Re: ... de poetas, cuentos y leyendas En nuestro pais el día de la Madre es el tercer Domingo de Octubre, pero hoy se conmemora en otros paises...y quiero dejarles el deseo de un muy feliz día para todas las mamis...y el recuerdo entrañable para las que ya no estan en presencia física, pero que viven en el alma de los que las amaron....y por sobre todo de los hijos, de donde nunca van a estar ausentes! (Esta poesia la escribí yo, no es el post indicado tal vez para ponerla porque seria Inédita, pero deseo que este acá! ) Natalicio Hoy por un ratito quiero ser niña de nuevo, Acurrucarme en tus brazos y ver el mundo más bueno. Mirarme en tus ojos y no sentir ningún miedo, y dejar que tu sensatez oriente mis utópicos sueños. Volver a nacer de ti, siendo sangre de tu sangre, fluir de tu vida y por ello, nueva vida regalarte. Dibujar en mi alma tu cuerpo,que acunó el mio y así sostener tu recuerdo una vez más, mamá querida. Un Recuerdo de mi mamá....de alguna vez que fue a Mar del Plata (tambien tengo uno asi de mi papá ).
Re: ... de poetas, cuentos y leyendas clau cuanto sentimiento! ... con que ternura escribes!!, es un poema leerte!!
Re: ... de poetas, cuentos y leyendas ¡Qué ternura! La imagen proyecta una idea de sensatez, prudencia.
Re: ... de poetas, cuentos y leyendas Alejandro Dumas (Padre) El Conde de Montecristo Segunda Parte Capítulo segundo El desconocido Al fin amaneció. Hacía muchas horas que Dantés esperaba el día con los ojos abiertos. A los primeros rayos de la aurora se incorporó, y subiendo como el día anterior a la roca más elevada a espiar las cercanías, pudo convencerse de que la isla estaba desierta. Levantó entonces la baldosa que cubría su gruta, llenó sus bolsillos de piedras preciosas, volvió a componer el arca lo mejor que pudo, cubriéndola con tierra, que apisonó bien, le echó encima una capa de arena, para que lo removido se igualase al resto del suelo, y salió de la gruta volviendo a colocar la baldosa y cubriéndola de piedras de tamaños diferentes. Rellenó de tierra las junturas, plantó en ellas malezas y mirtos y las regó para que pareciesen nacidas allí, borró las huellas de sus pasos, impresas en todo aquel circuito, y esperó con impaciencia la vuelta de sus compañeros. Efectivamente; no era cosa de permanecer en Montecristo guardando como un dragón de la mitología, sus inútiles tesoros. Tratábase de volver a la vida y a la sociedad, recobrar entre los hombres el rango, la influencia y el poder que da en este mundo el oro; el oro, la mayor y la más grande de las fuerzas de que la criatura humana puede disponer. Los contrabandistas volvieron al sexto día y, desde lejos reconoció Dantés por su porte y por su marcha a La Joven Amelia. Acercóse a la orilla arrastrándose, como Filoctetes herido, y cuando desembarcaron sus compañeros les anunció con voz quejumbrosa que estaba algo mejor. A su vez los marineros le dieron cuenta de su expedición. Habían salido bien, es verdad, pero apenas desembarcado el cargamento, tuvieron aviso de que un bric guardacostas de Tolón acababa de salir del puerto y se dirigía hacia ellos. Entonces se pusieron en fuga a toda vela, echando muy de menos a Dantés, que sabía hacer volar a la tartana. En efecto, bien pronto divisaron al guardacostas que les daba caza, pero con ayuda de la noche, doblando el cabo de Córcega, consiguieron eludir su persecución. En suma, el viaje no había sido malo del todo y los camaradas, en particular Jacobo, lamentaban que Dantés no hubiera ido, con lo cual tendría su parte en las ganancias, que eran nada menos que cincuenta piastras. Edmundo los escuchaba impasible. Ni una sonrisa le arrancó siquiera la enumeración de las ventajas que le hubiera reportado el dejar a Montecristo, y como La Joven Amelia sólo había venido a buscarle, aquella misma tarde volvió a embarcar para Liorna. Al llegar a Liorna fue en busca de un judío, y le vendió cuatro de sus diamantes más pequeños, por cinco mil francos cada uno. El mercader hubiera debido informarse de cómo un marinero podía poseer semejantes alhajas, pero se guardó muy bien de hacerlo, puesto que ganaba mil francos en cada una. Al día siguiente, compró una barca nueva, y diósela a Jacobo con cien piastras, a fin de que pudiese tripularla, con encargo de ir a Marsella a averiguar qué había sido de un anciano llamado Luis Dantés, que vivía en las alamedas de Meillan, y de una joven llamada Mercedes, que vivía en los Catalanes. Jacobo creyó que soñaba, y entonces Edmundo le contó que se había hecho marino por una calaverada y porque su familia le negaba hasta lo necesario para su manutención, pero que a su llegada a Liorna se había enterado de la muerte de un tío suyo, que le dejaba por único heredero. La cultura de Dantés daba a este cuento tal verosimilitud, que Jacobo no tuvo duda alguna de que decía la verdad su antiguo compañero. Además, como había terminado ya el período de enrolamiento de Edmundo con La Joven Amelia, despidióse del patrón, que hizo muchos esfuerzos por retenerle, pero que habiendo sabido, como Jacobo, la historia de la herencia, renunció desde luego a la esperanza de que su antiguo marinero alterara su resolución. A la mañana siguiente, Jacobo emprendió su viaje a Marsella para encontrarse con Edmundo en la isla de Montecristo. El mismo día marchó Dantés, sin decir adónde, habiéndose despedido de la tripulación de La Joven Amelia, gratificándola espléndidamente, y del patrón, ofreciéndole que cualquier día tendría noticias de él. Edmundo se fue a Génova. Precisamente el día en que llegó estaba probándose en el puerto un yate encargado por un inglés, que habiendo oído decir que los genoveses eran los mejores armadores del Mediterráneo, quería tener el suyo construido en Génova. Lo había ajustado en cuarenta mil francos. Dantés ofreció sesenta mil, bajo la condición de tenerlo en propiedad aquel mismo día. Como el inglés había ido a dar una vuelta por Suiza, para dar tiempo a que el barco se concluyera, y no debía volver hasta dentro de tres o cuatro semanas, calculó el armador que tendría tiempo de hacer otro. Edmundo llevó al genovés a casa de un judío, que conduciéndole a la trastienda le entregó sus sesenta mil francos. El armador ofreció al joven sus servicios para organizar una buena tripulación, pero Dantés le dio las gracias, diciéndole que tenía la costumbre de navegar solo, y que lo único que deseaba era que en su camarote, a la cabecera de su cama, se hiciese un armario oculto con tres departamentos o divisiones, secretas también. Dos horas después salía Edmundo del puerto de Génova, admirado por una muchedumbre curiosa, ávida de conocer al caballero español que acostumbraba navegar solo. Se lució Dantés a las mil maravillas. Con ayuda del timón, y sin necesidad de abandonarlo, hizo ejecutar a su barco todas las evoluciones que quiso. No parecía sino que fuese el yate un ser inteligente, siempre dispuesto a obedecer al menor impulso, por lo que Dantés se convenció de que los genoveses merecían la reputación que gozan de primeros constructores del mundo. Los curiosos siguieron con los ojos la pequeña embarcación hasta que se perdió de vista, y entonces empezaron a discutir adónde se dirigiría. Unos opinaron que a Córcega, otros que a la isla de Elba, apostaron algunos que al África, otros que a España, y ninguno se acordó de la isla de Montecristo. No obstante, era a Montecristo adonde se dirigía Dantés. Llegó en la tarde del segundo día. El barco, que era muy velero, efectuó el viaje en treinta y cinco horas. Dantés había reconocido minuciosamente la costa, y en vez de desembarcar en el puerto de costumbre, desembarcó en el ancón que ya hemos descrito. La isla estaba desierta. Nadie, al parecer, había abordado a ella después de Edmundo, que encontró su tesoro tal como lo había dejado. A la mañana siguiente toda su fortuna estaba ya a bordo, guardada en las tres divisiones del armario secreto. Permaneció Dantés ocho días, haciendo maniobrar a su barco en tomo a la isla, y estudiándolo como un picador estudia un caballo. Todas sus buenas cualidades y todos sus defectos le fueron ya conocidos, y determinó aumentar las unas y remediar los otros. Al octavo día vio Dantés acercarse a la isla a velas desplegadas un barquillo que era el de Jacobo. Hizo una señal convenida, respondióle el marinero y dos horas después el barco estaba junto al yate. Cada una de las preguntas del joven obtuvo una respuesta bien triste. El viejo Dantés había muerto. Mercedes había desaparecido. Dantés escuchó ambas noticias con semblante tranquilo, pero en el acto saltó a tierra, prohibiendo que le siguiesen. Regresó al cabo de dos horas, ordenando que dos marineros de la tripulación de Jacobo pasasen a su yate para ayudarle, y les ordenó que hiciesen rumbo a Marsella. La muerte de su padre la esperaba ya, pero ¿qué le habría sucedido a Mercedes? No podía Edmundo, sin divulgar su secreto, comisionar a un agente para hacer indagaciones, y aun algunas de las que estimaba necesarias, solamente él podría hacerlas. El espejo le había demostrado en Liorna que no era probable que nadie le reconociera, y esto sin contar que tenía a su disposición todos los medios de disfrazarse. Una mañana, pues, el yate y la barca anclaron en el puerto de Marsella, precisamente en el mismo sitio donde aquella noche de fatal memoria embarcaron a Edmundo para el castillo de If. No sin temor instintivo, Dantés vio acercarse a un gendarme en el barco de la sanidad, pero con la perfecta calma que ya había adquirido, le presentó un pasaporte inglés que había comprado en Liorna, y gracias a este salvoconducto extranjero, más respetado en Francia que el mismo francés, desembarcó sin ninguna dificultad. Al llegar a la Cannebière, la primera persona que vio Dantés fue a uno de los marineros del Faraón, que habiendo servido bajo sus órdenes parecía que se encontrase allí para asegurarle del completo cambio que había sufrido. Acercose a él resueltamente, haciéndole muchas preguntas, a las que respondió sin hacer sospechar siquiera, ni por sus palabras ni por su fisonomía, que recordase haber visto nunca aquel desconocido. Dantés le dio una moneda en agradecimiento de sus buenos oficios, y un instante después oyó que corría tras él el marinero. Dantés volvió la cara. -Perdonad, caballero, pero sin duda os habréis equivocado, pues creyendo darme una pieza de cuarenta sueldos, me habéis dado un napoleón doble. -En efecto, me equivoqué, amigo mío --contestó Edmundo--, pero como vuestra honradez merece recompensa, tomad otro napoleón, que os ruego aceptéis para beber a mi salud con vuestros camaradas. El marinero miró a Edmundo con tanto asombro, que incluso se olvidó de darle las gracias, y murmuraba al verle alejarse: -Sin duda es algún nabab que viene de la India. Dantés prosiguió su camino, oprimiéndosele el corazón a cada momento con nuevas sensaciones. Todos los recuerdos de la infancia, recuerdos indelebles en su memoria, renacían en cada calle, en cada plaza, en cada barrio. Al final de la calle de Noailles, cuando pudo ver las Alamedas de Meillán, sintió que sus piernas flaqueaban y poco le faltó para caer desvanecido entre las ruedas de un coche. Al fin llegó a la casa de su padre. Las capuchinas y las aristoloquias habían desaparecido de la ventana en donde la mano del pobre viejo las había plantado y regado con tanto afán. Permaneció algún tiempo meditabundo, apoyado en un árbol, contemplando los últimos pisos de aquella humilde vivienda. Al fin se determinó a dirigirse a la puerta, traspuso el umbral, preguntó si había algún cuarto desocupado, y aunque sucedía lo contrario, insistió de tal modo en ver el del quinto piso, que el portero subió a pedir a las personas que lo habitaban, de parte de un extranjero, permiso para visitar la habitación. Los inquilinos eran un joven y una joven que acababan de casarse hacía ocho días. Al verlos, exhaló Dantés un profundo suspiro. Nada le recordaba el cuarto de su padre. Ni era el mismo el papel de las paredes, ni existían tampoco aquellos muebles antiguos, compañeros de la niñez de Edmundo, presentes en su memoria con toda exactitud. Sólo eran las mismas... las paredes. Dantés se volvió hacia la cama, que estaba justamente en el mismo sitio que antes ocupaba la de su padre. Sin querer sus ojos se arrasaron de lágrimas. Allí había debido expirar el pobre anciano, nombrando a su hijo. Los dos jóvenes contemplaban admirados a aquel hombre de frente severa, en cuyas mejillas brillaban dos gruesas lágrimas, sin que su rostro se alterase, pero como la religión del dolor es respetada por todo el mundo, no sólo no hicieron pregunta alguna al desconocido, sino que se apartaron un tanto de él para dejarle llorar libremente, y cuando se marchó le acompañaron, diciéndole que podría volver cuando gustase, que siempre encontraría abierta su pobre morada. En el piso de abajo, Dantés se detuvo delante de una puerta a preguntar si habitaba allí todavía el sastre Caderousse, pero el portero respondió que habiendo venido muy a menos el hombre de que hablaba, tenía a la sazón una posada en el camino de Bellegarde a Beaucaire. Acabó de bajar Dantés, y enterándose de quién era el dueño de la casa de las Alamedas de Meillán, pasó en el acto a verle, anunciándose con el nombre de lord Wilmore (nombre y título que llevaba en el pasaporte), y le compró la casa por veinticinco mil francos; sin duda valía diez mil francos menos, pero Dantés, si le hubiera pedido por ella medio millón, lo hubiera dado. Aquel mismo día notificó el notario a los jóvenes del quinto piso que el nuevo propietario les daba a elegir una habitación entre todas, sin aumento alguno de precio, a condición de que le cedieran la que ellos ocupaban. Este singular acontecimiento dio mucho que hablar durante unos días a todo el barrio de las Alamedas de Meillán, dando origen a mil conjeturas a cual más inexacta. Pero lo que sorprendió y admiró sobre todas las cosas fue ver a la caída de la tarde al mismo hombre de las Alamedas de Meillán pasearse por el barrio de los Catalanes, y penetrar en una casita de pescadores, donde estuvo más de una hora preguntando por personas que habían muerto o desaparecido quince o dieciséis años antes. A la mañana siguiente, los pescadores en cuya casa había entrado para hacer todas aquellas preguntas, recibieron en agradecimiento una barca catalana, armada en regla, para la pesca. Bien hubieran querido aquellas pobres gentes dar las gracias al generoso desconocido, pero al separarse de ellos le habían visto dar algunas órdenes a un marinero, montar a caballo y salir por la puerta de Aix.
Re: ... de poetas, cuentos y leyendas Alejandro Dumas (Padre) El Conde de Montecristo Segunda Parte Educar.org: Comunidades Virtuales de Aprendizaje Colaborativo Capítulo tercero La posada del puente del Gard El que como yo haya recorrido a pie el Mediodía de Francia, habrá visto seguramente entre Bellegarde y Beaucaire, a la mitad del camino que separa las dos poblaciones, aunque un tanto más cercana a Beaucaire que a Bellegarde, una sencilla posada que tiene como por rótulo sobre la puerta, en una plancha de hierro tan delgada que el menor vientecillo la zarandea, una grotesca vista del puente del Gard. Esta posada se encuentra al lado izquierdo del camino, volviendo la espalda al río. Decórala eso que se llama huerto en el Languedoc, pero que consiste en lo siguiente: La fachada posterior cae a un cercado donde vegetan algunos olivos raquíticos y algunas higueras de hojas blanquecinas, a causa del polvo que las cubre. Aquí y allá crecen pimientos, tomates y ajos, y en uno de sus rincones, por último, como olvidado centinela, un gran pino de los llamados quitasoles, eleva melancólicamente su tronco flexible, mientras su copa, abierta como un abanico, se tuesta a un sol de treinta grados. Estos árboles, así los grandes como los pequeños, se inclinan todos naturalmente en la dirección que lleva el mistral cuando sopla. El mistral es una de las tres plagas de la Provenza; las otras dos, como sabe todo el mundo, o como todo el mundo ignora, eran Duranzo y el parlamento. Esparcidas en la cercana llanura, que parece un lago inconmensurable de polvo, vegetan algunas matas de trigo, sembradas por los horticultores del país, sin duda por curiosidad, pues sólo sirven de asilo a las cigarras, que aturden con su canto agudo y monótono a los viajeros extraviados en aquella Tebaida. Hacía seis o siete años que este mesón pertenecía a un hombre y una mujer que tenían por criada a una muchacha llamada Antoñita, y un mozo llamado Picaud, pareja que por lo demás basta para cubrir el servicio que pudiera necesitarse, desde que un canal abierto desde Beaucaire a Aiguesmortes sustituyó victoriosamente las barcas por los carros, y las sillas de postas por las diligencias. Este canal, como para hacer más deplorable aún la suerte del posadero, pasaba entre el Ródano, que le alimenta, y el camino, a cien pasos de la posada de que acabamos de dar una breve pero exacta descripción. Tampoco olvidaremos un perro, antiguo guardián de noche, y que ladraba ahora a todos los transeúntes, tanto de día como durante las tinieblas, porque ya había perdido la costumbre de ver viajeros. El posadero era un hombre de cuarenta y dos años, alto, seco y nervioso, verdadero tipo meridional, con sus ojos hundidos y brillantes, su nariz en forma de pico de ave de rapiña, y sus dientes blancos como los de un animal carnicero; sus cabellos, que parecían no querer encanecer a pesar de los años, eran como su barba, espesos, crespos y sembrados apenas de algunos pelos grises; su tez, naturalmente tostada, se había cubierto aún de una nueva capa morena, debido a la costumbre que tenía el pobre diablo de mantenerse desde la mañana hasta por la noche en el cancel de la puerta, para ver si pasaba alguno, ya fuese a pie ya en coche, pero casi siempre esperaba en vano. Durante este tiempo, y para sustraerse a los ardores del sol, no usaba de otro objeto preservador que un pañuelo encarnado atado a la cabeza a la manera de los carreteros españoles. Este hombre es nuestro antiguo conocido Gaspar Caderousse. Su mujer, que se llamaba Magdalena Radelle, era pálida, delgada y enfermiza. Nacida en los alrededores de Arlés, conservando las señales primitivas de la belleza tradicional de sus compatriotas, había visto destruirse lentamente su rostro en el acceso casi continuo de una de esas fiebres sordas tan comunes en las poblaciones vecinas a los estanques de Aiguesmortes y a los pantanos de la Camargue. Siempre estaba sentada y tiritando en su cuarto, situado en el primer piso, ya tendida en un sillón o apoyada contra su cama, mientras su marido se ponía a la puerta a continuar su perpetua centinela, lo que prolongaba con tanta mejor gana, cuanto que cada vez que se encontraba con su áspera mirada, ésta le perseguía con sus quejas eternas contra la suerte, quejas a las cuales su marido respondía, como de costumbre, con estas palabras filosóficas: -Cállate, Carconte. ¡Dios quiere que sea así! Este sobrenombre provenía de que Magdalena Radelle había nacido en el pueblo de la Carconte, situado entre Salon y Lambese. Así, pues, siguiendo la costumbre del país que es la de llamar siempre a la gente con un apodo en lugar de llamarla por su nombre, su marido había sustituido con éste al de Magdalena, demasiado dulce tal vez para su rudo lenguaje. No obstante, a pesar de esta fingida resignación a los decretos de la Providencia, no se crea que nuestro posadero dejara de sentir profundamente el estado de pobreza a que le había reducido el miserable canal de Beaucaire, y que fuese invulnerable a las incesantes quejas con que le acosaba su mujer continuamente. Era, como todos los habitantes del Mediodía, un hombre sobrio y sin grandes necesidades, pero se pagaba mucho de las apariencias. Así, pues, en sus tiempos prósperos, no dejaba pasar una feria ni una procesión de la Tarasca, sin presentarse en ella con la Carconte, el uno con ese traje pintoresco de los hombres del Mediodía, y que participa a la vez del gusto catalán y del andaluz; la otra con ese vestido encantador de las mujeres de Arlés que recuerda los de las de Grecia y de Arabia. Pero poco a poco, cadenas de reloj, collares, cinturones de mil colores, corpiños bordados, chaquetas de terciopelo, medias de seda, botines bordados, zapatos con hebillas de plata, todo había desaparecido, y Gaspar Caderousse, no pudiendo ya mostrarse a la altura de su pasado esplendor, renunció por él y por su mujer a todas esas pompas mundanas, cuya alegre algazara llegaba a desgarrarle el corazón, hasta en su pobre vivienda, que conservaba aún, más bien como un asilo que como lugar de negocio. Caderousse había permanecido, como tenía por costumbre, parte de la mañana delante de la puerta, paseando su mirada melancólica desde una lechuga que picoteaban algunas gallinas, hasta los dos extremos del camino desierto, que por un lado miraba al Norte y por el otro al Mediodía, cuando de repente la chillona voz de su mujer le obligó a abandonar su puesto. Entró gruñendo y subió al primer piso, dejando la puerta abierta de par en par, como para invitar a los viajeros a que no se olvidasen de entrar si su mala estrella les hacía pasar por allí. En aquellos momentos, el camino de que ya hemos hablado continuaba tan desierto y tan solitario como siempre, extendiéndose entre dos filas de árboles secos, y fácil es comprender que ningún viajero, dueño de escoger otra hora del día, iría a aventurarse en aquel horrible Sáhara. Sin embargo, a pesar de todas las probabilidades, si Caderousse se hubiese quedado en su puesto, hubiera podido ver, por el lado de Bellegarde, a un caballero y un caballo, marchando con ese continente sosegado y amistoso, que indicaba las buenas relaciones que mediaban entre el hombre y el animal. Este era, al parecer, muy manso; el caballero era un sacerdote vestido de negro y con un sombrero de tres picos. A pesar del excesivo calor del sol, marchaba el animal a trote bastante largo. Al llegar a la puerta, el grupo se detuvo, pero difícil hubiera sido decir si fue el caballo el que detuvo al jinete, o el jinete el que detuvo al caballo. En fin, el caballero se apeó, y tirando por la brida del animal, lo amarró a una argolla que había al lado de la puerta. Adelantóse en seguida hacia ésta, limpiándose el sudor que inundaba su frente con un pañuelo de algodón encarnado y dio tres golpes en una de las hojas de la puerta con el puño de hierro del bastón que llevaba en la mano. El enorme perro negro se levantó al punto y dio algunos pasos ladrando y enseñando sus dientes blancos y agudos, doble demostración hostil, prueba de lo poco hecho que estaba a la sociedad. Entonces se oyeron unos pasos recios, bajo los cuales se estremeció la escalera de madera; era el posadero que bajaba dando traspiés, para darse más prisa a satisfacer la curiosidad de saber quién sería el que llamaba. -¡Allá va! -decía Caderousse, asombrado-. ¡Allá va! ¿Quieres callarte, Margotín? No temáis nada, caballero; ladra, pero no muerde. Sin duda querréis vino, porque hace un calor inaguantable. ¡Ah! Perdonad -interrumpió Caderousse, al ver qué especie de viajero era el que recibía en su casa-. ¿Qué deseáis? ¿Qué queréis, señor abate? Estoy a vuestras órdenes. El eclesiástico miró a aquel hombre dos o tres segundos con atención extraña, y aun pareció procurar atraer la del posadero sobre sí; después, viendo que las facciones de éste no expresaban ningún otro sentimiento que la sorpresa de no recibir una respuesta, juzgó que ya era tiempo de que aquélla cesase y dijo con un acento italiano muy pronunciado: -¿No sois vos el señor Caderousse? -Sí, caballero -dijo el posadero casi más asombrado de la pregunta que lo había estado en el silencio-. Yo soy, en efecto, Gaspar Caderousse, para serviros. -¿Gaspar Caderousse? Sí, creo que ésos son el nombre y el apellido. ¿Vivíais en otro tiempo en la alameda de Meillán, en un cuarto piso? -Precisamente. -¿Y ejercíais el oficio de sastre? -Sí, pero no prosperaba, y además -añadió para justificarse-, como hace tanto calor en ese demonio de Marsella, creo que acabarán por no vestirse. Pero, a propósito de calor, ¿no queréis refrescar, señor abate? -Sí. Dadme una botella de vuestro mejor vino y seguiremos hablando. -Como queráis, señor abate -dijo Caderousse. Y para no perder la ocasión de despachar una de las últimas botellas de vino de Cahors que le quedaban, Caderousse se apresuró a levantar una trampa practicada en el pavimento de esta especie de cuarto bajo, que hacía las veces de cocina y de sala. Cuando volvió a aparecer al cabo de cinco minutos, encontró al abate sentado sobre un banquillo, con el codo apoyado sobre una mesa larga, mientras que Margotín, que parecía haber hecho las pares con él, al oír que contra la costumbre este viajero iba a tomar algo, apoyaba su hocico sobre el muslo de aquél, y le dirigía una lánguida mirada. -¿Estáis loco? -preguntó el abate a su posadero, mientras éste ponía delante de él la botella y un vaso. -¡Ah! Dios mío, sí, solo, o poco menos, señor abate, porque tengo una mujer que no me puede ayudar en nada, a causa de hallarse siempre enferma: ¡pobre Carconte! -¡Ah! ¡Estáis casado! -dijo el sacerdote con cierto interés y echando a su alrededor una mirada que parecía expresar la lástima que le inspiraba la pobreza de aquella habitación. -Adivináis que no soy rico, ¿no es verdad, señor abate? -dijo Caderousse sonriendo-. Pero ¿qué queréis? No basta ser hombre honrado, para prosperar en este mundo. El abate clavó en él una mirada penetrante: -Sí, señor: honrado, puedo vanagloriarme de ello, caballero -dijo el posadero, arrostrando la mirada del abate, poniendo una mano sobre el corazón y mirándole de pies a cabeza-, y en estos tiempos, no todos pueden decir otro tanto. -Tanto mejor, si de lo que os jactáis es cierto-añadió el abate- porque tarde o temprano, yo estoy firmemente convencido de que el hombre de bien será recompensado, y el malo, castigado. -Vos debéis decir eso, señor abate; vos debéis decir eso -replicó Caderousse con una expresión amarga-, pero uno es dueño de creer o no creer lo que decís. -Hacéis mal en hablar así -repuso el abate-, porque acaso muy en breve voy a ser yo mismo una prueba de lo que pronostico. -¿Qué queréis decir? -preguntó Caderousse asombrado. -Quiero decir que es necesario que me asegure de si sois vos el que yo busco. . -¿Qué prueba queréis que os dé? -¿Habéis conocido en 1814 o en 1815 a un marino que se llamaba Dantés? -¡Que si lo he conocido! ¡Que si he conocido a ese pobre Edmundo! Vaya, ya lo creo, como que era uno de mis mejores amigos -exclamó Caderousse, cuyo rostro se cubrió de una tinta purpúrea, mientras que la mirada fija y tranquila del abate parecía dilatarse para cubrir enteramente a aquel a quien interrogaba. -Sí, me parece que, en efecto, ése era su nombre. -¡Que si se llamaba Edmundo! Bien lo creo, tan cierto como yo me llamo Gaspar Caderousse. ¿Y qué ha sido de ese pobre Edmundo? -continuó el posadero-. ¿Lo habéis conocido? ¿Vive aún? ¿Está libre? ¿Es dichoso? -Ha muerto más desesperado y más miserable que los presidiarios que arrastran su cadena en el presidio de Tolón -respondió el abate. Una mortal palidez sucedió en el rostro de Caderousse, al vivo encarnado que se había apoderado antes de él; volvióse, y el abate vio que enjugaba una lágrima con su pañuelo. -¡Pobrecillo! -murmuró Caderousse-. ¡Y bien! Ahí tenéis una prueba de lo que yo os decía antes, señor abate, que Dios sólo es bueno para los malos. ¡Ah! -continuó Caderousse con ese lenguaje particular a los naturales del Mediodía-, este mundo va de mal en peor. Llueva pólvora dos días y fuego una hora, y acabemos de una vez. -A1 parecer amabais a ese muchacho de corazón, ¿no es verdad? -preguntó el abate. -Sí, mucho -dijo Caderousse-, aunque tenga que echarme en cara el haberle envidiado por un momento su dicha. Pero, después, os lo juro a fe de Caderousse, compadezco su deplorable suerte. Hubo una pausa, durante la cual la mirada fija del abate no cesó un instante de interrogar la fisonomía movible del posadero. -¿Y vos le habéis conocido? -continuó Caderousse. -He sido llamado a su lecho de muerte para procurarle los socorros de la religión -respondió el abate. -¿Y de qué ha muerto? -preguntó Caderousse con una angustia mortal. -¿De qué se muere en la prisión, cuando se muere a los treinta años, sino de la prisión misma? Caderousse se enjugó el sudor que corría por su frente. Continua
Re: ... de poetas, cuentos y leyendas En paz Muy cerca de mi ocaso, yo te bendigo, vida, porque nunca me diste ni esperanza fallida, ni trabajos injustos, ni pena inmerecida; porque veo al final de mi rudo camino que yo fui el arquitecto de mi propio destino; que si extraje la miel o la hiel de las cosas, fue porque en ellas puse hiel o mieles sabrosas: cuando planté rosales, coseché siempre rosas. ...Cierto, a mis lozanías va a seguir el invierno: ¡mas tú no me dijiste que mayo fuese eterno! Hallé sin duda largas noches de mis penas; mas no me prometiste tú sólo noches buenas; y en cambio tuve algunas santamente serenas... Amé, fui amado, el sol acarició mi faz. ¡Vida, nada me debes! ¡Vida, estamos en paz! ........................................ Amado Nervo
Re: ... de poetas, cuentos y leyendas REBELIÓN EN PAPEL Vencer, fundamental rebelión, Crecer en la mental convicción De un destino acrisolado por poesía, Espino enarbolado que en mi había, Pues sentir era espina punzante, Ves huir, sincera medicina, lo errante, Voluntad de evasión, fantasía, Libertad de razón a fe mía. Un papel es refugio del alma, De oropel subterfugio, con calma, Evento de armonía que me encadena, En su movimiento sentía acrisolar mi pena. Celulosa, porte de tinta engalanada, Fabulosa cohorte no extinta de un hada. Emerger, textos a merced del viento, Trascender, pretextos del sentimiento. Miguel de Asén.
Re: ... de poetas, cuentos y leyendas Romance de Curro «El Palmo» Letra de Juan Manuel Serrat Musica de Juan Manuel Serrat La vida y la muerte bordada en la boca tenía Merceditas la del guardarropa. La del guardarropa del tablao de "El Lacio", un gitano falso, ex-bufón de palacio. Alcahuete noble, que -al oir los tiros-, recogió sus capas y se pegó el piro (1). Se acabó el jaleo, y el racionamiento le llenó el bolsillo, y montó este invento, en donde "El Palmo" lloró cantando... Ay, mi amor, sin tí no entiendo el despertar. Ay, mi amor, sin tí mi cama es ancha. Ay, mi amor que me desvela la verdad... Entre tú y yo, la soledad y un manojillo de escarcha. Mil veces le pide - y mil veces que "nones" - de compartir sueños cama y macarrones. Le dice, burlona: " Carita gitana, ¿Cómo hacer buen vino de una cepa enana?" Y Curro se muerde los labios y calla, pues no hizo la mili por no dar la talla. Y quien calla, otorga, como dice el dicho... Y Curro se muere por ese mal bicho. Ay! Quien fuese abrigo, para andar contigo. Ay, mi amor, sin tí no entiendo el despertar... (etc) Buscando el olvido se dio a la bebida, al mus, las quinielas... Y en horas perdidas se leyó enterito a Don Marcial Lafuente (2) por no ir tras su paso como un penitente. Y una noche, mientras palmeaba "farrucas", se escapó Mercedes con un "cura-pupas" (3) de clínica propia y Rolls de contrabando. Y, entre palma y palma, Curro fue palmando (4) entre cantares por soleares. Ay, mi amor, sin tí no entiendo el despertar... (etc) Quizás fue la pena o la falta de hierro. El caso es que un día nos tocó ir de entierro. Pésames y flores, y dos lagrimitas que soltó la Patro al cerrar la cajita... A mano derecha, según se va al cielo, veréis un tablao que montó Frascuelo, donde,por las noches, pa las buenas almas, el Currito "El Palmo" sigue dando palmas. Canta sus males por "celestiales": Ay, amor, sin tí no entiendo el despertar... (etc) (1) Pegarse el piro. Irse, escaparse. (2) Marcial Lafuente Estefanía. Autor de novelas baratas del Oeste, muy prolífico. (3) Cura- pupas: Médico. (4) Palmar o palmarla: Morir. En este caso,"fue muriendo".
Re: ... de poetas, cuentos y leyendas Alejandro Dumas (Padre) El Conde de Montecristo Segunda Parte Capítulo tercero La posada del puente del Gard Continuacion Lo que más me sorprende en todo esto es que Dantés, en sus últimos momentos, me juró por el Santo Cristo, cuyos pies besaba, que no sabía la verdadera causa de su cautiverio. -Es verdad, es verdad -murmuró Caderousse-, no podía saberla, no, señor abate, el pobre muchacho no mentía. -Por consiguiente me encargó que descubriese la causa de su desgracia, que él no pudo descubrir, y vindicara su buen nombre, por si acaso había sido mancillado. Y la mirada del abate, cada vez más fija y más penetrante, devoró la expresión casi sombría que se había pintado en el rostro de Caderousse. -Un rico inglés -continuó el abate-, compañero suyo de infortunio, y que salió de la cárcel al verificarse la segunda restauración, poseía un diamante de un valor inmenso, y habiéndole cuidado Dantés como un hermano, en una enfermedad que tuvo, quiso darle una prueba de reconocimiento y le dejó el diamante. En lugar de servirse de él para seducir a los carceleros que, por otra parte, podían tomarlo y después hacerle traición, Edmundo lo conservó siempre preciosamente para el caso de que saliese en libertad, porque si llegaba a salir, su fortuna estaba asegurada con sólo la venta de aquel diamante. -¿Y, era como decía -preguntó Caderousse con los ojos inflamados por la codicia-, un diamante muy valioso? -Todo es relativo -replicó el abate-. Lo era para Edmundo: estaba tasado en cincuenta mil francos. -¡Cincuenta mil francos! -dijo Caderousse-. ¡Entonces sería tan grueso como una nuez! -No, pero poco le faltaba -dijo el abate-. Pero vos mismo vais a juzgarlo porque lo tengo conmigo. Caderousse pareció buscar bajo los vestidos del abate el depósito de que hablaba. Éste sacó de su bolsillo una cajita de tafilete negro, la abrió a hizo brillar a los ojos atónitos de Caderousse la deslumbrante maravilla, montada en una sortija de un trabajo admirable. -¿Y esto vale cincuenta mil francos? -preguntó Caderousse. -Sin el engaste, que vale otro tanto -dijo el abate. Y cerró la cajita y volvió a colocar en su bolsillo el diamante que, no obstante, continuaba brillando en el pensamiento de Caderousse. -Pero ¿cómo es que poseéis ese diamante, señor abate? -preguntó Caderousse-. ¿Os ha hecho Edmundo heredero suyo? -No, pero sí su ejecutor testamentario: Yo tenía tres buenos amigos y una muchacha con quien estaba para casarme -me dijo-, los cuatro, estoy seguro, sintieron mi suerte amargamente; ttno de estos cuatro amigos se llama Caderousse. Este se estremeció. -El otro -continuó el abate, haciendo como que no advertía la emoción de Caderousse-, el otro se llamaba Danglars; el tercero -añadió-, porque mi rival me amaba también... Una diabólica sonrisa brilló en el rostro de Caderousse, que hizo un movimiento para interrumpir al abate. -Esperad -dijo éste-. Dejadme acabar, y si tenéis alguna observaci6n que hacerme, pronto os escucharé. El otro, porque mi rival me amaba también, se llamaba Fernando; en cuanto a mi prometida, su nombre era... -Mercedes -dijo Caderousse. -¡Ah! Sí, eso es -replicó el abate con un suspiro ahogado-. Mercedes. -¿Y bien? -preguntó Caderousse. -Dadme un poco de agua -dijo el abate. Caderousse se apresuró a obedecer. El abate llenó el vaso y bebió algunos sorbos. -¿Dónde estábamos? -inquirió, colocando el vaso sobre la mesa-. La prometida se llamaba Mercedes, sí, eso es. Iréis a Marsella... Dantés es quien habla, ¿comprendéis? -Perfectamente. -Venderéis ese diamante, haréis cinco partes y las repartiréis entre esos buenos amigos, los únicos que me han amado en la tierra. -¿Cómo cinco partes? -dijo Caderousse-. ¡No habéis nombrado más que cuatro personas! -Porque, según me han dicho, la quinta ha muerto... La quinta era el padre de Dantés. -¡Ay! Sí -dijo Caderousse, conmovido por las pasiones que combatían en él-. ¡Ay! Sí, ¡el pobre hombre ha muerto! -Me enteré de ello en Marsella -respondió el abate haciendo un esfuerzo por parecer indiferente-. Pero ha tanto tiempo que murió que no he podido adquirir más detalles... ¿Sabríais vos algo del fin que tuvo ese anciano? -¡Ah! -dijo Caderousse-, ¿quién puede saberlo mejor que yo...? Vivía al lado de él... ¡Ah, Dios mío! Sí, un año casi después de la desaparición de su hijo murió el pobre anciano. -Pero ¿de qué murió? -Los médicos dijeron que de una gastroenteritis... Otros aseguran que murió de dolor, y yo, que casi le he visto morir, digo que ha muerto... Caderousse se detuvo. -¿Muerto de qué? -preguntó el sacerdote con ansiedad. -De hambre... -¡De hambre! -exclamó el abate saltando sobre su banquillo-, ¡de hambre! ¡Los animales más viles no mueren de hambre, los perros que vagan por las calles encuentran una mano compasiva que les arroja un pedazo de pan! ¡Y un hombre, un cristiano, ha muerto de hambre en medio de otros hombres que como él se creían cristianos! ¡Imposible! ¡Oh, eso es imposible! -Vuelvo a repetir lo que he dicho -dijo Caderousse. -Y haces muy mal -dijo una voz en la escalera-. ¿Para qué lo mezclas en cosas que nada lo importan? Los dos hombres se volvieron y vieron a través de las barras de la escalera, la cabeza de la Carconte, que había conseguido arrastrarse hasta allí, y escuchaba la conversación sentada en el último escalón, con la cabeza apoyada sobre sus rodillas. -¿Y tú por qué lo metes en esto, mujer? -dijo Caderousse-. El señor me pide informes, la cortesía exige que yo se los dé. -Sí, pero la prudencia exige que se los rehúses. ¿Quién lo ha dicho con qué intención lo quieren hacer hablar, imbécil? -Muy excelente, señora, os respondo a ello -dijo el abate-. Vuestro marido nada tiene que temer con tal que hable francamente. -Nada que temer..., sí, siempre se empieza por muy buenas promesas, después se añade que nada hay que temer, luego se deja por cumplir lo prometido, y de la noche a la mañana le cae a uno encima una desgracia, sin saber por dónde ni cómo vino. -Descuidad, buena mujer -respondió el abate-, no os sucederá ninguna desgracia por parte mía, os lo aseguro. La Carconte murmuró algunas palabras que no se pudieron oír, dejó caer la cabeza sobre sus rodillas, y continuó tiritando, dejando a su marido libre de continuar su conversación. Pero colocada de manera que no perdía una sola palabra. Durante este tiempo, el abate había bebido algunos sorbos de agua, y se había repuesto algún tanto. -Pero -replicó-, ¿ese infeliz anciano estaba tan abandonado de todo el mundo, que haya muerto de semejante muerte? -¡Oh! , caballero -replicó Caderousse-, no fue porque Mercedes, la catalana, ni M. Morrel le hubiesen abandonado, pero el pobre anciano había cobrado una gran antipatía hacia Fernando, ese mismo -continuó Caderousse con una sonrisa irónica-, que Dantés os ha dicho ser uno de sus amigos. -¿Es que no lo era? -dijo el abate. -¡Gaspar, Gaspar! -murmuró la mujer desde lo alto de la escalera-. ¡Mira lo que dices! Caderousse hizo un movimiento de impaciencia, y sin conceder otra respuesta a la pregunta que le hacían más que: -¿Se puede ser amigo de aquel cuya mujer se desea? -respondió al abate-. Pero Dantés, que tenía un corazón de oro, llamaba a todos amigos suyos... ¡Pobre Edmundo... ! En fin, mejor es que no haya sabido nada, porque le hubiese costado algún trabajo perdonarlos al morir... Y digan lo que quieran -continuó Caderousse, en su lenguaje, que no carecía de cierta ruda poesía-, más miedo tengo aún a la maldición de los muertos que al odio de los vivos. -¡Imbécil! -murmuró la Carconte. -¿Sabéis lo que hizo Fernando contra Dantés? -¿Que si lo sé? ¡Ya lo creo que lo sé! -Hablad, pues. -Gaspar, haz lo que quieras, eres dueño -dijo su mujer-, pero deberías creerme y no decir una palabra. -Me parece que tienes razón, mujer -dijo Caderousse. -¿Conque no queréis decir nada? -replicó el abate. -¿Para qué? -dijo Caderousse-. Si el chico estuviese vivo y viniese a preguntarme, no digo que no, pero ya está debajo de tierra, según decís, y de consiguiente no puede odiar, no puede vengarse, dejemos la conversación. -¿Entonces queréis -dijo el abate- que yo dé a esas personas, que vos consideráis enemigos, una recompensa destinada a la fidelidad? -Es cierto, tenéis razón -dijo Caderousse-. Por otra parte, ¿de qué les serviría lo que les deja Edmundo...? Lo mismo que una gota de agua que cae en el mar. -Sin contar que esa gente puede aniquilarte con un solo ademán -dijo la mujer. -Pues ¿cómo? ¿Han llegado a ser ricos y poderosos? -¿Entonces no sabéis su historia? -No; contádmela. Caderousse pareció reflexionar un instante. -No, porque sería muy largo. -Haced lo que más os convenga, amigo mío -dijo el abate con el acento de la más profunda indiferencia-, yo respeto vuestros escrúpulos; por otra parte, lo que hacéis es propio de un hombre verdaderamente bueno, no hablemos más de ello. ¿De qué estaba yo encargado? De una simple formalidad. Venderé este diamante -y lo sacó de su bolsillo, abrió la cajita y lo hizo brillar por segunda vez a los deslumbrados ojos de Caderousse. -Ven a verlo, mujer --dijo éste con voz ronca. -¡Un diamante! -dijo la Carconte, levantándose y bajando con paso bastante firme la escalera-. ¿Qué diamante es ése? -¿No lo has oído, mujer? -dijo Caderousse-. Es un diamante que nos ha legado el pobre chico a su padre, a sus tres amigos Fernando, Danglars y yo, y a Mercedes, su prometida. Este diamante vale cincuenta mil francos. -¡Oh, qué joya tan preciosa! -dijo ella. -¿Conque nos pertenece la quinta parte de esta suma? -dijo Caderousse. -Sí, caballero -respondió el abate-. Además, la parte del padre, que me creo autorizado a repartir entre vosotros cuatro. -¿Y por qué cuatro? -preguntó la Carconte. -Porque cuatro son los amigos de Edmundo. -No son amigos los que hacen traición -murmuró sordamente la mujer. -Sí, sí -dijo Caderousse-, y esto es lo que yo decía. Es casi una profanación, casi un sacrilegio, recompensar la traición, el crimen tal vez. -Vos lo habéis querido -replicó tranquilamente el abate, volviendo a colocar el diamante en el bolsillo de su sotana-. Ahora dadme las señas de los amigos de Edmundo, a fin de que pueda ejecutar su última voluntad. La frente de Caderousse estaba inundada de sudor; vio que el abate se levantó, se dirigió hacia la puerta como para echar una ojeada a su caballo, y volvió. Marido y mujer se miraban con una expresión indescriptible. -¡Sería para nosotros el diamante entero! -dijo Caderousse. -¿Lo crees así? -respondió la mujer. -Un eclesiástico no querría engañarnos. -Haz lo que quieras -dijo la mujer-. En cuanto a mí, no quiero meterme en nada. Y volvió a subir la escalera, tiritando y dando diente con diente, a pesar del excesivo calor que hacía. En el último escalón se detuvo un instante. -Reflexiónalo bien, Gaspar -dijo. -Ya estoy decidido -respondió Caderousse. La Carconte entró en su cuarto arrojando un suspiro, oyóse el ruido de sus pasos al pasar por el pavimento hasta que hubo llegado al sillón, donde cayó sentada. -¿A qué estáis decidido? -preguntó el abate. -A decíroslo todo -respondió. -Me parece que eso es lo mejor que pudierais hacer -dijo el sacerdote-. No porque yo quiera saber lo que vos queréis ocultarme, pero, en fin, si podéis ayudarme a distribuir las mandas según la voluntad del testador será mejor. -Así lo espero -respondió Caderousse con las mejillas inflamadas por la esperanza y la ambición. -Os escucho -dijo el abate. -Aguardad un momento; podrían interrumpirnos en lo más interesante de mi relación, lo cual sería algo desagradable; por otra parte, es inútil que nadie sepa que habéis venido aquí. Se dirigió a la puerta de su posada, la cual cerró y a la que, para mayor precaución, echó la barra, que sólo debía poner por la noche. Durante este tiempo, el abate eligió un lugar para escuchar con toda la comodidad. Se había sentado en un rincón, de manera que quedaba sumergido en la penumbra, mientras que la luz daba de lleno en el rostro de su interlocutor, disponiéndose con la cabeza inclinada, las manos cruzadas o más bien crispadas, a escuchar con todos sus cinco sentidos. Caderousse acercó un banquillo y colocóse delante de él. -Acuérdate de que yo no lo he inducido a que hables -dijo la temblorosa voz de la Carconte, como si a través del pavimento de su cuarto hubiese podido ver la escena que se preparaba. -Está bien, está bien -dijo Caderousse-. No hablemos más de ello, déjalo todo a mi cargo.
Re: ... de poetas, cuentos y leyendas Si clau la misiva que le envía a su editor amigo refleja la defensa que llevo a cabo a lo largo de su vida a favor del gaucho, que tan mal visto y dejado de lado estaba por aquellos tiempos...