Poemas, cuentos y leyendas

Tema en 'Temas de interés (no de plantas)' comenzado por mai^a, 27/2/08.

  1. clause

    clause Claudia

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    Re: ... de poetas, cuentos y leyendas

    Los mejores sentimientos, en las palabras más directas!...no hay amor más grande que darse a si mismo, cuando ese sentimiento de entrega se manifiesta asi y sin medida, quiere decir que el corazón se esta entregando autenticamente, pero es maravillosa la manera de expresar esto , de una forma tan sencila, y al mismo tiempo con tanta precisión y produndidad!:razz: :razz: :razz: :razz:
     
  2. clause

    clause Claudia

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    Enrique Santos Discépolo


    Pintura de Enrique Santos Discépolo - por Cosenza(1901-1951) Discépolo fue conducido hacia el arte por su hermano mayor Armando, luego de la muerte de sus padres. Armando formó a Enrique y siempre lo orientó hacia la cultura, esto permitió descubrir su vocación por el teatro. Para el año 1917 se inició en la actuación. Al año siguiente escribió sus primeras obras de teatro:
    Día feriado
    El hombre solo
    El señor cura
    En el año 1920 actuó en una obra llamada Mateo, que dicho sea de paso, fue escrita por su hermano Armando. Dedicado al mundo del teatro, Enrique continuó escribiendo.
    En el año 1925 compuso la música para el tango Bizcochito. Luego sorprendió con la letra y la música del famosísimo tango Que vachaché. Dos años más tarde compuso un tango bautizado Esta noche me emborracho, conocido popularmente gracias a la interpretación del mismo por Azucena Maizani. Otros grandes éxitos llegaron entre los años 1928 y 1929. También actuaba en teatros de Montevideo (Uruguay) y Buenos Aires (Argentina), en ambos casos con gran aceptación del público. Los tangos más destacados son de éste período fueron:

    Alguna vez
    Chorra
    Malevaje
    Soy un arlequín
    Victoria
    Yira-yira
    A comienzos de la década del 1930 Discépolocontinuó escribiendo obras musicales, entre las que podemos subrayar Wunderbar y Tres esperanzas. En 1935 finalmente Discépolo viajó a Europa. De vuelta en Argentina, Enrique se conectó con el ambiente del cine. Experimentó cuanto pudo. Fue tanto actor como guionista y director. Paralelamente compuso los tangos más inolvidables: Cambalache en 1935, Alma de bandoneón en 1935, Desencanto en 1937, Tormenta en 1939, Uno(musicalizado por el maestro Mariano Mores) en 1943 y Canción desesperada en 1944.
    En el año 1947 viajó nuevamente y estuvo de gira por México y Cuba. En esos tiempos dio a luz al tango Sin palabras, con composición musical de Mariano Mores. Pero la obra insignia ha sido quizás Cafetín de Buenos Aires. Discépolo la compuso en 1948. En la puerta de la década de 1950, Discépolo se dedicó a producir películas y obras teatrales, a parte de diversos tangos.

    Algunos de los últimos tangos se hicieron públicos tras su temprana muerte en 1951, a la edad de 50 años. Enrique Santos Discépolo triunfó como uno de los grandes autores, fue también cineasta, compositor, dramaturgo y músico.
     
  3. clause

    clause Claudia

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    Re: ... de poetas, cuentos y leyendas

    Que el mundo fue y será una porquería
    ya lo sé...
    (¡En el quinientos seis
    y en el dos mil también!).
    Que siempre ha habido chorros,
    maquiavelos y estafaos,
    contentos y amargaos,
    valores y dublé...
    Pero que el siglo veinte
    es un despliegue
    de maldá insolente,
    ya no hay quien lo niegue.
    Vivimos revolcaos
    en un merengue
    y en un mismo lodo
    todos manoseaos...

    ¡Hoy resulta que es lo mismo
    ser derecho que traidor!...
    ¡Ignorante, sabio o chorro,
    generoso o estafador!
    ¡Todo es igual!
    ¡Nada es mejor!
    ¡Lo mismo un burro
    que un gran profesor!
    No hay aplazaos
    ni escalafón,
    los inmorales
    nos han igualao.
    Si uno vive en la impostura
    y otro roba en su ambición,
    ¡da lo mismo que sea cura,
    colchonero, rey de bastos,
    caradura o polizón!...

    ¡Qué falta de respeto, qué atropello
    a la razón!
    ¡Cualquiera es un señor!
    ¡Cualquiera es un ladrón!
    Mezclao con Stavisky va Don Bosco
    y "La Mignón",
    Don Chicho y Napoleón,
    Carnera y San Martín...
    Igual que en la vidriera irrespetuosa
    de los cambalaches
    se ha mezclao la vida,
    y herida por un sable sin remaches
    ves llorar la Biblia
    contra un calefón...

    ¡Siglo veinte, cambalache
    problemático y febril!...
    El que no llora no mama
    y el que no afana es un gil!
    ¡Dale nomás!
    ¡Dale que va!
    ¡Que allá en el horno
    nos vamo a encontrar!
    ¡No pienses más,
    sentate a un lao,
    que a nadie importa
    si naciste honrao!
    Es lo mismo el que labura
    noche y día como un buey,
    que el que vive de los otros,
    que el que mata, que el que cura
    o está fuera de la ley...



    Enrique Santos Discépolo


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  4. clause

    clause Claudia

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    Re: ... de poetas, cuentos y leyendas

    De chiquilín te miraba de afuera
    como a esas cosas que nunca se alcanzan...
    La ñata contra el vidrio,
    en un azul de frío,
    que sólo fue después viviendo
    igual al mío...
    Como una escuela de todas las cosas,
    ya de muchacho me diste entre asombros:
    el cigarrillo,
    la fe en mis sueños
    y una esperanza de amor.

    Cómo olvidarte en esta queja,
    cafetín de Buenos Aires,
    si sos lo único en la vida
    que se pareció a mi vieja...
    En tu mezcla milagrosa
    de sabihondos y suicidas,
    yo aprendí filosofía... dados... timba...
    y la poesía cruel
    de no pensar más en mí.

    Me diste en oro un puñado de amigos,
    que son los mismos que alientan mis horas:
    (José, el de la quimera...
    Marcial, que aún cree y espera...
    y el flaco Abel que se nos fue
    pero aún me guía....).
    Sobre tus mesas que nunca preguntan
    lloré una tarde el primer desengaño,
    nací a las penas,
    bebí mis años
    y me entregué sin luchar.



    Enrique Santos Discépolo

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  5. clause

    clause Claudia

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    Re: ... de poetas, cuentos y leyendas

    Alejandro Dumas (Padre)
    El Conde de Montecristo

    QUINTA PARTE
    LA MANO DE DIOS

    Capítulo primero

    La acusación

    El señor d'Avrigny hizo que el magistrado, que parecía cadáver, recobrara en seguida el conocimiento.

    -¡Ah! ¡La muerte se ha apoderado de mi casa! -dijo el señor de Villefort.

    -Decid más bien el crimen -respondió el doctor.

    -¡Señor d'Avrigny! -gritó Villefort-, no puedo expresar lo que pasa por mí en este instante, no sé si es miedo, pesar o locura.

    -Sí, lo creo -respondió d'Avrigny con calma-, pero me parece que es tiempo de obrar, es tiempo de que opongamos un dique a ese torrente de mortalidad. En cuanto a mí, me siento incapaz de guardar por más tiempo este secreto, si no es con la esperanza de vengar muy pronto a la sociedad y a las víctimas.

    Villefort lanzó en derredor suyo una mirada sombría y murmuró:

    -En mi casa -murmuró-, en mi casa.

    -Vamos, magistrado -dijo d'Avrigny-, sed hombre. Intérprete de la ley, honraos a vos mismo por medio de una inmolación completa.

    -¡Me hacéis estremecer, doctor! ¿Una inmolación?

    -Ya lo he dicho.

    -¿Sospecháis, pues, que alguien...?

    -No sospecho de nadie. La muerte llama a vuestra puerta y va, no ciega, sino inteligente, de cuarto en cuarto, escogiendo sus víctimas. Y bien, sigo sus pasos, adopto la prudencia de los antiguos. Busco por todas partes, porque mi cariño para vos y el respeto a vuestra familia es una doble venda que cubre mis ojos...

    -¡Oh!, hablad, hablad, doctor, tendré valor...

    -Pues bien, señor, tenéis en vuestra casa, tal vez en el seno de vuestra familia, uno de esos fenómenos espantosos que aparecen una vez cada siglo. Locusta y Agripina, viviendo al mismo tiempo, son una excepción, que prueba el furor con que la Providencia quiso perder de una vez al Imperio romano, manchado con tantos crímenes. Brunequilda y Fredegunda son los resultados del trabajo de una civilización complicada, en la que el hombre aprende a dominar al espíritu por medio del enviado de las tinieblas. Todas estas mujeres habían sido o eran aún hermosas. En su frente había florecido o florecía aún aquella inocencia que se percibe también en la culpable que tenéis en vuestra casa.

    Villefort lanzó un agudo grito, juntó sus manos y miró al doctor con ademán suplicante. Este prosiguió:

    -Indaga a quién aprovecha el crimen, dice un axioma de jurisprudencia.

    -¡Doctor! ¡Desdichado doctor! -exclamó Villefort-. ¡Cuántas veces la justicia de los hombres se ha equivocado debido a esas funestas palabras! Lo ignoro, pero creo que este crimen...

    -¡Ah! ¿Confesáis que el crimen existe?

    -Sí. Lo reconozco, es preciso. Pero dejadme continuar. Me parece que este crimen recae sobre mí y no sobre las víctimas. Sospecho algún desastre para mí en medio de todo esto.

    -¡Oh, hombre! -murmuró d'Avrigny-, el más egoísta de todos los animales, la más personal de todas las criaturas, que crees siempre que la tierra se mueve, que el sol brilla y que la muerte siega solamente para ti. Hormiga maldiciendo a Dios desde el tallo de una hierbecilla. Y los que han perdido la vida, ¿nada perdieron? El señor y la señora de Saint-Merán, el señor Noirtier...

    -¿Cómo el señor Noirtier?

    -Sí. ¿Creéis por ventura que fue al desgraciado criado al que quisieron envenenar? No, no; como el Polonio de Shakespeare, ha muerto por otro. El señor Noirtier debía beber la limonada y la bebió según el orden lógico de las cosas. El otro sólo la tomó por casualidad y aunque Barrois es el muerto, el señor Noirtier era el que debía morir.

    -Pero ¿cómo no ha sucumbido mi padre?

    -Ya os lo dije una tarde en el jardín después de la muerte de la señora de Saint-Merán: porque su cuerpo está acostumbrado a ese veneno. Porque la dosis insignificante para él, es mortal para cualquier otro. En fin, porque nadie sabe, ni aun el asesino, que desde hace un año estoy combatiendo con la nuez de San Ignacio la parálisis del señor Noirtier, mientras que el asesino no ignora que es un veneno sumamente activo.

    -¡Dios mío! ¡Dios mío! -exclamó Villefort.

    -Seguid los pasos del criminal. Este mata al señor de Saint-Merán.

    -¡Oh! ¡Doctor!

    -Lo juraría. Lo que se me ha dicho sobre los síntomas está de acuerdo con lo que yo he visto.

    Villefort dejó de contradecir y lanzó un gemido sordo.

    -Mata al señor de Saínt-Merán -repitió el doctor-, asesina también a la señora de Saint-Merán. El fruto debe ser una herencia doble.

    Villefort enjuga el copioso sudor de su frente.

    -Escuchad atentamente.

    -¡Desdichado de mí! No pierdo una sola palabra.

    -El señor Noirtier -siguió con su tono despiadado- había intentado, antes de ahora, perjudicaros tanto a vos como a vuestra familia, dejando sus bienes a los pobres. Nada se espera de él, y esto le salva. Pero no bien ha destruido su principal testamento, no bien ha hecho el segundo, cuando de miedo que haga un tercero, se le intenta matar. Su testamento es de anteayer, creo; veis que no han perdido el tiempo.

    -¡Oh, piedad, señor d'Avrigny!

    -Nada de piedad, señor. El médico tiene una misión sagrada sobre la tierra, y para cumplirla debidamente es preciso que se remonte hasta el principio de la vida y baje hasta las tenebrosas regiones de la muerte. Cuando se ha cometido un crimen, y Dios espantado sin duda aparta su vista del criminal, el médico debe decir: ¡Vedle ahí!

    -¡Gracia para mi hija! -dijo el señor de Villefort.

    -¡Veis bien que vos, su padre mismo, la nombráis!

    -¡Gracia por Valentina! Escuchad, es imposible. Mejor querría acusarme a mí mismo. Valentina, un corazón tan puro, una azucena en la inocencia...

    -No hay gracia, señor procurador del rey. El delito es evidente y manifiesto, la señorita de Villefort ha empaquetado las medicinas que se enviaron al señor de Saint-Merán, y él ha muerto. La señorita de Villefort preparó las tisanas que se administraron a la señora de Saint-Merán, y ella murió. Recibió de las manos de Barrois la botella de limonada que su abuelo toma todas las mañanas, y este anciano ha escapado milagrosamente. Es culpable. Es una envenenadora. Señor procurador del rey, cumplid con vuestro deber, yo os denuncio a la señorita de Villefort.

    -Doctor, no os resisto más; no me defiendo, pero por piedad, compadeceos de mi vida, de mi honor.

    -Hay circunstancias, señor de Villefort -respondió el médico-, en que yo traspaso los límites de la imbécil circunspección humana. Si vuestra hija hubiese cometido el primer crimen, y la viese prepararse para cometer el segundo, os diría: advertidla, castigadla y que pase el resto de sus días en un convento, entre la oración y las lágrimas. Si fuera su segundo crimen, os diría: señor de Villefort, he aquí un veneno que no conoce la envenenadora. Un veneno para el que no hay antídoto, pronto como el pensamiento, rápido como el relámpago, mortal como el rayo. Dádselo, encomendad su alma a Dios. Salvad de este modo vuestro honor y vuestra vida, porque se atenta contra ella y me parece verla ya acercarse a vuestra cabecera con su hipócrita sonrisa y dulces exhortaciones. ¡Desgraciado si no herís el primero! He aquí lo que os diría, si solamente hubiese asesinado a dos personas.

    Pero ha presenciado tres agonías, ha contemplado tres moribundos, se ha arrodillado junto a tres cadáveres. Al verdugo la envenenadora, al verdugo. Me habláis de vuestro honor, y yo os digo que la inmortalidad os espera.

    Villefort cayó de rodillas.

    -Escuchad -dijo-, no tengo esa fuerza de ánimo que manifestáis y que quizá no tendríais si se tratara de vuestra bija Magdalena.

    El médico palideció.

    -Doctor, todo hombre nacido de mujer ha venido al mundo para sufrir y morir. Sufriré y esperaré la muerte.

    -Cuidado -dijo d'Avrigny-, quizá sería lenta esa muerte..., la veríais acercarse poco a poco, después de haberse llevado a vuestro padre, a vuestra mujer, a vuestro hijo.

    Villefort, casi sin conocimiento, apretó el brazo del doctor.

    -Escuchadme -le dijo-, compadecedme y socorredme... Presentaos ante un tribunal... No, mi bija no es culpable, os diría siempre... No es culpable, no hay crimen en mi familia... No quiero..., ¿lo oís...?, no quiero que haya un crimen en ella, porque el crimen es como la muerte, jamás viene solo. ¿Qué os importa que muera asesinado? ¿Sois mi amigo? ¿Sois hombre? ¿Tenéis valor...? ¡No; vos sois médico... ! Pues bien, os aseguro que no seré yo el que entregue a mi hija a manos del verdugo. ¡Ah!, ¡ved una idea que me devora, que cual un insensato me impele a desgarrar con mis uñas mi pecho...! ¡Y si os engañaseis, doctor, si otro que mi hija...! Si un día me presentase pálido como un espectro a deciros... ¡Asesino! ¡Tú has muerto a mi hija...! Si esto sucediese, soy cristiano, señor d'Avrigny, y sin embargo, os mataría.

    -Bien ---dijo el doctor, tras un silencio--, esperaré.

    Villefort le miró como si dudase aún de sus palabras.

    -Sólo que -continuó d'Avrigny, con voz lenta y solemne-, si cualquiera de vuestra familia cae malo, si os sentís vos mismo atacado, no me llaméis, porque no vendré. Quiero compartir con vos este secreto terrible, pero no quiero la vergüenza y el remordimiento que destrozarían mi conciencia, porque estoy seguro de que el crimen y la desgracia fructificarán en vuestra casa.

    -¡Es decir, que me abandonáis, doctor!

    -Sí, porque no puedo seguiros más lejos y me detengo al pie del cadalso. Llegará el momento en que alguna otra revelación terrible ponga fin a ese espantoso secreto. Adiós.

    -Doctor, os ruego...

    -Los horrores que manchan vuestra casa la hacen odiosa y fatal. Adiós.

    -Una palabra, una sola palabra aún, doctor, me dejáis en una situación espantosa que habéis aumentado con vuestras revelaciones. ¿Qué se dirá de la muerte de este antiguo criado?

    -Es verdad -dijo el doctor-, acompañadme.

    Salió el primero y le siguió el señor de Villefort. Los demás criados, impacientes, se hallaban en los corredores y escalera por donde debía pasar el doctor.

    -Señor -dijo d'Avrigny a Villefort, hablando recio, para que todos lo oyesen-, el pobre Barrois llevaba una vida sedentaria hace algunos años, después de estar acostumbrado a correr a caballo o en coche con su amo por las cuatro partes de Europa, y el servicio monótono, junto a un sillón, ha concluido con su existencia. La sangre ha aumentado, había plétora, le atacó un apoplejía fulminante y me avisaron muy tarde. ¡Ah! -añadió-, tened cuidado de echar al sumidero el vaso de violetas.

    Y sin dar la mano a Villefort, sin hablar más, salió acompañado de las lágrimas y lamentos de todas las personas de la casa.

    Aquella misma noche todos los criados de Villefort se reunieron en la cocina, hablaron detenidamente, resolvieron presentarse a la señora de Villefort y pedirle permiso para abandonar su servicio. Nada les detuvo, ni aumento de salario, ni nada, nada; a todo respondían:

    -Queremos irnos, porque la muerte está rondando esta casa.

    Se marcharon, pues, a pesar de los ruegos que les hicieron, no sin dar a conocer con todo el sentimiento el dolor que les causaba dejar a tan buenos amos, y sobre todo a la señorita Valentina, tan buena, tan bienhechora y tan dulce.

    A estas palabras Villefort miró fijamente a Valentina. Lloraba ésta, y, ¡cosa extraña!, en medio de la emoción que le causaron estas lágrimas, al mirar a la señora de Villefort, vio agitarse en sus labios una sonrisa fría y siniestra, que pasó por sus delgados labios, como uno de esos meteoros siniestros que corren entre dos nubes en una atmósfera tempestuosa.

    La misma tarde del día en que el conde de Morcef salió de casa de Danglars con la vergüenza y la cólera que dejan adivinar la negativa del banquero, el signor Andrés Cavalcanti, con el cabello rizado y lustroso, bigotes retorcidos y guantes blancos, entró casi de pie en su faetón, en el zaguán del banquero, calle de Chaussée d'Antin.

    A los diez minutos de su llegada al salón, halló el medio de retirarse con Danglars al hueco de una ventana, y allí, después de un preámbulo sumamente diestro, le expuso los tormentos que sufría desde el viaje que emprendió su noble padre. Desde aquel momento, decía, había hallado en la familia del banquero, que le recibiera como a un hijo, toda la dicha que un hombre debe buscar antes que la efímera satisfacción de un capricho, y en cuanto a la pasión, había tenido la felicidad de leerla en los ojos de la señorita de Danglars. Escuchábale éste con la mayor atención. Hacía dos o tres días que esperaba esta declaración, y al oírla se dilataron sus órbitas, que habían estado cubiertas y sombrías mientras escuchaba a Morcef. Sin embargo, no dejó de hacer algunas concienzudas observaciones al joven antes de acoger su proposición.

    -Señor Cavalcanti -le dijo-, sois muy joven para pensar en casaros.

    -¡Bah!, no, señor; al menos, a mí no me lo parece. En Italia los grandes señores se casan generalmente muy jóvenes. Es una costumbre lógica. La vida es tan incierta, que la felicidad debe aprovecharse en el momento en que se presenta.

    -Y bien, señor -replicó Danglars-, admitiendo que vuestras proposiciones, que me honran ciertamente, gustasen del mismo modo a mi mujer y a mi hija, ¿con quién trataríamos la cuestión de intereses? Me parece es una cuestión importante, y que tan sólo los padres saben tratar de un modo conveniente para la dicha de sus hijos.

    -Señor -respondió-, mi padre es un hombre de talento, lleno de prudencia y moderación. Ha previsto el caso probable de que desease establecerme en Francia, y me ha dejado al marchar, con los papeles que aseguran mi identidad, una carta en la que me asegura, en el caso de que escoja una mujer que no tenga motivo para que le disguste, ciento cincuenta mil libras de renta desde el día de mi matrimonio. Lo que vendrá a ser, según cálculo, la cuarta parte de las suyas.

    -Yo -dijo Danglars- he tenido siempre intención de dar a mi hija quinientos mil francos de dote. Además, es mi única heredera.

    -Ya veis, pues -dijo Cavalcanti-, que todo está arreglado. Suponiendo que mi petición no sea desechada por la señora baronesa de Danglars, ni por la señorita Eugenia, henos, pues, con ciento sesenta y cinco mil libras de renta. Supongamos una cosa: que obtengo del marqués que en lugar de pagarme la renta me dé el capital; esto no será fácil, desde luego, pero puede suceder; vos haréis producir estos dos o tres millones, y dos o tres millones en manos hábiles pueden dar el diez por ciento.

    -Nunca tomo capitales más que al cuatro -dijo el banquero-, y algunas veces al tres y medio, pero a mi yerno lo haré al cinco y partiremos los beneficios.

    -Perfectamente, querido suegro -dijo Cavalcanti, sin poder Ocultar las maneras algo vulgares que de vez en cuando se manifestaban, a pesar de sus esfuerzos, y del barniz aristocrático con que procuraba encubrirlas. Pero volviendo de pronto sobre sí, dijo-: Perdonad, señor; veis que solamente la esperanza me vuelve loco. ¿Qué será la realidad?

    -Pero -dijo Danglars, que por su parte no advirtió que esta conversación, tan distinta en su principio, había tomado ya el cariz de un asunto de intereses-, vuestro padre no puede rehusaros una parte de vuestra fortuna.

    -¿Cuál? -preguntó el joven.

    -La que procede de vuestra madre.

    -Es verdad, la que procede de mi madre, Leonor Corsinari.

    -¿Y a cuánto podrá ascender?

    -Por vida mía -dijo Andrés-, os aseguro que nunca me he ocupado en averiguarlo, pero creo que serán dos millones por lo menos.

    Danglars experimentó aquella especie de sofocación causada por el placer y que sienten el avaro, que encuentra un tesoro perdido, o el hombre que está para ahogarse y halla bajo sus pies la tierra firme en lugar de la profundidad en que creía iba a sumergirse.

    -Y bien, señor --dijo Andrés, saludando afectuosamente al banquero-, puedo esperar...

    -Señor Andrés -respondió éste-, esperad, y creed que si no hay algún obstáculo por parte vuestra que retarde la ejecución, es ya un negocio concluido.

    -¡Ah! ¡Me llenáis de alegría! -dijo Andrés.

    -¡Pero...! ¿Cómo es que el conde de Montecristo, vuestro padrino en este mundo parisiense, no ha venido con vos al dar este paso?

    Cavalcanti se sonrojó imperceptiblemente.

    -Vengo de su casa -respondió-, es un hombre muy simpático, pero de una originalidad inconcebible. Ha aprobado mi resolución, me ha dicho que no dudaba un instante que mi padre me daría el capital en vez de la renta, pero me ha dicho formalmente que no daría un paso en persona, y que no echaría sobre sí la responsabilidad de hacer una petición matrimonial, añadiéndome que si alguna vez había sentido tener esta repugnancia, era ahora que se trataba de mí y cuando creía este matrimonio conveniente en todos conceptos. Por lo demás, no quiere hacer nada oficialmente y se reserva responderos cuando le habléis.

    -¡Ah!, ¡ah!, está bien.

    -Ahora -repuso Andrés con una sonrisa encantadora- he concluido de hablar al suegro y me dirijo al banquero.

    -¿Qué queréis de él? Veamos -dijo a su vez sonriendo Danglars.

    -Pasado mañana he de cobrar unos cuatro mil francos en vuestra caja, pero el conde ha conocido que el mes que va a empezar me traerá quizá gastos para los que no es bastante mi presupuesto de soltero, y he aquí un pagaré de veinte mil francos, no diré que me ha dado, pero que me ha ofrecido. Está, como veis, firmado por él. ¿Os conviene tomarlo?

    -Traedme valor de un millón como éste y todos os los tomaré -dijo Danglars metiendo en su bolsillo el pagaré-; decidme a qué hora queréis que vaya mañana mi criado a vuestra casa con veinticuatro mil francos.

    -A las diez, si queréis, lo más temprano, porque pienso ir al campo.

    -Sea en buena hora. A las diez, fonda del Príncipe, ¿no es eso?

    -Sí.

    Al día siguiente, a las diez, los veinticuatro mil francos estaban en poder del joven, puntualidad que hace honor al banquero. Andrés salió en seguida, dejando doscientos francos para Caderousse. Su salida tenía por objeto el evitar encontrarse con su peligroso amigo. Así que por la noche volvió muy tarde, pero no bien puso el pie en la fonda cuando se le presentó el portero, que le esperaba con la gorra en la mano.

    -Señor -le dijo-, aquel hombre ha venido.

    -¿Qué hombre? -preguntó con indiferencia Andrés, como si hubiese olvidado a aquel a quien tenía demasiado presente.

    -Aquel hombre a quien vuestra excelencia da esa pequeña renta.

    -¡Ah!, sí, el antiguo criado de mi padre. Y bien, ¿le habéis entregado los doscientos francos que dejé para él?

    -Sí, excelencia -respondió, pues Andrés se hacía dar este tratamiento-. Pero -continuó el portero- no ha querido tomarlos.

    Cavalcanti palideció. Gracias a la oscuridad de la noche nadie se dio cuenta de ello.

    -¿Cómo? -dijo-, ¿no ha querido recibirlos?

    Su voz estaba alterada.

    -No. Quería hablar con su excelencia. Le dije que habíais salido, insistió, pero finalmente se convenció y me entregó esta carta, que traía preparada.

    -Veamos -dijo Andrés, y leyó a la luz de la linterna de su faetón:

    Sabes dónde vivo. Te espero en mi casa mañana a las nueve.

    Andrés examinó el sello por si había sido abierta, y algún indiscreto había visto el contenido de la carta. Pero la había cerrado de tal modo, y con tales pliegues y dobleces, que para leerla hubiera sido necesario romper el sello y éste estaba intacto.

    -Muy bien -dijo-, pobrecito. Es un buen hombre.

    Dejando al portero edificado con estas palabras, y sin saber a quién admirar más, si al joven amo o al viejo criado.

    -Desengancha y sube -dijo Andrés a su jockey.

    El joven subió en dos saltos a su cuarto, quemó la carta de Caderousse y echó al aire las cenizas. Al acabar esta operación entró el criado.

    -Tienes mi estatura, ¿verdad, Pedro?

    -Tengo esa honra.

    Debes tener una librea nueva que lo trajeron ayer.

    -Sí, señor.

    -Tengo que ver a una muchacha, a una griseta, a quien no quiero dar a conocer ni título ni clase. Tráeme lo librea y dame tus papeles, por si es necesario dormir en alguna posada.

    Pedro obedeció.

    Cinco minutos después Andrés, completamente disfrazado, salió de su casa sin que nadie le conociera, tomó su cabriolé y se dirigió a la posada del Caballo Rojo, en Picpus. Al día siguiente salió de ésta, del mismo modo que había salido de la fonda del Príncipe, esto es, sin que nadie le conociera. Bajó por el arrabal de San Antonio, tomó el arrabal hasta la calle de Menilmontant, detúvose a la puerta de la tercera casa de la izquierda buscando a quien preguntar en ausencia del portero.

    -¿A quién buscáis, lindo joven? -le preguntó la frutera de enfrente.

    -Al señor Pailletin, señora -respondió Andrés.

    -¿Un antiguo panadero? -preguntó la frutera.

    -Eso es.

    -Al final del patio, al tercer piso a la izquierda.

    Andrés tomó el camino que le indicaban, llegó al tercer piso y con una mezcla de impaciencia y malhumor, agitó la campanilla. Al momento la figura de Caderousse apareció en el ventanillo de la puerta.

    -¡Ah! , eres puntual -dijo, y descorrió el cerrojo.

    -¡Vive Dios! -dijo Andrés al entrar.

    Arrojó al suelo la gorra, que rodó por el mismo.

    -Vaya, vaya -dijo Caderousse-, no lo enfades, chico. He pensado en ti, te he preparado un buen desayuno, todo aquello que más te gusta.

    Andrés percibió, en efecto, un olor a cocina, cuyos groseros aromas no dejaban de tener atractivo para un estómago hambriento. Componíase de una mezcla de grasa fresca y ajo, que indicaba los guisados favoritos del populacho provenzal. Además, el de pescado frito, y sobre todo sobresalía la nuez moscada y el clavo. Veíase en la habitación inmediata una mesa con dos cubiertos, dos botellas de vino lacradas y porción de aguardiente en otra botella y una macedonia de frutas colocada con maestría en un plato de porcelana.

    -¿Qué te parece, chico? -dijo Caderousse-. ¡Eh! ¡Qué bien huele! ¡Por vida de Baco! Era yo muy buen cocinero allá abajo, ¿te acuerdas? Se lamían los dedos tras mis guisotes, y tú, tú, que has probado mis salsas, no las despreciarás.

    Dicho esto, Caderousse se puso a mondar una cebolla.

    -Bien, bien -dijo Andrés con muy malhumor-. Si me has incomodado solamente para que almuerce contigo, llévete mil veces el diablo.

    -Pero, muchacho -dijo con gravedad Caderousse-, comiendo se habla y además, ingrato, ¿no te gusta pasar un rato con tu amigo? ¡Ah! Yo estoy llorando de alegría.

    Caderousse lloraba en efecto, sólo que hubiera sido difícil averiguar si era de alegría o porque el jugo de la cebolla había llegado hasta sus ojos.

    -¡Calla, hipócrita! -le dijo Andrés-. ¿Tú me amas?

    -Sí, te amo. Lléveme el diablo, es una debilidad -dijo Caderousse-, lo sé, pero no puedo remediarlo.

    -Pero ese cariño no te ha impedido el hacerme venir aquí para alguna bribonada de las tuyas.

    -Vamos, vamos -dijo Caderousse limpiando el cuchillo de cocina en su delantal-, si no te amase, ¿soportaría esta miserable existencia? Mira, tú traes puesto el vestido de tu criado, cosa que yo no tengo, y me veo obligado a servirme a mí mismo. Haces ascos a mis guisos, porque comes en la mesa redonda de la fonda del Príncipe o en el café de París. Pues bien, yo también podría tener un criado, comer donde se me antojase y me privo de todo, ¿por qué? Por no dar un disgusto a mi Benedetto. Vaya, confiesa que podría hacerlo, ¿verdad? -y una significativa mirada terminó la frase.

    -Anda, quiero creer que me amas, pero si es así, ¿por qué me obligas a venir a almorzar contigo?

    -Para verte, muchacho.

    -Para verme. ¿Y qué necesidad tenías de ello? ¿No tenemos ya arregladas las condiciones de nuestro trato?

    -¡Eh!, querido amigo -dijo Caderousse-, hay testamentos que tienen codicilos, pero has venido para almorzar, siéntate y empecemos por hacer los honores a estas sardinas y la manteca fresca. ¡Ah!, miras mi cuarto, mis cuatro sillas de paja y mis grabados a tres francos el cuadro, qué quieres, ésta no es la fonda del Príncipe.

    -Vamos, ahora estás disgustado, ya no eres feliz, cuando hace un momento que te contentabas con parecer un panadero que ha dejado el oficio.

    Caderousse dio un suspiro.

    -Vamos, amigo mío, ¿qué tienes que decir? Has visto realizado tu sueño.

    -Lo que tengo que decir, que es un sueño. Un panadero que deja el oficio, mi buen Benedetto, suele ser rico y tener rentas.

    -Rentas tienes tú, voto a tal.

    -¿Yo?

    -Sí. ¿Acaso no te traigo tus doscientos francos?

    Caderousse se encogió de hombros.

    -Es humillante --dijo-, tener que recibir un dinero que se da de mala gana, un dinero efímero que puede faltarme de hoy a mañana. Bien conoces que tengo que hacer economías para el caso en que tu prosperidad viniese a menos. ¡Ay, amigo mío!, la fortuna es muy veleidosa, como decía el capellán del regimiento. Yo no ignoro que la tuya es inmensa, buena pieza, puesto que vas a casarte con la hija de Danglars.

    -¿Qué es eso de Danglars?

    -Lo que oyes, ¡de Danglars! Me parece que no es cosa de que yo diga del barón Danglars. Sería lo mismo que si dijera del conde Benedetto. Danglars era un amigo, y si no tuviera tan mala memoria, debería convidarme a tu boda, porque asistió a la mía... ¡Sí, sí, sí, a la mía! ¡Diablo! Entonces no gastaba tantos humos, era dependiente de la casa del señor Morrel. He comido muchos días con él y con el conde de Morcef... Ya ves que tengo buenas relaciones, y que si quisiera cultivarlas nos encontraríamos en los mismos salones.

    -Vaya, vaya, los celos te hacen ver visiones, Caderousse.

    -Lo que tú quieras, Benedetto mío, pero yo bien sé lo que me digo. Tal vez vendrá día en que yo me ponga también los trapitos de cristianar y llame a la puerta de la casa de algún amigo. Mientras tanto, siéntate y comamos.

    Caderousse dio el ejemplo y se puso a almorzar con buen apetito, y haciendo el elogio de todos los platos que servía a su huésped. Este se resignó al parecer. Destapó con mucho desenfado las botellas y dio un avance a un guisado de pescado y al bacalao asado con alioli.

    -Compadre -dijo Caderousse-, creo que haces buenas migas con tu antiguo cocinero.

    -Ya lo creo -dijo Andrés, en quien, como joven y vigoroso, podía más que nada el apetito.

    -¿Y te gusta eso, buena pieza?

    -Me gusta tanto que no puedo alcanzar cómo un hombre que guisa y come tan buenas cosas puede quejarse de la vida.

    -Ello es debido -dijo Caderousse- a que una sola idea amarga todos mis goces.

    -¿Y qué idea es ésa?

    -La de que estoy viviendo a expensas de un amigo, cuando siempre me he ganado la vida por mí mismo.

    -¡Bah, no te preocupes! -dijo Andrés-, tengo bastante para dos, no te apures.

    -No. Puede que no me creas, pero al fin de cada mes tengo remordimientos.

    -¡Buen Caderousse!

    -Y esto es tan cierto como que ayer no quise tomar los doscientos francos.

    -Sí, ya sé que querías hablarme. Pero, seamos francos, ¿eran efectivamente los remordimientos?

    -No lo dudes. Además, se me había ocurrido una idea.

    Andrés se estremeció. Siempre le hacían estremecer las ideas de Caderousse.

    -Mira, es tan mezquino --continuó- tener que estar siempre esperando los fines de mes.

    -¡Bah! -dijo filosóficamente Andrés, decidido a ver venir a su compañero-. ¿No se pasa la vida esperando? Yo, por ejemplo, ¿qué hago más que esperar? Tengo paciencia, y Cristo con todos.

    -Sí, porque en vez de esperar doscientos francos miserables, esperas cinco o seis mil, tal vez diez, y quién sabe si hasta doce mil, porque eres un carcelero. Cuando íbamos juntos no te faltaba tu hucha, que tratabas de ocultar al pobre amigo Caderousse. Afortunadamente tenía buen olfato el amigo Caderousse, ya sabes.

    -Ya vuelves a divagar -dijo Andrés-, siempre estás hablando del pasado. ¿A qué viene eso?

    -¡Ah!, tú tienes veintiún años, y puedes olvidar el pasado, yo cuento cincuenta y tengo necesidad de recordarlo. Pero no importa, volvamos a los negocios.

    -Sí.

    -Quería decir que si yo estuviera en tu lugar...

    -¿Qué harías?

    -Realizaría...

    -¡Cómo!, realizarías...

    -Sí; pediría un semestre adelantado, pretextando que quería comprar una hacienda, y después pondría los pies en polvorosa, llevándome el dinero del semestre.

    -¡Vaya! ¡Vaya! -dijo Andrés-. ¡Tal vez no está tan mal pensado!

    --Querido amigo -dijo Caderousse-,come de mi cocina y sigue mis consejos, y no te irá mal física ni moralmente.

    -¡Está bien! Pero dime, ¿por qué no sigues tú el consejo que me das? ¿Por qué no me pides un semestre, o un año, y lo retiras a Bruselas? En vez de parecer un panadero retirado, parecerías un comerciante arruinado en el ejercicio de sus funciones.

    -¿Pero cómo quieres que me retire con mil doscientos francos?

    -¡Ah! ¡Te vuelves muy exigente! Ya no te acuerdas de que hace dos meses estabas muriéndote de hambre.

    -El apetito viene comiendo -dijo Caderousse enseñándole los dientes como un mono que ríe, o como un tigre que ruge. Y partiendo con aquellos mismos dientes tan blancos y tan agudos a pesar de la edad, un enorme pedazo de pan, añadió-: Tengo un plan.

    Los planes de Caderousse asustaban a Andrés mucho más todavía que sus ideas. Las ideas no eran más que el germen. El plan era la realización.

    -Veamos ese plan -dijo-. ¡Debe ser magnífico!

    -¿Y por qué no? El plan por medio del cual dejamos el establecimiento del señor Chose, ¿a quién se debe, eh? ¡Me parece que a mí... ! Y no sería tan malo, cuando nos encontramos en este sitio.

    -No lo niego -contestó Andrés-. Algunas veces aciertas, pero en fin, sepamos tu plan.

    -Veamos -prosiguió Caderousse-, ¿eres capaz, sin desembolsar un cuarto, de hacerme obtener quince mil francos...? No, quince mil francos no son bastante, necesito treinta mil para ser hombre honrado.

    -No -respondió secamente Andrés-, no puedo.

    -Creo que no me has comprendido -respondió Caderousse fríamente-. Te he dicho que sin desembolsar tú un cuarto.

    -¿Quieres ahora que yo robe, para que nos perdamos y vuelvan a llevarnos allá abajo...?

    -¡Oh!, a mí me importa poco -dijo Caderousse-; tengo una condición sumamente original. jamás me fastidian mis antiguos camaradas. No soy como tú, que no tienes corazón y no deseas volver a verlos.

    Esta vez Andrés palideció.

    -Vaya, Caderousse, no digas tonterías.

    -¡Qué! No; vive tranquilo, mi buen Benedetto, pero indícame un medio para ganar estos treinta mil francos, sin mezclarte tú en nada. Déjame obrar a mí, ¡he aquí todo!

    -Pues bien, lo intentaré --dijo Andrés.

    -Pero, entretanto elevarás mi renta a quinientos francos, ¿no es verdad, chico? Tengo una manía, quiero tomar una criada.

    -Bien. Tendrás quinientos francos, pero la carga es mucha, Caderousse, y tú abusas...

    -¡Bah! -dijo éste-, puesto que los sacas de unos cofres que no tienen fondo.

    Habríase dicho que Andrés esperaba en aquel punto a su compañero. Sus ojos brillaron de pronto, pero volviendo a su calma habitual, dijo:

    -Sí, es verdad, mi protector es excelente para mí.

    -¡Querido protector! -repuso Caderousse-. Ello es que te da todos los meses...

    -Cinco mil francos -respondió Andrés.

    -Tantos miles, como tú me das cientos. En verdad que no hay nadie tan dichoso como un bastardo. Cinco mil francos todos los meses. ¿Qué haces con tanto dinero?

    -En seguida se gasta. Siempre estoy sin dinero, y por eso desearía, como tú, tener un capital.

    -Un capital..., sí..., comprendo..., todo el mundo tendría ganas de poseer un capital.

    -Pues yo tendré uno.

    -Y quién lo dará, ¿tu príncipe?

    -Sí, mi príncipe; pero por desgracia tengo que esperar.

    -¿Esperar qué? -preguntó Caderousse.

    -Su muerte.

    -¿La muerte de lo príncipe?

    -Sí.

    -¿Cómo es eso?

    -Porque soy heredero testamentario.

    -¿De veras?

    -Palabra de honor.

    -¿Y cuánto te deja?

    -Quinientos mil francos.

    -Solamente eso. Gracias por la friolera.

    -Es como lo digo.

    -Eso es imposible.

    -Caderousse, ¿eres mi amigo?

    -Ya lo sabes, hasta la muerte.

    -Pues bien. Voy a confiarte un secreto.

    -Di.

    -Pero escucha.

    -Mudo como una estatua.

    -Pues bien, creo... -y Andrés se detuvo para echar una mirada en derredor.

    -¿Crees...? No tengas miedo. Estamos solos.

    -Creo que he encontrado a mi padre.

    -¿A tu verdadero padre?

    -¿No a Cavalcanti?

    -No, puesto que éste se ha marchado.

    -¿Y lo padre es...?

    -Creo, Caderousse, que es el conde de Montecristo.

    -¡Bah!

    -Sí. Te lo explicaré y lo comprenderás. Esto lo explica todo. El no puede reconocerme públicamente, pero hace que me reconozca el señor Cavalcanti y por esto le da cincuenta mil francos.

    -¿Cincuenta mil francos por confesar que era tu padre? Yo lo hubiera hecho por la mitad del precio, por veinte mil, por quince mil. ¿Cómo no pensaste en mí, ingrato?

    -¿Y sabía yo nada de esto? Todo se hizo mientras estábamos allá abajo.

    -¡Ah!, es verdad. Y dices que en su testamento...

    -Me deja quinientos mil francos.

    -¿Estás seguro de ello? ¿Hay un codicilo, como decía yo hace poco?

    -Quizá.

    -Yen ese codicilo...

    -Me reconoce.

    -¡Ah! ¡Qué buen padre! ¡Qué honrado padre! ¡Qué hombre de bien! -dijo Caderousse haciendo el molinete con el plato que tenía en la mano.

    -He aquí todo. Ve aún diciendo que tengo secretos para ti.

    -No, y lo confianza te honra a mis ojos. ¿Y el príncipe, tu padre, es rico, riquísimo?

    -Creo que él mismo no sabe lo que tiene.

    -¿Es posible?

    -Así lo creo. Y tengo motivos para ello. A todas horas entro en su casa, y he visto el otro día a un mozo del banco que le traía cincuenta mil francos en billetes en una cartera que abultaba tanto como tu servilleta. Ayer mismo vi que su banquero le llevaba cinco mil francos en oro.

    Caderousse estaba absorto. Le parecía que las palabras del joven tenían el sonido del metal y que oía rodar los montones de luises.

    -¿Y tú vas a esa casa? --dijo con sencillez.

    -Cuando quiero.

    Caderousse quedóse reflexionando un buen rato. Era fácil ver que le ocupaba algún pensamiento profundo.

    -Desearía ver todo eso -dijo-. ¡Cuán hermoso debe ser!

    -Desde luego -respondió Cavalcanti-. Es magnífico.

    -¿Y no vive a la entrada de los Campos Elíseos?

    -Número 30.

    -¡Ah! -dijo Caderousse-, ¿número 30?

    -Sí; una hermosa casa, con jardín a la entrada, tú la conoces.

    -Es posible, pero no me ocupo del exterior, sino del interior. ¡Qué hermosos muebles debe haber en ella! ¿Eh?

    -¿Has visto las Tullerías?

    -No.

    -Pues aún son más hermosos.

    -Dime, Andrés, debe ser algo estupendo bajarse para recoger la bolsa de ese Montecristo, cuando la deje caer.

    -¡Qué! No es necesario esperar ese momento -dijo Andrés-. El dinero rueda en aquella casa como las frutas en un jardín.

    -Escucha. Deberías llevarme un día contigo.

    -¡Es imposible! ¿Y con qué pretexto?

    -Es verdad, pero has excitado mi curiosidad, y es absolutamente necesario que yo vea todo eso.

    -No hagas una barbaridad, Caderousse.

    -Me presentaré como un criado para encerar las habitaciones.

    -Están todas alfombradas.

    -¡Qué lástima! Será menester que me conforme con verlo sólo en mi imaginación.

    -Es lo mejor que puedes hacer, créeme.

    -Procura al menos darme una idea de cómo está aquello.

    -¿Y cómo?

    -Es facilísimo. ¿Es grande?

    -Ni grande ni pequeño.

    -Pero ¿cómo está distribuido?

    -Necesitaría tintero y papel para trazar el plano.

    -Ahí lo tienes -dijo prontamente Caderousse, sacando de un armario antiguo papel blanco, tinta y pluma-. Toma, trázame el plano.

    Andrés tomó la pluma con una imperceptible sonrisa y empezó a explicarle:

    -La casa, como lo he dicho, tiene la entrada por el jardín -y la dibujó.

    -.¿Paredes altas?

    -No, ocho o diez pies a lo más.

    -No es prudente -dijo Caderousse.

    -A la entrada, varios naranjos y flores.

    -¿Y no hay trampas para los lobos?

    -No.

    -¿Las cuadras?

    -A los dos lados de la verja que ahí ves -y Andrés continuó dibujando su plano.

    -Veamos el piso bajo -dijo Caderousse.

    -Un comedor, dos salones, un billar, la escalera en el vestíbulo y una escalera secreta.

    -¿Y ventanas?

    -Ventanas magníficas, y tan anchas que un hombre como tú podría pasar a través del espacio correspondiente a un vidrio.

    -¿Y para qué sirven las escaleras con semejantes ventanas?

    -Qué quieres, el lujo. Tienen puertas, pero para nada sirven. El conde de Montecristo es un original que le gusta ver el cielo de noche.

    -¿Y los criados duermen cerca?

    -Tienen habitaciones aparte. Imagínate una pequeña casa al entrar. La parte baja sirve para guardar varias cosas, y encima los cuartos de los criados con campanillas que corresponden al principal.

    -¡Ah! ¿Con campanillas?

    -¿Qué decías?

    -Nada. Digo que cuesta muy caro poner esas campanillas, y que no sirven para nada.

    -Antes había un perro, que soltaban por la noche, pero le has llevado a Auteuil, a la casa que tú conoces.

    -¿Sí?

    -Es una imprudencia, le decía yo, señor conde, porque cuando vais a Auteuil y os lleváis todos vuestros criados, la casa queda abandonada.

    -Y bien, me preguntó, ¿y qué?

    -Pues que el mejor día os roban.

    -¿Y qué lo contestó?

    -¿Qué me contestó?

    -Sí.

    -Bien, ¿qué me importa que me roben?

    -Andrés, ¿sabes si tiene algún secreter con máquina?

    -¿Cómo?

    -Sí, de estas que sujetan al ladrón, y suena en seguida una pieza de música. Me han dicho que había una últimamente en la exposición.

    -Tiene un secreter corriente, de caoba, y siempre está la llave puesta.

    -¿Y no le roban?

    -No, todos sus criados son fieles.

    -Mucho dinero debe tener en ese secreter.

    -Tendrá quizá... Es imposible saber lo que tiene.

    -¿Y dónde está?

    -En el primer piso.

    -Dibuja el plano, como has hecho con la planta baja.

    -Es fácil -y Andrés tomó de nuevo la pluma.

    -Aquí, una antecámara y salón. A la derecha del salón, biblioteca y gabinete de trabajo; a la izquierda, otro salón, el cuarto en que duerme y el gabinete en que se viste. En éste tiene el secreter.

    -¿Y tiene ventana ese gabinete?

    -Dos, aquí y aquí -y Andrés trazó las dos ventanas, que figuraban en el plano formando ángulo y como una prolongación del dormitorio.

    Caderousse estaba pensativo.

    -¿Va con frecuencia a Auteuil? -preguntó.

    -Dos o tres veces por semana. Mañana debe ir y dormirá allí.

    -¿Estás seguro?

    -Me ha invitado a comer.

    -¡Qué vida! -dijo Caderousse-. Cama en París y casa en el campo.

    -Son las ventajas de ser rico.

    -¿Irás a comer?

    -Probablemente.

    -¿Cuando vas, pasas allá la noche?

    -Si quiero. En casa del conde estoy como en mi propia casa.

    Caderousse miró atentamente al joven, queriendo leer en sus ojos la verdad de sus palabras, pero Andrés sacó la petaca, cogió un habano, lo encendió tranquilamente y se puso a fumar sin afectación.

    -¿Cuándo quieres tus quinientos francos? -preguntó a Caderousse.

    -Si los tienes, ahora mismo.

    Andrés sacó veinticinco luises.

    -Amarillo -dijo Caderousse-, no, no, gracias.

    -¡Y bien! ¿Los desprecias?

    -Te lo agradezco, pero no lo quiero.

    -Ganarás en el cambio, imbécil; el oro vale cinco sueldos más.

    -Ya. Y luego el que me los cambie hará que sigan al amigo Caderousse, y me echarán el guante, y luego será preciso que diga quiénes son los arrendadores que le pagan en oro las rentas. Nada de tonterías, niño. Venga el dinero en monedas sencillas con el busto de cualquier rey. Una moneda de cinco francos puede tenerla cualquiera.

    -Pero ya sabes que yo no puedo tener aquí quinientos francos en esa moneda, porque habría tenido que traer conmigo uno que los llevase.

    -Pues bien. Déjaselos a tu portero, que es un buen hombre, y yo los recogeré.

    -¿Hoy mismo?

    -No, mañana; hoy no tendré tiempo.

    -Está bien, mañana te los dejaré, antes de salir para Auteuil.

    -¿Puedo contar con ellos?

    -Con toda seguridad.

    -Es que voy a tomar en seguida una criada.

    -Bien. Pero no volverás a molestarme, ¿estamos?

    -No temas.

    Caderousse se había puesto tan sombrío, que Andrés temió verse obligado a manifestar que notaba esta mudanza. Así fue que redobló su frívola algazara.

    -¡Qué alegre estás y qué bullicioso!, no parece sino que has atrapado la herencia.

    -Todavía no, por desgracia, pero el día que la atrape...

    -¡Qué!

    -¿Qué? Que nos acordaremos de los amigos, no digo más.

    -Ya se ve, como tienes tan buena memoria. ..

    -¿Qué quieres? Creí que lo que querías era despojarme de todo.

    -¿Quién, yo? Ah, ¡qué idea! Por el contrario. Voy a darte un consejo de amigo.

    -¿Cuál?

    -Que te dejes aquí ese diamante que traes en el dedo. ¿Quieres que nos prendan? ¿Quieres perdernos con semejante descuido?

    -¿Por qué dices eso?

    -¿Por qué? ¿Pues no te pones una librea, te disfrazas de lacayo y te dejas en el dedo un diamante que valdrá cuatro o cinco mil francos?

    -Caramba..., acertaste el precio..., ¿por qué no te dedicas a joyero?

    -Es que yo entiendo de diamantes. He tenido uno.

    -Y puedes vanagloriarte de ello -dijo Andrés, que sin incomodarse, como temía Caderousse, le entregó el diamante sin disgusto.

    Caderousse se puso a examinarlo tan de cerca que Andrés conoció que examinaba si los rayos de la piedra brillaban bastante.

    -Este diamante es falso -dijo Caderousse.

    -¿Te burlas? -respondió Andrés.

    -No te incomodes, ahora lo veremos.

    Caderousse se dirigió a la ventana, y aplicando y pasando el diamante por los vidrios, éstos crujieron al momento.

    -¡Laus Deo, es verdad -dijo Caderousse, colocándose el anillo en el dedo meñique-, me equivoqué, pero esos ladrones de diamantistas imitan de tal manera las piedras preciosas, que ya es inútil el ir a robar nada de sus almacenes. Esta industria se ha perdido.

    -Conque ---dijo Andrés-. ¿Hemos acabado? ¿Tienes alguna otra cosa que pedirme, quieres mi vestido? ¿Quieres mi gorra? Vamos, no tengas reparo en pedir.

    -No; en el fondo eres un buen camarada. Anda ya con Dios. Haré lo posible por curarme de mi ambición.

    -Pero ten cuidado que al vender el diamante no te suceda lo que temías que te sucediera por las monedas de oro.

    -No lo venderé. No temas.

    -Hoy o mañana, a más tardar -dijo el joven para sí.

    -Tunantuelo afortunado -añadió Caderousse-, ¿ahora vas a buscar tus lacayos, tus caballos, tu carruaje y tu novia?

    -Sí -dijo Andrés.

    -Mira, espero que el día que te cases con la hija de mi amigo Danglars me harás un buen regalo.

    -Ya lo he dicho que se te ha puesto esa tontería en la cabeza...

    -¿Qué dote tiene?

    -Ya lo digo...

    -¿Un millón?

    Andrés se encogió de hombros.

    -Vamos, sea un millón. Nunca tendrás tanto como yo te deseo.

    -Gracias.

    -Lo digo de corazón -añadió Caderousse riendo fuertemente-. Espera, te acompañaré.

    -No te molestes.

    -Es preciso.

    -¿Por qué?

    -¡Oh!, porque la puerta tiene un pequeño secreto. Una medida de precaución, que me ha parecido conveniente adoptar. Una cerradura de Huret y Fichet, revisada y añadida por Gaspar Caderousse. Cuando seas capitalista, te haré otra igual.

    -Gracias -dijo Andrés-. Te lo avisaré con ocho días de anticipación.

    Y se separaron. Caderousse permaneció en la escalera, hasta que vio a Andrés bajar todos los pisos y atravesar el patio. Entonces entró precipitadamente, cerró la puerta, y se puso a estudiar como un concienzudo arquitecto el plano que había trazado Andrés.

    -Me parece -dijo- que mi querido Benedetto desea cobrar cuanto antes su herencia y que no será mal amigo suyo el que le anticipe el día de entrar en posesión de sus quinientos mil francos...
     
  6. mai^a

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    Re: ... de poetas, cuentos y leyendas



    ¡Y pensar que Carlos Nobis se limpia con afectación la manga cuando
    le toca Precossi al pasar! Es la soberbia personificada, y todo porque
    su padre es un ricachón. ¡También es rico el padre de Derossi! Carlos
    desearía tener un banco para él solo; teme que todos lo ensucien,
    mira a los compañeros por encima del hombro y siempre tiene a flor de.
    labios una sonrisa de desdén. ¡Ay si se le pisa un pie cuando salimos
    en fila de dos! Por nada lanza al rostro una palabra injuriosa o amenaza
    con hacer venir a su padre a la escuela. ¡Y cuidado que su padre le
    regañó cuando trató de andrajoso al hijo del carbonero! Nunca he visto
    semejante altanería. Nadie le habla ni se despide de él a la salida, ni
    hay quien le apunte lo más mínimo cuando no se sabe la lección.

    El no se interesa por nadie, y finge despreciar a todos, en especial a
    Derossi, por ser el primero, y luego a Garrone porque todos le quieren.
    Pero Derossi ni siquiera repara en él, y en cuanto a Garrone, cuando le
    dijeron que Nobis hablaba mal de él, contestó:

    -Me importa un higo ese orgulloso tonto. A decir verdad ni merece que
    le toque, ni siquiera con mis puños.

    El mismo Coretti, un día que se burlaba de su gorra de piel de gato, llegó
    a decirle:

    -Vete con Derossi para aprender a tener educación.

    Ayer fue a quejarse al maestro porque el calabrés le había tocado una
    pierna con el pie. El maestro preguntó al calabrés si lo había hecho
    adrede, y al responderle con toda franqueza que no, dijo al querelloso:

    -Eres demasiado quisquilloso, Nobis.

    Este, con su acostumbrado aire de mimado, contestó:

    -Se lo diré a mi padre.

    El maestro se encolerizó entonces y repuso:

    -Tu padre no te hará caso, como ha ocurrido otras veces. Además, en
    la escuela es el maestro quien únicamente juzga y sanciona -luego
    añadió con dulzura-. Vamos, Nobis, cambia de modales, sé bueno y cortés
    con tus compañeros. Aquí hay hijos de trabajadores y de señores, de ricos
    y de pobres; todos se aprecian y se tratan como hermanos... ¿Por qué no
    haces tú lo mismo que los demás? ¡Qué poco te costaría hacerte querer
    por todos y encontrarte más contento en este ambiente... ! ¿Qué? ¿No
    tienes nada que contestar?

    Nobis, que había escuchado las reflexiones del profesor con su
    acostumbrada sonrisa despectiva, le respondió fríamente:

    -No, señor.

    -Siéntate -le dijo el maestro-; te compadezco. Eres un chico sin corazón.

    Todo parecía haber terminado; pero el albañilito, que está en el primer banco,
    volviendo su cara redonda hacia Nobis, que se sienta en el último, le hizo la
    acostumbrada mueca, poniéndole hocico de liebre, con tanta exactitud y
    gracia, que en toda la clase estalló una sonora risotada. El maestro le regañó,
    pero tuvo que taparse la boca para ocultar su risa. Nobis también se rió, si
    bien su risa no pasaba de los dientes.
     
  7. mai^a

    mai^a My Garden

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    Re: ... de poetas, cuentos y leyendas


    Como dibuja clau esta poesía ...
    que maravilloso y leer que recuerda
    a sus amigos, cuanta importancia le
    agrega al tango!
     
  8. clause

    clause Claudia

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    Re: ... de poetas, cuentos y leyendas

    :11risotada: :11risotada: Tieno y profundo!! como siempre! este libro me encanta...y me gusto la primera vez que la lei! ...hace muchooo:11risotada: !!!:razz:
     
  9. clause

    clause Claudia

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    Re: ... de poetas, cuentos y leyendas

    si !! este en particular es una pintura de epoca, y de la amistad!:razz: :razz: :razz:
     
  10. clause

    clause Claudia

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    Re: ... de poetas, cuentos y leyendas

    El otro día recordaba un poeta que le gustaba a mi papá ...conservo un libro de poesias de este autor ,que era pecisamente era de el , y que si bien de adolescente lo mire....de grande me gusto más ,porque me resultaba díficil entenderlo siendo chica( y en esos tiempos mi papa no me dejaba leerlo tampoco como a Neruda!:11risotada: :11risotada: )



    Vicente Aleixandre

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    Reseña biográfica


    Poeta español nacido en Sevilla en 1898.
    Su infancia transcurrió en Málaga, y aunque desde los trece años se trasladó con su familia a Madrid, el mar dejó una profunda huella en su poesía. Fue profesor de Derecho Mercantil y miembro de la Real Academia Española desde 1949. Es uno de los grandes valores de la poesía del siglo XX.
    Su primer libro, «Ámbito», fue publicado en 1928, al que siguieron, «Espadas como labios» en 1932, «Pasión de la tierra» en 1935, «Sombra del paraíso» en 1944, «Mundo a solas» en 1950, «Nacimiento último» en 1953, «Historia del corazón» en 1954, «Poemas de la consumación» en 1968, «Diálogos del conocimiento» en 1974 y póstumamente «En gran noche» en 1991.
    En 1934 fue Premio Nacional de Literatura y en 1977 recibió el Premio Nobel de Literatura.
    Falleció en Madrid en 1984.



    EL POETA SE ACUERDA DE SU VIDA

    Perdonadme: he dormido.
    Y dormir no es vivir. Paz a los hombres.
    Vivir no es suspirar o presentir palabras que aún nos vivan.
    ¿Vivir en ellas? Las palabras mueren.
    Bellas son al sonar, mas nunca duran.
    Así esta noche clara. Ayer cuando la aurora
    o cuando el día cumplido estira el rayo
    final, ya en tu rostro acaso.
    Con tu pincel de luz cierra tus ojos.
    Duerme.
    La noche es larga, pero ya ha pasado.


    HUMANA VOZ

    Duele la cicatriz de la luz,
    duele en el suelo la misma sombra de los dientes,
    duele todo,
    hasta el zapato triste que se lo llevó el río.

    Duelen las plumas del gallo,
    de tantos colores
    que la frente no sabe qué postura tomar
    ante el rojo cruel del poniente.

    Duele el alma amarilla o una avellana lenta,
    la que rodó mejilla abajo cuando estábamos dentro del agua
    y las lágrimas no se sentían más que al tacto.

    Duele la avispa fraudulenta
    que a veces bajo la tetilla izquierda
    imita un corazón o un latido,
    amarilla como el azufre no tocado
    o las manos del muerto a quien queríamos.

    Duele la habitación como la caja del pecho,
    donde las palomas blancas como sangre
    pasan bajo la piel sin pararse en los labios
    a hundirse en las entrañas con sus alas cerradas.

    Duele el día, la noche,
    duele el viento gemido,
    duele la ira o espada seca,
    aquello que se besa cuando es de noche.

    Tristeza. Duele el candor, la ciencia,
    el hierro, la cintura,
    los límites y esos brazos abiertos, horizonte
    como corona contra las sienes.

    Duele el dolor. Te amo.
    Duele, duele. Te amo.
    Duele la tierra o uña,
    espejo en que estas letras se reflejan.


    LAS MANOS

    Mira tu mano, que despacio se mueve,
    transparente, tangible, atravesada por la luz,
    hermosa, viva, casi humana en la noche.
    Con reflejo de luna, con dolor de mejilla,
    con vaguedad de sueño,

    mírala así crecer, mientras alzas el brazo,
    búsqueda inútil de una noche perdida,
    ala de luz que cruzando en silencio
    toca carnal esa bóveda oscura.

    No fosforece tu pesar, no ha atrapado
    ese caliente palpitar de otro vuelo.
    Mano volante perseguida: pareja.
    Dulces, oscuras, apagadas, cruzáis.

    Sois las amantes vocaciones, los signos
    que en la tiniebla sin sonido se apelan.
    Cielo extinguido de luceros que, tibios,
    campo a los vuelos silenciosos te brindas.

    Manos de amantes que murieron, recientes,
    manos con vida que volantes se buscan
    y cuando chocan y se estrechan encienden
    sobre los hombres una luna instantánea.


    Vicente Aleixandre

     
  11. clause

    clause Claudia

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    Re: ... de poetas, cuentos y leyendas

    Alejandro Dumas (Padre)
    El Conde de Montecristo

    Parte Quinta

    Capítulo segundo

    La fractura

    Al día siguiente, el conde de Montecristo marchó efectivamente a Auteuil con Alí, con muchos criados y con los caballos que quería probar. La llegada de Bertuccio, que volvía de Normandía, con noticias de la casa y de la corbeta, determinó este viaje, en el que el conde no pensaba la víspera.

    La casa estaba dispuesta y la corbeta hacía ocho días que se hallaba al ancla en una rada pequeña después de haber cumplido con las formalidades exigidas, y pronta a darse de nuevo a la vela. El conde alabó el celo de Bertuccio. Le dijo que se preparase a partir pronto, pues su permanencia en Francia podría durar un mes.

    -Ahora -le dijo- puede que me sea necesario ir en una noche desde París a Treport; quiero ocho relevos de caballos en el camino, para poder recorrer las cincuenta millas en diez horas.

    -Vuestra excelencia me había manifestado ya este deseo -respondió Bertuccio-, y los caballos están prontos, los he comprado yo mismo, y los he colocado en los sitios más cómodos, es decir, en pueblecitos retirados, donde generalmente no pasa nadie.

    -Está bien -dijo Montecristo-, quédate aquí un día o dos.

    Cuando Bertuccio iba a salir para dar las órdenes correspondientes a consecuencia de la conversación que había tenido con su amo, Bautista abrió la puerta y se presentó con una carta en la mano.

    -¿Qué traéis? -le preguntó el conde, al verle llegar cubierto de polvo-. No os he llamado, según creo.

    Bautista, sin responder, se acercó al conde y le entregó la carta. -Importante y urgente -dijo.

    El conde la abrió y leyó lo siguiente:

    «Señor de Montecristo: Debe saber que esta misma noche se introducirá furtivamente un hombre en su casa de los Campos Elíseos para sustraer varios documentos que cree están encerrados en el secreter que se halla en el gabinete de vestir. Se sabe que el señor de Montecristo tiene bastante corazón para no recurrir a la intervención de la policía, lo que podría comprometer grandemente a la persona que le da este aviso. El señor conde puede tomar sus precauciones, esconderse en el gabinete y hacerse justicia por su propia mano. Precauciones ostensibles o un aumento de criados, alejarían ciertamente al malhechor, y harían perder al señor de Montecristo la ocasión de conocer un enemigo que la casualidad ha hecho descubrir a la persona que le da este aviso, el cual ya no tendría ocasión de renovar, en el caso de que, saliendo con éxito el malhechor de esta primera tentativa, intentase otra.»

    El primer impulso del conde fue creer que se trataba de un burdo lazo tendido por los ladrones, que señalaban un mediano peligro para exponerle a otro mucho mayor. Lo primero que pensó fue enviar la carta a un comisario de policía, a pesar de la recomendación, y quizás a causa de ella misma, cuando de repente se le presentó la idea de que podría ser un enemigo particular a quien sólo él conociese, y en este caso nadie más que él podía sacar partido de esto, como había hecho Fieschi con el moro que quiso asesinarle.

    Ya conocen al conde nuestros lectores y es inútil decirles que las dificultades no lo abatían y la vida que había vivido y su resolución de no retroceder ante el peligro le habían dado ocasión de saborear los goces desconocidos a los demás hombres, goces que encontraba en la lucha que muchas veces sostenía contra la naturaleza, que es Dios, y contra el mundo, que puede muy bien llamarse el diablo.

    -No quieren robarme mis papeles -pensó Montecristo-, quieren matarme. No son ladrones, son asesinos. No quiero que el prefecto de policía se mezcle en mis asuntos particulares. Soy bastante rico para poder excusarme de ser gravoso en esto a su presupuesto.

    El conde llamó a Bautista, que había salido después de entregarle la carta.

    -Ahora mismo vais a París, y haréis venir a todos mis criados, les necesito en Auteuil.

    -¿Y no queda ninguno en la casa, señor conde? -preguntó Bautista.

    -Sí, el portero.

    -Reflexionad, señor conde, que hay mucha distancia desde la portería a la casa.

    -¡Y bien!

    -Que podrían robarlo todo sin que el portero oyese el menor ruido.

    -¿Y quién?

    -¿Quién? Los ladrones.

    -Sois un tonto, señor Bautista. Si me robasen cuanto hay en casa me importaría menos que si me faltase lo más mínimo en mi servicio tal cual lo quiero.

    Bautista hizo un profundo saludo.

    -¿Me habéis comprendido? Que todos vuestros compañeros vengan con vos. Lo dejaréis todo como de costumbre y únicamente tendréis cuidado de cerrar las ventanas del piso bajo.

    -¿Y las del primero?

    -Sabéis que nunca se cierran; ahora podéis marchar.

    El conde advirtió que comería solo, y que no quería le sirviera la comida otro criado más que Alí.

    Comió con la tranquilidad acostumbrada y cuando terminó, hizo seña a Alí de que le siguiese. Salió por una puerta pequeña que daba al bosque de Bolonia y como si fuese a dar un paseo, tomó sencillamente el camino de París. Al anochecer se hallaba frente a su casa de los Campos Elíseos.

    Todo se hallaba sumido en la oscuridad, salvo el cuarto del portero, donde se veía el débil reflejo de una vela.

    Montecristo se arrimó a un árbol, y con aquella mirada penetrante que todo lo descubría, examinó los árboles, las entradas y aun las calles próximas, hasta que se convenció de que no había nadie emboscado.

    Se dirigió en seguida a la puerta secreta, entró apresuradamente con Alí, subió por la escalera excusada, cuya llave tenía, entró en su dormitorio sin descorrer ni una cortina, y sin que el portero pudiera pensar que había alguien en la casa que él creía vacía en aquel momento.

    Llegados al dormitorio, el conde hizo señas a Alí de que se detuviese. Pasó en seguida al gabinete, que examinó con cuidado, todo estaba como de costumbre. El secreter en su sitio y la llave puesta. Dio dos vueltas a ésta. Volvió al dormitorio, quitó las anillas dobles del cerrojo, y entró de nuevo.

    Entretanto, Alí ponía sobre la mesa las armas que el conde le había pedido, una carabina corta y un par de pistolas de dos cañones, seguras como pistolas de tiro. Armado de este modo, el conde tenía en sus manos la vida de cinco hombres.

    Serían las nueve poco más o menos, cuando el conde y Alí tomaron un poco de pan y un vaso de vino generoso. Aquél levantó una puerta secreta, que le permitía ver lo que pasaba en ambas habitaciones; había traído sus armas, y Alí, en pie junto a él, tenía en la mano un hacha de abordaje, arábiga, como las que usaban los turcos en tiempos de las Cruzadas. Por la ventana de enfrente, que estaba en el dormitorio, el conde podía ver lo que sucedía en la calle.

    Así transcurrieron dos horas. La oscuridad era completa, y con todo, Alí, gracias a su naturaleza casi salvaje, y el conde a una cualidad adquirida, distinguían en medio de aquella oscuridad tan profunda las menores oscilaciones de los árboles del jardín. Hacía ya mucho tiempo que no se percibía luz en el cuarto del portero.

    Era de presumir que si se efectuaba el ataque proyectado sería por la escalera, y no por una de las ventanas. Según las ideas de Montecristo , los malhechores querían su vida y no su dinero. Pensaba, pues, que se dirigirían al dormitorio, por la escalera o por la ventana del despacho.

    Las once y tres cuartos sonaron en un reloj de los Inválidos. Un viento húmedo del Oeste trajo el sonido de los tres golpes. Al concluir el tercero, el conde creyó oír un ruido casi imperceptible hacia el despacho. A este ligero rumor siguieron otros dos. Otro después, y ya el conde estaba seguro de lo que era, cuando una mano firme y ejercitada se había ocupado en cortar los cuatro lados de uno de los cristales con un diamante.

    Montecristo sintió latir con más violencia su corazón. Por acostumbrados que estén los hombres al peligro, y por prevenidos que se hallen, conocen, sin embargo, en el momento supremo la diferencia que existe entre el sueño y la realidad, entre el proyecto y la ejecución.

    El conde hizo una seña a Alí. Este comprendió que el peligro estaba por la parte del despacho, y dio un paso para acercarse a su amo. Este deseaba con impaciencia saber cuántos eran sus enemigos.

    La ventana en que éstos trabajaban se hallaba situada frente al sitio desde donde el conde observaba el despacho. Sus ojos se fijaron, pues en ella. Vio dibujarse una sombra en la oscuridad. En seguida, uno de los cristales se oscureció, como si sobre él hubiesen puesto un papel. Crujió, pero sin caer al suelo. Un brazo pasó por la abertura buscando el pestillo y un minuto después se abrió la ventana, entrando por ella un hombre. Estaba solo.

    -He aquí un pillo muy atrevido -pensó Montecristo.

    Entonces sintió que Alí le tocaba suavemente en el hombro. Se volvió, y éste le indicó la ventana de enfrente, que daba a la calle.

    Montecristo dio tres pasos hacia la ventana, conocía la fina sensibilidad de su servidor, y efectivamente, vio otro hombre que se separaba de una puerta, subía sobre un poste y procuraba ver lo que sucedía en el interior de la casa.

    -Bien -dijo-, son dos. El uno trabaja y el otro le guarda las espaldas.

    Hizo una señal a Alí para que no perdiese de vista al hombre de la calle, mientras él volvía al del despacho. El ladrón había entrado y procuraba reconocer el terreno, extendiendo hacia adelante sus brazos. Finalmente, después de orientarse, corrió los cerrojos de las dos puertas que había en el despacho. Al acercarse a la del dormitorio, Montecristo creyó que iba a entrar, y preparó una de sus pistolas, pero pronto se convenció de lo contrario por el ruido de los cerrojos. Era una medida de precaución únicamente. El visitante nocturno, que ignoraba que el conde había quitado los aros, podía creerse en toda seguridad y obrar tranquilamente.

    El hombre sacó de su bolsillo un objeto que el conde no pudo distinguir. Lo puso sobre la mesa y se dirigió en seguida al secreter. Palpó el lugar de la cerradura y se convenció de que estaba cerrada. Pero venía prevenido. Pronto oyó el conde el ruido que produce un hierro contra otro, y que provenía de un manojo de ganzúas con las que los cerrajeros suelen abrir las puertas, y a las que los ladrones han dado el nombre de ruiseñores, sin duda por el placer que les causa el chirrido producido por ellas.

    -¡Ah, ah! -díjose a sí mismo Montecristo-, no es más que un ladrón.

    Pero el hombre, que en la oscuridad no podía encontrar el instrumento que necesitaba, recurrió al objeto que había puesto sobre la mesa. Tocó un resorte y en seguida una luz pálida, pero bastante viva, iluminó la habitación.

    -¡Cómo...! -dijo Montecristo retrocediendo con un movimiento de sorpresa-. Es...

    Alí levantó el hacha.

    -No lo muevas -le dijo Montecristo muy bajo-, deja el hacha, no tenemos necesidad de armas.

    Añadió algunas otras palabras, bajando más la voz, porque, aun cuando imperceptible, bastó la exclamación que le arrancara su sorpresa para hacer que el hombre se quedara inmóvil como una estatua.

    El conde debió dar alguna orden a Alí, porque éste se retiró de puntillas, descolgó de la pared de la alcoba un vestido negro y un sombrero triangular. Entretanto, Montecristo se quitó la levita, la corbata y dobló el cuello de su camisa. En seguida se le vio con una sotana, y sus cabellos ocultos por una peluca tonsurada, el sombrero triangular le acabó de disfrazar completamente, cambiándole en un abate.

    El hombre, que no había vuelto a oír nada, se había levantado, y mientras el conde concluía su metamorfosis, se había acercado al secreter, haciendo esfuerzos por abrirlo con la ganzúa.

    -Trabaja, que para rato tienes -dijo el conde para sí, pues la cerradura no era de las comunes, y el ladrón no conocía el secreto. Dirigióse a la ventana.

    El hombre que había visto subido en el poste había vuelto a bajar y se paseaba inquieto por la calle. Cosa extraña, en lugar de observar si venía alguien bien por la entrada de los Campos Elíseos, bien por el arrabal de Saint-Honoré, parecía que solamente se ocupaba de lo que pasaba en casa del conde. Montecristo llevó la mano a la frente y una sonrisa se escapó de sus labios entreabiertos, y acercándose a Alí le dijo:

    -Quédate aquí, oculto en la oscuridad, y oigas lo que oigas no salgas, si no te llamo por lo nombre.

    Alí hizo con la cabeza señal de que había comprendido y que obedecería.

    Montecristo sacó entonces de un armario una vela encendida, y en el momento en que el ladrón estaba más atareado con la cerradura, abrió la puerta sin hacer ruido, cuidando de que la luz que tenía en la mano diese toda de lleno en la cara del ladrón. La puerta se había abierto tan sigilosamente, que éste no se dio cuenta, y con admiración suya vio iluminarse de pronto el cuarto. Volvióse de repente.

    -Buenas noches, querido señor Caderousse -dijo Montecristo-, ¿qué venís a buscar aquí a esta hora?

    -¡El abate Busoni... ! -gritó Caderousse.

    Y no sabiendo cómo aquella extraña aparición se había efectuado, pues él había cerrado las puertas, dejó caer de la mano las ganzúas y permaneció inmóvil, como herido por un rayo.

    El conde se colocó entre Caderousse y la ventana, cortando de este modo al ladrón aterrado su única retirada.

    -¡El abate Busoni! -exclamó de nuevo Caderousse clavando en el conde sus espantados ojos.

    -¡Y bien! Sin duda: el abate Busoni -respondió Montecristo-, el mismo en persona, y tengo un placer en que me hayáis reconocido, mi querido señor Caderousse; eso prueba que tenéis buena memoria, porque si no me equivoco, hace diez años que no nos vemos.

    Aquella calma, aquel poder, aquella fuerza hirieron el ánimo de Caderousse de un terror espantoso.

    -¡El abate! ¡El abate! -murmuró, con los dedos crispados y dando diente con diente.

    -¿Queremos, pues, robar al conde de Montecristo? -continuó el fingido abate.

    -Señor abate -decía Caderousse, procurando acercarse a la ventana que le interceptaba el conde-, os ruego que creáis..., os juro...

    -Un cristal cortado -dijo el conde-, una linterna sorda, un manojo de llaves falsas, secreter medio forzado, claro está...

    Caderousse se ahogaba, buscaba un sitio donde ocultarse, un agujero por donde escapar.

    -Vaya, veo que sois siempre el mismo, señor asesino.

    -Señor abate, puesto que lo sabéis todo, no ignoráis que no fui yo, sino Carconte, así se reconoció por los jueces, y por eso me condenaron solamente a galeras.

    -Habéis concluido vuestra condena y os hallo en camino para volver a ellas.

    -No, señor abate, hubo uno que me libertó.

    -Ese tal hizo un buen servicio a la sociedad.

    -¡Ah!, yo había prometido...

    -¿Sois un evadido de presidio? -interrumpió Montecristo.

    -¡Desdichado de mí! Sí, señor--dijo Caderousse inquieto.

    -Mala broma... Esta os conducirá, si no me engaño, a la plaza de Grève. Tanto peor, tanto peor, diabolo, como dicen en mi país.

    -Señor abate, he cedido a un mal pensamiento.

    -Todos los criminales dicen lo mismo.

    -La necesidad...

    -Dejadme --dijo desdeñosamente Busoni-. La necesidad puede conduciros a pedir limosna, a robar un pan a un panadero. Pero no a venir a forzar un secreter en una casa que se cree deshabitada y cuando el joyero Joannés acababa de contaros cuarenta y cinco mil francos por el diamante que os di y le asesinasteis para quedaros con el diamante y el dinero. ¿Era también la necesidad?

    -Perdón, señor abate --dijo Caderousse-, ya me habéis salvado la vida una vez; salvádmela otra.

    -Esto me anima.

    -¿Estáis solo, señor abate -preguntó Caderousse-, o tenéis cerca a los gendarmes para prenderme?

    -Estoy solo -dijo el abate-, y todavía me compadecería de vos y os dejaría ir, a pesar de las nuevas desgracias que puede producir mi debilidad, si me dijeseis la verdad.

    -¡Ah, señor abate! -exclamó Caderousse, juntando las manos y dando un paso hacia el conde-, puedo llamaros mi salvador.

    -¿Decís que os libertaron de presidio?

    -Sí, a fe de Caderousse, señor abate.

    -¿Y quién fue?

    -Un inglés.

    -¿Cuál era su nombre?

    -Lord Wilmore.

    -Lo conozco y sabré si decís la verdad.

    -Señor abate, la he dicho.

    -¿Este inglés es, pues, vuestro protector?

    No, pero lo es de un joven corso, mi compañero en la cadena.

    -¿Cómo se llama ese corso?

    -Benedetto.

    -¿Ese será su nombre de pila?

    -No tenía otro, era un expósito.

    -¿Y ese joven se fugó con vos? ¿Y cómo?

    -Trabajamos en San Mandrier, cerca de Tolón. ¿Conocíais San Mandrier?

    -Sí.

    -Pues bien, mientras estaban durmiendo de las doce a la una...

    -¡Forzados que duermen la siesta, compadecedlos! -dijo el abate.

    -¡Cómo! -dijo Caderousse-, no se puede trabajar, no somos perros.

    -Más valen los perros -dijo Montecristo.

    -Mientras los otros dormían la siesta nos alejamos un poco, limamos nuestras cadenas con una lima que nos dio el inglés, y escapamos nadando.

    -¿Y qué ha sido de Benedetto?

    -No lo sé.

    -Debes saberlo.

    -No, en verdad, no lo sé. Nos separamos en Hyéres.

    Y como para dar mayor peso a su afirmación, Caderousse dio un paso hacia el abate, que permaneció inmóvil, siempre tranquilo e interrogador.

    -Mientes -dijo Busoni con terrible acento.

    -Señor abate...

    -¡Mientes! Ese hombre es aún tu amigo, y quizá lo sirvas de él como de un cómplice.

    -¡Oh, señor abate... !

    _.¿Cómo has vivido desde que saliste de Tolón? Responde.

    -Como he podido.

    -¡Mientes! -dijo por tercera vez el abate con acento aún más imperativo.

    Caderousse miró al conde aterrado.

    -Has vivido -prosiguió éste- con el dinero que aquel hombre te ha dado.

    -Y bien, es verdad. Benedetto ha sido reconocido como el hijo de un gran señor.

    -¿Cómo puede ser hijo de un gran señor?

    -Hijo natural.

    -¿Y quién es ese gran señor?

    -El conde de Montecristo, en cuya casa estamos.

    -¿Benedetto, hijo del conde? -respondió Montecristo sorprendido a su vez.

    -Es necesario creerlo, puesto que el conde le ha hallado un padre ficticio. Le da cuatro mil francos todos los meses y le deja quinientos mil en su testamento.

    -¡Ah!, ¡ah! -dijo el falso abate, que empezaba a comprender-. ¿Y cómo se llama ahora ese joven?

    -Se llama Cavalcanti.

    -¡Ah! ¿Es el joven que mi amigo el conde de Montecristo recibe a menudo en su casa y va a unirse en matrimonio con la señorita Danglars?

    -Exacto.

    -¿Y podéis consentir eso, miserable, vos que le conocéis?

    -¿Y por qué queréis que impida a un camarada el hacer fortuna? --dijo Caderousse.

    -Es justo; a mí me toca advertírselo.

    -No hagáis eso, señor abate.

    -¿Por qué?

    -Porque nos haríais perder nuestra suerte.

    -¿Y creéis que para conservársela a unos miserables como vosotros me haría cómplice de sus engaños y sus crímenes?

    -Señor abate... -dijo Caderousse, aproximándose todavía más.

    -Lo diré todo.

    -¿A quién?

    -Al señor Danglars.

    -¡Trueno de Dios! -exclamó Caderousse sacando de debajo del chaleco un cuchillo y dando en medio del pecho del conde-. ¡Nada dirás, abate!

    Con gran admiración de Caderousse, el puñal retrocedió con la punta rota en lugar de penetrar en el pecho del conde; ignoraba que éste llevaba puesta una cota de malla.

    Al mismo tiempo el fingido abate agarró con la mano izquierda la del asesino por la muñeca y le torció el brazo con una fuerza tal que sus dedos se abrieron y el puñal cayó al suelo. Caderousse profirió un agudo grito arrancado por el dolor, pero el conde, sin hacer caso, continuó torciendo el brazo del bandido, hasta que se lo dislocó. Cayó primero de rodillas, y después con la cara contra el suelo. El conde puso el pie sobre la cabeza y dijo:

    -No sé lo que me detiene, y por qué no te salto los sesos.

    -¡Ay! , perdón, perdón -gritó Caderousse.

    El conde retiró el pie y dijo:

    -¡Levántate!

    Caderousse se levantó.

    -¡Vive Dios, y qué puños tenéis, señor abate! -dijo Caderousse tocando su lastimado brazo-, ¡qué puños!

    -¡Silencio! Dios me ha dado la fuerza necesaria para domar a una fiera. He obrado en nombre de Dios. ¡Acuérdate de esto, miserable, y perdonarte en este momento es servir aún los designios de Dios!

    -¡Uf! -hizo Caderousse, con el brazo dolorido.

    -Toma esa pluma y papel, y escribe lo que voy a dictarte.

    -No sé escribir, señor abate.

    -Mientes. Toma esa pluma y escribe.

    Caderousse, dominado por aquel poder superior, se sentó y escribió:

    «Señor: El hombre que recibís en vuestra casa y a quien destináis por marido de vuestra hija, es un antiguo forzado que se escapó del baño de Tolón. Tenía el número 59 y yo el 58.

    Se llama Benedetto, pero ignora él mismo su verdadero nombre, porque nunca ha conocido a sus padres.»

    -Ahora firma -continuó el conde.

    -¿Pero es que queréis perderme?

    -¡Majadero! Si quisiera perderte te llevaría al primer cuerpo de guardia y además es probable que cuando se entregue el billete ya nada tengas que temer. Firma, pues.

    Caderousse firmó.

    -El sobre. Al señor barón Danglars, banquero, calle de la Chaussée d'Antin.

    Caderousse escribió el sobre, y el abate tomó la carta.

    -Está bien -dijo- Ahora vete.

    -Por dónde.

    -Por donde has venido.

    -¿Queréis que salte por la ventana?

    -Por ella entraste.

    -¿Meditáis alguna cosa contra mí, señor abate?

    -Imbécil, ¿qué quieres que medite?

    -¿Por qué no me abrís la puerta?

    -¿Y para qué despertar al portero?

    -Decidme que no queréis matarme.

    -Quiero lo que Dios quiere.

    -Pero juradme que no me heriréis mientras bajo.

    -Eres infame y cobarde.

    -¿Qué queréis hacer de mí?

    -Eso mismo es lo que yo te pregunto: Quise hacer de ti un hombre honrado y dichoso, y sólo he hecho un asesino.

    -Señor abate -dijo Caderousse-, haced la última prueba.

    -Sea-dijo el conde-, sabes que soy hombre de palabra.

    -Sí -dijo Caderousse.

    -Si vuelves a tu casa sano y salvo...

    -¿A quién tengo yo que temer, si no es a vos?

    -Si vuelves a tu casa sano y salvo, márchate de París, márchate de Francia, y en cualquier parte adonde fueses, si te conduces con honradez, te haré pasar una pensión para que puedas vivir, porque si llegas a te casa sano y salvo...

    -¡Y bien! -preguntó Caderousse estremeciéndose.

    -Creeré que Dios te ha perdonado y te perdonaré también.

    -Como soy cristiano -balbuceó Caderousse retrocediendo-, que me hacéis morir de miedo.

    -Anda, vete -dijo el conde señalándole la ventana.

    Caderousse, no muy tranquilo, a pesar de las promesas del conde, subió a la ventana, y puso el pie en la escala. Detúvose temblando.

    -Ahora baja-dijo el abate cruzándose de brazos.

    Caderousse comprendió que nada había que temer, y bajó. El conde acercó la luz de modo que podía distinguirse desde los Campos Elíseos al hombre que bajaba por la ventana y al que le alumbraba.

    -¡Qué hacéis, señor abate! ¿Y si pasase una patrulla?

    -Apago la vela.

    Caderousse continuó bajando, pero hasta que sintió la tierra bajo sus pies no se creyó completamente seguro.

    Montecristo volvió a su dormitorio, y echando una rápida mirada al jardín y a la calle, vio primero a Caderousse, que después de haber bajado daba la vuelta por el jardín y plantaba su escala a la extremidad del muro para salir por distinta parte de la que entró. Entonces observó la presencia de un hombre que parecía esperar a alguien y corrió paralelamente la calle, viniendo a colocarse en el ángulo mismo por el que Caderousse iba a bajar.

    Este subió lentamente la escala, y llegado a los últimos tramos asomó la cabeza por encima del muro para cerciorarse de que la calle estaba desierta. No se veía a nadie, ni se percibía el menor ruido.

    La una en el reloj de los Inválidos. Caderousse colocóse a horcajadas sobre el muro, pasó la escala al otro lado y se preparó para bajar, o mejor diremos, para dejarse resbalar por las cuerdas laterales de la escala, maniobra que ejecutó con una destreza que demostraba su costumbre en tales ejercicios. Pero una vez lanzado, le era imposible detenerse. En vano vio acercarse a un hombre, cuando estaba a la mitad de la bajada; en vano vio levantar su brazo en el momento en que sus pies tocaban el suelo. Antes de que hubiese podido defenderse, aquel brazo le descargó tan fuerte puñalada en la espalda, que abandonó la escala gritando:

    -¡Socorro!

    Diole una segunda puñalada en el costado y cayó al suelo gritando:

    -¡Al asesino!

    Revolcábase en tierra, y cogiéndole su asesino por los cabellos le asestó un tercer golpe en el pecho. Quiso gritar y su esfuerzo produjo solamente un gemido sordo, saliendo por sus tres heridas un torrente de sangre.

    Viendo el asesino que no gritaba, cogióle de nuevo por los cabellos, levantóle la cabeza, tenía los ojos cerrados y la boca torcida. Creyóle muerto, dejó caer la cabeza y desapareció.

    Caderousse le sintió alejarse, levantóse inmediatamente, se apoyó sobre el codo y con voz moribunda y haciendo el último esfuerzo, gritó:

    -¡Al asesino! ¡Me muero! ¡Socorredme! ¡Señor abate, socorredme!

    La lúgubre voz atravesó las sombras de la noche, llegando hasta el conde. Abrióse la puerta de la escalera secreta, en seguida la pequeña del jardín, y Alí y su amo corrieron trayendo luces al sitio donde se hallaba el herido.

    Caderousse continuaba gritando con triste voz:

    -Señor abate, ¡socorredme!, ¡socorredme!

    -¿Qué ocurre? -preguntó Montecristo.

    -Socorredme repetía Caderousse-, me han asesinado.

    -Aquí estamos, ¡valor!

    -¡Ah! ¡No hay remedio! Habéis llegado muy tarde, solamente para verme morir. ¡Qué heridas! ¡Qué de sangre!

    Y se desmayó.

    Alí y su amo cogieron en brazos al herido, y lo trasladaron a una habitación. Montecristo hizo seña a Ali de que le desnudase y reconoció las tres terribles heridas que le habían infligido.

    -¡Dios mío! -dijo- Vuestra venganza se retrasa algunas veces, pero entonces parece que baja del cielo más completa.

    Alí miró a su amo como preguntándole lo que debía hacer.

    -Ve a buscar al procurador del rey, señor de Villefort, que vive en el arrabal de Saint-Honoré, y ruégale de mi parte venga al instante. De paso despertarás al portero y le dirás que vaya inmediatamente a buscar un facultativo.

    Alí obedeció y dejó al abate a solas con Caderousse, que continuaba desmayado. Cuando abrió los ojos, el conde, sentado a corta distancia, le miraba con una tierna expresión de piedad, y según el movimiento de sus labios, parecía rezar algunas oraciones.

    -Un cirujano, señor abate, un cirujano -dijo Caderousse.

    -Ya han ido a buscar uno.

    -Bien sé que es inútil, las heridas son mortales, pero podrá prolongar mi existencia y darme tiempo para declarar.

    -¿Sobre qué?

    -Sobre mi asesino.

    -Entonces, ¿lo conocéis?

    -¡Sí que le conozco!, sí. Es Benedetto.

    -¿El joven corso?

    -El mismo.

    -¿Vuestro compañero?

    -Sí; después de haberme dado el plano de la casa del conde, creyendo sin duda que yo le mataría, y así sería más pronto su heredero, o que el conde me mataría, y así se libraría más pronto de mí, me ha esperado en la calle y me ha asesinado.

    -He enviado también a buscar al procurador del rey.

    -Llegarán demasiado tarde. Siento que toda mi sangre se pierde.

    -Esperad -dijo Montecristo.

    Salió y entró a los cinco minutos con un frasco.

    Los ojos del moribundo permanecían fijos en aquella puerta por la que adivinaba que debía llegarle algún socorro.

    -Pronto, señor abate, ¡pronto!, voy a desmayarme de nuevo.

    Montecristo se acercó. Vertió tres o cuatro gotas del licor entre los labios amoratados del herido. Este dio un suspiro.

    -¡Ah! -dijo- Me habéis dado la vida, aún... aún...

    -Dos gotas más de este licor os matarían -respondió el abate.

    -¡Oh!, que venga, pues, cualquiera a quien yo pueda denunciar a ese miserable.

    -¿Queréis que escriba vuestra declaración y vos la firmaréis?

    -Sí, sí -dijo Caderousse, cuyos ojos brillaron con la esperanza de una venganza póstuma. Y Montecristo escribió:

    «Muero asesinado por el corso Benedetto, mi compañero de cadena en Tolón con el número 59.»

    -Daos prisa -dijo Caderousse-; si no, no podré firmar.

    Montecristo presentó una pluma a Caderousse, el cual firmó, y se dejó caer de nuevo sobre la cama, diciendo:

    -Contaréis lo demás, señor abate; diréis que se hace llamar Cavalcanti, que vive en la fonda del Príncipe, y que... ¡Ay! ¡Dios mío! ¡Me muero... !

    Caderousse volvió a desmayarse. El abate le hizo aspirar el espíritu del licor contenido en el frasco, y el herido abrió los ojos.

    Sus deseos de venganza no le habían abandonado durante su desmayo.

    -¡Ah! Lo diréis todo. ¿Verdad, señor abate?

    -Todo, sí, y otras muchas cosas.

    Continua
     
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    Si quieres construir un barco, no reunas a la gente para recoger madera ni le asignes tareas y trabajo, más bien, enséñales a anhelar la eterna inmensidad del mar...


    Antoine de Saint-Exupery
     
  13. clause

    clause Claudia

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    Confidencias

    ... y entonces tú me hablarás
    de aquella, la que tú sabes
    ... y entonces yo te diré
    de la que tú te imaginas,
    ... esas cosas que se hablan
    a un solo amigo y con vino.

    Ramón de Almagro
     
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    clause Claudia

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    La Niña del Lago

    La niña sentada a orillas del lago,
    Leyendo poesía de su libro Azul,*
    Te muestra que todo, no está tan cambiado,
    Hay gente que sueña, lo mismo que tú.

    Son los que leyendo de un mundo de ensueño,
    Mundo de romance, reino del amor,
    Sienten que ellos pueden también ser los dueños
    De los sentimientos, que brinda un autor.

    Sueñan ser amados como en la poesía,
    Por seres perfectos de muy suave voz
    Que al hablar envuelvan con la melodía
    Que solo se escucha cuando habla el amor.

    La niña del lago levanta los ojos,
    Viendo que la tarde ya casi pasó,
    Leyendo poesías se le hizo tan corta,
    Que dubitativa... mira su reloj.

    Con pena, suspiros, recoge sus sueños,
    Los guarda entre hojas de su libro Azul,*
    Y por un sendero se nos va corriendo,
    Ha vuelto este mundo, de tanta inquietud.

    Ramón de Almagro
     
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    clause Claudia

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    El Velero Blanco

    Desde que era niño siempre tuvo el sueño,
    que lo dio un barquito hecho de papel,
    y fue desde entonces que quiso ser dueño
    de del velero blanco y bogar en él,
    no por los paisajes de cielos lejano
    donde están las islas de hermoso coral
    él solo soñaba sentarse en su barco
    y por una brisa dejarse llevar.

    Al pasar el tiempo se quedó en un sueño
    como tantos sueños, su sueño de mar
    nunca dijo nada, pues siempre temía
    que si alguien sabía se fuera a burlar.

    Hoy que ya está viejo, que nadie le ofrece
    por sus pocas fuerzas un trozo de pan,
    agarra la silla, esa que se mece,
    y se va hasta el patio, buscando soñar,
    en la vieja silla, se siente en el barco,
    cerrando los ojos escucha la mar
    y hasta hay una brisa...
    que baja a sus labios
    olas pequeñitas...
    con sabor...
    a sal...

    Ramón
    de Almagro