Poemas, cuentos y leyendas

Tema en 'Temas de interés (no de plantas)' comenzado por mai^a, 27/2/08.

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    clause Claudia

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    Alejandro Dumas (Padre)
    El Conde de Montecristo
    Segunda parte
    Capítulo diecisiete

    Los invitados

    En la casa de la calle de Helder, donde Alberto de Morcef había citado en Roma al conde de Montecristo, todo se preparaba para hacer honor a la palabra del joven.

    Alberto de Morcef ocupaba un pabellón situado en el ángulo de un gran patio y frente a otro edificio, dos ventanas daban a la calle, las otras tres al patio y otras dos al jardín.

    Entre el patio y el jardín se elevaba, construida con el mal gusto de la arquitectura imperial, la habitación vasta y cómoda del conde y la condesa de Morcef.

    Toda la propiedad estaba rodeada por una gran pared con pilastras, y en ellas jarrones de flores, interrumpida en su centro por una gran reja dorada que servía para las entradas que requerían aparato; una puerta pequeña, casi pegada al cuarto del portero, daba paso a los que entraban y salían a pie.

    En esta elección del pabellón destinado a la habitación de Alberto adivinábase la delicada prevención de una madre que, sin querer separarse de su hijo, había comprendido al mismo tiempo que un joven de la edad del vizconde necesitaba de toda su libertad. Conocíase también por otro lado, preciso es decirlo, el inteligente egoísmo del joven, amante de la vida libre y ociosa, de los hijos de familia.

    Por las ventanas que daban a la calle podía hacer sus reconocimientos. Las vistas al exterior son tan necesarias a los jóvenes, que quieren siempre ver al mundo atravesar por su horizonte, aunque este horizonte no sea más que la calle. Hecho un reconocimiento, si merecía examen más profundo para entregarse 'a sus pesquisas, podía salir por una puertecita situada frente a la que hemos mencionado, junto al cuarto del portero, y que merece una descripción particular.

    Era una puertecita, al parecer olvidada de todo el mundo desde que se hizo la casa y que cualquiera supondría condenada para siempre, ¡tan sucia y cubierta de polvo estaba!, pero cuya cerradura y goznes, cuidadosamente untados en aceite, anunciaban una práctica misteriosa y continua. Esta puertecita, como hemos dicho, hacía juego con otras dos y se burlaba del portero, abriéndose como la famosa puerta de la caverna de las Mil y una noches, como el Sésamo encantado de Alí-Babá, por medio de algunas palabras cabalísticas o de algunos golpecitos convenidos, pronunciadas por una dulce voz o dados por los dedos más lindos del mundo.

    A1 extremo de un corredor largo y pacífico, con el cual comunicaba esta puerta, y que hacía las veces de antesala, estaban a la derecha el comedor, que daba al patio, y a la izquierda el saloncito que daba al jardín. Plantas de enredaderas que crecían delante de la ventana, ocultaban al patio y al jardín el interior de estas dos piezas, únicas en el piso bajo donde pudiesen penetrar las miradas indiscretas.

    En el principal, en vez de dos, las piezas eran tres: un salón, una alcoba y un gabinete.

    El gabinete del principal estaba al lado de la alcoba, y por una puerta invisible comunicaba con la escalera. Como vemos, estaban bien tomadas todas las medidas de precaución.

    Encima de este piso principal había un vasto taller que ampliaron echando abajo los tabiques, pandemonio en que el artista disputaba al dandy. Allí se refugiaban y confundían todos los caprichos sucesivos de Alberto; los cuernos de caza, las flautas, los violines, una orquesta completa, pues Alberto había tenido por un instante, no la afición, sino el capricho de la música; los caballetes, los pasteles, ya que al capricho de la música había seguido el de la pintura; en fin, los floretes, los guantes del pugilato, las espadas y los bastones de todas clases, porque siguiendo las tradiciones de los jóvenes a la moda de la época a que hemos llegado, Alberto de Morcef cultivaba con una perseverancia infinitamente superior a la que había tenido con la pintura y la música, las tres artes que completan la educación leonina: la esgrima, el pugilato y el palo, y recibía sucesivamente en esta pieza destinada a todos los ejercicios corporales, a Grisier, Coolas y Carlos Lecour.

    Los otros muebles de esta pieza privilegiada eran antiguos cofres y mesas del tiempo de Francisco I, chineros llenos de porcelana, de

    vasos del Japón, jarrones de Lucca de la Robbia y platos de Bernard y de Palissy, antiguos sillones donde quizá se habrían sentado Enrique IV, Luis XIII o Richelieu, porque dos de ellos con un escudo esculpido, donde brillaban sobre el azul las tres flores de lis de Francia, encima de las cuales había una corona real, forzosamente habían salido de los guardamuebles del Louvre, o de algún palacio real. Sobre estos sillones, de fondos sombríos y severos, estaban esparcidas en profusión ricas telas de vivos colores, teñidas al sol de Persia, o hechas por las mujeres de Calcuta y de Chandernagor. Se ignora lo que hacían allí estas telas; esperaban sin duda, recreando la vista, un destino desconocido a su propietario, y mientras

    la estancia con sus sedosos y dorados reflejos.

    En lugar preferente se elevaba un piano, construido por Roller y Blanchet, de madera de rosa, que contenía una orquesta en su estrecha y sonora cavidad, y que gemía bajo las obras de Beethoven, de Weber, de Mozart, Haydn, Gretry y Porpora.

    Además, en la pared, en el techo, en las puertas, había suspendidos puñales, espadas, lanzas, corazas, hachas, armaduras completas damasquinadas, pájaros disecados abriendo para un vuelo inmóvil sus alas color de fuego y su pico que jamás se cerraba.

    Faltaba decir que esta pieza era la predilecta de Alberto de Morcef.

    Sin embargo, el día de la cita, el joven, vestido de media toilette, había establecido su cuartel en el saloncito del piso bajo. Allí, sobre una mesa, había todos los excelentes tabacos conocidos, desde el de Petersburgo hasta el negro de Sinaí. Al lado de éstos, en cajas de maderas odoríferas, estaban dispuestos por orden de tamaños y de calidad los puros, los de regalía, los habanos, y los manileños. En fin, en un armario abierto, una colección de pipas alemanas, con boquillas de ámbar, adornadas de coral, a incrustadas de oro, con largos tubos de tafilete arrollados como serpientes, aguardaban el capricho o la simpatía de los fumadores. Alberto había presidido el arreglo o más bien el desorden simétrico que gustan tanto de contemplar después del café los convidados de un almuerzo moderno, al través del vapor que se escapa de su boca, y que sube hasta el techo en largas y caprichosas volutas.

    A las diez menos cuarto entró un criado.

    Venía con un pequeño groom de quince años, que no hablaba más que inglés, y que respondía al nombre de Juan.

    El criado, que se llamaba Germán, y que gozaba de la entera confianza de su joven amo, llevaba en la mano unos periódicos, que depositó sobre la mesa, y un paquete de cartas que entregó a Alberto.

    Alberto echó una mirada distraída sobre estos diferentes objetos, tomó dos cartas de papel satinado y perfumado, las abrió y leyó con cierta atención.

    -¿Como han venido estas cartas? -inquirió.

    -La una por el correo, la otra la ha traído el criado de madame Danglars.

    -Decid a madame Danglars que acepto el lugar que me ofrece en su palco... Esperad..., a eso de mediodía pasaréis a casa de Rosa, le diréis que iré, como me ha invitado, a cenar con ella al salir de la ópera, y le llevaréis seis botellas de vinos de Chipre, de Jerez, de Málaga, y un barril de ostras de Ostende... compradlas en casa de Borrel, y sobre todo, decid que son para mí.

    -¿A qué hora queréis ser servido?

    -¿Qué hora es?

    -Las diez menos cuarto.

    -Entonces, servidnos para las diez y media en punto. Debray tendrá que ir a su ministerio... Y por otra parte... -Alberto miró a su cartera-. Sí, ésa es la hora que indiqué al conde; el 21 de mayo, a las diez y media de la mañana, y aunque no cuente con su promesa, quiero ser puntual. A propósito, ¿sabéis si se ha levantado la señora condesa?

    -Si quiere el señor vizconde, puedo informarme.

    -Sí, sí; le pediréis una de sus cajas de licores, la mía está incompleta, y le diréis que tendré el honor de pasar a su cuarto a eso de las tres, y que le pido permiso para presentarle una persona.

    El criado salió. Alberto se echó en un diván, rasgó la faja de dos o tres periódicos, miró los teatros, hizo un gesto al ver que representaban una ópera y no un ballet, buscó en vano en los anuncios de perfumería cierta agua para los dientes de que le habían hablado, y tiró uno tras otro, los periódicos, murmurando en medio de un prolongado bostezo:

    -Realmente estos periódicos están cada vez más insípidos.

    En este momento un carruaje ligero se detuvo delante de la puerta, y un instante después el criado entró para anunciar al señor Luciano Debray.

    Un joven alto, rubio, de ojos grises y mirada penetrante, de labios delgados y pálidos, con un frac azul con botones de oro, corbata blanca, lente de concha, suspendido al cuello por una cinta de seda negra, y que por un esfuerzo del músculo superciliar lanzaba miradas profundas y fijas, entró sin sonreír, sin hablar, y con un aire medio oficial.

    -Buenos días, Luciano -dijo Alberto-. ¡Ah!, me asombra vuestra puntualidad! ¿Qué digo? ¡Puntualidad! ¡Yo que os esperaba el

    último, y llegáis a las diez menos cinco minutos, cuando la cita era a las diez y media! ¡Esto es milagroso! ¿Ha caído el ministerio?

    -No, querido -repuso el joven incrustándose en el diván-, tranquilizaos. Vacilamos siempre, pero nunca caemos, y empiezo a creer que pasamos buenamente a la inamovilidad, sin contar con que los asuntos de la Península nos van a consolidar completamente.

    -¡Ah!, sí, es verdad; arrojáis de España a don Carlos.

    -No, querido, no nos confundamos, le traemos del otro lado de la frontera de Francia, y le ofrecemos una hospitalidad real en Bourges.

    -¿En Bourges?

    -Sí; no tendrá motivos de queja, ¡qué demonio! Bourges es la capital de Carlos VII. ¿Cómo es que no sabíais esto? Todo el mundo lo sabe desde ayer en París, y anteayer la cosa marchaba bien en la bolsa, porque el señor Danglars, no sé cómo se entera ese hombre de las noticias al mismo tiempo que nosotros, jugó a la alza y ha ganado un millón.

    -Y vos una nueva cinta, según parece.

    -¡Psch!, me han enviado la placa de Carlos III -respondió sencillamente Debray.

    -Vamos, no os hagáis el indiferente y confesad que la noticia os habrá complacido.

    -Sí; a fe mía, una placa siempre cae bien sobre un frac negro abotonado, es elegante.

    -Y -dijo Morcef, sonriendo -se tiene el aire de un príncipe de Gales o de un duque de Reichstadt.

    -Por eso me veis tan de mañana, querido.

    -¿Porque tenéis la placa de Carlos III y queríais anunciarme esta buena noticia?

    -No; porque he pasado la noche redactando veinticinco despachos diplomáticos. De vuelta a mi casa quise dormir, pero me dio un fuerte dolor de cabeza y me levanté para montar una hora a caballo. En Boulogne me avisaron de tal modo el hambre y el aburrimiento, que me acordé que hoy dabais un almuerzo, y aquí me tenéis; tengo hambre, dadme de comer; me fastidio, distraedme.

    -Ese es mi deber de anfitrión, querido amigo -dijo Alberto llamando al criado, mientras Luciano hacía saltar los periódicos con el extremo de su bastón de puño de oro incrustado de turquesas-. Germán, jerez y bizcochos. Entretanto, querido Luciano, aquí tenéis cigarros de contrabando, os invito a que los probéis, y también podréis decir a vuestro ministro que nos venda como éstos en lugar de esa especie de hojas de nogal que condena a fumar a los buenos ciudadanos.

    -¡Diablo! Yo me guardaría muy bien de hacerlo. Desde el momento en que os viniesen del gobierno os parecerían detestables. Por lo demás, eso no corresponde al Interior, sino a Hacienda; dirigíos a míster Human, corredor A., número 26.

    -En verdad -dijo Alberto-, me asombráis con la profusión de vuestros conocimientos. ¡Pero tomad un cigarro!

    -¡Ah, querido vizconde! -dijo Luciano encendiendo un habano en una bujía de color de rosa que ardía en un candelero sobredorado y recostándose en el diván-. ¡Ah!, querido vizconde! ¡Qué feliz sois en no tener nada que hacer! En verdad, no conocéis vuestra felicidad.

    -¿Y qué es lo que haríais, mi querido pacificador de reinos -repuso Morcef con ligera ironía-, si no hicieseis nada? ¡Cómo! Secretario particular de un ministro, lanzado a la vez en el mundo europeo y en las intrigas de París, teniendo reyes, y mucho mejor aún, reinas que proteger, partidos que reunir, elecciones que dirigir, haciendo con vuestra pluma y vuestro telégrafo, desde vuestro gabinete, más que Napoleón en sus campos de batalla con su espada y sus victorias, poseyendo veinticinco mil libras de renta, un caballo por el que ChateauRenaud os ha ofrecido cuatrocientos luises, un sastre que no os falta en un pantalón, teniendo asiento en la Opera, Jockey Club y el teatro de Variedades, ¿no halláis con todo eso con qué distraeros? Pues bien, yo os distraeré.

    -¿Cómo?

    -Haciendo que conozcáis a una persona.

    -¿Hombre o mujer?

    -Hombre.

    -¡Ya conozco demasiados!

    -¡Pero no conocéis al hombre de que os hablo!

    -¿De dónde viene? ¿Del otro extremo del mundo?

    -De más lejos tal vez.

    -¡Diablo! Espero que no se lleve nuestro almuerzo.

    -No, nuestro almuerzo está seguro. ¿Pero tenéis hambre?

    -Sí; lo confieso, por humillante que sea el decirlo. Pero ayer he comido en casa del señor de Villefort, y ¿lo habéis notado?, se come bastante mal en casa de todos esos magistrados; cualquiera diría que tienen remordimientos.

    -¡Ah, diantre!, despreciad las comidas de los demás; en cambio se come bien en casa de vuestros ministros.

    -Sí; pero no convidamos a ciertas personas al menos, y si no nos viésemos precisados a hacer los honores de nuestra mesa a algunos infelices que piensan, y sobre todo que votan bien, nos guardaríamos como de la peste de comer en nuestra casa, debéis creerlo.

    -Entonces, querido, tomad otro vaso de Jerez y otro bizcocho.

    -Con muchísimo gusto, pues vuestro vino de España es excelente, bien veis que hemos hecho bien eñ pacificar ese país.

    -Sí, pero ¿y don Carlos?

    -Don Carlos beberá vino de Burdeos, y dentro de diez años casaremos a su hijo con la reinecita.

    -Lo cual os valdrá el Toisón de Oro, si aún estáis en el ministerio.

    -Creo, Alberto, que esta mañana habéis adoptado por sistema alimentarme con humo.

    -Y eso es lo que divierte el estómago, convenid en ello; pero justamente oigo la voz de Beauchamp en la antesala; discutiréis con él y esto calmará vuestra impaciencia.

    -¿Sobre qué?

    -Sobre los periódicos.

    -¡Qué! ¿Acaso leo yo los periódicos? -dijo Luciano con un desprecio soberano.

    -Razón de más. Discutiréis mejor.

    -¡Señor Beauchamp! -anunció el criado.

    -¡Entrad!, entrad, ¡pluma terrible! -dijo Alberto saliendo al encuentro del joven-, mirad, aquí tenéis a Debray, que os detesta sin leeros; al menos, según él dice.

    -Es cierto -dijo Beauchamp-, lo mismo que yo le critico sin saber lo que hace. Buenos días, comendador.

    -¡Ah!, lo sabéis ya -dijo el secretario particular cambiando con el periodista un apretón de mano y una sonrisa.

    -¡Diantre! -replicó Beauchamp.

    -¿Y qué se dice en el mundo?

    -¿A qué mundo os referís? Tenemos muchos mundos en el año de gracia de 1838.

    -En el mundo crítico-político de que formáis parte.

    -¡Oh!, se dice que es una cosa muy justa, y que sembráis bastante rojo para que nazca un pozo de azul.

    -Vamos, vamos, no va mal -dijo Luciano-. ¿Por qué no sois de los nuestros, querido Beauchamp? Con el talento que tenéis, en tres o cuatro años haríais fortuna.

    -Sólo espero una cosa para seguir vuestros consejos. Un ministerio que esté asegurado por seis meses. Ahora, una sola palabra, mi querido Alberto, porque es preciso que deje respirar a ese pobre Luciano. ¿Almorzamos o comemos? Tengo mucho trabajo. No es todo rosas, como decís, en nuestro oficio.

    -Se almorzará, ya no esperamos más que a dos personas, y nos sentaremos a la mesa en cuanto hayan llegado -dijo Alberto.
     
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    Elegía de la patria

    Jorge Luis Borges

    De hierro, no de oro, fue la aurora.
    La forjaron un puerto y un desierto,
    unos cuantos señores y el abierto
    ámbito elemental de ayer y ahora.

    Vino después la guerra con el godo.
    Siempre el valor y siempre la victoria.
    El Brasil y el tirano. Aquella historia
    desenfrenada. El todo por el todo.

    Cifras rojas de los aniversarios,
    pompas del mármol, arduos monumentos,
    pompas de la palabra, parlamentos,

    centenarios y sesquicentenarios,
    son la ceniza apenas, la soflama
    de los vestigios de esa antigua llama.
     
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    clause Claudia

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    A BUENOS AIRES

    Primogénita ilustre del Plata,
    En solar apertura hacia el Este.
    Donde atado a tu cinta celeste
    Va el gran río color de león;
    Bella sangre de prósperas razas
    Esclarece tu altivo salvaje
    Pinta su nombre sazón.

    Arca fuerte de nuestra esperanza.
    Fuste insigne de nuestro derecho.
    Como el bronce leal sobre el pecho
    Asegura al país tu honra fiel.
    La genial Libertad, en tu cielo
    Fino manto a la patria blasona,
    Y eres tú quien le porta en corona
    El decoro natal del laurel.

    En tu frente, magnífica torre
    De la estirpe, tranquila campea
    corno amable paloma la idea
    De ser grata a los hombres de paz...
    esperanza la impulsa y, parece
    Cuando así su remonte acaudalas.
    Que de cielo le empluma las alas
    Aquel soplo pujante y audaz.

    Joya humana del mundo dichoso
    Que te exalta a su bien venidero.
    Como el alba anticipa al lucero
    Aun dormida en su pálido tul,
    Cada vez que otro día dorado
    Te aproxima a la nueva ventura.
    Se diría que el sol te inaugura
    Sobre abismos más hondos de azul.

    Certidumbre de días mejores
    La igualdad de los hombres te inicia
    En un vasto esplendor de justicia
    Sin iglesia, sin sable y sin ley
    Gajo vil de ignorancia y miseria
    Todavía espinando retoña
    Sobre la áspera Cruz de Borgoña
    Que trozaste en los tiempos del rey.


    Leopoldo Lugones
     
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    ODA ESCRITA EN 1966

    Nadie es la patria. Ni siquiera el jinete
    Que, alto en el alba de una plaza desierta,
    Rige un corcel de bronce por el tiempo,
    Ni los otros que miran desde el mármol,
    Ni los que prodigaron su bélica ceniza
    Por los campos de América
    O dejaron un verso o una hazaña
    O la memoria de una vida cabal
    En el justo ejercicio de los días.
    Nadie es la patria. Ni siquiera los símbolos.
    Nadie es la patria. Ni siquiera el tiempo
    Cargado de batallas, de espadas y de éxodos
    Y de la lenta población de regiones
    Que lindan con la aurora y el ocaso,
    Y de rostros que van envejeciendo
    En los espejos que se empañan
    Y de sufridas agonías anónimas
    Que duran hasta el alba
    Y de la telaraña de la lluvia
    Sobre negros jardines.

    La patria, amigos, es un acto perpetuo
    Como el perpetuo mundo. (Si el Eterno
    Espectador dejara de soñarnos
    Un solo instante, nos fulminaría,
    Blanco y brusco relámpago, Su olvido.)
    Nadie es la patria, pero todos debemos
    Ser dignos del antiguo juramento
    Que prestaron aquellos caballeros
    De ser lo que ignoraban, argentinos,
    De ser lo que serían por el hecho
    De haber jurado en esa vieja casa.
    Somos el porvenir de esos varones,
    La justificación de aquellos muertos;
    Nuestro deber es la gloriosa carga
    Que a nuestra sombra legan esas sombras
    Que debemos salvar.
    Nadie es la patria, pero todos lo somos.
    Arda en mi pecho y en el vuestro, incesante,
    Ese límpido fuego misterioso.
    [​IMG]

    Jorge Luis Borges

     
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    Alejandro Dumas (Padre)
    El Conde de Montecristo



    TERCERA PARTE

    EXTRAÑAS COINCIDENCIAS

    Capítulo primero

    El almuerzo

    -¿Qué clase de personas esperáis? -repuso Beauchamp.

    -Un hidalgo y un diplomático -repuso Alberto.

    -Pues entonces esperaremos dos horas cortas al hidalgo y dos horas largas al diplomático. Volveré a los postres. Guardadme fresas, café y cigarros, comeré una tortilla en la Cámara.

    -No hagáis eso, Beauchamp, pues aunque el hidalgo fuese un Montmorency y el diplomático un Metternich, almorzaremos a las once en punto. Mientras tanto, haced lo que Debray: probad mi Jerez y mis bizcochos.

    -Está bien, me quedo. En algo hemos de pasar la mañana.

    -Bien, lo mismo que Debray. Sin embargo, yo creo que cuando el ministerio está triste, la oposición debe estar alegre.

    -¡Ah! No sabéis lo que me espera. Esta mañana oiré un discurso del señor Danglars en la Cámara de los Diputados y esta noche, en casa de su mujer, una tragedia de un par de Francia. Llévese el diablo al gobierno constitucional y puesto que podíamos elegir, no sé cómo hemos elegido éste.

    -Me hago cargo, tenéis necesidad de hacer acopio de alegría.

    -No habléis mal de los discursos del señor Danglars -dijo Debray-, vota por vos y hace la oposición.

    -Ahí está el mal. Así, pues, espero que le enviéis a discurrir al Luxemburgo para reírme de mejor gana.

    -Amigo mío -dijo Alberto a Beauchamp-, bien se conoce que los asuntos de España se han arreglado. Estáis hoy con un humor insufrible. Acordaos de que la Crónica parisiense habla de un casamiento entre la señorita Eugenia Danglars y yo. No puedo, pues, en conciencia, dejaros hablar mal de la elocuencia de un hombre que deberá decirme un día: < Señor vizconde, ¿sabéis que doy dos millones a mi hija? »

    -Creo ---dijo Beauchamp- que ese casamiento no se efectuará. El rey ha podido hacerle barón, podrá hacerle par, pero no lo hará caballero, el conde de Morcef es un valiente demasiado aristocrático para consentir, mediante dos pobres millones, en una baja alianza. El vizconde de Morcef no debe casarse sino con una marquesa.

    -Dos millones... no dejan de ser una bonita suma -repuso Morcef.

    -Es el capital social de un teatro de boulevard o del ferrocarril del Jardín Botánico en la Rapée.

    -Dejadle hablar, Morcef -repuso Debray- y casaos. Es lo mejor que podéis hacer.

    -Sí, sí, creo que tenéis razón, Luciano -respondió tristemente Alberto.

    -Y además, todo millonario es noble como un bastardo, es decir, puede llegar a serlo.

    -¡Callad! No digáis eso, Debray -replicó Beauchamp riendo-, porque ahí tenéis a Chateau Renaud, que, para curaros de vuestra manía, os introducirá por el cuerpo la espada de Renaud de Montauban, su antepasado.

    -Haría mal -respondió Luciano-, porque yo soy villano, y muy villano.

    -¡Bueno! -exclamó Beauchamp-, aquí tenemos al ministerio cantando el Beranger; ¿dónde vamos a parar, Dios mío?

    -¡El señor de Chateau Renaud! ¡El señor Maximiliano Morrel! -dijo el criado, anunciando a dos nuevos invitados.

    -Ya estamos todos, mas si no me equivoco, ¿no esperaban más que dos personas?

    -¡Morrel! -exclamó Alberto sorprendido-, ¡Morrel! ¿Quién será ese señor?

    Pero antes de que hubiese terminado de hablar, el señor de Chateau Renaud estrechaba la mano a Alberto.

    -Permitidme, amigo mío -le dijo-, presentaros al señor capitán de spahis, Maximiliano Morrel, mi amigo, y además mi salvador. Por otra parte, él se presenta bien por sí mismo; saludad a mi héroe, vizconde.

    Y se retiró a un lado para descubrir a aquel joven alto y de noble continente, de frente ancha, mirada penetrante, negros bigotes, a quien nuestros lectores recordarán haber visto en Marsella, en una circunstancia demasiado dramática para haberla olvidado. En su rico uniforme medio francés, medio oriental, hacía resaltar la cruz de la Legión de Honor.

    El joven oficial se inclinó con elegancia; Morrel era elegante en todos sus movimientos, porque era fuerte.

    -Caballero -dijo Alberto con una política afectuosa-, el señor barón de Chateau Renaud sabía de antemano el placer que me causaría al presentaros..Sois uno de sus amigos, caballero, sedlo, pues, también nuestro.

    -Muy bien -dijo el barón de Chateau Renaud-, y desead, mi querido vizconde, que si llega el caso, haga por vos lo que ha hecho por mí.

    -¿Y qué ha hecho? -inquirió Alberto.

    __¡Oh! --dijo Morrel-, no vale la pena hablar de ello, y el señor exagera las cosas.

    -¡Cómo! ¡Que no vale la pena! ¡Conque la vida no vale nada... ! Bueno, que digáis eso por vos, que exponéis vuestra vida todos los días, pero por mí, que la expongo por casualidad...

    -Lo más claro que veo en esto es que el señor capitán Morrel os ha salvado la vida...

    -Sí, señor; eso es -dijo Chateau Renaud.

    -¿Y en qué ocasión? -preguntó Beauchamp.

    -¡Beauchamp, amigo mío, habéis de saber que me muero de hambre! --dijo Debray-, no empecéis con vuestras historias.

    -¡Pues bien!, yo no impido que vayamos a almorzar, yo... Chateau Renaud nos lo contará en la mesa.

    -Señores -dijo Morcef-, todavía no son más que las diez y cuarto, aún tenemos que esperar a otro convidado.

    -¡Ah! , es verdad, un diplomático -replicó Debray.

    -Un diplomático, o yo no sé lo que es. Lo que sé es que por mi cuenta le encargué de una embajada que ha terminado tan bien y tan a mi satisfacción, que si fuese rey, le hubiese hecho al instante caballero de todas mis órdenes, incluyendo las del Toisón de Oro y de la Jarretera.

    -Entonces, puesto que no nos sentamos a la mesa -dijo Debray-, servios una botella de Jerez como hemos hecho nosotros, y contadnos eso, barón.

    -Ya sabéis todos que tuve el capricho de ir a África.

    -Ese es un camino que os han trazado vuestros antecesores, mi querido Chateau Renaud -respondió con galantería Morcef.

    -Sí; pero dudo que fuese, como ellos, para libertar el sepulcro de Jesucristo.

    -Tenéis razón, Beauchamp -repuso el joven aristócrata-; era sólo para dar un golpe, como aficionado. El duelo me repugna, como sabéis, desde que dos testigos, a quienes yo había elegido para arreglar cierto asunto, me obligaron a romper un brazo a uno de mis mejores amigos... ¡Diantre...!, a ese pobre Franz d'Epinay, a quien todos conocéis.

    -¡Ah!, sí, es verdad -dijo Debray-, os habéis batido en tiempo de... ¿de qué?

    -¡Que el diablo me lleve si me acuerdo! -dijo Chateau Renaud-. De lo que me acuerdo bien es de que no queriendo dejar dormir mi talento, quise probar en los árabes unas pistolas nuevas que me acababan de regalar. De consiguiente, me embarqué para Orán, desde Orán fui a Constantina y llegué justamente para ver levantar el sitio.

    Me puse en retirada como los demás. Por espacio de cuarenta y ocho horas sufrí con bastante valor la lluvia del día y la nieve de la noche, en fin, a la tercera mañana mi caballo se murió de frío. ¡Pobre animal! ¡Acostumbrado a las mantas y a las estufas de la cuadra!, un caballo árabe que murió sólo al encontrar diez grados de frío en Arabia.

    -Por eso me queríais comprar mi caballo inglés --dijo Debray-, suponéis que sufrirá mejor el frío que vuestro árabe.

    -Estáis en un error, porque he hecho voto de no volver más al África.

    -¿Conque tanto miedo pasasteis? -preguntó Beauchamp.

    -¡Oh!, sí, lo confieso -respondió Chateau Renaud-, y había de qué tenerlo. Mi caballo había muerto, yo me retiraba a pie, seis árabes vinieron a galope a cortarme la cabeza, maté a dos con los tiros de mi escopeta, y otros dos con mis dos pistolas, pero aún quedaban dos y estaba desarmado. El uno me agarró por los cabellos; por eso ahora los llevo cortos; nadie sabe lo que puede suceder; el otro me rodeó el cuello con su yatagán. Y ya sentía el frío agudo del hierro, cuando el señor que veis aquí cargó sobre ellos, mató al que me cogía de los cabellos de un pistoletazo y partió la cabeza al que se disponía a cortar la mía, de un sablazo. Este caballero se había propuesto salvar a un hombre aquel día, y la casualidad quiso que fuese yo. Cuando sea rico, mandaré hacer a Klayman o a Morocheti una estatua a la Casualidad.

    -Sí -dijo sonriendo Morrel-,era el 5 de septiembre, es decir, el aniversario de un día en que mi padre fue milagrosamente salvado; así, pues, siempre que esté en mi mano, celebro todos los años ese día con una acción...

    -Heroica, ¿no es verdad? -interrumpió Chateau Renaud-. En fin, yo fui el elegido, pero aún no es eso todo. Después de salvarme del hierro me salvó del frío, dándome, no la mitad de su capa, como hizo San Martín, sino dándomela entera, y después aplacó mi hambre partiendo conmigo, ¿no adivináis el qué...?

    -¿Un pastel de casa de Félix? -preguntó Beauchamp.

    -No; su caballo, del que cada cual comimos un pedazo con gran apetito, aunque era un poco duro...

    -¿El caballo? -inquirió Morcef.

    -No; el sacrificio -respondió Chateau Renaud-. Preguntad a Debray si sacrificaría el suyo inglés por un extranjero.

    -Por un extranjero, seguro que no -dijo Debray-; por un amigo, tal vez.

    -Supuse que juzgaríais como yo -dijo Morrel-, por otra parte, ya he tenido el honor de decíroslo, heroísmo o no, sacrificio o no, yo

    debía una ofrenda a la mala fortuna, en premio a los favores que nos había dispensado otras veces la buena.

    -Esa historia a que se refiere el señor Morrel -continuó Chateau Renaud- es una curiosa historia que algún día os relatará cuando hayáis trabado más íntimo conocimiento. Por hoy pensemos en alimentar el estómago y. no la memoria. ¿A qué hora almorzáis, Alberto?

    -Alas diez y media.

    -¿En punto? -preguntó Debray sacando su reloj.

    -¡Oh!, me concederéis los cinco minutos de gracia -dijo Morcef-, puesto que también yo estoy esperando a un salvador.

    -¿De quién?

    -De mí, ¡qué diantre! -respondió Morcef-. ¿Creéis que a mí no me puedan salvar como a cualquier otro y que sólo los árabes cortan la cabeza? Nuestro almuerzo es un almuerzo filantrópico, y tendremos en nuestra mesa a dos bienhechores de la humanidad.

    -¿Cómo lo haremos? -dijo Debray-; solamente tenemos un premio Montyon.

    -¡Pues bien!, se le dará al que nada haya hecho -dijo Beauchamp-. De este modo, en la Academia podrán salir del apuro.

    -¿Y de dónde viene? -preguntó Debray-. Dispensad que insista, ya habéis respondido a esta pregunta, pero muy vagamente.

    -En realidad -dijo Alberto-, no lo sé. Cuando le invité hace tres meses, estaba en Roma; pero después, ¿quién puede saber dónde ha ido a parar?

    -¿Y le creéis capaz de ser puntual? -preguntó Debray.

    -Le creo capaz de todo -respondió Morcef.

    -Cuidado, que ya no faltan más que diez minutos, contando los cinco de gracia.

    -Pues bien, los aprovecharé para deciros unas palabras acerca de mi invitado.

    -Perdonad --dijo Beauchamp-, ¿hay materia para un folletín en lo que vais a contar?

    -Sí, seguramente -dijo Morcef-, y de los más curiosos.

    -Entonces, ya podéis hablar.

    -Estaba yo en Roma en el último Carnaval...

    -Esto ya lo sabemos -dijo Beauchamp.

    -Sí, pero lo que no sabéis es que fui raptado por unos bandidos.

    -¡Pero si no hay bandidos! -dijo Debray.

    -Sí que los hay, y capaces de asustar a cualquiera.

    -Veamos, mi querido Alberto -dijo Debray-, confesad que vuestro cocinero se tarda mucho, que las ostras aún no han llegado de Marennes o de Ostende, y que siguiendo el ejemplo de Maintenon, queréis sustituir el plato por un cuento. Decidlo, querido, franqueza tenemos para perdonaros y paciencia para escuchar vuestra historia, por fabulosa que parezca a primera vista.

    -Y yo os digo que, por fabulosa que sea, os la cuento por verdadera desde el principio hasta el fin. Habiéndome raptado los bandidos, me condujeron a un lugar muy triste, que se llama las Catacumbas de San Sebastián.

    -Ya conozco el sitio -dijo Chateau Renaud-; me faltó poco para coger allí la fiebre.

    -Y yo -dijo Morcef- la tuve realmente. Me anunciaron que estaba prisionero y me pedían por mi rescate una miseria, cuatro mil escudos romanos, veintiséis mil libras francesas. desgraciadamente no tenía más que mil quinientas; me hallaba al fin de mi viaje y mi crédito se había concluido. Escribí a Franz. ¡Y por Dios!, aguardad, al mismo Franz podéis preguntarle si miento. Escribí a Franz que si no llegaba a las seis de la mañana con los cuatro mil escudos, a las seis y diez minutos me habría ido a reunir con los bienaventurados santos y los gloriosos mártires, en compañía de los cuales tendría el honor de encontrarme, y Luigi Vampa, éste era el nombre del jefe de los bandidos, hubiera cumplido escrupulosamente su palabra.

    -¿Pero llegó Franz con los cuatro mil escudos? -dijo Chateau Renaud-. ¡Qué diantre!, ni Franz d'Espinay ni Alberto de Morcef pueden verse apurados por cuatro mil escudos.

    -No; llegó simplemente acompañado del convidado que os anuncio y que espero presentaros.

    -¡Ah!, ya. ¿Pero era ese hombre un Hércules matando a Caco, o un Perseo salvando a Andrómeda?

    -No; es un poco más o menos de mi estatura.

    -¿Armado hasta los dientes?

    -No llevaba arma alguna.

    -¿Pero trató de vuestro rescate?

    -Dijo dos palabras al oído del jefe y fui puesto en libertad.

    -Le daría excusas por haberos preso -dijo Beauchamp.

    -Exacto -respondió Morcef.

    -¡Pero era Ariosto ese hombre!

    -No; era el conde de Montecristo.

    -¿Se llama el conde de Montecristo? -inquirió Debray.

    -No creo -añadió Chateau Renaud, con la sangre fría de un hombre que tiene en la punta de los dedos la nobleza europea-, que haya en parte alguna un conde de Montecristo.

    -Puede ser que venga de la Tierra Santa -dijo Beauchamp- alguno de sus ascendientes habrá poseído el Calvario, como los Montemar el Mar Muerto.

    -Perdonad -dijo Maximiliano-, pero creo que voy a arrojar luz sobre el asunto. Señores, Montecristo es una pequeña isla, de que he oído hablar muchas veces a los marinos que empleaba mi padre, un grano de arena en medio del Mediterráneo, en fin, un átomo en el infinito.

    -Exactamente -dijo Alberto-. ¡Pues bien! De ese grano de arena, de ese átomo, es señor y rey ése de quien os hablo; habrá comprado su título de conde en alguna parte de Toscana.

    -¿Será muy rico vuestro conde?

    -¡Muchísimo!

    -Se notará en el aspecto, supongo.

    -Os engañáis, Debray.

    -No os comprendo.

    -¿Habéis leído las Mil y una noches?

    -¡Vaya pregunta!

    -Pues bien, ¿sabéis si las personas que allí se ven son ricas o pobres? ¿Si sus granos de trigo no son de rubíes o de diamantes? Tienen el aire de miserables pescadores, ¿no es esto? Los tratáis como a tales, y de pronto, os abren alguna caverna misteriosa, en donde os encontráis un tesoro que basta para comprar la India.

    -¿Y qué?

    -¿Y habéis visto esa caverna, Morcef? -preguntó Beauchamp.

    -Yo no, Franz... Pero silencio, es preciso no decir una palabra de esto delante de él. Franz ha bajado allí con los ojos vendados, y ha sido servido por mudos y por mujeres, al lado de las cuales, a lo que parece, no hubiese sido nada Cleopatra. Por lo que se refiere a las mujeres, no está muy seguro, puesto que no entraron hasta después que hubo tomado el hachís, de suerte que podrá suceder que lo que ha creído mujeres fuesen estatuas.

    Los jóvenes miraron a Morcef, como queriendo decir:

    -Querido, ¿os habéis vuelto loco, o queréis burlaros de nosotros?

    -En efecto -dijo Morrel pensativo-, yo he oído contar a un viejo llamado Fenelón, alguna cosa parecida a lo que ha dicho el señor de Morcef.

    -¡Áh! -dijo Alberto-, me alegro de que el señor de Morrel venga en mi ayuda. Esto os contraría, ¿verdad?, tanto mejor...

    -Dispensadme, mi querido amigo -dijo Debray-, pero nos contáis unas cosas tan inverosímiles...

    -¡Ah, es porque vuestros embajadores, vuestros cónsules no os hablan! No tienen tiempo, es preciso que incomoden a sus compatriotas que viajan.

    -¡Ah! He aquí por lo que nos incomodáis culpando a nuestras pobres gentes. ¿Y con qué queréis que os protejan? La Cámara les rebaja todos los días sus sueldos hasta que los deje sin nada. ¿Queréis ser embajador, Alberto? Yo os haré nombrar en Constantinopla.

    -No, porque el Sultán, a la primera demostración que hiciera en favor de Mohamed-Alí, me envía el cordón, y mis secretarios me ahorcarían.

    -¿Lo veis? -dijo Debray.

    -Sí; pero todo ello no es obstáculo para que exista mi conde de Montecristo.

    -¡Por Dios! Todo el mundo existe: ¿Qué tiene eso de particular?

    -Todo el mundo existe, sin duda, pero no en condiciones semejantes. ¡No todo el mundo tiene esclavos negros, armas a la Casauba, caballos de seis mil francos, damas griegas!

    -¿Habéis tenido ocasión de ver a la dama griega?

    -Sí, la he visto y oído. La he visto en el teatro del Valle y la he oído un día que almorzaba en casa del conde.

    -¿Come acaso ese hombre extraordinario?

    -Si come, es tan poco, que no vale la pena de hablar de ello.

    -Ya veréis como es un vampiro.

    -Podéis burlaros si queréis. Esta era la opinión de la condesa de G..., que como sabéis ha conocido a lord Ruthwen.

    -¡Ah, muy bien! --dijo Beauchamp-. Aquí tenemos para un hombre que no es periodista, la cuestión de la famosa serpiente de mar del Constitutionnel; ¡un vampiro, eso es estupendo!

    -Ojo de color leonado, cuya pupila disminuye y se dilata según su voluntad ---dijo Debray-, aire sombrío, frente magnífica, tez lívida, barba negra, dientes largos y agudos y modales desenvueltos.

    -Y bien, eso es justamente -dijo Alberto-, y las señas están trazadas perfectamente. Sí, política aguda a incisiva. Este hombre me ha dado miedo muchas veces, y un día entre otros que presenciábamos juntos una ejecución, creí que iba a ponerme malo, más bien de verle y oírle hablar fríamente sobre todos los suplicios de la tierra, que de ver al verdugo cumplir su oficio y oír los gritos del condenado.

    -¿No os condujo a las ruinas del Coliseo para ver correr la sangre, Morcef? -preguntó Beauchamp.

    -Y después de haber deliberado, ¿no os ha hecho firmar algún pergamino de color de fuego, por el cual le cedáis vuestra alma como Esaú su derecho de primogenitura? -dijo Debray.

    -¡Burlaos, burlaos lo que queráis, señores!- dijo Morcef un poco amoscado-. Cuando os miro a vosotros, bellos parisienses, habitantes del Boulevard de Gante, paseantes del bosque de Boulogne, y me acuerdo de ese hombre, me parece que no somos de la misma especie.

    -¡Yo me lisonjeo de ello! -dijo Beauchamp.

    -Siempre será -añadió Chateau Renaud- vuestro conde de Montecristo un hombre galante en sus ratos de ocio, prescindiendo de esos pequeños arreglos con los bandidos italianos.

    -¡Ya no hay bandidos italianos! -dijo Debray.

    -¡Ni vampiros! -añadió Beauchamp.

    -Ni conde de Montecristo -respondió Debray-. Aguardad, querido Alberto, que son las diez y media.

    -Confesad que habéis tenido una pesadilla, y vamos a almorzar -dijo Beauchamp.

    Pero aún no se había extinguido la vibración del reloj, cuando se abrió la puerta y Germán anunció:

    -¡Su excelencia, el conde de Montecristo!

    Todos los presentes, a pesar suyo, hicieron un gesto que denotaba la preocupación que la relación de Morcef había dejado en sus almas. Alberto mismo no pudo contener una emoción súbita. No se había oído ni carruaje en la calle, ni pasos en la antesala. La puerta misma se había abierto sin hacer ruido.

    El conde apareció en el dintel, vestido con la mayor sencillez, pero el elegante más exquisito no hubiese encontrado nada que reprender en su traje. Todo era de un gusto delicado, todo salía de las manos de los más elegantes proveedores; vestidos, sombrero y ropa blanca.

    Apenas aparentaba treinta y cinco años de edad, y lo que admiró a todos fue su extrema semejanza con el retrato que de él había trazado Debray.

    El conde se adelantó sonriendo y se dirigió en derechura a Alberto, quien saliéndole al encuentro, le ofreció la mano con prontitud.

    -La puntualidad -dijo el conde de Montecristo- es la política de los reyes, según ha dicho, creo, uno de vuestros soberanos. Pero cualquiera que sea su buena voluntad, no es siempre la de los viajeros. Sin embargo, espero, mi querido vizconde, que me disculparéis en favor de mis buenos deseos, los dos o tres segundos que he tardado a la cita. Quinientas leguas no se recorren sin algún contratiempo, particularmente en Francia, donde está prohibido, según parece, dar prisa a los postillones.

    -Señor conde -respondió Alberto-, estaba anunciando vuestra visita a algunos amigos míos, que he reunido hoy contando con la promesa que tuvisteis a bien hacerme, y que tengo el honor de presentaros. Son los señores, Conde de Chateau Renaud, cuya nobleza proviene de los Doce Pares, y cuyos antepasados ocuparon un puesto en la Mesa Redonda; el señor Luciano Debray, secretario particular del Ministro del Interior; Beauchamp, enérgico periodista, terror del gobierno francés. No habréis jamás oído hablar de él en Italia, donde no permiten la entrada de su periódico; en fin, el señor Maximiliano Morrel, capitán de spahis.

    Al oír este nombre, el conde, que hasta entonces había saludado cortésmente, pero con una frialdad y una impasibilidad inglesa, dio, a pesar suyo, un paso hacia adelante, y un leve tabor tiñó por breves instantes sus pálidas mejillas.

    -¿El señor lleva el uniforme de los nuevos vencedores franceses? -dijo él-; es un bonito uniforme.

    No habría podido decirse cuál era el sentimiento que daba a la voz del conde una vibración tan profunda, y que hacía brillar, a pesar suyo, su mirada tan expresiva cuando no había motivo para ello.

    -¿No habéis visto jamás a nuestros africanos, caballero? -dijo Alberto.

    -Nunca -replicó el conde, repuesto ya por completo de su sorpresa.

    -Pues bien, bajo ese uniforme late un corazón de los más valientes y nobles del ejército.

    -¡Oh! , señor conde -interrumpió Morrel.

    -Dejadme hablar, capitán... Además -continuó Alberto-, acabamos de enterarnos de una acción tan heroica que, aunque lo haya visto hoy por la primera vez, reclamo de él el favor de presentárosle como amigo mío.

    Aún se hubiera podido notar en estas palabras en el conde de Montecristo, esa mirada fija, ese tabor fugitivo, y el ligero temblor del párpado que denotaba la emoción que sentía.

    -¡Ah!, el señor tiene un corazón noble -dijo el conde-, ¡tanto mejor!

    continua
     
  6. clause

    clause Claudia

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    Re: ... de poetas, cuentos y leyendas

    SONETO

    Fresca, lozana, pura y olorosa,
    gala y adorno del pensil florido,
    gallarda puesta sobre el ramo erguido,
    fragancia esparce la naciente rosa.

    Mas si el ardiente sol lumbre enojosa
    vibra, del can en llamas encendido,
    el dulce aroma y el color perdido,
    sus hojas lleva el aura presurosa.

    Así brilló un momento mi ventura
    en alas del amor, y hermosa nube
    fingí tal vez de gloria y de alegría.

    Mas, ay, que el bien trocóse en amargura,
    y deshojada por los aires sube
    la dulce flor de la esperanza mía.

    José de Espronceda
     
  7. clause

    clause Claudia

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    Re: ... de poetas, cuentos y leyendas

    SONETO SOBRE LA LIBERTAD HUMANA

    Qué hermosa eres, libertad. No hay nada
    que te contraste. ¿Qué? Dadme tormento.
    Más brilla y en más puro firmamento
    libertad en tormento acrisolada.

    ¿Que no grite? ¿Mordaza hay preparada?
    Venid: amordazad mi pensamiento.
    Grito no es vibración de ondas al viento:
    grito es conciencia de hombre sublevada.

    Qué hermosa eres, libertad. Dios mismo
    te vio lucir, ante el primer abismo
    sobre su pecho, solitaria estrella.

    Una chispita del volcán ardiente
    tomó en su mano. Y te prendió en mi frente,
    libre llama de Dios, libertad bella.


    Dámaso Alonso
     
  8. mai^a

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    Re: ... de poetas, cuentos y leyendas



    Estaba en la cuarta clase. Era un apuesto florentino de doce años,
    de cabellos negros y tez blanca, hijo mayor de un empleado de
    ferrocarriles que, por tener mucha familia y poco sueldo, vivía con
    suma estrechez. Su padre le quería mucho y se le mostraba.
    El pequeño escribiente florentino bondadoso e indulgente en todo,
    menos en lo tocante a la escuela; en esto era muy exigente y severo,
    porque el chico debía estar pronto preparado para obtener un empleo
    con que ayudar al sostenimiento de la familia. Y ya se sabe que para
    conseguir pronto alguna colocación hay que trabajar mucho en poco
    tiempo. Aunque el chico era estudioso, el padre le incitaba siempre
    más y más a estudiar.


    El hombre era de bastante edad, pero el excesivo trabajo le había
    envejecido prematuramente. Con todo, para proveer a las necesidades
    de la familia, además del trabajo que le requería su empleo, todavía se
    procuraba de un lado y de otro trabajos extraordinarios de copista,
    pasando sin descansar en su mesa buena parte de la noche.

    Últimamente había recibido de una editorial, que publicaba libros y
    periódicos, el encargo de escribir en las fajas los nombres y dirección de
    los abonados, ganando tres liras por cada quinientas de aquellas tiras de
    papel escritas con caracteres grandes y regulares.

    La pesada tarea le cansaba y con frecuencia se lamentaba de ello con
    la familia a la hora de comer.

    -Estoy perdiendo la vista -decía-. Este trabajo nocturno acaba conmigo.


    El muchacho le dijo un día:

    -Papá, déjame que trabaje en tu lugar; sabes que escribo como tú. Nadie
    podrá advertir ninguna diferencia.

    Pero el padre le respondió:

    -No, hijo; tú debes estudiar; tu instrucción es bastante más importante
    que mis fajillas; sentiría remordimiento si te privara de una hora de estudio;
    te lo agradezco, pero no quiero. Y no hablemos más del asunto.

    El hijo sabía sobradamente que con su padre era inútil insistir en aquellas
    cosas, y no insistió. Pero he aquí lo que hizo. Su padre dejaba de escribir a
    media noche, saliendo entonces del despacho para ir a la alcoba. Lo había
    oído alguna vez. En cuanto el reloj daba las doce, sentía inmediatamente el
    El pequeño escribiente florentino ruido de la silla que se movía y el lento
    paso de su padre.

    Una noche esperó a que se fuese a dormir; se vistió sin hacer ruido y se
    dirigió a tientas al escritorio. Encendió el quinqué, se sentó a la mesa,
    donde había un montón de fajas en blanco y la lista de los suscriptores,
    y empezó a escribir imitando con exactitud la grafía de su padre. Escribía
    con gusto y contento, aunque con cierto temor. Las fajas escritas iban
    amontonándose y de vez en cuando dejaba la pluma para frotarse las
    manos; luego volvía a empezar con más denuedo, atento el oído y sonriente.
    Escribió ciento setenta direcciones, que importaban ¡una lira! Entonces se
    detuvo; dejó la pluma donde estaba antes, apagó la luz y se fue de
    puntillas a la cama.

    Aquel día su padre se sentó a la mesa con mejor humor. No había advertido
    nada. Realizaba aquel trabajo mecánicamente, teniendo en cuenta el tiempo
    empleado, sin pensar en más, y no contaba las fajillas escritas hasta el día
    siguiente.

    Tomó asiento de buen humor y golpeando ligeramente el hombro de su hijo,
    le dijo:

    -Eh, Julio, tu padre es mejor trabajador de lo que puedes figurarte. En dos
    horas hice anoche un tercio más de lo que acostumbraba. Aún está ágil mi
    mano, y los ojos saben resistir la fatiga.

    Julio, contento, pero callado, decía entre sí: «¡Pobre padre! Además de la
    ganancia, le he proporcionado también la satisfacción de creerse
    rejuvenecido.»

    Alentado por el éxito obtenido, la noche siguiente, en cuanto dieron las El
    pequeño escribiente florentino doce, se levantó otra vez y empezó a trabajar.
    Así continuó haciendo varias
    noches. Su padre no se daba cuenta de tal cosa. Solamente una vez, cuando
    estaban cenando, hizo la siguiente observación:

    -No sé, pero de algún tiempo a esta parte venimos gastando más petróleo
    de lo acostumbrado. Debe ser de peor calidad.

    Julio tuvo un sobresalto, mas la cosa no pasó de allí.

    Lo que ocurrió fue que por levantarse a hora tan intempestiva, Julio no
    descansaba lo suficiente, y por la noche, al hacer los deberes de la escuela,
    le costaba trabajo tener los ojos abiertos. Una noche, por primera vez en su
    vida, se quedó dormido sobre el cuaderno.

    -Julito, espabílate -le dijo su padre al tiempo que le daba unas palmaditas-
    y haz tu deber.

    El chico se despertó y reanudó su tarea. Pero a la noche siguiente y durante
    algunos días continuaba ocurriendo lo mismo y aún peor: daba cabezadas
    sobre los libros, se levantaba más tarde de lo acostumbrado, estudiaba las
    lecciones con dejadez, pareciendo que le disgustaba el quehacer escolar.
    Su padre empezó a observarlo; luego, a preocuparse y al fin tuvo que
    reprenderlo. ¡Nunca lo hubiera hecho!

    -Julio -le dijo cierta mañana-, me estás decepcionando; no eres el mismo
    de antes, y eso no me gusta nada. Ten en cuenta que todas las esperanzas
    de la familia están puestas en ti. Estoy muy disgustado, ¿comprendes?

    Ante tal reprimenda, la primera verdaderamente severa que había recibido,
    el muchacho se turbó. «Sí, es verdad -dijo para sí-; no puedo continuar de
    este modo; es preciso que termine el engaño.» Pero aquel día, por la noche,
    estando todos a la mesa, dijo el padre con alegría:

    -¡Este mes he ganado treinta y dos liras más que el pasado con las fajillas!

    Y diciendo esto, sacó de debajo de la mesa una caja de dulces que había
    comprado para celebrar con sus hijos la ganancia extraordinaria, cosa que
    todos acogieron con el regocijo que es de suponer.

    Julio cobró ánimo y dijo para sí: «No, querido padre; seguiré engañándote;
    haré mayores esfuerzos para estudiar durante el día y no dejaré de continuar
    trabajando de noche por ti y por los demás.» El padre añadió:

    -¡Treinta y dos liras más! Estoy contento... Pero ése -y señaló a Julio- me
    causa no pocos disgustos.

    El aludido recibió el chaparrón en silencio, conteniendo dos lágrimas que
    querían salir, pero sintiendo al mismo tiempo cierta satisfacción.

    Y continuó escribiendo fajillas con ahínco. Sin embargo, acumulándose el
    cansancio, le resultaba cada vez más difícil resistir.

    La cosa duraba ya dos meses. El padre continuaba reprendiendo al buen
    muchacho, mirándole con creciente enojo. Un día se presentó en la escuela
    para pedir informes sobre su hijo, y el maestro le dijo:

    -Sí, va cumpliendo, porque es un chico inteligente. Pero no tiene la misma
    aplicación de antes. Se duerme, bosteza y está distraído. Hace redacciones
    cortas, pudiéndose comprobar que escribe de prisa y con mala caligrafía.
    Desde luego que tiene aptitudes para hacer más, mucho más.

    Aquella noche el padre llamó a su hijo aparte y le dirigió unas palabras más
    duras de las que hasta entonces había oído.

    -Ya ves, Julio, que me sacrifico por la familia, y tú no me secundas. No
    piensas lo más mínimo en tus hermanos, en tu madre, ni en mí.

    -¡No digas eso, papá! -exclamó el hijo ahogado en llanto y decidido a
    aclararlo todo. Pero su padre lo interrumpió, diciendo:

    -Conoces perfectamente la situación de la familia; sabes que todos debemos
    hacer lo que nos corresponda y sacrificarnos cuanto sea preciso. Yo mismo
    tengo que doblar mi trabajo. Este mes esperaba una gratificación de cien liras
    en el ferrocarril, y hoy he sabido que no puedo contar con nada.


    Ante semejante noticia Julio se contuvo para que no saliese de su boca la
    confesión que se disponía a hacer, y se dijo resueltamente: «No, padre, me
    callaré y guardaré el secreto para poder trabajar por ti; de ese modo te
    compensaré de la pena que te causo; en cuanto a la escuela, siempre
    estudiaré lo suficiente para aprobar el curso; lo importante es ayudarte para
    salir adelante y aligerarte de la ocupación que te mata. »

    Siguió adelante, transcurriendo otros dos meses de trabajo nocturno y de
    abatimiento durante el día, de esfuerzos desesperados por parte del hijo y
    de amargos reproches por parte del padre. Pero lo peor era que éste se
    mostraba cada vez más frío con el muchacho; raramente le dirigía la palabra
    considerándolo un hijo poco menos que desnaturalizado, del que poco o nada
    cabía esperar, y casi procuraba no cruzarse con su mirada. Julio se daba
    cuenta de todo y sufría interiormente, y cuando su padre le volvía la espalda,
    le enviaba un beso furtivamente con expresión de ternura compasiva y
    triste. Mientras tanto, por su gran pena y el mucho cansancio, Julio iba
    adelgazando y demacrándose, viéndose obligado muy a pesar suyo a
    descuidar cada vez más sus estudios.

    Comprendía que todo aquello tendría que terminar. Cada noche se decía:
    «Hoy no me levantaré.» Pero al dar las doce, cuando habría debido confirmar
    vigorosamente su propósito, sentía re mordimiento, pareciéndole que, si
    continuaba en la cama, faltaba a una obligación, qué robaba una lira a su
    padre y a la familia. Y se levantaba pensando que si su padre se despertaba
    y le sorprendía alguna noche, o si se enteraba por casualidad del engaño
    contando dos veces las fajas, entonces terminaría, naturalmente, todo, sin
    un acto de su voluntad, para el que no se sentía con ánimos. Y continuaba
    realizando el no pequeño sacrificio.

    Mas una noche, en la cena, el padre pronunció una palabra que fue decisiva
    para él. Su madre le miró y, pareciéndole más demacrado y pálido que de
    costumbre, le dijo:

    -Tú estás malo, Julio- Luego, dirigiéndose al padre, añadió: -Nuestro hijo está
    enfermo. ¿No adviertes su palidez? ¿Qué te pasa, Julito mío?

    El padre le miró de reojo y dijo:

    -La mala conciencia hace que tenga también mala salud. No estaba así
    cuando era un chico muy estudioso y un hijo cariñoso.

    -¡Pero está malo! -replicó la madre.

    -¡No me importa! -replicó el padre.

    Aquella palabra fue como una puñalada en el corazón del infeliz muchacho.
    ¡Ah! ¡No le importaba ya su salud a su padre, que antes temblaba con sólo
    oírle toser! Así, pues, no lo quería; había muerto en el corazón de su padre...

    «¡ No, no!, padre mío -dijo entre sí el muchacho oprimido por la angustia-;
    esto se ha acabado de verdad; yo no puedo vivir sin tu cariño; lo quiero
    íntegro para mí; te lo diré todo, no te engañaré más, suceda lo que suceda,
    padre mío, para que vuelvas a quererme. ¡Esta vez estoy del todo decidido!»

    No obstante, todavía se levantó aquella noche, más por costumbre que por
    otra causa; y cuando se levantó quiso ir a visitar, a volver a ver unos
    minutos, en el silencio de la noche, por última vez, la pequeña habitación
    donde tanto había trabajado secretamente, lleno de satisfacción y de
    ternura. Y cuando volvió a encontrarse en la mesa, habiendo encendido el
    quinqué, viendo las fajas en blanco que ya no llenaría escribiendo unos
    nombres de ciudades y de personas que ya se sabía de memoria, le invadió
    una gran tristeza, y tomó con decisión la pluma para reanudar su
    acostumbrado trabajo.

    Mas, al extender la mano, tropezó con un libro que se cayó al suelo. Le dio un
    vuelco el corazón. ¡Si su padre se despertaba!...
    Claro está que no le sorprendería cometiendo ninguna mala acción, y que él
    mismo había decidido contárselo todo; sin embargo... el oír acercarse aquellos
    pasos en la oscuridad, el ser sorprendido a hora tan intempestiva, el que su
    madre se despertara y se asustara, el pensamiento de que tal vez
    experimentara su padre una humillación ante él al quedar todo descubierto...

    casi le aterraba. Aguzó el oído, contuvo la respiración... no oyó nada...;
    escuchó por la cerradura de la puerta que tenía a sus espaldas: nada. Todos
    dormían. Su padre no había oído. Se tranquilizó y empezó a escribir de nuevo.
    Las fajillas se amontonaban unas sobre otras. Oyó el paso cadencioso de la
    guardia municipal por la desierta calle; luego, el ruido de un coche, que cesó
    al cabo de un rato; después, pasado cierto tiempo, el estrépito de una hilera
    de carros que rodaban lentamente por el empedrado; por último, un silencio
    profundo interrumpido de vez en cuando por el lejano ladrido de algún perro.
    Y continuó escribiendo.


    Mientras tanto, su padre se hallaba detrás de él: se había levantado al oír
    caer el libro, y estuvo esperando buen rato; el ruido de los carros había
    hecho pasar inadvertido el roce de sus pies y el ligero chirrido de las hojas
    de la puerta; allí estaba con su blanca cabeza sobre la negra de Julio; había
    visto correr la pluma sobre las fajas, adivinando, recordando, comprendiéndolo
    todo, y un desesperado arrepentimiento, una inmensa
    ternura, habían invadido su alma, y le tenían clavado detrás de su heroico
    hijo.
    Julio dio, de pronto, un grito muy agudo: dos brazos convulsos le habían
    estrechado la cabeza.

    -¡Oh, padre, perdóname! -gritó al reconocer a su padre con lágrimas en los
    ojos.

    -¡Tú eres el que debes perdonarme! -respondió el padre, sollozando y
    cubriéndole de besos la frente-. Lo he comprendido todo, lo sé todo, ¡por
    eso te pido perdón, santo hijo mío! ¡Ven, ven conmigo! -y le empujó, o más
    bien le llevó a la cama de su madre, que estaba despierta; se lo echó a sus
    brazos y le dijo:

    -¡Besa a este ángel de hijo, que desde hace tres meses no duerme y trabaja
    por mí, y al que he entristecido cuando nos ganaba el pan!

    La madre lo abrazó fuertemente contra su pecho, sin poder articular palabra;
    después le dijo:

    -¡Vete a dormir y a descansar, hijo mío! ¡Llévalo a la cama!

    El padre lo tomó en brazos, lo llevó a su habitación, lo acostó, acariciándole,
    y le arregló las almohadas y la ropa.

    -Gracias, padre -repetía el hijo-, gracias; pero acuéstate; ya estoy contento;
    vete a la cama, papá.

    Mas su padre quería verle dormido; sentóse junto a él, le tomó la mano y le
    dijo:

    -¡Duerme, duerme, hijo mío!

    Julio, rendido, se durmió y se despertó mucho después, gozando por primera
    vez, al cabo de unos meses, de un sueño tranquilo, soñando cosas alegres.
    Cuando abrió los ojos, hacía un buen rato que brillaba el sol. Primeramente
    notó y luego vio la blanca cabeza de su padre, que había pasado la noche
    apoyándola en el borde de la cama cerca de su pecho, y que todavía dormía
    con la frente inclinada junto a su corazón.
     
  9. clause

    clause Claudia

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    Re: ... de poetas, cuentos y leyendas

    Que bonitoooooooooo Maia!!! emociona!!!!!!:razz: :razz: :razz:
     
  10. clause

    clause Claudia

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    Re: ... de poetas, cuentos y leyendas

    Alejandro Dumas (Padre)
    El Conde de Montecristo

    Tercera Parte
    Capitulo Primero
    Continuacion
    Esta especie de exclamación, que respondía al pensamiento del conde, más bien que a lo que acababa de decir Alberto, sorprendió a todo el mundo, y sobre todo a Morrel, que miró a Montecristo con admiración. Pero al mismo tiempo, el acento era tan suave, que por extraña que fuese esta exclamación, no había medio de incomodarse por ella.

    -¿Por qué había de dudar? -dijo Beauchamp a Chateau Renaud.

    -En verdad -respondió éste, quien con su trato de mundo y su mirada aristocrática había penetrado en Montecristo todo lo que se podía penetrar en él-, en verdad, que Alberto no nos ha engañado, y que es un personaje singular el conde, ¿qué decís vos, Morrel?

    -Por mi vida -dijo éste-, tiene la mirada franca y la voz simpática, de manera que me agrada a pesar de la extraña reflexión que acaba de hacerme.

    -Señores -dijo Alberto-, Germán me anuncia que estamos servidos. Mi querido conde, permitidme indicaros el camino.

    Pasaron silenciosamente al comedor. Cada uno ocupó su sitio.

    -Señores -dijo el conde sentándose-, permitidme que os haga una confesión, que será mi disculpa por todas las faltas que pueda cometer: soy extranjero, pero hasta tal extremo, que es la vez primera que vengo a París. Las costumbres francesas me son particularmente desconocidas, y no he practicado bastante hasta ahora, sino las costumbres orientales, las más contrarias a las buenas tradiciones parisienses. Os suplico, pues, que me excuséis si encontráis en mí algo de turco, de napolitano o de árabe. Dicho esto, señores, almorcemos.

    -Por lo que ha dicho -murmuró Beauchamp-; es, desde luego, un gran señor.

    -Un gran señor extranjero -añadió Debray.

    -Un gran señor de todos los países, señor Debray -dijo Chateau Renaud.

    Como hemos dicho, el conde era un convidado bastante sobrio. Alberto se lo hizo observar, atestiguando el temor que desde el principio tuvo de que la vida parisiense no agradase al viajero en su parte más material, pero al mismo tiempo más necesaria.

    -Querido conde -dijo-, temo que la cocina de la calle de Helder no os agrade tanto como la de la plaza de España. Hubiera debido preguntaros vuestro gusto, y haceros preparar algunos platos que os agradasen.

    -Si me conocieseis mejor -respondió sonriéndose el conde-, no os preocuparíais por un cuidado casi humillante para un viajero como yo, que ha pasado sucesivamente con los macarrones en Nápoles, la polenta en Milán, la olla podrida en Valencia, el arroz cocido en Constantinopla, el karri en la India y los nidos de golondrinas en China. No hay cocina para un cosmopolita como yo. Como de todo y en todas partes, únicamente que como poco, y hoy que os quejáis de mi sobriedad, estoy en uno de mis días de apetito, porque desde ayer por la mañana no había comido.

    -¡Cómo! ¿Desde ayer por la mañana? -exclamaron los convidados-, ¿no habéis comido desde hace veinticuatro horas?

    -No -respondió Montecristo-, tuve que desviarme de mi ruta y tomar algunos informes en las cercanías de Nimes, de manera que me retrasé un poco y no he querido detenerme.

    -¿Y habéis comido en vuestro carruaje? -preguntó Morcef.

    -No, he dormido, como me ocurre cuando me aburro, sin valor para distraerme, o cuando siento hambre sin tener ganas de comer.

    -¿Pero mandáis en vuestro sueño, señor? -preguntó Morrel.

    -Casi.

    -¿Tenéis receta para ello?

    -Una receta infalible.

    -He aquí lo que sería bueno para nosotros, los africanos, que no siempre tenemos qué comer y rara vez qué beber -dijo Morrel.

    -Sí -dijo Montecristo-, desgraciadamente mi receta, excelente para un hombre como yo, que lleva una vida excepcional, sería muy peligrosa aplicada a un ejército que no se despertaría cuando se tuviese necesidad de él.

    -¿Y se puede saber cuál es la receta? -preguntó Debray.

    -¡Oh! Dios mío, sí ---dijo Montecristo-, no hago secreto de ello, es una mezcla de un excelente opio que he ido a buscar yo mismo a Cantón, para estar seguro de obtenerlo puro, y del mejor hachís que se cosecha en Oriente, es decir, entre el Tigris y el Eufrates. Se reúnen estos dos ingredientes en proporciones iguales y se hace una especie de píldoras, que se tragan cuando hay necesidad. Diez minutos más tarde producen el efecto. Preguntad al barón Franz d'Epinay, pues creo que él lo ha probado un día.

    -Sí -respondió Morcef-, me ha dicho algunas palabras sobre ello, y ha guardado al mismo tiempo un recuerdo muy agradable.

    -Pero -dijo Beauchamp, quien en su calidad de periodista era muy incrédulo-, ¿lleváis esas drogas con vos?

    -Constantemente -respondió Montecristo.

    -¿Sería indiscreción el pediros ver esas preciosas píldoras? -exclamó Beauchamp, creyendo poner al conde en un aprieto.

    -No, señor -respondió el conde, y sacó de su bolsillo una maravillosa cajita incrustada en una sola esmeralda, y cerrada por una rosca de oro, que desatornillándose, daba paso a una bolita de color verdoso y del tamaño de un guisante. Esta bola tenía un color ocre y olor penetrante. Había cuatro o cinco iguales en la esmeralda, y podía contener hasta una docena.

    La cajita fue pasando de mano en mano por todos los invitados, más para examinar esta admirable esmeralda que para ver o analizar las píldoras.

    -¿Es vuestro cocinero quien os prepara este manjar? -inquirió Beauchamp.

    -No, no, señor -dijo Montecristo-, yo no entrego mis goces reales como éste a merced de manos indignas. Soy bastante buen químico, y preparo las píldoras yo mismo.

    -Es una esmeralda admirable, y la más gruesa que he visto jamás, aunque mi madre tiene algunas joyas de familia bastante notables -dijo Chateau Renaud.

    -Tenía tres iguales -respondió Montecristo-, he dado una al Gran Señor, que la ha hecho engarzar en su espada; otra a nuestro Santo Padre el Papa, que la hizo incrustar en su mitra, frente a otra esmeralda casi parecida, pero menos hermosa, sin embargo, que había sido regalada a su predecesor por el emperador Napoleón. He guardado la tercera para mí, y la he hecho ahuecar, lo que le ha quitado la mitad de su valor, pero es más cómoda para el use a que he querido destinarla.

    Todos contemplaban a Montecristo con admiración. Hablaba con tanta sencillez, que era evidente que decía la verdad o que estaba loco; sin embargo, la esmeralda que había quedado entre sus manos hacía que se inclinasen hacia la primera suposición.

    -¿Y qué os dieron esos dos hombres a cambio de tan magnífico regalo? -preguntó Debray.

    -El Gran Señor, la libertad de una mujer -respondió el conde-; nuestro Santo Padre el Papa, la vida de un hombre. De suerte que, una vez en mi vida, he sido tan poderoso como si Dios me hubiese hecho nacer en las gradas de un trono.

    -Y es a Pepino a quien habéis libertado, ¿no es verdad? -exclamó Morcef-. ¿Es en él en quien habéis hecho aplicación de vuestro derecho de gracia?

    -Tal vez -dijo Montecristo sonriendo.

    -Señor conde, no podéis formaros una idea del placer que experimento al oíros hablar así -dijo Morcef-. Os había anunciado a mis amigos como un hombre fabuloso, como un mago de las Mil y una noches, como un nigromántico de la Edad Media; pero los parisienses son tan sutiles y materiales, que toman por capricho de la imaginación las verdades más indiscutibles, cuando estas verdades no entran en todas las condiciones de su existencia cotidiana. Por ejemplo, aquí tenéis a Debray y Beauchamp, que leen, todos los días, que han sorprendido y han robado en el boulevard a un miembro del Jockey Club que se retiraba tarde, que han asesinado a cuatro personas en la calle de Saint-Denis, o en el arrabal de Saint-Germain; que han apresado diez, quince o veinte ladrones, sea en un café del boulevard del Temple, o en San Julián; que disputan la existencia de los bandidos de Marennes del campo de Roma, o de las lagunas Pontinas. Decidles, pues, vos mismo, os lo suplico, señor conde, que he sido raptado por esos bandidos, y que sin vuestra generosa intercesión esperaría hoy probablemente la resurrección eterna en las catacumbas de San Sebastián, en lugar de darles una comida en mi casita de la calle de Helder.

    -¡Bah! -dijo Montecristo-, me habíais prometido no hablarme nunca de ese asunto.

    -No soy yo, señor conde -exclamó Morcef-, es algún otro a quien habéis hecho el mismo servicio que a mí y al que confundiréis conmigo.

    -Os ruego que hablemos de otra cosa -dijo el conde de MonteCristo-, porque si continuáis hablando de esta circunstancia, puede ser que me digáis, no solamente un poco de lo que sé, sino algo de lo que ignoro. Pero me parece -añadió sonriendo-, que habéis representado en todo este asunto un papel bastante importante para saber tan bien como yo lo que ha pasado.

    -¿Queréis prometerme, si digo todo lo que sé -dijo Morcef-, decirme luego lo que vos sepáis?

    El conde respondió:

    -De acuerdo.

    -Pues bien -replicó Morcef-, aunque padezca mi amor propio, he de decir que me creí durante tres días objeto de las atenciones de una máscara, a quien yo juzgué alguna descendiente de las Julias o de las Popeas, entretanto que era pura y sencillamente objeto de las coqueterías de una contadina, y observad que digo contadina por no decir aldeana. Lo que sé es que, como un inocente, más inocente aún que de quien yo hablaba ahora, tomé por esta aldeana a un joven bandido de quince a dieciséis años, imberbe, de talle delicado, quien en el momento en que quería propasarme hasta depositar un beso en sus castos hombros, me puso una pistola en el pecho, y con la ayuda de siete a ocho de sus compañeros, me condujeron, o mejor dicho, me arrastraron, al fondo de las catacumbas de San Sebastián, donde encontré al jefe de los bandidos, por cierto, tan instruido que leía los Comentarios del César, y que se dignó interrumpir su lectura para decirme, que si al día siguiente a las seis de la mañana no entregaba cuatro mil escudos, al día siguiente a las seis y cuarto habría dejado de existir. La carta obra en poder de Franz, firmada por mí, con una postdata de Luigi Vampa. Si dudáis de ello, escribo a Franz, el cual hará legalizar las firmas. Hasta aquí, todo lo que sé. Lo que yo no sé ahora es cómo fuisteis, señor conde, a infundir tanto respeto a los

    bandidos de Roma, que respetan tan pocas cosas. Os confieso que Franz y yo nos quedamos sorprendidos.

    -Es muy sencillo -respondió el conde-, yo conocía al famoso Vampa hacía más de diez años. Muy joven, cuando era pastor, un día que le di una moneda de oro por haberme enseñado ml camino, me dio, para no deberme nada, un puñal tallado por él y que habréis visto en mi colección de armas. Más tarde, sea que hubiese olvidado este cambio de regalos o que no me hubiese reconocido, intentó robarme, pero fui yo, al contrario, quien le apresé a él y a una docena de los suyos. Podía entregarle a la justicia romana, que es ejecutiva, y que lo hubiera sido aún más con ellos, pero no hice nada. Lo solté con sus compañeros.

    -Pero con la condición de que no robarían ya más -dijo el periodista riendo-. Veo con placer que han cumplido escrupulosamente su palabra.

    -No, señor -respondió Montecristo-, con la simple condición de que me respetaría a mí y a los míos. Lo que voy a deciros se os antojará extraño a vosotros, señores socialistas, progresistas, humanitaristas, y es que yo no me ocupo nunca de mi prójimo, no procuro nunca proteger a la sociedad que no me protege, y diré aún más, que no se ocupa generalmente de mí, sino para perjudicarme, y retirándoles mi estimación y guardando la neutralidad frente a ellos, es aún la sociedad y mi prójimo quienes me deben agradecimiento.

    -¡Sea en buena hora! -exclamó Chateau Renaud-. He aquí el primer hombre intrépido a quien he oído predicar leal y francamente el egoísmo, es hermoso esto: ¡Bravo, señor conde!

    -Por lo menos es franco -dijo Morrel-, pero estoy seguro que el señor conde no se habrá arrepentido de haber faltado alguna vez a los principios que, sin embargo, acaba de exponernos de una manera tan absoluta.

    -¿Cómo que he faltado a esos principios? -inquirió Montecristo, que de vez en cuando no podía dejar de mirar a Maximiliano con tanta atención que ya dos o tres veces el atrevido joven había bajado los ojos delante de la mirada fija y penetrante del conde.

    -Me parece -respondió Morrel-, que libertando al señor de Morcef, a quien no conocíais, servíais a vuestro prójimo y a la sociedad.

    -De la cual constituye su ornato más preciado -dijo gravemente Beauchamp, vaciando de un solo sorbo un vaso de champán.

    -Señor conde -exclamó Morcef-, estáis cogido, a pesar de ser uno de los más sólidos argumentadores que conozco, y se os va a demostrar que, lejos de ser un egoísta, sois, al contrario, un filántropo.

    ¡Ah, señor conde! Vos os llamáis oriental, levantino, malayo, indio, chino, salvaje, os llamáis Montecristo por vuestro nombre de familia, Simbad el Marino por vuestro nombre de pila y al poner el pie en París, poseéis por instinto el mayor mérito o el mayor defecto de nuestros excéntricos parisienses, es decir, que usurpáis los vicios que no tenéis, y que ocultáis las virtudes que os adornan.

    -Mi querido vizconde -repuso Montecristo-, no veo en todo lo que he dicho o hecho, una sola palabra que me valga por vuestra parte y la de estos señores el pretendido elogio que acabo de recibir. Vos no sois un extraño para mí, porque os conocía, os había cedido dos habitaciones, dado de almorzar, prestado uno de mis carruajes, porque habíamos visto pasar las máscaras juntos en la calle del Corso, y porque habíamos presenciado desde una ventana de la plaza del Popolo aquella ejecución que os causó tan fuerte impresión. Ahora bien, pregunto a estos señores, ¿podía yo dejar a mi huésped en manos de esos infames bandidos, como vos los llamáis? Además, vos lo sabéis, el salvador tenía una segunda intención, que era servirme de vos para introducirme en los salones de París cuando viniese a visitar Francia. Algún tiempo habéis podido considerar esta resolución como un proyecto vago y fugitivo, pero hoy, bien lo veis, es una realidad, a la cual es menester someteros, so pena de faltar a vuestra palabra.

    -Y he de cumplirla -dijo Morcef-, pero temo que quedéis descontento, mi querido conde. Vos que estáis acostumbrado a los grandes parajes, a los acontecimientos pintorescos, a los horizontes fantásticos. Nosotros no conocemos el menor episodio del género de aquellos a que os ha acostumbrado vuestra vida aventurera. Nuestro Chimborazo es Montmartre, nuestro Himalaya es el Mont-Valerien, nuestro gran desierto es la llanura de Grenelle, en que hay algún que otro pozo para que las caravanas encuentren agua. Entre nosotros hay ladrones, pero de esos ladrones que temen más a un muchacho del pueblo que a un gran señor; en fin, Francia es un país tan prosaico, y París una ciudad tan civilizada, que no encontraréis en nuestros ochenta y cinco departamentos, digo ochenta y cinco, porque exceptúo Córcega, no hallaréis en nuestros ochenta y cinco departamentos la menor montaña en que no haya un telégrafo y la menor gruta, por lóbrega que sea, en que un comisario de policía no haya hecho poner el gas. Sólo un servicio puedo prestaros, mi querido conde, y es presentaros por todas partes, o haceros presentar por mis amigos, pero vos no tenéis necesidad de nadie para eso, con vuestro nombre, vuestra fortuna y vuestro talento (Montecristo se inclinó con una sonrisa ligeramente irónica), os podéis presentar sin necesidad de nadie, y seréis bien recibido de todo el mundo. En realidad, únicamente puedo serviros en una cosa: si alguna de las costumbres de la vida Parisiense, alguna experiencia, algún conocimiento de nuestros bazares pueden recomendarme a vos, me pongo a vuestra disposición para buscaros una casa de las mejores. No me atrevo a proponeros que compartáis conmigo mi habitación, tal como hice yo en Roma con la vuestra, yo que no profeso el egoísmo, pero que soy egoísta por excelencia, no podría tolerar en mí cuarto ni una sombra, a no ser la de una mujer.

    -¡Ah!, ésa es una reserva conyugal. En efecto, en Roma me dijisteis algo acerca de un casamiento..., debo felicitaros por vuestra próxima felicidad.

    -La cosa sigue en proyecto, señor conde.

    -Y quien dice proyecto -dijo Debray-, quiere decir inseguridad.

    -¡No! ¡No! -dijo Morcef-, mi padre está empeñado, y yo espero antes de poco presentaros, si no a mi mujer, por lo menos a mi futura esposa, la señorita Eugenia Danglars.

    -¡Eugenia Danglars! -respondió el conde de Montecristo--, aguardad, ¿no es su padre el barón Danglars?

    -Sí -respondió Alberto-, pero barón de nuevo cuño.

    -¡Oh, qué importa! -respondió Montecristo-, si ha prestado al Estado servicios que le hayan merecido esa distinción.

    -¡Oh! , enormes -dijo Beauchamps-. Aunque liberal en el alma, completó en 1829 un empréstito de seis millones para el rey Carlos X, que le ha hecho barón y caballero de la Legión de Honor, de modo que lleva su cinta, no en el bolsillo del chaleco, como pudiera creerse, sino en el ojal del frac.

    -¡Ah! -dijo Alberto riendo-, Beauchamp, Beauchamp, guardad eso para el Corsario y el Charivari, pero delante de mí, no habléis así de mifuturo suegro.

    Luego dijo, volviéndose hacia Montecristo.

    -¡Pero hace poco habéis pronunciado su nombre como si conocierais al barón!

    No le conocía -respondió el conde de Montecristo-, pero no tardaré en conocerle, puesto que tengo un crédito abierto sobre él por la casa de Richard y Blount de Londres, Arstein y Estelus, de Viena, y Thompson y French, de Roma.

    Y al pronunciar estas palabras, Montecristo miró de reojo a Maximiliano.

    Si el extranjero había esperado que sus palabras produjeran algún efecto en Maximiliano Morrel, no se había engañado. Maximiliano se estremeció como si hubiese recibido una conmoción eléctrica.

    -Thompson y French -dijo-, ¿conocéis esa casa, caballero?

    -Son mis banqueros en la capital del mundo cristiano -respondió el conde-, ¿puedo serviros de algo respecto a esos señores?

    -¡Oh!, señor conde, podríais ayudarnos en unas pesquisas que hasta ahora han sido infructuosas. Esa casa prestó hace tiempo un gran servicio a la nuestra, y no sé por qué siempre negó que lo hubiera hecho.

    -Estoy a vuestras órdenes, caballero -respondió Montecristo inclinándose.

    -Pero -dijo Alberto-, nos hemos apartado de la conversación que teníamos respecto a Danglars. Se trataba de buscar una buena habitación al conde de Montecristo. Veamos, señores, pensemos, ¿dónde alojaremos a este nuevo habitante de París?

    -En el barrio de Saint-Germain -dijo Chateau Renaud-, este caballero encontrará allí una casa encantadora entre patio y jardín.

    -¡Bah! -dijo Debray-, no conocéis más que vuestro triste barrio de Saint-Germain; no le escuchéis, señor conde; buscad casa en la Chaussée d'Antin, éste es el verdadero centro de París.

    -En el Boulevard de la Opera -dijo Beauchamp-, en el piso principal, una casa con dos balcones. El señor conde hará llevar a ella almohadones de terciopelo bordados de plata, y fumando en pipa o tragando sus píldoras, verá desfilar ante sus ojos a toda la capital.

    -Y vos, Morrel, ¿no tenéis idea? ¿No proponéis nada? -dijo Chateau Renaud.

    -Claro que sí -dijo sonriendo el joven-, al contrario, tengo una, pero esperaba que el señor conde siguiese algunas de las brillantes proposiciones que acaban de hacerle. Ahora, como no ha respondido, creo poder ofrecerle una habitación en una casa encantadora, a la Pompadour, que mi hermana alquiló hace un año en la calle de Meslay. -¿Tenéis una hermana? -preguntó Montecristo.

    -Sí, señor; una excelente hermana, por cierto. -¿Casada? -Pronto hará nueve años. -¿Dichosa? -preguntó de nuevo el conde.

    -Tan dichosa como puede serlo una criatura humana -respondió Maximiliano-. Se ha casado con el hombre que amaba, el cual nos ha sido fiel en nuestra mala fortuna: Manuel Merbant.

    Montecristo se sonrió de un modo imperceptible.

    -Vivo allí mientras estoy aquí -continuó Maximiliano-, y estoy con mi cuñado Manuel a la disposición del señor conde, para todo lo que precise.

    -Un momento -exclamó Alberto antes que Montecristo hubiese podido responder-, cuidado con lo que hacéis, señor Morrel, vais a hacer entrar a un viajero, a Simbad el Marino, en la vida de familia. Vais a convertir en patriarca a un hombre que ha venido para ver París.

    -¡Oh!, no -respondió Morrel sonriendo-, mi hermana tiene veinticinco años, mi cuñado treinta, son jóvenes, alegres y dichosos; por otra parte, el señor conde estará en su casa y no encontrará a sus huéspedes sino cuando quiera bajar a verlos.

    -Gracias, señor, muchas gracias -dijo Montecristo-. Me encantaría que me presentaseis a vuestra hermana y cuñado, si gustáis hacerme este honor; pero no he aceptado la oferta de ninguno de estos señores porque tengo ya mi habitación preparada.

    -¡Cómo! -exclamó Morcef-, vais a ir a una fonda, eso no sería propio de vuestra categoría.

    -¿Tan mal estaba en Roma? -preguntó Montecristo.

    -Qué diantre, en Roma -dijo Morcef- gastasteis cincuenta mil piastras para haceros amueblar una habitación, pero presumo que no estáis dispuesto a repetir todos los días un gasto semejante.

    -No es eso lo que me ha detenido -respondió Montecristo-, pero estaba resuelto a tener una casa en París, una casa mía, se entiende. Envié de antemano a mi criado, y ya ha debido habérmela comprado y amueblado.

    -Pero ese criado no conoce París -exclamó Beauchamp.

    -Es la primera vez, como yo, que viene a Francia, caballero; es negro y no habla ---dijo Montecristo.

    -¿Entonces es A1í? -preguntó Alberto en medio de la sorpresa general.

    -Sí, señor, es A1í, mi nubio, mi mudo, el que habéis visto en Roma, según creo.

    -Sí, me acuerdo perfectamente -,dijo Morcef.

    -¿Pero cómo habéis encargado a un nubio que os comprara una casa en París, y a un mudo hacerla amueblar? Harán las cosas al revés.

    -Desengañaos, estoy seguro de que todas las cosas las ha hecho a gusto mío, porque bien sabéis que mi gusto no es el de todos los demás. Ha llegado hace ocho días, habrá recorrido toda la ciudad con ese instinto que podría tener un buen perro cazador. Conoce mis caprichos, mis necesidades, todo lo habrá organizado a mi placer. Sabía que yo había de llegar hoy a las diez, me esperaba desde las nueve en la barrera de Fontainebleau, me entregó este papel. En él están escritas las señas de mi casa, mirad, Teed -y Montecristo entregó un papel a Alberto.

    -Campos Elíseos, número 30 -leyó Morcef.

    -¡Ah! ¡Eso sí que es original! -no pudo menos de exclamar Beauchamp.

    -¡Cómo! ¿Aún no sabéis dónde está vuestra casa? -preguntó Debray.

    -No -dijo Montecristo-, ya os he dicho que quería llegar puntual a la cita. Me he vestido en mi carruaje y me he apeado a la puerta del vizconde.

    Los jóvenes se miraron. No sabían si era una comedia representada por el conde de Montecristo, pero todo cuanto salía de su boca tenía un carácter tan original, tan sencillo, que no se podía suponer que estuviera mintiendo. ¿Y por qué había de mentir?

    -Preciso será contentarnos -dijo Beauchamp- con prestar a1 señor conde todos los servicios que estén en nuestra mano; yo, como periodista, le ofrezco la entrada en todos los teatros de París.

    -Muy agradecido, caballero -dijo sonriéndose Montecristo-, pero es el caso que mi mayordomo ha recibido ya la orden de abonarme a todos ellos.

    -¿Y vuestro mayordomo es también algún mudo? -preguntó Debray.

    -No, señor, es un compatriota vuestro, si es que un corso puede ser compatriota de alguien, pero vos le conocéis, señor de Morcef.

    -¿Sería tal vez aquel valeroso Bertuccio, tan hábil para alquilar balcones?

    -El mismo. Y le visteis el día en que tuve el honor de almorzar en vuestra compañía. Es todo un hombre, tiene un poco de soldado, de contrabandista, en fin, de todo cuanto se puede ser. Y no juraría que no haya tenido algún altercado con la policía..., una fruslería, por no sé qué cuchilladas de nada.

    -¿Y habéis escogido a ese honrado ciudadano para ser vuestro mayordomo? ¿Cuánto os roba cada año?

    -Menos que cualquier otro, estoy seguro -contestó el conde-; pero hace mi negocio, para él no hay nada imposible, y por eso le tengo a mi servicio.

    -Entonces -dijo Chateau Renaud-, ya tenéis la casa puesta, poseéis un palacio en los Campos Elíseos, criados, mayordomo, no os falta sino una esposa.

    Alberto se sonrió, pensaba en la hermosa griega que había visto en el palco del conde en el teatro Valle y en el teatro Argentino.

    -Tengo algo mejor ---dijo Montecristo-, tengo una esclava. Vosotros alabáis a vuestras señoras del teatro de la Opera, del Vaudeville, del de Varietés, mas yo he comprado la mía en Constantinopla, me ha

    costado bastante cara, pero ya no tengo necesidad de preocuparme de nada.

    -Sin embargo, ¿olvidáis -dijo riendo Debray-, que somos, como dijo el rey Carlos, francos de nombre, francos de naturaleza, y que en poniendo el pie en tierra de Francia, el esclavo es ya libre?

    -¿Y quién se lo ha de decir? -preguntó el conde.

    -El primero que llegue.

    -Sólo habla romaico.

    -¡Ah!, eso es otra cosa.

    -¿Pero la veremos al menos? -preguntó Beauchamp-; teniendo un mudo, tendréis también eunucos.

    -¡No, a fe mía! -dijo Montecristo-, no llevo el orientalismo hasta tal punto. Todos los que me rodean pueden dejarme, y no tienen necesidad de mí ni de nadie. He ahí la razón, quizá, de por qué no me abandonan.

    Al cabo de mucho rato, pasado en los postres y en fumar, Debray dijo levantándose:

    -Son las dos y media, vuestro convite ha sido delicioso, mas no hay compañía, por buena que sea, que no sea preciso dejar, y aún algunas veces, por otra peor; es necesario que vuelva a mi ministerio. Hablaré del conde al ministro, será menester que sepamos quién es.

    -Andad con cuidado -dijo Morcef-, los más atrevidos han renunciado a hacerlo.

    -¡Bah!, tenemos tres millones para nuestra policía. Es verdad que casi siempre se gastan antes, pero no importa. Siempre quedan unos cincuenta mil francos.

    -¿Y cuando sepáis quién es, me lo comunicaréis?

    -Os lo prometo. Adiós, Alberto. Señores, servidor vuestro.

    Y al salir Debray exclamó muy alto en la antesala:

    -Daos prisa.

    -¡Bien! -dijo Beauchamp a Alberto-, no iré a la Cámara, pero tengo que ofrecer a mis lectores algo mejor que un discurso de Danglars.

    -Hacedme un favor, Beauchamp; ni una palabra, os lo suplico, no me quitéis el mérito de presentarle y de explicarle. ¿No es cierto que es curioso?

    -Es mucho mejor que eso -respondió Chateau Renaud-, es realmente uno de los hombres más extraordinarios que he visto en mi vida. ¿Venís, Morrel?

    -Aguardad, voy a dar una tarjeta al conde, que me ha prometido hacerme una visita, calle Meslay, número 14.

    -Estad seguro de que no faltaré -dijo el conde inclinándose.

    Y Maximiliano Morrel salió con el barón de Chateau Renaud, dejando solos a Montecristo y Morcef.
     
  11. mai^a

    mai^a My Garden

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    Re: ... de poetas, cuentos y leyendas

    Si clau!, todos los cuentos e historias que encierra Corazón
    son emocionantes, ademas porque De Amicis narra sus historias
    en el momento que trascurrían acontecimientos históricos ya
    en Italia, sus relatos son verosímiles; si leemos la historia
    de lo que fue la Unificación Italiana y todo lo conllevó a lograrla
    entendemos muchos de sus relatos.
     
  12. clause

    clause Claudia

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    Re: ... de poetas, cuentos y leyendas

    Si reflejan una época, y las emociones que transmiten van para todos los tiempos!!!:razz:
     
  13. mai^a

    mai^a My Garden

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    Re: ... de poetas, cuentos y leyendas

    [​IMG]

    La voluntad

    Miércoles, 28

    Mi compañero Stardi sería capaz de imitar al pequeño florentino.
    Esta mañana ocurrieron en la escuela dos sucesos memorables:
    Garoffi estaba loco de contento porque le habían devuelto su
    álbum con la propina de tres sellos de la república de Guatemala,
    que él buscaba desde hacía tres meses. Stardi, por su parte, ha
    obtenido la segunda medalla. ¡Casi nada! ¡Stardi el primero de la
    clase después de Derossi!

    Todos quedamos sorprendidos. ¡Quién lo habría dicho en octubre
    cuando le llevó su padre metido en el capote verde, diciendo al
    maestro en presencia de todos nosotros: «Tenga mucha paciencia
    con él, pues es bastante duro de mollera»! Al principio se le creía
    un perfecto adoquín. Pero él se dijo: «O reviento o triunfo»; y
    empezó a estudiar con ahínco de día y de noche, en casa, en la
    escuela, en el paseo, apretando los dientes y con los puños
    cerrados, tan paciente como un buey, terco como un mulo, y así,
    a fuerza de machacar, sin hacer caso de las burlas, y dando
    puntapiés o codazos a los que le distraían, el testarudo ha
    adelantado a los demás.

    No comprendía lo más mínimo de Aritmética; llenaba de disparates
    las redacciones, no lograba aprender de memoria un período y
    ahora resuelve los problemas, escribe correctamente y canta las
    lecciones como un papagayo. Claramente se ve que posee una
    voluntad de hierro si uno se fija en su facha: cabeza cuadrada y
    sin cuello, las manos cortas y gorditas, y una voz áspera. Estudia
    incluso en los pedazos de periódico y en los anuncios de los teatros;
    en cuanto reúne unas monedas se compra un libro, habiéndose ya
    formado, de ese modo, una pequeña biblioteca, y en un momento
    de buen humor me dijo que me llevaría a su casa para que la viera.
    No habla con nadie, ni enreda; siempre se le ve en el banco con los
    puños en las sienes, tan firme como una roca, oyendo la explicación
    del maestro. ¡Cuánto se ha debido esforzar el pobre Stardi!

    Aunque el maestro estaba esta mañana impaciente y de mal humor,
    al entregarle la medalla, le dijo:

    -Te felicito, Stardi, el que la sigue la consigue.

    Pero él no parecía estar enorgullecido; ni siquiera se ha sonreído, y
    en cuanto ha regresado al banco, con su medalla, ha vuelto a apoyar
    las sienes en los puños, a estar más inmóvil y con mayor atención que
    antes. Pero lo mejor ha ocurrido a la salida. Le esperaba su padre, un
    sangrador, grueso y tosco como él, de cara ancha y voz de trueno.
    El hombre no se esperaba aquella medalla, ni lo quería creer; fue
    menester que se lo asegurase el maestro, y entonces se echó a reír
    de gusto, dio una suave manotada en el pescuezo de su hijo, diciendo
    en voz alta:

    -¡Muy bien, querido ceporrón mío!

    Y le miraba sumamente complacido, asombrado y riéndose de gusto.
    También nos sonreíamos todos los que estábamos a su alrededor; pero
    no él, que estaba serio pensando ya en la lección del día siguiente.
     
  14. clause

    clause Claudia

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    Re: ... de poetas, cuentos y leyendas

    Precioso!!! :beso: :beso: :razz: :razz:
     
  15. clause

    clause Claudia

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    Re: ... de poetas, cuentos y leyendas

    Alejandro Dumas (Padre)
    El Conde de Montecristo
    Tercera Parte

    Capítulo segundo

    La presentación

    Cuando Alberto se encontró a solas y frente a frente con MonteCristo, le dijo:

    -Señor conde, permitidme que empiece mi nuevo oficio de cicerone haciéndoos una descripción de una habitación del joven acostumbrado a los palacios de Italia; esto os servirá para saber en cuántos pies cuadrados puede vivir un joven que no pasa de ser de los más mal alojados. A medida que vayamos pasando de una pieza a otra, iremos abriendo las ventanas para que podáis respirar.

    Montecristo conocía ya el comedor y el salón del piso bajo. Alberto le condujo a su estudio, éste era su cuarto predilecto.

    Montecristo era digno apreciador de todas las cosas que Alberto había acumulado en esta estancia; antiguos cofres, porcelanas del Japón, alfombras de Oriente, juguetes de Venecia, armas de todos los países del mundo, todo le era familiar, y a la primera ojeada conocía el siglo, el país y el origen. Morcef había creído ser el que explicase, y él era el que estudiaba bajo la dirección del conde un curso completo de arqueología, de mineralogía y de historia natural. Alberto hizo entrar a su huésped en el salón. Las paredes estaban cubiertas de cuadros de pintores modernos, paisajes de Drupé con sus bellos arroyos, sus árboles desgajados, sus vacas paciendo y sus encantadores cielos. Tenía también jinetes árabes de Delacroix con largos albornoces blancos, cinturones brillantes y con armas damasquinas, y cuyos caballos muerden el bocado con rabia, mientras que los hombres se desgarran con mazas de hierro; las aguadas de Boulanger representando toda Nuestra Señora de París, con aquel vigor que hace del pintor el émulo del poeta. Telas de Díaz que hace a las flores más hermosas de lo que son en la realidad, el sol más brillante de lo que es. Dibujos de Decamo con un colorido como el de Salvatore Rosa, pero más poético; pasteles de Giraud y de Muller representando niños con cabezas de ángeles, mujeres de facciones virginales, bocetos arrancados del álbum del viaje a Oriente de Dacorats, que fueron trazados

    en algunos segundos sobre la silla de algún camello o sobre la cúpula de una mezquita, en fin, todo lo que el arte moderno puede dar en cambio y en indemnización del arte perdido con los siglos precedentes.

    Alberto esperó mostrar por lo menos esta vez alguna cosa nueva al extraño viajero, pero con gran admiración, éste, sin tener necesidad de buscar las firmas, en que algunas, por otra parte, no estaban representadas sino por iniciales, aplicó en seguida el nombre de cada autor a su obra, de manera que era fácil ver que no solamente cada uno de estos nombres le era conocido, sino que cada uno de estos talentos habían sido apreciados y estudiados por él.

    Del salón pasaron al dormitorio, que era a la vez un modelo de elegancia y de gusto severo; un solo retrato, pero firmado por Leopoldo Rober, resplandecía en su marco de oro mate.

    Este retrato atrajo al principio las miradas del conde de Montecristo, porque dio tres pasos rápidos en la habitación, y se paró de repente delante de él.

    Era el de una joven de veinticinco o veintiséis años, de tez morena, de mirada de fuego, velada bajo unos hermosos párpados. Llevaba el traje pintoresco de las pescadoras catalanas con su corpiño encarnado y negro, y sus agujas de oro enlazadas en los cabellos. Miraba al mar, y su elegante contorno se destacaba sobre el doble azul de las olas y del cielo.

    La habitación estaba sumida en la penumbra, sin lo cual Alberto hubiese podido ver la lívida palidez, que se extendía sobre las mejillas del conde y sorprender el temblor nervioso que sacudió sus hombros y su pecho. Hubo un instante de silencio, durante el cual Montecristo permaneció con la mirada obstinadamente clavada en esta pintura.

    -Tenéis ahí una hermosa querida, vizconde -dijo Montecristo con una voz perfectamente segura-. Y ese traje de baile sin duda le sienta a las mil maravillas.

    -¡Ah!, señor -dijo Alberto-, he aquí un error que no me perdonaría si al lado de este retrato hubieseis visto algún otro. Vos no conocéis a mi madre, caballero. Es a ella a quien veis en ese lienzo; se hizo retratar así hace seis a ocho años. Ese traje es de capricho, a lo que parece. La condesa mandó hacer este retrato durante una ausencia del conde. Sin duda quería prepararle para su vuelta una agradable sorpresa. Pero, cosa rara, ese retrato desagradó a mi padre, y el valor de la pintura, que es como ya veis una de las mejores de Leopoldo Rober, no pudo vencer su antipatía por el cuadro. La verdad, aquí para nosotros, mi querido conde, es que el señor Morcef es uno de los pares más asiduos del Luxemburgo, pero un amante del arte de los más medianos; en cambio, mi madre pinta de un modo bastante notable, y estimando demasiado una obra semejante para separarse de ella, me la ha dado, para que en mi cuarto esté menos expuesta a desagradar al señor de Morcef que en el suyo, donde veréis el retrato pintado por Gros. Perdonadme si os hablo de una manera tan familiar, pero como voy a tener el honor de conduciros a la habitación del conde, os digo esto para que no se os escape elogiar este retrato delante de él. Fuera de esto, posee una funesta influencia, porque es muy raro que mi madre venga a mi cuarto sin mirarle, y más raro aún que le mire sin llorar. La nube que levantó la aparición de esta pintura en el palacio, es la única que ha habido entre el conde y la condesa, quienes aunque casados hace más de veinte años, están aún unidos como el primer día.

    El conde lanzó una rápida mirada sobre Alberto, como para buscar una intención oculta en estas palabras, pero era evidente que el joven lo había dicho con toda la sencillez de su alma.

    -Ahora -dijo Alberto-, que habéis visto todas mis riquezas, señor conde, permitidme ofrecéroslas, por indignas que sean; consideraos aquí como en vuestra casa, y para mayor franqueza aún, dignaos acompañarme al cuarto del señor Morcef, a quien escribí desde Roma el servicio que me prestasteis y a quien anuncié la visita que me habíais prometido, y puedo decirlo, el conde y la condesa esperaban con impaciencia que les fuese permitido daros las gracias. Estáis un poco cansado de estas cosas, lo sé, señor conde, y las escenas de familia no tienen mucho atractivo para Simbad el Marino, ¡habréis visto muchas escenas! Sin embargo, aceptad la que os propongo, como iniciativa de la vida parisiense, vida de política, de visitas y de presentaciones.

    Montecristo se inclinó sin responder, aceptaba la proposición sin entusiasmo y sin pesar, como una de esas conveniencias de sociedad de que todo hombre de educación se hace un deber. Alberto llamó a su criado y le mandó que avisara a los señores de Morcef de la próxima llegada del conde de Montecristo.

    Alberto le siguió con el conde.

    A1 llegar a la antesala, veíase encima de la puerta que daba acceso al salón un escudo que por sus ricos adornos y su armonía indicaba la importancia que el propietario daba a aquel aposento.

    Montecristo se detuvo delante del blasón, que examinó detenidamente.

    -Campo azul y siete merletas de oro puestas en fila. ¿Sin duda será éste el escudo de vuestra familia, caballero? -inquirió-. Excepto el conocimiento de las piezas que me permite descifrarlo, soy un ignorante en cuanto a heráldica. Yo, conde de casualidad, fabricado por la Toscana, ayudado por una encomienda de San Esteban, y que hubiera pasado siendo gran señor, si no me hubiesen repetido que cuando se viaja mucho es totalmente imprescindible. Porque, al fin, siempre es preciso, aunque no sea más que para cuando los aduaneros os registran, tener algo en la portezuela de vuestro carruaje. Excusadme, pues, si os hago tal pregunta.

    -De ningún modo es indiscreta -dijo Morcef con la sencillez de la convicción-, y lo habéis adivinado, son nuestras armas, es decir, las de la familia de mi padre, pero como veis, están unidas a otro escudo con una torre de oro, que es de la familia de mi madre. Por parte de las mujeres soy español, pero la casa de Morcef es francesa, y según he oído decir, una de las más antiguas del Mediodía de Francia.

    -Sí -repuso el conde de Montecristo-, lo indican las aves. Casi todos los peregrinos armados que intentaron o que hicieron la conquista de Tierra Santa tomaron por armas cruces, señal de la misión que iban a cumplir; o aves de paso, símbolo del largo viaje que iban a emprender, y que esperaban acabar con las alas de la fe. Uno de vuestros abuelos paternos debió de tomar parte en una de las cruzadas, y suponiendo que no sea más que la de San Luis, ya esto os remonta al siglo XI, lo cual no deja de ser interesante.

    -Es muy posible --dijo Morcef-, mi padre tiene en el gabinete un árbol genealógico que nos explicará todo esto. Pero ahora no pensemos en ello y sin embargo os diré, señor conde, y esto entra en mis obligaciones de cicerone, que empiezan a ocuparse mucho de estas cosas en estos tiempos de gobierno popular.

    -¡Pues bien!, vuestro gobierno debió elegir algo mejor que esos dos carteles que he visto en vuestros monumentos, y que no tienen ningún sentido heráldico. En cuanto a vos, vizconde, sois más feliz que vuestro gobierno, porque vuestras armas son verdaderamente hermosas y hablan a la fantasía. Sí, eso es, sois a un tiempo de Provenza y de España, lo cual está explicado, si el retrato que me habéis mostrado es semejante por su hermoso color moreno que tanto admiraba yo en el rostro de la noble catalana.

    Preciso hubiera sido ser otro Edipo o la misma Esfinge para adivinar la ironía que dio el conde a estas palabras, llenas en apariencia de la mayor cortesía. Morcef le dio las gracias con una sonrisa y pasando delante del conde para mostrarle el camino, abrió la puerta que estaba debajo de sus armas, y que, como hemos dicho, comunicaba con el salón. En el lugar principal de este salón veíase asimismo un retrato, era el de un hombre de treinta y ocho años, vestido con uniforme de oficial general, con sus dos charreteras, señal de los grados superiores, la cinta de la Legión de Honor alrededor del cuello, lo cual indicaba que era comendador, y en el pecho, al lado derecho, la placa de gran oficial de la Orden del Salvador, y a la izquierda la de la gran cruz de Carlos III, lo cual indicaba que la persona representada por este retrato hizo la guerra a Grecia y a España, o lo que viene a ser lo mismo, había cumplido alguna misión diplomática en ambos países.

    Montecristo se hallaba ocupado en examinar este retrato con no menos atención que había examinado el otro, cuando se abrió una puerta lateral y vio al conde de Morcef en persona.

    Era un hombre de cuarenta a cuarenta y cinco años, pero que aparentaba cincuenta por lo menos, cuyo bigote y cejas negras contrastaban con unos cabellos casi blancos, enteramente cortados según la moda militar. Iba vestido de paisano, y llevaba en su ojal una cinta, cuyos diferentes colores recordaban las diversas órdenes de que estaba condecorado. Este hombre entró con paso digno y presuroso. Montecristo le vio venir sin dar un paso, hubiérase dicho que sus pies estaban clavados en el suelo, como sus ojos lo estaban en el rostro del conde de Morcef.

    -Padre -dijo el joven-, tengo el honor de presentaros al señor conde de Montecristo, el generoso amigo que he tenido el honor de encontrar en las difíciles circunstancias que ya conocéis.

    -Tengo un gran placer en ver a este caballero -dijo el conde de Morcef sonriéndose-. Salvando usted la vida al único heredero, ha prestado a nuestra casa un servicio que avivará eternamente nuestro reconocimiento.

    Y al pronunciar estas palabras el conde de Morcef señalaba un sillón al de Montecristo, mientras él se sentaba frente a la ventana. En cuanto a Montecristo, mientras tomaba el sillón señalado por el conde de Morcef, se colocó de modo que permaneciese oculto en las sombras de las grandes colgaduras de terciopelo y pudiera leer en las facciones del conde una historia de secretos dolorosos, escritos en cada una de sus arrugas, esculpidas antes de tiempo.

    -La señora condesa -dijo Morcef- se hallaba en el tocador cuando el vizconde la mandó avisar la visita que iba a tener el honor de recibir, va a bajar y dentro de diez minutos estará en el salón.

    -Mucho honor es para mí -dijo Montecristo- el entrar, recién llegado a París, en relaciones con un hombre, cuyo nombre iguala a la reputación, y con quien la fortuna nunca se ha mostrado adversa, pero ¿no tienen todavía en las llanuras del Misisipí o en las montañas del Atlas, algún bastón de mariscal que ofreceros?

    -¡Oh! -repuso sonrojándose Morcef-, abandoné el servicio, caballero. Nombrado par en tiempo de la Restauración, estaba en la primera campaña y servía a las órdenes del mariscal Bourmont; podía, pues, aspirar a un mando superior, y quién sabe lo que habría ocurrido si la rama mayor hubiese permanecido en el trono. Pero la revolución de julio era, al parecer, demasiado gloriosa para ser ingrata, y lo fue, sin embargo, para todo servicio que no databa del periodo imperial, porque cuando como yo, se han ganado las charreteras en los campos de batalla, no se sabe maniobrar sobre el resbaladizo terreno de los salones. He abandonado la espada para entrar en la política, me dedico a la industria, estudio las artes útiles. Durante los veinte años que yo había permanecido en el servicio, lo había deseado mucho, pero me faltó tiempo.

    -Tales ideas son las que conservan la superioridad de vuestra nación sobre los otros países, caballero -respondió Montecristo-; un noble perteneciente a una gran casa, con una brillante fortuna, habéis consentido en ganar los primeros grados como oscuro soldado, esto es algo rarísimo. Después general, par de Francia, comendador de la Legión de Honor, consentís en volver a empezar una segunda carrera, sin otra esperanza que la de ser algún día útil a vuestros semejantes... ¡Ah caballero, es hermoso, diré más, sublime!

    Alberto miraba y escuchaba a Montecristo con asombro. No estaba acostumbrado a verle elevarse a tales grados de entusiasmo.

    -¡Ay! -continuó el extranjero, sin duda para desvanecer la imperceptible nube que estas palabras acababan de producir en la frente de Morcef-, nosotros no hacemos lo mismo en Italia, obramos según nuestra cuna y clase, y siempre que podamos obraremos así durante toda nuestra vida.

    -Pero, caballero -repuso el conde Morcef-, para un hombre de vuestro mérito, Italia no es una patria, y Francia os abre sus brazos, venid a ella. Francia no será 'quizás ingrata para todo el mundo, trata mal a sus hijos, pero generalmente recibe bien a los extranjeros.

    -¡Ah!, padre mío -dijo Alberto sonriéndose-, bien se ve que no conocéis al señor conde de Montecristo. No aspira a los hombres, y sólo se preocupa de lo que le puede facilitar un pasaporte.

    -Esa es, en mi opinión, la expresión más exacta que jamás he oído -respondió el extranjero.

    -Vos habéis sido dueño de vuestro porvenir -respondió el conde de Morcef con un suspiro-, y habéis elegido el camino de las flores.

    -Así es, caballero -respondió Montecristo con una de esas sonrisas que jamás podrá copiar un pintor, y en vano tratará de analizar un fisiólogo.

    -Si no hubiese temido fatigar al señor conde -repuso el general, encantado de los modales de Montecristo-, le habría conducido a la Cámara; hoy hay una sesión curiosa para el que no conozca a nuestros senadores modernos.

    -Os quedaré muy agradecido, caballero, si queréis renovarme esa oferta en otra ocasión, pero hoy me han lisonjeado con la esperanza de ser presentado a la señora condesa, y esperaré.

    -¡Ah!, ahí está mi madre --exclamó el vizconde.

    En efecto, Montecristo, volviéndose vivamente vio a la señora de Morcef en la puerta del salón opuesta a la otra por donde había entrado su marido. Pálida a inmóvil, dejó caer, cuando Montecristo se volvió hacia ella, su brazo, que, no se sabe por qué, se había apoyado sobre el dorado quicio de la puerta; estaba allí hacía algunos segundos, y había oído las últimas palabras pronunciadas por el extranjero.

    Este se levantó y saludó cortésmente a la condesa, que se inclinó a su vez, muda y ceremoniosa.

    -¡Ah! ¡Dios mío!, señora -preguntó el conde-. ¿Qué os sucede? ¿Os hace mal el calor de este salón?

    -¿Sufrís, madre mía? -exclamó el vizconde, lanzándose al encuentro de Mercedes.

    Ambos fueron recompensados con una sonrisa.

    -No -dijo-, pero he experimentado alguna emoción al ver por vez primera a la persona sin cuya intervención en este momento estaríamos sumergidos en lágrimas y desesperación. Caballero -prosiguió la condesa adelantándose con la majestad de una reina-, os debo la vida de mi hijo, y por este beneficio os bendigo. Ahora os agradezco el placer que me causáis procurándome una ocasión de daros las gracias como os he bendecido, es decir, con todo mi corazón.

    El conde se inclinó de nuevo, pero más profundamente que la primera vez; estaba aún más pálido que Mercedes.

    -Señora -dijo el conde-, y vos me recompensáis con demasiada generosidad por una acción muy sencilla, salvar a un hombre, ahorrar tormentos a un padre y a una madre, esto no es siquiera una buena obra, es sólo un acto de humanidad.

    A tales palabras pronunciadas con una cortesía y una dulzura delicadas, la señora de Morcef respondió con un acento profundo:

    -Mucha felicidad es para mi hijo, caballero, el teneros por amigo, y doy gracias a Dios que lo ha dispuesto todo así.

    Y Mercedes levantó al cielo sus bellos ojos con una gratitud tan infinita que el conde creyó ver temblar en ellos algunas lágrimas.

    El señor Morcef se acercó a su esposa.

    -Señora -dijo-, ya he dado mis excusas al señor conde por verme obligado a dejarle, y os suplico que vos se las renovéis. La sesión se abre a las dos, son las tres, y debo hablar en ella.

    -Descuidad, yo procuraré hacer olvidar vuestra ausencia a nuestro huésped -repuso la condesa-; señor conde --continuó ella, volviéndose hacia Montecristo-, ¿nos haréis el honor de pasar el día con nosotros?

    -Gracias, señora, y agradezco infinito vuestro ofrecimiento, pero me he apeado esta mañana a vuestra puerta desde el camino. Ignoro cómo estoy instalado en París. Esta es una inquietud ligera, lo sé, pero sin embargo, natural.

    -¿Al menos, tendremos otra vez este placer, nos lo prometéis? -preguntó la condesa.

    Montecristo se inclinó sin responder, aunque esta inclinación podía pasar por un asentimiento.

    -Entonces no os detengo, caballero -dijo la condesa-, porque no quiero que mi reconocimiento sea indiscreción.

    -Querido conde -dijo Alberto-, si queréis, voy a pagaros en París vuestro amable favor de Roma, y poner mi coupé a vuestra disposición hasta que tengáis tiempo de arreglar vuestros carruajes.

    -Un millón de gracias por vuestra bondad, vizconde -dijo Montecristo-, pero presumo que el señor Bertuccio habrá empleado las cuatro horas y media que acabo de dejarle y que hallaré en la puerta un carruaje preparado.

    Alberto estaba acostumbrado a los modales del conde; sabía que iba como Nerón en busca de lo imposible y no se asombraba de nada, pero quería juzgar por sí mismo de qué modo habían sido ejecutadas las órdenes, y le acompañó hasta la puerta de su casa.

    Montecristo no se había equivocado. Apenas se presentó en la antesala, un lacayo, el mismo que en Roma fue a llevar la carta de los dos jóvenes, y a anunciarles su visita, se había lanzado fuera del peristilo, de suerte que al llegar al pie de la escalera, el ilustre viajero halló efectivamente su carruaje esperándole.

    Era un coupé, acabado de salir de los talleres de Keller, y un tiro por el que Drake había rehusado la víspera dieciocho mil reales.

    -Caballero -dijo el conde a Alberto-, no os propongo que me acompañéis a mi casa, pues no podría mostraros más que una casa improvisada. Concededme un solo día, y entonces os invitaré a ella. Estaré más seguro de no faltar a las leyes de la hospitalidad.

    -Si pedís un día, estoy tranquilo, no será entonces una casa la que me mostréis, será un palacio. Desde luego, tenéis algún genio a vuestra disposición.

    -Creedlo así -dijo Montecristo poniendo el pie en el estribo, forrado de terciopelo, de su espléndido carruaje-, esto me pondrá bien con las damas.

    Y entró en su carruaje, que partió rápidamente, pero no tanto que no viera el movimiento imperceptible que hizo temblar la colgadura del salón donde había dejado a Mercedes. Cuando Alberto entró en el aposento de su madre, vio a la condesa hundida en un gran sillón de terciopelo, sumido en la penumbra todo el cuarto, apenas pudo distinguir Alberto las facciones de su madre, pero parecióle que su voz estaba alterada. También distinguió entre los perfumes de las rosas y de los heliotropos del florero, el olor acre de las sales de vinagre sobre una de las copas cinceladas de la chimenea. Efectivamente, el pomo de la condesa atrajo la inquieta atención del joven.

    -¿Sufrís, madre mía? -exclamó entrando-. ¿Os habéis puesto mala durante mi ausencia?

    -¿Yo?, no, Alberto. Pero ya comprenderéis que estas rosas y estas flores exhalan durante estos primeros calores, a los cuales no estoy acostumbrada, tan intenso perfume...

    -Entonces, madre mía -dijo Morcef, tirando del cordón de la campanilla-, es preciso llevarlas a vuestra antesala. Estáis indispuesta; cuando entrasteis estabais ya muy pálida.

    -¿Que estaba pálida decís, Alberto?

    -Con una palidez que os sienta a las mil maravillas, madre mía, pero que no por eso nos ha asustado menos a tu padre y a mí.

    -¿Os ha hablado de ello vuestro padre? -preguntó vivamente Mercedes.

    -No, señora; pero a vos, recordadlo, os hizo esta observación.

    -No lo recuerdo -dijo la condesa.

    Un criado entró; acudía al ruido de la campanilla.

    -Llevad esas ílores a la antesala o al gabinete de tocador -dijo el vizconde-, hacen mal a la señora condesa.

    El criado obedeció.

    Hubo un momento de silencio, que duró todo el tiempo necesario para dar cumplimiento a esta orden.

    -¿Qué nombre es ese de Montecristo? -preguntó la condesa, así que el criado hubo llevado el último vaso de flores-. ¿Es algún nombre de familia, de tierra, un simple título?

    -Me parece, madre mía, que es un título y nada más. El conde ha comprado una isla en el archipiélago toscano, y ha fundado un pequeño reino, según él decía esta mañana. Ya sabéis que eso se suele hacer por San Esteban de Florencia, por San Jorge Constantino de Parma y aun por la Orden de Malta. Aparte de ello, no tiene ninguna pretensión de nobleza, y se llama conde de casualidad, aunque la opinión general en Roma es que el conde es un gran señor.

    -Sus maneras son excelentes -repuso la condesa-, por lo menos según lo que he podido juzgar en los breves instantes que ha permanecido aquí.

    -¡Oh!, perfectas, madre mía. Tan perfectas, que sobrepujan en mucho a todo lo más aristocrático que yo he conocido en las tres noblezas principales, es decir, en la nobleza inglesa, la española y la alemana.

    La condesa reflexionó un momento, después replicó:

    -¿Habéis visto, mi querido Alberto..., es una pregunta de madre lo que os dirijo..., habéis visto al señor de Montecristo en su interior? Tenéis perspicacia, tenéis mundo, más de lo que ordinariamente se tiene a vuestra edad, ¿creéis que el conde sea lo que aparenta en realidad?

    -¿Y qué os parece?

    -Vos lo habéis dicho hace un instante, un gran señor.

    -Os he dicho, madre mía, que le tenía por tal.

    -Pero vos, ¿qué opináis, Alberto?

    -Yo no tengo opinión fija acerca de él, lo creo maltés.

    -No os pregunto sobre su origen, os pregunto sobre su persona.

    -¡Ah!, sobre su persona, eso es otra cosa. He visto tantas cosas extrañas en él, que si queréis que os diga lo que pienso, os responderé que le miraría como a uno de los personajes de Byron, a quienes la desgracia ha marcado con un sello fatal. Algún Manfredo, algún Lara, algún Werner, como uno de esos restos, en fin, de alguna familia antigua que, desheredados de su fortuna paterna, han encontrado una por la fuerza de su genio aventurero, que les ha hecho superiores a las leyes de la sociedad.

    -¿Qué estáis diciendo. .. ?

    -Digo que Montecristo es una isla en medio del Mediterráneo, sin habitantes, sin guarnición, guarida de contrabandistas de todas las naciones, de piratas de todos los países. ¿Quién sabe si estos dignos industriales pagarán a su señor un derecho de asilo?

    -Es posible -dijo la condesa pensativa.

    -Pero no importa -replicó el joven-, contrabandista o no, convendréis, madre mía, puesto que le habéis visto, en que el señor conde de Montecristo es un hombre notable, en que causará sensación en los salones de París y, escuchad, esta mañana en mi cuarto inició su entrada en el mundo dejando estupefactos a todos los que allí estaban, incluso a Chateau Renaud.

    -¿Y qué edad podrá tener el conde? -inquirió Mercedes, dando visiblemente gran importancia a esta pregunta.

    -Tiene de treinta y cinco a treinta y seis años, madre mía.

    -Tan joven es imposible -dijo Mercedes, respondiendo al mismo tiempo a lo que le decía Alberto, y a lo que le decía su pensamiento.

    -No obstante, es verdad, tres o cuatro veces me ha dicho, y seguramente sin premeditación, en tal época yo tenía cinco años, en otra tenía diez, en aquella doce. Yo, que por mi curiosidad estaba alerta siempre que hablaba de estos detalles, reunía las fechas, y jamás le cogí en falta. La edad de este hombre singular, que no tiene edad, es treinta y cinco años todo lo más. Recordad, madre mía, cuán viva es su mirada, cuán negros sus cabellos, y su frente, aunque pálida, no tiene una arruga. Es una naturaleza no solamente vigorosa, sino joven.

    La condesa bajó la cabeza, como agobiada por amargos pensamientos.

    -¿Y ese hombre es un amigo verdadero? mecimiento nervioso.

    -Yo así lo creo.

    -¿Y vos... le apreciáis también?

    -Me resulta simpático, diga lo que quiera Franz d'Epinay, que quería hacerle pasar a mis ojos por un hombre venido del otro mundo.

    La condesa hizo un movimiento de terror.

    -Alberto -dijo con voz alterada-, siempre os he encargado que tengáis mucho cuidado con las personas recién conocidas. Ahora sois hombre y me podríais dar consejos; sin embargo, sed prudente, Alberto.

    -Pero sería necesario, querida madre, para poder aprovechar el consejo, saber de qué tengo que desconfiar. El conde no juega nunca, no bebe más que agua, dorada con una gota de vino de España; el conde se ha anunciado rico y en efecto lo es, ¿qué queréis, pues, que tema del conde?

    -Tenéis razón -dijo la condesa-, y mis temores son infundados tratándose de un hombre que os ha salvado la vida. A propósito, ¿le ha recibido bien vuestro padre? Es importante que estemos más que amables con el conde. El señor de Morcef está ocupado a veces, sus negocios le disgustan y podría ser que sin querer...

    -Mi padre ha estado perfecto, señora -interrumpió Alberto- diré más: ha parecido infinitamente lisonjeado por dos o tres cumplidos que le ha dirigido tan a propósito el conde, como si le hubiera conocido hace treinta años. Cada una de estas flechas lisonjeras han debido agradar a mi padre -añadió Morcef riendo-, de suerte que se han separado siendo los mejores amigos del mundo y el señor de Morcef quería llevarle a la Cámara para hacer que oyese su discurso.

    La condesa no respondió. Se hallaba absorta en una meditación tan profunda que sus ojos se habían cerrado poco a poco. El joven, en pie delante de ella, la miraba con ese amor filial más tierno y afectuoso en los hijos cuyas madres son aún hermosas, y después de haber visto cerrarse sus ojos, la escuchó respirar un instante en su dulce inmovilidad, y creyéndola dormida se alejó de puntillas, abriendo sigilosamente la puerta del aposento.

    -Este diablo de hombre -murmuró moviendo la cabeza-, yo ya había predicho que haría sensación en el mundo; mido su efecto por un termómetro infalible. Mi madre ha puesto mucho la atención en él, de consiguiente debe ser notable.

    Y descendió a las caballerizas, no sin cierto despecho secreto, de que sin malicia alguna, el conde de Montecristo había logrado tener un tiro de caballos mejor que el suyo, el cual desmerecería mucho en la opinión de los entendidos.

    -Decididamente -dijo-, los hombres no son iguales, es preciso suplicar a mi padre que aclare este teorema en la Cámara Alta.