Poemas, cuentos y leyendas

Discussion in 'Temas de interés (no de plantas)' started by mai^a, Feb 27, 2008.

  1. clause

    clause Claudia

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    Re: ... de poetas, cuentos y leyendas

    Maia:beso: :beso:
     
  2. clause

    clause Claudia

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    Re: ... de poetas, cuentos y leyendas





    Lo que yo quiero

    I
    Quiero ser las dos niñas de tus ojos,
    las metálicas cuerdas de tu voz,
    el rubor de tu sien cuando meditas
    y el origen tenaz de tu rubor.
    Quiero ser esas manos invisibles
    que manejan por si la creación,
    y formar con tus sueños y los míos
    otro mundo mejor para los dos.
    Eres tu, providencia de mi vida,
    mi sostén, mi refugio, mi caudal;
    cual si fueras mi madre, yo te amo...
    ¡y todavía más!.

    II
    Tengo celos del sol porque te besa
    con sus labios de luz y de calor...
    ¡del jazmín tropical y del jilguero
    que decoran y alegran tu balcón!
    Mando yo que ni el aire te sonría:
    ni los astros, ni el ave, ni la flor,
    ni la fe, ni el amor, ni la esperanza,
    ni ninguno, ni nada más que yo.
    Eres tu, soberana de mis noches,
    mi constante, perpetuo cavilar:
    ambiciono tu amor como la gloria...
    ¡y todavía más!.

    III
    Yo no quiero que alguno te consuele
    si me mata la fuerza de tu amor...
    ¡si me matan los besos insaciables,
    fervorosos, ardientes que te doy!
    Quiero yo que te invadan las tinieblas,
    cuando ya para mí no salga el sol.
    Quiero yo que defiendas mis despojos
    del más breve ritual profanador.
    Quiero yo que me llames y conjures
    sobre labios y frente, y corazón.
    Quiero yo que sucumbas o enloquezcas...
    ¡loca sí; muerta si, te quiero yo!
    Mi querida, mi bien, mi soberana,
    mi refugio, mi sueño, mi caudal,
    mi laurel, mi ambición, mi santa madre...
    ¡y todavía más!

    Pedro Bonifacio Palacios -Almafuerte



     
  3. clause

    clause Claudia

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    Re: ... de poetas, cuentos y leyendas



    La yapa

    Como una sola estrella no es el cielo,
    ni una gota que salta, el Ocëano,
    ni una falange rígida, la mano,
    ni una brizna de paja, el santo suelo:

    tu gimnasia de jaula no es el vuelo,
    el sublime tramonto soberano,
    ni nunca podrá ser anhelo humano
    tu miserable personal anhelo.

    ¿Qué saben de lo eterno las esferas?
    ¿de las borrascas de la mar, las gotas?
    ¿de puñetazos, las falanges rotas?
    ¿de harina y pan, las pajas de las eras?...

    ¡Detén tus pasos Lógica, no quieras
    que se hagan pesimistas los idiostas!


    Pedro Bonifacio Palacios -Almafuerte


     
  4. clause

    clause Claudia

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    Re: ... de poetas, cuentos y leyendas



    CUENTOS DE AMOR, DE LOCURA Y DE MUERTE Horacio Quiroga

    El SOLITARIO
    Kassim era un hombre enfermizo, joyero de profesión, bien que no tuviera
    tienda establecida. Trabajaba para las grandes casas, siendo su especialidad el
    montaje de las piedras preciosas. Pocas manos como las suyas para los engarces
    delicados. Con más arranque y habilidad comercial hubiera sido rico. Pero a los
    treinta y cinco años proseguía en su pieza, aderezada en taller bajo la ventana.
    Kassim, de cuerpo mezquino, rostro exangüe sombreado por rala barba
    negra, tenía una mujer hermosa y fuertemente apasionada. La joven, de origen
    callejero, había aspirado con su hermosura a un más alto enlace. Esperó hasta los
    veinte años, provocando a los hombres y a sus vecinas con su cuerpo. Temerosa
    al fin, aceptó nerviosamente a Kassim.
    No más sueños de lujo, sin embargo. Su marido, hábil –artista aún– carecía
    completamente de carácter para hacer una fortuna. Por lo cual, mientras el joyero
    trabajaba doblado sobre sus pinzas, ella, de codos, sostenía sobre su marido una
    lenta y pesada mirada, para arrancarse luego bruscamente y seguir con la vista
    tras los vidrios al transeúnte de posición que podía haber sido su marido.
    Cuanto ganaba Kassim, no obstante, era para ella. Los domingos trabajaba
    también a fin de poderle ofrecer un suplemento. Cuando María deseaba una joya
    –¡y con cuánta pasión deseaba ella!– trabajaba él de noche. Después había tos y
    puntadas al costado; pero María tenía sus chispas de brillante.
    Poco a poco el trato diario con las gemas llegó a hacer amar a la esposa las
    tareas del artífice, siguiendo con artífice ardor las íntimas delicadezas del engarce.
    Pero cuando la joya estaba concluida –debía partir, no era para era para ella– caía
    más hondamente en la decepción de su matrimonio. Se probaba la alhaja,
    deteniéndose ante el espejo. Al fin la dejaba por ahí, y se iba a su cuarto.
    Kassim se levantaba al oír sus sollozos, y la hallaba en cama, sin querer
    escucharlo.
    –Hago, sin embargo, cuanto puedo por ti, –decía él al fin, tristemente.
    Los sollozos subían con esto, y el joyero se reinstalaba lentamente en su
    banco.
    Estas cosas se repitieron, tanto que Kassim no se levantaba ya a consolarla.
    ¡Consolarla! ¿De qué? Lo cual no obstaba para que Kassim prolongara más sus
    veladas a fin de un mayor suplemento.
    Era un hombre indeciso, irresoluto y callado. Las miradas de su mujer se
    detenían ahora con más pesada fijeza sobre aquella muda tranquilidad.
    –¡Y eres un hombre, tú! –murmuraba.
    Kassim, sobre sus engarces, no cesaba de mover los dedos.
    –No eres feliz conmigo, María –expresaba al rato.
    –¡Feliz! ¡Y tienes el valor de decirlo! ¿Quién puede ser feliz contigo?... ¡Ni la
    última de las mujeres!... ¡Pobre diablo! –concluía con risa nerviosa, yéndose.
    Kassim trabajaba esa noche hasta las tres de la mañana, y su mujer tenía
    luego nuevas chispas que ella consideraba un instante con los labios apretados.
    –Sí... No es una diadema sorprendente... ¿Cuándo la hiciste?
    –Desde el martes –mirábala él con descolorida ternura–; mientras dormías,
    de noche...
    –¡Oh, podías haberte acostado!... ¡Inmensos, los brillantes!
    Porque su pasión eran las voluminosas piedras que Kassim montaba. Seguía
    el trabajo con loca hambre que concluyera de una vez, y apenas aderezaba la
    alhaja, corría con ella al espejo. Luego, un ataque de sollozos:
    –¡Todos, cualquier marido, el último, haría un sacrificio para halagar a su
    mujer! Y tú..., y tú... ¡Ni un miserable vestido que ponerme tengo!
    Cuando se traspasa cierto límite de respeto al varón, la mujer puede llegar a
    decir a su marido cosas increíbles.
    La mujer de Kassim franqueó ese límite con una pasión igual por lo menos a
    la que sentía por los brillantes. Una tarde, al guardar sus joyas, Kassim notó la
    falta de un prendedor –cinco mil pesos en dos solitarios–. Buscó en sus cajones
    de nuevo.
    –¿No has visto el prendedor, María? Lo dejé aquí.
    –Sí, lo he visto.
    –¿Dónde está? –se volvió él extrañado.
    –¡Aquí!
    Su mujer, los ojos encendidos y la boca burlona, se erguía con el prendedor
    puesto.
    –Te queda muy bien –dijo Kassim al rato–. Guardémoslo.
    María se rió.
    –¡Oh, no! Es mío.
    –¿Broma?...
    –¡Sí, es broma! ¡Es broma, sí! ¡Cómo tú duele pensar que podría ser mío...!
    Mañana te lo doy. Hoy voy al teatro con él.
    Kassim se demudó.
    –Haces mal... Podrían verte. Perderían toda confianza en mí.
    –¡Oh! –Cerró ella con rabioso fastidio, golpeando violentamente la puerta.
    Vuelta del teatro, colocó la joya sobre el velador. Kassim se levantó de la
    cama y fue a guardarla en su taller bajo llave. Cuando volvió, su mujer estaba
    sentada en el lecho.
    –¡Es decir, que temes que te la robe! ¡Que soy una ladrona!
    –No mires así... Has sido imprudente, nada más.
    –¡Ah! ¡Y a ti te lo confían! ¡A ti, a ti! ¡Y cuando tu mujer te pide un poco de
    halago, y quiere...! ¡Me llamas ladrona a mí, infame!
    Se durmió al fin. Pero Kassim no durmió.
    Entregaron luego a Kassim para montar, un solitario, el brillante más
    admirable que hubiera pasado por sus manos.
    –Mira, María, qué piedra. No he visto otra igual. Su mujer no dijo nada; pero
    Kassim la sintió respirar hondamente sobre el solitario.
    –Un agua admirable... –prosiguió él–. Costará nueve o diez mil pesos.
    –Un anillo... –murmuró María al fin.
    –No, es de hombre... Un alfiler.
    A compás del montaje del solitario, Kassim recibió sobre su espalda
    trabajadora cuanto ardía de rencor y cocotaje frustrado en su mujer. Diez veces
    por día interrumpía a su marido para ir con el brillante ante el espejo. Después se
    lo probaba con diferentes vestidos.

    –Si quieres hacerlo después –se atrevió
    –Si quieres hacerlo después –se atrevió Kassim un día–. Es un trabajo
    urgente.
    Esperó respuesta en vano; su mujer abría el balcón.
    –¡María, te pueden ver!
    –¡Toma! ¡Ahí está tu piedra!
    El solitario, violentamente arrancado del cuello, rodó por el piso.
    Kassim, lívido, lo recogió examinándolo y alzó luego desde el suelo la mirada
    a su mujer.
    –Y bueno: ¿Por qué me miras así? ¿Se hizo algo tu piedra?
    –No –repuso Kassim. Y reanudó enseguida su tarea, aunque las manos le
    temblaban hasta dar lástima.
    Tuvo que levantarse al fin a ver a su mujer en el dormitorio, en plena crisis de
    nervios. Su cabellera se había soltado, y los ojos le salían de las órbitas.
    –¡Dame el brillante! –clamó–. ¡Dámelo! ¡Nos escaparemos! ¡Para mí!
    ¡Dámelo!
    –María... –tartamudeó Kassim, tratando de desasirse.
    –¡Ah! –rugió su mujer enloquecida–. ¡Tú eres el ladrón, miserable! ¡Me has
    robado mi vida, ladrón, ladrón! ¡Y creías que no me iba a desquitar... cornudo!
    ¡Ajá! Mírame No se te ha ocurrido nunca, ¿eh? ¡Ah! –y se llevó las dos manos a la
    garganta ahogada. Pero cuando Kassim se iba, saltó de la cama y cayó de pecho,
    alcanzando a cogerlo de un botín.
    –¡No importa! ¡El brillante, dámelo! ¡No quiero más que eso! ¡Es mío, Kassim
    miserable!
    Kassim la ayudó a levantarse, lívido.
    –Estás enferma, María. Después hablaremos...
    Acuéstate.
    –¡Mi brillante!
    –Bueno, veremos si es posible... Acuéstate.
    –¡Dámelo!
    La crisis de nervios retornó.
    Kassim volvió a trabajar en su solitario. Como sus manos tenían una
    seguridad matemática, faltaban pocas faltaban pocas horas ya para concluirlo.
    María se levantó a comer, y Kassim tuvo la solicitud de siempre con ella. Al
    final de la cena su mujer lo miró de frente.
    –Es mentira, Kassim –le dijo.
    –¡Oh! –repuso Kassim sonriendo–. No es nada.
    –¡Te juro que es mentira! –insistió ella.
    Kassim sonrió de nuevo, tocándole con torpe caricia la mano, y se levantó a
    proseguir su tarea. Su mujer, con las mejillas entre las manos, lo siguió con la
    vista.
    –Y no me dice más que eso... –murmuró. Y con una honda náusea por
    aquello pegajoso, fofo e inerte que era su marido, se fue a su cuarto.
    No durmió bien. Despertó, tarde ya, y vio luz en el taller; su marido
    continuaba trabajando. Una hora después Kassim oyó un alarido.
    –¡Dámelo!
    –Sí, es para ti; falta poco, María –repuso presuroso, levantándose. Pero su
    mujer, tras ese grito de pesadilla, dormía de nuevo.
    A las dos de la madrugada Kassim pudo dar por terminada su tarea: el
    brillante resplandecía firme y varonil en su engarce. Con paso silencioso fue al
    dormitorio y encendió la veladora. María dormía de espaldas, en la blancura
    helada de su pecho y su camisón.
    Fue al taller y volvió de nuevo. Contempló un rato el seno casi descubierto, y
    con una descolorida sonrisa apartó un poco más el camisón desprendido.
    Su mujer no lo sintió.
    No había mucha luz. El rostro de Kassim adquirió de pronto una dureza de
    piedra, y suspendiendo un instante la joya a flor del seno desnudo, hundió, firme y
    perpendicular como un clavo, el alfiler entero en el corazón de su mujer.
    Hubo una brusca abertura de ojos, seguida de una lenta caída de párpados.
    Los dedos se arquearon, y nada más.
    La joya, sacudida por la convulsión del ganglio herido, tembló un instante
    desequilibrada. Kassim esperó un momento; y cuando el solitario quedó por fin
    perfectamente inmóvil, se retiró cerrando tras de sí la puerta sin hacer ruido.







     
  5. skiz0o

    skiz0o

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    Re: ... de poetas, cuentos y leyendas

    Otoño en el tiempo,
    mientras vuelan las hojas amarillas,
    comprendo la desidia
    con la que me mirabas.
    Qué raro es pensar ahora
    en la soledad o el frío,
    en el calor o en el olvido,
    si al final,
    ambos intuímos correctamente
    que nuestra pasión nos haría tropezar.
     
  6. Magni

    Magni

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    Re: ... de poetas, cuentos y leyendas

    Ay! Clause... Yo adorando a Lord Byron como poeta romántico cuando aquí teníamos a esta maravilla de poeta... ¡Gracias por hacérmelo conocer! :beso:
    Sólo sé una poesía de Almafuerte porque me la recitaba mi mamá cuando yo era más chiqui, la de "No te sientas esclavo aún siendo esclavo..." creo que iba así...
    Pensar que la Biblioteca de mi pueblo lleva el nombre de este gran autor y yo sin conocer nada más de su excelente obra poética :icon_redface:
    ¿Ves que de verdad aprendo más acá que en la escuela? :11risotada: En el verano no me vas a poder retar por seguirlas a Ustedes a todos lados, ya falta poquito... Y es una amenaza ¿eh?

    :beso: :beso: :beso: :beso:
     
  7. clause

    clause Claudia

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  8. Magni

    Magni

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    Re: ... de poetas, cuentos y leyendas

    La leí ahora que me avisaste, Clause :beso: Qué vida interesante tuvo y cuántas penurias, pobre :(

    ¿No te parece que en la puerta de la Biblioteca de mi pueblo debería estar escrito todo eso mismo para que todos lo supiéramos? Y adentro tampoco está, no creas que no entré. Si hasta soy amiga personal de la Bibliotecaria que se llama Fanny (averiguá si no me crees :meparto: )

    Digo que en la puerta de la Biblioteca, en una chapa o algo así, debería inscribirse para que todos nos sintiéramos orgullosos del nombre que lleva :5-okey:

    Por lo menos voy a fotocopiar la Biografía y la pegaré con cinta scotch, después veremos quién secunda mi iniciativa :happy:

    ¡Gracias otra vez! :beso:
    Siempre tengo tanto que agradecerte... :beso: Y no seas modesta ¿eh? :beso:
     
  9. clause

    clause Claudia

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    Re: ... de poetas, cuentos y leyendas

    Si, Magni, hacelo ,a lo mejor se dan por aludidos y lo graban en una plaquita!!!:beso:
     
  10. Magni

    Magni

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    Re: ... de poetas, cuentos y leyendas

    Si lo hacen le saco una foto y te la muestro. Será gracias a nosotras!!! :beso:
     
  11. Magni

    Magni

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    Re: ... de poetas, cuentos y leyendas

    Uy!!! Ahora ví tu cantidad de mensajes :sorprendido:
    No soy muy de mirar números, prefiero las letras... :11risotada:

    ¡FELICES DIECISIETE MIL!

    :52aleluya: :52aleluya: :52aleluya: :52aleluya: :52aleluya: :52aleluya: :52aleluya: :52aleluya: :52aleluya: :52aleluya: :52aleluya: :52aleluya: :52aleluya: :52aleluya: :52aleluya: :52aleluya:
     
  12. clause

    clause Claudia

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    Re: ... de poetas, cuentos y leyendas

    Gracias!!!Tenés razón Magni...yo tambien creo que las letras son mucho mejor que los números!!;)
     
  13. Magni

    Magni

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    Re: ... de poetas, cuentos y leyendas

    :52aleluya: :52aleluya: :52aleluya: :52aleluya: :52aleluya: :52aleluya: :52aleluya:

    Hay chicas en Cafetería
    que en números no se fijan,
    pero escriben buenas prosas
    y mucho mejor: Poesía.

    :11risotada: :meparto: :11risotada: :meparto: :11risotada: :meparto: :11risotada: :meparto:
     
  14. clause

    clause Claudia

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    Re: ... de poetas, cuentos y leyendas


    Cuentos de amor, locura y de muerte-Horacio Quiroga
    LA INSOLACIÓN
    El cachorro Old salió por la puerta y atravesó el patio con paso recto y
    perezoso. Se detuvo en la linde del pasto, estiró al monte, entrecerrando los ojos, la nariz vibrátil, y se sentó tranquilo. Veía la monótona llanura del Chaco, con sus alternativas de campo y monte, monte y campo, sin más color que el crema del pasto y el negro del monte. Este cerraba el horizonte, a doscientos metros, por tres lados de la chacra. Hacia el oeste, el campo se ensanchaba y extendía en abra, pero que la ineludible línea sombría enmarcaba a lo lejos.
    A esa hora temprana, el confín, ofuscante de luz a mediodía, adquiría
    reposada nitidez. No había una nube ni un soplo de viento. Bajo la calma del cielo plateado, el campo emanaba tónica frescura que traía al alma pensativa, ante la certeza de otro día de seca, melancolías de mejor compensado trabajo.
    Milk, el padre del cachorro, cruzó a su vez el patio y se sentó al lado de
    aquél, con perezoso quejido de bienestar. Ambos permanecían inmóviles, pues
    aun no había moscas.
    Old, que miraba hacía rato la vera del monte, observó:
    –La mañana es fresca.
    Milk siguió la mirada del cachorro y quedó con la vista fija, parpadeando
    distraído. Después de un rato dijo:
    –En aquel árbol hay dos halcones.
    Volvieron la vista indiferente a un buey que pasaba, y continuaron mirando
    por costumbre las cosas.
    Entretanto, el oriente comenzaba a empurpurarse en abanico, y el horizonte
    había perdido ya su matinal precisión. Milk cruzó las patas delanteras y al hacerlo
    sintió leve dolor. Miró sus dedos sin moverse, decidiéndose por fin a olfatearlos. El
    día anterior se había sacado un pique, y en recuerdo de lo que había sufrido lamió
    extensamente el dedo enfermo.
    –No podía caminar –exclamó, en conclusión.
    –Old no comprendió a qué se refería, Milk agregó:
    –Hay muchos piques.

    Esta vez el cachorro comprendió. Y repuso por su cuenta, después de largo
    rato:
    –Hay muchos piques.
    Uno y otro callaron de nuevo, convencidos.
    El sol salió; y en el primer baño de su luz, las pavas del monte lanzaron al
    aire puro el tumultuoso trompeteo de su charanga. Los perros, dorados al sol
    oblicuo, entornaron los ojos, dulcificando su molicie en beato pestañeo. Poco a
    poco la pareja aumentó con la llegada de los otros compañeros: Dick, el taciturno
    preferido; Prince, cuyo labio superior partido por un coatí, dejaba ver los dientes; e
    Isondú, de nombre indígena. Los cinco fox–terriers, tendidos y beatos de
    bienestar, durmieron.
    Al cabo de una hora irguieron la cabeza; por el lado opuesto del bizarro
    rancho de dos pisos –el inferior de barro y el alto de madera, con corredores y
    baranda de chalet–, habían sentido los pasos de su dueño que bajaba la escalera.
    Míster Jones, la toalla al hombro, se detuvo un momento en la esquina del rancho
    y miró e1 sol, alto ya. Tenía aún la mirada muerta y el labio pendiente tras su
    solitaria velada de whisky, más prolongada que las habituales.
    Mientras se lavaba, los perros se acercaron y le olfatearon las botas,
    meneando con pereza el rabo. Como las fieras amaestradas, los perros conocen
    el menor indicio de borrachera en su amo. Alejáronse con lentitud a echarse de
    nuevo al sol. Pero el calor creciente les hizo presto abandonar aquél, por la
    sombra de los corredores.
    El día avanzaba igual a los precedentes de todo ese mes; seco, límpido, con
    catorce horas de sol calcinante que parecía mantener el cielo en fusión, y que en
    un instante resquebrajaba la tierra mojada en costras blanquecinas. Míster Jones fue a la chacra, miró el trabajo del día anterior y retornó al rancho. En toda esa mañana no hizo nada. Almorzó y subió a dormir la siesta.
    Los peones volvieron a las dos a la carpición, no obstante la hora de fuego,
    pues los yuyos no dejaban el algodonal. Tras ellos fueron los perros, muy amigos del cultivo desde el invierno pasado, cuando aprendieron a disputar a los halcones los gusanos blancos que levantaba el arado. Cada perro se echó bajo un algodonero, acompañando con su jadeo los golpes sordos de la azada.
    Entretanto el calor crecía. En el paisaje silencioso y encegueciente de sol, el
    aire vibraba a todos lados, dañando la vista. La tierra removida exhalaba vaho de horno, que los peones soportaban sobre la cabeza, envuelta hasta las orejas en el flotante pañuelo, con el mutismo de sus trabajos de chacra. Los perros cambiaban a cada rato de planta, en procura de más fresca sombra. Tendíanse a lo largo, pero la fatiga los obligaba a sentarse sobre las patas traseras para respirar mejor.
    Reverberaba ahora delante de ellos un pequeño páramo de greda que ni
    siquiera se había intentado arar. Allí, el cachorro vio de pronto a míster Jones
    sentado sobre un tronco, que lo miraba fijamente. Old se puso en pie meneando el rabo. Los otros levantáronse también, pero erizados.
    –Es el patrón –dijo el cachorro, sorprendido de la actitud de aquéllos.
    –No, no es él –replicó Dick.
    Los cuatro perros estaban apiñados gruñendo sordamente, sin apartar los
    ojos de míster Jones, que continuaba inmóvil, mirándolos. El cachorro, incrédulo,
    fue a avanzar, pero Prince le mostró los dientes:
    –No es él, es la Muerte.
    El cachorro se erizó de miedo y retrocedió al grupo.
    –¿Es el patrón muerto? –preguntó ansiosamente.
    Los otros, sin responderle, rompieron a ladrar con furia, siempre en actitud en
    actitud temerosa. Pero míster Jones se desvanecía ya en el aire ondulante.
    –Al oír ladridos, los peones habían levantado la vista, sin distinguir nada.
    Giraron la cabeza para ver si había entrado algún caballo en la chacra, y se
    doblaron de nuevo.
    Los fox–terriers volvieron al paso al rancho. El cachorro, erizado aún, se
    adelantaba y retrocedía con cortos trotes nerviosos, y supo de la experiencia de
    sus compañeros que cuando una cosa va a morir, aparece antes.
    –¿Y cómo saben que ese que vimos no era el patrón vivo? –preguntó.
    –Porque no era él –le respondieron displicentes.
    ¡Luego la Muerte, y con ella el cambio de dueño, las miserias, las patadas,
    estaba sobre ellos! Pasaron el resto de la tarde al lado de su patrón, sombríos y alerta. Al menor ruido gruñían, sin saber hacia dónde.
    Por fin el sol se hundió tras el negro palmar del arroyo, y en la calma de la
    noche plateada, los perros se estacionaron alrededor del rancho, en cuyo piso alto míster Jones recomenzaba su velada de whisky. A medianoche oyeron sus pasos, luego la caída de las botas en el piso de tablas, y la luz se apagó. Los perros, entonces, sintieron más el próximo cambio de dueño, y solos, al pie de la casa dormida, comenzaron a llorar. Lloraban en coro, volcando sus sollozos convulsivos y secos, como masticados, en un aullido de desolación, que la voz cazadora de Prince sostenía, mientras los otros tomaban el sollozo de nuevo. El cachorro sólo podía ladrar. La noche avanzaba, y los cuatro perros de edad, agrupados a la luz de la luna, el hocico extendido e hinchado de lamentos –bien alimentados y acariciados por el dueño que iban a perder–, continuaban llorando a lo alto su
    doméstica miseria.
    A la mañana siguiente míster Jones fue él mismo a buscar las mulas y las
    unció a la carpidora, trabajando hasta las nueve. No estaba satisfecho, sin
    embargo. Fuera de que la tierra no había sido nunca bien rastreada, las cuchillas
    no tenían filo, y con el paso rápido de las mulas, la carpidora saltaba. Volvió con
    ésta y afiló sus rejas; pero un tornillo en que ya al comprar la máquina había
    notado una falla, se rompió al armarla. Mandó un peón al obraje próximo,
    recomendándole cuidara del caballo, un buen animal pero asoleado. Alzó la
    cabeza al sol fundente de mediodía, e insistió en que galopara ni un momento.
    Almorzó enseguida y subió. Los perros, que en la mañana no habían dejado un
    segundo a su patrón, se quedaron en los corredores.
    La siesta pesaba, agobiada de luz y silencio. Todo el contorno estaba
    brumoso por las quemazones. Alrededor del rancho la tierra blanquizca del patio
    deslumbraba por el sol a plomo, parecía deformarse en trémulo hervor, que
    adormecía los ojos parpadeantes de los fox–terriers.
    –No ha aparecido más –dijo Milk.

    Old, al oír aparecido, levantó vivamente las orejas. Incitado por la evocación,
    el cachorro se puso en pie y ladró, buscando a qué. Al rato calló, entregándose con sus compañeros a su defensiva cacería de moscas.
    –No vino más –agregó Isondú.
    –Había una lagartija bajo el raigón –recordó por primera vez Prince.
    Una gallina, el pico abierto y las alas apartadas del cuerpo, cruzó el patio
    incandescente con su pesado trote de calor. Prince la siguió perezosamente con la
    vista, y saltó de golpe.
    –¡Viene otra vez! –gritó.
    Por el norte del patio avanzaba solo el caballo en que había ido el peón. Los
    perros se arquearon sobre las patas, ladrando con furia a la Muerte que se
    acercaba. El caballo caminaba con la cabeza baja, aparentemente indeciso sobre el rumbo que debía seguir. Al pasar frente al rancho dio unos cuantos pasos en dirección al pozo, y se desvaneció progresivamente en la cruda luz.
    Míster Jones bajó: no tenía sueño. Disponíase a proseguir el montaje de la
    carpidora, cuando vio llegar inesperadamente al peón a caballo. A pesar de su
    orden, tenía que haber galopado para volver a esa hora. Apenas libre y concluida su misión, el pobre caballo, en cuyos ijares era imposible contar los latidos, tembló agachando la cabeza, y cayó de costado. Míster Jones mandó a la chacra, todavía de sombrero y rebenque, al peón para no echarlo si continuaba oyendo sus jesuíticas disculpas.
    Pero los perros estaban contentos. La Muerte, que buscaba a su patrón, se
    había conformado con el caballo. Sentíanse alegres, libres de preocupación, y en consecuencia disponíanse a ir a la chacra tras el peón, cuando oyeron a míster Jones que le gritaba, pidiéndole el tornillo. No había tornillo: el almacén estaba cerrado, el encargado dormía, etc. Míster Jones, sin replicar, descolgó su casco y salió él mismo en busca del utensilio.
    Resistía el sol como un peón, y el paseo era maravilloso contra su mal
    humor. Los perros salieron con él, pero se detuvieron a la sombra del primer
    algarrobo; hacía demasiado calor. Desde allí, firmes en las patas, el ceño
    contraído y atento, veían alejarse a su patrón. Al fin el temor a la soledad pudo más, y con agobiado trote siguieron tras él.
    Míster Jones obtuvo su tornillo y volvió. Para acortar distancia, desde luego,
    evitando la polvorienta curva del camino, marchó en línea recta a su chacra. Llegó al riacho y se internó en el pajonal, el diluviano pajonal del Saladito, que ha crecido, secado y retoñado desde que hay paja en el mundo, sin conocer fuego.
    Las matas, arqueadas en bóveda a la altura del pecho, se entrelazan en bloques macizos. La tarea de cruzarlo, seria ya con día fresco, era muy dura a esa hora.
    Míster Jones lo atravesó, sin embargo, braceando entre la paja restallante y
    polvorienta por el barro que dejaban las crecientes, ahogado de fatiga y acres
    vahos de nitratos.
    Salió por fin y se detuvo en la linde; pero era imposible permanecer quieto
    bajo ese sol y ese cansancio. Marchó de nuevo. Al calor quemante que crecía sin cesar desde tres días atrás, agregábase ahora el sofocamiento del tiempo
    descompuesto. El cielo estaba blanco y no se sentía un soplo de viento. El aire faltaba, con angustia cardíaca que no permitía concluir la respiración.
    Míster Jones adquirió el convencimiento de que había traspasado su límite
    de resistencia. Desde hacía rato le golpeaba en los oídos el latido de las carótidas.
    Sentíase en el aire, como si de dentro de la cabeza le empujaran el cráneo hacia
    arriba. Se marcaba mirando el pasto. Apresuró la marcha para acabar con eso de
    una vez... Y de pronto volvió en sí y se halló en distinto paraje: había caminado
    media cuadra sin darse cuenta de nada. Miró atrás, y la cabeza se le fue en nuevo
    vértigo.
    Entretanto, los perros seguían tras él, trotando con toda la lengua de fuera. A
    veces, asfixiados, deteníanse en la sombra de un espartillo; se sentaban
    precipitando su jadeo, para volver enseguida al tormento del sol. Al fin, como la
    casa estaba ya próxima, apuraron el trote.
    Fue en ese momento cuando Old, que iba adelante, vio tras el alambrado de
    la chacra a míster Jones, vestido de blanco, que caminaba hacia ellos. El
    cachorro, con súbito recuerdo, volvió la cabeza a su patrón y confrontó.
    –¡La Muerte, la Muerte! –aulló.
    CUENTOS DE AMOR, DE LOCURA Y DE MUERTE Horacio Quiroga
    49
    Los otros lo habían visto también, y ladraban erizados. Vieron que míster
    Jones atravesaba el alambrado y, por un instante creyeron que se iba a equivocar;
    pero al llegar a cien metros se detuvo, miró el grupo con sus ojos celestes, y
    marchó adelante.
    – ¡Qué no camine ligero el patrón! –exclamó Prince.
    –¡Va a tropezar con él! –aullaron todos.
    En efecto, el otro, tras breve hesitación, había avanzado, pero no
    directamente sobre ellos como antes, sino en línea oblicua y en apariencia
    errónea, pero que debía llevarlo justo al encuentro de míster Jones. Los perros
    comprendieron que esta vez todo concluía, porque su patrón continuaba
    caminando a igual paso, como un autómata, sin darse cuenta de nada. El otro
    llegaba ya. Los perros hundieron el rabo y corrieron de costado, aullando. Pasó un
    segundo, y el encuentro se produjo. Míster Jones se detuvo, giró sobre sí mismo y
    se desplomó.
    Los peones, que lo vieron caer, lo llevaron aprisa al rancho, pero fue inútil
    toda el agua; murió sin volver en sí. Míster Moore, su hermano materno, fue allá
    desde Buenos Aires, estuvo una hora en la chacra y en cuatro días liquidó todo,
    volviéndose enseguida al sur. Los indios se repartieron los perros, que vivieron en
    adelante flacos y sarnosos, e iban todas las noches con hambriento sigilo a robar
    espigas de maíz en las chacras ajenas.
    CUENTOS



     
  15. clause

    clause Claudia

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    Buenos Aires. Argentina
    Re: ... de poetas, cuentos y leyendas


    Cuentos de amor, locura y de muerte-Horacio Quiroga
    LA INSOLACIÓN
    El cachorro Old salió por la puerta y atravesó el patio con paso recto y
    perezoso. Se detuvo en la linde del pasto, estiró al monte, entrecerrando los ojos, la nariz vibrátil, y se sentó tranquilo. Veía la monótona llanura del Chaco, con sus alternativas de campo y monte, monte y campo, sin más color que el crema del pasto y el negro del monte. Este cerraba el horizonte, a doscientos metros, por tres lados de la chacra. Hacia el oeste, el campo se ensanchaba y extendía en abra, pero que la ineludible línea sombría enmarcaba a lo lejos.
    A esa hora temprana, el confín, ofuscante de luz a mediodía, adquiría
    reposada nitidez. No había una nube ni un soplo de viento. Bajo la calma del cielo plateado, el campo emanaba tónica frescura que traía al alma pensativa, ante la certeza de otro día de seca, melancolías de mejor compensado trabajo.
    Milk, el padre del cachorro, cruzó a su vez el patio y se sentó al lado de
    aquél, con perezoso quejido de bienestar. Ambos permanecían inmóviles, pues
    aun no había moscas.
    Old, que miraba hacía rato la vera del monte, observó:
    –La mañana es fresca.
    Milk siguió la mirada del cachorro y quedó con la vista fija, parpadeando
    distraído. Después de un rato dijo:
    –En aquel árbol hay dos halcones.
    Volvieron la vista indiferente a un buey que pasaba, y continuaron mirando
    por costumbre las cosas.
    Entretanto, el oriente comenzaba a empurpurarse en abanico, y el horizonte
    había perdido ya su matinal precisión. Milk cruzó las patas delanteras y al hacerlo
    sintió leve dolor. Miró sus dedos sin moverse, decidiéndose por fin a olfatearlos. El
    día anterior se había sacado un pique, y en recuerdo de lo que había sufrido lamió
    extensamente el dedo enfermo.
    –No podía caminar –exclamó, en conclusión.
    –Old no comprendió a qué se refería, Milk agregó:
    –Hay muchos piques.

    Esta vez el cachorro comprendió. Y repuso por su cuenta, después de largo
    rato:
    –Hay muchos piques.
    Uno y otro callaron de nuevo, convencidos.
    El sol salió; y en el primer baño de su luz, las pavas del monte lanzaron al
    aire puro el tumultuoso trompeteo de su charanga. Los perros, dorados al sol
    oblicuo, entornaron los ojos, dulcificando su molicie en beato pestañeo. Poco a
    poco la pareja aumentó con la llegada de los otros compañeros: Dick, el taciturno
    preferido; Prince, cuyo labio superior partido por un coatí, dejaba ver los dientes; e
    Isondú, de nombre indígena. Los cinco fox–terriers, tendidos y beatos de
    bienestar, durmieron.
    Al cabo de una hora irguieron la cabeza; por el lado opuesto del bizarro
    rancho de dos pisos –el inferior de barro y el alto de madera, con corredores y
    baranda de chalet–, habían sentido los pasos de su dueño que bajaba la escalera.
    Míster Jones, la toalla al hombro, se detuvo un momento en la esquina del rancho
    y miró e1 sol, alto ya. Tenía aún la mirada muerta y el labio pendiente tras su
    solitaria velada de whisky, más prolongada que las habituales.
    Mientras se lavaba, los perros se acercaron y le olfatearon las botas,
    meneando con pereza el rabo. Como las fieras amaestradas, los perros conocen
    el menor indicio de borrachera en su amo. Alejáronse con lentitud a echarse de
    nuevo al sol. Pero el calor creciente les hizo presto abandonar aquél, por la
    sombra de los corredores.
    El día avanzaba igual a los precedentes de todo ese mes; seco, límpido, con
    catorce horas de sol calcinante que parecía mantener el cielo en fusión, y que en
    un instante resquebrajaba la tierra mojada en costras blanquecinas. Míster Jones fue a la chacra, miró el trabajo del día anterior y retornó al rancho. En toda esa mañana no hizo nada. Almorzó y subió a dormir la siesta.
    Los peones volvieron a las dos a la carpición, no obstante la hora de fuego,
    pues los yuyos no dejaban el algodonal. Tras ellos fueron los perros, muy amigos del cultivo desde el invierno pasado, cuando aprendieron a disputar a los halcones los gusanos blancos que levantaba el arado. Cada perro se echó bajo un algodonero, acompañando con su jadeo los golpes sordos de la azada.
    Entretanto el calor crecía. En el paisaje silencioso y encegueciente de sol, el
    aire vibraba a todos lados, dañando la vista. La tierra removida exhalaba vaho de horno, que los peones soportaban sobre la cabeza, envuelta hasta las orejas en el flotante pañuelo, con el mutismo de sus trabajos de chacra. Los perros cambiaban a cada rato de planta, en procura de más fresca sombra. Tendíanse a lo largo, pero la fatiga los obligaba a sentarse sobre las patas traseras para respirar mejor.
    Reverberaba ahora delante de ellos un pequeño páramo de greda que ni
    siquiera se había intentado arar. Allí, el cachorro vio de pronto a míster Jones
    sentado sobre un tronco, que lo miraba fijamente. Old se puso en pie meneando el rabo. Los otros levantáronse también, pero erizados.
    –Es el patrón –dijo el cachorro, sorprendido de la actitud de aquéllos.
    –No, no es él –replicó Dick.
    Los cuatro perros estaban apiñados gruñendo sordamente, sin apartar los
    ojos de míster Jones, que continuaba inmóvil, mirándolos. El cachorro, incrédulo,
    fue a avanzar, pero Prince le mostró los dientes:
    –No es él, es la Muerte.
    El cachorro se erizó de miedo y retrocedió al grupo.
    –¿Es el patrón muerto? –preguntó ansiosamente.
    Los otros, sin responderle, rompieron a ladrar con furia, siempre en actitud en
    actitud temerosa. Pero míster Jones se desvanecía ya en el aire ondulante.
    –Al oír ladridos, los peones habían levantado la vista, sin distinguir nada.
    Giraron la cabeza para ver si había entrado algún caballo en la chacra, y se
    doblaron de nuevo.
    Los fox–terriers volvieron al paso al rancho. El cachorro, erizado aún, se
    adelantaba y retrocedía con cortos trotes nerviosos, y supo de la experiencia de
    sus compañeros que cuando una cosa va a morir, aparece antes.
    –¿Y cómo saben que ese que vimos no era el patrón vivo? –preguntó.
    –Porque no era él –le respondieron displicentes.
    ¡Luego la Muerte, y con ella el cambio de dueño, las miserias, las patadas,
    estaba sobre ellos! Pasaron el resto de la tarde al lado de su patrón, sombríos y alerta. Al menor ruido gruñían, sin saber hacia dónde.
    Por fin el sol se hundió tras el negro palmar del arroyo, y en la calma de la
    noche plateada, los perros se estacionaron alrededor del rancho, en cuyo piso alto míster Jones recomenzaba su velada de whisky. A medianoche oyeron sus pasos, luego la caída de las botas en el piso de tablas, y la luz se apagó. Los perros, entonces, sintieron más el próximo cambio de dueño, y solos, al pie de la casa dormida, comenzaron a llorar. Lloraban en coro, volcando sus sollozos convulsivos y secos, como masticados, en un aullido de desolación, que la voz cazadora de Prince sostenía, mientras los otros tomaban el sollozo de nuevo. El cachorro sólo podía ladrar. La noche avanzaba, y los cuatro perros de edad, agrupados a la luz de la luna, el hocico extendido e hinchado de lamentos –bien alimentados y acariciados por el dueño que iban a perder–, continuaban llorando a lo alto su
    doméstica miseria.
    A la mañana siguiente míster Jones fue él mismo a buscar las mulas y las
    unció a la carpidora, trabajando hasta las nueve. No estaba satisfecho, sin
    embargo. Fuera de que la tierra no había sido nunca bien rastreada, las cuchillas
    no tenían filo, y con el paso rápido de las mulas, la carpidora saltaba. Volvió con
    ésta y afiló sus rejas; pero un tornillo en que ya al comprar la máquina había
    notado una falla, se rompió al armarla. Mandó un peón al obraje próximo,
    recomendándole cuidara del caballo, un buen animal pero asoleado. Alzó la
    cabeza al sol fundente de mediodía, e insistió en que galopara ni un momento.
    Almorzó enseguida y subió. Los perros, que en la mañana no habían dejado un
    segundo a su patrón, se quedaron en los corredores.
    La siesta pesaba, agobiada de luz y silencio. Todo el contorno estaba
    brumoso por las quemazones. Alrededor del rancho la tierra blanquizca del patio
    deslumbraba por el sol a plomo, parecía deformarse en trémulo hervor, que
    adormecía los ojos parpadeantes de los fox–terriers.
    –No ha aparecido más –dijo Milk.

    Old, al oír aparecido, levantó vivamente las orejas. Incitado por la evocación,
    el cachorro se puso en pie y ladró, buscando a qué. Al rato calló, entregándose con sus compañeros a su defensiva cacería de moscas.
    –No vino más –agregó Isondú.
    –Había una lagartija bajo el raigón –recordó por primera vez Prince.
    Una gallina, el pico abierto y las alas apartadas del cuerpo, cruzó el patio
    incandescente con su pesado trote de calor. Prince la siguió perezosamente con la
    vista, y saltó de golpe.
    –¡Viene otra vez! –gritó.
    Por el norte del patio avanzaba solo el caballo en que había ido el peón. Los
    perros se arquearon sobre las patas, ladrando con furia a la Muerte que se
    acercaba. El caballo caminaba con la cabeza baja, aparentemente indeciso sobre el rumbo que debía seguir. Al pasar frente al rancho dio unos cuantos pasos en dirección al pozo, y se desvaneció progresivamente en la cruda luz.
    Míster Jones bajó: no tenía sueño. Disponíase a proseguir el montaje de la
    carpidora, cuando vio llegar inesperadamente al peón a caballo. A pesar de su
    orden, tenía que haber galopado para volver a esa hora. Apenas libre y concluida su misión, el pobre caballo, en cuyos ijares era imposible contar los latidos, tembló agachando la cabeza, y cayó de costado. Míster Jones mandó a la chacra, todavía de sombrero y rebenque, al peón para no echarlo si continuaba oyendo sus jesuíticas disculpas.
    Pero los perros estaban contentos. La Muerte, que buscaba a su patrón, se
    había conformado con el caballo. Sentíanse alegres, libres de preocupación, y en consecuencia disponíanse a ir a la chacra tras el peón, cuando oyeron a míster Jones que le gritaba, pidiéndole el tornillo. No había tornillo: el almacén estaba cerrado, el encargado dormía, etc. Míster Jones, sin replicar, descolgó su casco y salió él mismo en busca del utensilio.
    Resistía el sol como un peón, y el paseo era maravilloso contra su mal
    humor. Los perros salieron con él, pero se detuvieron a la sombra del primer
    algarrobo; hacía demasiado calor. Desde allí, firmes en las patas, el ceño
    contraído y atento, veían alejarse a su patrón. Al fin el temor a la soledad pudo más, y con agobiado trote siguieron tras él.
    Míster Jones obtuvo su tornillo y volvió. Para acortar distancia, desde luego,
    evitando la polvorienta curva del camino, marchó en línea recta a su chacra. Llegó al riacho y se internó en el pajonal, el diluviano pajonal del Saladito, que ha crecido, secado y retoñado desde que hay paja en el mundo, sin conocer fuego.
    Las matas, arqueadas en bóveda a la altura del pecho, se entrelazan en bloques macizos. La tarea de cruzarlo, seria ya con día fresco, era muy dura a esa hora.
    Míster Jones lo atravesó, sin embargo, braceando entre la paja restallante y
    polvorienta por el barro que dejaban las crecientes, ahogado de fatiga y acres
    vahos de nitratos.
    Salió por fin y se detuvo en la linde; pero era imposible permanecer quieto
    bajo ese sol y ese cansancio. Marchó de nuevo. Al calor quemante que crecía sin cesar desde tres días atrás, agregábase ahora el sofocamiento del tiempo
    descompuesto. El cielo estaba blanco y no se sentía un soplo de viento. El aire faltaba, con angustia cardíaca que no permitía concluir la respiración.
    Míster Jones adquirió el convencimiento de que había traspasado su límite
    de resistencia. Desde hacía rato le golpeaba en los oídos el latido de las carótidas.
    Sentíase en el aire, como si de dentro de la cabeza le empujaran el cráneo hacia arriba. Se marcaba mirando el pasto. Apresuró la marcha para acabar con eso de una vez... Y de pronto volvió en sí y se halló en distinto paraje: había caminado media cuadra sin darse cuenta de nada. Miró atrás, y la cabeza se le fue en nuevo vértigo.
    Entretanto, los perros seguían tras él, trotando con toda la lengua de fuera. A
    veces, asfixiados, deteníanse en la sombra de un espartillo; se sentaban
    precipitando su jadeo, para volver enseguida al tormento del sol. Al fin, como la casa estaba ya próxima, apuraron el trote.
    Fue en ese momento cuando Old, que iba adelante, vio tras el alambrado de
    la chacra a míster Jones, vestido de blanco, que caminaba hacia ellos. El
    cachorro, con súbito recuerdo, volvió la cabeza a su patrón y confrontó.
    –¡La Muerte, la Muerte! –aulló.
    Los otros lo habían visto también, y ladraban erizados. Vieron que míster
    Jones atravesaba el alambrado y, por un instante creyeron que se iba a equivocar; pero al llegar a cien metros se detuvo, miró el grupo con sus ojos celestes, y marchó adelante.
    – ¡Qué no camine ligero el patrón! –exclamó Prince.
    –¡Va a tropezar con él! –aullaron todos.
    En efecto, el otro, tras breve hesitación, había avanzado, pero no
    directamente sobre ellos como antes, sino en línea oblicua y en apariencia
    errónea, pero que debía llevarlo justo al encuentro de míster Jones. Los perros
    comprendieron que esta vez todo concluía, porque su patrón continuaba
    caminando a igual paso, como un autómata, sin darse cuenta de nada. El otro
    llegaba ya. Los perros hundieron el rabo y corrieron de costado, aullando. Pasó un
    segundo, y el encuentro se produjo. Míster Jones se detuvo, giró sobre sí mismo y
    se desplomó.
    Los peones, que lo vieron caer, lo llevaron aprisa al rancho, pero fue inútil
    toda el agua; murió sin volver en sí. Míster Moore, su hermano materno, fue alla desde Buenos Aires, estuvo una hora en la chacra y en cuatro días liquidó todo, volviéndose enseguida al sur. Los indios se repartieron los perros, que vivieron en adelante flacos y sarnosos, e iban todas las noches con hambriento sigilo a robar espigas de maíz en las chacras ajenas.