Poemas, cuentos y leyendas

Tema en 'Temas de interés (no de plantas)' comenzado por mai^a, 27/2/08.

  1. clause

    clause Claudia

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    Re: ... de poetas, cuentos y leyendas

    José Ángel Buesa
    (1910-1982)
    [​IMG]
    José Angel Buesa nació el 2 de septiembre de 1910. En Cruces, ciudad de la antigua provincia de Las villas, ahora Cienfuegos, Cuba.

    Su precocidad lo lleva a incursionar en la poesía a los 7 años de edad, que es cuando empieza a escribir sus primeros versos. Al llegar a la adolescencia, marcha a Cienfuegos a continuar sus estudios en el Colegio de los Hermanos Maristas. La gente, los cañaverales, y todo el medio ambiente de Cienfuegos, ejerce un embrujo en el alma del poeta y este empieza a plasmar en sus versos la magia destelleante del paisaje que lo rodea. Aun joven, deja a Cienfuegos para irse a trabajar a la Habana, donde la rutina de su empleo le da tiempo para tomar parte activa en los grupos literarios existentes en aquel entonces.

    Por ese entonces empieza a publicar sus libros, Sus principales obras son: La fuga de las horas (1932), Misas paganas (1933), Babel (1936), Canto final (1936), Oasis, Hyacinthus, Prometeo, La Vejez de Don Juan, Odas por la Victoria y Muerte Diaria (todas de 1943), Cantos de Proteo (1944), Lamentaciones de Proteo, Canciones de Adán (ambas de 1947), Poemas en la Arena, Alegría de Proteo (ambas de 194:icon_cool:, Nuevo Oasis y Poeta Enamorado (1949).

    Buesa se ve obligado a abandonar cuba para empezar una peregrinacion por varios paises, España, Islas Canarias El Salvador, y Santo Domingo Republica Dominicana donde muere en 1982
     
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    clause Claudia

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    CON LA SIMPLE PALABRA

    Con la simple palabra de hablar todos los días,
    que es tan noble que nunca llegará a ser vulgar,
    voy diciendo estas cosas que casi no son mías,
    así como las playas casi no son mar.

    Con la simple palabra con que se cuenta un cuento,
    que es la vejez eterna de la eterna niñez,
    la ilusión, como un árbol que se deshoja al viento,
    muere con la esperanza de nacer otra vez.

    Con simple palabra te ofrezco lo que ofreces,
    amor que apenas llegas cuando te has ido ya:
    Quien perfuma una rosa se equivoca dos veces,
    pues la rosa se seca y el perfume se va.

    Con la simple palabra que arde en su propio fuego,
    siento que en mí es orgullo lo que en otro es desdén:
    Las estrellas no existen en las noches del ciego,
    pero, aunque él no lo sepa, lo iluminan también.

    Y así, como un arroyo que se convierte en río,
    y que en cada cascada se purifica más,
    voy cantando este canto tan ajeno y tan mío,
    con la simple palabra que no muere jamás.


    José Ángel Buesa
     
  3. clause

    clause Claudia

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    A UN AMIGO
    (Enviándole los versos de Leopardi)

    ¿Eres dichoso? Si tu pecho guarda
    Alguna fibra sana todavía,
    Reserva el don que mi amistad te envía,
    ¡El tiempo de apreciarlo nunca tarda!

    Mas si cruel destino te acobarda
    Y tu espíritu, hundido en la agonía,
    Divorciarse del cuerpo sólo ansía
    Porque ya nada de la vida aguarda,

    Abre ese libro de inmortales hojas,
    Donde el genio más triste de la Tierra
    —Águila que vivió presa en el lodo—

    Te enseñará, rimando sus congojas,
    Todo lo grande que el dolor encierra
    Y la infinita vanidad de todo.


    Julián del Casal
     
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    Giacomo Leopardi

    Reseña biográfica
    [​IMG]
    Poeta italiano nacido en Recanati, Las Marcas, en 1798.
    Primogénito del conde Monaldo y de la marquesa Adelaida Antici, recibió una educación rígida y conservadora a pesar de su enorme fragilidad física. Desde muy pequeño aprovechó la extensa biblioteca de su padre para adquirir una vasta cultura que lo convirtió en un gran poeta y ensayista.
    Su primera publicación, "Al pie del monumento de Dante" en 1819, fue seguida por obras de carácter romántico y melancólico entre las que se destacan "Cantos" en 1824 a 1835, "Misceláneas" en 1832, "Opúsculos morales" en 1827, y "Zibaldone" en 1832.
    Su inestabilidad emocional y los repetidos fracasos sentimentales, lo llevaron a viajar por diferentes ciudades italianas hasta radicarse en Nápoles, donde falleció
    en 1837.



    Canto XXIV La calma después de la tormenta

    Pasó ya la tormenta;
    los pájaros gorjean; la gallina
    ha tornado al camino
    y vuelve a cacarear. Sereno el cielo
    surge a Poniente, sobre la montaña;
    despéjanse los campos
    y aparece en el valle el claro río.
    Todo pecho se alegra; en todas partes
    renacen los rumores;
    el trabajo prosigue.
    A contemplar el cielo, el artesano,
    obra en mano, cantando,
    asómase a la puerta;
    sale la joven a coger el agua
    de la reciente lluvia;
    repite el verdulero
    de camino en camino
    el cotidiano grito.
    He ahí el sol que retorna y que sonríe
    por pueblos y colinas. Los balcones
    y las terrazas abre la familia ;
    en el sendero escúchase a lo lejos
    tintinear de esquilas; cruje el carro
    del viajero que sigue su camino.

    Todo pecho se alegra.
    ¿Cuándo tan dulce y grata
    es como ahora la vida?
    Con tanto amor, el hombre,
    ¿cuándo se da a su estudio,
    torna al trabajo, o nueva cosa emprende?
    ¿Cuándo se acuerda menos de sus males?
    Placer, de afanes hijo;
    vano goce, que es fruto
    del pasado temor, donde temblaba
    de espanto ante la muerte
    el que odiaba la vida;
    donde, en largo tormento,
    fría, callada y pálida,
    palpitaba la gente, contemplando
    desplomarse sobre ella
    viento, rayos y nubes.

    Naturaleza afable,
    las dádivas son éstas,
    son éstos los deleites
    que ofreces al mortal. Salir de penas
    goce es para nosotros.
    Penas derramas largamente; el duelo
    espontáneo surge, y los placeres
    que por milagro algunas veces nacen
    de los afanes, son gran suerte. ¡Humana
    prole cara a los dioses! Feliz casi
    si descansar te dejan
    de algún dolor; dichosa
    si la muerte te cura de ellos todos.
    Giacomo Leopardi
    Versión de Diego Navarro
     
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    clause Claudia

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    UN PATIO

    Con la tarde
    se cansaron los dos o tres colores del patio.
    Esta noche, la luna, el claro círculo,
    no domina su espacio.
    Patio, cielo encauzado.
    El patio es el declive
    por el cual se derrama el cielo en la casa.
    Serena,
    la eternidad espera en la encrucijada de estrellas.
    Grato es vivir en la amistad oscura
    de un zaguán, de una parra y de un aljibe.

    Jorge Luis Borges
     
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    clause Claudia

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    Alejandro Dumas (Padre)
    El Conde de Montecristo

    Parte Quinta

    Capítulo once

    La firma de Danglars

    La mañana siguiente presentóse triste y nebulosa. Durante la noche los sepultureros habían cumplido su fúnebre oficio. Habían cosido el cuerpo de la joven en el sudario que envuelve a los que dejaron de existir, dándoles lo que se llama la igualdad ante la muerte. Aquel sudario no era otra cosa más que una pieza de batista que la joven había comprado quince días antes.

    Al comenzar la noche, hombres llamados al efecto, llevaron a Noirtier del cuarto de Valentina al suyo, y contra lo que era de esperar, el anciano no opuso resistencia al alejarlo del cadáver de su nieta querida.

    El abate Busoni, que había velado hasta el amanecer, se retiró sin llamar a nadie. A las ocho de la mañana regresó el médico, y encontró a Villefort que pasaba al cuarto de Noirtier, y le acompañó para saber cómo había pasado la noche el anciano. Halláronle en el gran sillón que le servía de cama, durmiendo con un sueño tranquilo y casi sonriendo. Detuviéronse los dos admirados.

    -Mirad -dijo d'Avrigny a Villefort, que observaba a su padre dormido-, mirad cómo la naturaleza sabe calmar los más agudos dolores, y ciertamente nadie podía afirmar que el señor Noirtier no amaba a su nieta, y sin embargo duerme.

    -Tenéis razón -respondió Villefort con sorpresa-, duerme, y es muy extraño, porque la menor contrariedad le hace pasar en vela noches enteras.

    -El dolor le ha rendido -replicó d'Avrigny. Y ambos volvieron pensativos al despacho del magistrado.

    -Ved, doctor, yo no he dormido -dijo Villefort mostrando a d'Avrigny su lecho intacto-. El dolor no me rinde a mí. Hace dos noches que no me he acostado, pero en cambio mirad mi mesa. He escrito, ¡Dios mío!, durante dos días y dos noches..., ¡he anotado esa causa, he preparado el acta de acusación del asesino Benedetto... ! ¡Oh!, trabajo, trabajo, mi pasión, mi alegría, mi furor, tú sí, ¡me haces sobrellevar todas las penas!

    Y apretó la mano del doctor convulsivamente.

    -¿Tenéis necesidad de mí? -le preguntó éste.

    -No; solamente os ruego que volváis a las once, a mediodía es cuando... se la llevarán... ¡Dios mío! ¡Mi pobre hija! ¡Mi pobre hija!

    Y el procurador del rey, volviendo por un instante a ser humano, levantó los ojos al cielo y dio un suspiro.

    -¿Estaréis en el salón de recepción?

    -No; tengo un primo que se encarga de ese triste honor; yo trabajaré, doctor; cuando trabajo, todo desaparece.

    En efecto, antes que el doctor llegase a la puerta, el procurador del rey se había puesto a trabajar.

    Al salir, d'Avrigny encontró a aquel pariente del que le había hablado Villefort, personaje tan insignificante en esta historia como en su familia. Uno de aquellos seres destinados desde su nacimiento a representar el papel de útiles en el mundo.

    Había sido puntual. Iba vestido de negro, y llevaba un lazo de crespón en el brazo. Pasó a la casa de su primo, habiendo estudiado primero la fisonomía que debía tener mientras fuese necesario, bien resuelto a dejarla en seguida.

    A las once se oyó en el patio de entrada el ruido del coche fúnebre. La calle del arrabal Saint-Honoré se llenó de gente, ávida de las alegrías y de los duelos de los ricos, de aquella gente que corre con igual prisa a un entierro suntuoso que al matrimonio de una duquesa.

    Poco a poco fue llenándose la casa mortuoria, y llegaron al principio parte de nuestros antiguos conocidos, es decir, Debray, Chateau-Renaud, Beauchamp. Después todas las notabilidades de la curia, de la literatura y del ejército, porque el señor de Villefort ocupaba, menos aún por su posición social que por su mérito personal, uno de los primeros puestos en el mundo parisiense.

    El primo habíase apostado a la puerta del salón, y hacía entrar a todo el mundo, y era un gran alivio para los invitados ver allí una figura indiferente que no exigía de ellos una fisonomía engañosa o falsas lágrimas, como hubiese sucedido siendo un padre, un hermano o un esposo.

    Los que se conocían se llamaban con la vista y formaban en grupos. Uno de éstos se componía de Debray, Chateau-Renaud y Beauchamp.

    -¡Pobre joven! -dijo Debray, pagando como cada cual su tributo a aquel doloroso suceso-, ¡pobre joven!, ¡tan bella y tan rica! ¿Habríais pensado en esto, Chateau-Renaud, cuando nos vimos...? ¿Cuánto hará? ¿Tres semanas o un mes a lo sumo, para firmar el contrato, que no se firmó?

    -Yo no -dijo Chateau-Renaud.

    -¿La conocíais?

    -Había hablado una o dos veces con ella en el baile de la señora de Morcef. Me pareció encantadora, aunque de carácter un poco melancólico. ¿Y su madrastra, dónde está? ¿Lo sabéis?

    -Ha ido a pasar el día con la mujer de ese digno caballero que nos atiende.

    -¿Quién es ése?

    -¿Quién?

    -El caballero que nos recibe, ¿es un diputado?

    -No -dijo Beauchamp-; estoy condenado a ver a nuestros honorables todos los días, y esta facha me es enteramente desconocida.

    -¿Habéis comentado esta muerte en vuestro periódico?

    -El artículo no es mío, pero se ha hablado, y dudo mucho que sea agradable al señor de Villefort. Se dice, según creo, que si hubiesen ocurrido cuatro muertes sucesivas en cualquiera otra parte que en casa del procurador del rey, ciertamente hubiera llamado algo la atención de este magistrado.

    -Además -dijo Chateau-Renaud-, el doctor d'Avrigny, que es el médico de mi madre, dice que su dolor es inmenso. ¿Pero a quién buscáis, Debray?

    -Busco a Montecristo -respondió el joven.

    -Le he encontrado en el boulevard, viniendo yo hacia aquí. Creo que estará de viaje, porque iba a casa de su banquero -dijo Beauchamp.

    -¿A casa de su banquero? ¿Su banquero no es Danglars? -preguntó Chateau-Renaud a Debray.

    -Creo que sí -respondió el secretario íntimo con alguna turbación-. Pero el conde de Montecristo no es sólo el que falta aquí. Tampoco veo a Morrel.

    -¡Morrel! ¿Acaso la conocía? -preguntó Chateau-Renaud.

    -Había sido presentado a la señora de Villefort solamente.

    -No importa, hubiera debido venir -dijo Debray-. ¿De qué hablaré esta noche? Este entierro es la noticia del día. ¡Pero chitón!, dejadnos, he ahí el ministro de justicia y de Cultos, va a creerse obligado a hacer su discurso al lagrimoso y triste primo.

    Y los tres jóvenes aproximáronse a la puerta para oír el discurso del ministro de justicia y de Cultos.

    Beauchamp había dicho la verdad. Al venir él al entierro había encontrado a Montecristo que se dirigía a casa de Danglars, calle de la Chaussée d'Antin.

    Desde su ventana el banquero vio el carruaje del conde que entraba en el patio, y le salió al encuentro con una fisonomía triste, pero afable.

    -Y bien, conde -le dijo alargándole la mano-, ¿venís a condoleros conmigo? En verdad que la desgracia está en mi casa a tal punto, que cuando entrasteis me preguntaba a mí mismo si no habría yo deseado mal a esos pobres Morcef, lo que hubiera justificado el proverbio: Al que desea mal a otro, a ése le sucede. Era un poco orgulloso para un hombre salido de la nada como yo, pero jamás le deseé mal alguno, y después de todo, todo lo debía a su trabajo, lo mismo que yo, pero todos tenemos nuestros defectos. ¡Ah!, conde, las personas de nuestra generación... Pero no, vos no sois de la nuestra; sois joven aún... Las personas de mi tiempo no son felices este año; testigo de ello es nuestro puritano procurador del rey, el señor de Villefort, que acaba de perder a su hija. Recapitulemos: Villefort perdiendo toda su familia de un modo extraño. Morcef, deshonrado y muerto; yo, cubierto de ridículo por la iniquidad de Benedetto, y después...

    -¿Después, qué? -preguntó el conde.

    -¡Cómo! ¿No lo sabéis todavía?

    -¿Alguna nueva desgracia?

    -Mi hija...

    -¿La señorita Danglars?

    -Eugenia nos abandona.

    -¡Oh!, Dios mío, ¿qué decís?

    -La verdad, mi querido conde. ¡Cuán dichoso sois vos, que no tenéis mujer ni hijos!

    -¿Lo creéis?

    -¡Ah! ¡Dios mío!

    -Y decíais que la señorita Danglars...

    -No ha podido soportar la afrenta que nos ha hecho ese miserable, y me ha pedido permiso para viajar.

    -¿Y se marchó?

    -La otra noche.

    -¿Con la señora Danglars?

    -No, con una parienta... Pero no por eso dejamos de perder a mi querida Eugenia, porque yo que conozco su carácter, dudo que quiera regresar a Francia.

    -¡Qué queréis, mi querido barón! Disgustos de familia que serían fatales para otro cualquier pobre diablo, cuya fortuna fuese solamente su hija, pero soportables para un millonario. Por más que sobre esto digan los filósofos, los hombres prácticos les demostrarán en cuanto a eso que no tienen razón. El dinero consuela de muchas cosas, y vos debéis consolaros más pronto que otro cualquiera si admitís la virtud de este bálsamo soberano, vos, el rey de la hacienda, el punto de intersección de todos los poderes.

    Danglars lanzó una mirada oblicua al conde para ver si se burlaba o hablaba en serio.

    -Sí -dijo-, es cierto que si la fortuna consuela, debo consolarme, porque soy rico.

    -Tan rico, mi querido barón, que vuestra fortuna es semejante a las Pirámides. Quisieran demolerlas, pero no se atreven; si se atreviesen, no podrían.

    Danglars se sonrió de aquella confiada honradez del conde.

    -Eso me hace recordar que cuando entrasteis estaba haciendo cinco bonos, tenía ya firmados dos, ¿me permitís que concluya los otros tres?

    -Concluid, mi querido barón, concluid.

    Hubo un instante de silencio, durante el cual sólo se oyó la pluma del banquero, y mientras tanto Montecristo miraba las doradas molduras del techo.

    -¿Son bonos de España, de Haití o de Nápoles? -dijo el conde.

    -No -respondió Danglars sonriendo-; son bonos al portador sobre el Banco de Francia. Mirad, señor conde, vos que sois el emperador de la hacienda, como yo soy el rey, ¿habéis visto pedazos de papel de este tamaño y que valga cada uno un millón?

    Montecristo tomó en la mano, como para sopesarlos, los cinco pedazos de papel que le presentaba orgullosamente el banquero, y leyó:

    El señor regente del Banco de Francia hará pagar a mi orden y sobre los fondos por mí depositados, la cantidad de un millón de francos, valor en cuenta.

    Barón Danglars.

    -Uno, dos, tres, cuatro, cinco -dijo Montecristo-, ¡cinco millones! ¡Demonio! ¡Y cómo vais, señor Creso!

    -Ved de qué modo hago yo mis negocios -dijo Danglars.

    -Es maravilloso, y sobre todo si, como no dudo, esa suma se paga al contado.

    -Se pagará -dijo Danglars.

    -Es algo magnífico tener semejante crédito. En verdad, sólo en Francia sé ven estas cosas, cinco miserables pedazos de papel valer cinco millones, es preciso verlo para creerlo.

    -¿Dudáis?

    -No.

    -Es que decís eso con un acento... Haced una cosa, daos el placer de acompañar a mi dependiente al Banco, y le veréis salir con bonos sobre el tesoro por igual cantidad.

    -No -dijo Montecristo doblando los cinco billetes-, el asunto es demasiado curioso, y quiero hacer yo mismo la experiencia. Mi crédito en vuestra casa era de seis millones. He tornado novecientos mil francos. Tomo vuestros cinco billetes, que creo pagables solamente con la vista de vuestra firma, y he aquí un recibo general de seis millones que regulariza vuestra cuenta. Lo había preparado de antemano, porque es preciso deciros que tengo hoy gran necesidad de dinero.

    Y con una mano metió los billetes en su bolsillo y con la otra alargó su recibo al banquero.

    Un rayo que hubiese caído a los pies de Danglars no le hubiera causado mayor espanto.

    -¡Qué! -balbució-, señor conde, ¿tomáis ese dinero? Pero dispensad, es dinero que debo a los hospicios, y he ofrecido pagarlo hoy por la mañana.

    -¡Ah! -dijo Montecristo-, no importa. No tengo empeño precisamente en que me paguéis con esos billetes, dadme otros valores. Solamente por curiosidad tomé éstos, para poder decir en el mundo que sin aviso alguno, sin pedirme cinco minutos de tiempo, la casa Danglars me había pagado cinco millones al contado. ¡Habría algo notable! Pero tomad vuestros valores, dadme otros.

    Y presentó los cinco billetes a Danglars, que, lívido, alargó el brazo para recogerlos, como el buitre alarga la garra por entre los hierros de la jaula para detener la carne que le quitan. De repente mudó de modo de pensar, hizo un esfuerzo violento y se contuvo.

    En seguida la sonrisa dibujóse poco a poco en sus labios.

    -Después de todo -dijo-, vuestro recibo es dinero.

    -¡Oh!, Dios mío. ¡Sí!, y si estuvieseis en Roma, la casa de Thomson y French no os pondría la menor dificultad en pagaros con un recibo mío.

    -Perdonad, señor conde, perdonad.

    -¿Puedo, pues, guardar este dinero?

    -Sí, guardadlo -dijo Danglars enjugando el sudor de su frente.

    -Bien; pero reflexionad. Si os arrepentís, todavía estáis a tiempo.

    -No -dijo Danglars-; guardad mis firmas, pero, como sabéis, nadie es tan amigo de formalidades como el hombre de negocios. Destinaba esa suma a los hospicios, y hubiera creído robarles no dándoles precisamente ésa. ¡Como si un escudo no valiese tanto como otro! ¡Dispensadme!

    Y empezó a reír estrepitosamente.

    -Ya estáis dispensado -respondió amablemente el conde de Montecristo.

    Y colocó los billetes en su cartera.

    -Pero -dijo Danglars-, tenemos aún una cantidad de cien mil francos.

    -¡Oh!, bagatelas -dijo Montecristo-. El corretaje debe ascender poco más o menos a esa suma. Guardadla y estamos en paz.

    -Conde-dijo Danglars-, ¿habláis en serio?

    -Jamás me chanceo con los banqueros -dijo el conde con una seriedad que rayaba en impertinencia.

    Y se dirigió a la puerta en el momento en que el ayuda de cámara anunciaba:

    -El señor de Boville, receptor general de hospitales.

    -¡Por vida mía! -dijo Montecristo-, parece que llegué a tiempo para gozar de vuestras firmas. Se las disputan.

    Danglars palideció otra vez y dióse prisa a separarse de Montecristo .

    El conde saludó muy cortésmente al señor de Boville, que aguardaba en el salón y fue introducido inmediatamente en el despacho del banquero.

    El rostro grave del conde se iluminó con una rápida sonrisa al ver la cartera que tenía en la mano el receptor de hospitales.

    Encontró en la puerta su carruaje y se hizo conducir inmediatamente al banco.

    Danglars, entretanto, reprimiendo su emoción, salió al encuentro del receptor general.

    No es necesario decir que le recibió con la sonrisa en los labios y un semblante el más halagüeño.

    -Buenos días -dijo-, mi querido acreedor, porque creo que tal es el que ahora se presenta.

    -Habéis adivinado, señor barón -dijo el señor de Boville-, los hospitales acuden a veros en mi persona. Las viudas y los huérfanos vienen por mis manos a pediros una limosna de cinco millones.

    -¡Y dicen que los huérfanos son dignos de lástima! -respondió Danglars, prolongando la broma-, ¡pobres niños!

    -Pues heme aquí en su nombre -dijo Boville-. ¿Recibisteis mi carta de ayer?

    -Sí.

    -Pues aquí tenéis mi recibo.

    -Mi querido Boville -dijo el banquero-, vuestras viudas y vuestros huérfanos tendrán, si queréis, la bondad de aguardar veinticuatro horas, porque el señor de Montecristo, que habéis visto salir de aquí ahora..., ¿le habéis visto?

    -Sí, ¿y qué?

    -El señor de Montecristo se lleva sus cinco millones.

    -¿Cómo es eso?

    -Es que el conde tenía un crédito ilimitado sobre mí. Crédito abierto por la casa de Thomson y French, de Roma. Ha venido a pedirme cinco millones de un golpe, y le he dado un bono sobre el banco, donde tengo depositados mis fondos, y comprenderéis que temo, retirando de las manos del regente diez millones en el mismo día, que le pareciese una cosa extraordinaria. En dos días -añadió Danglars sonriéndose- no digo lo contrario.

    -Vamos, pues -exclamó el señor de Boville con el tono de la más perfecta incredulidad-, ¡cinco millones a aquel caballero que acaba de salir ahora y que me saludó sin conocerme!

    -Tal vez os conoce sin que vos le conozcáis. El conde de Montecristo conoce a todo el mundo.

    -¡Cinco millones!

    -Ved aquí su recibo. Haced como santo Tomás: ved y tocad.

    El señor de Boville tomó el papel que le presentaba Danglars, y leyó:

    Recibidos del señor barón Danglars cinco millones cien mil francos, de que se reembolsará a su voluntad sobre la casa de Thomson y French de Roma.

    -¡Luego es cierto! -exclamó.

    -¿Conocéis la casa Thomson y French de Roma?

    -Sí -dijo el señor de Boville-, hice una vez un negocio de doscientos mil francos en ella, pero no la había vuelto a oír nombrar.

    -Es una de las mejores casas de Europa -dijo Danglars, poniendo sobre su mesa el recibo que acababa de tomar de manos del señor Boville.

    -¿Y tenía nada menos que un crédito de cinco millones sobre vos? ¿Pues sabéis que es un nabab el tal conde de Montecristo?

    -No sé lo que es, pero tiene tres créditos ilimitados, uno sobre mí, otro sobre Rothschild y otro sobre Laffitte, y como veis me ha dado la preferencia, dejándome cien mil francos por el corretaje.

    El señor de Boville dio todas las muestras de una gran admiración.

    -Será preciso que vaya a visitarle y que obtenga alguna piadosa fundación para nosotros.

    -¡Oh!, es como si la tuvieseis. Solamente sus limosnas ascienden a más de veinte mil francos todos los meses.

    -Es magnífico. Además le citaré el ejemplo de la señora de Morcef y su hijo.

    -¿Qué ejemplo?

    -Han dado toda su fortuna a los hospicios.

    -¿Qué fortuna?

    -La suya, la del difunto general Morcef.

    -¿Y con qué razón?

    -Porque dicen que no quieren bienes adquiridos tan miserablemente.

    -¿Y de qué van a vivir?

    -La madre se ha retirado a una provincia, y el hijo ha entrado en el servicio.

    -¡Toma!, ¡toma! -dijo Danglars-, eso sí que son escrúpulos.

    -Ayer hice registrar el acta de donación.

    -¿Y cuánto poseían?

    -No mucho, un millón doscientos o trescientos mil francos. Pero volvamos a nuestros millones.

    -Con mucho gusto -dijo el banquero con la mayor naturalidad-. ¿Ese dinero os urge mucho?

    -Sí, el arqueo se efectúa mañana.

    -Mañana, ¿y por qué no me lo dijisteis antes? ¿Y a qué hora es ese arqueo?

    -A las dos.

    -Enviad a las doce -dijo Danglars con amable sonrisa.

    El señor de Boville apenas respondía. Decía que sí con la cabeza y daba vueltas a la cartera.

    -Pero, ahora que recuerdo, haced más.

    -¿Qué queréis que haga?

    -El recibo del señor de Montecristo es dinero contante. Pasadle a Rothschild o Laffitte y os lo tomarán al instante.

    -¡Cómo! ¿Pagadero en Roma?

    -Desde luego, os costará sólo un descuento de cinco o seis mil francos a lo sumo.

    El receptor dio un salto atrás.

    -¡Por vida mía! Prefiero esperar a mañana. ¿Cómo vais a...?

    -He creído por un momento, perdonadme -dijo el banquero con una imprudencia sin igual-, he creído que tendríais algún pequeño déficit que llenar.

    -¡Ah! -dijo Boville.

    -Escuchad. No sería la primera vez que tal cosa ocurriera, y en ese caso se hace un sacrificio.

    -Gracias a Dios, no.

    -Entonces, hasta mañana, ¿no es verdad, mi querido receptor?

    -Sí; hasta mañana, pero sin falta.

    -¡Qué! ¿Os burláis? Enviad a mediodía, y el banco estará ya avisado.

    -Vendré yo mismo.

    -Mejor aún, porque eso me proporcionará el placer de volver a veros.

    Y se estrecharon la mano.

    -A propósito. ¿No habéis ido al entierro de esa pobre señorita de Villefort, que en este momento tiene lugar?

    -No ---dijo el banquero-, pesa sobre mí el ridículo del suceso de Benedetto, y no salgo.

    -¡Bah!, no tenéis razón. ¿Qué culpa tenéis de ello?

    -Amigo mío, cuando se lleva un nombre sin tacha como el mío, se es muy susceptible.

    -Todo el mundo os compadece, creedlo, y más aún, a la señorita, vuestra hija.

    -¡Pobre Eugenia! -dijo el banquero, dando un profundo suspiro-. ¿Sabéis que ingresa en un convento?

    -No.

    -Pues desgraciadamente es así. Al día siguiente se decidió a partir con una amiga suya, religiosa ya, y va a buscar un convento severo en Italia o España.

    -¡Oh! Es terrible.

    Y el séñor de Boville se retiró al hacer esta exclamación, cumplimentando al barón.

    Mas apenas hubo salido, cuando Danglars, con un gesto enérgico, que comprenderán solamente los que hayan visto a Frederik representar el Robert Hacaire, exclamó:

    - ¡Imbécil!

    Y guardando el recibo del conde en su cartera, añadió:

    -Ven a mediodía, que yo estaré ya lejos.

    Encerróse, vació todos los cajones de su caja, reunió unos cincuenta mil francos en billetes de banco, quemó diferentes papeles, puso otros a la vista, y escribió una carta que cerró y cuyo sobre dirigió:

    A la señora baronesa de Danglars.

    -Esta noche -murmuró- yo mismo la colocaré en su tocador.

    Sacando en seguida un pasaporte de otro cajón, dijo:

    -Bueno, aún puede servir dos meses
     
  7. clause

    clause Claudia

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    Re: ... de poetas, cuentos y leyendas

    Coplas por la muerte de su padre


    Recuerde el alma dormida,
    avive el seso y despierte
    contemplando
    cómo se pasa la vida,
    cómo se viene la muerte
    tan callando,
    cuán presto se va el placer,
    cómo, después de acordado,
    da dolor;
    cómo, a nuestro parecer,
    cualquiera tiempo pasado
    fue mejor.

    Pues si vemos lo presente
    cómo en un punto se es ido
    y acabado,
    si juzgamos sabiamente,
    daremos lo no venido
    por pasado.
    No se engañe nadie, no,
    pensando que ha de durar
    lo que espera,
    más que duró lo que vio
    porque todo ha de pasar
    por tal manera.

    Nuestras vidas son los ríos
    que van a dar en la mar,
    que es el morir;
    allí van los señoríos
    derechos a se acabar
    y consumir;
    allí los ríos caudales
    allí los otros medianos
    y más chicos,
    y llegados, son iguales
    los que viven por sus manos
    y los ricos.

    Invocación:

    Dejo las invocaciones
    de los famosos poetas
    y oradores;
    no curo de sus ficciones,
    que traen yerbas secretas
    sus sabores;
    A aquél sólo me encomiendo,
    aquél sólo invoco yo
    de verdad,
    que en este mundo viviendo
    el mundo no conoció
    su deidad.

    Este mundo es el camino
    para el otro, que es morada
    sin pesar;
    mas cumple tener buen tino
    para andar esta jornada
    sin errar.
    Partimos cuando nacemos,
    andamos mientras vivimos,
    y llegamos
    al tiempo que fenecemos;
    así que cuando morimos
    descansamos.

    Este mundo bueno fue
    si bien usáramos de él
    como debemos,
    porque, según nuestra fe,
    es para ganar aquél
    que atendemos.
    Aun aquel hijo de Dios,
    para subirnos al cielo
    descendió
    a nacer acá entre nos,
    y a vivir en este suelo
    do murió.

    Ved de cuán poco valor
    son las cosas tras que andamos
    y corremos,
    que en este mundo traidor,
    aun primero que muramos
    las perdamos:
    de ellas deshace la edad,
    de ellas casos desastrados
    que acaecen,
    de ellas, por su calidad,
    en los más altos estados
    desfallecen.

    Decidme: la hermosura,
    la gentil frescura y tez
    de la cara,
    el color y la blancura,
    cuando viene la vejez,
    ¿cuál se para?
    Las mañas y ligereza
    y la fuerza corporal
    de juventud,
    todo se torna graveza
    cuando llega al arrabal
    de senectud.

    Pues la sangre de los godos,
    y el linaje y la nobleza
    tan crecida,
    ¡por cuántas vías y modos
    se pierde su gran alteza
    en esta vida!
    Unos, por poco valer,
    ¡por cuán bajos y abatidos
    que los tienen!
    otros que, por no tener,
    con oficios no debidos
    se mantienen.

    Los estados y riqueza
    que nos dejan a deshora,
    ¿quién lo duda?
    no les pidamos firmeza,
    pues son de una señora
    que se muda.
    Que bienes son de Fortuna
    que revuelven con su rueda
    presurosa,
    la cual no puede ser una
    ni estar estable ni queda
    en una cosa.

    Pero digo que acompañen
    y lleguen hasta la huesa
    con su dueño:
    por eso nos engañen,
    pues se va la vida apriesa
    como sueño;
    y los deleites de acá
    son, en que nos deleitamos,
    temporales,
    y los tormentos de allá,
    que por ellos esperamos,
    eternales.

    Los placeres y dulzores
    de esta vida trabajada
    que tenemos,
    no son sino corredores,
    y la muerte, la celada
    en que caemos.
    No mirando nuestro daño,
    corremos a rienda suelta
    sin parar;
    desque vemos el engaño
    y queremos dar la vuelta,
    no hay lugar.

    Si fuese en nuestro poder
    hacer la cara hermosa
    corporal,
    como podemos hacer
    el alma tan glorïosa,
    angelical,
    ¡qué diligencia tan viva
    tuviéramos toda hora,
    y tan presta,
    en componer la cativa,
    dejándonos la señora
    descompuesta!

    Esos reyes poderosos
    que vemos por escrituras
    ya pasadas,
    por casos tristes, llorosos,
    fueron sus buenas venturas
    trastornadas;
    así que no hay cosa fuerte,
    que a papas y emperadores
    y prelados,
    así los trata la muerte
    como a los pobres pastores
    de ganados.

    Dejemos a los troyanos,
    que sus males no los vimos
    ni sus glorias;
    dejemos a los romanos,
    aunque oímos y leímos
    sus historias.
    No curemos de saber
    lo de aquel siglo pasado
    qué fue de ello;
    vengamos a lo de ayer,
    que también es olvidado
    como aquello.

    ¿Qué se hizo el rey don Juan?
    Los infantes de Aragón
    ¿qué se hicieron?
    ¿Qué fue de tanto galán,
    qué fue de tanta invención
    como trajeron?
    Las justas y los torneos,
    paramentos, bordaduras
    y cimeras,
    ¿fueron sino devaneos?
    ¿qué fueron sino verduras
    de las eras?

    ¿Qué se hicieron las damas,
    sus tocados, sus vestidos,
    sus olores?
    ¿Qué se hicieron las llamas
    de los fuegos encendidos
    de amadores?
    ¿Qué se hizo aquel trovar,
    las músicas acordadas
    que tañían?
    ¿Qué se hizo aquel danzar,
    aquellas ropas chapadas
    que traían?

    Pues el otro, su heredero,
    don Enrique, ¡qué poderes
    alcanzaba!
    ¡Cuán blando, cuán halaguero
    el mundo con sus placeres
    se le daba!
    Mas verás cuán enemigo,
    cuán contrario, cuán cruel
    se le mostró;
    habiéndole sido amigo,
    ¡cuán poco duró con él
    lo que le dio!

    Las dádivas desmedidas,
    los edificios reales
    llenos de oro,
    las vajillas tan febridas,
    los enriques y reales
    del tesoro;
    los jaeces, los caballos
    de sus gentes y atavíos
    tan sobrados,
    ¿dónde iremos a buscallos?
    ¿qué fueron sino rocíos
    de los prados?

    Pues su hermano el inocente,
    que en su vida sucesor
    se llamó,
    ¡qué corte tan excelente
    tuvo y cuánto gran señor
    le siguió!
    Mas, como fuese mortal,
    metióle la muerte luego
    en su fragua.
    ¡Oh, juïcio divinal,
    cuando más ardía el fuego,
    echaste agua!

    Pues aquel gran Condestable,
    maestre que conocimos
    tan privado,
    no cumple que de él se hable,
    sino sólo que lo vimos
    degollado.
    Sus infinitos tesoros,
    sus villas y sus lugares,
    su mandar,
    ¿qué le fueron sino lloros?
    ¿Qué fueron sino pesares
    al dejar?

    Y los otros dos hermanos,
    maestres tan prosperados
    como reyes,
    que a los grandes y medianos
    trajeron tan sojuzgados
    a sus leyes;
    aquella prosperidad
    que tan alta fue subida
    y ensalzada,
    ¿qué fue sino claridad
    que cuando más encendida
    fue amatada?

    Tantos duques excelentes,
    tantos marqueses y condes
    y varones
    como vimos tan potentes,
    di, muerte, ¿dó los escondes
    y traspones?
    Y las sus claras hazañas
    que hicieron en las guerras
    y en las paces,
    cuando tú, cruda, te ensañas,
    con tu fuerza las atierras
    y deshaces.

    Las huestes innumerables,
    los pendones, estandartes
    y banderas,
    los castillos impugnables,
    los muros y baluartes
    y barreras,
    la cava honda, chapada,
    o cualquier otro reparo,
    ¿qué aprovecha?
    que si tú vienes airada,
    todo lo pasas de claro
    con tu flecha.

    Aquél de buenos abrigo,
    amado por virtuoso
    de la gente,
    el maestre don Rodrigo
    Manrique, tanto famoso
    y tan valiente;
    sus hechos grandes y claros
    no cumple que los alabe,
    pues los vieron,
    ni los quiero hacer caros
    pues que el mundo todo sabe
    cuáles fueron.
    Amigo de sus amigos,
    ¡qué señor para criados
    y parientes!
    ¡Qué enemigo de enemigos!
    ¡Qué maestro de esforzados
    y valientes!
    ¡Qué seso para discretos!
    ¡Qué gracia para donosos!
    ¡Qué razón!
    ¡Cuán benigno a los sujetos!
    ¡A los bravos y dañosos,
    qué león!

    En ventura Octaviano;
    Julio César en vencer
    y batallar;
    en la virtud, Africano;
    Aníbal en el saber
    y trabajar;
    en la bondad, un Trajano;
    Tito en liberalidad
    con alegría;
    en su brazo, Aureliano;
    Marco Tulio en la verdad
    que prometía.

    Antonio Pío en clemencia;
    Marco Aurelio en igualdad
    del semblante;
    Adriano en elocuencia;
    Teodosio en humanidad
    y buen talante;
    Aurelio Alejandro fue
    en disciplina y rigor
    de la guerra;
    un Constantino en la fe,
    Camilo en el gran amor
    de su tierra.

    No dejó grandes tesoros,
    ni alcanzó muchas riquezas
    ni vajillas;
    mas hizo guerra a los moros,
    ganando sus fortalezas
    y sus villas;
    y en las lides que venció,
    muchos moros y caballos
    se perdieron;
    y en este oficio ganó
    las rentas y los vasallos
    que le dieron.

    Pues por su honra y estado,
    en otros tiempos pasados,
    ¿cómo se hubo?
    Quedando desamparado,
    con hermanos y criados
    se sostuvo.
    Después que hechos famosos
    hizo en esta misma guerra
    que hacía,
    hizo tratos tan honrosos
    que le dieron aún más tierra
    que tenía.

    Estas sus viejas historias
    que con su brazo pintó
    en juventud,
    con otras nuevas victorias
    ahora las renovó
    en senectud.
    Por su grande habilidad,
    por méritos y ancianía
    bien gastada,
    alcanzó la dignidad
    de la gran Caballería
    de la Espada.

    Y sus villas y sus tierras
    ocupadas de tiranos
    las halló;
    mas por cercos y por guerras
    y por fuerza de sus manos
    las cobró.
    Pues nuestro rey natural,
    si de las obras que obró
    fue servido,
    dígalo el de Portugal
    y en Castilla quien siguió
    su partido.

    Después de puesta la vida
    tantas veces por su ley
    al tablero;
    después de tan bien servida
    la corona de su rey
    verdadero:
    después de tanta hazaña
    a que no puede bastar
    cuenta cierta,
    en la su villa de Ocaña
    vino la muerte a llamar
    a su puerta

    diciendo: «Buen caballero,
    dejad el mundo engañoso
    y su halago;
    vuestro corazón de acero,
    muestre su esfuerzo famoso
    en este trago;
    y pues de vida y salud
    hicisteis tan poca cuenta
    por la fama,
    esfuércese la virtud
    para sufrir esta afrenta
    que os llama.

    No se os haga tan amarga
    la batalla temerosa
    que esperáis
    pues otra vida más larga
    de la fama glorïosa
    acá dejáis,
    (aunque esta vida de honor
    tampoco no es eternal
    ni verdadera);
    mas, con todo, es muy mejor
    que la otra temporal
    perecedera.

    El vivir que es perdurable
    no se gana con estados
    mundanales,
    ni con vida deleitable
    en que moran los pecados
    infernales;
    mas los buenos religiosos
    gánanlo con oraciones
    y con lloros;
    los caballeros famosos,
    con trabajos y aflicciones
    contra moros.

    Y pues vos, claro varón,
    tanta sangre derramasteis
    de paganos,
    esperad el galardón
    que en este mundo ganasteis
    por las manos;
    y con esta confianza
    y con la fe tan entera
    que tenéis,
    partid con buena esperanza,
    que esta otra vida tercera
    ganaréis.»

    «No tengamos tiempo ya
    en esta vida mezquina
    por tal modo,
    que mi voluntad está
    conforme con la divina
    para todo;
    y consiento en mi morir
    con voluntad placentera,
    clara y pura,
    que querer hombre vivir
    cuando Dios quiere que muera
    es locura.

    Oración:

    Tú, que por nuestra maldad,
    tomaste forma servil
    y bajo nombre;
    tú, que a tu divinidad
    juntaste cosa tan vil
    como es el hombre;
    tú, que tan grandes tormentos
    sufriste sin resistencia
    en tu persona,
    no por mis merecimientos,
    mas por tu sola clemencia
    me perdona.»

    Fin:

    Así, con tal entender,
    todos sentidos humanos
    conservados,
    cercado de su mujer
    y de sus hijos y hermanos
    y criados,
    dio el alma a quien se la dio
    (en cual la dio en el cielo
    en su gloria),
    que aunque la vida perdió
    dejónos harto consuelo
    su memoria.

    [​IMG]
    Retrato (perteneciente a la colección Lorenzana, pintado en el siglo XVIII, y por tanto imaginario) de Jorge Manrique, poeta y soldado que militó en el bando de la reina Isabel

    Jorge Manrique
    (1440-1479)


    Muy poco se sabe de la vida de este gran poeta, que también ilustró la corte de don Juan II. Su padre era conde de Paredes, uno de los más influyentes personajes de aquel reinado y que mayor parte tomaron en sus hondas discordias; como Santillana, fue de los más enconados enemigos del Condestable de Luna.
    Jorge Manrique desempeñó en la corte importantes cargos, pero nada se sabe con precisión acerca de él.
    Fue comendador de Santiago.
    De sus obras poéticas se conoce muy poco, sobresaliendo entre todas sus composiciones su Elegía a la muerte de su padre, el maestre don Rodrigo.
    Se caracteriza por una delicadeza realmente asombrosa para aquella época, delicadeza que no solamente hallamos en el lenguaje, sino que hasta también en los sentimientos expresados, que son de una nobleza y una altura de miras como correspondía a un aristócrata de buena cepa.
    Un solo detalle basta para hacer comprender esto: a pesar de la enemistad de su padre con don Álvaro de Luna, de la que seguramente no dejaría él de participar, en la elegía de la muerte de su padre se apiada del fin trágico del favorito del rey con estas palabras:


    Pues aquel gran Condestable
    maestre que conocimos
    tan privado,
    no cumple que de él se hable,
    sino sólo que le vimos
    degollado.
    Sus infinitos tesoros,
    sus villas y sus lugares,
    su mandar,
    ¿qué le fueron sino lloros?
    ¿qué fueron sino pesares,
    al dejar?

    Jorge Manrique murió en 1479, dejando pocas obras, como hemos dicho, pero bastantes por sus méritos para su eterna fama
     
  8. clause

    clause Claudia

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    Alejandro Dumas (Padre)
    El Conde de Montecristo

    Capítulo doce

    El cementerio del Padre Lachaise

    E1 señor de Boville había encontrado en efecto el fúnebre cortejo que conducía a Valentina a la mansión de los muertos.

    El tiempo estaba sombrío y nebuloso, un viento cálido aún, pero mortal para las hojas ya secas, las arrancaba, arrojándolas sobre la muchedumbre que ocupaba el boulevard, dejando desnudas las ramas.

    El señor de Villefort, parisiense genuino, consideraba el cementerio del Padre Lachaise como el único digno de recibir los restos mortales de una familia de París. Los demás le parecían cementerios rurales, indignos de recibir los restos mortales de una familia parisiense.

    Había comprado cierta porción de terreno, en el que erigió un magnífico monumento que se llenó en poco tiempo con los miembros de la primera familia. Leíase en el frontispicio del mausoleo: “Familias Saint-Merán y Villefort”. Porque tal fue el último voto de la pobre Renata, madre de Valentina.

    Hacia el cementerio del Padre Lachaise, pues, se encaminaba el pomposo entierro que salió del arrabal Saint-Honoré, atravesó todo París por el arrabal del Temple, pasó en seguida al boulevard exterior, y de allí al cementerio. Más de cincuenta coches de particulares seguían a otros veinte de duelo, y más de quinientas personas componían el acompañamiento.

    Eran todos jóvenes, para quienes la muerte de Valentina representaba una gran desgracia, y que a pesar del vapor glacial del siglo y el prosaísmo de la época, sentían vivamente la pérdida de aquella hermosa, casta y adorable joven, muerta en la primavera de su vida.

    Al salir de París vieron llegar un carruaje tirado por cuatro fogosos caballos que pasó a la cola. Era el coche de Montecristo, que se apeó y fue a mezclarse con los demás que seguían el coche fúnebre.

    Chateau-Renaud y Beauchamp que le vieron llegar se acercaron a él inmediatamente.

    El conde miraba con atención a todas partes. Buscaba con mucho interés a alguien. Finalmente, no pudo aguantar más.

    -¿Dónde está Morrel? -preguntó-. ¿Alguien lo sabe?

    -Ya nos hemos hecho esa pregunta en la casa mortuoria -contestó Chateau-Renaud-, porque nadie le ha visto.

    El conde calló, pero continuó observando a su alrededor. Llegaron por fin al cementerio; la penetrante mirada de Montecristo registró de un golpe el bosque de sauces llorones y pinos que rodean las rumbas, y perdió toda inquietud. Una sombra atravesó los árboles, y el conde reconoció al que buscaba.

    Todos saben a lo que se reduce un entierro en aquel magnífico palacio de la muerte. Un silencio profundo, el ruido de tal cual rama que se desgaja de los árboles, el triste canto de los sacerdotes y algún suspiro que se escapa de entre un bosquecillo de flores que cubren una rumba, junto a la cual se ve una mujer arrodillada y con las manos juntas. La sombra que había visto Montecristo cruzó rápidamente por detrás del sepulcro de Abelardo y Eloísa, y fue a colocarse junto a los caballos del coche fúnebre, llegando así hasta el sitio destinado para la sepultura. Montecristo no perdía de vista aquella sombra en la que los demás apenas habían reparado. Dos veces se separó Montecristo del acompañamiento para observar si las manos de aquel hombre buscaban algún arma oculta bajo su ropa.

    Cuando el acompañamiento se detuvo, viose que aquella sombra era Morrel, que con su levita abotonada hasta arriba, la frente lívida, los pómulos salientes y el sombrero estropeado por sus manos convulsas, se había arrimado a un árbol colocado en un alto desde donde dominaba el mausoleo, de modo que no le estorbaban ver hasta la más pequeña ceremonia del fúnebre suceso que iba a consumarse.

    Todo sucedió como de costumbre. Algunos hombres, y como siempre los menos impresionados, pronunciaron discursos. Los unos compadeciendo aquella muerte prematura, los otros extendiéndose sobre el dolor de su padre, y los hubo tan ingeniosos que incluso averiguaron que aquella infortunada joven había solicitado del señor de Villefort en varias ocasiones un poco de misericordia para los culpables, sobre cuya cabeza estaba suspendida la espada de la justicia. Apuraron las metáforas y períodos sentimentales, comentando de mil maneras a Malherbe y Dupérier.

    El conde nada escuchaba, nada veía, o por mejor decir, solamente veía a Morrel, cuya tranquilidad a inmovilidad formaban un espectáculo espantoso para el que podía leer lo que sucedía en el fondo del corazón del joven.

    -Mirad -dijo Beauchamp a Debray-, mirad a Morrel. ¿Por qué se habrá metido allí?

    Y se lo hicieron observar a Chateau-Renaud.

    -¡Qué pálido está! -dijo aquél, estremeciéndose.

    -Tendrá frío -replicó Debray.

    -No; yo creo que está conmovido. Es un joven muy impresionable.

    -¡Bah!, apenas conocía a Valentina, según vos mismo habéis dicho.

    -Es cierto. No obstante, recuerdo que en el baile de la señora de Morcef bailó tres o cuatro veces con ella. Vos lo sabéis, conde. Aquel baile en el que tanto efecto causasteis.

    -No lo sé -respondió Montecristo, sin saber a lo que respondía, pues sólo le ocupaba Morrel, a quien observaba atentamente y cuyas mejillas se colorearon como les sucede a los que comprimen y retienen la respiración.

    -Los discursos han terminado. Adiós, señores -dijo bruscamente el conde.

    Y dio la señal de marcha, desapareciendo sin que se supiese por dónde había ido. Terminado todo, los asistentes tomaron el camino de París.

    Sólo Chateau-Renaud buscó un instante a Morrel, pero mientras había seguido al conde con la vista, Maximiliano había dejado su sitio, y no encontrándolo, se unió a Beauchamp y Debray. El conde habíase ocultado detrás de un mausoleo y espiaba hasta el menor movimiento de Morrel, que poco a poco se había acercado a la tumba, abandonada primero por los curiosos, después por los operarios.

    Morrel miró alrededor lenta y vagamente, y aprovechando el momento en que su vista se dirigía a la parte opuesta, el conde se acercó a unos diez pasos sin que lo notara.

    El joven se arrodilló.

    El conde, alargando el cuello, con la vista fija y dilatada, y dispuesto a lanzarse a la primera señal, continuaba acercándose a Morrel.

    Este inclinó su frente hasta tocar la fría losa, y cogiéndola con ambas manos, exclamó:

    -¡Oh! ¡Valentina!

    Aquellas dos palabras destrozaron el corazón del conde, dio un paso más y tocando a Morrel en el hombro, le dijo:

    -Os buscaba, mi querido amigo.

    El conde esperaba un escándalo, reconvenciones, quejas, en fin, cuanto debía presumirse, y se engañó.

    Morrel se volvió hacia él, y tranquilo en apariencia, le dijo:

    -Ya veis que estaba rezando.

    La mirada penetrante del conde examinó al joven de pies a cabeza, y concluida aquella observación quedó más tranquilo.

    -¿Queréis que os conduzca a París en el carruaje?

    -No, gracias.

    -¿Deseáis alguna cosa?

    -Dejadme rezar.

    El conde se alejó sin hacer ninguna observación, pero fue para colocarse en otro sitio, desde donde veía hasta el menor movimiento de Morrel. Levantóse éste al poco rato, limpió las rodillas de su pantalón y tomó el camino de París sin volver atrás la cabeza.

    Descendió lentamente por la calle de la Roquette.

    El conde mandó retirar su carruaje y le siguió a unos cien pasos de distancia.

    Maximiliano atravesó el canal y entró en la calle de Meslay por el boulevard.

    Cinco minutos después de haberse cerrado la puerta para Morrel, se abrió para Montecristo.

    Julia estaba sentada a la entrada del jardín, adonde miraba trabajar a Penelón, que tomando en serio su profesión de jardinero se entretenía arreglando unos rosales de Bengala.

    -¡Ah!, señor conde de Montecristo -exclamó con aquella alegría que solía manifestar cuando el conde hacía una visita a la calle de Meslay.

    -Maximiliano acaba de entrar, ¿es verdad, señora? -preguntó el conde.

    -Creo que le he visto pasar, sí -respondió la joven-, pero llamad a Manuel, por favor.

    -Perdonad, señora, es preciso que suba al cuarto de Maximiliano al instante, tengo que decirle una cosa de la mayor importancia.

    -Id, pues -le dijo, acompañándole con una dulce sonrisa hasta dejarle en la escalera.

    Montecristo subió rápidamente al segundo piso, llegó al cuarto de Maximiliano, escuchó, pero no se percibía ningún ruido.

    Como la mayor parte de las casas habitadas por una sola familia, el cuarto tenía solamente una puerta de cristales, y ésa carecía de llave. Maximiliano estaba encerrado por dentro, y las cortinas de seda encarnada no dejaban ver lo que hacía. La ansiedad del conde se dejaba ver en el color sonrosado de sus mejillas, síntoma de emoción poco común en aquel hombre impasible.

    -¿Qué haré? -dijo, y reflexionó un instante.

    «¿Llamar? ¡Oh!, ¡no!, muchas veces el ruido de una campanilla, es decir, el anuncio de una visita, acelera la resolución de los que se encuentran en el caso de Maximiliano; y entonces al ruido de la campanilla responde otro ruido.»

    El conde tembló de pies a cabeza, y como sus decisiones tenían la rapidez del relámpago, dio con el codo a uno de los cristales, que se hizo pedazos, y levantando la cortina vio a Morrel que, sentado ante la mesa y escribiendo, acababa de dar una media vuelta al ruido del cristal roto.

    -No es nada -dijo Montecristo-, mi querido amigo; resbalé y di con el codo en la puerta, y puesto que está roto, voy a aprovecharme para abrir sin que tengáis necesidad de incomodaros. -Y pasando el brazo, el conde abrió la puerta.

    Morrel se levantó visiblemente contrariado, y fue al encuentro del conde, menos para recibirle que para impedir que pasara más adelante.

    -La culpa es de vuestros criados -dijo el conde-, tienen el suelo tan lustroso como un espejo.

    -¿Os habéis lastimado, señor? -preguntó fríamente Morrel.

    -No sé. ¿Pero qué hacíais? ¿Estabais escribiendo?

    -¿Yo?

    -Sí. Tenéis los dedos manchados de tinta.

    -Es verdad. Me ocurre algunas veces al escribir mucho; es cosa que me gusta, a pesar de que soy militar.

    Montecristo dio algunos pasos por el cuarto, y Maximiliano se vio obligado a dejarlo pasar, pero lo siguió.

    -¿Escribíais? -repitió Montecristo mirándole fijamente.

    -Creo que ya he tenido el honor de deciros que sí.

    El conde miró en derredor.

    -¿Vuestras pistolas al lado de la escribanía? -dijo, señalando a Morrel-. ¿Las armas puestas sobre la mesa?

    -Voy de viaje-respondió con despecho Maximiliano.

    -¡Amigo mío! -le dijo el conde de Montecristo con una dulzura infinita.

    -¿Señor?

    -Amigo mío, mi querido Maximiliano, nada de decisiones extremadas, os lo ruego.

    -¡Yo! -respondió Morrel encogiéndose de hombros-, pues qué, ¿mi viaje es una resolución extremada?

    -Maximiliano, dejemos a un lado la máscara que llevamos, no me engañáis con vuestra fingida calma, como tampoco os engaño yo con mi frívola solicitud. Bien conocéis que para haber roto los cristales y violado el secreto de vuestro cuarto, conocéis, digo, que es necesario tenga una inquietud verdadera o mejor una convicción terrible. Morrel, ¿vos queréis suicidaros?

    -¡Bueno! -dijo Morrel-. ¿Qué idea es la vuestra?

    -Os digo que queréis mataros -continuó el conde con la misma voz-, y he aquí la prueba -y acercándose a la mesa levantó un pliego blanco que el joven había puesto sobre lo que escribía, y tomó la carta empezada.

    Morrel se abalanzó hacia él para arrancársela de las manos, pero Montecristo, adivinando el movimiento, cogió el brazo de Maximiliano y le detuvo con mano de hierro.

    -Bien veis que queríais mataros, Morrel, ¡está escrito!

    -¡Y bien! -dijo Morrel pasando de repente de la apariencia de la tranquilidad a la expresión de violencia-, ¡y bien!, aun cuando así fuera, aun cuando volviese contra mí el cañón de una pistola, ¿quién me lo impediría? ¿Quién tendría valor para impedírmelo? Cuando diga: todas mis esperanzas se han concluido, mi corazón está muerto, aborrezco la vida, no hay más que duelos y disgustos alrededor de mí, la tierra se ha convertido en cenizas, una voz humana es cosa que desgarra mi alma. Al decir: es piedad dejarme morir, porque si no perderé la razón, me volveré loco; decidme, cuando diga esto y vean que lo digo con las angustias y lágrimas del corazón, me responderán: no tenéis razón, ¿o me impedirán el dejar de ser desgraciado? Decidme, ¿tendríais valor para ello?

    -Sí, Morrel -dijo Montecristo, cuya voz sosegada formaba un singular contraste con la exaltación del joven.

    -Vos -dijo Morrel con una expresión infinita de cólera-, vos que habéis alimentado en mí una esperanza absurda, que me habéis alentado con vuestras vanas promesas, cuando por algún golpe o una resolución violenta yo hubiera podido salvarla, o al menos verla morir en mis brazos. Vos que afectáis poseer todos los recursos de la inteligencia, todo el poder de la materia, que pretendéis desempeñar en la tierra el papel de la Providencia, y que no habéis podido dar un contraveneno a la infeliz... ¡Ah!, en verdad que me dais lástima, ¡me causáis horror!

    -Morrel...

    -Sí; me dijisteis que me quitase la máscara, pues bien, me la quito: cuando me seguisteis al cementerio y me hablasteis os respondí, porque mi corazón es bueno; cuando entrasteis os dejé llegar hasta aquí. Sin embargo, puesto que abusáis, que venís a desafiarme hasta en este cuarto adonde me había retirado como en la tumba, puesto que me dais un nuevo tormento cuando creí haberlos apurado todos, ¡conde de Montecristo, mi pretendido bienhechor, el salvador universal, estad satisfecho, vais a ver morir a vuestro amigo...!

    Y con la risa del delirio, Morrel se lanzó por segunda vez sobre las pistolas. Montecristo, pálido como un espectro, con los ojos despidiendo relámpagos y alargando las manos a las pistolas, dijo:

    -Y yo os repito que nos os mataréis.

    -Impedídmelo, pues -replicó Morrel, haciendo el último esfuerzo, que vino a estrellarse contra el brazo de acero del conde.

    -Os lo impediré.

    -¿Pero quién sois, en fin, para arrogaros ese derecho tiránico sobre criaturas libres a independientes?

    -¿Quién soy? -repitió Montecristo-, soy el único en el mundo que tiene derecho para decirte: Morrel, no quiero que el hijo de tu padre muera hoy.

    Montecristo, transfigurado, sublime y cruzando los brazos, se adelantó hacia el joven, que palpitante y vencido a su pesar por la majestuosa divinidad de aquel hombre, dio un paso atrás.

    -¿Por qué me habláis de mi padre? -balbució-. ¿Por qué mezcláis su recuerdo a lo que hoy me sucede?

    -Porque yo soy el que salvé la vida a tu padre un día que quería matarse como tú lo quieres hoy, porque soy el hombre que envió la bolsa a tu joven hermana y el Faraón al anciano Morrel. ¡Porque soy, en fin, Edmundo Dantés, que cuando niño te hacía jugar sobre sus rodillas!

    Morrel dio un paso atrás, vacilante, sofocado, aterrado. Sus fuerzas le abandonaron y cayó prosternado a los pies de Montecristo.

    En seguida hubo un movimiento de regeneración en su hermosa naturaleza; se levantó, dio un salto, y se precipitó a la escalera gritando fuertemente:

    -¡Julia! ¡Julia! ¡Manuel! ¡Manuel!

    Montecristo quiso salir, pero hubiera sido más fácil matar a Maximiliano que hacerle abandonar la puerta que tenía entreabierta para no dejar salir al conde.

    Julia, Manuel, Penelón y algunos criados acudieron asustados al oír los gritos de Maximiliano.

    -¡De rodillas! -gritó con una voz ahogada por los sollozos-, ¡de rodillas!, es el bienhechor, el salvador de nuestro padre; es...

    Iba a decir Edmundo Dantés, pero el conde le detuvo agarrándole por un brazo.

    Julia se arrojó sobre la mano del conde. Manuel le abrazaba como a un dios tutelar; Morrel cayó por segunda vez en tierra, arrodillado ante el conde.

    Aquel hombre de bronce sintió que el corazón se dilataba en su pecho. Una llama abrasadora subió a su garganta y a sus ojos, inclinó la cabeza y lloró.

    Apenas se hubo recobrado Julia de la fuerte emoción que acababa de sufrir, cuando salió precipitadamente del cuarto, bajó al primer piso, corrió al salón con una alegría infantil, y alzó el globo de cristal que protegía la bolsa dada por el desconocido de las alamedas de Meillán.

    Entretanto, Manuel decía al conde con una voz sofocada por los sollozos:

    -¡Oh!, señor conde, cómo oyéndonos hablar tantas veces del bienhechor desconocido, cómo viéndonos acatar su memoria con tanto reconocimiento y adoración, ¿cómo habéis esperado hasta hoy para daros a conocer?

    -Escuchadme, amigo -dijo el conde-, y puedo llamaros así, porque sin que lo supieseis, sois mi amigo hace ya once años. El descubrimiento de este secreto te ha producido un gran suceso que debéis ignorar. Dios me es testigo de que deseaba sepultarlo en lo más recóndito de mi alma durante toda mi vida. Vuestro hermano Maximiliano me lo ha arrancado con violencias, de las que estoy seguro se arrepiente.

    En seguida, viendo que Maximiliano, permaneciendo aún de rodillas, se había recostado sobre un sillón:

    -Velad sobre él -añadió, apretando la mano de Manuel de un modo significativo.

    -¿Por qué? -preguntó admirado el joven.

    -No puedo decíroslo. Mas vigilad, cuidad de él.

    Manuel miró por todas partes, y vio las pistolas de Morrel sobre la mesa. Sus ojos se fijaron espantados en aquellas armas que señaló a Montecristo levantando el dedo hasta la altura de la mesa.

    Montecristo bajó la cabeza.

    Manuel hizo un movimiento hacia las pistolas.

    -Dejad-dijo el conde.

    En seguida, acercándose a Morrel, le tomó la mano. Los movimientos tumultuosos que agitaron el corazón del joven habían cedido el lugar al desaliento.

    Julia subió trayendo en la mano la bolsa de seda, y dos lágrimas brillantes y alegres caían por sus mejillas como dos gotas de rocío matinal.

    -He aquí la reliquia -dijo-, no penséis que me es menos querida después que he conocido al salvador.

    -Hija mía -dijo el conde sonrojándose-, permitidme que vuelva a recoger esa bolsa, pues que ya me conocéis, no quiero estar presente a vuestro recuerdo más que por el cariño que os suplico me concedáis.

    -¡Oh! -dijo Julia poniendo la bolsa sobre su corazón-, no, no, os lo ruego, porque un día podréis dejarnos, un día desgraciadamente os separaréis de nosotros, ¿no es verdad?

    -Habéis adivinado -dijo Montecristo sonriéndose-, dentro de ocho días abandonaré este país, en el que tantas personas que merecían la venganza del cielo vivían contentas y dichosas, mientras mi padre expiraba de hambre y de dolor.

    En el instante de anunciar su próximo viaje, Montecristo fijó sus ojos en Morrel, y notó que las palabras ya habré dejado este país, no le habían sacado de su letargo. Conoció que necesitaba aún la última lucha con el dolor de su amigo, y tomando por la mano a Julia y a Manuel, les dijo con la autoridad de un padre.

    -Mis buenos amigos, os ruego que me dejéis a solas con Maximiliano.

    Era el momento favorable para que se llevase Julia la reliquia, como ella la llamaba, y de la que se había olvidado el conde.

    -Dejémosle -dijo, y salió precipitadamente con su marido.

    Montecristo se quedó con Morrel que parecía una estatua.

    -Vamos -dijo el conde, tocándole en un hombro con su dedo de fuego-, ¿vuelves a ser hombre, Maximiliano?

    -Sí, porque empiezo a sufrir otra vez.

    La frente del conde se contrajo. Parecía entregado a una profunda meditación.

    -¡Maximiliano, Maximiliano! -le dijo-, ¡las ideas que lo embargan son indignas de un cristiano!

    -¡Oh!, tranquilizaos, amigo -dijo Morrel levantando la cabeza, y mostrando al conde una sonrisa de inefable tristeza-, ya no seré yo el que busque la muerte.

    -Así -dijo Montecristo-, nada de armas, nada de desesperación.

    -No, porque tengo algo que vale más que el cañón de una pistola o la puma de un puñal.

    -¡Pobre loco! ¿Qué es, pues, lo que tenéis? -preguntó el conde con profunda tristeza.

    -El dolor, que concluirá con mi existencia.

    -Amigo -dijo Montecristo, con una melancolía igual a la suya-, escuchadme. Un día, y en un momento de desesperación igual al tuyo, puesto que me conducía a una idéntica resolución, yo quise matarme. Un día tu padre, desesperado, lo quiso también. Si hubiesen dicho a tu padre en el momento en que apoyaba contra su frente el cañón de una pistola, si me hubiesen dicho a mí cuando separaba de mi cama el pan del prisionero, al que no había tocado en tres días, si a los dos nos hubieran dicho en aquel momento supremo: ¡vivid!, vendrá un día en que seáis dichosos y bendigáis la vida, fuera quien fuera el que nos lo hubiera dicho, su dicho lo hubiéramos recibido con la sonrisa de la duda o la angustia de la incredulidad, y sin embargo, ¡cuántas veces tu padre, abrazándote, bendijo la vida! ¡Cuántas veces he hecho yo lo mismo!

    -¡Ah! -dijo Morrel, interrumpiendo al conde-, vos habíais perdido solamente la libertad, y mi padre su fortuna, ¡pero yo he perdido a Valentina!

    -Mírame, Morrel -dijo el conde con aquella solemnidad que en ciertas ocasiones le hacía tan grande y tan persuasivo-, mírame. Yo no tengo lágrimas en los ojos, ni fiebre en las venal, ni palpitaciones fúnebres en el corazón. No obstante, te veo sufrir, Maximiliano, a ti, ¡a quien amo como amaría a mi hijo! Pues bien, ¿esto no te dice, Morrel, que el dolor es como la vida, que hay algo después de ella? Ahora bien, si yo te ruego, si te mando que vivas, es porque tengo la convicción de que un día me darás las gracias por haberte conservado la vida.

    -¡Dios mío! ¡Dios mío! ¿Qué me decís, conde? Pensadlo, quizá nunca habéis amado.

    -Niño -repuso Montecristo.

    -De amor -replicó Morrel-, yo me entiendo. Soy soldado desde que fui hombre, y he llegado a veintinueve años sin amar porque ninguna de las pasiones que he sentido antes merece este hombre. Pues bien, a los veintinueve años vi a Valentina, y hace dos años que la amo, que he podido leer en su corazón las virtudes de la joven y de la mujer escritas por la mano del Señor, en aquel corazón abierto para mí como un libro. Conde, mi felicidad con Valentina era infinita, inmensa, desconocida. Demasiado completa, demasiado grande, demasiado divina para este mundo, puesto que este mundo no me la ha dado. Esto es deciros, conde, que sin Valentina no hay para mí en la tierra más que tristeza y desesperación.

    -Os he dicho que esperéis, Morrel -dijo el conde.

    -Cuidado, repetiré yo -dijo Morrel-, porque si queréis persuadirme, si lo conseguís creeré que puedo volver a ver a Valentina.

    Montecristo se sonrió.

    -Amigo mío, padre mío -exclamó Morrel exaltado-, cuidado. Os repetiré por tercera vez: el ascendiente que tomáis sobre mí me espanta. Cuidado con el sentido de vuestras palabras, porque ved que mis ojos se reaniman, mi corazón renace a la esperanza, y en él late la vida, porque me haríais creer en cosas sobrenaturales. Obedeceré si me mandáis que levante la losa que cubre a la hija de Jairo. Caminaré sobre las ondas como el apóstol, si me hacéis señal con la mano de caminar sobre ellas, obedeceré en todo. ..

    -Espera, amigo -dijo el conde.

    -¡Ah! -dijo Morrel, pasando del extremo de la exaltación al abismo de la tristeza-, ¡ah!, me engañáis. Hacéis como aquellas madres que calman con palabras dulces a los chicos, cuyos gritos les incomodan. No, amigo mío. Enterraré mi dolor en lo más hondo de mi pecho, le ocultaré tanto que no me veréis sufrir. Adiós, amigo mío, adiós.

    -Al contrario -dijo el conde-, desde ahora, Maximiliano, vivirás conmigo, no lo apartarás de mí un solo instante, y dentro de ocho días saldremos de Francia.

    -¿Y me decís aún que espere?

    -Te lo digo, porque conozco un medio para curarte.

    -Conde, me entristecéis más, veis solamente en mi dolor un dolor vulgar, y queréis curarme con un remedio igual, el de hacerme viajar.

    Y Morrel movió la cabeza con desdeñosa incertidumbre.

    -¿Qué quieres que te diga? Tengo confianza en mis promesas, déjame hacer el experimento.

    -Conde, prolongáis mi agonía, y he aquí todo.

    -Así -dijo el conde-, tu débil corazón no quiere conceder unos días a un amigo para la prueba que intenta hacer. ¿Sabes tú de lo que el conde de Montecristo es capaz? ¿Sabes que da órdenes a muchos poderosos de la tierra? ¿Sabes que tiene bastante confianza en Dios para obtener un milagro de aquel que ha dicho que con la fe puede el hombre mover una montaña? Pues bien, ese milagro, yo lo espero, o si no...

    -Si no -repitió Morrel.

    -Cuidado, Morrel, lo llamaría ingrato.

    -Tened piedad de mí, conde.

    -Escúchame, Maximiliano. Tengo tanta, que si no te curo dentro de un mes, día por día, hora por hora, yo mismo te colocaré delante de dos pistolas cargadas y de una copa del más sutil veneno de Italia, de un veneno, créeme, más pronto y más seguro que el que ha muerto a Valentina.

    -¿Me lo prometéis?

    -Sí, porque soy hombre, porque he sufrido, y porque, como lo he dicho también, he querido morir, y muchas veces, después que el infortunio se ha alejado de mí, he soñado con las delicias del sueño eterno.

    -¡Oh!, ¿me prometéis esto ciertamente, conde?

    -Te lo prometo y lo juro -dijo Montecristo alargando el brazo.

    -Dentro de un mes, si no me he consolado, ¿me dejáis en libertad para disponer de mi vida, y haga lo que hiciere, no me llamaréis ingrato?

    -En un mes, día por día, hora por hora, y la fecha es sagrada, Maximiliano, no sé si has pensado en ello, pero estamos en 5 de septiembre, y hace diez años que salvé a lo padre, que también quería morir.

    Morrel cogió las manos del conde y las besó. Éste le dejó hacer como si comprendiese que aquella muestra de adoración se le debía.

    -Dentro de un mes tendrás en una mesa, a la que estaremos sentados los dos, buenas armas y una muerte dulce, pero hasta entonces prométeme esperar y vivir.

    -¡Oh! -dijo Morrel-, os lo juro.

    Montecristo atrajo al joven sobre su pecho y le estrechó contra su corazón.

    -Desde ahora -le dijo- vienes a vivir conmigo, ocuparás la habitación de Haydée, mi hijo reemplazará a mi hija.

    -Haydée -dijo Morrel-, ¿pues qué es de ella?

    -Ha partido esta noche.

    -¿Para separarse de vos?

    -Para esperarme... Prepárate a venir a la casa de los Campos Elíseos, y haz que yo salga de aquí sin que me vean.

    Maximiliano bajó la cabeza y obedeció como un niño o como un apóstol.
     
  9. clause

    clause Claudia

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    Un expreso del futuro
    [Cuento. Texto completo]
    Julio Verne

    -Ande con cuidado -gritó mi guía-. ¡Hay un escalón!
    Descendiendo con seguridad por el escalón de cuya existencia así me informó, entré en una amplia habitación, iluminada por enceguecedores reflectores eléctricos, mientras el sonido de nuestros pasos era lo único que quebraba la soledad y el silencio del lugar.

    ¿Dónde me encontraba? ¿Qué estaba haciendo yo allí? Preguntas sin respuesta. Una larga caminata nocturna, puertas de hierro que se abrieron y se cerraron con estrépitos metálicos, escaleras que se internaban (así me pareció) en las profundidades de la tierra... No podía recordar nada más, Carecía, sin embargo, de tiempo para pensar.

    -Seguramente usted se estará preguntando quién soy yo -dijo mi guía-. El coronel Pierce, a sus órdenes. ¿Dónde está? Pues en Estados Unidos, en Boston... en una estación.

    -¿Una estación?

    -Así es; el punto de partida de la Compañía de Tubos Neumáticos de Boston a Liverpool.

    Y con gesto pedagógico, el coronel señaló dos grandes cilindros de hierro, de aproximadamente un metro y medio de diámetro, que surgían del suelo, a pocos pasos de distancia.

    Miré esos cilindros, que se incrustaban a la derecha en una masa de mampostería, y en su extremo izquierdo estaban cerrados por pesadas tapas metálicas, de las que se desprendía un racimo de tubos que se empotraban en el techo; y al instante comprendí el propósito de todo esto.

    ¿Acaso yo no había leído, poco tiempo atrás, en un periódico norteamericano, un artículo que describía este extraordinario proyecto para unir Europa con el Nuevo Mundo mediante dos colosales tubos submarinos? Un inventor había declarado que el asunto ya estaba cumplido. Y ese inventor -el coronel Pierce- estaba ahora frente a mí.


    Recompuse mentalmente aquel artículo periodístico. Casi con complacencia, el periodista entraba en detalles sobre el emprendimiento. Informaba que eran necesarios más de tres mil millas de tubos de hierro, que pesaban más de trece millones de toneladas, sin contar los buques requeridos para el transporte de los materiales: 200 barcos de dos mil toneladas, que debían efectuar treinta y tres viajes cada uno. Esta “Armada de la Ciencia” era descrita llevando el hierro hacia dos navíos especiales, a bordo de los cuales eran unidos los extremos de los tubos entre sí, envueltos por un triple tejido de hierro y recubiertos por una preparación resinosa, con el objeto de resguardarlos de la acción del agua marina.

    Pasado inmediatamente el tema de la obra, el periodista cargaba los tubos (convertidos en una especie de cañón de interminable longitud) con una serie de vehículos, que debían ser impulsados con sus viajeros dentro, por potentes corrientes de aire, de la misma manera en que son trasladados los despachos postales en París.

    Al final del artículo se establecía un paralelismo con el ferrocarril, y el autor enumeraba con exaltación las ventajas del nuevo y osado sistema. Según su parecer, al pasar por los tubos debería anularse toda alteración nerviosa, debido a que la superficie interior del vehículo había sido confeccionada en metal finamente pulido; la temperatura se regulaba mediante corrientes de aire, por lo que el calor podría modificarse de acuerdo con las estaciones; los precios de los pasajes resultarían sorprendentemente bajos, debido al poco costo de la construcción y de los gastos de mantenimiento... Se olvidaba, o se dejaba aparte cualquier consideración referente a los problemas de la gravitación y del deterioro por el uso.

    Todo eso reapareció en mi conciencia en aquel momento.

    Así que aquella “Utopía” se había vuelto realidad ¡y aquellos dos cilindros que tenía frente a mí partían desde este mismísimo lugar, pasaban luego bajo el Atlántico, y finalmente alcanzaban la costa de Inglaterra!

    A pesar de la evidencia, no conseguía creerlo. Que los tubos estaban allí, era algo indudable, pero creer que un hombre pudiera viajar por semejante ruta... ¡jamás!

    -Obtener una corriente de aire tan prolongada sería imposible -expresé en voz alta aquella opinión.

    -Al contrario, ¡absolutamente fácil! -protestó el coronel Pierce-. Todo lo que se necesita para obtenerla es una gran cantidad de turbinas impulsadas por vapor, semejantes a las que se utilizan en los altos hornos. Éstas transportan el aire con una fuerza prácticamente ilimitada, propulsándolo a mil ochocientos kilómetros horarios... ¡casi la velocidad de una bala de cañón! De manera tal que nuestros vehículos con sus pasajeros efectúan el viaje entre Boston y Liverpool en dos horas y cuarenta minutos.

    -¡Mil ochocientos kilómetros por hora!- exclamé.

    -Ni uno menos. ¡Y qué consecuencias maravillosas se desprenden de semejante promedio de velocidad! Como la hora de Liverpool está adelantada con respecto a la nuestra en cuatro horas y cuarenta minutos, un viajero que salga de Boston a las 9, arribará a Liverpool a las 3:53 de la tarde.¿No es este un viaje hecho a toda velocidad? Corriendo en sentido inverso, hacia estas latitudes, nuestros vehículos le ganan al Sol más de novecientos kilómetros por hora, como si treparan por una cuerda movediza. Por ejemplo, partiendo de Liverpool al medio día, el viajero arribará a esta estación alas 9:34 de la mañana... O sea, más temprano que cuando salió. ¡Ja! ¡Ja! No me parece que alguien pueda viajar más rápidamente que eso.

    Yo no sabía qué pensar. ¿Acaso estaba hablando con un maniático?... ¿O debía creer todas esas teorías fantásticas, a pesar de la objeciones que brotaban de mi mente?

    -Muy bien, ¡así debe ser! -dije-. Aceptaré que lo viajeros puedan tomar esa ruta de locos, y que usted puede lograr esta velocidad increíble. Pero una vez que la haya alcanzado, ¿cómo hará para frenarla? ¡Cuando llegue a una parada todo volará en mil pedazos!

    -¡No, de ninguna manera! -objetó el coronel, encogiéndose de hombros-. Entre nuestros tubos (uno para irse, el otro para regresar a casa), alimentados consecuentemente por corrientes de direcciones contrarias, existe una comunicación en cada juntura. Un destello eléctrico nos advierte cuando un vehículo se acerca; librado a su suerte, el tren seguiría su curso debido a la velocidad impresa, pero mediante el simple giro de una perilla podemos accionar la corriente opuesta de aire comprimido desde el tubo paralelo y, de a poco, reducir a nada el impacto final. ¿Pero de qué sirven tantas explicaciones? ¿No sería preferible una demostración?

    Y sin aguardar mi respuesta, el coronel oprimió un reluciente botón plateado que salía del costado de uno de los tubos. Un panel se deslizó suavemente sobre sus estrías, y a través de la abertura así generada alcancé a distinguir una hilera de asientos, en cada uno de los cuales cabían cómodamente dos personas, lado a lado.

    -¡El vehículo! -exclamó el coronel-. ¡Entre!

    Lo seguí sin oponer la menor resistencia, y el panel volvió a deslizarse detrás de nosotros, retomando su anterior posición.

    A la luz de una lámpara eléctrica, que se proyectaba desde el techo, examiné minuciosamente el artefacto en que me hallaba.

    Nada podía ser más sencillo: un largo cilindro, tapizado con prolijidad; de extremo a extremo se disponían cincuenta butacas en veinticinco hileras paralelas. Una válvula en cada extremo regulaba la presión atmosférica, de manera que entraba aire respirable por un lado, y por el otro se descargaba cualquier exceso que superara la presión normal.

    Luego de perder unos minutos en este examen, me ganó la impaciencia:

    -Bien -dije-. ¿Es que no vamos a arrancar?


    -¿Si no vamos a arrancar? -exclamó el coronel Pierce-. ¡Ya hemos arrancado!

    Arrancado... sin la menor sacudida... ¿cómo era posible?... Escuché con suma atención, intentando detectar cualquier sonido que pudiera darme alguna evidencia.

    ¡Si en verdad habíamos arrancado... si el coronel no me había estado mintiendo al hablarme de una velocidad de mil ochocientos kilómetros por hora... ya debíamos estar lejos de tierra, en las profundidades del mar, junto al inmenso oleaje de cresta espumosa por sobre nuestras cabezas; e incluso en ese mismo instante, probablemente, confundiendo al tubo con una serpiente marina monstruosa, de especie desconocida, las ballenas estarían batiendo con furiosos coletazos nuestra larga prisión de hierro!

    Pero no escuché más que un sordo rumor, provocado, sin duda, por la traslación de nuestro vehículo. Y ahogado por un asombro incomparable, incapaz de creer en la realidad de todo lo que estaba ocurriendo, me senté en silencio, dejando que el tiempo pasara.

    Luego de casi una hora, una sensación de frescura en la frente me arrancó de golpe del estado de somnolencia en que había caído paulatinamente.

    Alcé el brazo para tocarme la cara: estaba mojada.

    ¿Mojada? ¿Por qué estaba mojada? ¿Acaso el tubo había cedido a la presión del agua... una presión que obligadamente sería formidable, pues aumenta a razón de una “atmósfera” por cada diez metros de profundidad?

    Fui presa del pánico. Aterrorizado, quise gritar... y me encontré en el jardín de mi casa, rociado generosamente por la violenta lluvia que me había despertado. Simplemente, me había quedado dormido mientras leía el articulo de un periodista norteamericano, referido a los extraordinarios proyectos del coronel Pierce... quien a su vez, mucho me temo, también había sido soñado.
     
  10. clause

    clause Claudia

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    Re: ... de poetas, cuentos y leyendas

    Don Belianís de Grecia a don Quijote de la Mancha
    Poema: Texto completo
    Miguel de Cervantes Saavedra

    Rompí, corté, abollé, y dije e hice
    más que en el orbe caballero andante;
    fui diestro, fui valiente y arrogante,
    mil agravios vengué, cien mil deshice.

    Hazañas di a la fama que eternice;
    fui comedido y regalado amante;
    fue enano para mí todo gigante,
    y al duelo en cualquier punto satisfice.

    Tuve a mis pies postrada la Fortuna
    y trajo del copete mi cordura
    a la calva ocasión al estricote.

    Mas, aunque sobre el cuerno de la luna
    siempre se vio encumbrada mi ventura,
    tus proezas envidio, ¡oh, gran Quijote!
     
  11. mai^a

    mai^a My Garden

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    Re: ... de poetas, cuentos y leyendas

    ......................
     
  12. mai^a

    mai^a My Garden

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    Re: ... de poetas, cuentos y leyendas


    Sábado, 18

    Ayer vino Precossi a recordarme que tenía que ir a ver su taller,
    que está en lo último de la calle, y esta mañana, al salir con mi
    padre, hice que me llevase allí un momento. Según nos íbamos
    acercando al taller, vi que salía de allí Garoffi corriendo con un
    paquete en la mano, haciendo ondear su gran capa, que tapaba
    las mercancías. ¡Ah! ¡Ahora ya sé dónde atrapa las limaduras de
    hierro, que vende luego por periódicos atrasados, ese traficante
    de Garofi! Asomándonos a la puerta vimos a Precossi sentado en
    un montón de ladrillos: estaba estudiando la lección con el libro
    sobre las rodillas. Se levantó inmediatamente y nos hizo pasar;
    era un cuarto grande, lleno de polvo de carbón, con las paredes
    cubiertas de martillos, tenazas, barras, hierros de todas formas;
    en un rincón ardía el fuego de la fragua, en la que soplaba el
    fuelle tirado por un muchacho.

    Precossi padre estaba cerca del yunque, y el aprendiz tenía una
    barra de hierro metida en el fuego.

    -¡Ah! ¡Aquí tenemos -dijo el herrero, apenas nos vio, quitándose
    la gorra- al guapo muchacho que regala ferrocarriles! Ha venido
    a ver trabajar un rato, ¿no es verdad? Será usted servido.
    -Y diciendo así, sonreía; no tenía ya aquella cara torva, aquellos
    ojos atravesados de otras veces. El aprendiz le presentó una larga
    barra de hierro enrojecida por la punta y el herrero la apoyó sobre
    el yunque. Iba a hacer una de las barras con voluta que se usan
    en los antepechos de los balcones. Levantó un gran martillo y
    comenzó a golpear, moviendo la parte enrojecida para ponerla,
    ora de un lado, ora de otro, sacándola a la orilla del yunque, o
    introduciéndola hacia el medio, dándole siempre muchas vueltas;
    y causaba maravilla ver cómo, bajo los golpes veloces, precisos
    del martillo, el hierro se encorvaba, se retorcía y tomaba poco a
    poco la forma graciosa de la hoja rizada de una flor, cual si fuera
    canuto de pasta modelada con la mano.

    El hijo entretanto nos miraba con cierto aire orgulloso, como
    diciendo: «¡Mirad cómo trabaja mi padre!»

    -¿Ha visto cómo se hace, señorito? -me preguntó el herrero, una
    vez terminado y poniéndome delante la barra, que parecía el báculo
    de un obispo. La colocó a un lado y metió otra en el fuego.

    -En verdad que está bien hecha -le dijo mi padre; y prosiguió-:
    ¡Vamos!... Ya veo que se trabaja, ¿eh? ¿Ha vuelto la gana?

    -Ha vuelto, sí -respondió el obrero limpiándose el sudor y poniéndose
    algo encendido-. ¿Y sabe quién la ha hecho volver? -Mi padre se hizo
    el desentendido-. Aquel guapo muchacho -dijo el herrero, señalando
    a su hijo con el dedo-; aquel buen hijo que está allí, que estudiaba
    y honraba a su padre, mientras que su padre andaba de pirotecnia y
    lo trataba como a una bestia. Cuando he visto aquella medalla... ¡Ah,
    chiquitín mío, alto como un cañamón, ven acá que te mire un poco
    esa cara! -El muchacho se precipitó hacia su padre; y éste le asió y
    le puso en pie sobre el yunque y sosteniéndole por debajo de los
    brazos, le dijo-: Limpia un poco el frontispicio a este animalón de
    papá.

    Entonces Precossi cubrió de besos la cara ennegrecida de su padre
    hasta ponerse también él enteramente negro.

    -Así me gusta -dijo el herrero y lo puso en tierra.

    -¡Así me gusta, Precossi! -exclamó mi padre con alegría.

    Y habiéndonos despedido del herrero y de su hijo, salimos. Al
    retirarnos, Precossi me dijo:

    -Dispénsame -y me metió en el bolsillo un paquete de clavos; le
    invité para que fuera a ver las máscaras a casa.

    -Tú le has regalado tu tren -me dijo mi padre por el camino-;
    pero aun cuando hubiese estado lleno de oro y perlas, hubiera
    sido pequeño regalo para aquel hijo que ha rehecho el corazón
    de su padre.
     
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    clause Claudia

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    Re: ... de poetas, cuentos y leyendas

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    gracias Maia!!:beso: :beso: que buenoooo!!!!:razz: :razz:
     
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    clause Claudia

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    Alejandro Dumas (Padre)
    El Conde de Montecristo

    Capítulo trece

    La partición

    En la casa de la calle de San Germán de los Prados, que había escogido para su madre y para sí Alberto de Morcef, el primer piso estaba alquilado a un personaje misterioso.

    Era un hombre a quien el conserje no había podido nunca ver la cara, entrase o saliese, porque en el invierno la cubría con una bufanda encarnada, como los cocheros de casas grandes que esperan a sus amos a la salida del espectáculo, y en verano se sonaba siempre en el momento de pasar por delante de la portería.

    Preciso es decir que contra las costumbres establecidas, nadie espiaba a aquel vecino, y que la noticia de que era un gran personaje poderoso a influyente había hecho respetar su incógnito y sus misteriosas apariciones.

    Sus visitas eran ordinariamente fijas, aunque algunas veces se adelantaban o retrasaban, pero casi siempre, lo mismo en invierno que en verano, a las cuatro de la tarde, tomaba posesión de su cuarto y jamás pasaba en él la noche.

    La discreta criada, a la que estaba confiado el cuidado de la habitación, encendía la chimenea en el invierno a las tres y media, y a la misma hora en verano subía helados y refrescos.

    Como hemos dicho, a las cuatro llegaba el misterioso personaje.

    Veinte minutos más tarde un coche se detenía a la puerta de la casa, y una mujer vestida de negro o de azul muy oscuro, pero cubierta siempre con un espeso velo, se apeaba, pasaba como un relámpago por delante de la portería y subía sin que se sintiesen en la escalera sus ligeras pisadas.

    Jamás le preguntaron adónde iba.

    Sus facciones, como las del caballero, eran completamente desconocidas a los guardianes de la puerta, conserjes modelos, solos quizás en la inmensa cofradía de porteros de la capital, capaces de semejante discreción,

    Inútil es decir que jamás pasaba del primer piso, llamaba a la puerta de un modo particular, abríase ésta, se cerraba en seguida herméticamente, y he aquí todo.

    Para salir tomaban las mismas precauciones que para entrar.

    Primero salía la desconocida, cubierta siempre con el velo, y tomaba el coche, que desaparecía tan pronto por un lado de la calle como por el otro. A los veinte minutos bajaba el desconocido cubierto con su bufanda o tapándose con el pañuelo.

    Al día siguiente a aquel en que el conde de Montecristo hizo la visita a Danglars y tuvo lugar el entierro de Valentina, el misterioso inquilino entró hacia las diez de la mañana en lugar de las cuatro de la tarde.

    Casi inmediatamente y sin aguardar el intervalo ordinario, llegó un coche de alquiler, y la señora cubierta con el velo subió rápidamente la escalera.

    La puerta se abrió y se cerró, pero antes que estuviese del todo cerrada, la señora había exclamado:

    -¡Oh! ¡Luciano! ¡Oh!, ¡amigo mío!

    De modo que el conserje, que sin quererlo había oído aquella exclamación, supo por primera vez que su inquilino se llamaba Luciano; pero como era un portero modelo, se propuso no decirlo ni aun a su mujer.

    -Y bien, ¿qué hay, amiga querida? -respondió éste, pues la turbación y prisa de la señora le habían hecho conocer quién era-, hablad, decid.

    -¿Puedo contar con vos?

    -Desde luego, ya lo sabéis. Pero ¿qué ocurre? Vuestro billete de esta mañana me ha producido una terrible preocupación. La precipitación, el desorden de vuestra carta, vamos, tranquilizaos, o acabad de espantarme de una vez. ¿Qué hay?

    -¡Luciano, un gran acontecimiento! -dijo la señora, fijando en él una mirada investigadora-, el señor Danglars se ha fugado la pasada noche.

    -¡Danglars! ¿Y dónde ha ido?

    -Lo ignoro.

    -¡Cómo! ¿Lo ignoráis? ¿De modo que es para no volver más?

    -¡Sin duda! A las diez su carruaje le condujo a la barrera de Charentón. Allí encontró una silla de posta, subió con su ayuda de cámara, diciendo a su cochero que iba a Fontainebleau.

    -Entonces, ¿qué decís?

    -Esperad, amigo mío. Me había dejado una carta.

    -¿Una carta?

    -Sí; leed.

    Y la baronesa sacó del bolsillo una carta abierta que presentó a Debray.

    Se detuvo un momento antes de leerla, como si hubiese querido adivinar el contenido, o más bien, como si hubiera ya tomado un partido decisivo, cualquiera que fuese el contenido. Firme en su resolución sin duda, empezó a leer al cabo de algunos segundos. He aquí lo que contenía la carta que tal turbación produjera en el ánimo de la señora Danglars.

    «Señora y muy cara esposa.»

    Sin pensar en lo que hacía, Debray miró fijamente a la baronesa, y ésta se puso encendida.

    -Leed-le dijo.

    Debray prosiguió:

    «Cuando recibáis esta carta, ya no tendréis marido. ¡Oh!, no os alarméis, no tendréis marido, como no tenéis hija; es decir, que estaré en uno de los treinta o cuarenta caminos que conducen a la frontera de Francia.

    »Os debo algunas explicaciones, y como sois mujer que las comprendéis perfectamente, voy a dároslas.

    »Escuchad, pues:

    »Esta mañana tuve que rembolsar cinco millones y los he pagado; casi inmediatamente he debido pagar igual suma. La he aplazado para mañana, y me marcho hoy para evitar ese mañana, que me sería, creédmelo, muy desagradable.

    »Comprendéis perfectamente, ¿no es cierto, señora y muy querida esposa?

    »Digo que comprendéis, porque conocéis tan bien como yo el estado de mis negocios, y aun mejor que yo, puesto que si debiese decir dónde ha ido a parar una gran parte de mi fortuna, antes tan bella, no sería capaz de hacerlo, mientras que vos, por el contrario, lo sabéis perfectamente.

    »Porque las mujeres tienen un instinto infalible, y explican por un álgebra de su invención hasta lo maravilloso. Yo, que no conozco más que mis números, nada sé desde el día en que ellos me engañaron.

    »¿Habéis admirado alguna vez la prontitud de mi caída, señora? ¿No os ha llamado la atención la pronta fusión de mis barras? Yo solamente he visto el fuego, preciso será que hayáis encontrado algún oro entre las cenizas.

    »Me alejo de vos, señora y prudente esposa, con esta consoladora esperanza, sin tener el menor remordimiento de conciencia al abandonaros. Os quedan amigos, las cenizas en cuestión, y para colmo de dicha, la libertad que me apresuro a devolveros.

    »Con todo, señora, ha llegado el momento de colocar en este párrafo una palabra de explicación íntima. Mientras creí que trabajabais por el bienestar de nuestra casa y la felicidad de nuestra hija, he cerrado filosóficamente los ojos, pero como habéis hecho de la casa una vasta ruina, no quiero servir de fundamento a la fortuna de otro. Os he tomado por mujer rica, mas no por mujer honrada. Disculpadme si os hablo con esa franqueza, pero como creo no hablar más que para los dos, no veo que nada me obligue a disimular mis palabras. He aumentado nuestra fortuna, que durante quince años ha ido siempre creciendo hasta el momento en que catástrofes desconocidas a ininteligibles hasta para mí han venido a destrozarla, sin culpa de mi parte.

    »Vos, señora, habéis trabajado para aumentar la vuestra, y estoy moralmente convencido de que lo habéis conseguido. Os dejo, pues, como os tomé, rica, pero con poca honra.

    » Adiós, me marcho, y desde hoy trabajaré por mi cuenta. Creed en mi eterno agradecimiento por el ejemplo que me habéis dado y que voy a seguir.

    »Vuestro afectísimo marido,

    Barón Danglars.»

    La baronesa seguía con la vista a Debray durante aquella larga y penosa lectura, y vio que el joven, a pesar de su conocido dominio sobre sí, mudó de color dos o tres veces.

    Cuando concluyó, cerró lentamente la carta y volvió a su estado pensativo.

    -¿Y bien? -le preguntó la señora Danglars con una ansiedad fácil de comprender.

    -¡Y bien!, señora-repitió maquinalmente Debray.

    -¿Qué idea os inspira esa carta?

    Una idea muy sencilla, señora. Me inspira la idea de que el señor Danglars ha partido con sospechas.

    -Sin duda, ¿pero es eso cuanto tenéis que decirme?

    -No comprendo -dijo Debray con una frialdad glacial.

    -¡Se ha marchado!, sí, para no volver más.

    -¡Oh! -dijo Debray-, no creáis nada de eso, baronesa.

    -Os digo que no volverá, es un hombre de resoluciones invariables y que sólo mira su interés. Si me hubiese juzgado útil para alguna cosa me hubiera llevado consigo. Me deja en París porque nuestra separación puede servir para sus proyectos. Es, pues, irrevocable y está perfectamente libre para siempre -añadió la señora Danglars con el mismo acento de súplica.

    Pero en lugar de responder, Debray la dejó en aquella penosa ansiedad producida por una interrogación entre la mirada y el pensamiento.

    -¡Qué! -dijo al fin-, ¿no me respondéis, caballero?

    -Sólo tengo una cosa que preguntaros. ¿Qué pensáis hacer?

    -Eso mismo iba a preguntaros -respondió la baronesa, cuyo corazón palpitaba aceleradamente.

    -¡Ah! -dijo Debray-, ¿me pedís un consejo?

    -Sí, os lo pido -dijo la baronesa con el corazón oprimido.

    -Pues entonces -respondió el joven con frialdad-, os aconsejo que viajéis.

    -¿Que viaje? -murmuró la señora Danglars.

    -Eso es. Es cierto, como ha dicho Danglars, que sois rica y perfectamente libre, una ausencia de París os es necesaria, según creo, después del doble escándalo del frustrado matrimonio de Eugenia y la fuga de Danglars. Lo que importa es que todo el mundo sepa que os han abandonado y os crea pobre, porque difícilmente se perdonaría a la mujer del bancarrotero la opulencia y el gran tren de vida. Para lo primero basta que permanezcáis quince días en París, repitiendo a todos que os han abandonado, contando el cómo a vuestras mejores amigas, que lo repetirán en todas partes. En seguida dejaréis vuestra casa, abandonaréis alhajas, dinero, muebles, cuanto haya en ella, y todos alabarán vuestro desinterés y generosidad. Todos os creerán entonces abandonada y pobre, menos yo, que conozco vuestra posición, y que estoy pronto a presentaros mis cuentas como un socio leal.

    La baronesa, pálida y aterrada, había escuchado aquel discurso con tanto espanto y desesperación, como con calma a indiferencia lo había pronunciado Debray.

    -¡Abandonada...! ¡Oh!, sí, tenéis razón, Luciano, y bien abandonada.

    Tales fueron las únicas palabras que aquella mujer altiva y tan perdidamente enamorada pudo responder a Debray.

    -Pero rica y muy rica -prosiguió él sacando una cartera y extendiendo sobre la mesa los papeles que contenía.

    La señora Danglars le dejó hacer, sin ocuparse más que de ahogar sus suspiros y retener sus lágrimas, que a pesar suyo se asomaban a sus ojos.

    Sin embargo, al fin pudo más en ella el sentimiento de su dignidad, y si no logró sofocar su corazón, logró al menos contener sus lágrimas.

    -Señora -dijo Debray-, hará seis meses o poco más que nos asociamos. Habéis puesto un capital de treinta mil francos.

    »En el mes de abril de este año empezó precisamente nuestra asociación.

    »En mayo hicimos las primeras operaciones.

    »En el mismo mes ganamos cuatrocientos mil francos.

    »En junio el beneficio subió a novecientos mil.

    »En julio agregamos un millón setecientos mil francos. Vos lo sabéis, el mes de los bonos en España.

    » En el mes de agosto perdimos al principio del mes trescientos mil francos, pero al quince los habíamos vuelto a ganar. Ayer ajusté nuestras cuentas desde el día de nuestra asociación, y me dan un activo de dos millones cuatrocientos mil francos, es decir un millón doscientos mil francos para cada uno.

    -¿Pero qué quieren decir esos intereses, si jamás habéis hecho valer ese dinero?

    -Estáis en un error -dijo fríamente Debray-, tenía vuestros poderes y he usado de ellos. Tenemos, pues, cuarenta mil francos de intereses por vuestra parte, más cien mil francos de la primera remesa de fondos, es decir, vuestra parte asciende a un millón trescientos mil francos.

    Ahora bien, anteayer tuve la precaución de movilizar vuestro dinero. No hace mucho tiempo, como veis, y se diría que adivinaba lo que iba a suceder. Vuestro dinero está aquí: la mitad en billetes de banco, la otra mitad en bonos al portador. Cuando digo aquí es porque es verdad, pues no creyendo mi casa bastante segura, y rehuyendo la indiscreción de los notarios, lo he guardado en un cofre sellado, oculto en aquel armario.

    -Ahora -dijo Debray, abriendo el armario y sacando un cofrecito pequeño-, he aquí ochocientos billetes de banco de mil francos, un cupón de rentas de veinticinco mil francos y un bono a la vista de ciento diez mil francos, sobre mi banquero, y como éste no es el señor Danglars, podéis estar segura de que se pagará a su presentación.

    La señora Danglars tomó maquinalmente el bono, el cupón de ventas y los billetes de banco. Aquella enorme fortuna parecía bien poca cosa puesta sobre la mesa. La señora Danglars, con los ojos secos, pero con el pecho oprimido por mil suspiros, encerró en su bolso los billetes de banco, puso en su cartera el bono y el cupón de rentas, y en pie, pálida a inmóvil, esperó una palabra de amor que la consolase de ser tan rica.

    Pero la esperó en vano.

    -Ahora tenéis una existencia magnífica -dijo Debray-, sesenta mil libras de renta, suma enorme para una mujer que no podrá tener casa abierta hasta dentro de un año por lo menos. Estáis en el caso de poder contentar todos vuestros caprichos, sin contar con que si vuestra parte os parece insuficiente, podéis tomar de la mía cuanto queráis, pues estoy pronto a ofreceros, a título de préstamo, se entiende, todo lo que poseo, es decir, un millón sesenta mil francos.

    -Gracias, caballero, me dais mucho más de lo que necesita una mujer que está resuelta a no presentarse en el mundo, al menos en muchos años.

    Debray se admiró por un momento, mas volviendo en sí rápidamente, hizo un gesto que podría traducirse por...

    -Como gustéis.

    La señora Danglars había esperado hasta entonces, pero al ver la acción de Debray, la mirada oblicua que la acompañó, la reverencia profunda y el silencio significativo que se siguió, levantó la cabeza, abrió la puerta, y sin cólera, sin odio, pero con decisión, encaminóse a la escalera sin dignarse saludar por última vez al que así la dejaba marchar.

    -¡Bah! -dijo Debray-, proyectos y nada más. Permanecerá en su casa, leerá novelas y jugará al whist, ya que no puede jugar a la bolsa.

    Tomó su cartera, y señaló con cuidado las cantidades que acababa de pagar.

    -Me quedan un millón sesenta mil francos -dijo-, ¡lástima que la señorita de Villefort haya muerto! Esa mujer en todos sentidos me convenía y me hubiera casado con ella.

    Y flemáticamente, según su costumbre, esperó que transcurrieran veinte minutos después de la salida de la señora Danglars para marcharse.

    Los empleó en hacer números con el reloj sobre la mesa.

    Aquel personaje diabólico que cualquier imaginación aventurera hubiera creado si Lesage no se hubiera adelantado a ello, Asmodeo, que levanta los tejados de las casas para ver lo que pasa en el interior, gozaría siquiera de un singular espectáculo, si levantase en el momento a que nos referimos, y en el cual Debray hacía sus cuentas, el techo de la casa de la calle de San Germán de los Prados.

    Encima del cuarto en que Debray acababa de partir con la señora Danglars dos millones y medio, había otra habitación ocupada por personas que ya conocemos, las cuales han representado un papel demasiado importante en los sucesos que hemos contado, para que no las veamos de nuevo con interés.

    En aquella habitación estaban Mercedes y Alberto.

    Mercedes había cambiado mucho en pocos días, no porque en los tiempos de su mayor auge hubiese ostentado el fausto orgulloso que separa todas las condiciones y hace que no se reconozca la misma mujer cuando se presenta más sencillamente vestida, ni tampoco porque hubiese llegado a aquel estado en el que es preciso volver a vestir la librea de la miseria, no; Mercedes había cambiado, porque el brillo de sus ojos se había amortiguado, y se había desvanecido su sonrisa, porque, en fin, una perpetua cortedad de ánimo retenía en sus labios aquella palabra rápida que lanzaba otras veces una imaginación siempre pronta y activa.

    La pobreza no había marchitado la imaginación de Mercedes, tampoco la falta de valor le hacía insoportable su pobreza; habiendo bajado de la altura en que vivía, y perdida en la nueva esfera que había escogido, su vida era cual el estado de aquellas personas que salen de un salón brillantemente iluminado para pasar a una habitación completamente oscura; parecía una reina que salía de su palacio para entrar en una cabaña, y que reducida a lo estrictamente necesario, no se la reconocía ni en la vajilla ordinaria que ella misma colocaba sobre su mesa, ni en el catre que sustituyera a su magnífico lecho.

    En efecto, la bella catalana, o la noble condesa, no tenía ni su mirada altiva ni su encantadora sonrisa, porque al fijar sus ojos sobre cuanto la rodeaba, sólo veía objetos de tristeza: un cuarto tapizado con papel sobre fondo gris, que los propietarios económicos buscan con preferencia como más duradero; el suelo sin alfombra y los muebles todos llamaban la atención y obligaban a fijarse en la pobreza de un falso lujo, cosas todas que rompían la armonía tan necesaria a las personas acostumbradas a un conjunto elegante.

    La señora de Morcef vivía allí desde que había abandonado su palacio. Trastornábale la cabeza aquel silencio monótono, cual a un viajero al llegar al borde de un horrendo precipicio, y viendo que Alberto la miraba disimuladamente a cada momento para sondear el estado de su corazón, se esforzaba en sonreír con los labios, ya que le faltaba el dulce fuego de la sonrisa en los ojos, sonrisa que causa el mismo efecto que la reverberación de la luz, es decir, la claridad sin calor.

    Alberto, por su parte, estaba preocupado, hallábase impedido por un resto de lujo que no le permitía presentarse según su condición actual. Quería salir sin guantes, y hallaba sus manos demasiado blancas para caminar a pie por toda la ciudad, y sus botas eran de charol y demasiado lujosas.

    Con todo, aquellas dos criaturas, tan nobles a inteligentes, reunidas indisolublemente con los lazos del amor maternal y filial, habían llegado a comprenderse sin hablar y a ahorrarse todos los preámbulos que se deben entre amigos para establecer la verdad material de que depende la vida.

    Alberto, en fin, había podido decir a su madre sin hacerla palidecer:

    -Madre mía, no tenemos dinero.

    Jamás Mercedes había conocido la miseria, muchas veces en su juventud había hablado ella misma de pobreza, pero no es lo mismo necesidad y pobreza; son dos sinónimos, entre los cuales media todo un mundo. Entre los catalanes, Mercedes tenía necesidad de mil cosas, pero nunca le faltaban otras mil, mientras las redes cogían bastante pescado y éste se vendía. Y después, sin amigas, con sólo un amor que no tenía relación alguna con los detalles materiales de la situación, no pensaba más que en sí, y Mercedes, con lo poco que poseía, era aún generosa cuanto podía. Hoy debía pensar en dos y sin poseer nada.

    Acercábase el invierno. En aquel cuarto ya frío, Mercedes no tenía fuego, cuando un calorífero del que salían mil ramales calentaba otras veces su casa desde la antecámara al tocador; no tenía ni aun una flor, cuando su habitación estaba antes llena de ellas a peso de oro. ¡Pero tenía a su hijo!

    La exaltación de un deber quizás exagerado les había sostenido hasta entonces en las esferas superiores. La exaltación se aproxima mucho al entusiasmo y el entusiasmo nos hace insensibles a las cosas de la tierra. Era preciso al fin hablar de lo positivo después de haber apurado todo lo ideal.

    -Madre mía -decía Alberto en el momento en que la señora Danglars bajaba la escalera-, contemos un poco nuestras riquezas. Tengo necesidad de un total para trazar bien mis planes.

    -Total, nada -dijo Mercedes con dolorosa sonrisa.

    -Sí, madre mía; total, primero tres mil francos. Pretendo que con esos tres mil francos pasemos los dos una vida envidiable.

    -¡Niño! -respondió Mercedes suspirando.

    -Sí, mi buena madre; os he gastado, por desgracia, mucho dinero, y conozco ya su valor: es enorme. Con esos tres mil francos he edificado un porvenir milagroso y de eterna seguridad.

    Mercedes dijo ruborizándose:

    -¿Pensáis eso, hijo mío? ¿Pero ante todo aceptaremos esos tres mil francos?

    -Es cosa convenida, me parece -dijo Alberto con un tono firme-, los aceptaremos, tanto más, cuanto no los tenemos, pues se encuentran, como sabéis, enterrados en el jardín de la pequeña casa de la alameda de Meillán en Marsella. Con doscientos francos, iremos ambos a Marsella.

    -¡Con doscientos francos! -dijo Mercedes-. ¿Pensáis lo que decís, Alberto?

    -¡Oh!, en cuanto a eso estoy perfectamente informado por las diligencias y los vapores, y mis cálculos están ya hechos. Tomáis vuestro asiento para Chalons, treinta y cinco francos.

    Alberto tomó la pluma y escribió:

    Berlina, treinta y cinco francos 35 francos
    De Chalons a Lyon vais por el vapor, seis francos 6 »
    De Lyon a Avignon, lo mismo, dieciséis francos 16 »
    De Avignon a Marsella, ídem, siete francos . 7 »
    Gastos durante el viaje, cincuenta francos 50 »
    _______
    Total 114 »

    -Pongamos ciento veinte. Veis que soy generoso, ¿verdad, madre mía? -añadió sonriéndose.

    -¿Pero y tú, mi pobre hijo?

    -¡Yo!, no os preocupéis. Me reservo ochenta francos. Un joven, madre mía, no tiene necesidad de tantas comodidades, y además sé lo que es viajar.

    -Sí, con tu silla de posta y tu ayuda de cámara.

    -No importa, madre mía.

    -Pues bien, sea -dijo Mercedes-, ¿pero y esos doscientos francos?

    -Helos aquí, y otros doscientos más. He vendido mi reloj y mis sellos en cuatrocientos francos. Somos ricos, pues en lugar de ciento catorce francos que necesitáis para vuestro viaje, tenéis doscientos cincuenta.

    -¿Pero debemos algo en esta casa?

    -Treinta francos, que voy a pagar de mis ciento cincuenta, y puesto que sólo necesito ochenta para el camino, veis que estoy nadando en la abundancia.

    Y Alberto sacó una pequeña cartera con broches de oro, restos de su anterior opulencia, o quizá tierno recuerdo de una de aquellas mujeres misteriosas, que cubiertas con un velo llamaban a la puerta escondida. La abrió y mostró un billete de mil francos.

    -¿Qué es eso? -inquirió Mercedes.

    -Mil francos, madre mía. ¡Oh!, es muy bueno.

    -Pero ¿de dónde tienes tú mil francos?

    -Escuchad y no os conmováis.

    Alberto se levantó, besó a su madre en ambas mejillas, y se puso a mirarla fijamente.

    -No tenéis idea, madre mía, de cuán hermosa os encuentro -dijo el joven con un profundo sentimiento de amor filial-, sois la más bella, como la más noble de cuantas mujeres he conocido.

    -¡Hijo querido! -dijo Mercedes, procurando retener una lágrima que asomaba a sus ojos.

    -En verdad, sólo os faltaba ser desgraciada para cambiar mi amor en adoración.

    -No soy desgraciada, puesto que tengo a mi hijo -dijo Mercedes-, y no lo seré mientras siga teniéndolo.

    -¡Ah!, precisamente, ved donde empieza la prueba, ¡madre mía!, sabéis que es cosa convenida.

    -¿Hemos convenido algo? -preguntó Mercedes.

    -Sí; en que viviréis en Marsella, y yo iré a África, donde en lugar del nombre que he dejado, me crearé uno, honrando, el que he escogido.

    Mercedes exhaló un suspiro.

    -Pues bien, querida madre, desde ayer que estoy enganchado en los spahis -añadió el joven bajando los ojos con cierta vergüenza, porque ignoraba cuán sublime era rebajándose-, o más bien he creído que mi cuerpo era mío y que podía venderlo. Desde ayer reemplazo a uno. Me he vendido, como dicen, más caro de lo que yo creía valer -añadió procurando sonreírse-, es decir, por dos mil francos.

    -¿Así esos mil francos...? -dijo temblando Mercedes.

    -Constituyen la mitad de la suma; la otra la entregarán dentro de un año.

    Mercedes levantó los ojos al cielo con una expresión que nadie sería capaz de pintar, y las dos lágrimas que hacía rato estaban detenidas en sus párpados, corrieron por sus mejillas.

    -¡El precio de tu sangre! -murmuró.

    -Sí, si me matan -dijo sonriéndose Morcef-; pero os aseguro, mi buena madre, que por el contrario, tengo intención de defender encarnizadamente mi existencia. Jamás he tenido tantas ganas de vivir como ahora.

    -¡Dios mío! ¡Dios mío! -dijo Mercedes.

    -Además, ¿por qué creéis que he de morir? ¿La Moricière, ese Rey del Mediodía, ha muerto? Changarnier, Bèdau, Morrel, a quienes conocemos, ¿no viven? Pensad, madre mía, ¡cuál será vuestra alegría cuando me veáis volver con mi uniforme bordado! Os confieso que creo estar muy bien, y he escogido ese regimiento por coquetería.

    Mercedes suspiró. procurando sonreírse. Aquella santa madre comprendió que no debía permitir que su hijo sufriese solo todo el peso del sacrificio.

    -Pues bien -replicó Alberto-, ¡me comprendéis, madre mía!, tenéis ya cuatro mil francos; con ellos viviréis bien dos años.

    -¿Lo crees? -dijo Mercedes.

    A la condesa se le escaparon estas dos palabras con un dolor tan verdadero que no se le ocultó a Alberto: oprimiósele el corazón, y tomando la mano de su madre la apretó entre las suyas.

    -Sí, viviréis --dijo.

    -Viviré, sí, pero tú no partirás, ¿verdad, hijo mío?

    -Madre mía, partiré -dijo Alberto con voz tranquila y firme-, me amáis demasiado para dejar que permanezca ocioso a inútil, y además he firmado.

    -Obrarás según tu voluntad, hijo mío, pero yo obraré según la de Dios.

    -No según mi voluntad, madre mía, sino según la razón y la necesidad. Somos dos criaturas sin nada, ¿es verdad? ¿Qué es la vida para vos hoy?, nada. ¿Qué es para mí?, poca cosa sin vos, madre mía. Creedme, bien poca cosa, porque sin vos hubiera cesado desde el día en que dudé de mi padre y rechacé su nombre. En fin, viviré si me prometéis esperar aún, si me confiáis el cuidado de vuestra dicha futura, duplicáis mis fuerzas. Luego iré a ver al gobernador de Argelia, cuyo corazón es leal y enteramente de soldado; le contaré mi lúgubre historia y le rogaré vuelva de vez en cuando la vista hacia mí, y si me cumple su palabra, y si observa mis acciones, antes de seis meses seré oficial o habré muerto. Si soy oficial, tendréis vuestra suerte asegurada, madre mía, porque tendré dinero para vos y para mí, y además un nuevo nombre que ambos llevaremos con orgullo porque será el vuestro. ¡Si muero...!, bien, entonces morid si queréis, y vuestras desgracias tendrán un término en su exceso mismo.

    -Bien -respondió Mercedes con noble y elocuente mirada-, tienes razón, hijo mío, probemos a ciertas personas que nos observan y esperan nuestros actos para juzgarnos. Probémosles que somos dignos de compasión.

    -Pero nada de ideas tristes, querida madre -dijo el joven-, os juro que somos dichosos en lo que cabe. Sois una persona de talento y resignación. Yo he simplificado mis gustos y no tengo necesidades; una vez en el servicio, ya soy rico. Cuando hayáis llegado a casa del señor Dantés, estáréis tranquila. ¡Probemos! ¡Os lo ruego, madre mía! ¡Probemos!

    -Sí, hijo mío, porque tú debes vivir para ser aún dichoso -respondió Mercedes.

    -Así, he aquí nuestras particiones hechas -dijo el joven afectando gran serenidad-. Podemos partir hoy mismo. Retengo, como he dicho, vuestro asiento.

    -Pero ¿y el tuyo, hijo mío?

    -Debo permanecer dos o tres días aquí, madre mía. Esto será un principio de separación, y debemos acostumbrarnos a ella. Preciso de algunas recomendaciones y adquirir ciertas noticias sobre África. Nos veremos en Marsella.

    -Pues bien, sea -dijo Mercedes poniéndose un chal, único que había traído y que por casualidad era un cachemira negro de gran precio-, partamos.

    Alberto recogió sus papeles, llamó para pagar los treinta francos que debía al amo de la casa, y ofreciendo el brazo a su madre bajó la escalera.

    Alguien bajaba delante de ellos, y esa persona, al oír el crujido de un vestido de seda, volvió la cabeza.

    -¡Debray! -murmuró Alberto.

    -Vos, Alberto -respondió el secretario del ministro deteniéndose en el escalón en que estaba.

    Pudo más en él la curiosidad que el deseo de guardar el incógnito, a más de que ya le habían conocido.

    Parecía curioso, en efecto, encontrar en aquella casa ignorada al joven cuya aventura había hecho tanto ruido en París.

    -Morcef -repitió Debray.

    Y viendo en la oscuridad el talle, joven aún, y el velo negro de la señora de Morcef:

    -¡Oh!, disculpadme-añadió-, os dejo, Alberto.

    Este conoció la idea.

    -¡Madre mía! -dijo volviéndose a Mercedes-, es el señor Debray, secretario del ministro del Interior y mi ex amigo.

    -¡Cómo! -balbució Debray-, ¿qué queréis decir con eso?

    -Digo esto porque hoy ya no tengo amigos y no debo tenerlos; os doy gracias por haber tenido la bondad de reconocerme, caballero.

    Debray subió dos escalones y fue a dar afectuosamente la mano a su interlocutor.

    -Creedme, mi querido Alberto -dijo con toda la emoción de que era capaz-, creedme, he sentido mucho vuestras desgracias, y en todo y por todo estoy a vuestra disposición.

    -Gracias -dijo Alberto sonriéndose-, pero en medio de todas nuestras desgracias somos aún bastante ricos para no tener necesidad de incomodar a nadie. Salimos de París, tenemos nuestro viaje pagado, y aún nos quedan cinco mil francos.

    Debray, que llevaba un millón en el bolsillo, se sonrojó, y por poco práctico que fuese no pudo menos de reflexionar que la misma casa contenía hacía poco dos mujeres: una, justamente deshonrada, se iba pobre con un millón y quinientos mil francos bajo su capa, y la otra, injustamente perseguida, pero sublime en su desgracia, salía rica con poco dinero.

    Tales comparaciones echaron por tierra sus combinaciones políticas. La filosofía del ejemplo le aterró, balbució algunas palabras de urbanidad general y bajó rápidamente.

    Aquel día, los empleados del ministerio, sus subordinados, tuvieron que sufrir su malhumor.

    Por la tarde compró una hermosa casa en el boulevard de la Magdalena, que le producía de renta cincuenta mil libras.

    Al día siguiente y a la hora en que Debray firmaba el contrato, es decir, sobre las cinco de la tarde, la señora Morcef, después de haber abrazado tiernamente a su hijo y recibido los abrazos de éste, montaba en una berlina de la diligencia.

    En las mensajerías Laffitte, un hombre estaba oculto tras una ventana del entresuelo que hay encima del despacho. Vio subir a Mercedes, salir la diligencia y alejarse a Alberto.

    Pasó la mano por su frente y murmuró:

    -¡Cómo haré para devolver a dos inocentes la dicha de que les he privado! Dios me ayudará.
     
  15. mai^a

    mai^a My Garden

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    Re: ... de poetas, cuentos y leyendas

    No lo conocía, que sorpresa te llevas al leer
    a determinados poetas y autores que ingnoramos
    .

    Acá se lee la historia, el sentimiento y el pensamiento
    y una forma de vida, en una época lejana!.
    ... es maravilloso encontrarse con estos poemas y escritos.:razz: