Poemas, cuentos y leyendas

Tema en 'Temas de interés (no de plantas)' comenzado por mai^a, 27/2/08.

  1. clause

    clause Claudia

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    LA TORCAZ

    El pleno sol goza enhiesta
    Sobre un seco y alto tronco.
    Desgrana en su arrullo ronco
    Su áurea mazorca la siesta.

    El follaje, más umbrío,
    Le ofrece en vano su toldo,
    Y en palpitante rescoldo
    Mulle su pluma el estío...


    Leopoldo Lugones
     
  2. clause

    clause Claudia

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    EL MARTÍN PESCADOR

    Sobre el remanso azul, agudo acecha
    Desde un lánguido gajo del sauzal,
    En inminente inclinación de flecha,
    La lentitud profunda del caudal.

    Oro de sol en la corriente boya...
    Y destellando un súbito arrebol,
    Identifica el pájaro en su joya,
    Sauce verde, agua azul, y oro de sol...
    Leopoldo Lugones
     
  3. mai^a

    mai^a My Garden

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    Los soldados


    Martes, 22

    Su hijo era voluntario del ejército cuando murió; por eso el Director
    va siempre a la plaza a ver pasar a los soldados cuando salimos de
    la escuela. Ayer pasaba un regimiento de infantería y cincuenta
    muchachos se pusieron a saltar alrededor de la música, cantando y
    llevando el compás con las reglas sobre la cartera. Nosotros estábamos
    en un grupo, en la acera, mirando. Garrone, oprimido entre su estrecha
    ropa, mordía un pedazo de pan; Votini, aquel tan elegantito, que siempre
    está quitándose las motas; Precossi, el hijo del forjador, con la chaqueta
    de su padre; el calabrés; el albañilito; Crossi, con su roja cabeza; Franti,
    con su aire descarado, y también Robetti, el hijo del capitán de artillería,
    el que salvó al niño del ómnibus y que ahora anda con muletas.

    Franti se echó a reír de un soldado que cojeaba. Pero de pronto sintió
    una mano sobre el hombro; se volvió: era el Director.

    -Oyeme -le dijo el Director-, burlarse de un soldado cuando está en las
    filas, cuando no puede vengarse ni responder, es como insultar a un hombre
    atado; es una villanía.
    Franti desapareció. Los soldados pasaban de cuatro en cuatro, sudorosos
    y cubiertos de polvo, y las puntas de las bayonetas resplandecían con el
    sol. El Director dijo:

    -Debéis querer mucho a los soldados. Son nuestros defensores. Ellos irían
    a hacerse matar por nosotros si mañana un ejército extranjero amenazase
    nuestro país. Son también muchachos, pues tienen pocos más años que
    vosotros, y también van a la escuela: hay entre ellos pobres y ricos, como
    entre vosotros, y vienen también de todas partes de Italia. Vedlos, casi se
    les puede reconocer por la cara: pasan sicilianos, sardos, napolitanos,
    lombardos. Este es un regimiento veterano, de los que han combatido en
    1848. Los soldados no son ya aquéllos, pero la bandera es siempre la misma.
    ¡Cuántos habrán muerto por la patria alrededor de esa bandera, antes que
    hubierais nacido vosotros!

    -¡Ahí viene! -dijo Garrone. Y en efecto, se veía ya cerca la bandera, que
    sobresalía por encima de la cabeza de los soldados.

    -Haced una cosa, hijos -dijo el Director-; saludad con respeto la bandera
    tricolor.

    La bandera, llevada por un oficial, pasó delante de nosotros, rota y descolorida,
    con sus medallas sobre el asta. Todos a la vez llevamos la mano
    a las gorras. El oficial nos miró sonriendo y nos devolvió el saludo con la mano.

    -¡Bien, muchachos! -dijo uno detrás de nosotros. Nos volvimos a verlo: era
    un anciano que llevaba en el ojal la cinta azul de la campaña de Crimea; un
    oficial retirado-. ¡Bravo! -dijo-; habéis hecho una cosa que os enaltece.


    Entretanto, la banda del regimiento volvía por el fondo de la plaza, rodeada
    de una turba de chiquillos, y gritos alegres acompañaban los sonidos de las
    trompetas, como un canto de guerra.

    -¡Bravo! -repitió el bravo oficial mirándonos-. El que de pequeño respeta la
    bandera, sabrá defenderla cuando sea mayor.
     
  4. clause

    clause Claudia

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    Re: ... de poetas, cuentos y leyendas

    Gracias Maia!:beso: :razz: Son muy lindos estos cuentos!!:5-okey:
     
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    clause Claudia

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    Re: ... de poetas, cuentos y leyendas

    Alejandro Dumas
    EL HOMBRE DE LA MASCARA DE HIERRO

    Capitulo 50
    LOS AMIGOS DE M. FOUSUET

    Luis XIV regresó a París, y con él D'Artagnan, el cual después de haber tomado cuantos informes pudo recoger en Belle-Isle, volvió de ella sin saber nada del secreto que tan bien guardaba la pesada roca de Locmaria, tumba heroica de Porthos.

    El capitán de mosqueteros supo lo que habían hecho, con ayuda de tres bretones y contra un ejército entero, los valientes amigos de quienes tan noblemente tomó la defensa e intentó salvar la vida: que a gran distancia, en el mar, habían divisado una barca, a la cual un buque del rey, cual ave de rapiña, había perseguido, tomado y devorado aquel pajarillo que huía con toda rapidez. Pero ahí paraban las certidumbres de D'Artagnan: lo demás eran las conjeturas. ¿Qué pensar? El buque de guerra no había regresado; es verdad que un temporal reinaba hacía tres días. Sin embargo, la corbeta que llevaba a bordo a Aramis era velera y sólida, y podía haber corrido bien el temporal y haber tomado puerto en Brest o entrado por la boca del Loira.

    Tales fueron las noticias ambiguas, pero casi tranquilizadoras para él personalmente, que D'Artagnan dio a Luis XIV, cuando éste, seguido de toda la corte, volvía a París.

    El rey, contento del éxito, más benigno y afable desde que se sintió más fuerte, no dejó ni un instante de cabalgar al estribo de la carroza de La Valiére; esto hizo que las damas y los cortesanos tratasen de hacer olvidar aquel abandono del hijo y del esposo a las dos reinas.

    Todo respiraba lo porvenir, lo pasado nada significaba ya para ninguno, excepto para algunos sensibles y abnegados a quienes el recuerdo de aquél les ulceraba el corazón. como de ello recibió Luis una prueba patética tan pronto estuvo instalado en palacio.

    Acababa Luis XIV de levantarse y tomar su desayuno, cuando se le presentó D'Artagnan un poco pálido y turbado.

    ––¿Qué os pasa, D'Artagnan? ––preguntó el monarca al notar la alteración de aquel rostro comúnmente impasible.

    ––Una gran desventura, Sire.

    ––¿Cuál?

    ––Sire, en la refriega de Belle-Isle he perdido a mi amigo Vallón ––respondió D'Artagnan fijando sus ojos de halcón en los de Luis XIV para adivinar el primer sentimiento de éste.

    ––Ya lo sabía ––replicó el rey.

    ––¿Y no me lo habéis dicho? ––exclamó el mosquetero.

    ––¿Para qué? Es tan respetable vuestro dolor. amigo mío, que mi deber era no aumentarlo. Haceros saber la desgracia que os aflige, a vuestros ojos hubiera sido hacer alarde de ella. Sí, sabía que el señor de Vallón se había enterrado bajo las peñas de Locmaria, y que el señor de Herblay me ha tomado un buque con su tripulación y se ha hecho conducir a Bayona. Pero quise que lo supierais directamente, para que os convencierais de que mis amigos son para mí respetables y sagrados, y que en mí siempre el hombre se inmolará a los hombres, ya que el rey se ve tan a menudo obligado a sacrificarlos a su majestad y poderío.

    ––Pero ¿cómo sabéis?...

    ––Y vos ¿cómo lo sabéis?

    ––Por esta carta que desde Bayona me escribe Aramis, libre ya de todo peligro ––respondió D'Artagnan.

    ––Aquí tengo yo una copia exacta de lo que os ha escrito Aramis ––dijo el rey sacando un papel de una cajita colocada sobre un mueble contiguo al asiento en que el gascón estaba apoyado; ––aquí está la carta; Colbert me la ha enviado ocho horas antes de que vos recibierais la vuestra, lo que prueba que estoy bien servido.

    ––Lo estáis, Sire ––contestó el mosquetero. ––Es verdad, erais el único hombre capaz de dominar con vuestra fortuna la fortuna y la fuerza de mis amigos. Habéis usado, Sire, pero me animo a creer que no abusaréis, ¿no es verdad?

    ––D'Artagnan ––dijo el rey sonriéndose con benevolencia, –– puedo hacer tomar a Herblay en territorio español y que me lo traigan para ajusticiarle; pero no cederé a este natural y primer impulso. ¿No está libre?, pues que continúe así.

    ––No siempre seréis tan clemente, tan noble y tan generoso como acabáis de serlo conmigo y con Herblay, Sire; ya encontraréis consejeros que os curen de esta debilidad.

    ––Os engañáis D'Artagnan, al acusar a mis consejeros de querer inducirme al rigor: el mismo colbert es quien me ha aconsejado que nada hiciera contra Herblay.

    ––¡El señor Colbert! ––exclamó D'Artagnan con estupefacción.

    ––Respecto a vos ––prosiguió el rey con bondad no común en él, ––tengo que anunciaros muchas y buenas nuevas; pero ya la sabréis en cuanto haya hecho mis cálculos, mi querido capitán. Os dije que quería labrar vuestra fortuna, y lo cumpliré.

    ––Gracias mil, Sire, pero como yo puedo esperar, suplico a Vuestra Majestad se digne recibir a unas pobres gentes que hace largo rato están ahí fuera y vienen a poner a los pies del rey una humilde súplica.

    ––¿Quiénes son?

    ––Enemigos de Vuestra Majestad: Gourville, Pelissón y un poeta, Juan de la Fontaine, amigos de M. de Fouquet.

    ––Que entren ––dijo Luis XIV arrugando el ceño.

    D'Artagnan dio media vuelta, levantó la colgadura que cerraba la entrada del gabinete real, y sacando la cabeza hacia la sala contigua, gritó:

    ––¡Que pasen!

    En seguida aparecieron en la puerta del gabinete real los tres hombres a quienes nombró D'Artagnan. Al acercarse los amigos del desventurado superintendente de hacienda, los cortesanos se hacían atrás como para no contagiarse con la desgracia del infortunio. D'Artagnan se adelantó con presteza para asir de la mano a aquellos desdichados que titubeaban y temblaban a la puerta del real gabinete, y los condujo ante el sillón de Luis XIV, el cual, refugiado en el vano de una ventana, aguardaba el instante de la presentación y se preparaba a hacer a los suplicantes una acogida rigurosamente diplomática. El primero de los amigos de Fouquet que se adelantó fue Pelissón, que reprimió su llanto para que el rey pudiese oír mejor su voz y la súplica que iba a elevarle. Gourville se mordía los labios para refrenar sus lágrimas por respeto al monarca, y La Fontaine, con el rostro escondido en su pañuelo, no daba otras señales de vida que un convulsivo movimiento de hombros a causa de sus sollozos. El rey conservó toda su dignidad; permaneció impasible y aun continuó con el ceño fruncido como cuando D'Artagnan le anunció a sus enemigos. Luego hizo una seña, como dando su venia para que los suplicantes se explicaran, y se quedó en pie observando a aquellos tres hombres desesperados. Pelissón se inclinó hasta el suelo, y La Fontaine se arrodilló como en el templo se arrodilla. Aquel obstinado silencio, únicamente cortado por suspiros y gemidos de dolor, empezaba a excitar en el monarca, no la compasión, sino la impaciencia.

    ––Señor Pelissón, señor Gourville, y vos señor... ––dijo el rey con sequedad y sin nombrar a La Fontaine, ––veré con sumo desagrado que vengáis a suplicarme en pro de uno de los más grandes criminales a quien debe castigar mi justicia. Un rey no se deja ablandar más que por las lágrimas de la inocencia o el arrepentimiento de los culpables; y no creo en el arrepentimiento del señor Fouquet ni en las lágrimas de sus amigos, porque el uno está gastado hasta el corazón, y los otros deben temer el, venir a ofenderme en mi casa. Por eso os ruego señor Pelissón, señor Gourville, y a vos, señor... que no digáis nada que no sea la expresión del más profundo acatamiento a mi voluntad.

    ––Sire ––respondió Pelissón temblando ante aquellas palabras, ––nada venimos a decir a Vuestra Majestad que no sea claro reflejo del respeto y del amor más sincero que un súbdito debe a su rey. La justicia de Vuestra Majestad es tremenda, y todos debemos acatar sus fallos, y ante ella nos inclinamos respetuosamente. Lejos de nosotros la idea de venir a defender al hombre que ha tenido la desdicha de ofender a Vuestra Majestad. El que ha incurrido en vuestra desgracia puede ser para nosotros un amigo, pero es enemigo del Estado; le abandonamos con lágrimas en los ojos a la severidad del rey.

    ––Por otra parte, juzgará mi parlamento ––repuso Luis XIV calmado por aquella voz de súplica y aquellas persuasivas palabras. –– No castigo sin haber justipreciado el crimen, pues si mi justicia con una mano empuña la espada, con la otra sostiene las balanzas.

    ––Por eso tenemos la más omnímoda confianza en la imparcialidad del rey, y esperamos poder oír nuestra débil voz, con la venia de Vuestra Majestad, cuando para nosotros suene la hora de defender a un amigo acusado.

    ––¿Qué venís a solicitar, pues? ––replicó Luis XIV con ademán impaciente.

    ––Sire ––continuó Pelissón ––el acusado deja una esposa y una familia. Lo poco que le quedaba al señor Fouquet apenas bastaba para cubrir sus deudas, y su esposa, desde el cautiverio de su marido, se ve abandonada de todos. La mano de Vuestra Majestad hiere como la de Dios, que cuando envía la lepra o la peste a una familia, todos huyen y se alejan de la morada del leproso o del apestado. A veces, pero muy raras, sólo un médico generoso se atreve a acercarse al umbral del maldito, y lo atraviesa animoso, y expone su vida para combatir a la muerte. El es el último recurso del moribundo, el instrumento de la misericordia divina. Sire, con las manos cruzadas de hinojos y como se suplica a Dios, os decimos: la esposa del señor Fouquet ya no tiene amigos ni apoyo, y llora en su casa, mísera y desierta, abandonada de los mismos que asediaban su puerta en la prosperidad, y sin crédito y sin esperanza. A lo menos, el desventurado sobre quien pesa vuestra cólera recibe de vos, aunque culpable, el pan que mojan cada día sus lágrimas Tan afligida y más despojada que su esposo, la señora Fouquet, la que tuvo la honra de recibir a Vuestra Majestad a su mesa, la esposa del antiguo superintendente de hacienda de Vuestra Majestad, carece de pan.

    Al llegar aquí, el silencio mortal que encadenaba el aliento de los dos amigos de Pelissón, fue interrumpido por los sollozos de aquéllos, y D'Artagnan, a quien ya el corazón parecía querer saltársele del pecho al escuchar aquella humilde súplica, tuvo que volver el rostro hacia el rincón del gabinete para morderse con libertad el bigote y reprimir sus suspiros.

    El rey conservó secos los ojos y severo el rostro; pero se sonrojó, y visiblemente menguó la firmeza de su mirada.

    ––¿Qué deseáis? ––preguntó con voz conmovida el monarca.

    ––Venimos a pedir humildemente a Vuestra Majestad ––respondió Pelissón cada vez más conmovido, ––que, sin incurrir en su desagrado, nos permita prestar a la señora Fouquet dos mil pistolas recogidas entre todos los antiguos amigos de su esposo, para que a la viuda no le falte lo más necesario a la vida.

    A la palabra “viuda”, pronunciada por Pelissón, cuando Fouquet todavía estaba vivo, Luis XIV palideció intensamente, y se desplomó su orgullo, y la compasión se le subió del corazón a los labios, y mirando con ojos de ternura a aquellos hombres que sollozaban a sus pies, respondió:

    ––¡Plegue a Dios que yo no confunda al inocente con el culpable! Los que dudan de mi misericordia con los débiles, no me conocen; nunca descargué mi mano sino sobre los arrogantes. Haced lo que el corazón os dicte para aliviar el dolor de la señora Fouquet. Retiraos, señores.

    Los tres amigos, con los ojos enjutos, pues las lágrimas se les habían secado al contacto de sus encendidas mejillas y de sus ardientes párpados, se levantaron silenciosamente, sin fuerzas para dar las gracias al rey, que por otra parte puso término a las solemnes reverencias de aquéllos retirándose con presteza detrás de su silón.

    ––Muy bien, Sire ––dijo D'Artagnan cuando los otros salieron, contestando a la interrogadora mirada del rey; ––muy bien, amo mío; si no tuvieseis la divisa en la que campea el sol, os aconsejaría una que podríais hacer traducir al latín por Conrat, ésta: “Blando con el débil, severo con el fuerte”.

    ––Os doy la licencia de que debéis tener necesidad para arreglar los asuntos de vuestro amigo el difunto señor de Vallón –– dijo el rey sonriéndose y pasando a la pieza contigua.
     
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    clause Claudia

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    Alejandro Dumas
    EL HOMBRE DE LA MASCARA DE HIERRO

    Capítulo 51


    EL TESTAMENTO DE PORTHOS

    Pierrefonds estaba en el máximo luto. Los patios estaban desiertos, las caballerizas cerradas, las terrazas abandonadas. Las fuentes de los estanques parábanse de suyo.

    Por los caminos que llegaban al castillo, quien montando en una mula, quien subido sobre un jaco, venían algunos graves personajes vecinos de campo, o si decimos los párrocos y los bailíos de las tierras limítrofes, todos los cuales y uno tras otro entraron silenciosos en el castillo, entregaron sus respectivas monturas a un palafrenero afligido y, guiados por un criado, vestido de luto, se encaminaron al salón, donde en el umbral Mosquetón recibía a los llegados.

    En dos días había Mosquetón enflaquecido de tal suerte, que se zarandeaba dentro de su vestido como alfiler en canuto, y su rostro, marcado de puntos rojos y blancos como el de la Virgen de Van Dick, estaba surcado por dos argentados arroyos que abrían lecho en aquellos sus carrillos antes tan esféricos cuanto ahora enjutos.

    Cada nuevo visitador arrancaba a Mosquetón nuevas lágrimas y era una compasión el verle llevar su manaza a la luz para no reventar en sollozos.

    Todas aquellas visitas no tenían otro fin que el de la lectura del testamento de Porthos, anunciada para aquel día, y a la cual concurrieron todos los amigos del difunto, que no dejó pariente alguno, o cuantos sintieron despertársele la codicia.

    Los asistentes iban tomando asiento a medida que llegaban, y, al dar el mediodía, hora señalada para la lectura, cerráronse las puertas del vasto salón.

    El procurador de Porthos, superfluo es decir que era el sucesor de Coquenard, empezó por desplegar con lentitud el gran pergamino en el cual la hercúlea mano de Porthos consignara su última voluntad. Roto el sello, calados los anteojos y soltado el golpe de tos preliminar, todos y cada uno aguzaron el oído, todos, excepto Mosquetón, que, para oír menos y llorar más a sus anchas, se había acurrucado en un rincón. De pronto y como por mágicas artes se abrió la puerta de la sala y apareció, en medio de la viva luz del sol, una figura viril. Era D'Artagnan que, llegado al castillo y no habiendo encontrado quien le tuviera el estribo, había arrendado su caballo a la aldaba y se anunciaba a sí mismo. La luz del sol al entrar en la sala, el murmullo de los asistentes y, más que todo, el instinto del perro leal, arrancaron de su abatimiento a Mosquetón, que, al levantar la cabeza y conocer al antiguo amigo de su amo, aulló de dolor y vino a abrazarle las rodillas regando al mismo tiempo las losas con sus lágrimas. D'Artagnan levantó al desesperado mayordomo, le abrazó como un hermano digno, y después de saludar cortésmente a los presentes, que se inclinaron unos hacia otros murmurando su nombre, fue a sentarse al testero de la gran sala en un sillón de encina esculpida, sin soltar la mano de Mosquetón que, con el corazón angustiado, se sentó en un escabel. Entonces el procurador, que estaba conmovido como los demás, empezó la lectura. Empezando con una ardiente profesión de fe, Porthos pedía perdón a sus enemigos del daño que pudo haberle causado.

    Este párrafo hizo brillar de inmenso orgullo los ojos de D'Artagnan, que, recobrando al antiguo Mosquetero y calculando el número de los enemigos que aquél venciera, creyó que Porthos había obrado cuerdamente al no especificarlos y al no recordar los agravios que les infiriera, pues de lo contrario el procurador habría tenido mucho que leer.

    Venía luego la enumeración siguiente:

    “En la hora presente y por la gracia de Dios, poseo: l°. El Feudo de Pierrefonds con sus tierras de labranza, bosques, prados, aguas y selvas, rodeados de buena cerca; 2°. El feudo de Bracieux, compuesto de castillo, bosques y tierras de pan llevar, distribuidas en tres cortijos; 3°. El pequeño feudo de Vallón, llamado así porque está en el valle; 4°. Cincuenta alquerías en Turena, que suman en conjunto quinientas fanegas; 5°. Tres estanque en el Berrí, que reditúan doscientas libras cada uno. En cuanto a los bienes 'mobiliarios', así llamados porque se pueden mover, como tan bien lo explica mi sabio amigo el obispo de Vannes...”

    Este lúgubre nombre hizo estremecer a D'Artagnan. El procurador continuó imperturbable:

    “Consisten: 1°. En muebles que dejo de enunciar por falta de espacio, y que alhajan todos mis castillos o casas, pero de los cuales ha hecho el inventario mi mayordomo...”

    Todos los presentes convergieron los ojos hacia Mosquetón, que se abismó en su dolor.

    “2°. En veinte caballos de mano y de tiro, que se hallan en mi castillo de Pierrefonds, llamados: Bayardo, Rolando, Carlomagno, Pepino, Dunois, La Hire, Ogier, Sansón, Milón, Nemrod, Urganda, Armido, Falstrade, Dalila, Rebeca, Yolanda, Fineta, Griseta, Liseta y Museta, 3°. En sesenta perros, divididos en seis jaurías, para la caza del ciervo, del lobo, del jabalí y de la liebre respectivamente, y las otras dos para muestra o para guarda; 4°. En armas de guerra y de caza, encerradas en mi galería de armas; 5°. En vinos de Anjou, escogidos para Athos, a quien gustaban mucho en otro tiempo, y en vinos de Borgoña, Champaña, Burdeos y España, conservados en ocho bodegas y doce cuevas de mis posesiones; 6°. Mis cuadros y estatuas, que según dicen son de gran mérito, y los hay en bastante cantidad para fatigar la vista; 7°. Mi biblioteca, compuesta de seis mil volúmenes intactos; 8°. Mi vajilla de plata, tal vez un poco usada, pero que no dejará de pesar de mil a mil doscientas libras, pues yo a duras penas podía levantar el cofre que la encerraba; y tanto es así que cargado con él, sólo podía dar seis vueltas alrededor de mi cuarto; 9°. Todo lo mencionado, junto con la mantelería y demás ropa blanca, está distribuido entre las casas mías que más me gustaban...”

    El procurador se detuvo para tomar aliento, y los concurrentes aprovecharon la suspensión para suspirar, tose, redoblar la atención. Luego el procurador prosiguió:

    “Ni he tenido hijos, ni es probable que los tenga, lo cual es para mí un verdadero dolor. Con todo eso, digo que no digo bien, porque tengo un hijo en común con mis amigos, ese hijo, joven señor llamado Raúl Augusto Julio de Bragelonne e hijo legítimo del señor conde de La Fere, me ha parecido digno de suceder a los tres bravos hidalgos con cuya amistad me honro y de los cuales soy el servidor más humilde.”

    Cuando el lector llegó aquí, oyóse un ruido agudo: la espada de D'Artagnan acababa de escurrirse de su tahalí y de caer en las sonoras baldosas. Lo cual motivó que todos se volvieron hacia el punto de donde partiera el ruido, con lo que pudieron ver cómo de las espesas pestañas del gascón se desprendía una lágrima como una pequeña nuez y le rodaba por su aguileña nariz, cuya luminosa arista brillaba, de aquella suerte, como un filete de oro bruñido.

    “Por eso, continuó el procurador, lego todos mis bienes, muebles e inmuebles, especificados más arriba, al susodicho señor Raúl Augusto Julio de Bragelonne, hijo del señor conde de La Fere, para que se consuele de la pesadumbre que al parecer le agobia, y ponerle en estado de llevar gloriosamente su nombre...”

    Por el auditorio corrió un prolongado murmullo.

    El procurador, ayudado por la flameante mirada de D'Artagnan, que estableció el silencio recorriendo la sala, continuó:

    “El vizconde de Bragelonne queda obligado a entregar al señor caballero de D'Artagnan, capitán de los mosqueteros del rey, cuantos demás bienes le pida; a pasar una pensión a mi amigo, el señor caballero de Herblay, caso de verse éste obligado a vivir en el destierro, a mantener a mis criados que me hayan servido diez o más años, y a entregar quinientas libras a cada uno de los demás.

    “Lego a mi mayordomo Mosquetón todos mis trajes de paisano, militares y de caza, en número de cuarenta y siete, en la seguridad de que los llevará hasta quedar raídos, por amor y en recuerdo mío.

    “Item más: lego al señor vizconde de Bragelonne el ya nombrado Mosquetón, mi antiguo servidor y fiel amigo, para que le trate de modo que aquél, al morir declare que nunca ha dejado de ser dichoso”.

    Mosquetón, al oír estas palabras, hizo una reverencia, se puso aún más pálido de lo que estaba, empezó a temblar convulsivamente, y con el rostro trastornado por el dolor se tambaleó y titubeó como si buscara una dirección para salirse de la sala.

    ––Salid de aquí e id a hacer vuestros preparativos, mi buen amigo ––dijo D'Artagnan a Mosquetón. ––Os llevo conmigo a casa de Athos, adonde me encamino al irme de Pierrefonds.

    Mosquetón, sin contestar, respirando apenas, como si todo en aquella sala debiese serle extraño en lo sucesivo, abrió la puerta y desapareció lentamente.

    El procurador terminó la lectura del testamento, después de la cual se marcharon frustrados en sus esperanzas, pero con el más profundo respeto, la mayor parte de los que habían venido para informarse de la última voluntad de Porthos.

    D'Artagnan, en cuanto se hubo quedado solo, después de haber recibido la ceremoniosa reverencia que le hiciera el procurador, admiró la profunda sabiduría del testador, que tan justamente distribuyese sus bienes al más digno y al más necesitado, con una delicadeza que no habrían igualado los más puleros cortesanos y los corazones más generosos.

    En efecto, Porthos prescribiría a Raúl de Bragelonne que diese a D'Artagnan cuanto éste le pidiese; y el buen Porthos sabía que D'Artagnan no pediría nada, y de pedir algo, quería que nadie sino él mismo eligiese su parte.

    Porthos dejaba una pensión a Aramis, quien por excederse en sus pretensiones, se encontraba detenido por el ejemplo de D'Artagnan. Además, el vocablo “destierro”, soltado sin intención aparente por el testador, ¿no era la más blanda y delicada crítica de la conducta de Aramis, causa de la muerte de Porthos?

    Finalmente, si el testador no hacía legado alguno a Athos, ¿no era porque había supuesto que el hijo ofrecería la mejor parte al padre?

    Como se ve, el tosco entendimiento de Porthos avaloró todas las causas y todas las circunstancias con más tacto que la ley, la costumbre y el criterio.

    ––Porthos era hombre de corazón ––dijo entre sí D'Artagnan exhalando un suspiro, mientras le pareció que bajaba del techo un gemido. ––¡Ah! ––añadió el mosquetero, ––es el pobre Mosquetón; es preciso distraerle de su dolor.

    D'Artagnan se salió apresuradamente de la sala del honrado mayordomo, y al entrar en el cuarto de Porthos, vio un montón de trajes de todos colores y de toda clase de telas sobre los cuales se había echado Mosquetón después de haberlos amontonado. Aquel era el lote del amito fiel; aquellos trajes eran suyos y bien suyos, se los habían legado formalmente.

    Mosquetón, con las manos tendidas sobre aquellas reliquias, las besaba con los labios y con el rostro y los cubría con su cuerpo.

    ––¡Válgame Dios, no se mueve!, ––dijo entre sí D'Artagnan acercándose al pobre mayordomo para consolarle; ––se ha desmayado.

    D'Artagnan se engañaba: Mosquetón estaba muerto, como el perro que ha perdido a su amo y va a expirar sobre la ropa de éste.
     
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    josé de espronceda


    Nace: 25 de marzo de 1810
    Lugar: Almendralejo, Badajoz, España
    efemérides 25 de marzo


    Muere: 23 de mayo de 1842
    Lugar: Madrid, España
    efemérides 23 de mayo



    Biografía: Escritor, poeta y político español, considerado el poeta más representativo del romanticismo español. Naturaleza rebelde y altiva, amante de la libertad y dueño de una fantasía fogosa y audaz, José De Espronceda fue en política y en literatura un revolucionario. A temprana edad entró a formar parte de asociaciones estudiantiles de carácter revolucionario e intervino en varias conspiraciones, por lo que vivió gran parte de su vida desterrado. En sus dos extensos poemas: "El estudiante de Salamanca" y "El diablo mundo", están sintetizadas como en ninguna otra obra del romanticismo español, las luces y sombras de este movimiento literario. El amor, las pasiones desenfrenadas, la patria, los temas lúgubres y funerarios fueron los principales motivos de inspiración de la poesía de José De Espronceda, exaltada y arrebatadora. Junto con Gustavo Adolfo Bécquer, son los dos valores más altos de la poesía española del siglo XIX.

    "Sueños las dichas son, sueños las flores, la esperanza, el dolor, la desventura; triunfos, caídas, bienes y rigores el sueño son que hasta la muerte dura, y en incierto y continuo movimiento agita al ambicioso pensamiento. "

    Jose de Espronceda


     
  8. clause

    clause Claudia

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    Himno a la Inmortalidad


    ¡Salve, llama creadora del mundo,
    lengua ardiente de eterno saber,
    puro germen, principio fecundo
    que encadenas la muerte a tus pies!
    Tu la inerte materia espoleas,
    tu la ordenas juntarse y vivir,
    tu su lodo modelas, y creas
    miles seres de formas sin fin.
    Desbarata tus obras en vano
    vencedora la muerte tal vez;
    de sus restos levanta tu mano
    nuevas obras triunfante otra vez.
    Tu la hoguera del sol alimentas,
    tu revistes los cielos de azul,
    tu la luna en las sombras argentas,
    tu coronas la aurora de luz.
    Gratos ecos al bosque sombrío,
    verde pompa a los árboles das,
    melancólica música al río,
    ronco grito a las olas del mar.
    Tu el aroma en las flores exhalas,
    en los valles suspiras de amor,
    tu murmuras del aura en las alas,
    en el Bóreas retumba tu voz.
    Tu derramas el oro en la tierra
    en arroyos de hirviente metal;
    tu abrillantas la perla que encierra
    en su abismo profundo la mar.
    Tu las cárdenas nubes extiendes,
    negro manto que agita Aquilón;
    con tu aliento los aires enciendes,
    tus rugidos infunden pavor.
    Tu eres pura simiente de vida,
    manantial sempiterno del bien;
    luz del mismo Hacedor desprendida,
    juventud y hermosura es tu ser.
    Tu eres fuerza secreta que el mundo
    en sus ejes impulsa a rodar;
    sentimiento armonioso y profundo
    de los orbes que anima tu faz.
    De tus obras los siglos que vuelan
    incansables artífices son,
    del espíritu ardiente cincelan
    y embellecen la estrecha prisión.
    Tu, en violento, veloz torbellino,
    los empujas enérgica, y van;
    y adelante en tu raudo camino
    a otros siglos ordenas llegar.
    Y otros siglos ansiosos se lanzan,
    desaparecen y llegan sin fin,
    y en su eterno trabajo se alcanzan,
    y se arrancan sin tregua el buril.
    Y afanosos sus fuerzas emplean
    en tu inmenso taller sin cesar,
    y en la tosca materia golpean,
    y redobla el trabajo su afán.
    De la vida en el hondo Océano
    flota el hombre en perpetuo vaivén,
    y derrama abundante su mano
    la creadora semilla en su ser.
    Hombre débil, levanta la frente,
    pon tu labio en su eterno raudal;
    tu serás como el sol en Oriente;
    tu serás, como el mundo, inmortal.

    José de Espronceda
     
  9. clause

    clause Claudia

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    Alejandro Dumas
    EL HOMBRE DE LA MASCARA DE HIERRO
    Capitulo52

    ¡PADRE, PADRE!

    Una serie funesta de acontecimientos había separado para siempre a los cuatro mosqueteros, en otro tiempo ligados de manera al parecer indisoluble. Athos, solo desde la partida de Raúl, empezaba a pagar tributo a esa muerte anticipada a que llamamos la ausencia de los seres queridos.

    De regreso en su casa de Blois, sin tener ni siquiera a su lado a Grimaud para recoger de él una triste sonrisa al pasar por el jardín, Athos sentía cada vez más debilitársele el cuerpo, tantos años conservado al parecer inalterable.

    Disimulado por la presencia del objeto amado, el curso de la edad, ésta llegaba ahora con el cortejo de dolores e incomodidades tanto mayores, cuanto más tarde llegan, Athos ya no tenía allí a su hijo para esmerarse en caminar derecho y con la cabeza levantada para dar el buen ejemplo, ni podía regenerar la lama de sus miradas en el foco sin cesar ardiente de los ojos de aquél.

    Y luego, aquel hombre tan sensible y reservado, desde el punto que dejó de encontrar dique a los impulsos de su corazón, se entregó en brazos de la pesadumbre con todo el ardor con que los seres vulgares se entregan a la alegría.

    El conde de La Fere a los sesenta y dos años había conservado sus fuerzas. Siempre hermoso, pero agobiado, noble, pero triste, benigno, buscaba desde que se quedó solo, los claros de las alamedas a los cuales llegaba el sol al través del follaje.

    Lejos Raúl, Athos dejó de librarse al rudo ejercicio de toda su vida, sus servidores, acostumbrados a verle levantarse todo el año al alba, admiráronse de que entonces, no obstante estar en verano, el conde no hubiera todavía dejado la cama a las siete de la mañana.

    Athos se quedaba acostado y con un libro bajo la almohada; no para dormir ni leer, sino para no tener que llevar su cuerpo, para dejar a su alma y a su mente lanzarse fuera de la carnal envoltura en busca de su hijo o de Dios.

    Sus servidores se asustaban al verle entregado por espacio de largas horas a una divagación muda e insensible; ni siquiera oía las pisadas del criado que temeroso se llegaba hasta el umbral del dormitorio para ver si su amo estaba dormido o despierto. Alguna vez olvidó que estaba mediado el día y que la hora de las dos primeras comidas había pasado. Entonces lo despertaban, se levantaba, bajaba a su sombría alameda, tomaba luego un poco de sol como para compartir su calor con el hijo ausente, y volvía a su paseo lúgubre, monótono, hasta que, cansado, tornaba a su cama, su domicilio predilecto. Largos días pasó el conde sin proferir una palabra, se negó a recibir a cuantos iban a visitarle, y durante la noche viéronle cómo encendía su lámpara y pasaba horas y más horas escribiendo u ocupado en hojear pergaminos.

    El ayuda de cámara notó que acortaba cada día más su paseo. La grande alameda de los tilos no tardó en ser demasiado larga para los pies que en otro tiempo la recorrían innumerables veces al día.

    Ya el andar cien pasos le rendía, ya ni quiso levantarse, y aun se negó a tomar alimento.

    Entonces, aunque el conde no se quejaba, y siempre se sonreía, y era afable, asustados sus criados fueron a Blois a buscar al antiguo médico del difunto duque de Orleans, e hicieron que viese a Athos sin que éste viera al médico; le introdujeron en una pieza contigua al dormitorio del enfermo, y le rogaron que no se mostrase, temerosos de disgustar a su amo que no había solicitado auxilio facultativo. El médico accedió. Examinó desde su escondrijo los síntomas del misterioso mal que agobiaba y minaba cada día más mortalmente la existencia de aquel hombre poco antes lleno de vida y apegado a ella.

    El médico notó en la mejilla de Athos la púrpura de la calentura lenta e implacable, nacida en uno de los senos del corazón que, enconando gradualmente el dolor que engendra, es a la vez causa y efecto de una situación peligrosa.

    El médico empleó algunas horas en estudiar aquella dolorosa lucha de la voluntad contra una fuerza superior; después como hombre resuelto y enérgico, salió inopinadamente de su escondite y se acercó a Athos, que lo miró sin manifestar sorpresa.

    ––Con perdón, señor conde, ––dijo el médico llegándose al enfermo con los brazos abiertos y sentándose a la cabecera de Athos, que con grandes trabajos salía de su preocupación; ––pero tengo que reñiros; preparaos a escucharme.

    ––¿Qué pasa doctor? ––preguntó el conde tras un instante de silencio.

    ––Pasa que estáis enfermo, señor conde, y nada hacéis para curaros.

    ––¿Yo enfermo? ––repuso Athos, sonriéndose.

    ––Calentura, consunción; vaya, señor conde, dejémonos de subterfugios; sois buen cristiano y... ¿Seríais capaz de quitaros la vida?

    ––¡Nunca!

    ––Pues bien, señor conde, os vais consumiendo, y de continuar así, sería suicidaros. Curaos, señor conde, curaos.

    ––¿De qué? Primeramente hallad el mal.

    ––A vos os mina una aflicción.

    ––No, doctor; todo mi mal estriba en la ausencia de mi hijo; no me escondo de ello.

    ––Señor conde, vuestro hijo vive, y a sus ojos se abre el porvenir a que son acreedores los hombres de su valer y de su estirpe; vivid por él...

    ––Ya lo hago, doctor... Y sonriéndose con melancolía añadió: ––Nada temáis, mientras Raúl viva, viviré yo; tengo preparada mi mochila y mi alma está dispuesta; sólo espero la señal... Espero, doctor, espero...

    El médico, que conocía la fortaleza de ánimo y la robustez del cuerpo de Athos, reflexionó un instante y comprendiendo que las palabras eran ociosas y absurdos los remedios, se marchó exhortando a los criados del conde que no abandonasen un instante a su amo.

    Cuando se fue el médico, Athos no manifestó ningún disgusto porque le hubiesen turbado, ni recomendó que le entregasen las cartas en cuanto llegase el correo, porque sabía que para sus servidores era un gozo y una esperanza toda distracción que le llegaba, y que aquellos se la procurarían a costa de su misma sangre.

    Pocas veces conciliaba Athos el sueño; lo único que hacía era abismarse por espacio de algunas horas en una divagación más profunda, más oscura, que otros habrían confundido con el sueño: reposo momentáneo, olvido de la materia que redundaba en fatiga del alma, porque Athos vivía con doble rapidez durante aquellas peregrinaciones de la inteligencia. Una noche soñó que Raúl se vestía en una tienda de campaña, para ir a una expedición dirigida personalmente por el duque de Beaufort. Raúl estaba triste, y se abrochaba lentamente su coraza, y más lentamente aún se ceñía su espada.

    ––¿Qué os pasa, Raúl? ––le preguntó con ternura su padre.

    ––¡Ay! lo que me aflige es la muerte de Porthos, nuestro buen amigo, ––respondió Raúl. ––y padezco aquí el dolor que vos sentís en Blois.

    Y la visión desapareció con el sueño de Athos.

    Al amanecer, uno de los criados entró en el dormitorio del conde y entregó a éste una carta procedente de España.

    ––De Aramis, ––dijo entre sí Athos al ver el sobrescrito. Y después de leer algunas líneas, exclamó: ––¡Porthos ha muerto! ¡Ah, Raúl, Raúl! ¡Gracias, cumples tu promesa! ¡Me adviertes!

    Y acongojado, se desmayó en su lecho sin más causa que su debilidad.

    Cuando el desmayo de Athos pasó, casi avergonzado de haber flaqueado ante aquel incidente sobrenatural, se vistió y pidió un caballo, firmemente resuelto a irse a Blois para entablar correspondencia más segura, ya fuese con el África, ya con D'Artagnan o Aramis, que en su última carta le ponía al corriente del mal éxito de la expedición de Belle-Isle y de la muerte de Porthos, sobre cuyo fin le daba bastantes detalles para que el tierno y devoto corazón de Athos se sintiera conmovido hasta las más hondas fibras.

    Athos quiso, pues, hacer una postrera visita a su amigo Porthos, en su tumba de Locmaria.

    Pero, apenas los gozosos criados vistieron a su amo, a quien veían con satisfacción prepararse para un viaje que debía disipar su tristeza, apenas hubieron ensillado y conducido al pie de la escalinata el caballo más manso de la caballeriza, cuando al padre de Raúl se le turbó la cabeza y le flaquearon las piernas.

    Athos, comprendiendo que no le sería posible dar un paso más, hizo que lo condujeran al sol; allí, acostado en su banco de césped, tardó más de una hora en rehacerse de aquella atonía, por demás natural tras el inerte reposo de los últimos días.

    Athos tomó una taza de caldo para recobrarse, y humedeció sus secos labios en un vaso de vino de Anjou.

    Entonces confortado y despejada la mente, Athos hizo que llevasen su caballo; pero necesitó de la ayuda de sus criados para montar penosamente.

    A cien pasos del castillo y a la primera revuelta del camino, Athos sintió escalofríos.

    ––Es extraño, ––dijo el conde a su ayuda de cámara, que le acompañaba.

    ––Paremos, señor, por vuestra salud os lo pido, ––contestó el fiel criado. ––Palidecéis.

    ––Lo cual no impedirá que prosiga yo mi camino, pues en camino estoy, ––replicó el conde dando rienda a su caballo.

    Pero en vez de obedecer a su amo, el animal se detuvo de repente, refrenado por un movimiento involuntario de Athos y en el que éste no paró la atención.

    ––Algo se empeña en que no vaya más lejos, ––dijo el conde. Y tendiendo los brazos, añadió: ––Sostenedme; ¡pronto! pues siento que se aflojan mis músculos y voy a caer del caballo.

    El criado había visto el ademán de su amo; se acercó apresuradamente y lo recibió en sus brazos.

    ––Resueltamente “quieren” que me quede en casa, ––murmuró el conde.

    Los criados se acercaron, le transportaron a su casa y le acostaron.

    ––No olvidéis que hoy espero cartas de Africa, ––dijo Athos a sus criados disponiéndose a dormir.

    ––El hijo de Blaisois ha montado a caballo para adelantarse una hora al correo de Blois, ––respondió el ayuda de cámara.

    ––Gracias, ––contestó Athos sonriéndose con bondad.

    El conde acogió el sueño, sueño ansioso que revelaba un padecimiento interno, como pudo notarlo en las facciones el que se quedó a su cabecera para velarlo.

    Así pasó el día, y al fin tornó el hijo de Blaisois, que dijo que el correo no había traído carta para el conde, que debía esperar siete mortales días más a que llegase otro correo, y el conde comenzó la noche en tan dolorosa persuasión.

    En las primeras horas de aquella noche mortal, Athos acumuló a sus ya tristes probabilidades, cuantas suposiciones sombrías pueden nacer en la mente de un hombre enfermo e irritado por los padecimientos.

    Continua

     
  10. mai^a

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    El protector de Nelli



    También Nelli, el pobre jorobadito, estuvo mirando ayer el paso del
    regimiento; pero de un modo así, como pensando: «¡Yo no podré
    nunca ser soldado!» Es un buen chico y, además, estudioso; pero
    demacrado y pálido, le cuesta trabajo respirar. Su madre es una
    señora pequeña y rubia, vestida de negro, que acostumbra acudir a
    la puerta de la escuela a la salida para evitar que salga en tropel
    con los demás, y lo acaricia mucho.

    Como tiene la desgracia de ser jorobado, muchos chicos se burlaban
    de él en los primeros días y hasta le pegaban en la espalda con las
    bolsas; pero él nunca se enfadaba ni decía nada a su madre, para no
    darle el disgusto de saber que su hijo era objeto de burla por parte
    de sus compañeros. Se mofaban de él y el pobre chico sufría y lloraba
    en silencio, apoyando la frente sobre el banco.

    Pero una mañana se levantó Garrone y dijo:

    -¡Al primero que toque a Nelli o se meta con él, le doy un tortazo que
    le hago rodar por el suelo!

    Franti no hizo caso; Garrone le propinó un tortazo y el burlador dio tres
    vueltas sobre el pavimento. A partir de entonces, nadie se metió con el
    jorobadito.

    El maestro le puso cerca de Garrone, en el mismo banco, y se han hecho
    muy amigos. Nelli ha tomado mucho cariño a su corpulento compañero;
    apenas entra en la escuela, le busca, y nunca se va sin decirle: «Adiós,
    Garrone». Y lo mismo hace éste con él.

    Cuando a Nelli se le cae una pluma o un libro debajo del banco, Garrone
    se inclina y se los recoge, y después le ayuda a ordenar la bolsa y a
    ponerse el abrigo. Por todo ello, Nelli le quiere mucho, le mira
    constantemente y, cuando el maestro lo alaba, se pone tan contento
    como si le alabase, a él. Nelli tuvo que referírselo todo a su madre, tanto
    las burlas y lo que le hacían sufrir los primeros días como el comportamiento
    del compañero que le defendió y a quien tanto quiere; debe habérselo
    dicho por lo sucedido esta mañana.

    El maestro me mandó llevar al Director el programa de la lección media
    hora antes de la salida. Estando yo en su despacho entró la señora rubia,
    vestida de negro, madre de Nelli, que dijo:

    -Señor Director, ¿hay en la clase de mi hijo un chico llamado Garrone?


    -Sí, señora.

    -¿Tendría la bondad de hacerle venir un momento? Es que deseo decirle
    algo.

    El Director llamó al bedel y lo mandó al aula. Un minuto después llegó
    Garrone, muy extrañado, a la puerta. Apenas lo vio, salió la señora a su
    encuentro, le echó los brazos al cuello, le dio muchos besos en la frente
    y le dijo:

    -¿¡Eres tú Garrone, el amigo de mi hijo, su protector!?

    Después buscó precipitadamente en sus bolsillos y en su bolso y,
    no encontrando nada, se quitó del cuello una cadenilla con una crucecíta
    y se la puso a Garrone por debajo de la corbata, diciéndole:

    -Tómala, llévala en recuerdo mío, querido niño, en recuerdo de la madre
    de Nelli, que te da un millón de gracias y te bendice.
     
  11. clause

    clause Claudia

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    Los sigo leyendo, Maia!!! :happy: Son cuentos que llegan directo al corazón!
     
  12. clause

    clause Claudia

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    DÓNDE?

    ¿Me extravié en la fiebre?
    ¿Detrás de las sonrisas?
    ¿Entre los alfileres?
    ¿En la duda?
    ¿En el rezo?
    ¿En medio de la herrumbre?
    ¿Asombrado a la angustia,
    al engaño,
    a lo verde?

    No estaba junto al llanto,
    junto a lo despiadado,
    por encima del asco,
    adherido a la ausencia,
    mezclado a la ceniza,
    al horror,
    al delirio.

    No estaba con mi sombra,
    no estaba con mis gestos,
    más allá de las normas,
    más allá del misterio,
    en el fondo del sueño,
    del eco,
    del olvido.

    No estaba.
    ¡Estoy seguro!
    No estaba.
    Me he perdido.

    Oliverio Girondo
     
  13. clause

    clause Claudia

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    LABERINTO (1)

    No habrá nunca una puerta. Estás adentro
    Y el alcázar abarca el universo
    Y no tiene ni anverso ni reverso
    Ni externo muro ni secreto centro.

    No esperes que el rigor de tu camino
    Que tercamente se bifurca en otro,
    Que tercamente se bifurca en otro,
    Tendrá fin. Es de hierro tu destino

    Como tu juez. No aguardes la embestida
    Del toro que es un hombre y cuya extraña
    Forma plural da horror a la maraña

    De interminable piedra entretejida.
    No existe. Nada esperes. Ni siquiera
    En el negro crepúsculo la fiera.


    Jorge Luis Borges

     
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    EL SUEÑO

    Si el sueño fuera (como dicen) una
    Tregua, un puro reposo de la mente,
    ¿Por qué, si te despiertan bruscamente,
    Sientes que te han robado una fortuna?

    ¿Por qué es tan triste madrugar? La hora
    Nos despoja de un don inconcebible,
    Tan íntimo que sólo es traducible
    En un sopor que la vigilia dora

    De sueños, que bien pueden ser reflejos
    Truncos de los tesoros de la sombra,
    De un orbe intemporal que no se nombra

    Y que el día deforma en sus espejos.
    ¿Quien serás esta noche en el oscuro
    Sueño, del otro lado de su muro?


    Jorge Luis Borges
     
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    Alejandro Dumas
    EL HOMBRE DE LA MASCARA DE HIERRO

    Capiítulo 52.Continuación


    A cien pasos del castillo y a la primera revuelta del camino, Athos sintió escalofríos.

    ––Es extraño, ––dijo el conde a su ayuda de cámara, que le acompañaba.

    ––Paremos, señor, por vuestra salud os lo pido, ––contestó el fiel criado. ––Palidecéis.

    ––Lo cual no impedirá que prosiga yo mi camino, pues en camino estoy, ––replicó el conde dando rienda a su caballo.

    Pero en vez de obedecer a su amo, el animal se detuvo de repente, refrenado por un movimiento involuntario de Athos y en el que éste no paró la atención.

    ––Algo se empeña en que no vaya más lejos, ––dijo el conde. Y tendiendo los brazos, añadió: ––Sostenedme; ¡pronto! pues siento que se aflojan mis músculos y voy a caer del caballo.

    El criado había visto el ademán de su amo; se acercó apresuradamente y lo recibió en sus brazos.

    ––Resueltamente “quieren” que me quede en casa, ––murmuró el conde.

    Los criados se acercaron, le transportaron a su casa y le acostaron.

    ––No olvidéis que hoy espero cartas de Africa, ––dijo Athos a sus criados disponiéndose a dormir.

    ––El hijo de Blaisois ha montado a caballo para adelantarse una hora al correo de Blois, ––respondió el ayuda de cámara.

    ––Gracias, ––contestó Athos sonriéndose con bondad.

    El conde acogió el sueño, sueño ansioso que revelaba un padecimiento interno, como pudo notarlo en las facciones el que se quedó a su cabecera para velarlo.

    Así pasó el día, y al fin tornó el hijo de Blaisois, que dijo que el correo no había traído carta para el conde, que debía esperar siete mortales días más a que llegase otro correo, y el conde comenzó la noche en tan dolorosa persuasión.

    En las primeras horas de aquella noche mortal, Athos acumuló a sus ya tristes probabilidades, cuantas suposiciones sombrías pueden nacer en la mente de un hombre enfermo e irritado por los padecimientos.

    La fiebre invadió el pecho de Athos, en el que prendió fuego inmediatamente, según la expresión del médico que de Blois llevó consigo y en su último viaje al hijo de Blaisois, y tras el pecho invadió la cabeza, que volvió a despejársele gracias a dos sangrías que le hizo el médico, pero que debilitaron al enfermo y sólo le dejaron fuerza de acción en el cerebro.

    Y cesó la temible calentura.

    Ante aquella mejoría incontestable, el médico se volvió a Blois después de haber dejado algunas prescripciones y dicho que el conde estaba salvado.

    Entonces comenzó para Athos una situación extraña, indefinible. Libre de pensar, su espíritu voló a Raúl, el hijo amado. En su imaginación vio los campos de Atrick en las cercanías de Djidgeli, en donde el duque de Beaufort debía de haber desembarcado ya con su ejército. Por todas partes se veían plomizas peñas reverdecidas a trechos por el agua del mar cuando azota la playa durante las borrascas. Más allá de la playa, cuajada de rocas parecidas a tumbas, entre lentiscos y cactus, se veía como una aldea que ascendía en forma de anfiteatro, envuelta en densa humareda por entre la que se veían pasar despavoridas sombras, y de la que partían confusos clamores.

    De pronto y del seno de aquella humareda, salió una llama que, arrastrándose, cubrió toda la aldea, y que, agrandándose poco a poco, englobó en sus rojos torbellinos llantos, gritos, brazos extendidos, maderos que se derrumbaban, hojas de espada retorcidas, piedras calcinadas y árboles abrasados y reducidos a cenizas. Y lo más extraño es que en medio de tal caos, Athos veía brazos levantados, y oía lamentos, sollozos y suspiros, pero no veía figura humana. A lo lejos retumbaban el cañón y la mosquetería, mugía la mar, y los rebaños huían saltando por los verdeantes declives. Pero no se veía un soldado que aplicara la mecha al oído de los cañones, ni un marinero que ayudase a las maniobras de la escuadra, ni un pastor que guiase los rebaños.

    Después de la ruina de la aldea y de la destrucción de los fuertes que la dominaban, ruina y destrucción realizadas mágicamente, sin la cooperación de un ser humano, se extinguió la llama y volvió a subir el humo que, cada vez menos denso, acabó por evaporarse. Las sombras de la noche cubrieron entonces aquel paisaje: noche opaca en la tierra pero clara en el firmamento, en el que las estrellas de primera magnitud, que con tal intensidad refulgen en el cielo africano, brillaban sin iluminar más que a sí mismas.

    Sucedió prolongado silencio, que sirvió para reposar por un momento la turbada imaginación de Athos: el cual, comprendiendo que aun no había terminado lo que tenía que ver, fijó con más atención las miradas de su inteligencia en el estupendo espectáculo que le reservaba su imaginación. La luna, pálida y melancólica, se levantó tras las vertientes de la costa, y plateando primeramente los ondulantes pliegues del mar, calmado después de los mugidos con que acompañara la visión de Athos, salpicó de ópalos y diamantes los brezos y los matorrales de la colina. Las grises peñas, cual fantasmas silenciosas y atentas, pareció como que levantaban sus verdosas cabezas para mirar también el campo de batalla a la luz de la luna, campo de batalla que ahora vio Athos sembrado de cadáveres.

    El alma del conde se estremeció de espanto y de temor al conocer el uniforme azul y blanco de los soldados de Picardía, sus largas picas de asta azul, y sus mosquetes con la flor de lis grabada en la culata; cuando vio aquellas frías y abiertas heridas que miraban el azulado espacio como para reclamarle las almas a las cuales libraran el paso; aquellos caballos despanzurrados, inmóviles, con la lengua fuera de la boca y colgando, dormidos en la coagulada sangre esparcida en torno suyo y que manchaba sus mantillas y sus crines, y el blanco caballo de Beaufort tendido, con la cabeza despedazada, en la primera fila de los muertos, Athos se pasó una helada mano por la frente, y al no hallarla abrasada, conoció que asistía como espectador tranquilo, al día siguiente de una batalla librada en la playa de Djidgeli por el ejército expedicionario que vio abandonar las costas de Francia y desaparecer en el horizonte, del cual había saludado él, con el ademán y con el pensamiento, el último cañonazo mandado disparar por el duque en señal de despedida a la patria. No es para escribir la aflicción mortal con que el alma del conde, siguiendo con escrudiñadores ojos las huellas de aquellos cadáveres, fue mirándoles uno a uno para ver si Raúl dormía entre ellos, ni para explicado el gozo embriagador, divino, con que Athos se inclinó ante el Hacedor y le rindió gracias por no haber visto a aquel a quien buscaba con tanto temor entre los muertos. Muertos que, caídos en su respectiva fila, envarados, yertos, fáciles de conocer, parecían volverse con complacencia y respeto hacia el conde de La Fere para que éste los viera mejor durante su fúnebre inspección.

    A tal punto llegó la ilusión de Athos, que aquella visión era para él un viaje real efectuado por el padre al África para obtener informes más exactos acerca de su hijo. Así, fatigado de haber recorrido mares y continentes. trató de buscar descanso bajo una de las tiendas levantadas al abrigo de una peña, tiendas en cuyo ápice flameaba la blanca y flordelisa bandera.

    Entonces y mientras su mirada vagaba por la planicie, vio aparecer una forma blanca tras los resinosos mirtos. Aquella figura ostentaba el uniforme de oficial, empuñaba una espada rota y se adelantaba poco a poco hacia Athos, que, parándose de repente y fijando los ojos en ella, no habló ni se movió, si bien quiso abrir los brazos, pues acababa de conocer a Raúl en aquel oficial pálido y silencioso. El conde intentó lanzar una exclamación, y la voz se le ahogó en la garganta.

    Raúl se llevó un dedo a los labios indicándole que se callase, y retrocedió lentamente sin que Athos viera que moviese las piernas. El conde, más pálido y más tembloroso que Raúl, siguió penosamente a su hijo al través de brezos y zarzales, piedras y zanjas. Raúl parecía no tocar el suelo, y ningún obstáculo se oponía a la ligereza de su marcha.

    Athos, fatigado por la fragosidad del terreno, se detuvo jadeante, mientras Raúl le hacía siempre seña de que le siguiese. El tierno padre, a quien el amor daba nuevas fuerzas, hizo todo lo posible para subir la montaña en pos de su hijo, que le atraía con su ademán y con su sonrisa, y al llegar a la cúspide, vio resaltar como una figura negra y sobre el horizonte blanqueado por la luna, las formas aéreas de Raúl.

    Athos tendió la mano para reunirse en la meseta, a su amado hijo, que también le tendía la suya; pero de pronto, y cual si lo arrastrara una fuerza incontrastable, Raúl abandonó la tierra, y Athos vio brillar el cielo entre la colina y los pies de su hijo, que ascendió por los aires hacia el cielo sin dejar de sonreírse y de llamar con el además a su padre.