Re: ... de poetas, cuentos y leyendas Que capítulo este clau ... El Conde lo estoy pasaando de reojito, que lindo!, así de pantallazos, el que lo ha leido y o vió la película se da cuenta por donde va la narración!! Te recrea la imaginación...
Re: ... de poetas, cuentos y leyendas Si es muy bueno!!! lo que pasa es que es un poco largo ,pero vale la pena!
Re: ... de poetas, cuentos y leyendas Vanidad Lunes, 5 Ayer fui a pasear por la ronda de Rívoli con Votini y su padre. Al pasar por la calle Dora Grossa, vimos a Stardi, el que no permite que le distraigan en clase, parado, muy tieso, delante del escaparate de una librería con los ojos fijos en un mapa. Sabe Dios desde cuándo estaría allí, porque estudia hasta en la calle; apenas si nos devolvió el saludo que le dirigimos. Votini, como siempre, iba muy elegante, quizás demasiado; llevaba botas de tafilete con pespuntes encarnados, un traje con bordaduras y borlitas de seda, un sombrero de castor blanco y reloj. ¡Había que ver el postín que se daba el chico! Pero esta vez iba a acabar mal su vanidad. Después de haber andado buen trecho por una calle, dejando muy atrás, a su padre, que andaba despacio, nos detuvimos en un banco de piedra, junto a un chico modestamente vestido, que parecía cansado y estaba pensativo, con la cabeza gacha. Un hombre, que debía ser su padre, paseaba bajo los árboles leyendo un periódico. Nos sentamos. Votini se puso entre aquel chico y yo. De pronto se acordó de que iba muy majo y quiso que le admirara y envidiara su vecino. Levantó un pie y me dijo: -¿Te has fijado en mis botas de militar? Lo dijo para llamar la atención del otro chico. Pero éste no miró. Entonces bajó el pie, y me enseñó las borlitas de seda, diciéndome, mirando de reojo al desconocido, que no terminaban de gustarle y que prefería botones de plata. Pero el otro chico tampoco se fijó en las borlitas. Votini se puso a hacer girar sobre la punta del dedo índice su precioso sombrero de castor blanco. Mas el otro parecía que lo hiciese adrede y ni siquiera se dignó dirigir una mirada al sombrero. Votini empezaba a enfadarse, sacó el reloj, lo abrió y me enseñó la maquinaria. Tampoco volvió esta vez la cabeza el vecino del banco. -¿Es de plata dorada? -le pregunté. -No, hombre -me respondió-. Es de oro. -Pero no será todo de oro -le repuse-; tendrá también algo de plata. -¡No, no! -replicó; y para obligar al otro chico a mirar, le puso el reloj delante de sus ojos, diciéndole: -Oye, tú, fíjate, ¿verdad que es de oro? El interpelado respondió secamente: -No lo sé. -¡Vaya, vaya! -exclamó Votini lleno de rabia-. ¡Qué soberbia! Mientras decía esto, llegó su padre, que había oído su expresión. Miró fijamente al niño desconocido y dijo bruscamente a su hijo: -¡Cállate! -E inclinándose a su oído, añadió: -¡Es ciego! Votini se puso de pie de un salto y miró la cara del muchacho. Tenía las pupilas apagadas, sin expresión, sin mirada. Votini se quedó anonadado, sin palabra, con los ojos bajos. Después balbuceó: -¡Lo siento; no lo sabía! El cieguecito, que todo lo había comprendido, dijo, sonriéndose bondadosa y melancólicamente: -¡Oh, no importa! Ciertamente Votini es vanidoso; pero después de todo no tiene mal corazón. Durante el resto del paseo no se volvió a reír.
Re: ... de poetas, cuentos y leyendas Si que lo vale, le das un pantallazo así y te recreas la historia!!
Re: ... de poetas, cuentos y leyendas Que espejo es este libro del alma de los chicos, no importa la época! Si ,es asi!
Re: ... de poetas, cuentos y leyendas INSTRUCCIONES PARA BUSCAR AVENTURAS Alejandro Dolina Se puede afirmar, sin temor a la indignación de los sabios, que en los tiempos que corren es cada vez más improbable tropezar con la aventura. Lo imprevisto, lo extraño, lo misterioro no sucede nunca. Curiosamente, parecen existir muchísimás personas con espíritu aventurero. Todos los días conversa uno con señores que desean vivamente una vida más interesamte y un teatro de aconteciemientos más rico y más amplio. Esta gente sale de su casa cada mañana esperando que algo ocurra y uscando, como decía Whitman, "algo pernicioso y temible, algo incompatible con una vida mezquina, algo desconocido, algo absorbente, desprendido de su anclaje y bogando en libertad". Pero la búsqueda es siempre inútil y casi todos los hombres, en e ocaso de sus vidas, confiesan que no han vivido jamás una aventura. ¿Dónde estan - se pregunta uno - las doncellas atormentadas por un gigante que desde la torre se algún castillo esperan nuestra intervención salvadora? En ninguna parte. Ya no quedan gigantes, ni castillos, ni - mucho menos - doncellas. La actual civilización parece pensada para evitar las aventuras. Porque en realidad la aventura es el riesgo. Y nadie quiere arriesgarse. Siendo la seguridad un valor cuya admiración se promueve de continuo, es inevitable que la mayor parte del esfuerzo tecnológico que se realiza esté destinado a evitar sucesos imprevistos. Las cerraduras Yale, los despertadores, los semáforos, las píldoras anticonceptivas, las alarmás, los preservativos, los cierres de cremallera, las agendas, los paracaídas. Todos estos inventos alejan el sobresalto. Naturalmente, siempre queda alguna grieta como para que se introduzca lo extraordinario. Pero no es suficiente. Para demostrarlo, vale la pena realizar una sencilla experiencia: pidamos a nuestros conocidos que refieran los hechos más curiosos que han vivido. Los resultados serán entre aburidos y penosos. Alguien quedó encerrado en el ascensor durante una hora. Otro dice haber ganado un jarrón en una kermese. Un tercero obtuvo un boleto capicúa. Se trata de aventuras miserables. Los griegos pensaban que las cosas ocurrían sólo para que los hombres pudieran contarlas luego. Si esto es cierto, el futuro de nuestras conversaciones es poco prometedor. ¿Qué les contaremos a nuestros nietos? ¿Que una vez vimos un choque? ¿Que se nos reventó un sifón? Pobre será la épica que surja de estos modestos cataclismos. El aventurero actual ha aprendido a contentarse con sombras de emoción. La televisión y el cine son sus melancólicos proveedores de asombro. Chesterton había inventado una solución genial: la Agencia de Aventuras. Era una empresa que tendía a los caballeros que experimentaban el deseo de una vida variada. Mediante la satisfacción de una suma anual, el cliente se veía rodeado de acontecimientos fantásticos y sorprendentes provocados por la Agencia. El hombre salía de su casa y se le acercaba un chino excitadísimo quien le aseguraba que existía un complot contra su vida. Si tomaba un coche, era conducido al Barrio del Invierno, donde cunden las riñas, los marineros egipcios y las mujeres peligrosas. Gracias a esta eficiente organización, el aventurero se veía obligado a saltar tapias, pelear con extraños o a huir de desconocidos perseguidores. Pero la realidad, aun cuando ha sido capaz de depararnos empresas tan absurdas como las que investigan mercados o gestionan transferencias de automóviles, no nos ha brindado una Agencia de Aventuras. ¿Qué puede hacerse entonces? Pues hay que actuar. No podemos pensar que las aventuras vendrán a nosotros. De nada sirve esperar lo imprevisto mirando vidrieras o sentados en el umbral. Es necesario que uno mismo provoque sucesos extraordinarios. Para demostrar que esto es posible, abandonaremos las anchas avenidas de los Enunciados Generales para ingresar en el Laberinto de los Ejemplos Concretos. Para decirlo de una vez, nos proponemos impartir instrucciones precisas para vivir aventuras. Aventura de la mujer rubia Antes de comenzar a vivir este episodio, usted debe elegir a una mujer rubia. Desde luego, es preferible que sea hermosa. Ydesconocida. Una vez que usted se haya decidido por una rubia determinada, comience a seguirla. Pero, atención. No se trata de escoltarla durante un par de cuadras murmurándole frases ingeniosas. Hay que seguirla silenciosamente y en forma perpetua. Hasta su casa. Hasta su trabajo. Hasta donde fuere necesario. Esto no debe interrumpirse jamás. Cada vez que ella entre en un edificio, usted deberá permanecer afuera esperando su salida. No hay que disimular. La idea es que la mujer rubia advierta cabalmente que usted la está siguiendo. Esto la pondrá muy nerviosa y hasta es probable que llame al vigilante. Pasarán días, semanas, y tal vez meses. Usted se convertirá en una sombra familiar y silencionsa. Si la mujer rubia tiene novio, no abandone la empresa. Después de todo, usted solamente quiere que algo ocurra. Y tarde o temprano algo ocurrirá. Aventura del timbre que suena en la noche Usted camina por una calle oscura. Son las cuatro de la mañana. Tal vez llueve. De pronto, frente a una casa cualquiera, usted resuelve tocar el timbre. Pasan los minutos. Usted vuelve a tocar. Un hombre consternado abre la puerta. -¿Qué ocurre? - pregunta. - Ando en busca de una aventura - contesta usted. Aventura de la novia perdida Un día usted resuelve encontrar a su Primera Novia. Si usted ha tenido el descaro de casarrse con ella, es evidente que la cosa no constituye una aventura sino una fatalidad. Pero supongamos que usted no la ve desde hace veinte años. No sabe qué ha sido de ella. Apenas recuerda su nombre y su cara ha tomado ya la forma de los sueños y el recuerdo. Usted hace averiguacions. Indaga entre quienes la han conocido. Investiga en los lugares en los que ella trabajó o estudió. Recorre calles al acaso, cree reconocerla dos o tres veces. Alguien le pasa un dato cierto. Mientras todo esto ocurre, usted se vuelve a enamorar de la Primera Novia y sueña todas las noches con ella, como solía hacer veinte años atrás. Un día usted descubre su paradero. Sabe exactamente dónde encontrarla. Tiene la dirección, el número de su teléfono y conoce los horarios en que es apropiado llegar a ella. Usted piensa que la aventura ya puede conmenzar, pero en realidad es aquí donde debe terminar. Aventura del túnel que va a cualquier parte Usted y un grupo de amigos aventureros comienzan a excavar un túnel en el fondo de una casa, que puede ser la suya. La tarea deberá acometerse con el mayor vigor. Durante la excavación se irán descubriendo objetos extraños, tales como huesos, cascotes, tapitas de cerveza, zapatillas fósiles y antiguos pozos ciegos. El trabajo durará meses y meses. Durante ese lapso surgirá una deliciosa camaradería entre los integrantes del grupo. Es muy probable que todos sean despedidos de sus trabajos habituales, en razón de inasistencias, la impuntualidad y la suciedad, inevitables cuando un excava un túnel. Por las mismás razones, lso que tuvieren novia serán abandonados. Así las cosas, la única preocupación del grupo será cavar y cavar. Un día cualquiera, cuando el túnel ya tenga una extensión considerable, se comenzará a cavar hacia la superficie. Y aquí viene le momento fundamental de la aventura. ¿Dónde aparecerán los viajeros subterráneos? ¿En el hall de una casa habitada por señoritas solteras? ¿En una panadería? ¿En un convento? Hay otras aventuras posibles: la del que se embarca en un carguero sueco, la del viaje subterráneo a través del arroyo Maldonado, la del que investiga a los mendigos para descubrir que son ricos, la del que se mete en el baño de damás, la del que se agacha a ver por qué no explota el cohete... Hay que elegir. Salgamos de una vez. Salgamos a buscar camorra, a defender causas nobles, a recobrar tiempos olvidados, a despilfarrar lo que hemos ahorrado, a luchar por amores imposibles. A que nos peguenm a que nos derroten, a que nos traicionen. Cualquier cosa es preferible a esa mediocridad eficiente, a esa miserable resignación que algunos llaman madurez.
Re: ... de poetas, cuentos y leyendas Alejandro Dumas (Padre) El Conde de Montecristo Segunda Parte Capítulo octavo Continuacion Italia. Simbad El Marino -¿De modo que me aconsejáis que acepte? -No digo tanto. Vuestra excelencia hará lo que sea de su gusto. Yo no quisiera aconsejarle en semejante ocasión. Franz reflexionó un rato, y comprendiendo que si aquel hombre era tan rico no querría robarle a él, que sólo llevaba algunos miles de francos, y como, además, entre todo esto veía en perspectiva una cena excelente, se decidió. Gaetano fue a llevar su respuesta. Como ya lo hemos dicho, Franz era, sin embargo, prudente, y quiso adquirir todas las noticias posibles de su extraño y maravilloso anfitrión. Volvióse, pues, a un marinero que durante este diálogo se ocupaba en desplumar las perdices con mucha gravedad, y le preguntó en qué habrían podido arribar a la isla los contrabandistas, puesto que ni barca, ni tartana, ni canoa se veía. -No os inquietéis por eso -dijo el marinero-, porque conozco la embarcación que tripulan. -¿Es buena? -Una igual deseo a vuestra excelencia para dar la vuelta al mundo. -¿Es muy grande? -De unas cien toneladas, sobre poco más o menos. Es un barco de capricho, un yate, pero construido de manera que en todo tiempo anda por el mar. -¿Dónde lo han construido? -Lo ignoro, aunque lo tengo por genovés. -¿Y cómo un jefe de contrabandistas -prosiguió Franz- se atreve a construir en Génova un yate con destino a su comercio? -Yo no he dicho que él sea contrabandista -respondió el marinero. -No, pero me parece que Gaetano lo ha dicho. -Gaetano habrá visto de lejos la tripulación, pero no habló con ninguno. -Si ese hombre no es un jefe de contrabandistas, ¿qué es entonces? -Un señor muy rico que viaja por placer. «Vamos -pensaba Franz-, con ser las relaciones diferentes, se hace más y más misterioso el personaje.» -¿Cuál es su nombre? -Cuando se lo preguntan, responde que Simbad el Marino, pero yo dudo que ése sea su nombre verdadero. -¿Simbad el Marino? -Sí. -¿Y dónde habita ese señor? -En el mar. -¿De qué pueblo es? -No lo sé. -¿Le habéis visto? -Algunas veces. -¿Qué clase de hombre es? -Vuestra excelencia juzgará por sí mismo. -¿Y dónde va a recibirme? -Sin duda en ese palacio subterráneo de que Gaetano os habló. -Y al desembarcar en esta isla, encontrándola desierta, ¿no habéis tenido nunca la curiosidad de dar con ese palacio encantado? -Así es, excelencia -repuso el marino-, y más de una vez, pero siempre fueron inútiles nuestras tentativas. Hemos examinado la gruta de arriba abajo, sin encontrar la menor comunicación. ¡Si dicen que la puerta no se abre con llave, sino con una palabra mágica! -Vamos, esto es un cuento de las Mil y una noches -murmuró Franz. -Su excelencia os aguarda -dijo detrás de él una voz, que reconoció por la del centinela. Al recién llegado le acompañaban dos hombres pertenecientes a la tripulación del yate. Por toda respuesta, sacó Franz su pañuelo, presentándoselo al que le había dirigido la palabra. Vendáronle los ojos sin decir nada, pero rnn una escrupulosidad que le daba a entender que no cometiese ninguna indiscreción. Luego hiciéronle jurar que no trataría de destaparse. Franz juró. Hecho esto le cogieron cada uno de ellos por un brazo, y echó a andar, conducido así y guiado por el centinela. Después de unos treinta pasos, sintió, por el calor de la hoguera y el olor de la cabra, que pasaba por delante del vivaque. Hiciéronle después dar como cincuenta pasos, evidentemente de la parte por donde prohibieron a Gaetano que anduviera, prohibición que ahora se explicaba. Por el cambio de la atmósfera comprendió pronto que entraba en un subterráneo, y a los pocos segundos de marcha oyó un estallido y parecióle que cambiara otra vez la atmósfera, poniéndose perfumada y tibia. Cuando sus pies, por último, resbalaron sobre una muelle alfombra, sus guías le abandonaron. Hubo un intervalo de silencio, hasta que dijo una voz en buen francés, aunque con marcado acento extranjero: -Seáis, caballero, bien venido a esta casa. Ya podéis quitaros el pañuelo. Franz no se hizo repetir dos veces la invitación. Se quitó su pañuelo y hallóse cara a cara con un hombre de unos treinta y ocho a cuarenta años, en traje tunecino, o para que se comprenda mejor, con un casquete Colorado con borla de seda azul, una chaquetilla de paño negro bordada de oro, pantalones largos y anchos de color de sangre, calzas del mismo color, bordadas asimismo de oro, Y pantuflas amarillas. Llevaba en la cintura un magnífico chal de Cachemira, y sujeto en él un yatagán pequeño y corvo. El rostro de este hombre era de notable hermosura aunque pálido hasta degenerar en lívido. Sus ojos vivos y penetrantes, su nariz recta y casi al nivel de la frente, como de tipo griego en toda su pureza; sus dientes, blancos como perlas, resaltaban entre su negro bigote. Sólo aquella palidez era extraña. Parecía un hombre encerrado mucho tiempo en un sepulcro, que no hubiese podido recobrar después el color de los vivos. No era de alta estatura, pero sí bien formado, y con las manos y los pies muy pequeños, como los meridionales. Pero lo que admiró a Franz, que había tenido por sueño las exageraciones de Gaetano, fue la suntuosidad de los muebles. Las paredes estaban cubiertas de seda turca carmesí, salpicada de flores de oro. A un lado se veía una especie de diván coronado por un trofeo de armas arabescas con vainas de plata sobredorada incrustadas de pedrería. Pendía del techo una lámpara de cristal de Venecia, preciosísima por su forma y su color, y cubría el suelo un tapiz turco, tan blando, que hasta el tobillo se hundían los pies. Colgaban grandes cortinajes delante de la puerta por donde había entrado Franz, y de la otra que daba paso a una habitación magníficamente iluminada al parecer. El jefe dejó un instante a Franz entregado a su sorpresa, examinándole con la misma atención con que él lo examinaba todo, y sin perderle un punto de vista. -Caballero -le dijo al fin-. Os pido mil veces que me dispenséis las precauciones tomadas para introduciros aquí, pero como esta isla está casi desierta, conocido el secreto de esta morada, cualquier día me la encontraría sin duda como Dios fuere servido, lo que me agradaría en verdad muy poco, no por la pérdida de lo que vale, sino porque me quitaría la seguridad que ahora tengo de poder separarme del mundo cuando me da la gana. Procuraré haceros olvidar ahora esa nimia molestia, ofreciéndoos lo que no esperaríais encontrar aquí, esto es, una cena regular y una cama bastante buena. -A fe mía, querido anfitrión, que no necesitáis ofrecerme disculpas -repuso Franz-. Siempre he visto que se vendaba los ojos a todos los que van a entrar en palacios encantados. Eso sucede a Raúl en Los Hugonotes, y en verdad que no debo de quejarme, pues lo que veo paréceme una continuación de las maravillas de las Mil y una noches. -¡Ay! Tengo que deciros como Lúculo: «A esperar yo vuestra visita, hubiera hecho algunos preparativos.» En fin, tal como es mi choza, tal como es mi colación, las pongo a vuestra disposición. ¿Estamos ya servidos, Alí? Casi en el mismo instante levantóse el cortinón de la puerta, apareciendo un negro nubio, tan negro como el ébano, vestido con una sencilla túnica blanca, el cual hizo a su amo una seña, que indicaba que podía pasar al comedor. -Ahora -dijo el desconocido a Franz-, no sé si seréis de mi opinión, pero me parece que nada hay más desagradable que estar dos o tres horas hablando sin saber los interlocutores sus nombres respectivos. Y cuenta que yo respeto demasiado las leyes de la hospitalidad para que os pregunte vuestro nombre ni vuestro título. Os ruego únicamente que me digáis uno cualquiera, porque pueda dirigiros la palabra. Para proporcionaros a vos iguales ventajas, os diré de mí que acostumbran a llamarme Simbad el Marino. -Por mi parte debo deciros que como ya no me falta para estar en la misma situación de Aladino sino poseer la famosa lámpara maravillosa, no encuentro dificultad alguna en que me llaméis Aladino interinamente. Me siento tentado a creer que he sido transportado al Oriente por algún genio benéfico, con lo que esta nueva ficción prolongará mis quimeras. -Pues bien, señor Aladino -dijo el anfitrión-, habéis oído que podíamos pasar a la mesa, ¿no es verdad? Entremos, pues, si os place. Vuestro humilde servidor pasa delante para enseñaros el camino. Y, en efecto, a estas palabras, levantando la cortina, pasó Simbad delante del joven. Estaba Franz cada vez más maravillado. El servicio de la mesa era espléndido. Seguro ya de este punto tan importante, dirigió sus miradas a otra parte. El comedor, menos suntuoso que el gabinete que acababa de abandonar, era todo de mármol con bajorrelieves antiguos de gran mérito y valor. A ambos extremos de esta habitación, que era oblonga, había dos magníficas estatuas con cestones en la cabeza, que contenían frutas magníficas: ananás de Sicilia, granadas de Málaga, naranjas de las islas Baleares, albérchigos franceses y dátiles de Túnez. En cuanto a su cena, se componía de un faisán asado con mirlos de Escocia, un jamón de jabalí a la gelatina, un pedazo de cabra a la tártara, un rodaballo magnífico y una langosta colosal. En los intermedios circulaban entremeses delicados. La vajilla era de plata y los portavasos de porcelana. Franz se frotaba los ojos para cerciorarse de que no soñaba. Solamente Alí era admitido a servir a su dueño, y como lo hacía perfectamente, recibió Simbad por ello muchas alabanzas de su convidado. -Sí -contestó aquél haciendo con delicadeza los honores de la cena-, sí, es un pobre diablo que me quiere mucho y se afana por agradarme. Recuerda que le he salvado la vida, y como la apreciaba mucho, al parecer, me lo agradece bastante. Se acercó A1í a su dueño, cogióle una mano y se la besó. -¿Pecaré de indiscreto, señor Simbad, preguntándoos cómo y cuándo hicisteis esa bella acción? -le dijo Franz. -¡Oh, Dios mío! Es una acción muy vulgar -respondió Simbad el Marino-. Según parece, ese pillastre había rondado el serrallo del Rey de Túnez más de cerca de lo que convenía a un moro de su color, porque el Rey le sentenció a cortarle la lengua, la mano y la cabeza. La lengua el primer día, la mano el segundo y la cabeza el tercero. Yo había deseado siempre tener un mudo a mi servicio, por lo que esperé a que le hubiesen cortado la lengua para ir a proponer al Rey que me lo diese, a cambio de una magnífica escopeta de dos cañones que me había parecido la víspera agradar a su alteza bastante. Aun con esto vaciló, tanto deseo tenía de acabar con ese pobre diablo, pero yo le di sobre la escopeta un cuchillo inglés de monte, con el cual había yo mellado el yatagán de su alteza, y esto al fin le determinó a perdonarle la mano y la cabeza, aunque a condición de que nunca volviera a Túnez. Tal exigencia era inútil. Por muy de lejos que el infiel distinga cuando navegamos las costas de África, se esconde en seguida en la cala, y no hay medio de hacerle salir de allí hasta que no se haya perdido de vista la tercera parte del mundo. Franz permaneció un momento sin hablar y preguntándose qué debería pensar de la frialdad horrible con que su anfitrión acababa de contarle aquella cruel historia. Luego, cambiando de tema, dijo: -¿Y pasáis vuestra vida viajando como el honrado marino cuyo nombre lleváis? -Sí, es un voto que hice en cierta ocasión, cuando menos pensaba poderlo cumplir -dijo sonriendo el desconocido-. Muchos tengo hechos como éste, que espero en Dios que se cumplan. Aunque Simbad pronunció estas palabras con la mayor sangre fría, sus ojos despidieron un fulgor extraño de ferocidad. -¿Habéis sufrido mucho, caballero? -le dijo Franz. Simbad se estremeció y le miró fijamente. -¿Por qué lo sospecháis? -le preguntó. -Por todo -contestó Franz. Por vuestra voz, por vuestras miradas, por vuestra palidez, y hasta por esta clase de vida que lleváis. -¡Yo! ¡Yo llevo la vida más feliz que haya gozado un hombre! ¡Una vida de pachá! Soy el rey del mundo. Me agrada un sitio, permanezco en él; me desagrada, lo abandono. Soy libre como los pájaros, y como ellos tengo alas. A una señal me obedecen todos los que me rodean. En ocasiones me entretengo en burlar a la policía de los hombres, quitándole un bandido que busca o un criminal que persigue. Además, tengo también mi justicia baja y alta, aunque sin papelotes ni apelación, que absuelve o condena, y que nada tiene de común con ella. ¡Oh! ¡Si hubieseis probado mi vida, no gustaríais de otra alguna, y nunca volveríais al mundo, a no ser que tuvieseis que realizar algún proyecto gigantesco! -Una venganza, por ejemplo -dijo Franz. El desconocido clavó en el joven una de esas miradas que penetran hasta lo más profundo del pensamiento y del corazón humano. -¿Y por qué ha de ser precisamente una venganza? -le preguntó. -Porque me parecéis un hombre de esos que, perseguidos por la sociedad, tienen que arreglar cuentas con ella-repuso Franz. -Pues bien -repuso Simbad, sonriendo de aquella manera extraña que sólo dejaba entrever sus dientes blancos y afilados-. Pues bien, no acertáis. Tal como me veis, soy un filántropo, sui géneris, y acaso un día iré a París a hacer sombra al señor Appert y al hombre de la capa azul. -¿Será la primera vez que hagáis ese viaje? -¡Oh, sí! Denota poca curiosidad en mí, ¿no es cierto? Pero os aseguro que no he tenido la culpa de tardar tanto, y que al fin el día menos pensado iré. -¿Y pensáis hacerlo pronto? -Todavía no lo sé. Depende de circunstancias y combinaciones muy inciertas. -Quisiera estar allí cuando vos vayáis, para pagaros en la manera que me fuese posible esta hospitalidad tan generosa que me dais en la isla de Montecristo. -Con mucho gusto aceptaría vuestra invitación -repuso Simbad-, si no tuviera que guardar el incógnito en París. La cena entretanto proseguía. Como si hubiera sido ex profeso para Franz, que hacía razonablemente los honores a ella, el marino apenas probaba los platos del espléndido festín. Al cabo Alí sirvió los postres, o dicho mejor, las cestas que tenían en sus manos las estatuas. Entre dos de éstas puso una copa pequeña de plata sobredorada con tapa del mismo metal. El respeto con que Alí cogió esta copa chocó muchísimo a Franz, que levantando la tapa, halló que contenía una especie de pasta verde, parecida al dulce de angélica y que él no había visto jamás. Cuando volvió a tapar la copa, se hallaba tan ignorante de su contenido como al destaparla. Miró a su huésped y le vio sonreírse. -¿No podéis adivinar qué es lo que contiene ese vaso? -le preguntó éste. -Os lo confieso. -Pues bien, esa especie de dulce verde no es ni más ni menos que la ambrosia que Hebe servía a Júpiter. -Pero esa ambrosia, sin duda -repuso Franz-, al pasar por la mano de los hombres, habrá perdido su nombre divino para tomar otro humano. ¿Cómo se llama, pues, en lengua vulgar este ingrediente, que a decir verdad no me inspira gran simpatía? -Ahí tenéis precisamente lo que revela nuestro origen material -exclamó el marino-. ¡Cuántas veces pasamos del mismo modo junto a la felicidad, sin verla, sin mirarla, o sin reconocerla, si la vemos o la miramos! Si sois un hombre positivista, si vuestro Dios es el oro, probad esto, y se os abrirán las minas del Perú, de Guzarate y de Golconda. Si sois hombre inteligente, si sois poeta, probad esto, y desaparecerán para vos los límites de lo posible, y se os abrirán los campos de lo infinito, y en libertad absoluta de pensamiento y de alma, volaréis a vuestro antojo por las inconmensurables esferas de la fantasía. ¿Tenéis ambiciones, suspiráis por las vanidades de la tierra?, probad esto, y dentro de una hora seréis rey, no de un reino miserable, olvidado en un rincón de Europa, como Francia, España a Inglaterra, sino rey del mundo, rey del universo, rey de la creación. Asentaréis vuestro trono en la montaña adonde llevó Satanás a Jesucristo, y sin que le rindáis tributo, sin que os humilléis hasta besarle la pezuña, seréis el soberano de todos los soberanos de la Tierra. ¿No es lo que os ofrezco tentador?, confesadlo; tanto más tentador, cuanto que no hay nada más fácil que hacer esto. Mirad. Al acabar estas palabras descubrió a su vez la copa de plata que contenía la sustancia tan alabada, llenó de ella un cucharilla de café, la llevó a sus labios y la saboreó lentamente, con los ojos medio cerrados y la cabeza echada hacia atrás. Franz le dejó todo el tiempo necesario para tragarlo, y le dijo al verle ya vuelto, por decirlo así, a la escena: -Pero ¿en qué consiste este manjar tan precioso? -¿Habéis oído hablar -le contestó el marino- del viejo de la Montaña, de aquel que quiso asesinar a Felipe Augusto? -Sí. -Pues habéis de saber que reinaba en un valle fertilísimo, que dominaba la montaña de donde había tomado su pintoresco nombre. Estaba aquel valle lleno de jardines, plantados por Hassen-ben-Sabad, con pabellones aislados, donde hacía entrar a sus elegidos para darles a masticar, según dice Marco Polo, cierta hierba que los transportaba al paraíso, entre plantas siempre en flor, frutas siempre maduras y mujeres siempre vírgenes. »Pues bien, lo que aquellos jóvenes bienaventurados tomaban por realidad era un sueño, pero un sueño tan dulce, tan embriagador, tan voluptuoso, que se vendían en cuerpo y alma al que se lo proporcionaba, y obedientes a sus órdenes como a las de Dios, iban a buscar hasta el fin del mundo la víctima indicada para herirla, expirando en medio de sus torturas sin proferir una queja, alentados por la esperanza de que su muerte no era sino una trasmigración a aquella vida de delicias que les daba a probar esta hierba santa, que acaban de servirme en vuestra presencia. -Entonces -exclamó Franz-, es el hachís, sí, yo lo conozco, a lo menos de nombre. -Justamente; habéis acertado el nombre, señor Aladino, es el hachís, el hachís mejor y más puro que se hace en Alejandría, el hachís de Abougor, el grande, el único, el hombre a quien se debería edificar un palacio con esta inscripción: «Al fabricante de la felicidad, el mundo agradecido.» Tres meses pasaron, llenos para ella de aflicción. No recibía noticias de Dantés ni tampoco de Fernando. Nada tenía presente a sus ojos sino un anciano, que pronto iba a morir también de desesperación. »A la caída de una tarde, que había pasado entera como de costumbre, sentada en la unión de los dos caminos que van de Marsella a los Catalanes, Mercedes volvió a su casa más abatida que nunca. Ni su prometido ni su amigo regresaban por ninguno de los dos caminos, y ni de uno ni de otro sabía el paradero. »Parecióle oír de pronto unos pasos muy conocidos, volvió con ansiedad la cabeza, y abriéndose la puerta vio aparecer a Fernando, con su uniforme de subteniente. No recobraba todo, pero sí una parte de su vida pasada, de lo que tanto sentía y lloraba perdido. »Mercedes cogió las manos de Fernando con un impulso que éste tuvo por amor, no siendo sino de alegría, por verse ya en el mundo menos sola y con un amigo, tras tantas horas de solitaria tristeza. Además, preciso es decirlo, nunca había odiado a Fernando, no le había amado, es verdad, porque era otro el que ocupaba por entero su corazón. Este otro estaba ausente... había desaparecido... quizá muerto... Esta idea hacía prorrumpir a Mercedes en sollozos y retorcerse los brazos; pero esta idea, rechazada cuando otro se la sugería, estaba de suyo siempre fija en su imaginación. Por su parte, el anciano Dantés tampoco hacía otra cosa que decide: «Nuestro Edmundo ha muerto, porque de lo contrario él volvería.» »El anciano murió, como ya os he dicho. Sin esto quizá nunca se casara Mercedes con otro, porque habría sido un acusador de su infidelidad. Todo esto lo comprendió Fernando, que regresó a Marsella al saber la muerte del padre de Dantés. Ya era teniente. Cuando su primer viaje, ni una palabra de amor había dicho a Mercedes, pero esta vez le recordó ya cuánto la amaba. »Mercedes le rogó que la dejase llorar todavía seis meses y esperar a Edmundo. -El caso es -dijo el abate con sonrisa amarga-, que en total hacía dieciocho meses... ¿Qué más puede exigir el amante más querido? Y luego murmuró estas palabras del poeta inglés: Fragilty, thy name is woman (¡Fragilidad, tienes nombre de mujer! ). -Seis meses después -prosiguió el posadero- se efectuó la boda en la iglesia de Accoules. -En la misma iglesia donde había de casarse con Edmundo -murmuró el sacerdote. -Casose, pues, Mercedes -prosiguió Caderousse-, pero aunque tranquila en apariencia, al pasar por delante de la Reserva le faltó poco para desmayarse. Dieciocho meses antes se había celebrado allí su comida de boda con aquel a quien, si hubiera consultado a su propio corazón, habría conocido que aún amaba. »Más dichoso Fernando, pero no más tranquilo, que yo le vi en aquella época, sobresaltado a todas horas, con pensar en la vuelta de Edmundo. Determinó irse con su mujer a otro lugar, pues eran los Catalanes lugar de muchos peligros y recuerdos. Y por esto se marcharon a los ocho días de la boda. -¿Habéis vuelto a ver a Mercedes? -le preguntó el abate. -Sí, en Perpiñán, donde la había dejado Fernando para ir a la guerra de España. A la sazón se ocupaba de la educación de su hijo. El abate se estremeció. -¿De su hijo? -¿Sabéis -dijo Franz-, que me dan ganas de juzgar por mí mismo de la verdad o exageración de vuestras palabras? -Juzgad por vos mismo, mi querido huésped, juzgad; pero no por la primera impresión que os produzca. Es conveniente acostumbrar los sentidos a una nueva; como acontece en todas las impresiones, dulce o violenta, triste o alegre, existe una lucha entre esta divina sustancia y la naturaleza, que no está organizada para el placer, y que se aferra mucho al dolor. Es necesario que la naturaleza vencida muera sobre el campo de batalla, es preciso que la realidad suceda al sueño, y entonces es el sueño el que domina absolutamente, y la vida se hace sueño y el sueño se hace vida. ¡Pero qué diferencia en tal transformación! Es decir, que comparando los dolores de la existencia real con los placeres de la existencia ficticia, no querréis vivir nunca, porque querréis estar soñando siempre. Cuando abandonéis vuestro mundo por el mundo de los demás, os parecerá que pasáis de una primavera de Nápoles a un invierno de la Laponia, se os antojará que dejáis el paraíso por la tierra, y el cielo por el infierno. Probad el hachís, mi querido huésped, probadlo. Franz cogió por toda respuesta una cucharada de aquella pasta maravillosa, igual a la que había tomado su anfitrión, y se la llevó a los labios. -¡Diablo! -exclamó cuando se la hubo tragado-, no sé si la consecuencia será tan agradable como decís, pero lo que es como manjar, no me parece tan suculento como a vos. -Porque vuestro paladar no está acostumbrado a lo sublime de esa sustancia. Decidme, ¿os gustaron en seguida las ostras, el té, las trufas, y todo lo que después habéis apreciado en tal manera? ¿Comprendéis acaso a los romanos, que sazonaban los faisanes con asafétida, y a los chinos, que comen nidos de golondrinas? No por cierto, no. Pues bien, lo propio sucede con el hachís. Tomadlo tan sólo por espacio de ocho días seguidos, y ningún manjar del mundo os parecerá que reúne la delicadeza de éste, hoy soso y nauseabundo para vos. Pasemos ahora a la habitación de al lado, es decir, a la vuestra, que va A1í a servirnos el café y a darnos pipas. Los dos se levantaron y mientras el que a sí mismo se había dado el nombre de Simbad y que nosotros hemos mencionado de tiempo en tiempo, porque se le pudiera llamar de cualquier modo; mientras Simbad, decimos, daba algunas órdenes a su criado, Franz entró en la pieza inmediata. Estaba amueblada con sencillez en comparación a la otra, aunque no menos rica, y la forma de ella era redonda. Un diván prolongado se extendía a su alrededor, pero diván, techo, paredes y suelo estaban cubiertos de magníficas pieles, blandas como los más blandos tapices; eran de leones del Atlas, con sus majestuosas crines; de tigres de Bengala, con rayas deslumbradoras, de panteras del Cabo, tachonadas de oro, como la que se aparecía al Dante, y pieles, finalmente, de osos de la Siberia, y zorras de Noruega, arrojadas todas con profusión unas sobre otras, de manera que parecía que se anduviese sobre la alfombra más espesa, o se reposase en el más blando de los lechos. Ambos se recostaron sobre el diván. Había a mano pipas con boquilla de ámbar y tubos de jazmín, y preparadas para que no hubiese necesidad de fumar dos veces en una misma. Tomaron una de ellas cada uno y Alí las encendió, saliendo luego a buscar el café. Guardaron silencio, unos instantes, que Simbad pasó entregado a los pensamientos que al parecer le dominaban sin tregua, aun en medio de la conversación, y Franz, abandonado a esa especie de fascinación vertiginosa que acomete siempre al que fuma excelente tabaco. No parece sino que el humo del tabaco bueno tenga la propiedad de quitarnos todas las penas, dándonos ilusiones en cambio. Alí sirvió el café. -¿Cómo lo tomáis? -preguntó a Franz el desconocido-, ¿a la francesa o a la turca? ¿Cargado o claro? ¿Con azúcar o sin él? ¿Pasado o hirviendo? Podéis elegir, pues lo hay de todas las maneras. -Lo tomaré a la turca -respondió Franz. -Hacéis bien. Eso prueba que tenéis buenas disposiciones para la vida oriental. ¡Ah!, convendréis conmigo en que los orientales son los únicos hombres que saben vivir. Por lo que a mí respecta -añadió Simbad con una de aquellas singulares sonrisas que no se escapaban a la observación del joven-, tan pronto como despache mis negocios de París iré a morir al Oriente, y si entonces queréis encontrarme, os será preciso irme a buscar al Cairo, a Bagdad o a Ispaham. -A fe mía que será la cosa más fácil -dijo Franz-, pues paréceme que tengo alas de águila, capaces de dar la vuelta al mundo en veinticuatro horas. -¡Vaya, vaya! ¡Ya empieza a actuar el hachís; abrid pues, esas alas, y volad a las regiones de la fantasía. Nada os arredre, que hay quien vela por vos, y si vuestras alas se derriten al sol como las de Ícaro, aquí estoy yo para recibiros. Tras esto dijo a Alí algunas palabras árabes. El negro hizo un gesto de obediencia y se retiró, aunque sin alejarse. En cuanto a Franz, sufría una rara transformación. Todas sus fatigas físicas, toda la exaltación originada en su cerebro por los sucesos de aquel día, iban desapareciendo, como en esos primeros instantes del sueño en que se vive todavía. A1 parecer, su cuerpo cobraba una ligereza inmaterial y su razón se despejaba de una manera maravillosa y parecían duplicarse las facultades de sus sentidos. Su horizonte íbase ensanchando más y más, pero no ese horizonte sombrío y lleno de terrores en que se arrastraba antes de su sueño, sino un horizonte azul, transparente y vasto, con todo lo que el mar tiene de tintas mágicas, con todo lo que el sol tiene de luz, y todo lo que la brisa tiene de perfumes. Después, entre los cantos de los marineros, cantos puros y claros, que a poder escribirlos compusieran una armonía divina, veía aparecer la isla de Montecristo, no como un escollo terrible entre las olas, sino como un oasis perdido en medio del desierto, y a medida que la barca se acercaba, hacíase el canto más numeroso, porque también la isla exhalaba a Dios una armonía misteriosa, ni más ni menos que si alguna hada, como Lorely, o algún encantador como Anfión, quisiera atraer hacia aquella parte un alma o edificar una ciudad. A1 fin la barca tocó a la orilla, aunque sin violencia, sin sacudidas, como toca un labio a otro labio, y penetró en la gruta sin que dejase de sonar aquella música encantadora. Descendió, o mejor dicho, parecióle que descendía algunos escalones, respirando un aire embalsamado y fresco, como el que debía de soplar en torno a la gruta de Circe, aire lleno de esos perfumes que embriagan la fantasía, de ardores que encienden los sentidos, y vio nuevamente todo cuanto había visto antes de su sueño, desde Simbad, el fantástico marino, hasta Alí, el criado mudo. Luego todo parecía que se confundiese y se borrase a su vista, como las últimas sombras de una linterna mágica que se apaga, hallándose de nuevo en la habitación de las estatuas, iluminada totalmente por una de esas lámparas antiguas de luz pálida, que en medio de la. noche acompañan al sueño o a la voluptuosidad. Eran, en efecto, ricas de formas, en lujuria y poesía, de ojos magnéticos, sonrisa lasciva y larga cabellera. Friné, Cleopatra y Mesalina, las tres cortesanas célebres. Entre aquellas sombras impúdicas aparecía después como un ángel cristiano en medio del Olimpo, como un rayo de luz pura, una visión dulce que se cubría la frente virginal ante aquellas impurezas de mármol. Entonces le pareció que las tres estatuas habían fundido sus amores en uno para un hombre solo, y que este hombre era él, y que se acercaban a su lecho envueltas en largas túnicas blancas, desnuda la garganta, destrenzados los cabellos, con una de esas actitudes que seducían a los dioses, pero que los santos resistían, con esas miradas inflexibles y ardientes como la de la serpiente que atrae al pájaro, y que se entregaba por último a aquellas caricias dolorosas como un abrazo, y voluptuosas como un beso. Le pareció a Franz que cerraba los ojos, y que a través de la última mirada veía a la estatua púdica cubrirse el rostro enteramente, y después de cerrados los ojos a las cosas materiales, se abrieron sus sentidos a las fantásticas, gozando de una felicidad sin límites, de un amor incesante, como el que el profeta prometía a sus elegidos. Entonces, todas aquellas bocas de piedra se animaron y palpitaron aquellos pechos hasta tal punto que para Franz, que por la primera vez conocía los efectos del hachís, este amor era casi dolor, esta voluptuosidad casi tortura, sobre todo cuando sentía posarse en su boca ardiente los labios de las estatuas, fríos y petrificados como los anillos de una serpiente. Sin embargo, cuanto más se esforzaba en rechazar aquel amor imaginario, más se engolfaban sus sentidos en el sueño misterioso, hasta que después de una lucha en que tanto deseaba quedar victorioso como vencido, cedió del todo, abrasado de fatiga, hastiado de voluptuosidad, con los besos de aquellas mujeres de mármol y con los encantos de aquel sueño inconcebible.
Re: ... de poetas, cuentos y leyendas Un saludo a todas, queridas amigas. Yo, como es habitual, trabajando hasta tarde. Y hallando, cada tanto, alguna buena obra que me obliga a querer compartirla con Ustedes: Un hombre célebre [Cuento. Texto completo] J. M. Machado de Assis -¿Así que usted es el señor Pestana? -preguntó la señorita Mota, haciendo un amplio ademán de admiración. Y luego, rectificando la espontaneidad del gesto-: Perdóneme la confianza que me tomo, pero... ¿realmente es usted? Humillado, disgustado, Pestana respondió que sí, que era él. Venía del piano, enjugándose la frente con el pañuelo, y estaba por asomarse a la ventana, cuando la muchacha lo detuvo. No era un baile; se trataba, apenas, de un sarao íntimo, pocos concurrentes, veinte personas a lo sumo, que habían ido a cenar con la viuda de Camargo, en la Rua do Areal, en aquel día de su cumpleaños, cinco de noviembre de 1875... ¡Buena y alegre viuda! Amante de la risa y la diversión, a pesar de los sesenta años a los que ingresaba, y aquélla fue la última vez que se divirtió y rió, pues falleció en los primeros días de 1876. ¡Buena y alegre viuda! ¡Con qué entusiasmo y diligencia incitó a que se bailase después de cenar, pidiéndole a Pestana que ejecutara una cuadrilla! Ni siquiera fue necesario que insistiese; Pestana se inclinó gentilmente, y se dirigió al piano. Terminada la cuadrilla, apenas habrían descansado diez minutos, cuando la viuda corrió nuevamente hasta Pestana para solicitarle un obsequio muy especial. -Usted dirá, señora. -Quisiera que nos toque ahora esa polca suya titulada Não bula comigo, Nhonhô. Pestana hizo una mueca pero la disimuló en seguida, luego una breve reverencia, callado, sin gentileza, y volvió al piano sin interés. Oídos los primeros compases, el salón se vio colmado por una alegría nueva, los caballeros corrieron hacia sus damas, y las parejas entraron a contonearse al ritmo de la polca de moda. Había sido publicada veinte días antes, y no había rincón de la ciudad en que no fuese conocida. Ya estaba alcanzando, incluso, la consagración del silbido y el tarareo nocturno. La señorita Mota estaba lejos de suponer que aquel Pestana que ella había visto en la mesa durante la cena y después sentado al piano, metido en una levita color rapé, de cabello negro, largo y rizado, ojos vivaces y mentón rapado, era el Pestana compositor; fue una amiga quien se lo dijo, cuando lo vio dejar el piano, una vez terminada la polca. Por eso la pregunta admirativa. Ya vimos que él respondió disgustado y humillado. Pero no por eso las dos muchachas dejaron de prodigarle amabilidades, tales y tantas, que la más modesta vanidad se complacería oyéndolas; él, sin embargo, las recibió cada vez con más enfado, hasta que, alegando un dolor de cabeza, pidió disculpas y se fue. Ni ella, ni la dueña de casa, nadie logró retenerlo. Le ofrecieron remedios caseros, comodidad para que reposara; no aceptó nada, se empecinó en irse y se fue. Calle adentro, caminó de prisa, con temor de que aún lo llamasen; sólo se tranquilizó después de que dobló la esquina de la Rua Formosa. Pero allí mismo lo esperaba su gran polca festiva. De una casa modesta, a la derecha, a pocos metros de distancia, brotaban las notas de la composición del día, sopladas por un clarinete. Bailaban. Pestana se detuvo unos instantes, pensó en desandar camino, pero decidió proseguir, apuró el paso, cruzó la calle, y avanzó por la vereda opuesta a la de la casa del baile. Las notas se fueron perdiendo, a lo lejos, y nuestro hombre entró en la Rua do Aterrado, donde vivía. Ya cerca de su casa, vio venir a dos hombres: uno de ellos, que pasó junto a Pestana rozándolo casi, empezó a silbar la misma polca, marcialmente, con brío; el otro se unió con exactitud a él y así se fueron alejando los dos, ruidosos y alegres, mientras el autor de la pieza, desesperado, corría a encerrarse en su casa. Una vez en ella, respiró. La casa era vieja, vieja la escalera y viejo el negro que lo servía, y que se aproximó para ver si deseaba comer algo. -No quiero nada -vociferó Pestana-; prepárame café y vete a dormir. Se desnudó, vistió un camisón y fue hacia la habitación del fondo. Cuando el negro prendió la lámpara de gas del comedor, Pestana sonrió y, desde el fondo de su alma, saludó unos diez retratos que pendían de la pared. Uno solo era al óleo, el de un cura que lo había educado, que le había enseñado latín y música, y que según los malhablados, era el propio padre de Pestana. Lo cierto es que le dejó en herencia aquella casa vieja, y los viejos trastos, que eran de la época de Pedro I. El cura había compuesto algunos motetes, le encantaba la música, sacra o profana, y esa pasión se la inculcó al muchacho, o se la transmitió a través de la sangre, si es que tenían razón los charlatanes, cosa por la que no se interesa mi historia, como podrán comprobar. Los demás retratos eran de compositores clásicos: Cimarosa, Mozart, Beethoven, Gluk, Bach, Schumann; y unos tres más, algunos grabados, otros litografiados, todos enmarcados torpemente y de diferentes tamaños, mal ubicados allí, como santos de una iglesia. El piano era el altar; el evangelio de la noche allí estaba abierto: era una sonata de Beethoven. Llegó el café; Pestana bebió la primera taza y se sentó al piano. Contempló el retrato de Beethoven, y empezó a ejecutar la sonata, totalmente compenetrado, ausente o absorto, pero con gran perfección. Repitió la pieza; luego se detuvo unos instantes, se levantó y se acercó a una de las ventanas. Volvió al piano; era el turno de Mozart, recordó un fragmento y lo ejecutó del mismo modo, con el alma perdida en la lejanía. Haydn lo llevó a la medianoche y a la segunda taza de café. Entre la medianoche y la una de la mañana, Pestana prácticamente no hizo otra cosa que dejarse estar acodado en la ventana mirando las estrellas para luego entrar y contemplar los retratos. De a ratos se acercaba al piano y, de pie, hacía sonar una que otra nota suelta en el teclado, como si buscase algún pensamiento; pero el pensamiento no aparecía y él volvía a apoyarse en la ventana. Las estrellas le parecían otras tantas notas musicales fijadas en el cielo a la espera de alguien que las fuese a despegar; ya llegaría el día en que el cielo habría de quedar vacío, pero entonces la tierra sería una constelación de partituras. Ninguna imagen, fantasía o reflexión le traía el menor recuerdo de la señorita Mota que, mientras tanto, en ese mismo momento se dormía, pensando en él, autor de tantas polcas amadas. Tal vez la idea de casarse sustrajo, por unos segundos, a la muchacha del sueño. ¿Por qué no? Ella iba por los veinte, él andaba por los treinta, era una diferencia adecuada. La muchacha dormía al son de la polca, oía en la memoria, mientras el autor de la misma no se interesaba ni por la polca ni por la muchacha, sino por las viejas obras clásicas, interrogando al cielo y a la noche, implorando a los ángeles y en última instancia al diablo. ¿Por qué no podría él componer aunque no fuera más que una sola de aquellas páginas inmortales? A veces era como si estuviera por surgir de las profundidades del inconsciente una aurora de idea; él corría al piano, para desplegarla enteramente, traduciéndola en sonidos, pero era en vano, la idea se evaporaba. Otras veces, sentado al piano, dejaba correr sus dedos al acaso, queriendo ver si las fantasías brotaban de ellos, como de los de Mozart; pero nada, nada, la inspiración no llegaba, la imaginación se dejaba estar, aletargada. Y si por casualidad alguna idea irrumpía, definida y bella, era apenas el eco de alguna pieza ajena, que la memoria repetía, y que él presumía estar creando. Entonces, irritado, se incorporaba, juraba abandonar el arte, ir a plantar café o meterse a carruajero; pero diez minutos después, ahí estaba otra vez, con los ojos fijos en Mozart, emulándolo al piano. Dos, tres, cuatro de la mañana. Después de las cuatro se fue a dormir; estaba cansado, desanimado, muerto; tenía que dar clase al día siguiente. Durmió poco; se despertó a las siete. Se vistió y desayunó. -¿Mi señor quiere el bastón o el paraguas? -preguntó el negro, siguiendo las órdenes que había recibido, porque las distracciones de su amo eran frecuentes. -El bastón. -Me parece que hoy llueve... -Llueve -repitió Pestana maquinalmente. -Parece que sí, señor, el cielo se ha oscurecido. Pestana miraba al negro, vagamente, perdido, preocupado. De pronto le dijo: -Aguarda un momento. Corrió al salón de los retratos, abrió el piano, se sentó y dejó correr las manos por el teclado. Empezó a tocar algo propio, algo que respondía a una oleada de inspiración real y súbita, una polca, una polca bulliciosa, como dicen los anuncios. Ninguna repulsión por parte del compositor; los dedos iban arrancando las notas, uniéndolas, barajándolas con habilidad; se diría que la musa componía y bailaba al mismo tiempo. Pestana había olvidado a sus alumnos, al negro que lo esperaba con el bastón y el paraguas, e incluso a los retratos que pendían gravemente de la pared. Todo él estaba abocado a la composición, tecleando o escribiendo, sin los vanos esfuerzos de la víspera, sin exasperación, sin pedir nada al cielo, sin interrogar los ojos de Mozart. Nada de tedio. Vida, gracia, novedad, brotaban del alma como de una fuente perenne. Poco tiempo fue preciso para que la polca estuviese hecha. Corrigió, después, algunos detalles, cuando regresó al atardecer: pero ya la tarareaba caminando por la calle. Le gustó la polca; en la composición reciente e inédita circulaba la sangre de la paternidad y de la vocación. Dos días después fue a llevársela al editor de las otras polcas suyas, que sumarían ya unas treinta. Al editor le pareció encantadora. -Va a ser un gran éxito. Se planteó entonces la cuestión del título. Pestana, cuando compuso su primera polca, en 1871, quiso darle un título poético, eligió éste: Gotas de Sol. El editor meneó la cabeza y le dijo que los títulos debían contribuir a facilitar la popularidad de la obra, ya sea mediante alguna alusión a una fecha festiva o a través de palabras pegadizas o graciosas, y le dio dos ejemplos: La ley del 28 de septiembre, o Candongas no hacen fiestas. -Pero ¿qué quiere decir Candongas no hacen fiestas? -preguntó el autor. -No quiere decir nada, pero se populariza en seguida. Pestana, principiante inédito todavía, rechazó las dos sugerencias y se guardó la polca; pero no pasó mucho tiempo sin que compusiese otra, y la comezón de la popularidad lo indujo a editar las dos con los títulos que al editor le pareciesen más atrayentes o apropiados. Ese fue el criterio que adoptó de allí en adelante. Esta vez, cuando Pestana le entregó la nueva polca, y pasaron a la cuestión del título, el editor dijo que tenía uno entre manos, desde hacía varios días, para la primera obra que le presentase, título pomposo, largo y sinuoso. Era éste: Respetable señora, guarde su canasto. -Y para la próxima polca, tengo uno especialmente reservado -agregó. Pestana, todavía principiante inédito, rechazó cualquiera de las sugerencias que se le formularon; el compositor puede bastarse para encontrar un título razonable. La obra, enteramente representativa en su género, original y cautivante, invitaba a bailarla y era fácil de memorizar. Ocho días bastaron para convertirlo en una celebridad. Pestana, durante los primeros, anduvo de veras enamorado de la composición, le encantaba tararearla bajito, se detenía en la calle para oír cómo la ejecutaban en alguna casa, y se enojaba cuando no la tocaban bien. De inmediato, las orquestas de teatro la ejecutaron y allá fue él a uno de ellos. Tampoco le disgustó oírla silbada, una noche, en boca de una sombra que bajaba la Rua do Aterrado. Esa luna de miel duró apenas un cuarto menguante. Como ocurrió anteriormente, y más rápido aún, los viejos maestros retratados lo hicieron sangrar de remordimiento. Humillado y harto, Pestana arremetió contra aquella que viniera a consolarlo tantas veces, musa de ojos pícaros y gestos sensuales, fácil y graciosa. Y fue entonces cuando volvió el asco de sí mismo, el odio a quienes le pedían la nueva polca de moda, y al mismo tiempo el empeño en componer algo que tuviera sabor clásico, al menos una página, una sola, pero que pudiese ser encuadernada entre las de Bach y Schumann. Vano estudio, inútil esfuerzo. Se zambullía en aquel Jordán sin salir bautizado. Noches y noches las pasó así, confiante y empecinado, seguro de que la voluntad era todo, y que, una vez que lograse desembarazarse de la música fácil... -Que se vayan al infierno las polcas y que hagan bailar al diablo -dijo él un día, de madrugada, al acostarse. Pero las polcas no quisieron llegar tan hondo. Entraban a casa de Pestana, al salón de los retratos, irrumpían tan acabadas, que él no tenía más tiempo que el necesario para componerlas, imprimirlas después, disfrutarlas algunos días, odiarlas, y volver a las viejas fuentes, de donde nada le brotaba. En ese vaivén vivió hasta casarse, y después de casarse. -¿Con quién se casará? -preguntó la señorita Mota al tío escribano que le dio aquella noticia. -Se casará con una viuda. -¿Vieja? -Veintisiete años. -¿Linda? -No, pero tampoco fea. Oí decir que él se enamoró de ella porque la escuchó cantar en la última fiesta de San Francisco de Paula. Pero además me dijeron que ella posee otro atributo, que no es infrecuente, y que no vale menos: es tísica. Los escribanos no debían tener sentido del humor; buen sentido del humor, quiero decir. Su sobrina sintió por fin que una gota de bálsamo le aplacaba la pizca de envidia. Todo era cierto. Pestana se casó pocos días después con una viuda de veintisiete años, buena cantante y tísica. La recibió como esposa espiritual de su genio. El celibato era, sin duda, la causa de la esterilidad y la desviación que padecía, se decía él mismo; artísticamente hablando se veía como un improvisador de horas muertas; consideraba a las polcas aventuras de petimetres. Ahora sí iba a engendrar una familia de obras serias, profundas, inspiradas y trabajadas. Esa esperanza preñó su alma desde las primeras horas de enamoramiento, y ganó cuerpo con la primera aurora del casamiento. María, balbuceó su alma, dame lo que no encontré en la soledad de las noches ni en el tumulto de los días. De inmediato, para conmemorar la unión, se le ocurrió componer un nocturno. Lo llamaría Ave María. Diríase que la felicidad le trajo un principio de inspiración; no queriendo comunicarle nada a su mujer antes de que estuviera listo, trabajaba a escondidas; cosa difícil, porque María, que amaba igualmente el arte, venía a tocar con él, o solamente a oírlo, horas y horas, en el salón de los retratos. Llegaron a realizar algunos conciertos semanales, con tres artistas amigos de Pestana. Un domingo, empero, no pudo contenerse el marido, y llamó a la mujer para hacerle oír un fragmento del nocturno; no le dijo qué era ni de quién era. De pronto, interrumpiendo la ejecución, la interrogó con los ojos. -Termínalo -dijo María-; ¿no es Chopin? Pestana empalideció, su mirada se perdió en el aire, repitió uno o dos pasajes y se incorporó. María se sentó al piano y, tras algunos esfuerzos de memoria, ejecutó la pieza de Chopin. La idea, los temas, eran los mismos; Pestana los había encontrado en alguno de esos callejones oscuros de la memoria, vieja ciudad de tradiciones. Triste, desesperado, salió de su casa y se dirigió hacia el lado del puente, camino a San Cristóbal. "¿Para qué luchar?", se decía. "Sólo se me ocurren polcas... ¡Viva la polca!" La gente que pasaba a su lado, y lo oía refunfuñar, se detenía a mirarlo como se mira a un loco. Y él iba yendo, alucinado, mortificado, marioneta eterna oscilando entre la ambición y las dotes reales... Dejó atrás el viejo matadero; cuando llegó al portón de entrada de la estación de ferrocarril, se le ocurrió largarse a caminar por las vías y esperar el primer tren que apareciese y lo aplastase. El guarda lo hizo retroceder. Volvió en sí y retornó a su casa. Pocos días después -una clara y fresca mañana de mayo de 1876-, a eso de las seis, Pestana sintió en los dedos un cosquilleo especial y conocido. Se incorporó despacito, para no despertar a María, que había tosido toda la noche y ahora dormía profundamente. Fue al salón de los retratos, abrió el piano y, lo más sordamente que pudo, extrajo una polca. La hizo publicar con un seudónimo; en los dos meses siguientes compuso y publicó dos más. María no supo nada; iba tosiendo y muriendo, hasta que expiró, una noche, en los brazos del marido, horrorizado y desesperado. Era la noche de Navidad. El dolor de Pestana se vio acrecentado, porque en el vecindario había un baile, en el que tocaron varias de sus mejores polcas. Ya era duro tener que soportar el baile; pero sus composiciones le agregaban a todo un aire de ironía y de perversidad. Él sentía la cadencia de los pasos, adivinaba los movimientos, por momentos sensuales, a que obligaba alguna de aquellas composiciones, todo eso junto al cadáver pálido, un manojo de huesos, extendido en la cama... Todas las horas de la noche pasaron así, lentas o rápidas, húmedas de lágrimas y de sudor, de agua de colonia y de Labarraque, fluyendo sin parar, como al son de la polca de un gran Pestana invisible. Enterrada la mujer, el viudo tuvo una única preocupación: dejar la música después de componer un Réquiem, que haría ejecutar en el primer aniversario de la muerte de María. Optaría por otro trabajo, se emplearía como secretario, cartero, vendedor de baratijas, cualquier cosa con tal que le hiciera olvidar el arte asesino y sordo. Comenzó la obra; empeñó todo: arrojo, paciencia, meditación y hasta los caprichos de la casualidad, como había hecho otrora, imitando a Mozart. Releyó y estudió el Réquiem de este autor. Transcurrieron semanas y meses. La obra, célebre al principio, fue aflojando su paso. Pestana tenía altos y bajos. De pronto la encontraba incompleta, no alcanzaba a palparle la médula sacra, ni idea, ni inspiración, ni método; de pronto se enardecía su corazón y trabajaba con vigor. Ocho meses, nueve, diez, once, y el Réquiem no estaba concluido. Redobló los esfuerzos; olvidó clases y amigos. Había rehecho muchas veces la obra; pero ahora quería concluirla, fuese como fuese. Quince días, ocho, cinco... La aurora del aniversario vino a encontrarlo trabajando. Se contentó con la misa rezada y simple, para él solo. No se puede especificar si todas las lágrimas que inundaron solapadamente sus ojos fueron las del marido, o si algunas eran del compositor. Lo cierto es que nunca más volvió al Réquiem. "¿Para qué?", se decía a sí mismo. Transcurrió un año. A principio de 1878 el editor apareció en su casa. -Ya va para dos años que no nos da ni siquiera una muestra de sus condiciones. Todo el mundo se pregunta si usted perdió el talento. ¿Qué ha hecho todo este tiempo? -Nada. -Comprendo perfectamente qué terrible ha sido el golpe que lo hirió; pero de eso hace ya dos años. Vengo a proponerle un contrato: veinte polcas durante doce meses; el precio sería el mismo que hasta ahora, pero le daría un porcentaje mayor sobre la venta. Al cabo del año podemos renovar. Pestana asintió con un gesto. Sus alumnos particulares eran escasos, había vendido la casa para saldar las deudas, y las necesidades se iban comiendo el resto, que por lo demás era escaso. Aceptó el contrato. -Pero la primera polca la quiero en seguida -explicó el editor-. Es urgente. ¿Leyó usted la carta del Emperador a Caxias? Los liberales fueron llamados al poder; van a realizar la reforma electoral. La polca habrá de llamarse: ¡Hurras a la elección directa! No es propaganda política, sino un buen título de ocasión. Pestana compuso la primera obra del contrato. Pese al largo tiempo de silencio no había perdido la originalidad ni la inspiración. Traía la nueva obra la misma impronta genial de sus predecesoras. Las siguientes polcas fueron viniendo, regularmente. Había conservado los retratos y los repertorios; pero trataba de eludir las noches sentado al piano, para no caer en nuevas y frustrantes tentativas. Ahora, siempre que había alguna buena ópera o algún concierto de calidad, pedía una entrada gratis y se acomodaba en un rincón, gozando esa serie de maravillas que nunca habrían de brotar de su cerebro. Una que otra vez, al regresar a su casa, lleno de música, despertaba en él el maestro inédito; entonces se sentaba al piano y, sin ningún propósito preciso, arrancaba algunas notas, hasta que se iba a dormir, veinte o treinta minutos después. Así pasaron los años, hasta 1885. La fama de Pestana le había dado definitivamente el primer lugar entre los compositores de polcas; pero el primer lugar de la aldea no contentaba a este César, que seguía prefiriendo, no el segundo, sino el centésimo en Roma. Seguía, como en otros tiempos, a merced de los vaivenes con respecto a sus composiciones; la diferencia estribaba en que ahora eran menos violentas. Ni entusiasmo en las primeras horas ni repugnancia después de la primera semana; algún placer, en cambio, y cierto hastío. Aquel año cayó en cama a raíz de una fiebre sin importancia, que en pocos días creció, hasta hacerse perniciosa. Ya estaba en peligro cuando apareció el editor, que nada sabía de la enfermedad, para darle la noticia del ascenso al poder de los conservadores, y pedirle una polca para la ocasión. El enfermero, un mísero apuntador de teatro, le informó del estado en que se encontraba Pestana, de modo que al editor le pareció más atinado callarse. El enfermo, sin embargo, lo instó para que le informara sobre lo que ocurría; el editor obedeció. -Pero ha de ser cuando usted esté completamente repuesto -concluyó. -Apenas me baje un poco la fiebre -dijo Pestana. Hubo una pausa de algunos segundos. El apuntador fue en puntas de pie a preparar la medicación; el editor se levantó y se despidió. -Adiós. -Oiga, como es probable que yo muera uno de estos días, voy a hacerle dos polcas; la otra servirá para cuando suban los liberales. Fue la única broma que dijo en toda su vida, y fue a tiempo, porque expiró a la mañana siguiente, a las cuatro y cinco, en paz con los hombres y mal consigo mismo. FIN Les dejo mi agradecimiento por las buenas lecturas que siempre nos proporcionan y un beso muy grande para todas.
Re: ... de poetas, cuentos y leyendas Alejandro Dumas (Padre) El Conde de Montecristo Segunda Parte Capítulo noveno Al despertar Cuando Franz volvió en sí, los objetos exteriores le parecieron una segunda parte de su sueño. Imaginóse en un sepulcro, donde apenas penetraba un rayo de sol como una mirada compasiva. Extendió la mano y tocó la piedra, incorporóse y se halló acostado en un lecho de hojas secas, aromáticas y suaves. Habían desaparecido las visiones, y como si fueran las estatuas sólo sombras salidas de sus sepulcros durante su ensueño, habían huido al despertar. A toda la agitación del sueño sucedía la calma de la realidad. Se encontró en una gruta, se adelantó hacia la abertura. A través de la puerta se veía el azul del mar y del cielo. Aire y agua resplandecían a los primeros rayos del sol de la mañana; a la orilla estaban sentados los marineros riendo y cantando. A diez pasos mar adentro se mecía graciosamente la barquilla sobre sus andotes. Entonces aspiró largo tiempo aquella brisa fresca que le azotaba la frente, escuchó el débil rumor de las olas que se estrellaban en la orilla, salpicando las rocas de blanca espuma, y entregóse instintivamente a este divino éxtasis que la naturaleza produce, sobre todo, después de un sueño fantástico. La vida exterior, tan pura, tan grande, tan tranquila, recordóle poco a poco lo inverosímil de su sueño, y su memoria empezó a llenarse de recuerdos. Se acordó de su llegada a la isla, y de su presentación a un jefe de contrabandistas, de un palacio espléndido, y de una cena excelente y una cucharada de hachís. Sólo que en medio de esta realidad palpable parecíale que todas aquellas cosas habían ocurrido por lo menos hacía un mes, tan vivo era el pensamiento de su sueño, y tanta importancia tenía en su imaginación. De vez en cuando, parecíale distinguir entre los marineros, o junto a una roca, o meciéndose sobre el barco, una de aquellas sombras que con besos y miradas poblaron de estrellas el cielo de su noche. Por otra parte, sentía la cabeza completamente despejada y el cuerpo tranquilo, sin peso en el cerebro, sino todo lo contrario, un bienestar general, una predisposición más grande que nunca a absorber el sol y el aire. Acercóse alegremente a sus marineros, que al verle se levantaron todos, y el patrón se le aproximó diciéndole: -El señor Simbad nos ha encargado de cumplimentar a vuestra excelencia en su nombre, y de expresarle cuánto siente no poder despedirse de vuestra excelencia, mas confía que le dispenséis cuando sepáis que un negocio importantísimo le obligó a marchar a Málaga. -¡Ah!, oye, mi querido Gaetano, ¿es todo esto verdad? ¿Existe un hombre que me recibió en esta isla, que me dio una hospitalidad regia, y se ha marchado mientras yo soñaba? -Tan cierto es, que por allí va alejándose su yate a velas desplegadas; con vuestro anteojo de larga vista quizá podréis aún reconocer a Simbad el Marino en medio de la tripulación sobre cubierta. Y al decir estas palabras extendió Gaetano su brazo en dirección a un barquillo, que se dirigía al extremo meridional de Córcega. Franz sacó su anteojo, lo graduó a su vista y se puso a mirar al sitio indicado. No se engañaba Gaetano. A la popa del barco aparecía el misterioso extranjero, de pie, vuelto hacia Franz, y con un anteojo en la mano como él. Iba vestido con el mismo traje con que se presentara a su huésped, y para despedirse agitaba un pañuelo. Franz devolvióle el saludo de la misma forma. Un momento después se divisó en la popa del barco una nubecilla de humo, elevándose al cielo graciosa y lentamente. Una detonación llegó a oídos de Franz. -¿Oís? -le dijo Gaetano-. Eso significa que se despide de vos. El joven tomó su carabina y la descargó disparando al aire, pero sin esperanza de que la detonación pudiese atravesar la distancia que separaba el yate de la costa. -¿Qué ordena vuestra excelencia? -le preguntó Gaetano. -Que me deis una luz. -¡Ah!, ya entiendo -dijo el patrón-; para buscar la entrada de la mansión encantada. Buen provecho os haga, excelencia, puesto que tenéis gusto de ello, voy a daros la antorcha que me pedís, pero sabed que yo también tuve esa idea, que he tenido ese capricho tres o cuatro veces, y que siempre acabé por renunciar a él. Giovanni -añadió-, enciende una tea y tráela a su excelencia. Aquél obedeció, y tomando Franz la tea entró en el subterráneo seguido de Gaetano. Reconoció el sitio en que se había despertado, y su lecho de hojas, hollado todavía, pero por más que examinó con ayuda de la tea toda la superficie exterior de la gruta, nada vio, salvo algunos sitios que por lo ahumados demostraban que otros habían hecho antes que él la misma investigación. Sin embargo, no dejó de examinar ni un solo pie de aquella muralla granítica, impenetrable como el porvenir; no vio una sola grieta sin introducir en ella su cuchillo de monte, no observó un solo ángulo saliente de una piedra sin apoyarse en él, con la esperanza de que cedería; pero todo fue en vano, y en este trabajo perdió dos horas sin resultado alguno. Al cabo de este tiempo renunció a sus proyectos. Gaetano había triunfado. Cuando Franz volvió a la playa, el yate no aparecía ya sino como un punto blanco en el horizonte. Recurrió a su anteojo, pero ni aun así le fue posible distinguir nada. Gaetano le recordó que había venido a cazar cabras, cosa de que él se había olvidado enteramente. Tomó su escopeta y se puso a recorrer la isla más bien como un hombre que cumple una obligación, que como aquel que procura divertirse, y transcurrido un cuarto de hora había muerto una cabra y dos cabritillos. Pero aquellas cabras, aunque salvajes y ligeras como gamuzas, guardaban una gran semejanza con nuestras cabras domésticas, y Franz no las consideraba como caza. Otras ideas preocupaban, además, su imaginación. Desde la víspera se había constituido en héroe de un cuento de Las mil y una noches, y un poder invencible le arrastraba a la gruta. Entonces, pese a la inutilidad de sus primeras pesquisas, emprendió otras nuevas, mientras Gaetano, por orden suya, asaba una de las cabras. Mucho tiempo debió de durar esta segunda visita, pues cuando volvió estaba ya asada la cabra y dispuesto el almuerzo. Sentado Franz en el mismo lugar en el que la víspera fueron a invitarle a cenar de parte del misterioso desconocido, distinguió todavía, como una gaviota cerniéndose sobre las aguas, al diminuto yate, que continuaba su camino a Córcega. -¿Pero no me dijisteis que el señor Simbad iba a Málaga? -exclamó de repente encarándose con Gaetano-. Paréceme que se dirige a Porto-Vecchio. -¿No os acordáis -repuso el marinero-, que os dije también que entre su tripulación había casualmente dos bandidos corsos? -En efecto, irá a desembarcarlos a la costa -observó Franz. -Eso mismo. ¡Ah! Simbad el Marino es un buen sujeto, que no teme al diablo y que por hacer un servicio a un pobre, dicen que andaría diez leguas. -Pero ese género de servicios le pueden malquistar con las autoridades del país donde los haga -repuso Franz. -¡Ah! -exclamó sonriéndose Gaetano-. Bastante le importan a él las autoridades. Se burla de ellas y cuando le persiguen no es su yate un buque velero, sino un pájaro, sin contar con que para encontrar amigos, sólo tiene que acercarse a la costa. Lo único que resulta claro de todo esto es que el señor Simbad, el agasajador de Franz, honrábase con estar relacionado con todos los contrabandistas y bandoleros del Mediterráneo, posición asaz excéntrica. Como nada retenía ya a Franz en la isla de Montecristo, y como había perdido la esperanza de descubrir el encanto de la gruta, apresuróse a almorzar, ordenando a los marineros que preparasen la barca para dentro de una hora. Media hora después estaba ya a bordo. Echó la última mirada al yate, que estaba a punto de perderse de vista en el golfo de PortoVecchio. Cuando, dada la señal de partir, se ponía su barco en movimiento, aquél desapareció enteramente. Con el yate se desvanecía la postrera realidad de la noche anterior: la cena, Simbad, el hachís, las estatuas, todo, en fin, empezaba a tomar para el joven el colorido de un sueño. El día y la noche entera navegó la barca, y a la salida del sol a la mañana siguiente, había perdido también de vista la isla de MonteCristo. Tan pronto como puso Franz el pie en tierra firme, se olvidó, aunque sólo por un momento, de los últimos acontecimientos, para terminar sus quehaceres políticos y juveniles en Florencia, y no pensar en otra cosa que en reunirse con su compañero, que le esperaba en Roma. Partió, pues, en el correo, y el sábado por la noche llegó a la plaza de la Aduana. Como ya se ha dicho, la habitación la tenía de antemano preparada, no precisando de otra cosa que dirigirse al hotel de maese Pastrini, cosa que no era muy fácil, pues una inmensa muchedumbre henchía ya las calles, y se miraba aturdida Roma por el rumor febril y sordo que precede a las grandes solemnidades. Las grandes solemnidades de Roma son cuatro: el Carnaval, la Semana Santa, el Corpus y el día de San Pedro. Todo el resto del año vuelve a caer la ciudad en esa triste apatía, punto medio entre la vida y la muerte, entre este mundo y el otro, apatía sublime, característica y poética, que Franz había estudiado ya cinco o seis veces, encontrándola cada vez más fantástica y maravillosa. Atravesando, pues, aquella turba que crecía por momentos y se agitaba, llegó a la fonda. A su primera pregunta, le respondieron con esa impertinencia propia de los cocheros de alquiler que tienen ya viaje aparejado, y de los fondistas que tienen ya sus cuartos llenos, que no había para él habitación en la fonda de Londres. Y por esto se vio obligado a enviar una tarjeta a maese Pastrini y a preguntar por Alberto de Morcef. Este recurso fue excelente, pues maese Pastrini acudió personalmente con mil excusas por haber hecho esperar a su excelencia, y tomando la bujía de mano de un cicerone que ya se había apoderado del viajero, preparábase a conducirle junto a su amigo, cuando éste apareció. La habitación indicada se componía de dos piezas pequeñas y de un gabinete con ventanas que daban a la calle, cualidad que exageró mucho maese Pastrini, añadiendo que era inapreciable su valor. El resto de aquel piso lo tenía alquilado a un personaje muy rico, que pasaba por siciliano o maltés, aunque el fondista no supo decir a ciencia cierta a cuál de las dos naciones pertenecía. -Está bien, maese Pastrini -dijo Frank-. Necesitamos ahora por lo pronto una cena cualquiera para esta noche, y un carruaje para mañana y los siguientes días. -En lo de la cena -respondió el fondista-, seréis servidos en el acto; pero concerniente al carruaje... -¿Cómo es eso, maese Pastrini? ¡Dudáis...! Ea, no os chanceéis, que necesitamos un carruaje. -¡Oh, caballero!, todo lo imaginable se hará por proporcionároslo, y es cuanto puedo decir. -¿Y cuándo sabremos la respuesta? -preguntó Franz. -Mañana por la mañana -respondió el fondista. -¡Qué diablo! -exclamó Alberto-. Con pagarlo bien, es negocio concluido. Ya sabemos a qué atenernos. Un carruaje de Drake o de Aarón cuesta veinticinco francos los días de trabajo, y treinta o treinta y cinco los domingos y días señalados, conque añadiendo cinco francos diarios de corretaje, suman cuarenta. No se vuelva a hablar de esto. -Sospecho que aun cuando ofrezcan los señores el doble, no logren proporcionárselo. -Que pongan entonces caballos al mío, aunque del viaje está algo estropeado, pero no importa... -No se encontrarán caballos. Alberto miró a Franz, como a un hombre a quien se le da una respuesta incomprensible. -¿Oís Franz? -le dijo- ¡No hay caballos! Pero de posta, ¿no podría haberlos? -Están alquilados todos quince días ha, y sólo quedan los indispensables para el servicio. -¿Qué es lo que decís? -Digo que, cuando no comprendo una cosa, acostumbro a no detenerme mucho en ella y paso a otra. ¿Está dispuesta la cena, maese Pastrini? -Sí, excelencia. -Pues ante todo, cenemos. -Pero ¿y el carruaje y los caballos? -dijo Franz. -No os preocupéis, amigo mío, que ellos vendrán por su propio pie. El busilis está en el precio. Y Morcef, con esa admirable filosofía del hombre que nada juzga imposible mientras tiene llenos los bolsillos, cenó, se acostó y durmió a pierna suelta, soñando que paseaba las calles de Roma en un carruaje tirado por seis caballos.
Re: ... de poetas, cuentos y leyendas ¡Adiós, paseos por Rívoli! Ha llegado la hermosa amiga de los chicos. Ya ha caído la primera nevada. Desde ayer tarde, a última hora, no han cesado de caer copos a granel, tan gruesos como flores de jazmín. Esta mañana daba gusto, cuando estábamos en clase, verlos pegar en los cristales y amontonarse en los repechos; también contemplaba el maestro el espectáculo y se frotaba las manos. Todos estábamos contentos pensando hacer bolas y deslizarnos por el hielo, para luego tener el placer de calentarnos junto a la lumbre en casa. Únicamente no se distraía Stardi, completamente absorto en la lección y sosteniéndose las sienes con los puños. ¡Qué preciosidad! ¡Cuánta alegría hubo a la salida! Todos empezamos a correr y saltar por las calles, gritando, gesticulando, cogiendo bolas de nieve y hundiéndonos en ella como perritos en el agua. Los padres que esperaban fuera tenían los paraguas blancos; los guardias municipales también estaban cubiertos de nieve, y blancas se pusieron en seguida nuestras bolsas y carteras. Todos parecían fuera de sí por la alegría, incluso Precossi, el hijo del herrero, el paliducho, que nunca se ríe, y Robetti el que salvó al niño del ómnibus, que saltaba con sus muletas. El calabrés, que nunca había tocado la nieve, hizo una pelota y empezó a comérsela como si fuera un melocotón. Crossi, el hijo de la verdulera, se llenó de nieve la bolsa; y el albañilito nos hizo reír cuando mi padre le invitó a que fuese mañana a nuestra casa; tenía la boca llena de nieve, y, no sabiendo si escupirla o tragarla, se quedó pasmado sin responder nada. También las maestras salían corriendo y riéndose de la escuela; mi maestra de la primera superior, ¡pobrecilla!, corría por la nieve, resguardándose la cara con su velo verde y sin parar de toser. Entretanto centenares de muchachas de la escuela vecina pasaban como chillando y pisando la blanca alfombra; los maestros, los bedeles y los guardias gritaban: -¡A casa, a casa!- tragando copos de nieve y blanqueándose los bigotes y la barba. Pero también se reían de la turba de chiquillos que festejaban el invierno. Mucho festejáis la venida del tiempo invernal... Pero hay chicos que carecen de abrigo, de calzado y no tienen lumbre para calentarse. Hay millares que bajan al poblado, tras largo camino, llevando en sus manos ateridas de frío una poca de leña para calentar la escuela. Hay centenares de escuelas rurales casi sepultadas en la nieve, tan desnudas y lóbregas como cavernas, donde los chicos se ahogan por el humo o dan diente con diente por el frío, mirando con terror los blancos copos que caen sin cesar, que se amontonan sin descanso sobre sus lejanas cabañas, amenazadas por los aludes. Mientras vosotros festejáis el invierno, pensad en las miles de criaturas a quienes esta estación les trae miseria y les produce la muerte. TU PADRE
Re: ... de poetas, cuentos y leyendas EL BURRO FLAUTISTA (Sin reglas del arte, el que en algo acierta, acierta por casualidad.) Esta fabulilla, salga bien o mal, me ha ocurrido ahora por casualidad. Cerca de unos prados que hay en mi lugar, pasaba un Borrico por casualidad. Una flauta en ellos halló, que un zagal se dejo olvidada por casualidad. Acercóse a olerla el dicho animal, y dio un resoplido por casualidad. En la flauta el aire se hubo de colar, y sonó la flauta por casualidad. -!Oh!-dijo, el Borrico-: !Que bien sé tocar! !Y dirán que es mala la música asnal! Sin reglas del arte, borriquitos hay que una vez aciertan por casualidad. Tomás de Iriarte
Re: ... de poetas, cuentos y leyendas LOS DOS CONEJOS Por entre unas matas seguido de perros, (no diré corría) volaba un conejo. De su madriguera salió un compañero, y le dijo: -¡Tente, amigo, ¿qué es ésto? ¿Qué ha de ser? -responde- sin aliento llego... dos pícaros galgos me vienen siguiendo. -Sí -replica el otro-, por allí los veo..., pero no son galgos. ¿Pues qué son?-Podencos. -¿Qué?, ¿podencos dices? Sí, como mi abuelo. Galgos y muy galgos; bien visto lo tengo. -Son podencos, vaya, que no entiendes de eso. -Son galgos te digo. -Digo que podencos. En esta disputa, llegando los perros, pillan descuidados a mis dos conejos. Los que por cuestiones de poco momento dejan lo que importa, llévense este ejemplo. Tomás de Iriarte
Re: ... de poetas, cuentos y leyendas Alejandro Dumas (Padre) El Conde de Montecristo Segunda Parte Capítulo diez Los bandoleros romanos Al día siguiente Franz se despertó antes que su compañero, y así que estuvo vestido, tiró del cordón de la campanilla. Aún vibraba el sonido de ésta, cuando maese Pastrini entró en el aposento. -¡Y bien! -dijo el fondista con aire de triunfo, sin esperar a que Franz le interrogase-, bien lo sospechaba ayer cuando no quería prometeros nada. Habéis acudido demasiado tarde ya, y no hay en Roma un solo carruaje desalquilado, para los tres últimos días, se entiende. -Justamente -exclamó Franz-, para los días que más falta nos hace. -¿Qué hay? -preguntó Alberto entrando-. ¿No tenemos carruaje? -Así es, querido amigo -respondió Franz-, lo habéis adivinado. -¡Vaya una ciudad! ¡Buena está la tal Roma! -Es decir -replicó maese Pastrini, que quería mantener dignamente con los extranjeros el pabellón de la capital del mundo cristiano-, es decir, que no hay carruaje desde el domingo por la mañana, hasta el martes por la noche, pero hasta entonces encontraréis cincuenta si queréis. Alberto dijo: -¡Ah!, eso ya es algo. Hoy es jueves, ¿quién sabe de aquí al domingo lo que puede suceder? -Que llegarán diez o doce mil viajeros -respondió Franz-, los cuales harán mayor aún la dificultad. -Amigo mío -dijo Morcef-, aprovechemos el presente y olvidémonos por ahora del futuro. -Pero a lo menos -preguntó Franz-, ¿tendremos una ventana? -¿Dónde? -En la calle del Corso. -¡Oh! ¡Una ventana! -exclamó maese Pastrini-, completamente imposible. Una solamente quedaba en el quinto piso del palacio Doria, y ha sido alquilada a un príncipe ruso por veinte cequíes al día. Los dos jóvenes se miraron atónitos. -Pues mira, querido -dijo Franz a Alberto--, lo mejor que podemos hacer es irnos a pasar el carnaval en Venecia; al menos allí, si no encontramos carruaje, encontraremos góndolas. -No, no -exclamó Alberto-. Estoy decidido a ver el carnaval en Roma, y lo veré aunque sea en zancos. -¡Caramba! -exclamó Franz-. Es una gran idea, sobre todo para apagar los moccoletti; nos disfrazaremos de polichinelas, de vampiros o de habitantes de las Landas, y tendremos un éxito magnífico. -¿Desean aún sus excelencias tener un carruaje para el domingo? -¡Pues qué! ¿Creéis que vamos a recorrer las calles de Roma a pie, como si fuéramos pasantes de escribano? -¡Bien!, voy a apresurarme a ejecutar las órdenes de sus excelencias -dijo maese Pastrini-, pero les prevengo que el carruaje les costará seis piastras al día. -Y yo, querido maese Pastrini -dijo Franz-, yo que no soy vuestro vecino el millonario, os advierto que como es la cuarta vez que vengo a Roma, conozco el precio de los carruajes, tanto los domingos y días de fiesta como los que no lo son, os daremos doce piastras por hoy, mañana y pasado, y aún sacaréis muy buen producto. -Con todo, excelencia... -dijo maese Pastrini procurando rebelarse. -Andad, andad, mi querido huésped --dijo Franz-, o voy yo mismo a ajustar el carruaje con vuestro affettatore, que es también el mío. Es un antiguo amigo que durante su vida me ha robado bastante dinero, y que con la esperanza de robarme más, pasará por un precio menor que el que os ofrezco; de este modo perderéis la diferencia y será vuestra la culpa. -¡Oh!, no os toméis esa molestia, excelencia -dijo maese Pastrini con la sonrisa del especulador italiano que se confiesa vencido--, cumpliré vuestro encargo lo mejor que me sea posible y espero que quedaréis contento. -Estupendo, eso se llama hablar con juicio. -¿Cuándo queréis el carruaje? -Dentro de una hora. -Pues dentro de una hora estará a la puerta. En efecto, una hora después el carruaje esperaba a los dos jóvenes. Era un modesto simón que, atendida la solemnidad de la circunstancia, habían elevado al rango de carruaje. Pero, a pesar de la mediana apariencia que tuviese, los dos jóvenes se hubieran dado por muy dichosos con tener una covacha semejante para los tres últimos días. -Excelencia -gritó el cicerone al ver a Franz asomarse a la ventana-, ¿se acerca la carroza al palacio? Por muy acostumbrado que estuviese Franz al énfasis italiano, su primer movimiento fue mirar a su alrededor, pero a él era a quien se dirigían en efecto aquellas palabras. Franz era la excelencia, la carroza era el carruaje, y el palacio era la fonda de Londres. Todo el genio encomiástico de la nación estaba encerrado en aquella frase. Franz y Alberto bajaron. La carroza se acercó al palacio, sus excelencias subieron, y el cicerone saltó a la trasera. -¿Adónde quieren sus excelencias que les conduzca? -Primero a San Pedro y en seguida al Coliseo-dijo Alberto. Pero éste ignoraba que para ver San Pedro se necesitaba un día, y para estudiarlo, un mes. Quise decir que se pasó el día en ver San Pedro. Los dos amigos no echaron de ver que se hacía tarde hasta que el día empezó a declinar. Franz sacó su reloj, eran las cuatro y media. Emprendieron inmediatamente el camino de la fonda y al apearse dio Franz al cochero la orden de estar allí a las ocho. Quería hacer contemplar a Alberto el Coliseo a la luz de la luna, tal como le había hecho ver San Pedro a la luz del sol. Cuando se hace ver a un amigo una ciudad que uno ya conoce, se usa de la misma coquetería que para enseñarle la mujer a quien se ama; de consiguiente, Franz trazó al cochero su itinerario: debía salir por la puerta del Popolo, costear la muralla exterior y entrar por la puerta de San Juan. Y de esta manera el Coliseo se les aparecería de improviso y sin que el Capitolio, el Foro, el Arco de Septimio Severo, el templo de Antonino Faustino y la Vía Sacra, hubiesen servido de escalones situados en medio del camino para acortarlo. Se sentaron a la mesa, y aunque maese Pastrini había prometido a sus huéspedes un festín excelente, sin embargo, sólo les dio una comida pasable, de la que a lo menos no tuvieron que quejarse. Al fin de la comida entró el fondista. Franz creyó que era para recibir las gracias, y se disponía a dárselas cuando le interrumpió a las primeras palabras. -Excelencia -dijo-, mucho me lisonjea vuestra aprobación, pero no he subido para eso a vuestro cuarto. -¿Es acaso para decirnos que habéis encontrado carruaje? -preguntó Alberto, encendiendo un cigarro. -Nada de eso. Lo mejor que podéis hacer es no pensar más en ello, y tomar un partido. En Roma las cosas se pueden o no se pueden, y cuando se os ha dicho que no se podía, punto concluido. -¡Oh! En París es mucho más cómodo; cuando una cosa no se puede se paga el doble, y al instante se tiene lo pedido. -Sí, sí; ya he oído decir eso a todos los franceses -dijo maese Pastrini algún tanto picado-, y entonces no comprendo cómo viajan. -Es que los que viajan -dijo Alberto arrojando flemáticamente una bocanada de humo hacia el techo, y balanceándose sobre las patas traseras de su silla-, son solamente los necios y los locos como yo, pues las personas sensatas no abandonan su habitación en la calle de Helder, el paseo Gand y el café de París. Excusado es decir que Alberto vivía en dicha calle, daba todos los días su paseo fashionable y comía cotidianamente en el único café en que se come cuando se está en relaciones con los jóvenes solteros de París. Maese Pastrini quedóse un instante silencioso. Era evidente que meditaba la respuesta que le había dado Alberto, respuesta que sin duda alguna no le parecía del todo clara. -Pero, en fin -dijo Franz a su vez interrumpiendo las reflexiones geográficas de su huésped-, vos habéis venido aquí para algo; servíos, pues, indicarnos el objeto de vuestra visita. -¡Oh! Justamente. ¿Habéis mandado venir el carruaje a las ocho? -Sí. -¿Teníais intención de visitar el Colosseo? -Es decir, el Coliseo. -Es exactamente lo mismo. -Sea. -¿Habéis dicho a vuestro cochero que saliera por la puerta del Popolo, que diese la vuelta por el lado exterior de las murallas y que entrase por la puerta de San Juan? -Eso fue lo que dije, en efecto. -¡Pues bien! Ese itinerario es imposible, o por lo menos muy peligroso. -¿Y por qué es peligroso? -A causa del famoso Luigi Vampa. -Ante todo, mi querido huésped, ¿quién es el famoso Luigi Vampa? -preguntó Alberto-. Puede ser muy famoso en Roma, pero os advierto que en París es completamente desconocido. -¡Cómo! ¿No le conocéis? -No tengo ese honor. -¡Pues bien! Es un bandido junto al cual son niños de teta los Decesaris y los Gasparone. -Atención, Franz -exclamó Alberto-. ¡Al fin encontramos un bandido! Os prevengo, querido huésped, que no voy a creer una palabra de lo que digáis. Sabido esto, hablad cuanto queráis, estoy pronto a escucharos. Había una vez... Vaya, ¡y qué! ¿No proseguís? Maese Pastrini se volvió hacia Franz, que le parecía mucho más juicioso que su compañero, y le dijo gravemente: -Excelencia, si creéis que miento, es inútil que os diga lo que quería deciros; puedo, sin embargo, afirmaros que lo hacía por el interés de vuestras excelencias. -Alberto no dice que mintáis, querido señor Pastrini -replicó Franz-. Dice que no os creerá enteramente, pero yo sí os creeré; tranquilizaos, pues, y hablad. -Mas, sin embargo, excelencia, bien comprendéis que si ponéis en duda mi veracidad... -Amigo mío -interrumpió Franz-, sois más susceptible que Casandra, la cual era una profetisa a quien nadie escuchaba; siendo así que vos, a lo menos, estáis seguro de la mitad de vuestro auditorio. Vamos, sentaos, y decidnos quién es ese señor Vampa. -Ya os lo he dicho, excelencia, es un bandido cual no se ha visto otro después del famoso Mastrilla. -Pero, ¡vamos a ver! ¿Qué tiene que ver ese bandido con la orden que he dado a mi cochero de salir por la puerta del Popolo, y de entrar por la puerta de San Juan? -Tiene -repuso maese Pastrini- que por la una sin duda podréis salir, pero dudo que por la otra podáis entrar. -¿Y eso por qué, señor Pastrini? -preguntó Franz. -Porque llegada la noche, ya no se está seguro a cincuenta pasos de las puertas. -¿Palabra de honor? -exclamó Alberto. -Señor conde -dijo maese Pastrini, siempre picado por la duda que tenía Alberto de su veracidad-, no hablo con vos, sino con vuestro compañero, que conoce a Roma, y que sabe que no se gastan chanzas sobre tal punto. -Oye, querido -dijo Alberto dirigiéndose a Franz-, puesto que se nos presenta ocasión de emprender una aventura, oye lo que podemos hacer: cargamos nuestro coche de pistolas, trabucos y escopetas de dos cañones. Luigi Vampa viene a prendernos, y en lugar de prendernos él a nosotros, le cogemos nosotros a él. Le llevamos inmediatamente a Su Santidad, que nos pregunta qué puede hacer en reconocimiento a nuestro servicio, y entonces reclamamos lisa y llanamente una carroza y dos caballos de sus caballerizas, sin contar con que probablemente el pueblo romano, reconocido también, nos corone en el Capitolio, y nos proclame, como a Curcio y a Horacio Coclés, salvadores de la patria. Entretanto Alberto deducía esta consecuencia, maese Pastrini gesticulaba de una manera difícil de describir. -En primer lugar -preguntó Franz a Alberto-, dime dónde encontrarás esas pistolas, esos trabucos, esas escopetas de dos cañones, con que quieres atestar el coche. -Lo que es en mi armería no será -dijo Alberto-, pues que en la Terracina me despojaron hasta de mi puñal, ¿y a ti? -A mí me sucedió lo mismo en Acuapendente. -¡Ah!, querido huésped -dijo Alberto encendiendo su segundo cigarro en la punta del primero-, sabéis que es muy cómoda para los ladrones esa medida, y que me parece que ha sido tomada de acuerdo con ellos. Sin duda maese Pastrini encontró aquella pregunta muy embarazosa, pues no respondió sino a medias, dirigiendo aún la palabra a Franz como al único ser razonable con el cual pudiera entenderse. -¿Sabe su excelencia que cuando uno es atacado por bandidos, no es costumbre defenderse? -¡Cómo! -exclamó Alberto, cuyo valor se rebelaba a la sola idea de dejarse robar sin decir una palabra-. ¡Cómo! ¿Que no es costumbre defenderse? -No, porque toda defensa sería inútil. ¿Qué queréis hacer contra una docena de bandidos que salen de un foso, de una choza o de la misma tierra, si así puede decirse, y que os apuntan a boca de jarro todos a un tiempo? Alberto exclamó: -Pues quiero que me maten. El posadero se volvió hacia Franz, con un aire que quería decir: «Decididamente, vuestro camarada está loco.» -Querido Alberto -replicó Franz-, vuestra respuesta es sublime, y vale tanto como el qu'il mourut de Corneille, sólo que cuando Horacio respondía esto, se trataba de la salvación de Roma, y la cosa valía por cierto la pena. Pero, en cuanto a nosotros, daos cuenta de que se trata sólo de un capricho que queremos satisfacer y que sería ridículo que por este capricho arriesgásemos nuestra vida. -¡Ah! ¡Per Bacco! -exclamó maese Pastrini-, eso se llama saber hablar. Alberto se llenó un vaso de Lacryma-Christi, el cual bebió a pequeños sorbos murmurando palabras ininteligibles. -Y bien, maese Pastrini -replicó Franz-, ya que mi compañero está tranquilo, y ya que habéis podido apreciar mis disposiciones pacíficas, decidnos ahora, ¿quién es ese señor Vampa? ¿Es pastor o patricio? ¿Es joven o viejo? ¿Alto o bajo? Describidnos su figura con objeto de que si le encontramos por casualidad en el mundo, como Juan Sbogard o Lara, podamos a lo menos reconocerle. -Pues para obtener detalles exactos, a nadie mejor que a mí pudierais dirigiros, porque he conocido desde la niñez a Luigi Vampa, y un día que había caído en sus manos al ir de Florencia a Alatri, se acordó, felizmente para mí, de nuestro antiguo conocimiento. Me dejó ir entonces, no tan sólo sin hacerme pagar nada, sino que quiso dárselas de generoso, me regaló un precioso reloj y me contó su historia. -Mostradnos el reloj -dijo Alberto. Maese Pastrini sacó de su bolsillo un magnífico Breguet en que se veía grabado el nombre de su autor, el timbre de París y una corona de conde. -Aquí está. -¡Diantre! -exclamó Alberto-. Os doy la enhorabuena. Tengo uno semejante -añadió sacando a su vez el reloj del bolsillo de su chaleco-, que me ha costado tres mil francos. -Ahora contadnos la historia -dijo Franz a su vez, haciendo señas a maese Pastrini para que se sentara. -Si permiten sus excelencias... -¡Qué diablos! -dijo Alberto-, no sois ningún predicador para estar hablando de pie. E1 posadero se sentó, después de haber hecho a cada uno de sus oyentes una respetuosa y profunda cortesía, lo cual indicaba que estaba pronto a dar los informes que le pedían acerca del famoso bandido Luigi Vampa. -A propósito -exclamó Franz deteniendo a maese Pastrini en el momento en que iba a empezar a hablar-, decís que habéis conocido a Luigi Vampa desde su niñez; ¿es todavía joven? -¡Cómo!, pues no ha de ser joven, excelencia, si apenas tiene veintidós años. ¡Oh!, todavía ha de meter mucho ruido. Continua