Re: ... de poetas, cuentos y leyendas


    Que linda clau, que poeta resultaste!:razz:
     
  3. clause

    clause Claudia

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    Re: ... de poetas, cuentos y leyendas

    Los cuentos mensuales son los que mas reflejan la época, y cómo en tiempos de guerra los chicos actuaban como hombres!!!
    Gracias Maia:beso: :beso: !
     
  4. clause

    clause Claudia

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    Re: ... de poetas, cuentos y leyendas

    :11risotada: Gracias Maia!:beso: :beso:
     
  5. --------..

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    Re: ... de poetas, cuentos y leyendas

    El tamborcillo sardo...el preferido de mi abuela!!si me lo habra contado de veces!!!:happy:
     
  6. clause

    clause Claudia

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    Re: ... de poetas, cuentos y leyendas

    si??? Que lindo recuerdo entonces!:happy:
     
  7. --------..

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    Re: ... de poetas, cuentos y leyendas

    Aca otra de Morosoli,de Perico..y se las dejo con la misma ilustracion del libro "Perico"que use de niña en la escuela....
    Arenero
    Juan José Morosoli

    [​IMG]

    ¡Estas arenas del Santa Lucía sí que son arenas!... ¿Y las aguas? Andan siempre entre las piedras. No conocen el barro...

    Además dan de beber a una ciudad. Perico deseaba irse un día aguas abajo y conocer bien el río. Lo que se dice bien. Porque un río debe tener cosas para ver que no se acaban nunca. Lo piensa ahora que está paleando arena, llenando la carreta para ir al pueblo.

    En el cauce lento se levanta una suave niebla. Los bueyes alientan un vaho que asciende en la amanecida. El fueguito carrero calienta la pava ennegrecida. Vuelan rectos hacia el cielo los aguateros, y las tijeretas, cortando con golpes de cola las últimas estrellas.

    —Hay arena más fina en el mar —le dije un día.

    ¿El mar? El no lo había visto. Pero conocía a un hombre que viajó por él. Nunca le había hablado de las arenas del mar.

    Le llevé un puñado un día.

    La miró y dijo simplemente:

    -Esto no es arena. Es polvo. No ensucia las manos pero no es arena. Arena es esto!

    Levantó del río un puñado, la extendió en la palma de la mano:

    —Se puede poner en la boca. Es dulce y fresca.

    Paleaba y paleaba Perico. La mañana comenzaba a levantar árboles contra el sol que estaba creciendo tras el bosque.

    El mar sería lindo. Pero no tenía árboles. Los barcos no eran sino carretas. No necesitaban caminos para viajar. Y terminaba:

    —Mi padre, que era carrero, iba así por los campos. Las estrellas lo guiaban. El será arenero toda la vida. Le gusta mucho el río, las arenas, los árboles. Cuando a uno le gusta una cosa y puede serlo no precisa más...

    —Todo es lindo. La mañana y la tarde... ¿Y el mediodía? Guardar bajo las arenas una sandía, y luego partirla, y comerla y beberla mientras arden las cigarras en el talar crespo y gris.

    —¿Y la noche? Hay un rato que el río no canta. Oye.

    —Creo que el agua se queda quieta y no va a ningún lado. Oír esto es lindo. Es más lindo que oír los ruidos.

    —Claro, oír el silencio tiene que ser lindo.

    —Y sacar arena de donde se debe sacar. No es cuestión de sacar y sacar. No. Hay que sacar la que el río no necesita. Y para esto hay que conocer bien el río, que es una cosa viva y está en su cauce como un cuerpo vivo en el aire, y se va por donde necesita ir.

    Y Perico hace en la vida lo que desea hacer. Va por ella como un río por la tierra. Cumple su misión con respeto de sacerdote por su religión. Pero él no sabe esto. Lo hace así porque él también tiene arena dulce y rubia en el fondo. Perico es como un río.


    Juan José Morosoli
    Perico
     
  8. clause

    clause Claudia

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    Re: ... de poetas, cuentos y leyendas

    Que bonito ,Albita!:razz:
     
  9. mai^a

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    [​IMG][​IMG]
    [​IMG][​IMG]
     
  10. mai^a

    mai^a My Garden

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    Re: ... de poetas, cuentos y leyendas

    Si clau los cuentos mensuales como son el fiel
    reflejo de época de guerra y de inmigración de masas.
     
  11. clause

    clause Claudia

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    Re: ... de poetas, cuentos y leyendas

    que verdad!! y que genialidad Einstein!!!
    :razz:
     
  12. mai^a

    mai^a My Garden

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    Re: ... de poetas, cuentos y leyendas

    Que lindo recuerdo albita que nos traes ...
     
  13. Re: ... de poetas, cuentos y leyendas

    Las Flores Del Romero de Luis de Gongora

    Las flores del romero,
    Niña Isabel,
    Hoy son flores azules,
    Mañana serán miel

    Celosa estás, la niña,
    Celosa estás de aquel
    Dichoso, pues le buscas,
    Ciego, pues no te ve,
    Ingrato, pues te enoja,
    Y confiado, pues
    No se disculpa hoy
    De lo que hizo ayer.
    Enjuguen esperanzas
    Lo que lloras por él,
    Que celos entre aquéllos
    Que se han querido bien,

    Hoy son flores azules,
    Mañana serán miel.

    Aurora de ti misma,
    Que cuando a amanecer
    A tu placer empiezas,
    Te eclipsan tu placer,
    Serénense tus ojos,
    Y más perlas no des,
    Porque al Sol le está mal
    Lo que a la Aurora bien.
    Desata como nieblas
    Todo lo que no ves,
    Que sospechas de amantes
    Y querellas después,

    Hoy son flores azules,
    Mañana serán miel.

    [​IMG]
     
  14. clause

    clause Claudia

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    Re: ... de poetas, cuentos y leyendas

    Muy lindo KRYZALIDA!:happy:
     
  15. clause

    clause Claudia

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    Re: ... de poetas, cuentos y leyendas


    SALMO PLUVIAL

    Tormenta

    Érase una caverna de agua sombría el cielo;
    el trueno, a la distancia, radaba su peñón;
    y una remota brisa de conturbado vuelo,
    se acidulaba en tenue frescura de limón.

    Como caliente polen exhaló el campo seco
    un relente de trébol lo que empezó a llover.
    Bajo la lenta sombra, colgada en denso fleco,
    se vio el caudal con vívidos azules florecer.

    Una fulmínea verga rompió el aire al soslayo;
    sobre la tierra atónita cruzó un pavor mortal;
    y el firmamento entero se derrumbó en un rayo,
    como un inmenso techo de hierro y de cristal.

    Lluvia

    Y un mimbreral vibrante fue el chubasco resuelto
    que plantaba sus líquidas varillas al trasluz,
    o en pajonales de agua se espesaba revuelto,
    descerrajando al paso su pródigo arcabuz.

    Saltó la alegre lluvia por taludes y cauces,
    descolgó del tejado sonoro caracol;
    y luego, allá a lo lejos, se desnudó en los sauces,
    transparente y dorada bajo un rayo de sol.

    Calma

    Delicia de los árboles que abrevó el aguacero.
    Delicia de los gárrulos raudales en desliz.
    Cristalina delicia del trino del jilguero.
    Delicia serenísima de la tarde feliz.

    Plenitud

    El cerro azul estaba fragante de romero,
    y en los profundos campos silbaba la perdiz.


    Leopoldo Lugones