Re: ... de poetas, cuentos y leyendas LA BOCA Boca que arrastra mi boca: boca que me has arrastrado: boca que vienes de lejos a iluminarme de rayos. Alba que das a mis noches un resplandor rojo y blanco. Boca poblada de bocas: pájaro lleno de pájaros. Canción que vuelve las alas hacia arriba y hacia abajo. Muerte reducida a besos, a sed de morir despacio, das a la grama sangrante dos fúlgidos aletazos. El labio de arriba el cielo y la tierra el otro labio. Beso que rueda en la sombra: beso que viene rodando desde el primer cementerio hasta los últimos astros. Astro que tiene tu boca enmudecido y cerrado hasta que un roce celeste hace que vibren sus párpados. Beso que va a un porvenir de muchachas y muchachos, que no dejarán desiertos ni las calles ni los campos. ¡Cuánta boca enterrada, sin boca, desenterramos! Beso en tu boca por ellos, brindo en tu boca por tantos que cayeron sobre el vino de los amorosos vasos. Hoy son recuerdos, recuerdos, besos distantes y amargos. Hundo en tu boca mi vida, oigo rumores de espacios, y el infinito parece que sobre mí se ha volcado. He de volverte a besar, he de volver, hundo, caigo, mientras descienden los siglos hacia los hondos barrancos como una febril nevada de besos y enamorados. Boca que desenterraste el amanecer más claro con tu lengua. Tres palabras, tres fuegos has heredado: vida, muerte, amor. Ahí quedan escritos sobre tus labios. Miguel Hernández
Re: ... de poetas, cuentos y leyendas ¡Buenas noches! Yo aquí aún trabajando y hallando cosas en Internet mientras busco otras. Les dejo una poesía que descubrí recién: Huelga de brujas El mundo hechizado por real decreto hará una huelga de un día completo. Y en el sindicato de brujas chifladas, se propone huelga de escobas paradas. La bruja Anacleta que perdió su escoba, siempre vive en huelga y con cara de boba. La bruja Benita que es muy mandona, secunda la huelga desde su poltrona. El brujo Martín, fino y elegante, ya colgó su escoba en el viejo estante. Y Aníbal, el brujo del vestido roto, ya no tiene escoba porque monta en moto. Las brujas suspenden todas sus tareas, las brujas gorditas y las brujas feas. La huelga es total, ninguna trabaja ni la bruja alta ni la bruja baja. Haciendo gran bulla salen esta noche y de sus embrujos no harán gran derroche. Saldrán sin escoba y sin su caldero, sin el gato negro y el alto sombrero. Esta noche clara contarán estrellas las brujas chifladas y las brujas bellas. Los brujos gentiles y los brujos raros brindarán alegres con vinos muy caros. Esta noche clara con la luna inmensa hay huelga de brujas, lo dice la prensa. Piden al gobierno del mundo encantado un mejor salario, bien remunerado. Terminó la huelga de escobas paradas con todas las brujas cantando sentadas, porque consiguieron de la dirección una buena paga con magia a montón. Zandra Montañez Carreño Y no me agradezcas Claudia, que es un gusto acompañarlas aunque sea de a ratitos, que no es más de lo que dispongo. Soy yo la que debo agradecerles a Ustedes por el gran valor literario de las obras que transcriben y que tanto placer provocan al leerlas. Un beso muy grande
Re: ... de poetas, cuentos y leyendas Alejandro Dumas EL HOMBRE DE LA MASCARA DE HIERRO Capítulo 37 Continuación Al monarca, le tenía desasosegado la desconfianza de Fouquet. Como la primera palabra que me dirija sea dura, ––continuó el ministro pensando––, si se irrita o finge irritarse para tomar un pretexto, ¿cómo salgo del apuro? Suavicemos la pendiente. Gourville tenía razón. Y alzando la voz, dijo de pronto: ––Sire, pues veláis por mi salud hasta el punto de dispensarme de todo trabajo, ¿os dignaríais excusarme de asistir al consejo de mañana? Así podría pasar en cama el día, y probaría un remedio contra estas malditas fiebres si tuvieseis a bien cederme vuestro médico. ––Concedido. Os enviaré mi licencia para mañana, os enviaré mi médico, y recobraréis la salud. ––Gracias, Sire, ––dijo fouquet inclinándose. Y tomando una resolución prosiguió: ––¿Tendré la honra de conducir a Vuestra Majestad a Belle-Isle, a mi casa? ––El ministro miró cara a cara al rey para juzgar del efecto de su proposición. ––¿Sabéis lo que decís? ––replicó el monarca sonrojándose otra vez y esforzándose en sonreírse. ––¿Belle-Isle vuestra casa? ––Es cierto, Sire. ––¿Habéis olvidado, ––;prosiguió Luis XIV con el mismo tono jovial, ––que me donasteis Belle-Isle? ––No lo he olvidado, Sire, pero como todavía no habéis tomado posesión de ella, ahora podríais hacerlo. ––Con mucho gusto. ––Por otra parte ésta era la intención de Vuestra majestad, que era la mía, y no sabría deciros cuán satisfecho y orgulloso me he sentido al ver venir de París toda la casa militar del rey para esa toma de posesión. ––No he traído solamente para eso a mis mosqueteros, ––balbuceó el rey. ––Lo supongo, ––dijo con viveza el superintendente: ––Vuestra Majestad sabe muy bien que le basta ir solo a BelleAsle con un bastoncito para que a su presencia se derrumben todas las fortificaciones. ––No, ––exclamó el rey, ––no quiero que unas fortificaciones tan costosas se derrumben. Queden en pie contra los holandeses y los ingleses. Lo que yo deseo ver en Belle-Isle, no lo adivinaríais: son las hermosas campesinas, solteras y casadas, del interior o de la costa, que bailan tan bien y son tan seductoras con sus sayas rojas. Me han dicho grandes alabanzas de vuestras vasallas, señor superintendente; mostrádmelas. ––Cuando Vuestra Majestad quiera. ––¿Tenéis dispuesto algún buque? ––No, Sire, ––respondió el superintendente, que vio la poco hábil indirecta; ––como ignoraba que Vuestra Majestad tuviera tal deseo, y sobre todo que tuviese tanta prisa por ver a BelleIsle, no he hecho preparativos. ––Sin embargo, ¿no tenéis una embarcación? ––Cinco poseo, sire, pero unas están en Port y otras en Paimboeuf, y para legar adonde están y hacer que vengan, se necesitan a lo menos veinticuatro horas. ¿Quiere Vuestra Majestad que envíe un correo o que vaya yo por alguna de ellas? ––Dejad que pase vuestra calentura. Aguardad a mañana. ––Decís bien, Sire... ¿Quién sabe qué ideas tendremos mañana? ––replicó Fouquet, ya libre de toda duda e intensamente pálido. El rey se estremeció y alargó la mano hacia su campanilla; pero el ministro se le anticipó, diciendo: ––Sire, me da la calentura y estoy tiritando. Si estoy aquí un segundo más, es fácil que me desmaye. Déme Vuestra majestad licencia para ir a acostarme. ––En efecto, tiritáis, y da compasión veros. Recogeos, señor Fouquet; ya enviaré a preguntar por vuestra salud. ––Vuestra Majestad me colma de atenciones. Dentro de una hora estaré mucho mejor. ––Quiero que alguien os acompañe, ––dijo el rey. ––Como os plazca, Sire; de buena gana me apoyaría en el brazo de alguno. ––¡Señor de D'Artagnan! ––gritó el rey tocando de la campanilla. ––¡Oh! Sire, ––repuso Fouquet riéndose de un modo que dio calambres al soberano, ––¿para que me acompañe a mi casa me dais al capitán de mosqueteros? Es un honor muy equívoco, Sire. Me basta un simple lacayo. ––¿Por qué, señor Fouquet? ¿No me acompaña a mí el señor de D'Artagnan? ––Sí, Sire; pero cuando os acompaña es para obedecer, en tanto que yo... ––¿Qué? ––En tanto que yo, Sire, si entro en mi casa con vuestro capitán de mosqueteros, la gente va a decir que habéis mandado arrestarme. ––¡Arrestaros! ––profirió Luis XIV, poniéndose todavía más pálido que fouquet. ––¿Por qué no, Sire? ––prosiguió Fouquet sin cesar de reírse. ––Y apostaría que algunos se alegrarían de ello. Esta salida desconcertó al monarca que, gracias a la habilidad de Fouquet, retrocedió ante la apariencia del golpe que estaba meditando, v al ver entrar a D'Artagnan, ordenó a éste que designara un mosquetero para que acompañase al superintendente. ––Es inútil, ––repuso Fouquet; ––espada por espada, prefiero a Gourville, que me está aguardando abajo; pero esto no impide que yo goce de la compañía dei señor D'Artagnan, que me gustaría que viese Belle-Isle, siendo tan perito en materia de fortificaciones. D'Artagnan se inclinó sin comprender nada. Fouquet hizo una nueva reverencia, y se salió afectando la lentitud del hombre que se pasea; una vez fuera de palacio, dijo entre sí mientras desaparecía entre la muchedumbre: ––Estoy salvado. Si, verás a Belle-Isle, rey infame, pero cuando ya no estaré en ella. ––Capitán, ––dijo el rey al mosquetero, ––vais a seguir al señor Fouquet a cien pasos de distancia. Se encamina a su casa, y allá vais a ir vos también; le arrestáis en mi nombre y le encerráis en una carroza. ––¿En una carroza? Corriente. ––De manera que por el camino no pueda hablar con persona alguna, ni arrojar ningún escrito. ––Lo que Vuestra Majestad me ordena es muy dificil; yo no puedo hacer morir por asfixia al señor Fouquet, y si me pide que le deje respirar, no voy a impedírselo cerrando cristales y cortinillas. Ya veis, pues, que puede gritar y arrojar papeles por la ventanilla. ––Y está previsto el caso; los dos inconvenientes de que acabáis de hablar los obviará una carroza con un enrejado de hierro. ––¡Ah! ––exclamó D'Artagnan; ––pero como no hay quien labre en media hora un enrejado de hierro para una carroza, y Vuestra Majestad me ordena que vaya enseguida a casa del señor Fouquet... ––Ya está, ––replicó el rey. ––Esto es distinto, ––repuso el capitán. ––Todo está pronto, y el cochero y el lacayo aguardan en el patio de servicio. ––Sólo me falta preguntar adónde debo conducir al señor Fouquet, ––dijo D'Artagnan inclinándose. ––Por ahora al castillo de Angers. Luego, veremos. ¡Ah! ya habéis notado que para arrestar al señor Fouquet no me valgo de mis guardias, lo cual pondrá furioso al señor de Gesvres. Esto quiere decir que tengo confianza en vos. Ya lo sé, Sire, y es inútil que lo ponderéis. ––Os lo he dicho con el objeto de manifestaros que si, por casualidad, por una casualidad cualquiera, el señor Fouquet se evadiera... Porque se han dado casos, señor capitán... ––Con frecuencia, Sire; pero eso va con los demás, no conmigo. ––¿Por qué no con vos? ––Porque por un instante he tenido la idea de salvar al señor Fouquet. El rey se estremeció. ––Porque, ––prosiguió el capitán, ––habiendo adivinado yo vuestro plan sin que vos me hubieseis dicho sobre él una palabra, y siéndome simpático el señor Fouquet, al intentar salvarlo estaba en mi derecho. ––En verdad, no podéis tranquilizarme respecto de vuestros servicios, ––repuso el soberano. ––Si yo lo hubiese salvado entonces, mi inocencia no pudiera negarse; y me aventuro a decir que habría obrado bien, porque el señor fouquet no es un criminal. Pero en vez de escucharme, se ha entregado en brazos del destino, y ha dejado escapar la hora de la libertad. El sufrirá las consecuencias. Ahora he recibido órdenes para mí ineludibles; por lo tanto, dad por arrestado al señor superintendente, Sire, y por encerrado en el castillo de Angers. ––Todavía no le habéis echado la mano, capitán. ––Esto es cosa mía; cada uno a lo suyo, Sire. Lo único que os digo, es que lo reflexionéis con madurez. ¿Me dais formalmente la orden de arrestar al señor Fouquet, Sire? ––No una, sino mil veces os la doy si fuera menester. ––Pues venga por escrito. ––Aquí está. D'Artagnan la leyó, saludó al monarca, salió, y al legar a la azotea vio pasar todo satisfecho a Gourville en dirección de la casa del superintendente.
Re: ... de poetas, cuentos y leyendas ACEITUNEROS Andaluces de Jaén, aceituneros altivos, decidme en el alma: ¿quién, quién levantó los olivos? No los levantó la nada, ni el dinero, ni el señor, sino la tierra callada, el trabajo y el sudor. Unidos al agua pura y a los planetas unidos, los tres dieron la hermosura de los troncos retorcidos. Levántate, olivo cano, dijeron al pie del viento. Y el olivo alzó una mano poderosa de cimiento. Andaluces de Jaén, aceituneros altivos, decidme en el alma: ¿quién amamantó los olivos? Vuestra sangre, vuestra vida, no la del explotador que se enriqueció en la herida generosa del sudor. No la del terrateniente que os sepultó en la pobreza, que os pisoteó la frente, que os redujo la cabeza. Árboles que vuestro afán consagró al centro del día eran principio de un pan que sólo el otro comía. ¡Cuántos siglos de aceituna, los pies y las manos presos, sol a sol y luna a luna, pesan sobre vuestros huesos! Andaluces de Jaén, aceituneros altivos, pregunta mi alma: ¿de quién, de quién son estos olivos? Jaén, levántate brava sobre tus piedras lunares, no vayas a ser esclava con todos tus olivares. Dentro de la claridad del aceite y sus aromas, indican tu libertad la libertad de tus lomas. Miguel Hernández, 1937
Re: ... de poetas, cuentos y leyendas Alejandro Dumas EL HOMBRE DE LA MASCARA DE HIERRO Capitulo 38 EL CABALLO BLANCO Y EL CABALLO NEGRO ––Es sorprendente, ––dijo entre sí el gascón; ––¡Gourville corriendo alegre por la calle, cuando está casi seguro de que al señor Fouquet le amaga un peligro, y cuando es también casi seguro de que él es quien ha avisado al superintendente por medio de la carta que éste ha rasgado en mil pedazos aquí mismo! ¿Gourville se restrega las manos? señal de que ha hecho algo de provecho. ¿De dónde vendrá? Llega por la calle de las Hierbas. ¿Adónde va a parar esa calle? D'Artagnan miró por encima de las casas de Nantes, dominadas por el palacio, la línea trazada por las calles, como pudiera haberlo hecho en el plano topográfico; sólo que en vez de un papel extendido, vacío y desierto, el plano viviente se levantaba en relieve con los movimientos, el vocerío y las figuras de personas y cosas. Extramuros se extendía la verde llanura, cerrada por el encendido horizonte y surcada por las azuladas aguas del Loira y por las verdinegras aguas de los pantanos. De las puertas de Nantes partían dos blancos caminos que divergían como dos dedos separados de una mano gigantesca. D'Artagnan, que había abrazado con una mirada todo el panorama, siguiendo la línea de la calle de las Hierbas, fue a parar con la vista al punto de partida de uno de los caminos: y ya se disponía a salir de la azotea para entrar en el torreón y bajar a buscar la enrejada carroza para irse a casa del señor Fouquet, cuando le llamó la atención algo que avanzaba por aquel camino. ––¿Qué es aquello que se mueve allá abajo? ––dijo entre sí el mosquetero. ––Un caballo, un caballo desbocado sin duda. El objeto movedizo se separó del camino y se metió por los sembrados. ––¡Un caballo blanco! ––continuó el gascón, que acababa de ver resaltar el color del animal sobre la oscura alfalfa; ––¡y lo monta alguno! De fijo que el jinete es un muchacho, y que el caballo, sediento, lo lleva al diagonalmente hacia un abrevadero. El caballo blanco corría, corría siempre hacia el Loira a cuyo extremo se veía una pequeña embarcación. ¡Oh! ¡Oh! ––murmuró el mosquetero, ––sólo un hombre que huye corre de tal suerte al través de tierras de labor; sólo un Fouquet, un hacendista puede correr así en pleno día y montan do un caballo blanco: sólo un señor de Belle-Isle puede huir hacia el mar, cuando en tierra hay bosques tan cerrados; y sólo hay un D'Artagnan en el mundo capaz de alcanzar a Fouquet, que lleva media hora de delantera, y antes de una hora habrá llegado a la embarcación que le espera. Dicho esto, el gascón mandó que la carroza del enrejado saliese a escape hacia un bosquecillo situado fuera de Nantes, y, escogiendo su mejor caballo, subió sobre él, echó por la calle de las Hierbas, y tomó, no el camino que llevaba Fouquet, sino la orilla del Loira, seguro de que así ganaría diez minutos sobre el total del trayecto, y, en la intersección de las dos líneas, alcanzaría al fugitivo, que no podía presumir que por aquel lado le persiguiesen. En la rapidez de su carrera, con la impaciencia del perseguidor, animándose como en la caza y en la guerra, D'Artagnan, tan amable y tan bueno con Fouquet, se volvió feroz y caso sanguinario. Mientras corrió por largo tiempo sin ver al caballo blanco, su furor tomó todos los caracteres de la rabia. Dudando de sí mismo, supuso que Fouquet se había abismado en un camino subterráneo, o cambiado el caballo blanco por uno de aquellos famosos caballos negros, veloces como el viento, que D'Artagnan admiraba y envidiara tantas veces en San Mandé. En aquellos momentos, cuando el viento escocía los ojos y le arrancaba lágrimas, y la silla quemaba, y el caballo, abiertas sus carnes por las espuelas, rugía de dolor y hacía volar con sus pies la arena y los guijarros, D'Artagnan levantábase sobre sus estribos, y al no ver nada en el agua ni bajo la arboleda, buscaba en el aire como un insensato, y devorado por el temor del ridículo, decía sin cesar: ––¡Yo! ¡yo burlado por un Gourville! Se dirá que envejezco, o que he recibido un millón para dejar huir a Fouquet. Y hundía sus espuelas en los ijares de su caballo, que en dos minutos había recorrido una legua. De repente y al extremo de una dehesa, allende la valla, D'Artagnan vio aparecer y desaparecer para aparecer de nuevo y permanecer visible en un terreno más elevado, una forma blanca que le hizo estremecerse de alegría y serenarse en seguida. Se enjugó la frente, abrió las rodillas, y, recogiendo las riendas, moderó el paso del vigoroso animal, su cómplice en aquella caza del hombre. Entonces pudo estudiar la forma del camino, y su situación respecto de Fouquet. Este había fatigado a su caballo al atravesar las tierras, y conociendo cuán necesario le era llegar a un suelo más duro, buscaba el camino por la secante más corta. D'Artagnan seguí en línea recta por la pendiente del acantilado que le ocultaba a la vista de su enemigo, para cortarle el paso al llegar al camino, donde iba a principiar la verdadera carrera, a entablarse la lucha. D'Artagnan dejó respirar a su caballo, notó que el superintendente hacía lo mismo con el suyo. Pero como ambos llevaban demasiada prisa para continuar mucho tiempo a aquel paso, el caballo blanco partió como una flecha en cuanto pisó en terreno más resistente. D'Artagnan aflojó las riendas, y su caballo negro tomó el galope. Ambos seguían el mismo camino; los cuádruples ecos de la carrera se confundían; Fouquet aun no había advertido la presencia de D'Artagnan. Pero al la salida de la pendiente, sólo un eco hirió los aires, el de los pasos de la cabalgadura del mosquetero, que producía el efecto del trueno. Fouquet se volvió, y al ver a un centenar de pasos a su espalda a su enemigo inclinado hasta el cuello de su corcel, ya no dudó que le perseguía un mosquetero, al que conoció por su bruñido tahalí y su roja casaca. Fouquet, pues, aflojó también las riendas a su caballo, que puso entre él y su adversario veinte pies más de distancia. ¡Ah! ––dijo entre sí D'Artagnan con inquietud, ––el caballo que monta Fouquet no es de los ordinarios. Y examinó las particularidades de aquel corcel; vio que tenía redonda la grupa, larga y enjuta la cola, patas delgadas y secas como alambres y cascos más duros que el mármol. D'Artagnan picó a su caballo, perola distancia continuó siendo igual. El mosquetero prestó oído atento pero no oyó ni un resoplido del caballo blanco, no obstante dejar atrás los vientos. El caballo negro, por el contrario, empezaba a roncar como si le hubiese dado un ataque de tos. ––Aunque reviente mi caballo, ––pensó D'Artagnan, ––debo darle alcance. Y rasgando la boca del pobre animal y lacerándole las carnes vivas con sus espuelas, logró ganar sobre Fouquet unas veinte toesas, es decir a tiro de pistola. ––¡Animo! ¡Animo! ––murmuró el mosquetero; ––el caballo blanco quizá se debilite también, y si no cae el caballo, caerá su amo. Pero caballo y caballero, continuaron derechos unidos, y poco a poco ganaron terreno. D'Artagnan lanzó un grito salvaje que hizo volver el rostro al Fouquet, cuya montura conservaba bastantes fuerzas. ––¡Famoso caballo! ––dijo con ronca voz D'Artagnan. ––¡Voto al diablo! señor Fouquet, en nombre del rey, daos preso. ––Y al ver que fouquet no respondía, aulló: ––¿Me habéis oído, señor Fouquet? El caballo de D'Artagnan dio un paso en falso. ––Sí, contestó lacónicamente el ministro. D'Artagnan estuvo para volverse loco, la sangre afluyó a las sienes y a los ojos. ––¡En nombre del rey, deteneros, u os derribo de un pistoletazo! ––gritó el mosquetero. ––Derribadme, ––exclamó fouquet corriendo siempre. D'Artagnan tomó una de sus pistolas y la amartilló, esperando que el ruido al amartillarla detendría a su enemigo. También vos lleváis pistolas, defendeos, ––le dijo. Fouquet volvió el rostro, y mirando al gascón cara a cara, se desbrochó con la mano derecha el jubón; pero no tocó a las pistoleras. Entre ellos apenas había veinte pasos. ––¡Voto al diablo! ––exclamó D'Artagnan, ––no os asesinaré; si no queréis disparar contra mí, rendíos. ¿Qué es la prisión? ––Prefiero morir, ––respondió Fouquet; ––así sufriré menos. ––Bueno, os prenderé vivo, ––repuso D'Artagnan loco de desesperación y arrojando su pistola. Y haciendo un prodigio de que sólo era él capaz, puso su caballo a diez pasos del caballo blanco; ya estiraba la mano para agarrar su presa, cuando Fouquet exclamó: ––Matadme; es más humano. ––No, vivo, vivo. Pero el caballo de D'Artagnan dio otro paso en falso, y perdió terreno, y Fouquet se adelantó. Al galope desencadenado había seguido el trote largo, y a éste el simple trote; la carrera parecía tan frenética como al principio a aquellos fatigados atletas. ––¡A vuestro caballo, no a vos! ––gritó D'Artagnan fuera de sí, empuñando la segunda pistola y disparando sobre el caballo blanco. El animal, herido en la grupa, dio un brinco terrible y se encabritó; pero el de D'Artagnan caía muerto. ––Estoy deshonrado, ––dijo entre sí el mosquetero, ––soy un miserable. Y levantando la voz, añadió: ––Señor Fouquet, por favor, echadme una de vuestras pistolas para levantarme la tapa de los sesos. Fouquet siguió su marcha. ––¡Por favor, por favor! ––exclamó D'Artagnan, ––lo que no queréis en este instante, le haré dentro de una hora. Hacedme este favor, señor Fouquet: dejadme que me mate aquí, en este camino, y así moriré como un valiente estimado. Fouquet continuó trotando y callado. D'Artagnan echó a correr tras su enemigo, y sucesivamente fue arrojando al suelo su sombrero y su casaca, que le incomodaban, la vaina de su espada, que se le metía entre las piernas, y por último no pudiendo sostenerla en la mano, su espada. El caballo blanco agonizaba, y D'Artagnan iba acercándose. Agotadas ya las fuerzas, el animal pasó del trote al paso corto, y poseído del vértigo y echando sangre y espuma por la boca, movía violentamente la cabeza. D'Artagnan hizo un esfuerzo desesperado; de un brinco se echó sobre Fouquet, y asiéndole de una pierna, dijo con voz entrecortada y jadeante: ––Os arresto en nombre dei rey. Ahora sacadme los sesos de un pistoletazo, los dos habremos cumplido con nuestro deber. Fouquet arrojó lejos de sí, al río, las dos pistolas de que pudiera haberse apoderado el gascón, y se apeó, diciendo: ––Me entrego. Ahora apoyaos en mi brazo, pues vais a desmayaros. ––Gracias, ––murmuró D'Artagnan que efectivamente, sintió que le faltaba la tierra y el cielo se le venía encima, y cayó sin fuerzas y sin aliento. Fouquet bajó al río, recogió agua en su sombrero, y volviendo adonde el mosquetero, le refrescó las sienes y le vertió algunas gotas en los labios. D'Artagnan se incorporó, mirando alrededor y al ver al ministro con su humedecido sombrero en la mano y sonriendo con inefable dulzura, exclamó: ––¡Cómo! ¿no habéis huido? ¡Ah, monseñor!, en punto a lealtad, corazón y alma, el verdadero rey no es el Luis del Louvre, ni el Felipe de Santa Margarita, sino vos, el proscrito, el condenado. ––Pero, ¿cómo vamos a arreglarnos para regresar a Nantes? Estamos muy lejos. ––Es verdad, ––contestó el mosquetero. ––Quizás el caballo pueda regresar. ¡era tan buen corcel! subíos sobre él, señor de D'Artagnan; yo iré a pie hasta que hayáis descansado. ––¡Pobre bestia! ¡Herida! ––dijo el gascón. ––Todavía podrá caminar, la conozco: pero montemos sobre ella los dos. ––Probemos ––repuso el capitán. Cuando el caballo sintió el doble peso, vaciló: mas se repuso y anduvo por algunos minutos, luego cayó junto al caballo negro. ––El destino quiere que vayamos a pie; magnífico pase, ––dijo Fouquet apoyándose en el brazo de D'Artagnan. ––Mal día para mí, ¡Voto a mil bombas! ––exclamó el mosquetero con la mirada fija, frunciendo el ceño y el corazón triste. Lentamente hicieron Fouquet y D'Artagnan las cuatro leguas que les separaba del bosque, tras el cual les esperaba la carroza con una escolta. Al ver Fouquet la siniestra máquina, se volvió hacia D'Artagnan, que avergonzado por Luis XIV bajó los ojos, y dijo: ––Poco generoso es el hombre que ha concebido la idea, señor de D'Artagnan, y ese hombre no sois vos. ¿Para qué ese enrejado? ––Para impediros que arrojéis por la ventanilla algún escrito. ––Es ingenioso. ––Pero, si no escribir, podéis hablar. ––¿Con vos? ––Si os place. Fouquet se quedó pensativo, y después dijo, mirando cara a cara al capitán. ––Una sola palabra; ¿la retendréis? ––Sí, monseñor. ––¿La trasmitiréis a quien yo quiero? ––La trasmitiré. ––”San Mandé”, ––dijo en voz baja Fouquet. ––Está bien. ¿Y a quién tengo que transmitirla? ––A la señora de Belliere o a Pelissón. ––Lo haré. La carroza atravesó Nantes y tomó el camino de Angers.
Re: ... de poetas, cuentos y leyendas Poema Elegía Primera de Miguel Hernandez Atraviesa la muerte con herrumbrosas lanzas, y en traje de cañón, las parameras donde cultiva el hombre raíces y esperanzas, y llueve sal, y esparce calaveras. Verdura de las eras, ¿qué tiempo prevalece la alegría? El sol pudre la sangre, la cubre de asechanzas y hace brotar la sombra más sombría. El dolor y su manto vienen una vez más a nuestro encuentro. Y una vez más al callejón del llanto lluviosamente entro. Siempre me veo dentro de esta sombra de acíbar revocada, amasado con ojos y bordones, que un candil de agonía tiene puesto a la entrada y un rabioso collar de corazones. Llorar dentro de un pozo, en la misma raíz desconsolada del agua, del sollozo, del corazón quisiera: donde nadie me viera la voz ni la mirada, ni restos de mis lágrimas me viera. Entro despacio, se me cae la frente despacio, el corazón se me desgarra despacio, y despaciosa y negramente vuelvo a llorar al pie de una guitarra. Entre todos los muertos de elegía, sin olvidar el eco de ninguno, por haber resonado más en el alma mía, la mano de mi llanto escoge uno. Federico García hasta ayer se llamó: polvo se llama. Ayer tuvo un espacio bajo el día que hoy el hoyo le da bajo la grama. ¡Tanto fue! ¡Tanto fuiste y ya no eres! Tu agitada alegría, que agitaba columnas y alfileres, de tus dientes arrancas y sacudes, y ya te pones triste, y sólo quieres ya el paraíso de los ataúdes. Vestido de esqueleto, durmiéndote de plomo, de indiferencia armado y de respeto, te veo entre tus cejas si me asomo. Se ha llevado tu vida de palomo, que ceñía de espuma y de arrullos el cielo y las ventanas, como un raudal de pluma el viento que se lleva las semanas. Primo de las manzanas, no podrá con tu savia la carcoma, no podrá con tu muerte la lengua del gusano, y para dar salud fiera a su poma elegirá tus huesos el manzano. Cegado el manantial de tu saliva, hijo de la paloma, nieto del ruiseñor y de la oliva: serás, mientras la tierra vaya y vuelva, esposo siempre de la siempreviva, estiércol padre de la madreselva. ¡Qué sencilla es la muerte: qué sencilla, pero qué injustamente arrebatada! No sabe andar despacio, y acuchilla cuando menos se espera su turbia cuchillada. Tú, el más firme edificio, destruido, tú, el gavilán más alto, desplomado, tú, el más grande rugido, callado, y más callado, y más callado. Caiga tu alegre sangre de granado, como un derrumbamiento de martillos feroces, sobre quien te detuvo mortalmente. Salivazos y hoces caigan sobre la mancha de su frente. Muere un poeta y la creación se siente herida y moribunda en las entrañas. Un cósmico temblor de escalofríos mueve temiblemente las montañas, un resplandor de muerte la matriz de los ríos. Oigo pueblos de ayes y valles de lamentos, veo un bosque de ojos nunca enjutos, avenidas de lágrimas y mantos: y en torbellino de hojas y de vientos, lutos tras otros lutos y otros lutos, llantos tras otros llantos y otros llantos. No aventarán, no arrastrarán tus huesos, volcán de arrope, trueno de panales, poeta entretejido, dulce, amargo, que al calor de los besos sentiste, entre dos largas hileras de puñales, largo amor, muerte larga, fuego largo. Por hacer a tu muerte compañía, vienen poblando todos los rincones del cielo y de la tierra bandadas de armonía, relámpagos de azules vibraciones. Crótalos granizados a montones, batallones de flautas, panderos y gitanos, ráfagas de abejorros y violines, tormentas de guitarras y pianos, irrupciones de trompas y clarines. Pero el silencio puede más que tanto instrumento. Silencioso, desierto, polvoriento en la muerte desierta, parece que tu lengua, que tu aliento, los ha cerrado el golpe de una puerta. Como si paseara con tu sombra, paseo con la mía por una tierra que el silencio alfombra, que el ciprés apetece más sombría. Rodea mi garganta tu agonía como un hierro de horca y pruebo una bebida funeraria. Tú sabes, Federico García Lorca, que soy de los que gozan una muerte diaria.
Re: ... de poetas, cuentos y leyendas Alejandro Dumas EL HOMBRE DE LA MASCARA DE HIERRO Capítulo 39 EN EL CUAL LA ARDILLA CAE Y LA CULEBRA VUELA Eran las dos de la tarde, y el rey, inquieto, iba y venía de su gabinete a la azotea, abriendo de vez en cuando la puerta del corredor para ver lo que hacían sus secretarios. Colbert, sentado en el mismo sitio en que Sain-Aignán pasó tanto tiempo por la mañana, estaba conversando en voz baja con Brienne. Luis XIV abrió de pronto la puerta y les preguntó: ––¿De qué estáis hablando? ––De la primera sesión de los estados. ––respondió Brienne levantándose. ––Está bien, ––repuso el monarca entrando otra vez. Cinco minutos después la campanilla llamó a Rose, por ser ya la hora de despacho. ––¿Habéis acabado vuestras copias? ––preguntó el rey. ––Aun no, Sire. ––Ved si ha regresado el señor de D'Artagnan. ––Todavía no. ––¡Es extraño! ––murmuró el rey. ––Llamad al señor Colbert. Colbert entró. ––Señor Colbert, ––dijo el rey con viveza, ––sería del caso indagar qué ha sido del señor de D'Artagnan. ––¿Y dónde quiere Vuestra Majestad que se le busque? ––repuso con toda calma el intendente. ––¿No sabéis adónde le he enviado? ––replicó con aspereza el monarca. ––Vuestra Majestad no me lo ha dicho. ––Hay cosas que se adivinan, y sobre todo vos las adivináis. ––Yo puedo suponer, pero me está vedado adivinar del todo. Apenas Colbert dijo esto, una voz más ruda que la del rey interrumpió la conversación empezada entre el monarca y el intendente. ––¡D'Artagnan! ––exclamó Luis XIV lleno de alegría. ––Sire, ––preguntó el mosquetero, pálido y de pésimo humor, ––¿ha sido Vuestra Majestad quien ha dado órdenes a mis mosqueteros? ––¿Qué órdenes? ––preguntó el rey. ––Respecto de la casa del señor Fouquet. ––No. ––contestó Luis. ––¡Ah! ––repuso D Artagnan royéndose el bigote. Y señalando a Colbert, añadió: ––No me engañé, es ese caballero. ––¿Qué orden? Vamos a ver, ––dijo el monarca. ––La de revolver toda la casa, apalear a los criados y empleados del señor de Fouquet, fracturar los cajones, en una palabra, saquear una morada tranquila. Eso es una salvajada, ¡voto al diablo! ––¡Caballero!... ––repuso Colbert intensamente pálido. ––Señor Colbert, ––atajó D'Artagnan, ––sólo el rey tiene el derecho de mandar a mis mosqueteros. A vos os lo vedo, y ante Su Majestad os lo digo. ¿Os habéis figurado que un caballero que ciñe espada es un bergante que lleva la pluma a la oreja? ––¡D'Artagnan! ¡D'Artagnan! ––exclamó el rey. ––No puede darse mayor humillación. ––prosiguió el mosquetero; ––mis soldados están deshonrados, yo no mando retires o escribientes de la intendencia. ––Pero vamos a ver ¿que pasa? ––dijo con voz de autoridad el monarca. ––Pasa, Sire, que este caballero, que no puede haber adivinado las órdenes de Vuestra Majestad, y por lo tanto no ha sabido que había salido para arrestar al señor Fouquet, el caballero, que ha hecho construir una jaula de hierro para encerrar en ella a su amo de ayer, ha enviado a Roncherat a casa del señor fouquet, para apoderarse de los papeles de éste, y no han dejado mueble sano. Mis mosqueteros, en cumplimiento de mis órdenes, cercaban la casa desde la mañana. Y pregunto yo: ¿por qué se han propasado a hacerlos entrar? ¿Por qué les han hecho cómplices del saqueo, obligándoles a presenciarlo? ¡Vive Dios! Nosotros ser, vimos al rey, pero no el señor Colbert. ––¡Señor de D'Artagnan! ––repuso con severidad Luis XIV, –– no permito que en mi presencia se hable en ese tono. ––He obrado en pro de Su Majestad, ––dijo Colbert con voz alterada, ––y es para mí muy duro verme tratado tan mal por un oficial del rey, tanto más cuanto no puedo replicaros por vedármelo el respeto que debo al mi soberano. ––¡El respeto que debéis a vuestro soberano! ––prorrumpió D'Artagnan echando llamas por los ojos. El respeto que debe uno al su soberano consiste ante todo en hacer respetar su autoridad y hacer amable su persona. Todo agente de un poder absoluto representa ese poder, y cuando los pueblos maldicen la mano que los maltrata, Dios les pide cuentas a la mano real, ¿oís? D'Artagnan tomó una actitud altiva, y con la mirada fiera, la mano sobre la espada y temblándole los labios, fingió más cólera que sentía. Colbert, humillado y devorado por la rabia, saludó al rey como pidiéndole licencia para retirarse. El rey, contrariado en su orgullo y en su curiosidad, no sabía qué hacer. D'Artagnan, al verle titubear, comprendió que de quedarse más tiempo en el gabinete sería cometer una falta; lo que él quería era conseguir un triunfo sobre Colbert, y la única manera de conseguirlo era herir tan hondo y en lo vivo al rey, que a éste no le quedase otra salida que escoger entre uno y otro antagonista. D'Artagnan se inclinó; pero el rey, que ante todo quería saber nuevas exactas sobre el arresto del superintendente de hacienda, se olvidó de Colbert, que nada nuevo tenía que decir, y llamó a su capitán de mosqueteros, diciéndole: ––Señor de D'Artagnan, explicadme primero cómo habéis hecho mi comisión; luego descansaréis. El gascón, que iba a salir, se detuvo a la voz del rey y retrocedió. Colbert se inclinó ante él, se irguió a medias ante el mosquetero, y, con los ojos animados de fuego siniestro, y la muerte en el corazón, salió del gabinete. ––Sire, ––dijo D'Artagnan ya solo con el monarca y más tranquilo, ––sois un rey joven, y a la aurora es cuando uno adivina si el día será hermoso o triste. ¿Qué queréis que augure de vuestro reinado el pueblo que dios ha puesto bajo vuestra ley, si dejáis que entre vos y él se interpongan ministros todo cólera y violencia? Pero hablemos de mí, Sire, dejemos una discusión que os parece ociosa y tal vez inconveniente. He arrestado al señor Fouquet. ––Largo tiempo os ha costado, ––repuso con acritud el monarca. ––Veo que me he explicado mal, ––dijo D'Artagnan mirando con fijeza a Luis XIV. ––¿He dicho a Vuestra Majestad que he arrestado al señor Fouquet? ––Sí, ¿y qué? ––Que rectifico diciendo que el señor Fouquet me ha arrestado a mí. Entonces Luis XIV enmudeció de sorpresa, D'Artagnan, con su mirada de lince, comprendió lo que pasaba en el ánimo de su soberano, y, sin darle tiempo de hablar, contó, con la poesía y gracejo que tal vez únicamente él poseía en aquel tiempo, la evasión de Fouquet, la persecución, la encarnizada carrera, y, por último, la inimitable generosidad del superintendente, que pudiendo huir y matar a su perseguidor, había preferido la prisión, y quizás otra cosa peor, a la humillación de aquel que quería arrebatarle su libertad. A medida que iba narrando el capitán de mosqueteros, Luis XIV se agitaba y devoraba las palabras mientras hacía chasquear unas contra otras sus uñas. ––Resulta, pues, Sire, a lo menos a mis ojos que el hombre que de tal suerte se conduce es caballeroso y no puede ser enemigo del rey. Tal es mi opinión, Sire, os lo repito. Sé lo que me vais a decir, y ante todo me inclino, pues para mí es muy respetable; pero soy soldado, y cumplida que me han dado, me callo. ––¿Dónde está ahora el señor Fouquet? ––preguntó tras un instante de silencio el monarca. ––En la jaula de hierro que para él ha mandado construir el señor Colbert, y que en este instante vuela hacia Angers al galope de cuatro briosos caballos. ––¿Por qué os habéis separado de él por el camino? ––Porque Vuestra Majestad no me dijo que yo fuera hasta Angers. Y la mejor prueba de ello es que Vuestra Majestad andaba buscándome hace poco. Además, me asistía otra razón, y es que, ante mí, el pobre señor Fouquet no hubiera intentado evadirse. ––¿Decís? ––exclamó el rey estupefacto. ––He confiado su custodia al sargento más torpe de cuantos hay entre mis mosqueteros, al fin de que el preso se evada. ––¿Estáis loco, señor de D'Artagnan? ––exclamó el rey cruzando los brazos. ––¡Ah! Sire, no esperéis que después de lo que el señor fouquet acaba de hacer por vos y por mí que me convierta en su enemigo. No me confiéis nunca su custodia. Sire, si tenéis empeño en que quede bajo cerrojos; porque por muy fuerte que sean las rejas del la jaula, el pájaro acabará por volar. ––Me admira que no hayáis seguido desde luego la suerte de aquel a quien el señor Fouquet quería sentar en mi trono, –– repuso el rey con voz sombría. ––Así os habríais ganado lo que os hace falta: afecto y gratitud. En mi servicio no se encuentra más que un amo. ––Si el señor fouquet no hubiese ido por vos a la Bastilla, Sire, ––replicó D'Artagnan con energía, ––sólo hubiese ido otro hombre, yo, y eso vos lo sabéis. El rey se calló, nada tenía que objetar. Al escuchar a D'Artagnan, Luis XIV recordó al mosquetero de años antes, al que, en el palacio real, estaba escondido tras las colgaduras de su cama, cuando el pueblo de París, guiado por el cardenal de Retz, fue a asegurarse de la presencia del rey; al D'Artagnan a quien él saludaba con la mano desde la portezuela de su carroza al ir a Notre Dame regresando a París; al soldado que le dejó en Blois; al teniente a quien volvió a llamar junto a sí, cuando la muerte de Mazarino puso el poder en sus manos, al hombre siempre fiel, valiente y abnegado. Luis se dirigió a la puerta y llamó a Colbert, que se presentó inmediatamente, pues no se había movido del corredor en que estaban trabajando los secretarios. ––¿Habéis mandado hacer una pesquisa en casa del señor Fouquet? ––preguntó el rey al intendente. ––Sí, Sire, ––respondió Colbert. ––¿Qué resultado ha producido? ––El señor de Roncherat, a quien han acompañado los mosqueteros, me ha entregado algunos papeles. ––Los veré... Dadme vuestra mano. ––¿Mi mano, Sire? ––Sí, para ponerla en la del señor de D'Artagnan. Y volviéndose hacia el gascón, que al ver al intendente tomó de nuevo su actitud altiva, añadió: ––Como no conocéis al hombre a quien tenéis ante vos, os lo presento. En los cargos subalternos no pasa de ser un mediano servidor; pero si le elevo a la cima, será un grande hombre. ––¡Sire! ––tartamudeó Colbert, fuera de sí de gozo y de temor. ––Ahora comprendo, ––dijo D'Artagnan al oído del rey: ––estaba celoso. ––Eso es, y sus celos le ataban las alas. ––En adelante será una serpiente ––murmuró el mosquetero con un resto de odio contra su adversario de hacía poco. Pero Colbert se acercó a D'Artagnan con fisonomía tan diferente de la habitual, se presentó tan bueno, tan franco, tan comunicativo, y sus ojos cobraron una expresión de inteligencia tan noble, que el mosquetero, que era gran fisonomista, se sintió conmovido casi hasta el extremo de cambiar sus convicciones. ––Lo que el rey os ha dicho, ––repuso Colbert estrechando la mano de D'Artagnan, ––prueba cuánto conoce su Majestad a los hombre. La encarnizada oposición que hasta hoy he desplegado, no contra individuos, sino contra abusos, prueba que no tenía otro fin que el de prestar a mi señor un gran reinado, y a mi patria un gran bienestar. Tengo muchos planes, señor D'Artagnan, y los veréis desenvolverse al sol de la paz; y si no tengo la certidumbre y la dicha de conquistarme la amistad de los hombres honrados, a lo menos estoy seguro de conseguir su estima, y por su admiración daría mi vida. Aquel cambio, aquella súbita elevación y las muestras de aprobación del soberano, dieron mucho que pensar al mosquetero; el cual saludó muy cortésmente a Colbert, que no le perdía de vista. El rey, al verlos reconciliados les despidió y una vez fuera del gabinete, el nuevo ministro detuvo al capitán y le dijo: ––¿Cómo se explica, señor de D'Artagnan, que un hombre tan perspicaz como vos no me haya conocido a la primera mirada? ––Señor Colbert ––contestó el mosquetero, ––el rayo de sol en los ojos propios impide ver el más ardiente brasero. Cuando un hombre ocupa el poder, brilla, y pues vos habéis llegado a él, ¿qué sacaríais en perseguir al que acaba de perder el favor del rey y ha caído de tal altura ––¿Yo perseguir al señor Fouquet? ¡Nunca! Lo que yo quería era administrar la hacienda, pero solo, porque soy ambicioso, y sobre todo porque tengo la más grande confianza en mi mérito; porque sé que todo el dinero de Francia ha de venir a parar a mis manos, y me gusta ver el dinero del rey; porque si me quedan treinta años de vida, en ese tiempo no me quedará para mí ni un óbolo; porque con el dinero que yo obtenga voy a construir graneros, edificios y ciudades y a abrir puertos; porque fundaré bibliotecas y academias, y convertiré a mi patria en la nación más grande y más rica del mundo. He ahí las causas de mi animosidad contra el señor Fouquet, que me impedía obrar. Además, cuando yo sea grande y fuerte, y sea fuerte y grande la Francia, a mi vez gritaré: ¡Misericordia! ––¿Misericordia, decís? Pues pidamos al rey la libertad del señor Fouquet, en quien Su Majestad no se ensaña sino por vos. ––Señor de D'Artagnan, ––repuso Colbert irguiéndola cabeza, ––yo no entro ni salgo en esto; vos sabéis que el rey tiene una enemistad personal contra el señor Fouquet. ––El rey se cansará, y olvidará. ––Su Majestad nunca olvida, señor de D'Artagnan... ¡Hola! el rey llama y va a dar una orden... Ya veis que yo no he influido para nada. Escuchad. En efecto, el rey llamó a sus secretarios, y al mosquetero. ––Aquí estoy, Sire, ––dijo D'Artagnan. ––Dad al señor de Saint-Aignán veinte mosqueteros para que custodien al señor Fouquet. D'Artagnan y Colbert cruzaron una mirada. Y que desde Angers trasladen al preso a la Bastilla de París, ––continuó el monarca. ––Tenéis razón, ––dijo el capitán al ministro. ––Saint-Aignán, ––prosiguió Luis XIV, ––mandaréis fusilar a todo el que hable por el camino en voz baja al señor Fouquet. ––¿Y yo, Sire? ––preguntó Saint-Aignán. ––Vos solamente le hablaréis en presencia de los mosqueteros. Saint-Aignán hizo una reverencia y salió para hacer ejecutar la orden; y D'Artagnan iba a retirarse también, cuando el rey le detuvo, diciéndole: ––Vais a salir inmediatamente para tomar posesión de la isla del feudo de Belle-Isle. ––¿Yo solo, Sire? ––Llevaos cuantas tropas sean necesarias para no sufrir un descalabro si la plaza se resiste. Del grupo de cortesanos partió un murmullo de incredulidad aduladora. ––Ya se ha visto, ––repuso D'Artagnan. ––Lo presencié en mi infancia, y no quiero presenciarlo otra vez. ¿Habéis oído? Pues manos a la obra, y no volváis sino con las llaves de la plaza. ––Es esta una misión que, si la desempeñáis bien. ––dijo Colbert al gascón, ––os dará el bastón de mariscal de Francia. ––¿Por qué me decís si la desempeño bien? ––Porque es difícil. ––¿En qué? ––En Belle-Isle tenéis amigos, y a hombres como vos no les es tan fácil pasar por encima del cuerpo de un amigo para triunfar. D'Artagnan bajó la cabeza, mientras Colbert se volvía al gabinete del rey. Un cuarto de hora después el gascón recibió por escrito la orden de hacer volar a Belle-Isle, en caso de resistencia, y confiriéndole el derecho de todo justicia sobre todos los habitantes de la isla o “refugiados”, con prescripción de no dejar escapar ni uno. ––Colbert tenía razón, ––dijo entre sí D'Artagnan, ––mi bastón de mariscal va a costar la vida a mis dos amigos. Pero se olvidan que mis amigos son listos como los pájaros, y que no aguardarán a que les caiga encima la mano del pajarero par desplegar las alas; y yo voy a mostrarles tan bien la mano, que tendrán tiempo de verla. ¡Pobre Porthos, pobre Aramis! No, mi fortuna no os costará ni una pluma de vuestras alas. Habiendo concluido esto, D'Artagnan concentró el ejército real, lo hizo embarcar en Paimboeuf, y se dio a la vela sin perder un momento.
Re: ... de poetas, cuentos y leyendas ÁLAMO BLANCO Arriba canta el pájaro y abajo canta el agua. (Arriba y abajo, se me abre el alma). ¡Entre dos melodías, la columna de plata! Hoja, pájaro, estrella; baja flor, raíz, agua. ¡Entre dos conmociones, la columna de plata! (¡Y tú, tronco ideal, entre mi alma y mi alma!) Mece a la estrella el trino, la onda a la flor baja. (Abajo y arriba, me tiembla el alma). Juan Ramón Jiménez
Re: ... de poetas, cuentos y leyendas Alejandro Dumas EL HOMBRE DE LA MASCARA DE HIERRO Capítulo 40 BELLE-ISLE-EN-MER Hacia el extremo del muelle en el paseo que bate furioso mar durante el flujo de la tarde, dos hombres asidos del brazo tenían una conversación animada y expansiva, sin que nadie pudiese oír lo que decían, porque el viento se llevaba una a una sus palabras como la blanca espuma arrancada a la cresta de las olas. El sol se había puesto tras el océano, encendido como un crisol gigantesco. Algunas veces, uno de los dos interlocutores se volvía hacia el Este, y sombrío interrogaba la superficie del mar, mientras el otro quería leer en las miradas de su compañero. Luego, reanudaban su paseo, taciturnos. Los dos sujetos eran los proscriptos Porthos y Aramis, refugiados en Belle-Isle después de la ruina de sus esperanzas y del desquiciamiento del vasto plan de Herblay. ––Por más que digáis, mi querido Aramis, ––repuso Porthos respirando con todas sus fuerzas el aire salino que henchía su robusto pecho, no es natural la desaparición de todas las barcas de pesca que hace dos días se hicieron al la mar, porque no se ha desencadenado temporal alguno y ha reinado constante calma. Ni con tormenta podían haber zozobrado todas las barcas. Repito que me extraña. Tenéis razón, Porthos, ––contestó Aramis, ––es extraño. Y además, ––prosiguió el gigante, a quien el asentimiento del obispo de Vannes despertaba las ideas, ––si las barcas hubiesen naufragado, hubiera llegado algún resto la estas playas. ––Lo he notado como vos. ––Reparad también en que las dos únicas barcas que quedaban en toda la isla y a las cuales envié en busca de las demás... Aramis interrumpió a su compañero con un grito y un movimiento tan repentinos, que Porthos se calló estupefacto. ––¡Cómo! ––exclamó Aramis, ––¿vos habéis enviado las dos barcas!... ––A buscar las demás, sí, ––respondió con sencillez Porthos. ––¡Ah, desventurado! ¿Qué habéis hecho? ¡entonces estamos perdidos! ––¡Perdidos! ––exclamó el gigante despavorido. ––¿Por qué estamos perdidos, Aramis? ––Nada, nada, ––repuso el obispo mordiéndose los labios. –– Quise decir... ––¿Qué? ––Que si quisiéramos dar un paseo por el mar, no podríamos. ––¡Valiente placer, por mi vida! para quien lo apetezca. Lo que yo deseo, no es el gusto más o menos grande que uno puede recibir en Belle-Isle, sino en Pierrefonds, Bracieux, Vallón, en mi hermosa Francia; porque aquí no estamos en Francia, amigo mío, ni sé dónde. Lo que digo con toda la sinceridad de mi alma, y perdonad mi franqueza en gracia a mi afecto, es que aquí me siento mal. Amigo Porthos, ––dijo Aramis ahogando un suspiro, ––he ahí por qué es tan triste que hayáis enviado las dos barcas que nos quedaban. De no haberlas enviado, ya hubiéramos partido. ––¡Partido! ¿Y la consigna? ––¿Qué consigna? ––¡Pardiez! La consigna que diariamente y bajo cualquier pretexto me repetíais, esto es, que guardáramos a Belle-Isle contra el usurpador. ––Es verdad, ––murmuró Aramis. Ya veis, pues, que no podemos partir, y que nada nos perjudica el envío de las dos barcas. Aramis se calló, y tendió por el inmenso mar su mirada, luminosa como la de la gaviota, para penetrar más allá del horizonte. ––A pesar de eso, ––continuó Porthos, ––que estaba tanto más aferrado al su idea, ––no me dais explicación alguna respecto a lo que pueda haber sucedido al las desventuradas barcas. Doquiera paso, oigo ayes y lamentos; los niños lloran al ver llorar a las mujeres, como si yo pudiese restituir a los unos sus padres, y a las otras sus esposos. ¿Qué suponéis vos, y qué debo responderles? ––Supongámoslo todo, mi buen Porthos, y nada digamos. Este, poco satisfecho de tal respuesta, volvió la cabeza y profirió algunas palabras de mal humor. ––¿Os acordáis, ––dijo Aramis con melancolía y estrechando con afectuosa cordialidad ambas manos a Porthos, que en los hermosos días de nuestra juventud, cuando éramos fuertes y valientes, los otros dos y nosotros nos hubiéramos vuelto a Francia sinos hubiese dado la gana, sin que nos hubiera detenido esa sábana de agua salada? ––¡Oh, seis leguas! ––repuso Porthos. ––¿Os habríais quedado en tierra, si me hubieseis visto embarcarme en una tabla? ––No, Aramis, no; pero hoy ¡qué tabla no necesitaríamos, yo sobre todo! ––dijo el señor de Bracieux riéndose con orgullo y lanzando una mirada a su colosal redondez. Y añadió: ––¿Formalmente no os aburrís un poco en Belle-Isle? ¿No preferiríais a esto las comodidades de vuestro palacio de Vannes? ––No, ––respondió Aramis, sin atreverse a mirar a Porthos. ––Pues quedémonos, ––repuso él suspirando. Y agregó: ––Sin embargo, como nos propusiéramos de veras, pero bien de veras, volvernos a Francia, aunque no pudiésemos disfrutar de barca alguna... ––¿Habéis notado otra cosa, mi querido amigo? Desde la desaparición de nuestras barcas, durante esos dos días en que no ha vuelto ninguno de nuestros pescadores no ha abordado a esta isla ni una mísera barquichuela. ––Es verdad; antes de estos funestos días, veíamos llegar barcas y lanchas. ––Habrá que informarse, ––dijo de repente Aramis. Aun cuando deba hacer construir una balsa... Aramis continuó paseándose con todas las señales de una agitación creciente. Porthos, que se cansaba siguiendo los febriles movimientos de su amigo, y en su calma y en su credulidad no comprendía el por qué de aquella exasperación que se resolvía en sobresaltos continuos, detuvo al Aramis y le dijo: ––Sentémonos en esta roca, uno junto a otro... Ahora os conjuro por última vez que me expliquéis de manera que yo lo comprenda qué hacemos aquí. ––Porthos... ––dijo Aramis con turbación. ––Sé que el falso rey ha intentado destronar al rey legítimo. Esto lo comprendo. ¿No es falso lo que me dijisteis? ––Sí, ––respondió Aramis. ––Sé, además, que el falso rey ha proyectado vender Belle-Isle a los ingleses. Eso también lo comprendo. Y sé y comprendo que nosotros, ingenieros y capitanes, hemos venido a Belle-Isle para tomar la dirección de las obras de defensa y el mando de diez compañías reclutadas y pagadas por el señor Fouquet, o más bien, de las diez compañías de su yerno. Aramis se levantó con impaciencia, como león importunado por un mosquito, pero Porthos le retuvo por el brazo, y prosiguió: ––Mas lo que no comprendo, lo que, a pesar de todos los esfuerzos de mi inteligencia y de mis reflexiones, no acierto ni acertaré a comprender, es que en vez de enviarnos hombres, víveres y municiones, nos dejen sin embarcaciones y sin auxilio; que en vez de establecer con nosotros una correspondencia, por señales, o por comunicaciones escritas o verbales, intercepten toda la relación con nosotros. Vamos, Aramis, respondedme, o más bien antes de hacerlo dejad que os diga lo que pienso. El obispo levantó la cabeza. ––Pues bien, lo que yo creo es que en Francia ha pasado algo grave. Toda la noche la he pasado soñando con el señor Fouquet. ––¿Qué es lo que se ve allá abajo, Porthos? ––Interrumpió de pronto Aramis levantándose y mostrando a su amigo un punto negro que resaltaba sobre la encendida faja del mar. ––¡Una embarcación! Sí, es una embarcación. ¡Ah, por fin vamos a tener noticias! ––¡Dos! ––dijo el prelado descubriendo otra arboladura, ––¡tres, cuatro! ––¡Cinco! ––repuso Porthos a su vez. ––¡Seis! ¡Siete! ¡Dios mío, es una flota! ––Probablemente son nuestras barcas que regresan, ––––dijo Aramis desasosegado, con fingida serenidad. ––Son muy grandes para ser barcas de pescar, objetó Porthos; ––y además, ¿no notáis que vienen del Loira? Mirad, todo el mundo las ha visto aquí como nosotros; las mujeres y los niños empiezan a poblar las escolleras. ––¿Son nuestras barcas? ––preguntó Aramis a un anciano pescador que pasó en aquel instante. ––No, monseñor ––respondió el interpelado, ––son chalanas del servicio real. ––¡Chalanas del servicio real! ––exclamó Aramis estremeciéndose. ––¿En qué lo conocéis? ––En el pabellón. ––¿Cómo podéis divisar el pabellón, si el buque es apenas visible? ––objetó Porthos. ––Veo que hay uno, ––replicó el anciano, ––y nuestras barcas y chalanas mercantes no lo izan. Esa clase de pinazas que llegan, por lo general sirven para el transporte de tropas. ––¡Ah! ––exclamó Aramis. ––¡Viva! ––gritó Porthos, ––nos envían refuerzos, ¿no es verdad, Aramis? ––Porthos, ––exclamó de improviso el prelado tras un corto instante de meditación, ––haced que toquen generala. ––¡Generala! ¿Estáis loco? ––Sí, y que los artilleros suban a su sitio, sobre todo en las baterías de la costa. Porthos abrió unos ojos tamaños y miró atentamente a su amigo como para convencerse de que éste estaba en su juicio. ––Si vos no vais, iré yo, mi buen Porthos, ––dijo Aramis con voz suave. ––Voy, voy, ––repuso Porthos, y dejó al obispo para hacer ejecutar la orden, mirando al cada momento hacia atrás para ver si aquél había padecido una alucinación y si, reflexionando mejor, volvía a llamarle. Clarines y tambores tocaron generala, y la campana grande del torreón tocó a rebato. Los muelles se llenaron de curiosos y de soldados, y brillaron las mechas en las manos de los artilleros colocados tras los cañones de grueso calibre sentados en la piedra. Cuando estuvieron cada uno en su sitio y hechos todos los preparativos de la defensa, Porthos dijo con timidez al oído de Herblay: ––Ayudadme a comprender. ––Demasiado pronto comprenderéis, ––contestó Aramis a su teniente. ––La escuadra que llega a velas desplegadas en demanda del puerto de Belle-Isle, es la flota real, ¿no es verdad? ––Pero como en Francia hay dos reyes, hay que saber a cuál de los dos pertenece esa escuadra. ––¡Oh! acabáis de abrirme los ojos, ––dijo Porthos, convencido por aquel argumento; por lo cual se encaminó apresuradamente a las baterías para vigilar a su gente y exhortar a cada uno al cumplimiento de su deber. Continua
Re: ... de poetas, cuentos y leyendas LO FATAL DICHOSO el árbol, que es apenas sensitivo, y más la piedra dura porque ésa ya no siente, pues no hay dolor más grande que el dolor de ser vivo ni mayor pesadumbre que la vida consciente. Ser, y no saber nada, y ser sin rumbo cierto, y el temor de haber sido y un futuro terror... ¡Y el espanto seguro de estar mañana muerto, y sufrir por la vida y por la sombra y por lo que no conocemos y apenas sospechamos, y la carne que tienta con sus frescos racimos, y la tumba que aguarda con sus fúnebres ramos y no saber adónde vamos, ni de dónde venimos!... Ruben Dario
Re: ... de poetas, cuentos y leyendas POEMA DE LOS DONES Nadie rebaje a lágrima o reproche esta declaración de la maestría de Dios, que con magnífica ironía me dio a la vez los libros y la noche. De esta ciudad de libros hizo dueños a unos ojos sin luz, que sólo pueden leer en las bibliotecas de los sueños los insensatos párrafos que ceden las albas a su afán. En vano el día les prodiga sus libros infinitos, arduos como los arduos manuscritos que perecieron en Alejandría. De hambre y de sed (narra una historia griega) muere un rey entre fuentes y jardines; yo fatigo sin rumbo los confines de esta alta y honda biblioteca ciega. Enciclopedias, atlas, el Oriente y el Occidente, siglos, dinastías, símbolos, cosmos y cosmogonías brindan los muros, pero inútilmente. Lento en mi sombra, la penumbra hueca exploro con el báculo indeciso, yo, que me figuraba el Paraíso bajo la especie de una biblioteca. Algo, que ciertamente no se nombra con la palabra azar, rige estas cosas; otro ya recibió en otras borrosas tardes los muchos libros y la sombra. Al errar por las lentas galerías suelo sentir con vago horror sagrado que soy el otro, el muerto, que habrá dado los mismos pasos en los mismos días. ¿Cuál de los dos escribe este poema de un yo plural y de una sola sombra? ¿Qué importa la palabra que me nombra si es indiviso y uno el anatema? Groussac o Borges, miro este querido mundo que se deforma y que se apaga en una pálida ceniza vaga que se parece al sueño y al olvido. Jorge Luis Borges, 1960
Re: ... de poetas, cuentos y leyendas Alejandro Dumas EL HOMBRE DE LA MASCARA DE HIERRO Capítulo 40 Continuación Entretanto, Aramis, con la mirada siempre fija en el horizonte, veía las naves acercarse por momentos. La muchedumbre y los soldados, subidos sobre las cumbres y las fragosidades de las rocas, veían progresivamente los palos, las velas bajas y los cascos de las pinazas, que llevaban en el tope el pabellón real de Francia. Era ya noche cerrado cuando una de las chalanas cuya presencia conmovió tan hondamente a los habitantes de Belle-Isle, echó anclas a tiro de cañón de la plaza. Aun con la obscuridad, se vio que a bordo reinaba gran movimiento, y que de uno de sus costados desatracaba un bote que, tripulado por tres remeros, avanzó hacia el puerto y atracó al pie del fuerte. El patrón del bote saltó en tierra, y esgrimió en el aire una carta como solicitando comunicarse con alguno. Aquel hombre, a quien conocieron inmediatamente muchos soldados, era uno de los pilotos de la isla, patrón de una de las barcas conservadas por Aramis y enviadas por Porthos a buscar las barcas perdidas. El piloto pidió que lo condujesen donde Herblay. A una seña de un sargento, dos soldados le escoltaron hasta el muelle, donde estaba Aramis, envuelto casi en tinieblas a pesar de la luz de las hachas de viento que llevaban los soldados que seguían al obispo en su ronda. ––¡Cómo! ––exclamó Herblay, ––¿eres tú, Jonatás? ¿De parte de quién vienes? ––De parte de los que me han tomado, monseñor. ––¿Quién te ha atrapado? ––Ya sabéis que salimos a buscar a nuestros compañeros, monseñor. ––Pues bien, apenas hubimos navegado una legua, cuando nos apresó un quechemarín del rey. ––¿De qué rey? ––preguntó Porthos. –– Jonatás miró a Porthos asombrado. ––Prosigue, ––dijo el prelado. ––Pues nos llevaron adonde estaban reunidos los que fueron apresados antes que nosotros. ––¡Hombre! ¿a qué esa manía de apresaros a todos? ––exclamó Porthos. ––Para impedirnos que os diéramos noticias, señor, ––contestó Jonatás. ––¿Y para qué os han soltado hoy? ––preguntó Porthos. ––Para que os diga que nos han apresado. ––Cada vez lo entiendo menos, ––dijo entre sí el honrado Porthos. ––¿Luego una escuadra bloquea la costa? ––dijo Aramis, que había estado meditando mientras hablaban Porthos y Jonatás. ––Sí, monseñor, ––respondió el piloto entregando una carta. ––¿Quién la manda? ––El capitán de los mosqueteros del rey. ––¿D'Artagnan? ––dijo Aramis. ––¡D'Artagnan! ––exclamó Porthos. ––Creo que así se llama, ––repuso Jonatás. ––¿Y es él quien te ha entregado esta carta? ––Sí, monseñor. ––Acercaos, ––dijo Aramis a los de las hachas de viento. Aramis leyó con avidez las siguientes líneas: “Manda el rey que me apodere de Belle-Isle, que pase a cuchillo a la guarnición si se resiste, o la haga prisionera de guerra. Anteayer arresté al señor Fouquet para enviarle a la Bastilla. D'Artagnan” ––¿Qué pasa? ––preguntó Porthos al ver que Aramis estrujaba la carta. ––Nada, amigo mío, nada. Y volviéndose hacia Jonatás añadió: ––¿Has hablado con el señor de D'Artagnan? ––Sí, monseñor. ––¿Qué te ha dicho? ––Que para más amplios informes hablará con vos. ––¿Dónde? ––A bordo de su buque. El señor mosquetero, ––continuó Jonatás, ––me ha dicho que os tome a vos y al señor ingeniero en mi bote y os lleve a su buque. ––Vamos allá, ––dijo Porthos; ––¡Oh! buen D'Artagnan. ––¿Estás loco? ––exclamó Aramis deteniendo a su amigo. ¿Quién os asegura que no nos armen un lazo? ––¿El otro rey? ––dijo Porthos con misterio. ––Sea lo que fuere es un lazo, y es cuanto puede decirse, amigo mío. ––Puede que sí. ¿Qué hacemos, pues? Sin embargo, si D'Artagnan nos envía a buscar... ––¿Quién os asegura que sea D'Artagnan? ––¡Ah!... Pero la letra es suya... ––Cualquiera falsea la letra, y ésta está falsificada, trémula. ––¿Qué hago? ––preguntó Jonatás. ––Te vuelves a bordo, ––respondió Aramis, ––y le dices al capitán que le rogamos que venga él en persona a la isla. ––Comprendo, ––repuso Porthos. ––Está bien, monseñor, ––dijo el piloto, ––pero ¿y si rehusa venir? ––Si rehusa, haremos uso de los cañones, que para eso los tenemos. ––¿Contra D'Artagnan? ––Si es D'Artagnan, ––replicó Aramis, ––vendrá. Ve, Jonatás, a bordo. ––Por quien soy que no entiendo nada, ––murmuró Porthos. ––Ha llegado el momento de hacéroslo comprender todo, amigo mío, ––dijo Herblay. ––Sentaos en esta cureña y escuchadme atentamente. Aramis tomó la mano de su amigo y dio comienzo a sus explicaciones.
Re: ... de poetas, cuentos y leyendas Siempre leo, especialmente los poemas, aunque últimamente no he transcrito nada Leyendo a los Aceituneros, me acordé de Joselito, que como niño ya es intemporal. El Poema de los Dones precioso, siempre inquieta leer a ese poeta, mucho, mucho. Cuando leo a su Borges de ustedes, trato de sentarme cómoda, muy cómoda.
Re: ... de poetas, cuentos y leyendas Y si Anveri, Borges tiene eso , una permanente búsqueda, una mente muy inteligente, y muchas dudas existenciales, como todo ser inteligente que se reconoce ignorante de tantas cosas! Te dejo un saludito!