Poemas, cuentos y leyendas

Discussion in 'Temas de interés (no de plantas)' started by mai^a, Feb 27, 2008.

  1. clause

    clause Claudia

    Messages:
    8,464
    Location:
    Buenos Aires. Argentina
    Re: ... de poetas, cuentos y leyendas

    Gracias Jah, por los cuentos que nos traes , y por el tiempo que le dedicas para traducirlos!!!Espero el próximo!:5-okey:
     
  2. clause

    clause Claudia

    Messages:
    8,464
    Location:
    Buenos Aires. Argentina
    Re: ... de poetas, cuentos y leyendas


    Alejandro Dumas
    EL HOMBRE DE LA MASCARA DE HIERRO
    Capitulo 19
    UNA NOCHE EN LA BASTILLA

    El sufrimiento en esta vida está en proporción de las fuerzas humanas.

    Cuando el rey, triste y quebrantado, vio que lo conducían a un calabozo de la Bastilla, lo primero que se figuró fue que la muerte venía a ser como un sueño con sueños, que la cama se había hundido, que tras el hundimiento de la cama había sobrevenido la muerte, y que, prosiguiendo su sueño, Luis XIV, difunto, soñaba que le destronaban, le encarcelaban y le insultaban, a él, poco hacía tan poderoso.

    ––¿Es eso a lo que apellidan la eternidad, el infierno? ––murmuró Luis XIV en el instante en que se cerró la puerta del calabozo, empujada por Baisemeaux.

    El rey ni siquiera miró en torno de sí sino que, arrimado a una de las paredes del calabozo, se entregó a la terrible suposición de su muerte, cerrando los ojos para no ver algo todavía más terrible.

    ––Pero ¿cómo he muerto? ––decía entre sí. ––¿Habrán hecho bajar artificiosamente mi cama? Pero no, yo no recuerdo haber recibido confusión alguna, ningún choque... Más bien me habrán envenenado, durante la cena o con el humo de las velas, como a Juana de Albret, mi bisabuela.

    De repente el frío del calabozo envolvió como en un manto de hielo a Luis, que prosiguió:

    ––He visto el cadáver de mi padre en su lecho mortuorio y revestido con las insignias reales. Aquel rostro pálido, tan sosegado y decaído; aquellas manos tan hábiles, entonces insensibles, y aquellas envaradas piernas, no renunciaban un dormir poblado de sueños. Y sin embargo, ¡cuántos sueños no debía dios enviar a aquel muerto!... ¡a aquel muerto a quien tantos otros precedieran, precipitados por él en la muerte eterna!... No, aquel rey todavía lo era; reinaba aún en su lecho mortuorio, como cuando estaba sentado en su trono. Para nada había abdicado Su Majestad. Dios, que no le castigó a él, no puede castigarme a mí que nada he hecho.

    Un ruido extraño llamó la atención del joven; miró y vio en la chimenea, a los pies de un colosal crucifijo groseramente pintado al fresco, un ratón monstruoso que estaba royendo un mendru go, mientras fijaba en el nuevo huésped del calabozo una mirada de inteligencia y curiosidad.

    Luis, trémulo de miedo y de asco, retrocedió hasta la puerta, lanzando un grito, Luis conoció que estaba vivo y en pleno goce de su razón y su conciencia naturales.

    ––¡Preso! ––exclamó; ¡preso yo! ––y después de buscar con la mirada una campanilla para llamar, continuó: ––En la Bastilla no las hay, y yo estoy encerrado en la Bastilla. Pero ¿cómo he sido reducido al prisión? Necesariamente es esta una conspiración de Fouquet. En Vaux me han atraído a un lazo... Pero Fouquet ha debido tener quien lo secundara... Su agente... aquella voz... era Herblay; sí, lo he conocido... Colbert tenía razón. Pero, ¿qué quiere de mi Fouquet? ¿Va a reinar en mi lugar?... ¡Es imposible! ¿Quién sabe?... Quizá mi hermano el duque de Orleáns hace contra mi lo que durante toda su vida se propuso contra mi padre, mi tío... Pero, ¿y la reina? ¿y mi madre? ¿y La Valiére? ¡Oh! a La Valiére la habrán puesto a discreción de la princesa... ¡Pobre Luisa! indudablemente la han encerrado como a mí, y nunca jamás volveremos a vernos.

    Ante tal idea, el amante estalló en sollozos, suspiros y lamentos.

    ––Aquí hay un gobernador ––prosiguió el rey enfurecido. –– Llamemos.

    Llamó, pero ninguna voz respondió a la suya. Entonces, tomó la silla, y con ella golpeó la robusta puerta de encina; pero al dar la madera contra la madera, sólo respondieron en las profundidades de la escalera mil lúgubres ecos.

    Entonces y calmado el primer paroxismo de su cólera, el monarca vio una enrejada ventana por la que entraba un dorado cuadrilongo, indudablemente proyectado por la luminosa aurora, y acercándose a ella, empezó a llamar, con voz natural primero, y luego a gritos. Pero como si no hubiese llamado.

    Al rey empezaba a hervirle la sangre, a subírsele a la cabeza, acostumbrado a ordenar, se rebelaba contra la idea de la desobediencia.

    Poco a poco fue enconándose el ánimo del preso, que rompió la silla al esgrimirla como un ariete contra la puerta.

    Acá y acullá respondieron algunas voces ahogadas.

    Las voces produjeron un efecto extraño en el rey, que se detuvo para escucharlas. Eran las de los presos, en otro tiempo sus víctimas, y ahora sus compañeros. Aquellas voces acusaban al autor de aquel ruido, como en silencio los suspiros y las lágrimas acusaban al autor de su cautiverio. Después de haber quitado la libertad a tantos hombres, ahora les quitaba el sueño.

    Esta idea estuvo a pique de acabar con su razón y, sediento de tener alguna noticia o una conclusión, redobló sus fuerzas, y empezó de nuevo a esgrimir contra la puerta el palo de la silla.

    Al cabo de una hora, Luis oyó ruido en el corredor, al otro lado de su puerta, en la que descargaron un golpe furibundo que hizo cesar los suyos.

    ––¡Mil rayos! ––exclamó una voz ruda y grosera, ––¿habéis perdido el juicio? ¿qué os pasa esta mañana?

    ––¡Esta mañana! ––dijo entre sí y con sorpresa el rey. Y, cortésmente añadió: ––¿Sois el gobernador de la Bastilla, caballero?

    ––Vaya, que os han volcado los sesos ––replicó la voz; ––pero esa no es razón para que metáis tanto ruido. Silencio, ¡vive Dios! ––¿Sois vos el gobernador? ––repitió el rey.

    Luis oyó cerrar una puerta. El carcelero acababa de marcharse sin haberse dignado responder.

    Cuando el rey se persuadió de que se había alejado el que le dirigió la palabra, dio rienda suelta a su furor. Agil como un tigre, saltó de la mesa a la ventana, de la que sacudió las rejas, y después de romper un vidrio, cuyos pedazos fueron a parar al patio produciendo mil armoniosos tonos, llamó por espacio de una hora y con voz cada vez más enronquecida al gobernador.

    Víctima de ardiente calentura, con los cabellos en desorden y pegados a la frente, hecho jirones y blanqueado el traje, y desgarrada su camisa, el rey no calmó su furor hasta que hubo agotado sus fuerzas.

    Apoyó la frente en la puerta, y dejó que fuese calmándose poco a poco su corazón.

    ––Hora legará en que me traigan el alimento que dan a todos los presos ––dijo entre sí, ––y entonces veré a alguien que responderá a lo que yo pregunte.

    El rey buscó en su memoria a qué hora comían los presos de la Bastilla; pero, en vano, pues lo ignoraba. Aquella fue para él una sorda y dolorosa puñalada que le infería el remordimiento de haber vivido veinticinco años rey y dichoso, sin pensar en los padecimientos de los desventurados a quienes priva injustamente de su libertad. Y Luis sintió la vergüenza, y conoció que Dios, al permitir aquella humillación terrible, no hacía más que devolver a un hombre los martirios que ese mismo hombre infligiera a tantos otros.

    Nada podía ser más eficaz para despertar nuevamente las creencias religiosas en aquella alma aterrada por la sensación de los dolores, pero Luis no se atrevió a arrodillarse para elevar su corazón a Dios y suplicarle que pusiese fin a aquella prueba.

    ––Dios siempre obra bien ––dijo entre sí, ––por lo tanto, yo sería un cobarde si pidiese lo que con frecuencia he negado a mis semejantes.

    Ahí estaba de sus reflexiones, es decir, de su agonía, cuando allende la puerta volvió a oírse ruido, pero ahora seguido del rechinar de llaves y cerrojos.

    El rey dio un brinco, para acercarse al que iba a entrar; pero de pronto se hizo cargo de que tales demostraciones eran indignas de un monarca y, deteniéndose, tomó una actitud noble y tranquila, y aguardó, de espaldas hacia la ventana, para disimular cuanto le fuese posible su agitación a los ojos del recién venido, que no era otro que el llavero, portador de una cesta llena de víveres.

    Luis miró con inquietud a aquel hombre, y aguardó a que hablase.

    ––¡Ah! ––dijo el llavero, ––¿conque habéis roto la silla? Ya lo dije. Por fuerza os habéis tocado de la cabeza.

    ––Ved lo que decís ––repuso Luis, ––pues os interesa grandemente.

    ––¿Cómo? ––exclamó con sorpresa el carcelero, dejando el cesto sobre la mesa.

    ––Decid al gobernador que suba ––añadió con nobleza el rey. ––Vamos a ver, hijo mío ––repuso el carcelero; ––siempre habéis sido muy cuerdo; pero la locura lo vuelve malo a uno, y quiero advertiros; habéis roto la silla y hecho ruido, y este es delito que se castiga con el calabozo. Prometedme que no volveréis a las andadas, y no diré nada al gobernador.

    ––Quiero ver al gobernador ––repitió el rey sin pestañear.

    ––¡Cuidado! os hará encerrar en el calabozo.

    ––¡Quiero verlo! ¿oís?

    ––¡Ah diantre! ¿se os extravía la mirada? pues me llevo vuestro cuchillo.

    Y diciendo y haciendo, el carcelero cerró la puerta y se marchó, dejando al rey más aturdido, más desventurado y más solo que nunca.

    En vano empezó a golpear de nuevo la puerta con el palo de la silla; en vano arrojó fuentes y platos por la ventana; nadie le hizo caso.

    Dos horas después, del rey, del caballero, del hombre, del ente razonable, no quedaba más que un loco que se arrancaba las uñas, arañando las puertas y haciendo esfuerzos sobrehumanos para desembaldosar el suelo, lanzaba tan espantosos gritos que no parecía sino que la vetusta Bastilla se conmovía en sus cimientos por haberse atrevido a rebelarse contra su amo y señor.

    Baisemeaux ni siquiera se tomó la molestia de preguntar la causa de tanto ruido, porque ¿no eran los locos moneda corriente en la fortaleza, y los muros no eran, a su vez, más fuertes que los locos?

    Baisemeaux, impresionado con lo que dijo Aramis, y escudado con la orden del rey, no deseaba sino que marchiali se volviese suficientemente loco para ahorcarse del pabellón de su cama o de uno de los barrotes de su ventana.

    En efecto, aquel preso reportaba poca ganancia, y ocasionaba más molestias que las debidas. Así, pues, de suicidarse el preso, habrían tenido un desenlace que ni a pedir de boca las complicaciones de Seldón y de Marchiali, y la libertad, reencarnación y semejanzas. Y aun creyó Baisemeaux haber notado que a Herblay no le habría disgustado tal fin.

    ––Realmente ––decía Baisemeaux a su mayor, ––un preso es ya harto desdichado con estarlo, y padece lo bastante para que, caritativamente pueda uno desearle la muerte. Con tanta mayor razón cuando el preso se ha vuelto loco, entonces no habría que limitarse uno a desearle la muerte sino matarlo sin más averiguaciones, lo cual sería una buena obra.

    Y el buen gobernador se hizo servir el segundo almuerzo.



     
  3. clause

    clause Claudia

    Messages:
    8,464
    Location:
    Buenos Aires. Argentina
    Re: ... de poetas, cuentos y leyendas



    Tengo estos huesos hechos a las penas
    y a las cavilaciones estas sienes:
    pena que vas, cavilación que vienes
    como el mar de la playa a las arenas.

    Como el mar de la playa a las arenas,
    voy en este naufragio de vaivenes
    por una noche oscura de sartenes
    redondas, pobres, tristes y morenas.

    Nadie me salvará de este naufragio
    si no es tu amor, la tabla que procuro,
    si no es tu voz, el norte que pretendo.

    Eludiendo por eso el mal presagio
    de que ni en ti siquiera habré seguro,
    voy entre pena y pena sonriendo.


    Miguel Hernández




     
  4. clause

    clause Claudia

    Messages:
    8,464
    Location:
    Buenos Aires. Argentina
    Re: ... de poetas, cuentos y leyendas



    TENGO MIEDO

    Tengo miedo. La tarde es gris y la tristeza
    del cielo se abre como una boca de muerto.
    Tiene mi corazón un llanto de princesa
    olvidada en el fondo de un palacio desierto.

    Tengo miedo. Y me siento tan cansado y pequeño
    que reflejo la tarde sin meditar en ella.
    (En mi cabeza enferma no ha .de caber un sueño
    así como en el cielo no ha cabido una estrella).

    Sin embargo en mis ojos una pregunta existe
    y hay un grito en mi boca que mi boca no grita.
    No hay oído en la tierra que oiga mi queja triste
    abandonada en medio de la tierra infinita!

    Se muere el universo de una calma agonía
    sin la fiesta del sol o el crepúsculo verde.
    Agoniza Saturno como una pena mía,
    la tierra es una fruta negra que el cielo muerde.

    Y por la vastedad del vacío van ciegas
    las nubes de la tarde, como barcas perdidas
    que escondieran estrellas rotas en sus bodegas.

    Y la muerte del mundo cae sobre mi vida.


    Pablo Neruda, 1923





     
  5. clause

    clause Claudia

    Messages:
    8,464
    Location:
    Buenos Aires. Argentina
    Re: ... de poetas, cuentos y leyendas


    Alejandro Dumas
    EL HOMBRE DE LA MASCARA DE HIERRO
    Capitulo 20
    LA SOMBRA DE FOUQUET

    D'Artagnan, aun aturdido de su entrevista con el rey, se preguntaba si realmente se hallaba en Vaux, si era efectivamente el capitán de los mosqueteros, y Fouquet el propietario del castillo en el cual Luis XIV acababa de recibir hospitalidad. Y aquellas no eran reflexiones del hombre embriagado con los vinos del superintendente. Pero el gascón era hombre sereno, con solo tocar su espada transmitía a su moral, en las ocasiones solemnes, el frío del acero.

    Aquí estoy, históricamente envuelto en los destinos del rey y del ministro ––dijo entre sí D'Artagnan al salir del real dormitorio; ––constará que yo, segundón de Gascuña, he echado la mano a Nicolás Fouquet, superintendente de la hacienda de Francia. Mis descendientes, si los tengo, se envanecerán con este arresto. Hay que cumplir decorosamente la orden del rey. Todo el mundo es bueno para pedirle al señor Fouquet la espada, pero no todos son a propósito para custodiarlo sin promover protestas. ¿Qué hacer, pues para que el superintendente pase de la cúspide del favor al abismo de la desgracia?

    Aquí D'Artagnan se puso sombrío que era una compasión; le asaltaron escrúpulos.

    ––Creo ––prosiguió D'Artagnan, ––que si no soy tonto daré a conocer a Fouquet lo que respecto a él se propone el rey. Pero si vendo el secreto de mi soberano, soy un pérfido y traidor, crimen previsto por el código militar. No, pienso que un hombre de ingenio, debe salir mucho más diestramente de este atolladero.

    D'Artagnan se apretó las sienes con las manos, se arrancó algunos pelos del bigote, y prosiguió:

    ––La desgracia de Fouquet obedece a tres causas: el odio que le profesa Colbert, el haber intentado amar a La Valiére, y el estar el rey apegado a La Valiére y a Colbert. No hay remedio para él, es hombre al agua. ¿Pero yo, hombre, voy a sentarle la planta sobre la cabeza cuando sucumbe a intrigas de mujeres y de empleados? ¡No en mi vida! Si es peligroso, lo abatiré; si sólo es víctima de la persecución, veré. Y en vez de ir a buscar de un modo brutal a Fouquet, para arrestarlo y tapiarlo, voy a hacer cuanto esté en mi mano para comportarme caballerosamente.

    Y D'Artagnan se encaminó al dormitorio de Fouquet, que, después de haberse despedido de las damas, se disponía a dormir tranquilamente sobre los laureles conquistados durante el día.

    El ambiente estaba todavía perfumado o infestado, como se quiera, del olor de los fuegos artificiales. Las bujías despedían sus moribundas claridades, las flores caían desprendidas de las guirnaldas, y los grupos de danzarines y de cortesanos iban desparramándose por los salones.

    El superintendente acababa de retirarse a su dormitorio, sonríense y más que medio muerto. Ya no oía ni veía; su cama le atraía, le fascinaba.

    Estaba ya en manos de su ayuda de cámara cuando D'Artagnan apareció en el umbral de su dormitorio.

    D'Artagnan, nunca logró vulgarizarse en la corte; en vano le veían a todas horas y en todas partes; siempre producía la misma impresión su presencia. Tal es el privilegio de ciertas personas, parecidas en esto al rayo o al trueno. Todos saben lo que son; pero su aparición admira, y la última impresión es, indefectiblemente, la que ha sido la más fuerte.

    ––¡Toma! ¿sois vos, señor de D'Artagnan? ––dijo Fouquet.

    ––Para serviros ––replicó el mosquetero.

    ––Entrad, mi querido señor de D'Artagnan.

    ––Gracias.

    ––¿Venís para hacerme una crítica de las fiestas? Sois hombre ingenioso.

    ––No, Señor.

    ––¿Estorban, por ventura, vuestro servicio?

    ––Nada.

    ––¿Quizás estáis mal alojado?

    ––Lo estoy a las mil maravillas.

    ––Os doy las gracias por vuestra amabilidad, y me siento obligado por todo lo que de lisonjero acabáis de decirme.

    Esto equivalía a indicarle a D'Artagnan que, pues tenía cama, fuese a acostarse y le dejase hacer a él otro tanto.

    ––¿Ya os acostáis? ––preguntó el gascón al superintendente como si no hubiese comprendido la indirecta.

    ––Sí. ¿Tenéis que comunicarme algo?

    ––Nada. ¿Dormís aquí?

    ––Ya lo veis.

    ––¡Qué hermosas fiestas le habéis dado a Su Majestad, señor Fouquet!

    ––¿Lo creéis?

    ––Magníficas.

    ––¿Está satisfecho el rey?

    ––Hasta más no poder.

    ––¿Por ventura os ha rogado que vinieseis a comunicármelo?

    ––No hubiera elegido su majestad un mensajero tan indigno como yo.

    ––No os rebajéis, señor de D'Artagnan.

    ––¿Esa es vuestra cama?

    ––¿Por qué me hacéis tal pregunta? ¿No estáis a gusto en la vuestra?

    ––¿Me dais licencia para que os hable con franqueza?

    ––De todo corazón.

    ––Pues bien, no.

    ––Señor de D'Artagnan ––dijo Fouquet estremeciéndose, ––os cedo la mía.

    ––¿Yo privaros de ella, monseñor? En mi vida.

    ––¿Cómo nos vamos a arreglar, pues?

    ––Permitiéndome compartirla con vos.

    ––¡Ah! ––exclamó Fouquet, mirando cara a cara al mosquetero, ––¿salís del dormitorio del rey?

    ––Sí, monseñor.

    ––¿Y su majestad querría que durmieseis aquí?

    ––Monseñor...

    ––Muy bien, muy bien, señor de D'Artagnan. Aquí sois el dueño.

    ––Palabra que no quería abusar...

    ––Déjanos ––dijo Fouquet a su ayudante de cámara. Y añadió: ––¿Tenéis que comunicarme algo?

    ––¡Quién! ¿yo?

    ––Un hombre como vos, no viene a conversar con un hombre como yo, en hora tan avanzada, sin causa grave.

    ––No me interroguéis, monseñor.

    ––Al contrario. ¿Qué queréis de mí?

    ––Nada más que vuestra compañía.

    ––Pues vámonos al jardín, al parque.

    ––No, no ––repuso con viveza el mosquetero.

    ––¿Por qué no?

    ––El fresco de las noche...

    ––Vaya, decid sin rodeos que venís a arrestarme ––dijo Fouquet al capitán.

    ––¡Yo! no,'monseñor.

    ––¿Me veláis, pues?

    ––Para honraros.

    ––¿Para honrarme?... Esto es ya distinto.

    ––¡Ah! ¿conque me arrestan en mi casa?

    ––No digáis eso, monseñor.

    ––Al contrario, lo publicaré en alta voz.

    ––En este caso tendría que imponeros el silencio.

    ––¡Violencias en mi casa! ––exclamó Fouquet. ––¡Bien, muy bien, vive Dios!

    ––Veo que no nos comprendemos. Mirad, allí hay un tablero, juguemos si os place, monseñor.

    ––¿Conque he caído en desgracia, señor de D'Artagnan?

    ––No, monseñor, pero...

    ––Pero se me prohibe sustraerme a vuestra mirada.

    ––No comprendo palabra de cuantas decís, monseñor; y si deseáis que me retire, con decírmelo, estamos al cabo.
    Continua

     
  6. clause

    clause Claudia

    Messages:
    8,464
    Location:
    Buenos Aires. Argentina
    Re: ... de poetas, cuentos y leyendas




    VENCIDOS

    Por la manchega llanura
    se vuelve a ver la figura
    de Don Quijote pasar.

    Y ahora ociosa y abollada va en el rucio la armadura,
    y va ocioso el caballero, sin peto y sin espaldar,
    va cargado de amargura,
    que allá encontró sepultura
    su amoroso batallar.
    Va cargado de amargura,
    que allá «quedó su ventura»
    en la playa de Barcino, frente al mar.

    Por la manchega llanura
    se vuelve a ver la figura
    de Don Quijote pasar.
    Va cargado de amargura,
    va, vencido, el caballero de retorno a su lugar.

    ¡Cuántas veces, Don Quijote, por esa misma llanura,
    en horas de desaliento así te miro pasar!
    ¡Y cuántas veces te grito: Hazme un sitio en tu montura
    y llévame a tu lugar;
    hazme un sitio en tu montura,
    caballero derrotado, hazme un sitio en tu montura
    que yo también voy cargado
    de amargura
    y no puedo batallar!

    Ponme a la grupa contigo,
    caballero del honor,
    ponme a la grupa contigo,
    y llévame a ser contigo
    pastor.

    Por la manchega llanura
    se vuelve a ver la figura
    de Don Quijote pasar...


    León Felipe




     
  7. clause

    clause Claudia

    Messages:
    8,464
    Location:
    Buenos Aires. Argentina
    Re: ... de poetas, cuentos y leyendas


    Alejandro Dumas
    EL HOMBRE DE LA MASCARA DE HIERRO
    Capítulo 20 Continuación
    ––En verdad, señor D'Artagnan, que vuestras maneras van a trastornarme el juicio. Me caía de sueño y me lo habéis quitado como con la mano.

    ––Lo siento mucho, y si queréis reconciliarme conmigo mismo, dormid ahí, en mi presencia, y lo celebraré en el alma.

    ––¡Ah! ¿me vigiláis?

    ––Me voy, pues.

    ––Si os entiendo, que me emplumen.

    ––Buenas noches, monseñor, ––repuso D'Artagnan, haciendo que se marchaba.

    ––Vaya, no me acuesto ––dijo Fouquet. Y ahora os digo con toda formalidad que, pues os negáis a tratarme como hombre y os andáis con sutilezas conmigo, voy a acorralaros como se hace con el jabalí.

    ––¡Bah! ––exclamó D'Artagnan, haciendo que se sonreía.

    ––Voy a ordenar que enganchen y parto para París ––dijo Fouquet, sondeando con la mirada el corazón del capitán.

    ––Este es otro son, monseñor.

    ––¿Me arrestáis?

    ––No, monseñor, parto con vos.

    ––Basta, señor D'Artagnan ––dijo Fouquet con frialdad. ––No en balde tenéis fama de hombre ingenioso y de expedientes; pero conmigo todo eso es superfluo. Al grano: ¿por qué me arrestáis? ¿qué he hecho?

    ––Nada sé, monseñor; pero conste que no os arresto... esta noche...

    ––¡Esta noche! ––exclamó Fouquet palideciendo; ––pero, ¿y mañana?

    ––Todavía no estamos en mañana, monseñor. ¿Quién es capaz de responder del día siguiente?

    ––Capitán, permitidme hablar con el señor de Herblay.

    ––Lo siento, monseñor, pero no puede ser. Tengo orden de no dejaros hablar con persona alguna.

    ––¡Con el señor de Herblay, capitán, con vuestro amigo!

    ––¿Queréis decir, monseñor, que mi amigo el señor de Herblay sería el único con quien os debería impedir comunicaros?

    ––Decís bien ––dijo Fouquet, tomando una actitud de resignación; ––recibo una lección que no debí provocarla. El hombre caído no tiene derecho a nada, ni siquiera de parte de aquellos que le deben lo que son, tanto más de aquellos a quienes no ha tenido la dicha de prestarles un servicio.

    ––¡Monseñor!

    ––Es verdad, señor de D'Artagnan; respecto de mí, siempre os habéis mantenido en la situación del hombre destinado a arrestarme. Nunca me habéis pedido cosa alguna.

    ––Monseñor ––repuso el gascón enternecido ante aquel dolor elocuente y noble ––¿queréis hacerme la merced de empeñarme vuestra palabra de caballero de que no saldréis de este aposento?

    ––¿Para qué, si me custodiáis en él? ¿Teméis, acaso, que desenvaine contra el hombre más valiente de Francia?

    ––No, monseñor; es que voy a traeros al señor de Herblay, y, por consiguiente, a dejaros solo.

    ––¡Traerme al señor de Herblay! ¡dejarme solo! ––exclamó Fouquet con gozo y sorpresa indecibles y juntando las manos.

    ––¿No se aloja Herblay en el cuarto azul?

    ––Sí, amigo mío, sí.

    ––¡Vuestro amigo!, gracias monseñor.

    ––¡Ah! me salváis, señor de D'Artagnan.

    ––Bien, emplearé diez minutos en ir y venir, ¿no es eso, monseñor?

    ––Poco más o menos.

    ––Y cinco para despertar y advertir a Aramis, hacen quince minutos. Ahora, monseñor, dadme vuestra palabra de que no intentaréis fugaros, y de que os encontraré aquí al volver.

    ––Os la empeño, señor de D'Artagnan ––respondió Fouquet estrechando con afectuosa gratitud la mano del mosquetero, que se alejó con paso firme.

    Fouquet siguió con la mirada a D'Artagnan, aguardó con visible impaciencia que la puerta se hubiese cerrado tras de aquél, y luego se abalanzó a sus llaves, abrió algunos cajones escondidos en varios muebles, buscó en vano algunos papeles que, sin duda, se quedaron en San Mandé, y que el superintendente pareció sentir no encontrarlos, y por fin, tomó con frenesí un montón de cartas, contratos y escrituras y los quemó apresuradamente en la tabla de mármol del hogar, sin curarse de sacar del interior de aquél las macetas de que estaba lleno.

    Fouquet, como quien acaba de salvarse de un peligro inminente y libre del peligro, le abandonan las fuerzas, se dejó caer anonadado en un sillón.

    D'Artagnan, al regresar, encontró al superintendente en la misma actitud, y no sospechó que Fouquet dejase de cumplir su palabra; pero sí pensó que utilizaría su ausencia para deshacerse de papeles, notas y contratos que pudieran empeorar la situación ya de suyo grave en que se hallaba.

    ––¿Qué tal el señor de Herblay? ––preguntó el superintendente.

    ––Fuerza es que el señor de Herblay le gusten los paseos nocturnos, y a la luz de la luna, en el parque de Vaux, componga versos con algunos de vuestros poetas, pues no está en su cuarto.

    ––¡Cómo! ¿no está en su cuarto? ––exclamó Fouquet, a quien se le escapaba su última esperanza; porque sin explicarse de qué manera podía socorrerle el obispo de Vannes, comprendía que en realidad sólo de él podía esperar socorro.

    ––O si está en su cuarto ––continuó D'Artagnan, ––ha tenido sus razones para no responderme.

    ––¿Por ventura no habéis llamado de modo que pudiese oíros?

    ––Ya podéis suponer, monseñor, que habiendo ya contravenido a la orden que me imponía el deber de no dejaros de vista ni un segundo, hubiera sido una locura despertar a todos los de la casa y evidenciarme en el corredor del obispo de Vannes, para que el señor Colbert pudiese haber probado que yo os daba el tiempo necesario para que quemarais vuestros papeles.

    ––¡Mis papeles!

    ––Está claro; a lo menos yo, en vuestro lugar, lo hubiera hecho. Pero volvamos a Aramis, monseñor.

    ––Os repito que habréis llamado excesivamente quedo, y no os habrá oído.

    ––Por muy quedo que uno llame a Aramis, monseñor, siempre oye cuando le interesa oír. Reitero, pues, que o Aramis no estaba en su cuarto, o, para no conocer mi voz, ha tenido razones que ignoro y que, tal vez, ignoráis vos también, por mucho que sea feudatario vuestro su grandeza monseñor el obispo de Vannes. Fouquet lanzó un suspiro, se levantó, dio tres o cuatro vueltas por su dormitorio, y se sentó, con abatimiento, en su regia cama de terciopelo cuajada de riquísimos encajes.

    D'Artagnan miró a Fouquet con honda compasión.

    ––Durante. mi vida ––dijo con melancolía el mosquetero, ––he visto arrestar a muchos hombres. Vamos, señor Fouquet, un hombre como vos no se abate de esta suerte. ¡Si vuestros amigos os vieran!

    ––No me habéis comprendido, señor de D'Artagnan ––repuso el superintendente sonriéndose con tristeza ––precisamente mi abatimiento obedece a que no me ven mis amigos. Solo, no vivo ni soy nada. Nunca he sabido qué era el aislamiento, señor de D'Artagnan. La pobreza, que en ocasiones he visto con sus harapos al final de mi camino, es el espectro con el cual se divierten hace muchos años algunos de mis amigos, que le poetizan, le acarician, y me lo hacen amable. ¡La pobreza!... yo la acepto, la conozco, la acojo como a una hermana desheredada, porque la pobreza no es soledad, el destierro, la prisión. ¿Acaso puedo yo ser nunca pobre con amigos como Pelissón, La Fontaine y Moliere, y una amante como...? ¡Pero la soledad, la soledad para mí, hombre de bullicio y de placeres, que sólo existo porque los otros existen!... ¡Ah! ¡si supieseis qué solo me encuentro en este instante! ¡si supierais con qué fuerza representáis para mí, vos que me separáis de cuanto amo, la imagen de la soledad, de la nada, de la muerte!

    Ya os he dicho que estabais muy exagerado, señor Fouquet ––dijo D'Artagnan hondamente conmovido. ––El rey os quiere.

    ––No ––replicó el superintendente moviendo la cabeza.

    ––Quien os odia es el señor Colbert.

    ––¿Colbert? ¿Y qué me importa a mí?

    ––Os arruinará.

    ––Lo reto a que lo haga: ya estoy arruinado.

    D'Artagnan, al oír la estupenda declaración del superintendente miró alrededor con ademán expresivo.

    ––¿De qué sirven esas magnificencias cuando uno ha dejado de ser magnífico? ––exclamó Fouquet, que comprendió la mirada del gascón. ––Pero ¿y las maravillas de Vaux? me diréis vos. Bueno, ¿y qué? ¿Con qué, si estoy arruinado, derramaré el agua en las urnas de mis náyades, el fuego en las entrañas de mis salamandras, el aire en el pecho de mis tritones? ¡Ah! señor de D'Artagnan, para ser suficientemente rico hay que serlo demasiado... ¿Movéis la cabeza? Si vos fueseis dueño de Vaux lo venderíais y con su producto compraríais un feudo en provincias que encerrara bosques, vergeles y campos y os diera con qué vivir... Si Vaux vale cuarenta millones, bien sacaríais...

    ––Diez ––interrumpió D'Artagnan.

    ––¡Ni uno! señor capitán. No hay en Francia quien esté bastante rico para comprar el palacio de Vaux por dos millones y conservarlo como está; ni podría; ni sabría.

    ––¡Diantre! ––repuso D'Artagnan; ––a lo menos bien daría un millón por él.

    ––¿Y qué?

    ––Que un millón no es la miseria.

    ––Casi, casi, señor de D'Artagnan.

    ––¿Cómo?

    ––No me comprendéis. No quiero vender mi casa de Vaux. Os la regalo si queréis.

    ––Regaládsela al rey y saldréis más beneficiado.

    ––El rey no necesita que yo se la regale ––dijo Fouquet, ––si le place, me la quitará. Por eso prefiero que se derrumbe. ¡Ah! señor de D'Artagnan, si el rey no estuviese bajo mi techo, tomaría aquella vela y me iría a prender fuego a dos cajas de pólvora y cohetes que han quedado bajo la cúpula, y reduciría mi palacio a cenizas.

    ––Bueno ––repuso D'Artagnan con negligencia ––siempre quedarían los jardines, que es lo mejor.

    ––Pero ¿qué he dicho? ¡Incendiar a Vaux! ¡destruir mi palacio cuando Vaux no es mío! En verdad, Vaux pertenece a Le Brun, a Le Notre, a Pelisson, a La Fontaine, a Moliere, que ha hecho representar en él “Los importunos”, en una palabra, a la posteridad. Ya veis pues, señor de D'Artagnan, que ni siquiera es mío mi palacio.

    Aplaudo la idea, y en ella os conozco, señor Fouquet ––repuso el mosquetero. ––Si estáis arruinado, monseñor, tomadlo buenamente; también vos pertenecéis a la posteridad, y por lo tanto no tenéis derecho a empequeñeceros. A los hombres como vos eso no les sucede más que una vez en la vida. Todo consiste en adaptarse a las circunstancias. Un proverbio latino, del que no recuerdo las palabras pero sí la esencia, pues más de una vez he meditado sobre él, dice que el fin corona la obra.

    Fouquet se levantó, rodeó con su brazo derecho el cuello de D'Artagnan, y le apretó contra su pecho, mientras con la izquierda le estrechaba la mano.

    ––Buen sermón ––dijo el superintendente después de una pausa.

    ––Sermón de mosquetero, monseñor.

    ––Vos que tal me decís, me queréis.

    ––Puede que sí.

    ––Pero, ¿dónde estará Herblay? ––repuso Fouquet.

    ––Eso me pregunto yo.

    ––No me atrevo a rogaros que le hagáis buscar.

    ––Ni que me lo rogarais lo hiciera, monseñor, porque sería una imprudencia. Todos se enterarían, y Aramis, que no tiene arte ni parte en cuanto pasa, podría verse comprometido y englobado en vuestra desgracia.

    Aguardaré a que amanezca.

    ––Es lo más acertado.

    ––¿Qué vamos a hacer una vez de día?

    ––No lo sé, monseñor.

    ––Hacedme una merced, señor de D'Artagnan.

    ––Con mil amores.

    ––Vuestra consigna es de que me custodiéis, ¿no es eso?

    ––Sí, monseñor.

    ––Pues bien, sed mi sombra; prefiero la vuestra a toda otra. D'Artagnan se inclinó.

    ––Pero olvidad que sois el señor de D'Artagnan, capitán de mosqueteros, y que yo soy el señor Fouquet, superintendente de hacienda, y hablemos de mis asuntos particulares. ¿Qué es lo que ha dicho el rey?

    ––Nada.

    ––¡Así conversáis?

    ––¡Diantre!

    ––¿Qué concepto formáis de mi situación?

    ––Ninguno.

    ––Con todo, a menos de mala voluntad...

    ––Vuestra situación es delicada.

    ––¿Por qué?

    ––Porque os halláis en vuestra casa.

    ––Por delicada que sea, me hago cargo de ella.

    ––¿Imagináis, por ventura, que me habría mostrado tan franco con otro que no vos?

    ––¡Cómo! ¿vos franco para conmigo cuando os negáis a darme la más pequeña luz?

    ––Oíd, pues.

    ––Esto ya es distinto.

    ––¿Queréis que os diga cómo hubiera yo obrado con otro que no vos, monseñor? Pues bien, hubiera llegado a vuestra puerta, una vez hubiesen salido vuestros amigos, y si no hubiesen salido, los habría esperado a su salida para tomarlos unos tras otros como conejos al abandonar su gazapera, y los hubiera puesto a buen recaudo; luego me habría tendido sobre la alfombra de vuestro corredor, y con una mano sobre vos, sin que vos os dierais cuenta, os hubiera guardado para el almuerzo del amo. De esta suerte se evitaba toda defensa, todo escándalo, todo ruido; pero en cambio ni una advertencia para el señor Fouquet, ni una reserva, ni una de las atenciones delicadas que las personas corteses guardan entre sí en el momento decisivo. ¿Os place mi plan?

    ––Me hace estremecer.

    ––¡Qué triste hubiera sido para vos el que yo me hubiese presentado mañana, sin preparación, y os hubiera pedido vuestra espada!

    ––Me habría muerto de cólera y vergüenza.

    ––Expresáis con sobrada elocuencia vuestra gratitud; pero tened por seguro que no h&hecho lo bastante.

    ––No seré yo quien tal cosa afirme, señor de D'Artagnan.

    ––Pues bien, monseñor, si estáis satisfecho de mí, si estáis repuesto de la conmoción que he suavizado cuanto he podido, dejemos que el tiempo bata sus alas; estáis quebrantado y tenéis que reflexionar, dormid, pues, os lo ruego, o haced que dormís, sobre vuestra cama o entre sábanas. Yo dormiré en ese sillón, y cuando duermo, mi sueño es tan pesado que no me despertarían ni a cañonazos.

    Fouquet se sonrió.

    ––Sin embargo, exceptúo el caso que abran una puerta, secreta o visible, de salida o entrada, porque os advierto que en este punto mi oído es vulnerable de manera extraordinaria. Id y ve nid, pues; paseaos por el aposento, escribid, borrad, romped, quemad; pero no toquéis la llave de la cerradura, ni el botón de la puerta, porque me haríais despertar sobresaltado, y esto me excitaría horrorosamente los nervios.

    ––Realmente sois el hombre más ingenioso y cortés que conozco, señor de D'Artagnan ––dijo Fouquet. ––Sólo me dejaréis un pesar, el de haberos conocido tan tarde.

    D'Artagnan exhaló un suspiro que quería decir: ¡Ay! tal vez me habéis conocido excesivamente pronto. Luego se arrellanó en su sillón, mientras Fouquet, semiacostado en su cama y apoyado en el codo, meditaba en lo que le estaba pasando.

    De este modo, custodiado y custodia dejaron arder las velas y aguardaron la luz del alba; y cuando Fouquet suspiraba demasiado alto, D'Artagnan roncaba con más fuerza.

    Ninguna visita, ni la de Aramis, turbó su quietud, ni se oyó ruido alguno en el inmenso palacio.



     
  8. clause

    clause Claudia

    Messages:
    8,464
    Location:
    Buenos Aires. Argentina
    Re: ... de poetas, cuentos y leyendas


    El Ay de mí
    Letrilla

    ¡Cuán difícil es al hombre
    hallar un objeto amable
    con cuyo amor inefable
    pueda llamarse feliz!

    Y si este objeto resulta
    frívolo, duro, inconstante
    ¿Qué resta al mísero amante
    sino exclamar ¡ay de mí!

    El amor es un desierto
    sin límites, abrasado,
    en que a muy pocos fue dado
    pura delicia sentir.

    Pero en sus mismos dolores
    guarda mágica ternura,
    y hay siempre cierta dulzura
    en suspirar ¡ay de mí!

    José María Heredia








     
  9. clause

    clause Claudia

    Messages:
    8,464
    Location:
    Buenos Aires. Argentina
    Re: ... de poetas, cuentos y leyendas

    :happy: :happy:
    EL HORNERO

    La casita del hornero
    tiene alcoba y tiene sala.
    En la alcoba la hembra instala
    justamente el nido entero.

    En la sala, muy orondo,
    el padre guarda la puerta,
    con su camisa entreabierta
    sobre su buche redondo.

    Lleva siempre un poco viejo
    su traje aseado y sencillo,
    que, con tanto hacer ladrillo,
    se la habrá puesto bermejo.

    Elige como un artista
    el gajo de un sauce añoso,
    o en el poste rumoroso
    se vuelve telegrafista.

    Allá, si el barro está blando,
    canta su gozo sincero.
    Yo quisiera ser hornero
    y hacer mi choza cantando.

    Así le sale bien todo,
    y así, en su honrado desvelo,
    trabaja mirando al cielo
    en el agua de su lodo.
    Por fuera la construcción,
    como una cabeza crece,
    mientras, por dentro, parece
    un tosco y buen corazón.

    Pues como su casa es centro
    de todo amor y destreza,
    la saca de su cabeza
    y el corazón pone adentro.

    La trabaja en paja y barro,
    lindamente la trabaja,
    que en el barro y en la paja
    es arquitecto bizarro.

    La casita del hornero
    tiene sala y tiene alcoba,
    y aunque en ella no hay escoba,
    limpia está con todo esmero.

    Concluyó el hornero el horno,
    y con el último toque,
    le deja áspero el revoque
    contra el frío y el bochorno.

    Ya explora al vuelo el circuito,
    ya, cobre la tierra lisa,
    con tal fuerza y garbo pisa,
    que parece un martillito.

    La choza se orea, en tanto,
    esperando a su señora,
    que elegante y avizora,
    llena su humildad de encanto.

    Y cuando acaba, jovial,
    de arreglarla a su deseo,
    le pone con un gorjeo
    su vajilla de cristal.

    Leopoldo Lugones


     
  10. clause

    clause Claudia

    Messages:
    8,464
    Location:
    Buenos Aires. Argentina
    Re: ... de poetas, cuentos y leyendas

    Alejandro Dumas
    EL HOMBRE DE LA MASCARA DE HIERRO

    Capitulo 21

    .LA MAÑANA

    El joven príncipe descendió de la habitación de Aramis, como el rey había descendido de la mansión de Morfeo. La cúpula bajó, obedeciendo a la presión de Herblay, y Felipe se encontró ante la cama real, que había subido nuevamente, después de haber dejado a Luis XIV en las profundidades del subterráneo.

    Solo, en presencia de aquel lujo, solo ante su poder, ante el papel que iba a verse forzado a desempeñar, Felipe sintió, por primera vez abrirse su alma a las múltiples emociones que son los latidos vitales de un corazón de rey; pero palideció al contemplar aquella cama vacía y aun arrugada por el cuerpo de su hermano.

    Felipe se inclinó para examinar mejor la cama, y vio el pañuelo todavía humedecido con el sudor que corriera por la frente de Luis XIV. Aquel sudor aterró a Felipe como la sangre de Abel aterró a Caín.

    ––Heme aquí cara a cara con mi destino ––dijo entre sí Felipe, pálido y con las pupilas ardientes. ––¿Será más terrible que no doloroso ha sido mi cautiverio? ¿Obligado a seguir a cada instante la soberanía del pensamiento, daré eternamente oído a los escrúpulos de mi corazón?... Sí, el rey ha descansado en esta cama; su cabeza ha impreso esta concavidad en la almohada, y sus amargas lágrimas han humedecido este pañuelo... ¡Y vacilo en acostarme en esta cama, en apretar entre mis dedos este pañuelo que ostenta las armas y la cifra del rey!... ¡Oh! imitemos al señor de Herblay, que dice que la acción debe siempre adelantarse un grado al pensamiento; sí, imitemos al señor de Herblay, que siempre piensa en sí mismo y se tiene por hombre honrado cuando sólo contraría o vende a sus enemigos. Esta cama yo la habría usado si Luis XIV no me lo hubiese impedido con el crimen de nuestra madre; sólo yo habría tenido derecho a servirme de este pañuelo con el escudo de Francia, si, como dice el señor de Herblay, me hubiesen dejado en mi sitio en la cuna real... ¡Felipe, hijo de Francia, sube a tu cama! ¡Felipe, único rey de Francia, recobra tu blasón! ¡Felipe, único heredero presunto de Luis XIII, tu padre, no tengas compasión para el usurpador, que en este instante ni siquiera siente remordimiento alguno por lo que te ha hecho padecer!

    Dicho esto, Felipe, a pesar de la repugnancia instintiva de su cuerpo, y de los estremecimientos y del terror vencidos por la voluntad, se acostó en la cama real.

    Al descansar la cabeza en la mullida almohada, Felipe divisó, encima de él, la corona de Francia, sostenida, como hemos dicho, por el ángel de las alas de oro.

    Contemplad al real intruso, de mirada sombría y cuerpo tembloroso; parece tigre extraviado durante la noche de tormenta, que al través de cañaverales y de incógnitos barrancos, va a acostarse en la caverna del león ausente.

    Puede uno alentar la ambición de acostarse en el lecho del león, pero no esperar dormir tranquilo en él.

    Felipe prestó oído atento a todos los rumores, dejó que su corazón oscilase al soplo de todos los sobresaltos; pero fiado en su energía, redoblada por la exageración de su resolución suprema, aguardó sin debilidad que se presentase una circunstancia decisiva para juzgarse a sí mismo.

    Pero nada sobrevino.

    Hacia la madrugada, una sombra se deslizó en el dormitorio real, sombra que no causó sorpresa alguna a Felipe, tanto más cuanto que la esperaba.

    ––¿Y bien, señor de Herblay? ––dijo el príncipe.

    ––Todo ha concluido, sire.

    ––¿Qué ha pasado?

    ––Lo que esperábamos.

    ––¿Ha resistido?

    ––Encarnizadamente; ha llorado y dado gritos.

    ––¿Y después?

    ––Ha sobrevenido el estupor.

    ––¿Y por fin?

    ––Por fin, victoria completa y silencio absoluto.

    ––¿Sospecha algo el gobernador de la Bastilla?

    ––Nada.

    ––¿Y el parecido?

    ––Es el que ha determinado el buen éxito de la empresa.

    ––Sin embargo, no olvidéis que el preso no puede menos de explicarse, como yo pude hacerlo no obstante haberme visto obligado a combatir un poder incomparablemente más fuerte que el mío.

    ––Ya lo he previsto todo. Dentro de algunos días, más pronto si lo exigen las circunstancias, sacaremos de su prisión al cautivo y lo desterraremos a un punto tan lejano...

    ––Uno vuelve del destierro, señor de Herblay.

    ––He dicho a un punto tan lejano, que las fuerzas materiales del hombre y la duración de su vida no bastarían para procurar su regreso.

    Una vez más el rey y Aramis cruzaron una fría mirada de inteligencia.

    ––¿Y el señor de Vallón? ––preguntó Felipe.

    ––Os lo presentarán hoy, y os felicitará confidencialmente por haberos salvado del peligro que os ha hecho correr el usurpador.

    ––¿Qué haremos de él?

    ––¿Del señor de Vallón?

    ––Un duque vitalicio, ¿no es verdad?

    ––Sí, sire ––respondió Aramis, sonriéndose de un modo particular.

    ––¿Por qué os reís, señor de Herblay?

    ––Me río de la previsora idea de vuestra majestad. ––¿Previsora? ¿qué queréis decir?

    ––Vuestra majestad teme que el pobre Porthos se convierta en un testigo incómodo, y quiere deshacerse de él.

    ––¿Creándole duque?

    ––Sí, sire, porque la alegría va a matarlo, y con él moriría el secreto.

    ––¡Qué decís!

    ––Y yo perderé un buen amigo ––repuso con la mayor flema Herblay.

    En este momento y en medio de la fútil conversación bajo la cual los dos conspiradores ocultaban el gozo y el orgullo del triunfo, Aramis oyó un rumor que le hizo aguzar el oído.

    ––¿Qué pasa? ––preguntó Felipe.

    ––Amanece, sire.

    ––¿Y qué?

    ––Que anoche, antes de acostaron, decidisteis hacer algo llegado el día.

    ––Sí, dije a mi capitán de mosqueteros que lo aguardaría, –– contestó con viveza el joven.

    ––Pues si así lo dijisteis, va a presentarse porque es hombre puntual.

    ––Oigo pasos en el vestíbulo.

    ––Es él.

    ––Ea, empecemos el ataque ––dijo Felipe con resolución.

    ––Cuidado, Sire ––repuso Aramis: ––empezar el ataque, y por D'Artagnan, sería una locura. D'Artagnan no sabe ni ha visto cosa alguna y está a mil leguas de sospechar nuestro misterio; pero si es el primero en entrar hoy aquí, barruntará que ha pasado algo que debe ponerle sobre aviso. Antes que permitáis la entrada a D'Artagnan, debemos ventilar mucho el dormitorio, o introducir en él tanta gente, que el mejor sabueso del reino quede desorientado por tantos rastros diferentes.

    ––¿Cómo despedirle si le he citado? ––observó el príncipe, ardiendo en deseos de medirse con tan temible adversario.

    ––Yo me encargo de ello ––repuso el obispo, ––y para empezar, voy a dar un golpe que dejará aturdido al gascón.

    ––También él sabe darlos ––replicó con viveza el príncipe.

    En efecto, en el exterior resonó un golpe.


    Continua

     
  11. clause

    clause Claudia

    Messages:
    8,464
    Location:
    Buenos Aires. Argentina
    Re: ... de poetas, cuentos y leyendas

    De vez en cuando la vida

    Joan Manuel Serrat



    De vez en cuando la vida
    Nos besa en la boca
    Y a colores se despliega
    Como un atlas,
    Nos pasea por las calles
    En volandas
    Y nos sentimos en buenas manos;
    Se hace de nuestra medida,
    Toma nuestro paso
    Y saca un conejo de la vieja chistera
    Y uno es feliz como un niño
    Cuando sale de la escuela.

    De vez en cuando la vida
    Toma conmigo café
    Y está tan bonita que
    Da gusto verla.
    Se suelta el pelo y me invita
    A salir con ella a escena.

    De vez en cuando la vida
    Se nos brinda en cueros
    Y nos regala un sueño
    Tan escurridizo
    Que hay que andarlo de puntillas
    Por no romper el hechizo.

    De vez en cuando la vida
    Afina con el pincel
    Se nos eriza la piel
    Y faltan palabras
    Para nombrar lo que ofrece
    A los que saben usarla.

    De vez en cuando la vida
    Nos gasta una broma
    Y nos despertamos
    Sin saber qué pasa,
    Chupando un palo sentados
    Sobre una calabaza.


     
  12. clause

    clause Claudia

    Messages:
    8,464
    Location:
    Buenos Aires. Argentina
    Re: ... de poetas, cuentos y leyendas


    Alejandro Dumas
    EL HOMBRE DE LA MASCARA DE HIERRO
    Capitulo 21 Continuación
    Aramis no se engañó: realmente era D'Artagnan quien así se anunciaba.

    Ya hemos visto al mosquetero pasar la noche filosofando con el señor Fouquet; pero aquél estaba fatigadísimo, aun de fingir el sueño. Y apenas el alba iluminó con su azulada aureola las suntuosas cornisas del dormitorio del superintendente, D'Artagnan se levantó de su sillón, acomodó su espada, y con la manga se cepilló el traje y sombrero, como soldado pronto a pasar revista de limpieza.

    ––¿Os vais? ––preguntó Fouquet al gascón.

    ––Sí, monseñor, ¿y vos?

    ––Me quedo.

    ––¿Palabra?

    ––Palabra.

    ––Por otra parte, salgo únicamente en busca de la respuesta que vos sabéis.

    ––De la sentencia queréis decir.

    ––Mirad, monseñor, yo tengo algo de romano antiguo. Esta mañana, al levantarme, he notado que mi espada no se ha enganchado en ninguna agujeta, y que el tahalí ha resbalado sin tropiezo. Es una señal infalible.

    ––¿De prosperidad?

    ––Sí.

    ––¡Diantre! no sabía que vuestra espada os tuviese tan al cabo ––dijo Fouquet. ––¿Es hechicera la hoja de vuestra espada, o está encantada?

    ––Mi espada es miembro de mi cuerpo. He oído decir que a algunos hombres les avisa la pierna o una punzada en las sienes. A mí me avisa mi espada. Pues bien, mi espada nada me ha dicho esta mañana... ¡Ah!, ¡sí!... ahora acaba de caer por sí en el último recodo del tahalí. ¿Sabéis qué presagia esto?

    ––No.

    ––Pues me presagia un arresto para hoy.

    ––Pero si nada triste os predice vuestra espada ––repuso el superintendente, más admirado que enojado de aquella franqueza, ––¿no es triste para vos el arrestarme?

    ––¿Yo arrestaros a vos?

    ––Claro, el presagio...

    ––No es por vos, pues desde anoche estáis arrestado. Luego no seréis vos a quien yo arreste. Por eso me alegro, por eso digo que se me prepara un bien día.

    Dichas estas palabras con afectuoso gracejo, el capitán se despidió de Fouquet para encaminarse a la habitación del rey. ––Dadme la última prueba de afecto ––dijo Fouquet, en el instante en que el gascón iba a atravesar el umbral.

    ––Estoy pronto, monseñor.

    ––Permitidme que vea a Herblay.

    ––Haré cuanto esté en mi mano para conducirlo aquí.

    D'Artagnan llamó a la puerta del dormitorio del rey, y una vez abierta, el gascón pudo creer que el mismísimo rey le había franqueado el paso; suposición que no era inadmisible, atendido el estado de agitación en que el mosquetero dejó a Luis XIV. Pero, en vez de la cara del rey, a quien iba a saludar con el mayor respeto, vio la impasible fisonomía de Herblay.

    ––¡Aramis! ––exclamó D'Artagnan, ––dijo fríamente el prelado.

    ––¡Aquí! ––balbuceó el mosquetero.

    ––Su majestad os ruega que anunciéis que está descansando, pues ha pasado muy mala noche.

    ––¡Ah! ––exclamó D'Artagnan, que no acertaba a explicarse cómo el obispo de Vannes, tan indiferente para el rey la víspera, en seis horas se hubiese convertido en el más corpulento hongo que se hubiese producido en el pasillo de una alcoba real.

    En efecto, para transmitir en el umbral del dormitorio del monarca la voluntad de éste, para servir de intermediario a Luis XIV, y ordenar en su nombre. a dos pasos de él, era preciso haber llegado adonde nunca llegó Richelieu con Luis XIII.

    ––Además ––continuó Aramis, ––cuidaréis, señor capitán, de que esta mañana sólo admitan las entradas, pues su majestad quiere dormir algún tiempo más.

    ––Pero ––objetó D'Artagnan, pronto a atufarse, y sobre todo, a manifestar las sospechas que le inspiraba el silencio del rey; –– pero, señor obispo, su majestad me dio cita para esta mañana.

    ––Más tarde, más tarde ––dijo el rey desde el interior de la alcoba.

    Al oír aquella voz, D'Artagnan sintió una corriente de hielo en las venas, y se inclinó atontado, como quien ve visiones, ante la sonrisa con que Aramis le anonadó luego de proferidas aquellas palabras.

    ––Y en respuesta de lo que veníais a preguntar al rey ––prosiguió el obispo, ––aquí va una orden concerniente al señor Fouquet y de la cual os enteraréis inmediatamente.

    ––¿Una orden de libertad? ––dijo el gascón, tomando la que Aramis le tendió.

    Aquella orden le explicaba la presencia de Aramis en el dormitorio del rey.

    D'Artagnan, a quien le bastaba comprender algo para comprenderlo todo, saludó y avanzó dos pasos para marcharse.

    ––Os acompaño ––dijo Herblay.

    ––¿Adónde?

    ––Al aposento del señor Fouquet; quiero gozar de su contento.

    ––¡Si supierais lo que habéis dado que pensar! ––repuso D'Artagnan.

    ––Pero ahora comprendéis, ¿no es así? ––replicó Herblay.

    ––¡Pues no he de comprender! ––respondió en voz alta el mosquetero. Y entre sí añadió: ––Pues no comprendo ni pizca; pero lo mismo da, aquí traigo la orden. ––Luego dijo al prelado: Adelante, monseñor.

    D'Artagnan condujo a Aramis al dormitorio de Fouquet.




     
  13. clause

    clause Claudia

    Messages:
    8,464
    Location:
    Buenos Aires. Argentina
    Re: ... de poetas, cuentos y leyendas


    JOSÉ DE ESPRONCEDA

    España, Almendralejo, Badajoz (1808-1842)





    A UN RUISEÑOR

    Canta en la noche, canta en la mañana,
    ruiseñor, en el bosque tus amores;
    canta, que llorará cuando tú llores
    el alba perlas en la flor temprana.

    Teñido el cielo de amaranta y grana,
    la brisa de la tarde entre las flores
    suspirará también a los rigores
    de tu amor triste y tu esperanza vana.

    Y en la noche serena, al puro rayo
    de la callada luna, tus cantares
    los ecos sonarán del bosque umbrío.

    Y vertiendo dulcísimo desmayo,
    cual bálsamo süave en mis pesares,
    endulzará tu acento el labio mío.



     
  14. clause

    clause Claudia

    Messages:
    8,464
    Location:
    Buenos Aires. Argentina
    Re: ... de poetas, cuentos y leyendas




    ODA A LA MANZANA
    A ti, manzana,
    quiero
    celebrarte
    llenándome
    con tu nombre
    la boca,
    comiéndote.

    Siempre
    eres nueva como nada
    o nadie,
    siempre
    recién caída
    del Paraíso:
    plena
    y pura
    mejilla arrebolada
    de la aurora!
    Qué difíciles
    son
    comparados
    contigo
    los frutos de la tierra,
    las celulares uvas,
    los mangos
    tenebrosos,
    las huesudas
    ciruelas, los higos
    submarinos:
    tú eres pomada pura,
    pan fragante,
    queso
    de la vegetación.

    Cuando mordemos
    tu redonda inocencia
    volvemos
    por un instante
    a ser
    también recién creadas criaturas:
    aún tenemos algo de manzana.

    Yo quiero
    una abundancia
    total, la multiplicación
    de tu familia,
    quiero
    una ciudad,
    una república,
    un río Mississipi
    de manzanas,
    y en sus orillas
    quiero ver
    a toda
    la población
    del mundo
    unida, reunida,
    en el acto más simple de la tierra:
    mordiendo una manzana.


    Pablo Neruda 1956.

     
  15. mai^a

    mai^a My Garden

    Messages:
    2,692
    Location:
    Argentina
    Re: ... de poetas, cuentos y leyendas

    [​IMG]

    Coretti, un compañero de clase

    Domingo, 13


    Mi padre me perdonó, aunque yo me quedé bastante triste,
    y mi madre me mandó a dar un paseo con el hijo mayor del
    portero. A mitad del paseo, cuando estábamos cerca de un
    carro parado delante de una tienda, oigo que me llaman por
    mi nombre, y me vuelvo.
    Era Coretti, mi compañero de clase, con su jersey color
    chocolate y su gorra de piel, sudando y alegre, que llevaba
    un gran haz de leña al hombro. Un hombre subido al carro le
    echaba un brazado de leña vez por vez; él lo cogía y lo llevaba
    a la tienda de su padre, donde los iba amontonando de prisa
    y corriendo.
    -¿Qué haces, Coretti? -le pregunté.
    -Pues ya lo ves -respondió, tendiendo los brazos para recibir
    la carga-; repaso la lección.
    Me hizo reír. Pero hablaba en serio, y después de coger la leña,
    empezó a decir corriendo:
    -Lláménse accidentes del verbo... sus variaciones según el
    número..., según el número y la persona- Luego, echando y
    amontonando la leña-...según el tiempo..., según el tiempo al
    que se refiere la acción.
    Y volviendo hacia el carro para recibir otro brazado:
    ...-según el modo con que se enuncia la acción.
    Era nuestra lección de Gramática para el día siguiente.
    -¿Qué quieres que haga? -me dijo-. Aprovecho el tiempo.
    Mi padre ha salido con el dependiente para cierto asunto; mi
    madre está enferma, y tengo que ocuparme de la descarga.
    Mientras tanto repaso la lección para mañana. Mi padre me ha
    dicho que estará aquí a las siete para pagarle a usted -dijo
    después al hombre del carro.
    Al marcharse el carro, me dijo Coretti:
    -Entra un momento al almacén.
    Era un local bastante amplio, con montones de haces de leña
    recia y gavillas para encender. A un lado vi una romana. (continúa)