El Cuenta Cuentos

Tema en 'Comunidad de Infojardín' comenzado por EvaPatry, 31/8/07.

  1. Benemi :beso: :beso: MamaAnna80 :beso: :beso: Chipi-Chhipi :beso: :beso:

    La mujer que gastaba las escobas


    Había una vez un joven matrimonio muy feliz. El hombre se llamaba José y la mujer tenía por nombre Alba. Los dos eran personas muy trabajadoras y gozaban de muy buena salud.

    El marido trabajaba como empleado en una tienda de telas, cuyo dueño de origen judío, le había tomado mucho cariño. De a poco había ido ganándose su afecto y respeto hasta convertirse en el encargado general, y aspiraba a que, algún día, cuando el dueño falleciera, le legara la tienda, ya que éste no tenía hijos.

    La mujer era fuerte y de penetrante mirada, su cabello tenía unos pocos rizos colorados y su nariz estaba moteada por algunas pecas. Trabajaba todo el día en la casa, limpiando, dándole de comer a los animales y cuidando la pequeña huerta. Aún no tenían hijos pero deseaban tenerlos.

    Todos los domingos se ponían sus mejores ropas y concurrían a la misa de la parroquia del lugar.

    Todos los lunes, cuando el marido se preparaba para ir a trabajar, ella le pedía dinero para comprar una nueva escoba. José no podía entender cómo hacía para gastar una escoba por semana.

    —¿Pero qué es lo que haces con las escobas, mujer?

    —Querido esposo —respondía ella con su más dulce voz—, entra mucho polvillo, barro y hojas de afuera, y sabes que yo soy muy limpia. Es mi deso que nuestro hogar sea un lugar libre de suciedad. Además, dime: ¿en qué clase de casa te gustaría que criara a tus hijos?

    El marido no tenía ganas de discutir por una escoba, así es que le dejó una moneda más sobre la mesa y partió a su trabajo.

    Todos los lunes José le dejaba dinero para que su esposa comprara una escoba nueva y hasta un par de veces, llevado por la curiosidad, él mismo revisó la usada antes de arrojarla al fogón como leña. Todas se encontraban en un estado deplorable, algunas estaban tan gastadas que casi no les quedaba paja.

    Un domingo en la misa, José quedó impresionado por el sermón que dio el sacerdote. Habló de brujería y de los poderes oscuros que el Diablo utilizaba para atraer a sus víctimas y conseguir adeptos que dañaran, por medio de hechizos terribles, a los pobres y fieles cristianos.

    —La mujer —decía el cura con el dedo índice levantado como dando una sentencia— es especialmente débil frente a las artimañas del Diablo. Recuerden que fue una mujer, Eva, la que mordió la manzana y se la ofreció a Adán y por ese motivo fueron expulsados del Paraíso, que Dios había hecho para ellos, para que vivieran en la total y absoluta felicidad.

    La gente asentía los dictámenes del sacerdote y guardaban el más inquebrantable silencio, prestando especial atención a sus palabras. Muchas de las personas de ese pueblo, por primera vez, estaban oyendo un sermón interesante, algo que verdaderamente valía la pena escuchar.

    —Hacer brujería es lo mismo que hacer un pacto con el Demonio —continuaba el sacerdote—. Hay que prestar atención a las pequeñas pruebas, los detalles que nos demuestran, con la luz de la verdad, que la oscuridad mora entre nosotros.

    Toda la gente del pueblo regresó a sus casas con las palabras del cura en su memoria; el miedo atenazaba sus almas y las dudas mortificaban su mente.

    A la mañana siguiente José se preparó para ir a trabajar, desayunó con su esposa y luego, antes de marcharse, ella le dijo:

    —Déjame una moneda para una escoba nueva.

    José se estremeció porque sintió que en esas palabras resonaba la voz del Diablo. ¿Sería su mujer una bruja? ¿Qué clase de brujerías haría con las escobas que él le pagaba? Cuando llegó a ese pensamiento, su corazón dio un vuelco: ¿el también sería atrapado por las garras del Demonio por contribuir a los hechizos con escobas que él mismo compraba?

    La mujer había dejado sus tareas y lo miraba fijamente. ¿Podría leerle el pensamiento? ¿Era su mujer o el Demonio quien lo estaba mirando de esa forma?

    —Aquí tienes, mujer, una moneda ganada con el sudor de mi frente como Dios manda.

    Alba, sorprendida, tomó la moneda y luego sonrió.

    —Que te vaya bien, querido.

    El día de trabajo fue terrible, y José calculó mal varias veces la longitud que debía cortar y desperdició varios metros de preciosa tela. Las cuentas no le salían, la tijera no cortaba, le dolía la cabeza y no podía pensar en otra cosa que no fuera su mujer, el Diablo y las escobas.

    Caminó lentamente de regreso a su casa, fue rezando y tratando de tranquilizarse.

    —Tal vez —se decía a sí mismo— yo estoy asustado y mi pobre mujer no es más que una trabajadora de Dios que cumple con la tarea de mantener limpio el hogar.

    Pero decidió que, a partir de ese momento, le prestaría atención al estado de las escobas.

    Su mujer lo esperaba con una suculenta cena caliente, y a pesar de que José desconfió en un primer momento, comió toda la comida que le sirvió. Ella se fue a acostar y, antes de hacerlo él, buscó la escoba y la encontró casi como nueva. Suspiró y se fue a dormir.

    A la mañana siguiente se levantó y fue a averificar cómo estaba la escoba: se encontraba en el mismo estado y lugar en que la había visto a la noche.

    Más tranquilo, desayunó con su amada y partió al trabajo.

    La jornada resultó buena y José regresó a su casa como siempre. Cenó con su esposa, quien le dijo que estaba cansada, y le propuso irse a dormir más temprano. José también sentía sueño, pero antes de acompañarla fue a ver la escoba: se encontraba en el mismo estado que el día anterior. Regresó con su mujer, se sumergió entre las mantas y se durmió inmediatamente.

    A la mañana siguiente se levantó, desayunó y estaba por irse a trabajar cuando vio que la escoba, apoyada contra el umbral de la puerta que daba hacia la calle, estaba casi deshecha, como si alguien la hubiera usado toda la noche.

    Su corazón dio un vuelco. Miró a su mujer y, aún poniéndose el chaleco, partió rápidamente sin saludar.

    —¡No puede ser! —se quejaba mientras caminaba hacia la tienda—, ¡mi mujer no puede ser una bruja!

    Otra vez volvió a tener un mal día de trabajo, la gente que entraba en la tienda se iba sin comprar y los géneros que cortaba siemprre eran demasiado cortos o demasiado largos.

    Regresó a su casa con el semblante serio, pensando que no se dejaría engañar por las argucias del Diablo. Decició que, a partir de ese momento, no comería nada de lo que ella le preparara.

    Alba notó el cambio de actitud de su marido: él casi no le hablaba, no comía y, a la noche, se levantaba a cada rato.

    José se levantaba todas las noches para veriifcar el estado de la escoba, que se encontraba igual de estropeada que la última vez que la había visto. También espiaba a su esposa y la observaba dormir.

    La falta de buena comida y de sueño lo estaban mortificando demasiado, no era lo habitual para alguien que llevaba una vida cómoda. Iba a desistir de sus espiadas nocturnas, hasta que llegó la noche del viernes.

    José luchaba interiormente para mantenerse despierto pero aparentando que dormía. Como si se tratara de un juego, acompasó su respiración e, incluso, emitió algunos ronquidos.

    De pronto, su mujer se volvió en la cama y lo observó detenidamente. José la podía ver entre las pestañas de los párpados que mantenía casi cerrados.

    La mujer se levantó suavemente, casi sin mover la cama. Entornó la puerta y caminó hasta la cocina sin encender ninguna luz. José, a su vez, se levantó despacio y, sin hacer ruido, se acercó a la rendija para espiarla.

    Vio que su mujer se quitaba toda la ropa, quedándose completamente desnuda. El reflejo de la luna brillaba sobre su cuerpo pecaminoso. Nunca la había visto así, tan radiante, tan libre, tan atractiva y tan... ¡desnuda!

    La lujuria se apoderó de su alma, la pasión le golpeaba cada centrímetro de su cuerpo, pero rezó a Dios para que le alejara esas sensaciones lujuriosas.

    Mientras luchaba con sus emociones, seguía espiando. Ahora su mujer tomaba un frasco con un líquido espeso de color verdoso, y metiendo dos dedos dentro de él, comenzaba a untarse todo el cuerpo.

    Sentimientos encontrados de odio, miedo, pasión y vergüenza se sucedían en el interior del alma de José. ¿Qué debía hacer?

    Finalmente decidió esperar y ver lo que hacía su esposa.

    Alba tapó el frasco y lo guardó cuidadosamente en el armario, luego caminó hasta el umbral de la puerta donde estaba apoyada su escoba, la puso entre sus piernas y flexionando las rodillas se sentó sobre ella. Mencionó unas palabras mágicas, se elevó en el aire y desapareció por la chimenea.

    José estaba atónito, su cuerpo temblaba. Rápidamente se calzó los zapatos y salió corriendo en busca del sacerdote.

    Al llegar a la parroquia golpeó desesperadamente las puertas.

    El cura le abrió y le preguntó:

    —¿Qué sucede, José?

    —Algo terrible, he visto algo terrible, padre.

    El sacerdote lo hizo pasar y, luego de sentarlo y ofrecerle un vaso de agua, por fin, José le contó todo lo que había visto.

    El cura lo miró con semblante serio y finalmente habló:

    —Pues, por lo que me dices, tu mujer es una bruja, hizo un pacto con el Diablo y deberá pagar las consecuencias. Has hecho bien en venir y contarme, así estarás libre de pecado y expiarás tus culpas.

    José estaba destruido y se aferraba con ambas manos su cabeza desgreñada.

    El cura lo tomó de un hombro y le dijo:

    —No te preocupes, hijo, has hecho lo correcto.

    El sacerdote mandó a su ayudante a buscar a los guardias que llegaron pronto.

    —Rápido, debemos hacerlo rápido antes de que se dé cuenta la bruja —dijo el cura.

    Los hombres partieron en la noche, armados con espadas, dagas y antorchas. El sacerdote iba a la cabeza con un ejemplar de las Sagradas Escrituras.

    Llegaron a la casa de José y sorprendieron a la mujer en la cama.

    —No nos engañas, Diablo —dijo el cura sarcásticamente.

    Alba se despertó sobresaltada, parecía no saber lo que ocurría.

    —¿José? ¿Eres tú? ¿Qué pasa? ¿Qué hacen todos estos guardias en nuestra casa?

    —No es tu casa —respondió rápidamente el sacerdote—, el Diablo no tiene cabida en este lugar.

    —¡Pero yo soy su mujer!

    —¡No, eres una bruja! —repuso el cura con énfasis.

    Los guardias la destaparon y la arrancaron de la cama, luego, le amarraron las manos a la espalda.

    —¡Córtenle el cabello para que no pueda hacer su magia demoníaca! —ordenó el hombre del clero.

    Uno de los guardias sacó una daga y comenzó a cortar tanto pelo como piel de la cabeza de la mujer, que se debatía con todas sus fuerzas.

    —Arrojen su escoba del demonio al fuego, ¡que arda ahora como ella arderá en un futuro cercano!

    Los guardias tomaron la escoba desgarbada y la arrojaron al fuego con temor.

    —¡José! —gritaba Alba—, ¡ayúdame por favor!

    —Te vi volar —dijo José, casi como en un susurro.

    Ella cerró los ojos y bajó la cabeza, presa del mayor dolor: su esposo la había denunciado.

    El juicio fue rápido, varios testigos aseveraron haberla visto cruzar el cielo montada en su escoba y algunos más aseguraron haber sido víctimas de maleficios que ella misma había elaborado.

    La quemaron en la plaza pública, frente a los ojos de cientos de personas que concurrieron al macabro espectáculo. Todos los hombres, mujeres y niños del puelbo contemplaron la ejecución de la bruja llamada Alba. Todos menos su marido, José, que a partir de ese día ya no volvió a sentir alegría y, poco a poco, se fue sumergiendo en una angustia cada vez más profunda hasta que murió. Algunos dicen que murió de pena, debido a su remordimiento por lo que había hecho, pero muchos más dicen que murió hechizado por el último deseo de la bruja llama Alba, la mujer que gastaba las escobas.

     
  2. mamaAnna80

    mamaAnna80 Hoy puede ser un gran dia

    Hola a tod@s:beso: :beso:

    Jo, ¡¡¡pobre bruji!!! :( , quizás lo único qué hacía era ir a recojer hierbas curativas por la noche :( :icon_redface: :11risotada: :11risotada:

    CHIPI :beso:, muchos de ellos los saco de Internet :11risotada:

    BENEMI :beso:

    EVAPATRY, GRENDEL, ¿dónde andais? ;)

    LAS APARIENCIAS ENGAÑAN

    "Durante un fin de semana en un Casino de un Hotel de Atlantic City, New Jersey, una mujer se ganó una cubeta llena de monedas de veinticinco centavos de dólar. Decidió tomarse un descanso para ir a cenar con su esposo en el Comedor del Hotel, pero primero quería guardar en su cuarto la cubeta con las monedas . "Ya vuelvo, le dijo a su esposo, guardo esto y nos vamos a cenar".

    Se dirigió al ascensor y cuando intento entrar, vio que ya dos hombres estaban adentro. Ambos eran negros. Uno de ellos era grande, muy grande... una torre intimidante y presionaba el botón que mantenía la puerta abierta. La mujer se congeló en la puerta del ascensor.

    Su primer pensamiento fue: ¡Estos dos negros me van a robar! Su siguiente pensamiento fue: !No seas racista, ellos parecen
    unos caballeros amables!

    Pero sus estereotipos raciales eran muy poderosos y el miedo la mantuvo inmovilizada. Permaneció parada y mirando fijamente a ambos hombres. Se sentía angustiada, aturdida, avergonzada. Rogó que ellos no pudieran leer sus pensamientos, pero sabía que seguramente sabían lo que le pasaba. Su vacilación en entrar con ellos al ascensor era demasiada obvia. Se sonrojó. Sabía que no podía permanecer parada ante ellos, por lo que con un gran esfuerzo dio un primer paso hacia el ascensor y luego otro y otro, hasta lograr entrar.

    Evitando el contacto visual con ellos, se volteó rápidamente y quedó de frente a la puerta, con los dos negros detrás de ella. ¡Sus temores se incrementaron! La puerta se había cerrado, pero el ascensor no se movía. El pánico la consumía. ¡Dios mío, pensó, estoy atrapada y a punto de ser robada! Su corazón latía apresuradamente. Sudaba por cada poro de su piel. Luego, uno de los hombres dijo: ¡Al piso!
    Su instinto de supervivencia le aconsejo: ¡Haz lo que te digan! No pongas resistencia por una cubeta llena de monedas. Piensa en tu integridad física!! Lanzó la cubeta hacia arriba, extendió sus brazos y se tiró de cabeza sobre la alfombra del piso del ascensor y cerró sus ojos con firmeza. Una lluvia de monedas cayó sobre ella. Rogó a Dios que los dos negros tomaran las monedas y que no le hicieran daño. Pasaron unos segundos que le parecieron interminables. Oyó que uno de los dos hombres, le dijo cortésmente: "Señora, si nos dice a que piso se dirige, presionaremos el botón correspondiente". El que lo dijo tuvo problemas en articular las palabras. Estaba tratando muy vigorosamente de no soltar una carcajada. Ella abrió los ojos, levantó la cabeza y miró hacia arriba a ambos negros.

    Ellos le ofrecieron sus manos para ayudarla a levantarse.

    Confundida, trastabilló hasta lograr ponerse de pie. El mas bajo de los dos le dijo: "Cuando le dije a mi amigo "al piso", quise decir que debería presionar el botón de nuestro piso. No quise decir que usted se arrojara al piso, señora." El hombre se estaba mordiendo los labios. Era obvio que a duras penas podía contener las carcajadas que se revolvían incontenibles en su interior. Ella pensó: "Dios mío, he hecho el gran ridículo."
    Estaba muy humillada para poder hablar. Deseaba lograr emitir una disculpa, pero no le salían las palabras. ¿Cómo se le pide disculpas a dos respetables caballeros con quienes te comportaste como si te fueran a robar?

    No sabia qué decir, apenas logro tartamudear el número de su piso.

    Entre los tres recogieron las monedas y rellenaron la cubeta. Cuando el ascensor llego al piso de ella, los dos hombres insistieron en acompañarla hasta la puerta de su habitación. En frente a la puerta de su habitación, ellos le desearon que tuviese una buena noche.
    Mientras ella se escurría dentro de su cuarto, podía oír las grandes carcajadas de ambos hombres caminando hacia el ascensor. La mujer se cepilló el traje, se peinó y logró calmarse y controlarse. Bajó a cenar con su esposo.

    Al día siguiente, un ramo de flores fue llevado a su habitación - una docena de rosas. La tarjeta del ramo decía: "Muchas gracias por las mejores carcajadas que hemos tenido en muchos años". Firma: "Eddie Murphy y Michael Jordan".

    (Enviado por Joseline, quien aclara: es una historia real, publicada por la revista People)"
     
  3. benemi

    benemi ...mar adentro

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    Ubicación:
    zona centro
    Hola gente!! hacia mucho que no ponia un cuento, ahí va uno...;)


    La Venta del Asno


    Erase un chicuelo astuto que salió un día de casa dispuesto a vender a buen precio un asno astroso. Con las tijeras le hizo caprichosos dibujos en ancas y cabeza y luego le cubrió con una albarda recamada de oro. Dorados cascabeles pendían de los adornos, poniendo música a su paso.
    Viendo pasar el animal tan ricamente enjaezado, el alfarero llamó a su dueño:
    -Qué quieres por tu asno muchacho?
    -iAh, señor, no está en venta! Es como de la familia y no podría separarme de él, aunque siento disgustaros...
    Tan buena maña se dio el chicuelo, que consiguió el alto precio que se había propuesto. Soltó el borrico, tomó el dinero y puso tierra por medio.
    La gente del pueblo se fue arremolinando en torno al elegante asnito.
    ¡Que elegancia! ¡Qué lujo! -decían las mujeres.
    -El caso es... -opuso tímidamente el panadero-, que lo importante no es el traje, sino lo que va dentro.
    -lnsinúas que el borrico no es bueno? -preguntó molesto el alfarero.
    Y para demostrar su buen ojo en materia de adquisiciones, arrancó de golpe la albarda del animal. Los vecinos estallaron en carcajadas. Al carnicero, que era muy gordo, la barriga se le bamboleaba de tanto reír. Porque debajo de tanto adorno, cascabel y lazo no aparecieron más que cicatrices y la agrietada piel de un jumento que se caía de viejo. El alfarero, avergonzado, reconoció:
    -Para borrico, yo!
     
  4. MamaAnna :beso: :beso: Benemi :beso: :beso: Chipi :beso: :beso:

    Al resto de cuénteros que se han olvidado de éste bonito post :beso: :beso: :beso: :beso: :beso:

    EL REY MIDAS


    Había una vez un rey muy bueno que se llamaba Midas. Sólo que tenía un defecto: que quería tener para él todo el oro del mundo. Un día el rey midas le hizo un favor a un dios.

    El dios le dijo:

    -Lo que me pidas te concederé.

    -Quiero que se convierta en oro todo lo que toque - dijo Midas.

    -¡Qué deseo más tanto, Midas! Eso puede traerte problemas, Piénsalo, Midas, piénsalo.

    -Eso es lo único que quiero.

    -Así sea, pues - dijo el dios.

    Y fueron convirtiéndose en oro los vestidos que llevaba Midas, una rama que tocó, las puertas de su casa. Hasta el perro que salió a saludarlo se convirtió en una estatua de oro.

    Y Midas comenzó a preocuparse. Lo más grave fue que cuando quiso comer, todos los alimentos se volvieron de oro.

    Entonces Midas no aguantó más. Salió corriendo espantado en busca de dios.

    -Te lo dije, Midas - dijo el dios-, te lo dije, Pero ahora no puedo librarte del don que te di. Ve al río y métete al agua. Si al salir del río no eres libre, ya no tendrás remedio.

    Midas corrió hasta el río y se hundió en sus aguas.

    Así estuvo un buen rato. Luego salió con bastante miedo. Las ramas del árbol que tocó adrede, siguieron verdes y frescas. ¡Midas era libre!

    Desde entonces el rey vivió en una choza que él mismo construyó en el bosque. Y ahí murió tranquilo como el campesino más humilde.
     
  5. chipi-chipi

    chipi-chipi Donax denticulatus

    hola :happy:

    chagal :beso: que bueno verte aqui :happy:porque en el ilo del terror no me gusta verte :happy:porque pone unas istoria que me da miedo :( caramba :( pa mas remata donde yo tengo mi compu de noche ase frio :-? mira cuando yo leia eso se me puso la piel de gallina :11risotada: mira eso sera verda que puede pasar :icon_rolleyes:

    canbio :happy:
     
  6. mamaAnna80

    mamaAnna80 Hoy puede ser un gran dia

    Buenassssss :beso:

    CHIPI :beso: y no te asustes qué tan solo son relatos de ficción :11risotada: :11risotada: :11risotada:

    BENEMI :beso: tu cuento nos dice qué "no es oro todo lo qué reluce" :11risotada:

    CHAGALL :beso:

    LA ALDEANITA Y EL PRINCIPE

    Hace muchos años, Europa no estaba políticamente dividida en países como está ahora; existían pequeños reinos que, constantemente, guerreaban entre sí, sobre todo si eran limítrofes.
    Los reinos vecinos de Snowden y Stanfored habían tenido muchos problemas de diversa índole que, felizmente, se solucionaron a tiempo, gracias a un Acuerdo de Amistad y Cooperación, celebrado entre ambos reyes, antes de que la sangre llegara al río.
    Los reyes, aparte de solucionar sus problemas, se hicieron entrañables amigos, acariciando en secreto, la idea de un matrimonio entre sus vástagos.
    La princesa heredera del trono de Snowden llamada Katherine, era una bellísima joven de piel muy blanca y los ojos y cabellera intensamente negros como su madre, cuya belleza italiana había heredado. La cabellera le llegaba hasta las rodillas, siendo el orgullo de la jovencita.
    Cuando empieza esta historia, Katherine tenía veintiún años y un carácter orgulloso e irascible que la hacían el terror de los sufridos sirvientes que la atendían.
    George, hijo del rey de Stanfored, era un joven rubio de ojos azules que reflejaban la placidez de su alma, siempre estaba presto a ayudar a sus semejantes y le agradaban la poesía, la música y la danza como también la lectura; adoraba a los animales tanto como Katherine los detestaba.
    Mientras él se preparaba para ser un buen gobernante, la orgullosa princesa, vivía cuidando su belleza que era casi lo único que le interesaba; y decimos casi, porque su otra preocupación era encontrar un joven príncipe que se enamorara de ella y la desposara.
    Así las cosas, el padre de George da un gran baile en la corte, para celebrar el cumpleaños vigésimo quinto de su hijo; a dicha celebración asisten bellísimas jovencitas entre princesas, condesas, baronesas o simplemente damitas de la corte; pero entre todas ellas brilla con luz propia la bellísima heredera de Snowden, quien al ser presentada al príncipe, causa en éste una impresión tan fuerte que él no puede evitar, porque es su temperamento artístico quien se rinde ante tanta belleza; aún no podemos hablar de amor, que al ser éste, un sentimiento tan elevado requiere, para ser verdadero, de un total conocimiento tanto físico como espiritual, siendo más importante el aspecto espiritual que es imperecedero, al contrario del físico, que es perecible.
    Los jóvenes príncipes pasaron una noche muy agradable, bailando y conversando a más y mejor, y cuando se separaron ya eran amigos.
    La amistad se convirtió al paso del tiempo en una relación más seria, el príncipe iba frecuentemente a visitar a la bella y es así como se hicieron novios.
    Pero cuánto más la trataba, más se iba desilusionando George de Katherine. Es que no compartían nada; ella embebida en su belleza y en sus lujosos atuendos, no quería pasear por los jardines porque el sol podía estropear su piel de alabastro y arruinar la tierra sus primorosos zapatos de fino satén. Al no tener ella tema de conversación, empezaron a aburrirse como ostras cuando estaban juntos y es ese el motivo de que George empezara a espaciar las visitas a su joven novia.
    Un día, la madre de George, conocedora de los gustos de la futura esposa de su hijo, le pide a éste que le lleve un par de zapatitos bordados en piedras preciosas que ella había mandado confeccionar a su zapatero especialmente para ella; con el fin de afianzar el noviazgo.
    Parte George y al despedirse de su mejor amigo Scott, le hace una confidencia, no ama a Katherine y no sabe que hacer para romper el compromiso con ella. Luego raudo se dirige al encuentro de su destino.
    Ya en el reino vecino encontrándose aún lejos del castillo real, a George le atenaza la sed y en plena campiña divisa a lo lejos una aldeana hacia la cual se dirige, para solicitar su ayuda.
    Al acercarse a la mujer descubre que es muy joven, casi una niña, y de una belleza serena excepcional. La niña, que no representaba más de quince años, como descubrió más tarde que así era, tiene los ojos y el cabello que lo lleva trenzado y que le cae hasta la cintura, de un color miel muy bonito, es muy linda esta joven aldeana, a cuyos ojos se asoma un alma inocente y pura.
    Al manifestar el príncipe que tenía mucha sed, ella diligentemente le ofreció todas las naranjas que llevaba en su canasta de mimbre, a fin de que él se sirviera las que quisiera.
    El príncipe le preguntó su nombre, a lo cual ella respondió que se llamaba Solange y él inmediatamente le dio el suyo. Al ignorar ella, que él era un príncipe de sangre azul, espontáneamente entabló una amena y fresca conversación, descubriendo ambos que tenían mucho en común.
    Al pasar el tiempo, la amistad se fue consolidando y cuando se veían daban largos paseos por el campo ya que a ambos les agradaba la naturaleza. Por fin descubrieron que se amaban; y el príncipe, le confió lo que aún era un secreto, a su madre pidiéndole un consejo para salir de tan penosa situación. Solange, que todavía ignoraba todo, al escuchar por boca de él, que era el heredero al trono, desapareció, creyendo que él se había burlado de ella; no salía de su casa para evitar encontrarlo.
    Por fin el príncipe descubrió su paradero y habló con sus padres a quienes les explicó la verdad de sus sentimientos y ellos que eran honrados y sencillos aldeanos le creyeron e influyeron en Solange para que confiara en sus palabras.
    Solucionado el entuerto, George le pidió a su madre que hablara
    con el rey, para que comprendiera lo que sentía.
    Los padres recibieron a la niña y al conocerla comprendieron a su hijo, pues Solange era una criatura excepcional que merecía su amor. Al enterarse Katherine que había perdido el amor de su novio por una aldeana, según ella "insignificante"; no paró hasta conocerla y al hacerlo comprendió que Solange había, sin quererlo ganado la batalla en buena lid; se hicieron grandes amigas y esto la motivó a que poco a poco fuera cambiando y terminara convertida en una agradable personita digna de ser amada.
    George y Solange se casaron en una fastuosa ceremonia que dió mucho que hablar y a la cual asistieron muchos vecinos y parientes venidos de lugares lejanos.
    Antes de la ceremonia religiosa, los padres de Solange pidieron hablar en privado con los reyes a los cuales les revelaron el origen de la jovencita: Ellos no eran los verdaderos padres de la bella, simplemente la habían criado ya que la encontraron tan pequeña e indefensa en el bosque.
    La reina recordó que a una prima suya, la Condesa de Harrow, le habían robado su bebé hacía trece años aproximadamente.
    Haciendo las averiguaciones se comprobó que Solange y la bebé raptada eran la misma persona.
    Todos fueron muy felices y con el correr del tiempo George y Solange fueron muy buenos gobernantes adorados por su pueblo; bendiciéndoles Dios con dos hijos un varón y una mujercita.
    ¿Y la orgullosa Katherine? Fue muy feliz al lado de Scott quien al ver su drástico cambio, la amó tan profundamente como antes había admirado su etérea belleza.
    Ambos reinos vivieron en paz y Scott tuvo tres hermosos hijos varones con su adorada Katherine."
     
  7. Cariño solo son histórias :beso: :beso: pero en ésa en concreto.......si creo :happy: :5-okey:
     
  8. Benemi :beso: :beso: MamaAnna :beso: :beso:

    EL SEÑOR, EL NIÑO Y EL BURRO ​


    Venía un señor por el camino, con un niño como de once años, que era su hijo, y venía también un burro, que le servía al señor para cargar leña. Pero el señor ya había vendido la leña, y además estaba cansado, de manera que se montó en el burro.

    En esto se encuentran con unas gentes que venían por el mismo camino. Y cuando ya pasaban las gentes, el señor oyó que decían: "¡Qué viejo tan egoísta! Va él muy montado en el burro, y el pobrecito niño a pie."

    Entonces el señor se bajó del burro y le dijo al niño que se montara. Caminaron así un rato, el niño encima del burro y el papá a un lado, a pie, cuando en esto se encuentran con otras gentes.

    En el momento de pasar, el señor oyó que decían: "¡Qué muchacho tan malcriado! Va él muy montado en el burro, y el pobrecito viejo a pie." Entonces el señor le dijo al niño que se bajara del burro.

    Siguieron así un rato, caminando los dos un poquito detrás del burro, y en esto que se encuentran con otras gentes, y cuando ya pasaban, oyó el señor que decían: "¡Qué par de tontos! "Va el burro muy descansado, sin carga, y a ninguno se le ocurre montarse."

    Entonces el señor se volvió a montar y le dijo al niño que él también se montara. Así iban, moviéndose los dos al mismo tiempo con el paso del burro, y en esto se encuentran con otras gentes que venían por el camino. y cuando ya pasaban las gentes, el señor oyó que decían: "¡Qué par de bárbaros! El pobrecito burro ya no puede con la carga."

    Entonces el señor se quedó pensando un rato y le dijo al niño: "¿Ya ves, hijo? "No hay que hacer mucho caso de lo que diga la gente."
     


  9. Había una vez una banda de loros que vivía en el monte. De mañana temprano iban a comer choclos a la chacra, y de tarde comían naranjas. Hacían gran barullo con sus gritos, y tenían siempre un loro de centinela en los árboles más altos, para ver si venía alguien.

    Los loros son tan dañinos como la langosta, porque abren los choclos para picotearlos, los cuales, después, se pudren con la lluvia. Y como al mismo tiempo los loros son ricos para comer guisados, los peones los cazaban a tiros.

    Un día un hombre bajó de un tiro a un loro centinela, el que cayó herido y peleó un buen rato antes de dejarse agarrar. El peón lo llevó a la casa, para los hijos del patrón, los chicos lo curaron porque no tenía más que un ala rota- El loro se curó bien, y se amansó completamente. Se llamaba Pedrito. Aprendió a dar la pata; le gustaba estar en el hombro de las personas y con el pico les hacía cosquillas en la oreja.

    Vivía suelto, y pasaba casi todo el día en los naranjos y eucaliptos del jardín. Le gustaba también burlarse de las gallinas. A las cuatro o cinco de la tarde, que era la hora en que tomaban el té en la casa, el loro entraba también al comedor, y se subía con el pico y las patas por el mantel, a comer pan mojado en leche. Tenía locura por el té con leche.

    Tanto se daba Pedrito con los chicos, y tantas cosas le decían las criaturas, que el loro aprendió a hablar. Decía: “¡Buen día. Lorito!...” “¡Rica la papa!...” “¡Papa para Pedrito!...” Decía otras cosas más que no se pueden decir, porque los loros, como los chicos, aprenden con gran facilidad malas palabras.

    Cuando llovía, Pedrito se encrespaba y se contaba a sí mismo una porción de cosas, muy bajito. Cuando el tiempo se componía, volaba entonces gritando como un loco.

    Era, como se ve, un loro bien feliz, que además de ser libre, como lo desean todos los pájaros, tenía también, como las personas ricas, su five o’clock tea.

    Ahora bien: en medio de esta felicidad, sucedió que una tarde de lluvia salió por fin el sol después de cinco días de temporal, y Pedrito se puso a volar gritando: -“¡Qué lindo día, lorito!...” ¡Rica papa!... ¡La pata, Pedrito!...-y volaba lejos, hasta que vio debajo de él, muy abajo, el río Paraná, que parecía una lejana y ancha cinta blanca. Y siguió volando hasta que se asentó por fin en un árbol a descansar.

    Y he aquí que de pronto vio brillar en el suelo, a través de las ramas, dos luces verdes, como enormes bichos de luz.

    -¿Qué será? –se dijo el loro-, “¡Rica, papa!...” ¿Qué será eso?... “¡Buen día, Pedrito!...”

    El loro hablaba siempre así, como todos los loros, mezclando las palabras sin ton ni son, y a veces costaba entenderlo. Y como era muy curioso, fue bajando de rama en rama, hasta acercarse. Entonces vio que aquellas dos luces verdes eran los ojos de un tigre que estaba agachado, mirándolo fijamente.

    Pero Pedrito estaba tan contento con el lindo día que no tuvo ningún miedo.

    -¡Buen día, tigre! –le dijo-. “¡La pata, Pedrito!...”

    El tigre, con esa voz terriblemente ronca que tiene, respondió:

    -¡Bu-en-día!

    -¡Buen día, tigre! –repitió el loro-, “¡Rica papa!... ¡rica papa!...”

    Y decía tantas veces “¡rica papa!” porque ya eran las cuatro de la tarde, y tenía muchas ganas de tomar el té con leche, y por esto lo convidó al tigre.

    -¡Rico té con leche! –le dijo-. “¡Buen día, Pedrito!...” ¿Quieres tomar té con leche conmigo, amigo tigre?.

    Pero el tigre se puso furioso porque creyó que el loro se reía de él, y además, como tenía a su vez hambre se quiso comer al pájaro hablador, Así que le contestó: -¡Bue-no! ¡Acérca-te un po-co que estoy sordo!

    El tigre que no era sordo; lo que quería era que Pedrito se acercara mucho para agarrarlo de un zarpazo. Pero el loro no pensaba sino en el gusto que tendrían en la casa cuando él se presentara a tomar el té con leche con aquel magnifico amigo. Y voló hasta otra rama más cerca del suelo.

    -¡Rica papa, en casa! –repitió, gritando cuanto podía.

    -¡Más cer-ca! ¡No te oi-go! –respondió el tigre con su voz ronca.

    El loro se acercó un poco más y dijo:

    -¡Rico té con leche!

    -¡Más cer-ca toda-vía! – repitió el tigre.

    El pobre loro se acercó aún más, y en ese momento el tigre dio un terrible salto, tan alto como una casa, y alcanzó con la punta de las uñas a Pedrito. No alcanzó a matarlo, pero le arrancó todas las plumas del lomo y la cola entera. No le quedó una sola pluma en la cola.

    -¡Tomá! –Rugió el tigre-. Andá a tomar té con leche...

    El loro, gritando de dolor y de miedo, se fue volando, pero no podía volar bien, porque le faltaba la cola que es como el timón de los pájaros. Volaba cayéndose en el aire de un lado para otro, y todos los pájaros que lo encontraban se alejaban asustados de aquel bicho raro.

    Por fin pudo llegar a la casa, y lo primero que hizo fue mirarse en el espejo de la cocinera. ¡Pobre Pedrito!

    Era el pájaro más raro y más feo que pueda darse, todo pelado todo rabón y temblando de frío. ¿Cómo iba presentarse en el comedor, con esa figura?. Voló entonces hasta el hueco que había en un tronco de un eucalipto y que era como una cueva, y se escondió en el fondo tiritando de frío y de vergüenza.

    Pero entretanto, en el comedor todos extrañaban su ausencia: -¿Dónde está Pedrito? –decían. Y llamaban - ¡Pedrito! ¡Rica papa, Pedrito! ¡Té con leche, Pedrito!

    Pero Pedrito no se movía de su cueva, ni respondía nada, mudo y quieto. Lo buscaron por todas partes, pero el loro no apareció. Todos creyeron que Pedrito había muerto, y los chicos se echaron a llorar.

    Todas las tardes, a la hora del té, se acordaban siempre del loro, y recordaban también cuánto le gustaba comer pan mojado en té con leche. ¡Pobre Pedrito!. Nunca más lo verían porque había muerto.

    Pero Pedrito no había muerto, sino que continuaba en su cueva sin dejarse ver por nadie, porque sentía mucha vergüenza de verse pelado como un ratón. De noche bajaba a comer y subía enseguida. De madrugada descendía de nuevo, muy ligero, e iba a mirarse en el espejo de la cocinera, siempre muy triste porque las plumas tardaban mucho en crecer.

    Hasta que por fin un día, o una tarde, la familia sentada a la mesa a la hora del té vio entrar a Pedrito muy tranquilo, balanceándose como si nada hubiera pasado. Todos se querían morir, morir de gusto cuando lo vieron bien vivo y con lindísimas plumas.

    -¡Pedrito, Lorito! –le decían-. ¡Qué te pasó, Pedrito! ¡Qué plumas brillantes que tiene el lorito!.

    Pero no sabían que eran plumas nuevas, y Pedrito, muy serio, no decía tampoco una palabra. No hacía sino comer pan mojado en té con leche Pero lo que es hablar, ni una sola palabra.

    Por eso, el dueño de casa se sorprendió mucho cuando a la mañana siguiente el loro fue volando a pararse en su hombro, charlando como un loco. En dos minutos le contó lo que había lo que le había pasado: Un paseo al Paraguay, su encuentro con el tigre, y lo demás; concluida cada cuento cantando:

    -¡Ni una pluma en la cola de Pedrito! ¡Ni una pluma ¡ ¡Ni una pluma!

    Y lo invitó a cazar al tigre entre los dos.

    El dueño de casa, que precisamente iba en ese momento a comprar una piel de tigre que le hacía falta para la estufa, quedó muy contento de poderla tener gratis. Y volviendo a entrar a la casa para tomar la escopeta, emprendió junto con Pedrito el viaje al Paraguay. Convinieron en que cuando Pedrito viera al tigre, lo distraería charlando, para que el hombre pudiera acercarse despacito con la escopeta.

    Y así pasó. El loro, sentado en una rama del árbol, charlaba y charlaba, mirando al mismo tiempo a todos lados, para ver si veía al tigre. Y por fin sintió un ruido de ramas partidas, y vio de repente debajo del árbol dos luces verdes fijas en él; eran los ojos del tigre.

    Entonces el loro se puso a gritar:

    -¡Lindo día!... ¡Rica papa!... ¡Rico té con leche!... ¿Querés té con leche?...

    El tigre enojadísimo al reconocer a aquel loro pelado que él creía muerto, y que tenía otra vez lindísimas plumas, juró que esa vez no se le escaparía, y de sus ojos brotaron dos rayos de ira cuando respondió con su voz ronca:

    -¡Hacer-ca-te más! ¡Soy sor-do!

    El loro voló a otra rama más próxima, siempre charlando:

    -¡Rico, pan con leche!...¡ESTÁ AL PIE DE ESTE ÁRBOL!...

    Al oír estas últimas palabras, el tigre lanzó un rugido y se levantó de un salto.

    -¿con quién estás hablando? –bramó-. ¿A quién le has dicho que estoy al pie de este árbol?

    -¡A nadie, a nadie! –gritó el loro-. “¡Buen día, Pedrito!... ¡La pata, lorito!...”

    Y seguía charlando y saltando de rama en rama, y acercándose. Pero él había dicho: está al pie de este árbol para avisarle al hombre, que se iba arrimando bien agachado, y con la escopeta al hombro.

    Y llegó un momento en que el loro no pudo acercarse más, porque sino, caía en la boca del tigre, y entonces gritó:

    -“¡Rica papa!...” ¡ATENCIÓN!

    -¡Más cer-ca aún! –rugió el tigre, agachándose para saltar.

    -¡Rico, té con leche!... ¡CUIDADO VA A SALTAR!

    Y el tigre saltó, en efecto. Dio un enorme salto, que el loro evitó lanzándose al mismo tiempo como una flecha en el aire. Pero también en ese mismo instante el hombre que tenía el cañón de la escopeta recostado contra un tronco para hacer bien la puntería, apretó el gatillo, y nueve balines del tamaño de un garbanzo cada uno entraron como un rayo en el corazón del tigre, que lanzando un bramido que hizo temblar el monte entero, cayó muerto.

    Pero el loro, ¡qué gritos de alegría daba! ¡Estaba loco de contento, porque se había vengado -¡y bien vengado! –del feísimo animal que le había sacado las plumas.

    El hombre estaba también muy contento, porque matar a un tigre es cosa difícil, y, además, tenía la piel para la estufa del comedor.

    Cuando llegaron a la casa, todos supieron porque Pedrito había estado tanto tiempo oculto en el hueco del árbol, y todos lo felicitaron por la hazaña que había hecho.

    Vivieron en adelante muy contentos. Pero el loro no se olvidaba de lo que le había hecho el tigre, y todas las tardes, cuando entraba en el comedor para tomar el té se acercaba siempre a la piel del tigre, tendida delante de la estufa, y lo invitaba a tomar té con leche.

    -¡Rica papa!... –le decía-. ¿Querés té con leche?...¡La papa para el tigre!...

    Y todos se morían de risa. Y Pedrito también.


    Horacio Quiroga (de Cuentos de la Selva)
     


  10. EL SECRETO DE LA ESTATUA


    Muy temprano, antes de meterse en el obrador donde desaparecía el tiempo y pintaba horas y horas, a Gregorio le gustaba subir a la azotea de su casa.

    Era una mañana de un azul que se introducía por los poros como si flotara en el espacio. El vapor de agua que, como un espeso capuchón arropa los cerros de Santafé de Bogotá la mayor parte del día, se convertía de repente en un aire dorado y transparente, quieto y fresco. No habaí nada que se le comparara en ninguna parte del mundo.

    Entonces Gregorio olvidaba sus años. Era de nuevo el muchacho que madrugaba a trepar a los cerros, en busca de aquellas plantas de las que los indios extraaín tintes para fabricar sus mantas de algodón. No habaí otros más firmes y brillantes. Una mujer, vieja como una momia que vivía en una cueva del cerro de La Peña y a la que Gregorio regalaba bizcochuelos y chocolate, le habaí enseñado que los colores azules y violáceos se sacan de las maticas de árnica.

    Para ese objeto resultaba también muy a propósito la uvilla de Bogotá, lo mismo que el espino puyón. Daban un hermoso tono morado indeleble. De la guaba lo mismo que de la cochinilla, procedía el carmní. Para los tonos sepias aprovechaba los lqíuenes y musgos, tan abundantes. Al tocarlos, Gregorio daba gusto no sólo a sus manos sino a su alma.

    Igualmente la vieja lo haba íinformado sobre los mejores sitios para conseguir arcillas de distintos colores y clases. A Réquira mandaba un muchacho, a buscar tierras doradas.

    Maceraba todo en una piedra instalada en el huerto de la casa. (Aún estaba allí en la época en que otro pintor, Roberto Pizano, escribió la biografía de Vásquez; a lo mejor sigue en el mismo lugar, y algún niño la encontrará, si mira bien. Será como si se apoderara de un tesoro).

    Gracias a las fórmulas de la vieja india, que era sabia, Gregorio había aprendido a echar una goma elástica sobre los colores para que brillaran más. Si no hubiera sido por esa mujer que lo queraí como a un hijo, Vásquez no pintaraí con aquella maestraí que todos le admiraban.

    Los cerros santafereños no le regalaban unicamente las plantas y las tierras. Le ofrecaín otro don: los venados. Cuando surgían en los bosquecillos, con sus movimientos nerviosos y ágiles, Gregorio los devoraba con los ojos. Para que nunca se escaparan, quería meterlos en sus lienzos.

    En sus buenos tiempos había sido un arrogante cazador. Ayudado por sus buenos galgos y sabuesos practicaba el ojeo, la batida y la cetrería. Portaba en su diestra un halcón dotado de la velocidad del rayo.

    En la laguna de La Herrera, cerca a Santafé, a la que acudan miles de patos emigrantes, hacía con frecuencia buena provisión de avesí, que entregaba a su esposa Jerónima para que los guisara.

    Que dulce, paciente, segura y maternal había sido siempre ella. Hacía las delicias de un marido fiel y rendido como Gregorio. Parecía un ángel cuando le servía de modelo para pintar a la reina de los cielos.

    Pero ya hacía años que la muerte se la había llevado. El dolor lo punzaba como el primer día. Esa mañana volvió a herirlo. Los ojos se le llenaron de agua.

    Dios le hab concedido un consuelo en la hija de Jerónima, Feliciana. Nunca se separaba de su lado. Era el retrato vivo de su mujer, su único amor sobre la tierra. No sólo tenía la misma cara de su madre, sus gestos, su sonrisa. También había heredado del padre lo más raro: el talento para pintar.

    Revelaba tanta finura y delicadeza que Gregorio caía como en éxtasis al contemplarla. Esa niña había nacido para ser feliz como lo prometía su nombre. Estaría a su lado hasta el último minuto. Sería su báculo. Le cerraría los ojos.

    Feliciana representaba el premio a los esfuerzos realizados por Gregorio en su juventud, cuando a pesar de ser el más pobre y desamparado de los alumnos de los maestros Figueroa, se propuso convertirse en el mejor artista de la Nueva Granada.

    Le tocó vencer obstáculos tan grandes como no poder estudiar en persona la obra de los grandes pintores que habían vivido en Europa. Tenía que contentarse con unas pocas copias mal hechas y no en colores sino en blanco y negro.

    El mismo fabricaba sus pinceles de pelo de cabra o de perro, que metía en cajones de pluma de ganso. Empleaba lienzos de tejido desigual y separado, llamados "de la tierra". Aún hoy los tejen los indios de algunas regiones.

    A pesar de tantas dificultades el número de sus cuadros ya casi llegaba al medio millar. Nunca le faltaban pedidos de los priores de los conventos y de los prelados, de los nobles, los oidores de la Real Audiencia y demás funcionarios. Lo único malo consistía en que le pagaban muy poco por sus obras. Y a el le gustaba vivir bien y no medir los gastos.

    Había decorado casi lujosamente su casa. Se entraba por un zaguán de piedrecillas blancas y redondas y huesecillos llamados "tabas", sacados de los animales que iban a morir al matadero.

    En la esquina occidental de la casa del maestro, ubicada frente a la iglesia de La Candelaria, habitaba una de las familias más distinguidas de Santafé, la de los Caicedo. Con frecuencia compraban lienzos al artista, para adornar su oratorio y sus salones. Pero jamás lo invitaban a sus fiestas.

    Eran demasiado orgullosos y pensaban que su dinero y los muchos títulos y honores que les concedía el rey de España, los hacían superiores a un simple pintor que recibía una paga.

    Al fin y al cabo, a Vasquez, a quien le importaba? Le bastaba Feliciana. Con ella no temía a la vejez, ni a la enfermedad, ni a la pobreza, ni a nada.

    Ya era hora de empezar el trabajo en el obrador. No había una habitación más clara y bonita en toda la casa. Se hallaba adornada con cortinajes, brocados de oro, sedas, terciopelos y armaduras para que las portaran los personajes de sus cuadros.

    Cuando terminaba de darles la última mano los lienzos se animaban. Los santos, los reyes, los profetas, las vírgenes y los ángeles invadían el obrador. No eran imágenes sino seres de carne y hueso que lo miraban y le hablaban. Gregorio se lo agradecía a su pincel. Hacía milagros.

    A media mañana Feliciana acudiría sin falta a llevarle algún refrigerio y mirarlo pintar. Eran los momentos más felices de Gregorio. Su hijita adivinaba sus menores deseos y lo complacía en lo que tenía a su alcance. Gustosamente el padre daría la vida por ella.

    Por qué sería que en las últimas semanas parecía distraída y lejana? Su cutis había perdido el lindo color rosado. Estaba pálida. Quizá era consecuencia del cansancio. Los cuidados que prodigaba a Gregorio, unidos a las faenas del hogar, y al trabajo de pintar sus biombos y miniaturas, ejecutados con primor, sin duda la habían agotado. El padre le pediría que reposara un poco. No necesitaba afanarse tanto.

    Como el ya había terminado el retrato de San Agustín, realizado por encargo del prior de La Candelaria, decidió enviárselo. Aprovecharía para ese oficio a una esclava. Así Feliciana no se ocuparía en llevarlo y podría descansar un poco.

    Invariablemente almorzaba en compañía de su hija. Pero ese día, cuando apenas habían tomado dos o tres cucharadas de sopa, entró de improviso en el comedor el prior de los agustinos. Parecía bravo. Se aproximó a Vásquez y le dijo:

    Maestro: el retrato que me entregó la esclava no es el de nuestro padre San Agustín que yo le había pedido. Es el de don Fernando de Caicedo, el vecino de al lado.

    De una ojeada comprendió Vásquez que la tela que le mostraba el prior se debía al pincel de Feliciana.

    Representaba a un joven de pelo negro rizado, ojos brillantes y espeso bigote, Fernando de Caicedo. Qué habría ocurrido?A quién le entregaría la confundida esclava el retrato de San Agustín, que Vásquez había puesto en sus manos?

    Lanzó una mirada interrogadora a su hija. Roja hasta la raiz del pelo, y sin saber que hacer, Feliciana se apretaba las manos, a punto de romper en llanto.

    Por qué hiciste el retrato de ese joven? le preguntó Vásquez.

    Por qué no me informaste nada?

    Feliciana no fue capaz de contestarle la verdad. Desde hacía mucho amaba a Fernando. Aprovechó la orden dada por Vásquez a la esclava, para pedir a ésta que buscara a su novio y le entregara el retrato pintado por ella. Pero la servidora cambió las telas y colocó en las manos del uno lo que perteneíca al otro.

    Lo peor ocurrió cuando el padre se enteró de que Feliciana esperaba un hijo muy pronto.

    Si las cosas hubieran sido distintas, nada habría alegrado más al viejo: un nietecillo, un heredero que corriera por los cuartos de la vieja casa como si los llenara de luz. Un fruto de su querida Feliciana.

    Pero la familia Caicedo no aceptaría nunca que don Fernando se casara con la hija de un simple pintor. Según ellos, Gregorio Vásquez no valía nada. No tenía un título ni era millonario. Cuando nacía en España un heredero del trono, la Real Audiencia no nombraba alférez mayor a Vásquez, para que echara al pueblo montones de monedas. A los que nombraba era a los Caicedo.

    Por ningún motivo darían el si. Las pocas veces que Gregorio entraba a la casa vecina lo hacía con el objeto de obedecer una orden. Los dueños lo recibían como a un servidor, nunca un igual. No lo invitaban a comer, ni siquiera a sentarse. A esa gente no le importaba que los jóvenes se amaran.

    Vásquez sintió que la sangre se le subía a la cabeza. En un ataque de rabia gritó a Feliciana que no quería volver a verla y que se marchara de la casa.

    Como si un artista desconocido le hubiera pintado la muerte en la cara, la muchacha salió sin entender que pasaba. Humildemente posó sus pies en el zaguán de tabas de ternero y piedrecitas blancas y redondas recogidas en el río. Jamás volvería a cruzarlo.

    El viejo se quedó solo, llorando su pena. Tembloroso y pegado a las paredes para sostenerse porque ya casi no podía andar, entró una mañana por última vez en su obrador. Parecía una cueva abandonada y cubierta de telarañas.

    Con mano temblorosa cogió el pincel y trazó de memoria en el lienzo un rostro de mujer. Era el de su Jerónima a la vezí que el de su Feliciana, unidas las dos con la reina de los ángeles.

    Entonces se repitió lo que allí había ocurrido tantas veces. Las imágenes se convirtieron en personas de verdad. Apareció en toda su gloria la Virgen María, rodeada de pequeños querubines y llevando de la mano a Jerónima y a Feliciana. Las tres cerraron los ojos del hombre que las había amado tanto.

    La misma esclava que en un tiempo ya lejano trastocó el destino de los dos retratos corrió al convento de los agustianos a pedir que dispusieran la iglesia para efectuar un entierro. Por eso no alcanzó a oír estas palabras, pronunciadas por un angelito de los que acompañaban a la Virgen:

    La casa de los Caicedo está condenada. No quedará de ella piedra sobre piedra. Al cabo de los años nadie sabrá cómo era. En el preciso sitio donde está ahora la sala a la que le prohibieron la entrada al gran artista santafereño Gregorio Vásquez Arce y Ceballos, orgullo de su ciudad y de su raza, se elevará una estatua. Así quedará demostrado que el talento y la constancia valen más que el dinero y los títulos heredados.

    Respiró fuerte para descansar porque no tenía costumbre de hablar mucho. (Los ángeles se entienden entre sí sin necesidad de pronunciar palabra).

    Pero agregó enseguida:

    Hay también un castigo para el padre que no tuvo piedad de su hija. El espíritu de Gregorio Vásquez quedará encerrado en el bronce de su estatua. Ahí permanecerá hasta que venga una anciana y les cuente esta historia a los niños.


    Elisa Mujica - Colombia
     
  11. chipi-chipi

    chipi-chipi Donax denticulatus

    hola :happy:

    bienvenida chagal :beso: ya pensaba que las mama de este foro se se abia olvidado de los niño :11risotada:

    muy guapa la foto ;)

    canbio :happy:
     
  12. mamaAnna80

    mamaAnna80 Hoy puede ser un gran dia

    Os echo mucho de menos :( :( , no me he olvidado de vosotros pero me falta tiempito :( :( . Mañana por la mañana intentaré poner un cuento.

    un fuerte :beso: a tod@s
     
  13. EvaPatry

    EvaPatry

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    Madrid (España)
    Holaaaa! Sólo paso por aquí para saludaros, que hace mucho que no me cruzaba con vosotros y os echo de menos. Un besote fuerte :beso:

    A ver si este finde puedo volver a poner algún cuentecillo :smile:
     
  14. EvaPatry

    EvaPatry

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    El sombrero de tío Nacho

    El tío Nacho tenía un sombrero roto que ya ni para soplarse le servía y dijo tío Nacho:
    – Voy a cambiar este sombrero viejo y lo aventó al basurero. En eso pasó su comadre Chola.
    – ¡Eh!, dijo, ¡el sombrero de tío Nacho! Aquí se lo traigo.
    – Dios se lo pague, comadre, dijo tío Nacho.
    Cogió el sombrero roto y se fue a botarlo lejos, al arroyo. Cuando volvía comezó a llover y viene la correntada y arrastra el sombrero.
    – ¡Ve!, gritó tío Chente, ¡allí se llevan las aguas el sombrero de tío Nacho! ¡Corré, muchacho, andá recogelo!
    – Tío Nacho, figúrese que ya se le arrastraban las aguas el sombrero. Aquí se lo traemos.
    – Gracias, muchachos, gracias. Y salúdenme a tío Chente – dijo tío Nacho.
    "¡Ahora sí que me jodió este sombrero!", pensó tío Nacho, y lo voló sobre un taburete. Al rato pasó un pobre pidiendo y tío Nacho le dice:
    – Llévate ese sombrero, por lo menos te cubre el sol.
    Y se fue el hombre; pero todo es que lo vieran los del barrio y comienzan a gritar:
    –¡Ladrón, ladrón, se le lleva robado el sombrero a tío Nacho! y van y lo agarran y lo sopapean y le quitan el sombrero y llegan todos corriendo:
    – ¡Figúrese tío Nacho que un ladrón se le llevaba su sombrero! ¡Aquí se lo traemos!
    – ¡Gracias! ¡Gracias!, decía tío Nacho; pero ya estaba que reventaba. Apenas se fueron los vecinos cogió su sombrero nuevo y lo voló al basurero y se puso el viejo.
    Pero el sombrero nuevo nadie lo devolvió.
     
  15. gusarapa

    gusarapa Risueña empedernida

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    Altiplano de Murcia.
    Aqui os dejo un cuento que mi madre nos contaba cuando eramos pequeños, y asi la he oido contarselo a todos los niños que han pasado por nuestras vidad, hijos de amigos, vecinos, etc...
    A mi me trae muy buenos recuerdos....:5-okey:

    LA PULGUICA.-

    Había una vez una pulguica y un piojico que estaban en su casa cuando se les ocurrió irse al campo ha hacerse unas gachicas…;)
    Entonces, la pulguica dijo: “¿Piojico te apetecen unas gachicas en el campo?”
    “Claro que si pulguica, tus gachicas siempre están riquísimas…” dijo el piojico.
    Y se fueron los dos tan contentos.
    Cuando llegaron al campo hacia muy buen día y muy contentos se pusieron a hacer las gachicas, cuando de repente, la pulguica, al darle la vuelta, se cayó dentro.
    Entonces el piojico muy nervioso le dijo a la pulguica: “tranquila cariño que yo te salvaré”, y se marcho corriendo a casa de la vecina.
    Y le dijo el piojico: “Vecina, ¿me das una cucharica para sacar a la pulguica de las gachicas?”
    Y la vecina le contesto: “Si, pero me tienes que traer leche de la cabra”
    El piojico corrió y corrió y le pregunto a la cabra:
    “Cabra, ¿me das leche para la vecina, para que la vecina me de una cucharita para sacar a la pulguica de las gachicas?”
    Y la cabra contestó: “Si, pero me tienes que traer hojas de la parra.”
    Y de nuevo el piojico corrió y corrió y cuando llego le dijo a la parra:
    “Parra, ¿me das hojas para la cabra, para que la cabra me de leche para la vecina, para que la vecina me de una cucharica para sacar a la pulguica de las gachicas?”
    Y la parra dijo: “Si, pero me tienes que traer agua del río”
    Y el piojico corrió y corrió y le dijo al río:
    “Río, ¿me das agua para la parra, para que la parra me de hojas para la cabra, para que la cabra me de leche para la vecina, para que la vecina me de una cucharica para sacar a la pulguica de las gachicas?”
    Y el río contesto: “Si, pero me tienes que traer permiso de la reina”
    Y el piojico corrió y corrió, y cuando vio a la reina le pregunto:
    “Reina, ¿me das permiso para el río, para que el río me de agua para la parra, para que la parra me de hojas para la cabra, para que la cabra me de leche para la vecina, para que la vecina me de una cucharica para sacar a la pulguica de las gachicas?”
    Y la reina contesto: “Si, pero me tienes que traer unos zapatos”
    Y el piojico corrió y corrió y le dijo al zapatero:
    “Zapatero, ¿me das unos zapatos para la reina, para que la reina me de permiso para el río, para que el río me de agua para la parra, para que la parra me de hojas para la cabra, para que la cabra me de leche para la vecina, para que la vecina me de una cucharica para sacar a la pulguica de las gachicas?”
    Y el zapatero contesto: “Si, pero me tienes que traer mierda de perro.”
    Y el piojico corrió y corrió y le dijo al perro:
    “Perro, ¿me das mierda para el zapatero, para que le zapatero me de unos zapatos para la reina, para que la reina me de permiso para el río, para que el río me de agua para la parra, para que la parra me de hojas para la cabra, para que la cabra me de leche para la vecina, para que la vecina me de una cucharica para sacar a la pulguica de las gachicas?”
    Y el perro contesto: “Si, encantado coge toda la que quieras.”
    Y entonces el piojico muy contento, cogió la mierda, se la dio al zapatero, el zapatero le dio los zapatos, cogió los zapatos y se los dio a la reina, esta le dio permiso para el río, el río le dio agua para la parra, la parra le dio hojas para la cabra, la cabra le dio leche para la vecina, la vecina le dio la cucharica, y el piojico corrió y corrió, pero cuando llego, la pulguica se había ahogado…

    Moraleja: “Nadie te dará nada por nada, a no ser que sea mierda de perro…”

    Y colorín colorado, el que no se levante, se queda con el culo pegado…