Poemas, cuentos y leyendas

Tema en 'Temas de interés (no de plantas)' comenzado por mai^a, 27/2/08.

  1. clause

    clause Claudia

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    Re: ... de poetas, cuentos y leyendas

    Me alegro mucho Anveri que te hayas gustado!! :happy: :beso:
     
  2. mai^a

    mai^a My Garden

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    Re: ... de poetas, cuentos y leyendas

    El Gaucho Martin Fierro

    Capitulo 10

    C R U Z

    -Amigazo, pa sufrir
    an nacido los varones;
    estas son las ocasiones
    de mostrarse un hombre juerte,
    hasta que venga la muerte
    y lo agarre a coscorrones.

    El andar tan despilchao
    ningun mérito me quita;
    sin ser un alma bendita
    me duelo del mal ajeno:
    soy un pastel con relleno
    que parece torta frita.

    Tampoco me faltan males
    y desgracias, le prevengo;
    también mis desdichas tengo,
    aunque esto poco me aflige:
    yo se hacerme el chango rengo
    cuando la cosa lo esige.

    Y con algunos ardiles
    voy viviendo, aunque rotoso;
    a veces me hago el sarnoso
    y no tengo ni un granito,
    pero al chifle voy ganoso
    como panzón al maíz frito.

    A mí no me matan penas
    mientras tenga el cuero sano;
    venga el sol en el verano
    y la escarcha en el invierno
    por qué afligirse el cristiano?

    Hagámosle cara fiera
    a los males, compañero,
    porque el zorro más matrero
    suele cair como un chorlito;
    viene por un corderito
    y en la estaca deja el cuero.

    Hoy tenemos que sufrir
    males que no tienen nombre,
    pero esto a nadies lo asombre
    porque ansina es el pastel,
    y tiene que dar el hombre
    mas güeltas que un carretel.

    Yo nunca me he de entregar
    a los brazos de la muerte;
    arrastro mi triste suerte
    paso a paso y como pueda,
    que donde el débil se queda
    se suele escapar el juerte.

    Y ricuerde cada cual
    lo que cada cual sufrió,
    que lo que es, amigo, yo,
    hago ansí la cuenta mía:
    ya lo pasado pasó;
    mañana sera otro dia.

    Yo también tuve una pilcha
    que me enllenó el corazón,
    y si en aquella ocasión
    alguien me hubiera buscao,
    siguro que me había hallao
    más prendido que un botón.

    En la güeya del querer
    no hay animal que se pierda...
    las mujeres no son lerdas,
    y todo gaucho es dotor
    si pa cantarle al amor
    tiene que templar las cuerdas.

    !Quien es de una alma tan dura
    que no quiera una mujer!
    lo alivia en su padecer:
    si no sale calavera
    es la mejor compañera
    que el hombre puede tener.

    Si es güena, no lo abandona
    cuando lo ve desgraciao,
    lo asiste con su cuidao,
    y con afán cariñoso,
    y usté tal vez ni un rebozo
    ni una pollera le ha dao.

    !Grandemente lo pasaba
    con aquella prenda mía,
    viviendo con alegría
    como la mosca en la miel!
    !amigo, qué tiempo aquél!
    !la pucha, que la quería!

    Era la águila que a un árbol
    dende las nubes bajó;
    era mas linda que el alba
    cuando va rayando el sol;
    era la flor deliciosa
    que entre el trebolar creció.

    Pero, amigo, el Comendante
    que mandaba la milicia,
    como que no desperdicia
    se fué refalando a casa;
    yo le conocí en la traza
    que el hombre traiba malicia.

    El me daba voz de amigo,
    pero no le tenía fe;
    era el jefe, y ya se ve,
    no podía competir yo;
    en mi rancho se pegó
    lo mesmo que un saguaipé.

    A poco andar, conocí
    que ya me había desbancao,
    y el siempre muy entonao,
    aunque sin darme ni un cobre,
    me tenía de lao a lao
    como encomienda de pobre.

    A cada rato, de chasque
    me hacía dir a gran distancia;
    ya me mandaba a una estancia,
    ya al pueblo, ya a la frontera;
    pero él en la comendancia
    no ponía los pies siquiera.

    Es triste a no poder más
    el hombre en su padecer,
    si no tiene una mujer
    que lo ampare y lo consuele:
    mas pa que otro se la pele
    lo mejor es no tener.

    No me gusta que otro gallo
    le cacaree a mi gallina;
    yo andaba ya con la espina,
    hasta que en una ocasión
    lo pille junto al jogón
    abrazándome a la china.

    Tenía el viejito una cara
    de ternero mal lamido,
    y al verle tan atrevido
    le dije:-!Que le aproveche!...
    que había sido pa el amor
    como gaucho pa la leche.

    Peló la espalda y se vino
    como a quererme ensartar,
    pero yo sin tutubiar
    le volví al punto a decir:
    -!Cuidado!, no te vas a per...tigo;
    poné cuarta pa salir.

    Un puntazo me largó,
    pero el cuerpo le saqué,
    y en cuanto se lo quité,
    para no matar un viejo,
    con cuidado, medio de lejos
    un palazo le asenté.

    Y como nunca al que manda
    le falta algún adulón,
    uno que en esa ocasión
    se encontraba allí presente,
    vino apretando los dientes
    como perrito mamón.

    Me hizo un tiro de revuélver
    que el hombre creyó siguro;
    era confiado y le juro
    que cerquita se arrimaba,
    pero, siempre en un apuro
    se desentumen mis tabas.

    El me siguió menudiando
    mas sin poderme acertar,
    y yo, déle culebriar,
    hasta que al fin le dentré
    y ahi no más lo despaché
    sin dejarlo resollar.

    Dentré a campiar en seguida
    al viejito enamorao...
    el pobre se había ganao
    en un noque de lejía.
    !Quién sabe cómo estaría
    del susto que había llevao!

    !Es zonzo el cristiano macho
    cuando el amor lo domina!
    el la miraba a la indina,
    y una cosa tan jedionda
    sentí yo, que ni en la fonda
    he visto tal jedentina

    Y le dije:razz:a su agüela
    han de ser esas perdices.
    Yo me tapé las narices,
    y me salí esternudando,
    y el viejo quedó olfatiando
    como chico con lumbrices.

    Cuando la mula recula,
    señal que quiere cociar,
    ansí se suele portar
    aunque ella lo disimula;
    recula como la mula
    la mujer, para olvidar.

    Alcé mis ponchos y mis prendas
    y me largué a padecer
    por culpa de una mujer
    que quiso engañar a dos;
    al rancho le dije adiós,
    para nunca más vover.

    Las mujeres, dende entonces, conocí a todas en una;
    ya no he de probar fortuna
    con carta tan conocida:
    mujer y perra parida,
    !No se me acerca ninguna!.
     
  3. clause

    clause Claudia

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    Re: ... de poetas, cuentos y leyendas

    Alejandro Dumas (Padre)
    El Conde de Montecristo

    Primera Parte


    Capítulo dieciocho
    El tesoro

    Cuando Dantés entró a la mañana siguiente en el calabozo de su compañero, le encontró sentado y tranquilo. Iluminándole el único rayo de luz que penetraba por su angosta ventana, tenía en su mano derecha, única de que ya podía servirse, un pedazo de papel, que por haber estado arrollado mucho tiempo conservaba la forma cilíndrica, que sería muy difícil quitarle. El abate se lo enseñó a Dantés, sin decir una palabra.
    -¿Qué es esto? -le preguntó el joven.
    -Miradlo bien -repuso el abate sonriendo.
    -Por más que miro -dijo Dantés-, no veo sino un papel medio quemado, que contiene algunas letras góticas, escritas con una tinta muy extraña.
    -Este papel, amigo mío, ya puedo decíroslo todo, puesto que os he probado, este papel es mi tesoro; la mitad os pertenece desde hoy.
    Un sudor frío corrió por la frente de Dantés. Hasta entonces, ¡y ya hemos visto cuánto tiempo había transcurrido entonces!, evitó cuidadosamente el hablar a Faria de aquel tesoro, ocasión de su pretendida locura. Con su instintiva delicadeza, no había querido Edmundo herir esta fibra dolorosa; y por su parte Faria también calló, haciéndole tomar aquel silencio por el recobro de la razón, pero ahora sus palabras, justamente después de una enfermedad tan grave, anunciaban que recaía en la locura.
    -¿Vuestro tesoro? -balbuceó Dantés.
    -El abate se sonrió.
    -Sí -le dijo. Vuestro corazón, Edmundo, es noble en todo y de vuestra palidez y vuestro temblor infiero lo que os sucede en este instante. Pero tranquilizaos, que no estoy loco. Este tesoro existe, Dantés, y ya que no he podido poseerlo, vos lo poseeréis. Nadie quiso escucharme ni creerme, teniéndome por loco, pero vos que debéis saber que no lo soy, me creeréis después de lo que voy a deciros. Escuchadme.
    -¡Ay! -murmuró Edmundo para sí. Ha vuelto a recaer; esa desgracia me faltaba únicamente.
    Luego añadió en alta voz:
    -Amigo mío, vuestra enfermedad os habrá fatigado, tal vez. ¿No queréis descansar? Mañana, si os place, me contaréis vuestra historia, pero hoy quiero cuidaros. Además -prosiguió sonriéndose-, un tesoro, ¿qué prisa nos corre?
    -¡Mucha! ¡Mucha, Edmundo! -prosiguió el viejo-. ¿Quién sabe si mañana o pasado me dará el tercer ataque? Reflexionad que entonces todo se perdería. Sí, muchas veces he recordado con amargo placer esas riquezas, que harían la felicidad de diez familias, perdidas para esos hombres que no han querido atenderme. Esta idea me servía de venganza, y la saboreaba deliciosamente en la noche de mi calabozo y en la desesperación de mi estado. Mas ahora que por vuestro cariño perdono al mundo, ahora que os veo joven y rico de porvenir, ahora que pienso en la fortuna que puedo proporcionaros con esta revelación, me asusta la tardanza, y temo no dejar seguras en manos de un propietario tan digno como vos, tantas riquezas sepultadas.
    Edmundo volvió la cabeza suspirando.
    - Persistís en vuestra incredulidad, Edmundo -prosiguió Faria- mi voz no os ha convencido. Veo que necesitáis pruebas. Pues bien, leed ese papel que a nadie he mostrado aún.
    -Mañana, amigo mío -respondió Dantés, rehusando acceder a lo que él creía locura del anciano-. Creí que estaba ya convencido que no hablaríamos de esto hasta mañana.
    -No hablaremos hasta mañana, pero leed hoy este papel.
    «No lo exasperemos», díjose Dantés.
    Y tomando aquel papel, cuya mitad faltaba sin duda por haber sido consumida por algún accidente, leyó:

    que puede ascender a dos
    manos con corta diferenci
    tando la roca vigésima, a c
    Este en linea recta. Dos
    grutas: el tesoro yace en
    segunda. Como a mi úni
    clusiva propiedad el refe
    25 de abril de 14

    -¡Y bien! -dijo Faria cuando el joven acabó su lectura.
    -Yo aquí no encuentro -respondió Dantés -sino renglones cortados, palabras sin sentido. El fuego, además, ha puesto ininteligibles las letras.
    -Para vos, amigo mío, que las leéis por primera vez, pero no para mí, que he pasado leyéndolas muchas noches de claro en claro, reconstruyendo a mi modo cada frase, y completando cada pensamiento.
    -¿Y creéis haber encontrado ese sentido interrumpido?
    -Estoy seguro, y vos mismo lo conoceréis, pero ahora escuchad la historia de ese papel.
    -¡Silencio! -exclamó Dantés-, oigo pasos... se acercan... me voy... Adiós.
    Y Dantés, feliz por haberse librado de la historia y de la explicación que esperaba le confirmasen la desgracia de su amigo, deslizóse ágilmente por el estrecho subterráneo, mientras Faria, con una especie de actividad producida por el terror, colocaba en su sitio la baldosa, dándole con el pie, y cubriéndola con un pedazo de estera, para que no se advirtiese la solución de continuidad que no había podido evitar con la prisa.
    Era el gobernador, quien, informado por el carcelero de la enfermedad del abate, venía por sí mismo a asegurarse de su gravedad.
    Recibióle Faria sentado, y evitando todo movimiento que pudiera comprometerle, logró ocultar al gobernador la parálisis que había invadido la mitad del cuerpo. Y lo hizo porque temía que el gobernador, compadecido de él, quisiese trasladarle a un calabozo más saludable, separándole de su joven compañero, pero no sucedió así por fortuna, y el gobernador se retiró convencido de que su pobre loco, por quien sentía cierta simpatía en el fondo de su corazón, no tenía más que una ligera indisposición.
    En este intervalo, Edmundo, sentado en su cama, con la cabeza entre las manos, procuraba coordinar sus ideas. Todo lo que había visto en Faria desde que le conoció, era tan razonable, tan lógico y tan sublime, que no podía comprender tanta cordura en tantas cosas y la demencia en una sola. ¿Sería que Faria se engañase con esto de su tesoro, o que todo el mundo se equivocase al juzgar a Faria?
    Dantés permaneció todo el día en su calabozo sin atreverse a volver al de su amigo. Por este medio esperaba retardar la hora en que adquiriese la certidumbre de la locura del abate. Esta creencia iba a serle muy dolorosa.
    Pero, por la noche, después de la visita ordinaria, viendo el anciano que Edmundo no venía, intentó salvar el espacio que los separaba. Edmundo tembló de pies a cabeza al oír los dolorosos esfuerzos que hacía para arrastrarse, porque una de sus piernas estaba paralítica, y el brazo no podía servirle de nada. Edmundo, pues, viose precisado a ayudarle, porque de lo contrario nunca hubiera podido salir por la estrecha boca del subterráneo que daba a su calabozo.
    -Aquí me tenéis, persiguiéndoos con tenacidad -díjole con una sonrisa muy benévola. Sin duda creísteis poder libraros de mi munificencia, pero no será así. Escuchadme, pues.
    Edmundo comprendió que ya no le era posible retroceder. Hizo sentar al viejo en su cama, y se colocó a su lado en el banquillo.
    -Ya sabéis -dijo el abate- que yo era secretario, familiar y amigo del cardenal Spada, último de los príncipes de este nombre. A aquel prelado dignísimo debo cuanta felicidad haya gozado en mi vida. A pesar de que las riquezas de su familia eran proverbiales, y muchas veces oí decir: “Rico como un Spada”, no era rico, pero vivía a costa de esta reputación de riquezas. Así viven de sí mismas casi todas las reputaciones populares. Su palacio fue mi paraíso. Eduqué yo a sus sobrinos, que ya han muerto, y apenas se quedó él solo en el mundo, le pagué en adhesión cuanto había hecho por mí durante diez años.
    La casa del Cardenal no tuvo ya secretos de ninguna especie para mí. Muchas veces había yo visto ocupado a monseñor en compulsar los libros antiguos y hojear ávidamente los manuscritos, olvidados entre el polvo del archivo de la familia. Un día que yo le hice ver la inutilidad de sus afanes, pues no conseguía como premio de ellos más que quedarse muy abatido, me miró sonriendo con amargura, y por respuesta abrió un libro, que es la historia de la ciudad de Roma. En el capítulo XX de la vida del papa Alejandro VI, leí las siguientes líneas, que desde entonces no pude olvidar:
    «Terminadas las tremendas guerras de la Romaña, César Borgia, su conquistador, necesitaba dinero para comprar el resto de Italia, y el Papa por su parte necesitaba también dinero para acabar con Luis X11, rey de Francia, que a pesar de sus últimos reveses era un enemigo poderoso todavía. Resolvieron, pues, de común acuerdo, hacer un buen negocio, lo que era muy difícil en aquella pobre Italia, exhausta de recursos.
    »Su Santidad concibió una idea muy feliz. Determinó crear dos cardenales.»
    Al nombrar dos grandes personajes en Roma, es decir, a dos de los más ricos, hacía a la vez Su Santidad dos buenos negocios: primeramente podía vender los altos cargos y los magníficos empleos que aquellos dos cardenales poseían, y podía aprovecharse, en segundo lugar, del subido precio a que los dos capelos se venderían. Otra tercera especulación resultaba de esto, que podremos conocer muy pronto.
    Al momento encontraron el Papa y César Borgia Bus futuros cardenales. Uno era Juan Rospigliosi, que ostentaba las más altas dignidades de la Santa Sede, y el otro César Spada, uno de los romanos más notables y más ricos. Uno y otro podían apreciar en su verdadero valor el precio de semejante favor papal. Los dos eran ambiciosos.
    En cuanto ellos aceptaron, encontró César Borgia compradores para sus empleos. La consecuencia de esto fue que Rospigliosi y Spada pagaron por ser cardenales, y otros ocho pagaron también por ser lo que eran los cardenales antes de su creación. Ochocientos mil escudos ingresaron en las arcas papales.
    Finalmente, ya es tiempo que pasemos a la última parte de la especulación. Rospigliosi y Spada se vieron colmados de halagos por el Papa, que habiéndoles conferido por sí mismo las insignias del cardenalato, estaba seguro de que ellos, por demostrar dignamente su gratitud, realizarían toda su fortuna para fijar en Roma su residencia. Así en efecto sucedió, y el Papa y César Borgia los convidaron a comer.
    Este convite dio ocasión a una grave disputa entre el Santo Padre y su hijo. César opinaba que se debía recurrir a uno de esos medios que él solía emplear con sus amigos íntimos, a saber: la famosa llave con que se rogaba a ciertas personas que abriesen cierto armario. Esta llave, sin duda por un olvido inocente del cerrajero tenía una especie de púa pequeña de hierro, que al hacer fuerza la persona que abría el armario, que era difícil de abrir, se clavaba en la mano, ocasionando la muerte al otro día. Había también la sortija de cabeza de león: César se la ponía para dar la mano a ciertas personas, el león las mordía imperceptiblemente, y a las veinticuatro horas..., requiescant in pace.
    César propuso pues a su padre mandar abrir el armario a Rospigliosi y a Spada, o darles un cordial apretón de manos, pero Alejandro VI le respondió:
    -Tratándose de esos excelentes cardenales Spada y Rospigliosi, paréceme que no debemos rehuir los gastos de un gran banquete, porque un presentimiento me dice que hemos de quedarnos con ese dinero. Sin duda olvidáis, César, además, que una indigestión hace su efecto en el acto, mientras un mordisco o una picadura tardan uno o dos días.
    César se rindió a ese razonamiento y he aquí que los dos cardenales fueron invitados a comer. El banquete se debía efectuar cerca de San Pedro ad Vincula, en una hermosa posesión del Papa, muy conocida de los cardenales por su celebridad.
    Envanecido Rospigliosi con su nueva dignidad, preparó su estómago para el banquete, pero Spada, hombre prudentísimo y que amaba con extremo a su sobrino, un capitán joven de mucho porvenir, tomó papel y pluma a hizo testamento.
    En seguida envió un recado a su sobrino encargándole que le esperase por los alrededores de San Pedro, pero, según parece, el mensajero no le encontró. Spada conocía la costumbre de aquellos convites. Desde que el cristianismo, eminentemente civilizador, introdujo el progreso en Roma, no era un centurión el que venía de parte del tirano a deciros: “César quiere que mueras”, sino que era un legado ad latere, que con la sonrisa en los labios venía a deciros de parte del Papa: «Su Santidad quiere que comáis en su compañía.»
    Spada se dirigió a las dos a San Pedro ad Vincula; ya le estaba esperando el Papa allí. La primera persona que vieron sus ojos fue a su sobrino el capitán, muy ataviado y muy tranquilo. César Borgia le colmaba de halagos y caricias. Spada palideció, porque César, con una mirada irónica, le daba a entender que todo lo había previsto y que estaba bien tendido el lazo. En el transcurso de la comida, el cardenal no pudo hacer otra cosa que preguntar a su sobrino:
    -¿Recibisteis mi recado?
    El capitán respondió que no, pero había comprendido la pregunta. Sin embargo, ya era tarde, porque acababa de beber un vaso de excelente vino, escanciado ex profeso para él por el copero del Papa. En el mismo instante ofrecían liberalmente a Spada vino de otra botella. Una hora después un médico declaró que ambos estaban envenenados con Betas. Spada murió allí mismo, y el capitán a la puerta de su casa, haciendo una seña a su mujer, que no pudo comprenderle.
    César Borgia y el Papa se apresuraron al punto a apoderarse de la herencia, a pretexto de registrar los papeles de los difuntos, pero todo el caudal de Spada consistía en un pedazo de papel en que había escrito él mismo:
    «Lego a mi muy amado sobrino mis baúles y mis libros, entre los cuales se halla mi hermoso breviario con cantos de oro, que deseo conserve en memoria de su querido tío.»
    Sorprendidos los herederos de que Spada, el hombre poderoso, fuese en efecto, el más pobre de los tíos, lo registraron todo, revolvieron los muebles, y admiraron el breviario. Ningún tesoro apareció, como no se cuenten los tesoros científicos encerrados en la biblioteca y en los laboratorios. Esto fue todo. Las pesquisas de César y de su padre fueron inútiles.
    Nada se encontró, o a lo menos, poquísimo, es decir, unos mil escudos en alhajas, y otro tanto en dinero. Su sobrino, sin embargo, había vivido bastante tiempo para decir a su mujer:
    -Buscad entre los papeles de mi tío, porque sé que existe un testamento real y verdadero.
    Con esto se hicieron más diligencias aún que las que habían hecho los augustos herederos; pero todo en vano. Los dos palacios de Spada y la posesión que tenía detrás del Palatino, como los bienes inmuebles en aquella época valían poco, quedaron a favor de la familia, por indignos de la rapacidad del Papa y de su hijo.
    Los meses y los años fueron transcurriendo. Alejandro VI, como sabéis, murió envenenado por una equivocación: César, envenenado también, se salvó, cambiando de piel como las culebras. En su nueva piel el veneno había dejado unas manchas semejantes a las del tigre. Por último, obligado a abandonar Roma, fue a hacerse matar oscuramente en una escaramuza nocturna, casi olvidada por la historia.
    Tras la muerte del Papa y el destierro de su hijo César, todo el mundo esperaba que la familia volviera al fausto que tenía en los tiempos del cardenal Spada; pero no fue así. Los Spada siguieron viviendo en una dudosa medianía, un misterio eterno envolvió este asunto lúgubre. La opinión general fue que César, mejor político que su padre, le había robado la fortuna de los dos cardenales, y digo los dos, porque Rospigliosi, que no había tomado precaución alguna, fue despojado del todo.
    -Hasta aquí -dijo Faria interrumpiéndose y sonriendo-, no os parece este cuento de loco, ¿es verdad?
    -¡Oh, amigo mío! -le contestó Dantés-, paréceme, al contrario, que leo una crónica interesantísima. Continuad, os lo suplico.
    -Ya continúo: La familia se acostumbró a esta situación; pasaron años y años. Entre sus descendientes unos fueron soldados; otros, diplomáticos; varios, eclesiásticos, y otros, banqueros. Enriqueciéronse algunos, y otros se acabaron de arruinar. Vengamos ahora al último de esta familia, a aquel de quien fui secretario, al conde de Spada.
    Yo le había oído quejarse frecuentemente de la desproporción que guardaba con su rango su fortuna, aconsejéle que la colocara a renta vitalicia, siguió mi consejo y dobló su renta.
    El famoso breviario que no había salido de la familia, pertenecía a este conde Spada. Se lo habían ido legando de padres a hijos, porque aquella rara cláusula que se encontró en el testamento hizo de él una verdadera reliquia, mirada con supersticiosa veneración. Era un libro con magníficas iluminaciones góticas, tan cargado de oro que en los días de grandes solemnidades lo llevada un criado delante del cardenal.
    Como todos los secretarios y administradores que me habían precedido, yo me dediqué también a registrar los archivos de la familia, llenos de toda clase de títulos, papeles y pergaminos, pero a pesar de mi actividad y esmero fueron inútiles mis pesquisas. Y hay que tener en cuenta que yo había leído y hasta había escrito, una historia, o por mejor decir unas efemérides de la casa de Borgia, con idea de descubrir si a la muerte del cardenal César Spada había tenido algún aumento la fortuna de aquellos príncipes, y no encontré otro que el ocasionado por los bienes del cardenal Rospigliosi, su compañero de infortunio.
    Yo estaba casi seguro de que ni los Borgias ni la familia Spada se habían aprovechado de la herencia, que sin duda había quedado sin dueño, como esos tesoros de los cuentos árabes que yacen en las entrañas de la tierra guardados por un genio. Mil y mil veces conté y rectifiqué los capitales, las rentas y los gastos de la familia durante trescientos años: todo fue inútil. Permanecí en mi ignorancia y el conde Spada en su miseria.
    Por este tiempo murió él. De su renta vitalicia había exceptuado sus papeles de familia, su biblioteca, compuesta de S 000 volúmenes, y su famoso breviario.
    Esto y unos mil escudos romanos, que poseía en dinero, me lo legó, a condición de componer una historia de su casa y un árbol genealógico, y de mandar decir misas en el aniversario de su muerte, lo cual cumplí exactamente.
    No os impacientéis, mi querido Edrnundo, que ya llegamos al fin.
    En 1807, un mes antes de mi encarcelamiento y quince días después de la muerte del conde Spada, el día 29 de diciembre (ahora comprenderéis por qué se me ha quedado tan fija esta fecha importante), hallábame yo leyendo por centésima vez aquellos papeles, que iba coordinando, porque el palacio iba a pasar a ser posesión de un extranjero. Yo pensaba salir de Roma y establecerme en Florencia con todo el dinero que poseía, que eran unas doce mil libras, mi biblioteca y mi famoso breviario. Hallábame, pues, como digo, fatigado por aquella tarea, y algo indispuesto por un exceso que había hecho en la comida, y dejé caer la cabeza entre las manos y me quedé dormido.
    Eran las tres de la tarde. Cuando desperté, el reloj daba las seis.
    Al levantar la cabeza, halléme en la más profunda oscuridad. Llamé para que me trajesen luz, pero nadie acudió. Entonces resolví servirme de mí mismo, que era además un hábito filosófico, que iba a serme muy necesario. Con una mano cogí la bujía ya preparada, y con la otra busqué un papel para encenderlo en la moribunda llama que quedaba en la chimenea, pero por miedo a que, debido a la oscuridad, cogiera un papel interesante en vez de otro inútil, hallábame perplejo, cuando recordé haber visto en el famoso breviario que estaba sobre la mesa un papel viejísimo, ya casi negro, que seguramente servía de registro o seña, y sin duda había durado tantos años en aquel libro por la veneración con que los herederos lo miraban. Busquélo, pues, a tientas, lo encontré, lo retorcí, y acercándolo a la llama lo encendí.
    Pero al mismo tiempo y como por encanto, a medida que el fuego se propagaba, vi aparecer una letras negruzcas, que por momentos iban convirtiéndose en pavesa. Asustéme, estrujé en mis manos el papel para apagarlo, encendí la bujía en la luz de la chimenea, examiné conmovido el papel quemado, y comprendí que una tinta misteriosa y simpática había trazado aquellas letras, que sólo el fuego pudo hacer inteligibes.
    Lo quemado era como una tercera parte del papel, y el resto lo que habéis leído esta mañana. Volvedlo a leer, Dantés, que luego, para que lo entendáis, yo completaré las frases y el sentido.
    Y el abate, con aire de triunfo, presentó el papel al joven, que en esta ocasión leyó ávidamente estas palabras, escritas con una tinta como herrumbrosa:

    Hoy 25 de abril de 149
    mer S. S. Alejandro Vl, co
    contento con haberme hec
    heredarme, y me reserve l
    Caprara y Bentivoglio, qu
    dos. Declaro pues a mi sobr
    redero universal, que he esc
    conoce por haberlo visitado
    grutas de la isla de Monte-Cris
    rras de oro, dinero acuñado,
    joyas. Yo sólo conozco la e
    que puede ascender a dos
    manos con corta diferenci
    tando la roca vigésima, a c
    Este en línea recta. Dos
    grutas: el tesoro yace en
    segunda. Como a mi úni
    clusiva propiedad el refe
    25 de abril de 14
    CES


    -Ahora -añadió el abate-, leed este otro.
    Y presentó a Edmundo otro papel con otros fragmentos de renglones.
    Tomólo Edmundo y leyó:

    8 me ha convidado a con
    que me presumo que no
    ho pagar el capelo quiera
    a suerte de los cardenales
    e han muerto envenena
    ino Guido Spada, mi he
    ondido en un sitio que él
    en mi compañía, en las
    lo, cuanto poseo en ba
    pedrería, diamantes y
    xistencia de este tesoro,
    millones de escudos ro
    a, y se encontrará levan
    ontar desde el ancón del
    aberturas hay en estas
    el ángulo más lejano de la
    co heredero, le dejo en ex
    rido tesoro.
    98.
    AR SPADA.

    El abate observaba con ansia las impresiones de Dantés.
    -Ahora -dijo, viendo que éste había llegado al último renglón-, ahora juntad los dos fragmentos, y juzgad por vos mismo.
    Dantés obedeció; de los fragmentos unidos resultaba lo siguiente:

    Hoy 25 de abril de 149...8, me ha convidado a co
    mer S. S. Alejandro VI, co...n que me presumo que no
    contento con haberme hec...ho pagar el capelo quiera
    heredarme, y me reserve l...a suerte de los cardenales
    Caprara y Bentivoglio, qu...e han muerto envenena-
    dos. Declaro pues a mi sobr...ino Guido Spada, mi he
    redero universal, que he esc...ondido en un sitio que él
    conoce por habeslo visitado... en mi compañía, en las
    grutas de la isla de Monte-Cris...lo cuanto poseo en ba-
    rras de oro, dinero acuñado... pedrería, diamantes y
    joyas. Yo sólo conozco la e...xistencia de este tesoro,
    que puede ascender a dos... millones de escudos ro-
    manos con corta diferenci...a, y se encontrará levan-
    tando la roca vigésima, a c...ontar desde el ancón
    del Este en línea recta. Dos... aberturas hay en estas
    grutas: el tesoro yace en... el ángulo más lejano de la
    segunda. Como a mi úni...co heredero, le dejo en ex-
    clusiva propiedad el refe...rido tesoro.
    25 de abril de 14...98.
    CES...AR SPADA

    -¿Lo comprendéis ahora? -dijo Faria.
    -Esta era la declaración del cardenal Spada, el testamento tan buscado en vano -contestó Edmundo, sin osar aún creerlo.
    -Sí, mil veces sí.
    -Pero ¿quién lo ha completado de este modo?
    -Yo, con la ayuda del fragmento existente, adiviné el resto, calculando la longitud de las líneas por la del papel, y deduciendo de lo no quemado lo que debía decir lo quemado, como un átomo de luz que viene del cielo, guía a aquel que camina por un subterráneo.
    -¿Y qué hicisteis cuando pensasteis haber adquirido esa convicción?
    -Determiné marchar, y marché al instante, llevando conmigo el principio de mi grande obra sobre Italia, pero hacía mucho tiempo que la policía imperial no me perdía de vista. Napoleón quería entonces dividir el reino en provincias, al contrario de lo que quiso apenas tuvo un heredero. Mi precipitada marcha despertó, pues, las sospechas de la policía, que estaba muy lejos de poder adivinar su verdadero objeto, y me prendieron cuando iba a desembarcarme en Piombino.
    -Ahora, amigo mío -prosiguió Faria mirando a Dantés con ternura casi paternal-, ahora sabéis tanto como yo. Si nos escapamos juntos, la mitad del tesoro es vuestro, si muero aquí y os salváis solo, os pertenece por entero.
    -Pero ¿no tiene en el mundo ese tesoro dueño más legítimo? -preguntó Dantés vacilando.
    -No, no, tranquilizaos. La familia se ha extinguido del todo. Además, el último conde Spada me hizo su heredero. Legándome aquel breviario simbólico, me legó cuanto contenía. No, no, tranquilizaos. Si llegamos a apoderarnos de esta fortuna, podemos gozarla sin remordimientos.
    -¿Y decís que ese tesoro asciende...?
    -Asciende a dos millones de escudos romanos, trece millones de nuestra moneda.
    -¡Imposible! -exclamó Dantés, asustado ante lo enorme de la soma.
    -¡Imposible! ¿Y por qué? -repuso el anciano-. La familia Spada era una de las más antiguas y poderosas en el siglo XV. Además, en aquellos tiempos no se conocían ni especulaciones ni industria, esta acumulación de dinero y joyas no es inverosímil. Todavía existen familias romanas que se mueren de hambre, teniendo vinculado un millón en diamantes y pedrerías de que no pueden disponer.
    Edmundo, vacilando entre la alegría y la incredulidad, creía estar soñando.
    -Si os he ocultado este secreto tanto tiempo -prosiguió Faria-, ha sido para probaros y sorprenderos. Si nos hubiéramos escapado antes de mi ataque de catalepsia, os habría llevado a la isla de MonteCristo, pero ahora -añadió con un suspiro-, vos me llevaréis a mí. Ea, Dantés, ¿no me dais las gracias?
    -Ese tesoro os pertenece, amigo mío -respondió el joven-, os pertenece a vos solo, yo no tengo ningún derecho a él, ni siquiera soy pariente vuestro.
    -¡Vos sois hijo mío, Dantés! -exclamó el anciano-. Sois el hijo de mi prisión. Mi estado me condenaba al celibato, y Dios os envió a mí para consuelo juntamente del hombre que no podía ser padre, y del preso que no podía ser libre.
    Y el abate tendió el brazo que tenía libre y Dantés se arrojó a su cuello, sollozando.
     
  4. mai^a

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    El Gaucho Martin Fierro


    Capitulo 11

    A otros les brotan las coplas
    como agua de manantial;
    pues a mí me pasa igual;
    aunque las mías nada valen,
    de la boca se me salen
    como ovejas de corral.

    Que en puertiando la primera,
    ya la siguen los demás,
    y en montones las de atrás
    contra los palos se estrellan,
    y saltan y se atropellan
    sin que se corten jamás.

    Y anunque yo por mi inorancia
    con gran trabajo me esplico,
    cuando llego a abrir el pico,
    tengaló por cosa cierta,
    sale un verso y en la puerta
    ya asoma el otro el hocico.

    Y empresteme su atención;
    me oirá relatar las penas
    de que traigo la alma llena;
    porque en toda circustancia,
    paga el gaucho su inorancia
    con la sangre de sus venas.

    Despues de aquella desgracia
    me refugié en los pajales;
    anduve entre los cardales
    como bicho sin guarida;
    pero, amigo, es esa vida
    como vida de animales.

    Y son tantas las miserias
    en que me he salido ver,
    que con tanto padecer
    y sufrir tanta aflición,
    malicio que he de tener
    un callo en el corazón.

    Ansí andaba como guacho
    cuando pasa el temporal;
    supe una vez por mi mal
    de una milonga que había,
    y ya pa la pulpería
    enderece mi bagual.

    Era la casa del baile
    un rancho de mala muerte,
    y se enllenó de tal suerte
    que andabamos a empujones:
    nunca faltan encontrones
    cuando un pobre se divierte.

    Yo tenía unas medias botas
    con tamaños verdugones;
    me pusieron los talones
    con crestas como gallos:
    si viera mis afliciones
    pensando yo que eran callos!

    Con gato y con fandanguillo
    había empezado el changango,
    y para ver el fandango
    me colé haciendomé bola,
    mas metió el diablo la cola,
    y todo se volvió pango.

    Había sido el guitarrero
    un gaucho duro de boca:
    yo tengo paciencia poca
    pa aguantar cuando no debo;
    a ninguno me le atrevo,
    pero me halla el que me toca.

    A bailar un pericón
    con una moza salí,
    y cuanto me vido allí
    sin duda me conoció;
    y estas coplitas cantó
    como por rairse de mí:

    -Las mujeres son todas
    como las mulas;
    yo no digo que todas,
    pero hay algunas
    que a las aves que vuelan
    les sacan plumas.

    -Hay gauchos que presumen
    de tener damas;
    no digo que presumen,
    pero se alaban,
    y a lo mejor los dejan
    tocando tablas.

    Se secretiaron las hembras,
    y yo ya me encocoré;
    volié la anca y le grité:
    -!Dejá de cantar... chicharra!-
    y de un tajo a la guitarra
    tuitas las cuerdas corté.

    Al punto salió de adentro
    un gringo con un jusil;
    pero nunca he sido vil,
    poco el peligro me espanta;
    yo me refalé la manta
    y la eché sobre el candil.

    Gané en seguida la puerta
    gritando:-!Nadies me ataje!-
    y alborotado el hembraje,
    lo que todo quedo escuro,
    empezo a verse en apuro
    mesturao con el gauchaje.

    El primero que salió
    fué el cantor, y se me vino;
    pero yo no pierdo el tino
    aunque haiga tomao un trago,
    y hay algunos por mi pago
    que me tienen por ladino.

    No ha de haber achocao otro:
    le salió cara la broma;
    a su amigo cuando toma
    se le despeja el sentido,
    y el pobrecito habia sido
    como carne de paloma.

    Para prestar un socorro
    las mujeres no son lerdas:
    antes que la sangre pierda
    lo arrimaron a unas pipas;
    Ahi lo dejé con las tripas
    como pa que hiciera cuerdas.

    Monté y me largé a los campos
    mas libre que el pensamiento,
    como las nubes al viento
    a vivir sin paradero,
    que no tiene el que es matrero
    nido, ni rancho, ni asiento.

    No hay juerza contra el destino
    que le ha señalao el Cielo,
    y aunque no tenga consuelo,
    !aguante el que está en trabajo!
    !nadies se rasca pa abajo,
    ni se lonjea contra el pelo!

    Con el gaucho desgraciao
    no hay uno que no se entone
    !la menor falta lo espone
    a andar con los avestruces
    faltan otros con más luces
    y siempre hay quien los perdone.
     
  5. mai^a

    mai^a My Garden

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    Re: ... de poetas, cuentos y leyendas

    Clau acá sí que voy atrazadísima... [​IMG]
     
  6. clause

    clause Claudia

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    Re: ... de poetas, cuentos y leyendas

    Maia:beso: :beso:
    Si , es muy largo, lindo, como todos los de este autor que son atrapantes, pero muy extenso!
    :11risotada:
     
  7. mai^a

    mai^a My Garden

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    Re: ... de poetas, cuentos y leyendas

    Oda a la papa

    PAPA,
    te llamas
    papa
    y no patata,
    no naciste castellana:
    eres oscura
    como
    nuestra piel,
    somos americanos,
    papa,
    somos indios.

    Profunda
    y suave eres,
    pulpa pura, purísima
    rosa blanca
    enterrada,
    floreces
    allá adentro
    en la tierra,
    en tu lluviosa
    tierra
    originaria,
    en las islas mojadas
    de Chile tempestuoso,
    en Chiloé marino,
    en medio de la esmeralda que abre
    su luz verde
    sobre el austral océano.


    Papa,
    materia
    dulce,
    almendra
    de la tierra,
    la madre
    allí
    no tuvo
    metal muerto,
    allí en la oscura
    suavidad de las islas
    no dispuso
    el cobre y sus volcanes
    sumergidos,
    ni la crueldad azul
    del manganeso,
    sino que son su mano,
    como en un nido
    en la humedad más suave,
    colocó tus redomas,
    y cuando
    el trueno
    de la guerra
    negra,
    España
    inquisidora,
    negra como águila de sepultura,
    buscó el oro salvaje
    en la matriz
    quemante de la araucanía,
    sus uñas
    codiciosas
    fueron exterminadas,
    sus capitanes
    muertos,
    pero cuando a las piedras de Castilla
    regresaron
    los pobres capitanes derrotados
    levantaron en las manos sangrientas
    no una copa de oro,
    sino la papa
    de Chiloé marino.


    Honrada eres
    como
    una mano
    que trabaja en la tierra,
    familiar
    eres
    como
    una gallina,
    compacta como un queso
    que la tierra elabora
    en sus ubres
    nutricias,
    enemiga del hambre,
    en todas las naciones
    se enterró su bandera
    vencedora
    y pronto allí,
    en el frío o en la costa
    quemada,
    apareció
    tu flor
    anónima
    enunciando la espesa
    y suave
    natalidad de tus raíces.


    Universal delicia,
    no esperabas
    mi canto,
    porque eres sorda
    y ciega
    y enterrada.
    Apenas
    si hablas en el infierno
    del aceite
    o cantas
    en las freiduras
    de los puertos,
    cerca de las guitarras,
    silenciosa,
    harina de la noche
    subterránea,
    tesoro interminable
    de los pueblos.


    pablo Neruda
     
  8. mai^a

    mai^a My Garden

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    Re: ... de poetas, cuentos y leyendas



    Poema al tomate


    Ay! ¡Qué disparate!
    ¡Se mató un tomate!
    ¿Quieren que les cuente?

    Se arrojó en la fuente
    sobre la ensalada
    recién preparada.

    Su vestido rojo,
    todo descosido,
    cayó haciendo arrugas
    al mar de lechugas.

    Su amigo el zapallo
    corrió como un rayo
    pidiendo de urgencia
    por una asistencia

    Vino el doctor Ajo
    y remedios trajo.
    Llamó a la carrera
    a Sal, la enfermera.

    Después de secarlo
    quisieron salvarlo,
    pero no hubo caso:
    ¡estaba en pedazos!

    Preparó el entierro
    la agencia “Los Puerros”.
    y fue mucha gente...
    ¿quieren que les cuente?

    Llegó muy doliente
    Papa, el presidente
    del club de Verduras,
    para dar lectura
    de un “verso al tomate”
    (otro disparate)
    mientras, de perfil
    el gran perejil
    hablaba bajito
    con un rabanito.

    También el laurel
    (de luna de miel
    con doña nabiza)
    regresó de prisa
    en su nuevo yate
    por ver al tomate.

    Acaba la historia:
    ocho zanahorias
    y un alcaucil viejo
    forman el cortejo
    con diez berenjenas
    de verdes melenas
    sobre una carroza
    bordada de rosas.

    Choclos musiqueros
    con negros sombreros
    tocaban violines,
    quenas y flautines,
    y dos ajíes sordos
    y espárragos gordos
    con negras camisas
    cantaron la misa.

    El diario “ESPINACA”
    la noticia saca.
    HOY, QUÉ DISPARATE!
    ¡SE MATÓ UN TOMATE!

    Al leer, la cebolla
    llora en su olla.
    Una remolacha
    se puso borracha.
    —¡Me importa un comino!
    —dijo don Pepino...
    y no habló la acelga
    (estaba de huelga).


    Poema de Elsa Bornemann
     
  9. mai^a

    mai^a My Garden

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    Re: ... de poetas, cuentos y leyendas

    Si realmente son muy atrapantes clau, al argumento, la trama
    y desde ya lo histórico con la leyenda que se mezcla.
    Te dibuja una época maravillosamente.
     
  10. clause

    clause Claudia

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    Re: ... de poetas, cuentos y leyendas

    Si eso es lo lindo , como entrelaza la ficción con lo real, y la ambientación!
     
  11. clause

    clause Claudia

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    Re: ... de poetas, cuentos y leyendas

    Alejandro Dumas (Padre)
    El Conde de Montecristo

    Primera Parte
    Capítulo diecinueve

    El tercer ataque

    Ese tesoro tanto tiempo objeto de las meditaciones del abate, que podía asegurar la dicha futura del que amaba en realidad como a un hijo, había ganado a sus ojos en valor. No hablaba de otra cosa todo el día más que de aquella inmensa cantidad, explicando a Dantés cuánto puede servir a sus amigos en los tiempos modernos el hombre que posee trece o catorce millones. Estas palabras hicieron que el rostro de Dantés se contrajera, porque el juramento que había hecho de vengarse cruzó por su imaginación, haciéndole pensar también cuánto mal puede hacer a sus enemigos en los tiempos modernos el hombre que posee un caudal de trece o catorce millones.

    El abate no conocía la isla de Montecristo, pero sí la conocía Dantés, que había pasado muchas veces por delante y una hizo escala en ella; está situada a veinticinco millas de la Pianosa, entre Córcega y la isla de Elba. Montecristo, que ha estado siempre y está todavía enteramente desierta, es una peña de forma casi cónica, que parece lanzada por un cataclismo volcánico desde el fondo del mar a la superficie.

    Dantés le hizo a Faria el plano de la isla, y Faria dio consejos a Dantés sobre los medios que había de emplear para apoderarse del tesoro.

    Pero estaba muy lejos de participar del entusiasmo y sobre todo de la confianza del anciano. Aunque ya se hubiese convencido de que no estaba loco, y la manera con que adquirió este convencimiento contribuyera a admirarle más y más, no podía creer humanamente que aquel tesoro, aún suponiendo que en efecto hubiera existido, existiese todavía, y cuando no lo mirase como cosa quimérica, lo miraba a lo menos como dudosa.

    Parecía como si el destino se empeñase en quitar a los presos su última esperanza y darles a entender que estaban condenados a prisión eterna. Una nueva desgracia les sobrevino por entonces. La galería que daba al mar, ruinosa desde mucho tiempo antes, había sido reparada. Reforzáronse los cimientos, y se rellenó con enormes bloques de granito la excavación que a medias había cegado Dantés. Sin esta precaución, que el abate sugirió al joven, como se recordará, su desgracia hubiera sido mayor aún, porque descubierta su tentativa de evasión los hubieran separado inevitablemente. Una nueva puerta, más maciza y más inexorable que las otras, se había cerrado para ellos.

    -Ya veis -decía Dantés con tristeza-, ya veis que Dios quiere quitarme hasta el mérito de lo que vos llamáis adhesión. Os prometo permanecer aquí eternamente, y ahora ni aún libre soy para cumplir mi promesa. Me quedaré sin el tesoro, como vos, y ni uno ni otro saldremos de este castillo. Por lo demás, mi verdadero tesoro, amigo mío, no es el que esperaba hallar en los antros lúgubres de Montecristo, sino vuestra presencia, nuestra unión de cinco o seis horas cada día, a pesar de nuestros carceleros, y sobre todo estos torrentes de inteligencia que habéis derramado en la mía, estos idiomas que me habéis dado a conocer con todas sus ramificaciones filológicas, estas ciencias que tan fácilmente me comunicasteis gracias a la profundidad con que las conocéis y los sencillos principios a que las habéis reducido. Este es mi verdadero tesoro, amigo mío, con esto sí que me habéis dado riqueza y felicidad. Creedme y consolaos, esto vale más para mí que montes de oro y de diamantes, aunque no fuesen tan problemáticos como esas nubes que en las alboradas se ven flotar sobre el mar, que a primera vista las cree uno tierra firme, y a medida que se va acercando a ellas se evaporan, se volatilizan y se esfuman. Teneros a mi lado el tiempo mayor posible, oír vuestra elocuente voz, adornar mi inteligencia, fortalecer mi alma, predisponer mi organización entera a grandes y terribles cosas para cuando goce de libertad, ejecutarlas de manera que no vuelva a dominarme la desesperación, de que ya estaba casi poseído cuando os conocí; ésta es la fortuna que os debo, y no quimérica, sino tan verdadera, que todos los soberanos del mundo, aunque fuesen como César Borgia, no podrían arrebatármela.

    Esto hizo que para los dos infelices fuesen los días, si no venturosos, menos largos y más tranquilos. Faria, que en tantos años ni una palabra había dicho de su tesoro, hablaba de él a cada instante.

    Según había previsto, se quedó enteramente paralítico del brazo derecho y la pierna izquierda, y casi perdió toda esperanza de poder servirse de ellos, pero soñaba siempre con la libertad o la fuga de su compañero, y gozaba por él con esta idea.

    Temeroso de que el papel se perdiese o se extraviase algún día, obligó a Dantés a aprenderlo de memoria, y lo aprendió en efecto desde la primera palabra hasta la última. Seguros entonces de que nadie por el primer trozo podría adivinar su contenido completo, hicieron pedazos el segundo.

    A veces pasaba Faria horas enteras dando instrucciones a Edmundo, instrucciones que debían servirle al hallarse en libertad.

    Desde el mismo día, desde la misma hora, desde el mismo instante que se viera libre, su único y exclusivo pensamiento debía ser el de ir a Montecristo, de cualquier modo, idear un puesto que no despertase sospechas para quedarse allí solo, y una vez solo, enteramente solo, buscar las maravillosas grutas, y cavar en el sitio indicado.

    El sitio indicado, como recordará el lector, era el ángulo más lejano de la segunda abertura.

    Con esta esperanza se pasaban las horas, si no rápidas, a lo menos soportables.

    Como ya hemos dicho, Faria, aunque sin volver al use de su pie y de su mano, había vuelto completamente al de su inteligencia, enseñando poco a poco a su joven compañero, además de las nociones morales que hemos dicho, ese calmoso oficio de preso, que consiste en hacer algo de lo que no es nada en el fondo. Así, pues, estaban constantemente ocupados, Faria por temor de envejecer y Edmundo por temor de recordar su pasado, ya casi olvidado, y que no quedaba en su memoria sino como una luz lejana, perdida en las tinieblas de la noche. Tal era su vida, semejante a la de esos hombres a quienes la desgracia no ha herido nunca, y que vegetan tranquila y maquinalmente bajo la mano de la Providencia.

    Pero bajo esa calma aparente, había en el corazón del joven y en el del anciano tal vez, muchos ímpetus reprimidos, muchos suspiros ahogados, que estallaban cuando Faria se quedaba solo y Edmundo volvía a su prisión.

    Una noche se despertó este último sobresaltado, figurándose haber oído que le llamaban. Abrió los ojos y procuró saber de dónde procedía aquel sonido. Su nombre, o más bien una voz doliente que se esforzaba en pronunciarlo, llegó hasta sus oídos. Incorporóse en la cama lleno de angustia y sudoroso, y escuchó atentamente. No había duda. La voz venía del calabozo de su compañero.

    -¡Gran Dios! -murmuró Edmundo-. Si será que...

    Y separando su cama de la pared, retiró la piedra, lanzóse al subterráneo y llegó al extremo opuesto. La baldosa estaba levantada.

    A1 vacilante resplandor de aquella lámpara tosca de que ya hemos hablado, vio Dantés al abate pálido en extremo, y aunque en pie, agarrado a su cama para poder sostenerse. Sus facciones estaban trastornadas por aquellos horribles síntomas que Dantés ya conocía y que tanto le asustaran anteriormente.

    -¿Comprendéis..., amigo mío? ¿No es verdad? -le dijo Faria resignado-. Nada tengo que deciros.

    Edmundo lanzó un grito de dolor, y perdiendo completamente la cabeza se dirigió a la puerta gritando:

    -¡Socorro!¡Socorro!

    Faria tuvo suficientes fuerzas aún para detenerle.

    -¡Silencio o estáis perdido! -le dijo- No pensemos sino en vos, amigo mío, en haceros soportable la prisión y posible la fuga. Años enteros necesitaríais para volver a hacer lo que yo hasta aquí hice, y sería vano en cuanto nuestros carceleros conociesen que estamos de acuerdo. Por otra parte, tranquilizaos, amigo, que no estará vacío mucho tiempo este calabozo que yo voy a abandonar. Otro desgraciado vendrá a ocupar mi puesto. Acaso él será joven, y fuerte, y sufrido como vos, y podrá ayudaros en vuestra fuga, que yo impedía. Ya no tendréis un semicadávér adherido a vos, que paralizará todos vuestros esfuerzos. Decididamente Dios se acuerda de vos, os da más que os quita, pues ya es tiempo de que yo muera.

    Edmundo no pudo hacer otra cosa más que cruzar las manos y exclamar:

    -¡Oh, amigo mío! ¡Amigo mío! ¡Callad!

    Luego, recobrando su fortaleza, que le abandonó un instante por aquel golpe imprevisto, y su valor, vencido por las palabras del viejo, repuso:

    -¡Oh! Ya os salvé una vez, bien puedo salvaros otra.

    Y levantó el pie de la cama, y sacó el frasco, que contenía aún una tercera parte del licor rojo.

    -Mirad -le dijo-, aún nos queda esta medicina salvadora. Pronto, pronto, decidme lo que necesito hacer. ¿Se toman esta vez otras precauciones? Hablad, amigo mío, que ya os escucho.

    -No hay esperanza -respondió el abate inclinando la cabeza-, pero no importa, la voluntad de Dios es que el hombre que ha creado y en cuyo corazón ha puesto con tantas raíces el amor a la vida, haga cuanto pueda por conservar esta vida, tan trabajosa algunas veces y siempre tan amada.

    -¡Sí, sí! -exclamó Dantés-, os salvaré, sí, os lo repito.

    -Pues ea, procuradlo, el frío me acomete, siento que la sangre se agolpa a mi cerebro, este horrible temblor que hace rechinar mis dientes, y parece que disloca todos mis huesos, este espantoso temblor invade mi cuerpo, dentro de cinco minutos me dará el ataque, dentro de un cuarto de hora no os quedará de mí más que un cadáver.

    -¡Oh! -exclamó Dantés con desesperado acento.

    -Haced lo que la otra vez, con la diferencia de no esperar tanto tiempo. Todos los resortes de mi vida están ahora muy gastados, y la muerte -prosiguió mostrándole su brazo y su pierna paralíticos-, la muerte recorrió ya la mitad de su camino. Si después de haberme echado en la boca doce gotas, en lugar de diez, vieseis que no vuelvo en mí, me echáis el resto. Ahora, llevadme a la cama, porque apenas puedo sostenerme.

    Edmundo cogió en sus brazos al viejo y lo puso en la cama.

    -Ahora acercaos, amigo mío, único consuelo de mi triste vida -le dijo Faria- don del cielo, aunque algo tardío, pero, en fin, don del cielo, y don inapreciable, de que le doy infinitas gracias..., en este momento en que me separo de vos para siempre, os deseo todas las dichas, toda la prosperidad que merecéis. ¡Hijo mío! ¡Yo os bendigo!

    El joven se arrodilló, apoyando la cabeza en la cama de Faria.

    -Sobre todo, hijo mío, escuchad bien lo que os digo en este instante supremo: el tesoro de los Spada existe efectivamente. Dios me concede que en este momento no haya para mí ni obstáculo ni distancias. Lo estoy viendo en el fondo de la segunda gruta, mis ojos penetran en las entrañas de la tierra y se deslumbran con tantas riquezas. Si conseguís evadiros, recordad que el pobre abate, a quien todo el mundo creía loco, no lo estaba. ¡Corred a Montecristo, apoderaos de nuestra fortuna, y gozadla, que bastante sufristeis!

    Una violenta sacudida interrumpió al anciano. Edmundo levantó la cabeza y vio que sus ojos se enrojecían, parecía que una ola de sangre le subía desde el pecho a la frente.

    -¡Adiós! ¡Adiós! -murmuró Faria, apretando convulsivamente la mano del joven-. ¡Adiós!

    -¡Oh! ¡Todavía no! ¡Todavía no! -exclamaba éste-. No me abandonéis... ¡Oh, Dios mío! ¡Socorredle...! ¡Socorro! ¡Acudid...!

    -¡Silencio! -murmuró el moribundo. ¡Silencio!, que luego nos separarán si me salváis.

    -Es cierto. ¡Oh! Sí, sí, confianza; os salvaré. Además, aunque parece que sufrís mucho, no es tanto como la otra vez.

    -Desengañaos..., sufro menos porque tengo menos fuerzas para sufrir. A vuestra edad se tiene fe en la vida; que es el privilegio de la juventud creer y esperar; pero los viejos ven la muerte con más claridad... ¡Oh...!, ya está aquí..., ya se aproxima... todo se acaba... pierdo la vista... ¡y la razón! Dadme la mano, Dantés... ¡Adiós! ¡Adiós!

    E incorporándose por un esfuerzo supremo, repuso:

    -¡Montecristo...! ¡No os olvidéis de Montecristo!

    Y volvió a caer en la cama.

    La crisis fue terrible. Un cuerpo con los miembros retorcidos, las pupilas hinchadas, una espuma sanguinolenta en la boca, fue lo que en aquel lecho de dolor ocupó el puesto del ser tan inteligente que se había acostado pocos minutos antes.

    Dantés tomó la lámpara, la colocó en la cabecera de la cama, sobre una piedra que sobresalía de la pared, de modo que su trémula luz alumbraba con reflejos extraños y fantásticos aquella fisonomía desencajada, aquel cuerpo inerte y aniquilado.

    Con la mirada fija en él esperó valerosamente la ocasión de administrarle la medicina salvadora. Cuando creyó que había llegado esta ocasión, cogió el cuchillo, separó los dientes, que le ofrecieron menos resistencia que la vez anterior, contó las doce gotas y esperó. El frasco podría tener otro tanto de licor que el gastado.

    Esperó diez minutos, un cuarto de hora, media hora, ¡y nada! Tembloroso, con los cabellos lacios y la frente inundada de sudor, contó los minutos por los latidos de su corazón. Entonces pensó que era ya tiempo de arriesgar la última prueba, acercó el frasco a los labios sanguinolentos de Faria, y sin necesidad de separarle las mandíbulas, que no habían vuelto a juntarse, echó en la boca el resto del líquido. El efecto fue galvánico y una violenta contracción sacudió todos los miembros de Faria, sus ojos volvieron a abrirse con una expresión horrorosa, exhaló un suspiro que parecía un grito, y fue luego, poco a poco, quedándose inmóvil; únicamente los ojos le quedaron abiertos.

    Media hora, una y hasta hora y media pasaron, siendo de agonía para Edmundo. Inclinado hacia su amigo con la mano sobre su pecho, sintió sucesivamente irse el cuerpo enfriando, y el latido del corazón hacerse sordo y profundo. Todo acabó bien pronto, apagóse el último latido, la cara se puso lívida y aunque los ojos seguían abiertos, ya no miraban.

    Ya eran las seis de la mañana, y rayaba el día; su luz indecisa, penetrando en el calabozo, amenguaba la de la lamparilla moribunda. Sus ráfagas extrañas y fantásticas daban tal vez al cadáver apariencias de vida. En tanto duró la lucha del día con la noche, Dantés pudo dudar aún, pero cuando se hizo enteramente de día llegó a comprender que se hallaba solo con un cadáver. Entonces se apoderó de él un terror profundo a invencible. No osaba estrechar aquella mano que caía fuera de la cama, ni menos fijar sus ojos en aquellos ojos blancos a inmóviles, que en vano trató de cerrar muchas veces. Apagó la lamparilla, ocultóla con mucho cuidado, y desapareció, colocando como pudo la baldosa sobre su cabeza. Por otra parte, ya era hora; el carcelero iba a venir de un momento a otro.

    Nada indicó en el carcelero que tuviese ya conocimiento de la desgracia. Cuando salió, sintióse Edmundo impaciente por saber lo que iba a pasar en el calabozo de su desgraciado amigo, y para saberlo penetró en el subterráneo, llegando a tiempo de oír las exclamaciones del carcelero pidiendo auxilio.

    Pronto acudieron los otros carceleros, se oyó después ese Paso regular y sordo que usan los soldados, aunque no estén de servicio. Tras los soldados se presentó el gobernador.

    Edmundo oyó rechinar la cama, como si diesen vuelta al cadáver, y la voz del gobernador que ordenaba que le echasen agua a la cara y que viendo que ésta no le causaba efecto alguno, mandó a buscar al médico.

    El gobernador salió, y algunas frases compasivas llegaron a oídos de Dantés, mezcladas con risas burlonas.

    -Vamos, vamos, el loco ha ido a reunirse con su tesoro -decía uno- ¡Buen viaje!

    -Con todos sus millones no tendrá para pagar la mortaja -añadía otro.

    -¡Oh!, las mortajas del castillo de If no cuestan muy caras -respondía un tercero.

    -Quizá como eclesiástico, hagan algunos gastos más por él -dijo uno de los primeros interlocutores.

    -Este irá al saco.

    Edmundo no perdió una sola palabra, pero apenas comprendía lo que decían.

    A poco dejaron de oírse las voces, y juzgó que habían salido del calabozo. Sin embargo, no se atrevió a entrar en él, porque era fácil que alguno se hubiera quedado a velar al muerto. Conteniendo su respiración, permaneció mudo a inmóvil.

    Transcurrida una hora, sobre poco más o menos, interrumpió el silencio un leve ruido que iba aumentándose. Era el gobernador, que volvía acompañado del médico y de algunos oficiales. Hubo un momento de silencio. Era evidente que el médico se acercaba a la cama y examinaba el cadáver. Pronto comenzó la discusión.

    El médico analizó la enfermedad de que había sido atacado el preso y declaró que estaba muerto. La conversación tenía un tono de indiferencia que indignó a Dantés, pareciéndole que todo el mundo debía profesar al pobre abate una parte de la afección que le profesaba él.

    -Lo siento mucho -dijo el gobernador respondiendo a la declaración del médico-, mucho lo siento, porque era un preso amable, inofensivo, que nos divertía con su locura, y sobre todo fácil de guardar.

    -¡Oh! -repuso el llavero-, aunque no le hubiéramos guardado tan bien, hubiera permanecido aquí cincuenta años, sin intentar una sola vez escaparse, yo lo aseguro.

    -No obstante -indicó el gobernador-, creo que sería oportuno, a pesar de vuestra declaración, y no porque yo dude de vuestra ciencia, sino para poner a cubierto mi responsabilidad, sería conveniente que nos asegurásemos de que está efectivamente muerto.

    Hubo otro intervalo de silencio absoluto, durante el cual Dantés, que seguía acechando, creyó que el médico examinaba y tocaba el cadáver por segunda vez.

    -Podéis estar tranquilo -dijo al gobernador-. Está bien muerto, os respondo de ello.

    -Ya sabéis, caballero -repuso el gobernador con insistencia-, que en estos casos no nos contentamos con un simple examen, conque dejando a un lado las apariencias, servíos cumplir las formalidades prescritas por la ley.

    -Que calienten los hierros -ordenó el doctor-, aunque es en verdad una precaución inútil.

    Esta orden de calentar los hierros hizo estremecer a Dantés.

    Oyéronse pasos precipitados, el rechinar la puerta, idas y venidas, y después entró un mozo diciendo:

    -Aquí tenéis el brasero con un hierro.

    Hubo otro instante de silencio, oyóse después un chirrido como de carne quemada, y un olor nauseabundo llegó hasta el horrorizado Dantés a través de la baldosa. Aquel olor de carne humana carbonizada hizo que Edmundo estuviera a punto de desmayarse.

    -Bien veis, caballero, que está muerto efectivamente -dijo el doctor-, esta quemadura en el talón es la última prueba que podíamos hacer. Ya el pobre loco se curó de su locura, y se libró de su cautividad.

    -¿No se llamaba Faria? -inquirió uno de los oficiales que acompañaban al gobernador.

    -Sí, señor, y pretendía que su nombre era muy aristocrático. Por lo demás, le creía hombre muy entendido y muy razonable en todas las cosas que no fuesen su tesoro, pero en esto debo confesar que era intratable.

    -Nosotros llamamos monomanía a esa enfermedad -observó el médico.

    -¿No habéis tenido nunca queja de él? -preguntó el gobernador al carcelero encargado de llevar la comida al abate.

    -Nunca, señor gobernador -respondió el carcelero-. Al contrario, muchas veces me divertía contándome historietas, y hasta una vez que mi mujer estuvo enferma me dio una receta que la hizo sanar al momento.

    -¡Vaya, vaya! ¡Y yo que ignoraba que me las había con un colega! -dijo el médico-. Espero, señor gobernador -añadió sonriendo--, que le trataréis como a tal.

    -Sí, sí, desde luego. Le meteremos decentemente en el saco más nuevo que se encuentre. ¿Estáis contento?

    -¿Tenemos que cumplir esa formalidad en vuestra presencia? -le preguntó el mozo.

    -Sin duda alguna, pero daos prisa, que no pienso estar aquí todo el día.

    Dantés volvió a oír nuevas idas y venidas, y poco después roce como de una tela, giró la cama sobre sus goznes, y un pie pesado, como de un hombre que levanta una carga, conmovió la baldosa que ocultaba a Dantés. Luego volvió a rechinar la cama como si el cadáver tornase a su sitio.

    -Esta noche... -dijo el gobernador.

    -¿Se le dirá misa? -preguntó uno de los oficiales.

    -¡Imposible! -respondió el gobernador-. Precisamente ayer me pidió el capellán del castillo permiso para ir a Hyeres por ocho días, y se lo concedí respondiéndole de todos mis presos. Si el pobre abate se hubiera dado menos prisa, no se quedara sin su requiem.

    -Bah, bah -dijo el médico con esa impiedad familiar a los de su profesión-, es sacerdote y Dios se lo tomará en cuenta, por no dar al infierno el gusto de enviarle un sacerdote.

    Una carcajada general acogió esta horrible burla. Entretanto seguían amortajando al abate.

    -Esta noche... -dijo el gobernador, viendo la tarea acabada.

    -¿A qué hora? -le preguntó el mozo.

    -A eso de las diez o las once.

    -¿Y se ha de velar al muerto?

    -¿Para qué? Se cierra el calabozo como si estuviese vivo.

    Las voces se fueron perdiendo y los pasos alejándose, crujió la cerradura de la puerta y sus pesados cerrojos, y un silencio más medroso que el de la soledad, el de la muerte, invadió el calabozo y hasta el alma petrificada del joven. Entonces levantó lentamente la baldosa con la cabeza, y echó una mirada investigadora por el calabozo. Estaba desierto.

    Edmundo salió de la galería.
     
  12. Anveri

    Anveri Fanática de nativas -aves

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    Re: ... de poetas, cuentos y leyendas

    :happy: :happy: :happy:

    Gracias por mantener estás páginas, a mai^a, Clause, Piscui y otras que han entrado a dejar sus emociones en torno a la palabra.
    Pongo juntos los escritos en torno a los árboles que se mueven.

    El cuento de Chesterton sale en:
    “Antología de la literatura fantástica”. Compiladores: Jorge Luís Borges, Adolfo Bioy Casares, Silvia Ocampo. Editorial Sudamericana, Buenos Aires, 1996. Páginas 156 y 157

    Ahora, buscando, buscando encontré lo siguiente:

    …A los árboles no les gustan los extraños; te vigilan. Por lo general se contentan con esto, mientras hay luz, y no te molestan demasiado. A veces los más hostiles dejan caer una rama, o levantan una raíz, o te atrapan con una liana. Pero de noche las cosas pueden ser muy alarmantes, según me han dicho. No he estado aquí después de oscurecer sino una o dos veces, y sin alejarme del cercado. Me pareció entonces que todos los árboles murmuraban entre sí, contándose noticias y conspirando en un lenguaje ininteligible; y las ramas se balanceaban y rozaban sin ningún viento. Dicen que los árboles se mueven realmente y pueden rodear y envolver a los extraños
    Página 126

    El señor de los anillos.
    J R R Tolkien.
    Ediciones Minotauro 1993. España.


    ;) ;) ;)
     
  13. clause

    clause Claudia

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    Re: ... de poetas, cuentos y leyendas


    no la conocia Maia!!:razz: :razz:
     
  14. clause

    clause Claudia

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    Re: ... de poetas, cuentos y leyendas


    Que lindo Anveri!!:5-okey:
     
  15. clause

    clause Claudia

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    Re: ... de poetas, cuentos y leyendas


    Que lindo Anveri!!:5-okey: