Re: ... de poetas, cuentos y leyendas Juvenilia-Miguel Cané 10 RECUERDO una revolución que pretendimos hacer contra D. José M. Torres, vicerrector entonces y de quien más adelante hablaré, porque le debo mucho. La encabezábamos un joven Adolfo Calle, de Mendoza, y yo. Al salir de la mesa lanzamos gritos sediciosos contra la mala comida y la tiranía de Torres (las escapadas hablan concluido) y otros motivos de queja análogos. Torres me hizo ordenar que me le presentara, y como el tribuno francés, a quien plagiaba inconscientemente, contesté que sólo la fuerza de las bayonetas. Un celador y dos robustos gallegos de la cocina se presentaron a prenderme, pero hubieron de retirarse con pérdida, porque mis compañeros, excitados, me cubrieron con sus cuerpos, haciendo descender sobre aquellos infelices una espesa nube de trompadas. El celador que, como Jerjes, había presenciado el combate de lo alto de un banco, corrió a comunicar a Torres, plagiando él a su vez a Lafayette en su respuesta al conde de Artois, que aquello no era ni un motín vulgar, ni una sedición, sino pura y simplemente una revolución. El señor Torres, no por falta de energía por cierto, sino por espíritu de jerarquía, fue inmediatamente a buscar a M. Jacques, rector entonces del colegio y que vivía en una casa amarilla en la esquina de Venezuela y Balcarce. Pero nosotros creíamos que había ido a traer la policía y empezamos los preparativos de defensa. Recuerdo haber pronunciado un discurso sobre la ignominia de ser gobernados, nosotros republicanos, por un español monárquico, con citas de la Independencia, San Martín, Belgrano, y creo que hasta la invasión inglesa. Otros oradores me sucedieron en la tribuna, que era la plataforma de un trapecio, y la resistencia se resolvió.. En esto oímos una detonación en el claustro, seguida de varias otras, matizadas de imprecaciones. Algunos conjurados habían esparcido en los comedores esas pequeñas bombas Orsini que estallan al ser pisadas. Era M. Jacques que entraba irritado como Neptuno contra las olas. Desgraciadamente, no creyó que convenía primero calmar el mar, sino que puso el quos ego... en acción. Al aparecer en la puerta del gimnasio, un estremecimiento corrió en las filas de los que acabábamos de jurar ser libres o morir. No de otra manera dejaron los persas penetrar el espanto en sus corazones cuando vieron a Pallas Athenea flotar sobre el ejército griego, armada de la espada dórica, en el llano de Maratón. Vino rápido hacia mí... Luego me tomó del brazo y me condujo consigo. No intenté resistir, y echando a mis compañeros una mirada que significaba claramente: "¡Ya lo veis! ¡Los dioses nos son contrarios!", seguí con la cabeza baja a mi vencedor. Llegados a la sala del vicerrector, recibí nuevas pruebas de la pujanza de su brazo, y un cuarto de hora después me encontraba ignominiosamente expulsado con todos mis petates, es decir, con un pequeño baúl, del lado exterior de la puerta del colegio. Eran las ocho y media de la noche. Medité. Mi familia y todos mis parientes en el campo, sin un peso en el bolsillo. ¿qué hacer? Me parecía aquélla una aventura enorme y encontraba que David Copperfield era un pigmeo a mi lado; me crea perdido para siempre en el concepto social. Vagué una hora, sin el baúl, se entiende, que había dejado en depósito en la sacristía de San Ignacio, y por fin fui a caer sobre un banco de la plaza Victoria. Un hombre pasó, me conoció, me interrogo y tomándome cariñosamente de la mano me llevó a su casa, donde dormí en el cuarto de sus hijos, que eran mis amigos. Era D. Marcos Paz, presidente entonces de la República y uno de los hombres más puros y bondadosos que han nacido en suelo argentino. Varios enemigos de Jacques quisieron explotar mi expulsión violenta, y vieron a mi madre para intentar una acción criminal contra él. Mi madre, sin más objetivo que mi porvenir, resistió con enerergía, vio a Jacques, que ya había devuelto desgarrada una solicitud del colegio entero por nuestra readmisión (Calle había seguido mi suerte), y después de muchas instancias consiguió la promesa de admitirme externo si en mis exámenes salía regular. La suerte y mi esfuerzo me favorecieron, y habiendo obtenido ese año, que era el primero, el premio de honor, volví a ingresar en los claustros del internado.
Re: ... de poetas, cuentos y leyendas Mai^a, gracias por indicarme este link. Me ha gustado mucho, y en cuanto tenga un rato, compartiré leyendas con vosotros. Un abrazo
Re: ... de poetas, cuentos y leyendas Hola Elena!...me alegra que estés por acá, y será muy lindo leer los que nos traigas!
Re: ... de poetas, cuentos y leyendas Jevenilia-Miguel Cané 11 NADA mortificaba más a Jacques que ver un alumno dormido durante las explicaciones; el desdichado tenía siempre un despertar violento. Los cuchicheos, la novela debajo del banco, leída a hurtadillas, lo ponían fuera de sí. Entraba en la clase con su paso reposado, y durante media hora, con un enorme pedazo de tiza en la mano, que solía limpiar negligentemente en la solapa de la levita, explicaba la materia con su voz grave y sonora. A medida que se animaba, sacaba un cigarrillo de papel, lo armaba y lo colocaba sobre la mesa. Pero mientras buscaba fósforos se olvidaba del cigarro; sacaba otro y así sucesivamente, hasta que, agotaba su provisión, se dirigía a uno de nosotros y nos pedía uno, que nos apresurábamos a darle, encendido el rostro, pero sin hacerle la menor indicación hacia los que estaban enfilados sobre la mesa. Luego nos dictaba nuestros cuadernos, pero con una rapidez tal de palabra que, siendo casi imposible seguirlo, hablamos adoptado, con mi vecino de primer banco y amigo, Julián Aguirre, hijo de Jujuy y actualmente magistrado distinguido, un sistema de signos abreviativos. Así las voces largas, como circunferencia, perpendicular, etc., eran reemplazadas por el signo del infinito 8 , las letras griegas ?, μ, etc. Un día, habiéndose interrumpido para reñir a alguno, me tocó la mala suerte de que eligiera mi cuaderno para reanudar el hilo de la exposición. Aquel galimatías de signos lo puso furioso, y me tiró con mi propio manuscrito.
Re: ... de poetas, cuentos y leyendas Juvenilia-Miguel Cané 12 OTRA VEZ CORRALES... No puedo resistir al deseo de presentar a mi condiscípulo Corrales. Es uno de esos tipos eternos del internado, que todo aquel que haya pasado algunos años dentro de los muros de un colegio reconocerá a primera vista. Es el cabrión travieso, el mal estudiante, el reo presunto de todas las contravenciones, faltas y delitos. De un espíritu lleno de iniciativa, inventando a cada instante una treta nueva para burlarse del maestro o procurarse alguna satisfacción, gritando como veinte en el recreo, dejando grabado su nombre en todas las mesas gracioso, chispeante en la conversación, llena de la sal gruesa del colegio, es al mismo tiempo incapaz de aprender, de asimilar una noción científica cualquiera. Corrales inventaba trampas, aparatos para robar uvas, lazos corredizos admirables para tomar delicadamente del cuello, desde una altura de diez metros, las botellas simétricamente colocadas sobre una mesa en el patio del cura de San Ignacio, sobre el que daban las ventanas de algunos dormitorios, botellas que su dueño destinaba a festejar la fiesta del patrono; Corrales sabía abrirse la puerta del encierro sin fractura visible, pero Corrales jamás pudo comprender ni creer que el valor de los ángulos se midiera por el espacio comprendido entre los lados y no por la longitud de éstos. La matemáticas, como toda noción racional por lo demás, eran para él abismos sin fondo en los que su cráneo de chorlo se mareaba. Era feísimo, picado de viruelas, con un pelo lacio, duro N, abundante, obedeciendo sin trabas el impulso de veinte remolinos. Sus libros, jamás abiertos, eran los más sucios y deshechos del colegio. Algunas veces, cuando la cosa apuraba, venía a que le explicáramos un teorema, con claridad, sin prisa y dándole el derecho de preguntar, sin límites. Era inútil; no tenía la noción del ángulo recto. En clase pasaba el tiempo en tallar su banco, que se iba convirtiendo en un escaño digno del Berruguete; en fumar a escondidas, a favor de su facultad envidiable de retener el humo en el pecho durante cinco minutos; en hacer flechas, cuerdas de goma de botín que, fijadas en el índice y el pulgar, lanzaban al techo una bola de papel mascado que se adhería a él, sosteniendo por un hilo un retrato de perfil del profesor; en fabricar gallos perfectos, navíos primitivos y en mil otros pasatiempos igualmente conexos con el curso. No había casi día, en la clase de Jacques, que Corrales escapara a las vigorosas arremetidas del sabio. Pero Corrales, familiarizado ya con ese procedimiento, había resuelto emplear en su defensa una de sus artes más estudiadas: Corrales canchaba maravillosamente. Un pie adelante, con el cuerpo encorvado, durante los recreos, ni los grandes conseguían tocarle el rostro; tenía la agilidad, la vista del compadrito y sus mismos dichos especiales. Así, cierto día que Jacques nos explicaba que los tres ángulos de un triángulo equivalen a dos rectos, Corrales, oyendo como el ruido del viento la explicación, desde los últimos bancos de la clase, estaba profundamente preocupado en construir, en unión con su vecino el cojo Videla, que le ayudaba eficazmente, un garfio para robar uvas de noche. De pronto Jacques se detiene y con su voz tonante exclama: "Corrales, tú eres un imbécil y tu compadre Videla otro: ¿cuánto valen los dos juntos?" -" ¡Pos rectos!" -contestó Corrales, que tenía en el oído esas dos palabras tan repetidas durante la explicación y sin darse cuenta, en su sorpresa, de la pregunta de Jacques. Este se le fue encima y nos fue dado presenciar uno de los combates más reñidos del año. Corrales se echó para atrás, enroscó el cuerpo, hundió la cabeza entre los hombros y mirando a su adversario con sus ojos chiquitos, llenos de malicia, espero el ataque con las manos en postura. Jacques debutó por un revés, que fue hábilmente parado; una finta en tercia, seguida de un amago al pelo, no obtuvo mayor éxito. Entonces Jacques, despreciando los golpes artísticos, comenzó lisa y llanamente a hacer llover sobre Corrales una granizada de trompadas, bifes, reveses, de filo, de plano, de punta, todo en confuso e inexplicable torbellino. El calor de la lucha enardeció a Corrales; se multiplicaba, se retorcía y cada buena parada decía con acento jadeante: "¡Diande!" "¡Cuándo mi vida!", y otros gritos de guerra análogos. Jacques, más irritado aún, hizo avanzar la artillería, y una nube de puntapiés cayó sobre las extremidades del intrépido agredido. Corrales, que no sabía canchar con las piernas, se puso de rodillas sobre el banco; esta simple evolución hizo efímeros los estragos del cañón y el combate al arma blanca continuó. Pero Corrales era un simple montonero, un Páez, un Güemes, un Artigas; no había leído a César, ni al gran Federico, ni las memorias de Vauban, ni los apuntes de Napoleón, ni los libros de Jomini. Su arte era instintivo y Jacques tenía la ciencia y el genio de la estrategia. De idéntica manera los persas valerosos no supieron defender sus empalizadas contra los atenienses de Platea. El banco de la batalla había sido abandonado por los vecinos de Corrales; Jacques vio la ventaja de una mirada y amagando una carga violenta, mientras Corrales en el movimiento defensivo perdía un tanto el equilibrio, su adversario, de un golpe enérgico, dio en tierra con el banco y con Corrales. Antes de que éste pudiera levantarse, Jacques le asió del cuello de la camisa, no saltando el botón correspondiente por la costumbre inveterada en Corrales de no usarlo nunca. No brilló en manos del vencedor la daga de misericordia, pero sí sonó, uno solo, soberbio bofetón. Así concluyó aquel memorable combate, que habíamos presenciado silenciosos y absortos, a la manera de los indios de Manco Capac las batallas de Almagro y Pizarro, como luchas de seres superiores al hombre...
Re: ... de poetas, cuentos y leyendas Este romance me lo tuve que aprender de memoria de pequeña en el cole--a penas con 5 años-- y siempre se me quedó grabado. Romance de las tres cautivas (anónimo) A la verde, verde, a la verde oliva. donde cautivaron a las tres cautivas. El pícaro moro que las cautivó a la reina mora se las entregó. - Toma, reina mora, estas tres cautivas, para que te valgan, para que te sirvan. - ¿Cómo se llamaban?, ¿Cómo les decían? - La mayor Constanza, la menor Lucía, y la más pequeña, era Rosalía. Constanza amasaba, Lucía cernía, y la más pequeña agua les traía. Un día en la fuente, en la fuente fría, con un pobre viejo, se halló la más niña. - ¿Dónde vas, buen viejo, camina, camina? - Así voy buscando a mis tres hijitas. - ¿Cómo se llamaban? ¿Cómo les decían? - La mayor Constanza, la menor Lucía, y la más pequeña, era Rosalía. - Usted es mi padre. - ¡Tú eres mi hija! - Yo voy a contarlo a mis hermanitas. - ¿No sabes, Constanza, no sabes, Lucía, que he encontrado a padre en la fuente fría? Constanza lloraba, Lucía gemía y la más pequeña así les decía: - No llores Constanza, no llores Lucía que viniendo el moro nos libertaría. La pícara mora, que las escuchó, abrió una mazmorra y allí las metió. Cuando vino el moro de allí las sacó y a su pobre padre se las entregó.
Re: ... de poetas, cuentos y leyendas Gracias Elena, contenta de leerte acá! Que bellos los romances Elena!, Gracias por traernos tus recuerdos de infancia
Re: ... de poetas, cuentos y leyendas De los Apeninos a los Andes Y poseída de gran exaltación repentina, gritó juntando las manos: -¡Mi Marcos! ¡Mi pobre niño! ¡Mi vida!... -pero girando los ojos anegados en llanto, vio que su ama no estaba ya a su lado: habían venido a llamarla furtivamente. Buscó al señor, también había desaparecido. No quedaban más que las dos enfermeras y el practicante. En la habitación inmediata se oía el rumor de pasos presurosos, murmullo de voces precipitadas y bajas, y de exclamaciones contenidas. La enferma fijó su vista en la puerta en ademán de esperar. Al cabo de pocos minutos volvió a presentarse el médico, con semblante extraño; luego su señora y el amo, también con la fisonomía visiblemente alterada. Los tres se quedaron mirando con singular expresión, y cambiaron entre sí algunas palabras en voz baja. Le pareció oír que el médico decía a la señora: -Es mejor en seguida. La enferma no comprendía. -Josefa -le dijo el ama con voz temblorosa-. Tengo que darte una noticia buena. Prepara tu corazón a recibir una buena noticia. La mujer se quedó mirándola con fijeza. -Una noticia -continuó la señora cada vez más agitada- que te dará mucha alegría. La enferma abrió los ojos desmesuradamente. -Prepárate -prosiguió su ama- a ver a una persona... a quien quieres mucho. La mujer levantó la cabeza con ímpetu vigoroso, y empezó a mirar a la señora y a la puerta con ojos que despedían fulgores. -Una persona -añadió su ama, palideciendo- que acaba de llegar... inesperadamente. -¿Quién es? -gritó, con voz sofocada y angustiosa, como llena de espanto. Un instante después lanzó un agudísimo grito, de un salto se sentó sobre la cama, y permaneció inmóvil, con los ojos desencajados y con las manos apretadas contra las sienes, como si se tratase de una aparición sobrehumana. Marcos, lacerado y cubierto de polvo, estaba de pie en el umbral, detenido por el doctor, que lo sujetaba por un brazo. La mujer prorrumpió por tres veces: -¡Dios! ¡Dios! ¡Dios mío! Marcos se lanzó hacia su madre, que extendía sus brazos descarnados, apretándole contra su seno como un tigre, rompiendo a reír violentamente y mezclándose a su risa profundos sollozos sin lágrimas, que la hicieron caer rendida y sofocada sobre las almohadas. Pronto se rehízo, sin embargo, gritando como una loca, llena de alegría, y besando a su hijo: -¿Cómo estás aquí? ¿Por qué? ¿Eres tú? ¡Cómo has crecido! ¿Quién te ha traído? ¿Estás solo? ¿No estás enfermo? ¡Eres tú, Marcos! ¡No es esto un sueño! ¡Dios mío! ¡Háblame! Luego, cambiando de tono repentinamente: -¡No! ¡Calla! ¡Espera! -y volviéndose hacia el médico-: Pronto, en seguida doctor. Quiero curarme. Estoy dispuesta. No pierda un momento. Llévense a Marcos para que no sufra. ¡Marcos mío, no es nada! Ya me contarás todo. ¡Dame otro beso! ¡Vete! Heme aquí, doctor. Sacaron a Marcos de la habitación. Los amos y criados salieron en seguida, quedando sólo con la enferma el cirujano y el ayudante, que cerraron la puerta. El señor Mequínez intentó llevarse a Marcos a una habitación lejana: fue imposible; parecía que lo habían clavado en el pavimento. -¿Qué es? -preguntó-. ¿Qué tiene mi madre? ¿Que le están haciendo? Entonces Mequínez, bajito e intentando siempre llevárselo de allí: -Mira; oye; ahora te diré; tu madre está enferma; es preciso hacerle una sencilla operación; te lo explicaré todo; ven conmigo. -No -respondió el muchacho-, quiero estar aquí. Explíquemelo aquí. El ingeniero amontonaba palabras y más palabras, y tiraba de él para sacarlo de la habitación; el muchacho comenzaba a espantarse, temblando de terror. Un grito agudísimo, como el de un herido de muerte, resonó de repente por toda la casa. El niño respondió con otro grito horrible y desesperado: -¡Mi madre ha muerto! El médico se presentó en la puerta y dijo: -Tu madre se ha salvado. El muchacho lo miró un momento, arrojándose luego a sus pies, sollozando: -Gracias, doctor. Pero el médico lo hizo levantar, diciéndole: -¡Levántate! ... ¡Eres tú, heroico niño, quien ha salvado a tu madre! FIN
Re: ... de poetas, cuentos y leyendas Juvenilia-Miguel Cané 13 JACQUES llegaba indefectiblemente al colegio a las nueve de la mañana; averiguaba si había faltado algún profesor, y en caso afirmativo, iba a la clase, preguntaba en qué punto del programa nos encontrábamos, pasaba la mano por su vasta frente como para refrescar la memoria, y en seguida, sin vacilación, con un método admirable, nos daba una explicación de química, de física, de matemáticas en todas sus divisiones: aritmética, álgebra, geometría descriptiva o analítica; retórica, historia, literatura, hasta latín. El único curso, de todo aquel extenso programa, que no le he visto dictar por accidente, era de inglés, dado por mi buen amigo David Lewis, que nos hacía leer a Milton y a Pope, a Addison y a todos los buenos prosistas del Spectator. Debe estar fija en la memoria de mis compañeros aquella admirable conferencia de M. Jacques sobre la composición del aire atmosférico. Hablaba hacía una hora, y, ¡fenómeno inaudito en los fastos del colegio!, al sonar la campana de salida, uno de los alumnos se dirigió, arrastrándose, hasta la puerta, la cerró para que no entrara el sonido y por medio de esta estratagema, ayudada por la preocupación de Jacques, tuvimos media hora más de clase. Había venido de buen humor ese día su palabra salía fácil, elegante y luminosa. En ciertos momentos se olvidaba nos hablaba en francés, que todos entendíamos entonces. ¡Qué pintura inimitable de ese maravilloso fenómeno de la vegetación, de aquellas plantas con corazón de madre, absorbiendo el letal carbono de la atmósfera y esparciendo a raudales el oxígeno, la esencia de la vida! ¡Cómo nos hablaba de la bajeza miserable del hombre que pisotea una planta o abate un árbol para tomar su fruto! ¡Aún suena en mis oídos su palabra, y al recordarla, aún se apodera de mi alma aquella emoción nueva e inexplicable entonces para mi! Cuando empezó a dictar el curso de filosofía, que debía concluir tan brillantemente Pedro Goyena, dio como texto el manual en colaboración con Simón y Saisset. En la primera conferencia dijo bien claro que aquélla era la filosofía ecléctica; más tarde añadió a algunos compañeros: "El día que yo escriba mi filosofía, comenzaré por quemar ese manual". No ha dejado nada al respecto: pero si es posible rehacer sus ideas personales con el estudio de su naturaleza intelectual y sus opiniones científicas, no es arriesgado afirmar que, discípulo directo de Bacon, pertenecía a la escuela positivista, que hasta entonces no había tenido divulgadores como Littré, pero que antes de haberla formulado Augusto Comte, ha sido la filosofía de los hombres de ciencia, realmente superiores, en todos los tiempos. Adorábamos a Jacques a pesar de su carácter; jamás faltábamos a sus clases, y nuestro orgullo mayor, que ha persistido hasta hoy, es llamarnos sus discípulos. A más, su historia, conocida por todos nosotros y pintorescamente exagerada, nos hacía ver en él no sólo un mártir de la libertad, como lo fue en efecto, sino un hombre que había luchado cuerpo a cuerpo con Napoleón, nombre simbólico de la tiranía.
Re: ... de poetas, cuentos y leyendas Juvenilia-Miguel Cané 14 UNA mañana vagábamos en el claustro, asombrados que hubiese pasado un cuarto de hora del momento infalible en que M. Jacques se presentaba. De pronto un grito penetrante hirió nuestros oídos; conocí la voz de Eduardo Fidanza, uno de los discípulos más distinguidos del colegio. Corrí a la portería y encontré a Fidanza pálido, desencajado, repitiendo como en un sueño: "¡M. Jacques ha muerto!" La impresión fue indescriptible; se nos hizo un nudo en la garganta y nos miramos unos a otros con los rostros blancos, lívidos, como en el momento de una desventura terrible. El portero había recibido orden de no dejarnos salir; lo echamos violentamente a un lado, y muchos, sin sombrero, desolados, corrimos a casa de M. Jacques. Estaba tendido sobre su cama, y con la soberbia cabeza impregnada de una majestad indecible. La muerte lo había sorprendido al llegar a su casa después de una noche agitada. El rayo de la apoplejía lo derribó vestido, sin darle tiempo para pedir ayuda. Pendía su mano derecha de la cama; uno por uno, por un movimiento espontáneo, nos fuimos arrodillando y posando en ella los labios, como un adiós supremo a aquel a quien nunca debíamos olvidar. Su espíritu liberal, abierto a todas las verdades de la ciencia, libre de preocupaciones raquíticas, ha ejercido su influencia poderosa sobre el de todos sus discípulos. Lo llevamos a pulso hasta su tumba y levantamos en ella un modesto monumento con nuestros pobres recursos de estudiantes. Duerme el sueño eterno al abrigo de los árboles sombríos, no lejos del sitio donde reposan mis muertos queridos. Jamás voy a la tumba de los míos sin pasar por el sepulcro del maestro y saludarlo con el respeto profundo de los grandes cariños.