Poemas, cuentos y leyendas

Tema en 'Temas de interés (no de plantas)' comenzado por mai^a, 27/2/08.

  1. clause

    clause Claudia

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    Re: ... de poetas, cuentos y leyendas

    Alejandro Dumas (Padre)
    El Conde de Montecristo



    Tercera Parte

    Capítulo noveno

    Píramo y Tisbe

    Cerca del barrio de Saint-Honoré, detrás de una hermosa casa notable entre las de este suntuoso barrio, se extiende un vasto jardín, cuyos espesos castaños rebasan con mucho las grandes tapias, y dejan caer cuando llega la primavera sus flores sobre dos enormes jarrones de mármol colocados paralelamente sobre dos pilastras cuadrangulares, en que encaja una reja de hierro de la época de Luis XIII.

    Esta grandiosa entrada está condenada, a pesar de los magníficos geranios que brotan en los dos jarrones, y que mecen al viento sus hojas marmóreas y sus flores de púrpura, desde que los propietarios se contrajeron a la posesión del palacio, del patio plantado de árboles que cae a la calle principal, y del jardín que cierra esta valla que caía antes a una magnífica huerta de una fanega de tierra, perteneciente a la propiedad. Pero habiendo tirado una línea el demonio de la especulación, es decir, una calle en el extremo de esta huerta, con nombre antes de existir, merced a una placa de vidrio, pensaron poder vender esta huerta para edificar casas en la calle, y facilitar el tránsito en ese magnífico barrio de Saint-Honoré.

    Pero en punto a especulación, el hombre propone y el dinero dispone. La calle bautizada murió en la cuna. El que adquirió la huerta, después de haberla pagado cabalmente, no pudo encontrar, al venderla, la suma que quería, y esperando una subida de precio, que no podía dejar de indemnizarle un día a otro, se contentó con alquilar la huerta a unos hortelanos por quinientos francos anuales.

    No obstante, ya hemos dicho que la reja del jardín que daba a la huerta estaba condenada, y el orín roía sus goznes. Aún hay más: para que los hortelanos no curioseen con sus miradas vulgares el interior del aristocrático jardín, un tabique de tablas está unido a las barras hasta la altura de seis pies. Es verdad que las tablas no están tan bien unidas que no se pueda dirigir una mirada furtiva por entre las junturas, pero esta casa no es tan severa que tema las indiscreciones.

    En esta huerta, en lugar de coliflores, lechugas, escarolas, rábanos, patatas y melones, crecen sólo grandes alfalfas, único cultivo que denota que aún hay alguien que se acuerda de este lugar abandonado. Una puertecita baja, abriéndose a la calle proyectada, da acceso a este terreno cercado de tapias, que sus habitantes acaban de abandonar a causa de su esterilidad, y que después de ocho días, en lugar de producir un cincuenta por ciento, como antes, no produce absolutamente nada.

    Por el lado de la casa, los castaños de que hemos hablado coronan la tapia, lo cual no impide que otros árboles verdes y en flor deslicen en los espacios que median entre unos y otros sus ramas ávidas de aire. En un ángulo en que el follaje es tan espeso que apenas deja penetrar la luz, un ancho banco de piedra y sillas de jardín indican un lugar de reunión o un retiro favorito de algún gabinete de la casa, situada a cien pasos, y que apenas se distingue a través del espeso ramaje que la envuelve. En fin, la elección de este asilo misterioso, está justificada a la vez por la ausencia del sol, por la perpetua frescura, aun durante los días más ardientes del estío, por el gorjeo de los pájaros y por el alejamiento de la casa y de la calle, es decir, de los negocios y del bullicio.

    En una tarde del día más caluroso de primavera, había sobre este banco de piedra un libro, una sombrilla, un canastillo de labor y un pañuelo de batista empezado a bordar, y no lejos de este banco, junto a la reja, en pie, delante de las tablas, con los ojos aplicados a una de las aberturas, hallábase una joven, cuyas miradas penetraban en 4 terreno desierto que ya conocemos.

    Casi al mismo tiempo, la puertecilla de este terreno se cerraba sin ruido, y un joven alto, vigoroso, vestido con una blusa azul, una gorrilla de terciopelo, pero cuyos bigotes, barba y cabellos negros cuidadosamente peinados desentonaban de este traje popular, después de una rápida ojeada a su alrededor, para asegurarse de que nadie le espiaba, pasando por esta puerta que cerró tras sí, se dirigió con pasos precipitados hacia la reja.

    Al ver al que esperaba, pero no probablemente con aquel traje, la joven tuvo miedo y dio dos pasos hacia atrás. Y, sin embargo, ya al través de las hendiduras de la puerta, el joven, con esa mirada que sólo pertenece a los amantes, había visto flotar el vestido blanco y el largo cinturón azul. Corrió hacia el tabique, y aplicando su boca a una abertura, dijo:

    -No temáis, Valentina, soy yo.

    La joven se acercó.

    -¡Oh, caballero! -dijo-. ¿Por qué habéis venido hoy tan tarde? ¿Sabéis que pronto vamos a comer y que me he tenido que valer de mil medios para desembarazarme de mi madrastra, que me espía, de mi camarera que me persigue, y de mi hermano que me atormenta, para venir a trabajar aquí en este bordado que temo no se acabe en mucho tiempo...? Así que os excuséis de vuestra tardanza, me diréis qué significa ese nuevo traje que habéis adoptado, y que casi ha sido la causa de que no os reconociera de momento.

    -Querida Valentina -dijo el joven-, demasiado conocéis mi amor para que os hable de él, y sin embargo, siempre que os veo tengo necesidad de deciros que os adoro, a fin de que el eco de mis propias palabras me acaricie dulcemente el corazón cuando dejo de veros. Ahora os doy mil gracias por vuestra dulce reconvención, la cual me prueba que pensabais en mí. ¿Queríais saber la causa de mi tardanza y el motivo de mi disfraz? Pues bien, voy a decírosla, y espero que me excusaréis. Me he establecido.

    -¿Establecido...? ¿Qué queréis decir, Maximiliano? ¿Y somos bastante dichosos para que habléis de lo que nos concierne con ese tono de broma?

    -¡Oh! Dios me libre --dijo el joven- de bromear con lo que decidirá de mi suerte. Pero, fatigado de ser un corredor de campos, y un escalador de paredes, espantado de la idea que me hicisteis abrigar la otra tarde de que vuestro progenitor me haría juzgar un día como ladrón, lo cual comprometería el honor del ejército francés, no menos espantado de la posibilidad de que se asombren de ver eternamente rondar alrededor de este terreno, donde no hay la menor ciudadela que sitiar o el más pequeño bloqueo que defender, a un capitán de spahis, me he hecho hortelano, y adoptado el traje de mi profesión.

    -Bueno, ¡qué locura!

    -Al contrario, es la idea más feliz que he tenido en toda mi vida, porque al menos nos deja en toda seguridad.

    -Veamos, explicaos.

    -Pues bien. Fui a buscar al propietario de esta huerta, el alquiler con los antiguos inquilinos había concluido, y yo se la alquilé de nuevo. Toda esta alfalfa me pertenece, Valentina. Nada me prohíbe que yo haga construir una cabaña aquí cerca, y viva de aquí en adelante a veinte pasos de vos. ¡Oh!, no puedo contener mi alegría y mi felicidad. ¿Comprendéis, Valentina, que se puedan pagar estas cosas? Es imposible, ¿no es verdad? ¡Pues bien!, toda esta felicidad, toda esta dicha, toda esta alegría, por las que yo hubiera dado diez años de mi vida, me cuestan, ¿no adivináis cuánto...? Así, pues, ya lo veis. De aquí en adelante no hay que temer. Estoy aquí en mi casa, puedo poner una escala apoyada contra mí tapia, y mirar por encima, y sin temor de que venga una patrulla a incomodarme, tengo derecho a deciros que os amo, mientras no se resienta vuestro orgullo de oír salir esa palabra de la boca de un pobre jornalero con una gorra y una blusa.

    Valentina dejó escapar un ligero grito de sorpresa, y luego, de repente, dijo con tristeza, y como si una nube hubiese velado el rayo de sol que iluminaba su corazón:

    -¡Ay!, Maximiliano, ahora seremos demasiado libres. Nuestra felicidad nos hará tentar a Dios. Abusaremos de nuestra seguridad, y nuestra seguridad nos perderá.

    -¿Podéis decirme eso, amiga mía, a mí, que desde que os conozco os doy pruebas de que he subordinado mis pensamientos y mi vida a vuestra vida y vuestros pensamientos? ¿Quién os ha dado confianza en mí? Mi honor, ¿no es así? Cuando me dijisteis que un vago instinto os aseguraba que corríais algún peligro, todo mi anhelo fue serviros, sin pedir otro galardón más que la felicidad de serviros. ¿Desde este tiempo os he dado ocasión con una palabra, con una seña, de arrepentiros por haberme preferido a los que hubieran sido felices en morir por vos? Me dijisteis, pobre niña, que estabais prometida al señor Franz d'Epinay, que vuestro padre había decidido esta alianza, es decir, que era segura, porque todo lo que quiere el señor de Villefort se realiza de un modo infalible. Pues bien, he permanecido en la sombra, esperando, no de mi voluntad ni de la vuestra, sino de los sucesos de la providencia de Dios, y sin embargo, me amabais. Tuvisteis piedad de mí, Valentina, y vos misma me lo habéis dicho. Gracias por esa dulce palabra, que no os pido sino que me la repitáis de vez en cuando, y que hará que me olvide de todo lo demás.

    -Y eso es lo que os ha animado, Maximiliano, y eso mismo me proporciona una vida dulce y desgraciada hasta tal punto que me pregunto a veces qué es lo que vale más para mí, sí el pesar que me causaba antes el rigor de mi madrastra y su ciega preferencia a su hijo, o la felicidad llena de peligros que experimento al veros.

    -¡De peligros! -exclamó Maximiliano-, ¿sois capaz de decir una palabra tan dura y tan injusta? ¿Habéis visto nunca un esclavo más sumiso que yo? Me habéis permitido algunas veces la palabra, Valentina, pero me habéis prohibido seguiros. He obedecido. Desde que encontré un medio para penetrar en esta huerta, para hablaros a través de esta puerta, de estar, en fin, tan cerca de vos sin veros, ¿os he pedido alguna vez que me deis vuestra mano a través de esta valla? ¿He intentado siquiera saltar esta tapia, ridículo obstáculo para mi juventud y mi fuerza? Nunca me he quejado de vuestro rigor, nunca os he manifestado en voz alta un deseo. He sido fiel a mi palabra, como un caballero de los tiempos pasados. Confesad eso al menos para que no os crea injusta.

    -Tenéis razón -dijo Valentina pasando por entre dos tablas el extremo de los lindos dedos, sobre los cuales aplicó los labios Maximiliano-. Es verdad que sois un amigo honrado. Pero, en fin, vos no habéis obrado sino por vuestro propio interés, mi querido Maximiliano. Bien sabíais que el día en que el esclavo fuese exigente lo perdería todo. Me prometisteis la amistad de un hermano, a mí, a quien mi padre olvida, a quien mi madrastra persigue, y que no tengo por consuelo más que un anciano, inmóvil, mudo, helado, cuya mano no puede estrechar la mía, cuya mirada sola puede hablarme, y cuyo corazón late sin duda por mí con un resto de calor. Amarga ironía de la suerte que me hace enemiga o víctima de todos los que son más fuertes que yo, y que me da un cadáver por único sostén y amigo. ¡Oh! ¡Maximiliano, Maximiliano, soy muy desgraciada, y hacéis bien en amarme por mí y no por vos!

    -Valentina -dijo el joven profundamente conmovido-, no diré que sois el único objeto de mi cariño en el mundo, porque también amo a mi hermana y a mi cuñado, pero es con un amor dulce y tranquilo, que nada se parece al sentimiento que me inspiráis. Cuando pienso en vos, hierve mi sangre, mi pecho se levanta y no puedo reprimir los latidos de mi corazón. Pero esta fuerza, este ardor, este poder sobrehumano los emplearé únicamente en amaros hasta el día en que me digáis que los emplee en servicio vuestro. Dicen que el señor Franz d'Epinay estará ausente un año todavía, y en un año, ¡cuántas vicisitudes podrán secundar nuestros proyectos! ¡Sigamos, pues, esperando, nada más grato ni más dulce que la esperanza! Pero, entretanto, vos, Valentina, vos que me echáis en cara mi egoísmo, ¿qué habéis sido para mí? La bella y fría estatua de la Venus púdica. En pago de mi cariño, de mi obediencia, de mi moderación, ¿qué me habéis concedido?, casi nada. Me habláis del señor d'Epinay, vuestro futuro esposo, y suspiráis con la idea de ser suya algún día. Veamos, Valentina, ¿es eso todo lo que siente vuestra alma? ¿Es posible que cuando yo os dedico mi vida entera, mi alma, el latido más imperceptible de mi corazón, cuando soy todo vuestro, cuando siento que me moriría si os perdiera, vos permanezcáis tranquila y no os asuste la sola idea de pertenecer a otro? ¡Oh! Valentina, Valentina, si yo estuviera en vuestro lugar, si yo supiera que era amado con la seguridad que vos tenéis de que os amo, ya hubiera pasado cien veces mi mano por entre esas rendijas y hubiera estrechado la mano del pobre Maximiliano, diciéndole: «Sí, vuestra, sólo vuestra, Maximiliano, en este mundo y en el otro.»

    Valentina no respondió, pero el joven la oyó suspirar y llorar.

    La reacción de Maximiliano fue instantánea.

    -¡Valentina! -exclamó-. ¡Valentina!, olvidad mis palabras si en ellas ha habido algo que pueda ofenderos.

    -No -contestó ella-, tenéis razón, pero ¿no os dais cuenta de que soy una infeliz criatura, abandonada en una casa extraña, porque mi padre es casi un extraño para mí, criatura cuya voluntad ha ido quebrantando día por día, hora por hora, minuto por minuto, en el espacio de diez años, la voluntad de hierro de otros superiores a quienes estoy sujeta? Nadie ve lo que yo sufro, y a nadie, sino a vos lo he confiado. En apariencia y a los ojos de todo el mundo, nada se opone a mis deseos, todos son afectuosos para mí. En realidad, todo me es hostil. El mundo dice: «El señor de Villefort es demasiado grave y severo para ser muy cariñoso con su hija. Pero ésta a lo menos ha tenido la felicidad de volver a encontrar en la señora Villefort una segunda madre.» ¡Pues bien!, el mundo se equivoca, mi padre me abandona con indiferencia, y mi madrastra me odia con un encarnizamiento tanto más terrible cuanto más lo disimula con su eterna sonrisa.

    -¿Odiaros? ¿A vos, Valentina?, y ¿cómo habría alguien que pudiera odiaros?

    -Por desgracia, amigo mío -dijo Valentina-, me veo obligada a confesar que ese odio contra mí proviene de un sentimiento casi natural. Ella adora a su hijo, a mi hermano Eduardo.

    -¿Y qué?

    -Parece extraño mezclar un asunto de dinero con lo que íbamos diciendo, pero, amigo mío, creo que éste es el origen de su odio. Como ella no tiene bienes por su parte, y yo soy ya rica por los bienes de mi madre, los cuales se acrecentarán con los de los señores de Saint-Merán, que heredaré algún día, creo, ¡Dios me perdone por pensar así, que está envidiosa. Y Dios sabe si yo le daría con gusto la mitad de esta fortuna, con tal de hallarme en casa del señor de Villefort como una hija en casa de su padre; no vacilaría ni un instante.

    -¡Pobre Valentina!

    -Sí, me siento prisionera y al mismo tiempo tan débil, que me parece que estos lazos me sostienen y tengo miedo de romperlos. Por otra parte, mi padre no es un hombre cuyas órdenes pueda yo desobedecer impunemente. Es muy poderoso contra mí. Lo sería contra vos y contra el mismo rey, protegido como está por un pasado sin tacha y una posición casi inatacable. ¡Oh, Maximiliano!, os lo juro, no me decido a luchar porque temo que, tanto vos como yo, sucumbiríamos en la lucha.

    -Pero, Valentina -repuso Maximiliano-, ¿por qué desesperar así y ver siempre el porvenir sombrío?

    -Porque lo juzgo por lo pasado, amigo mío.

    -Sin embargo, veamos. Si yo no soy para vos un buen partido, desde el punto de vista aristocrático, no obstante tengo una posición honrosa en la sociedad. El tiempo en que había dos Francias ya no existe. Las familias más altas de la monarquía se han fundido en las familias del Imperio, la aristocracia de la lanza se ha unido con la del cañón. Ahora bien, yo pertenezco a esta última. Yo tengo un hermoso porvenir en el ejército, gozo de una fortuna limitada, pero independiente; la memoria de mi padre es venerada en nuestro país como la de uno de los comerciantes más honrados que han existido. Digo nuestro país, Valentina, porque se puede decir que vos también sois de Marsella.

    -No me habléis de Marsella, Maximiliano. Ese solo nombre me recuerda a mi buena madre, aquel ángel llorado por todo el mundo, y que después de haber velado sobre su hija, mientras su corta permanencia en la tierra, vela todavía, así lo espero al menos, y velará por siempre en el cielo. ¡Oh!, si viviera mi pobre madre, Maximiliano, no tendría yo nada que temer, le diría que os amo, y ella nos protegería.

    -No obstante, Valentina -repuso Maximiliano-, si viviese, yo no os habría conocido, porque, como habéis dicho, seríais feliz si ella viviera, y Valentina feliz me hubiera contemplado con desdén desde lo alto de su grandeza.

    -¡Ah!, amigo mío --exclamó Valentina-, ¡ahora sois vos el injusto! Pero decidme...

    -¿Qué queréis que os diga? -repuso Maximiliano, viendo que Valentina vacilaba.

    -Decidme -continuó la joven-, ¿ha habido en otros tiempos algún motivo de disgusto entre vuestro padre y el mío en Marsella?

    -Que yo sepa, ninguno -respondió Maximiliano-, a no ser que vuestro padre era el más celoso partidario de los Borbones y el mío un hombre adicto al emperador. Esto, según presumo, es la única diferencia que había entre ambos. Pero ¿por qué me hacéis esa pregunta, Valentina?

    -Voy a decíroslo -repuso ésta-, porque debéis saberlo todo. El día que publicaron los periódicos vuestro nombramiento de oficial de la Legión de Honor, estábamos todos en la casa de mi abuelo, señor Noirtier, donde también se encontraba el señor Danglars, ya sabéis, ese banquero cuyos caballos estuvieron anteayer a punto de matar a mi madrastra y a mi hermano. Yo leía el periódico en voz alta a mi abuelo mientras los demás hablaban del casamiento probable del señor de Morcef con la señorita Danglars. Al llegar al párrafo que trataba de vos, y que ya había yo leído, porque desde la mañana anterior me habíais anunciado esta buena noticia, al llegar, pues, a dicho párrafo, me sentía muy feliz..., pero temerosa al mismo tiempo de verme obligada a pronunciar en voz alta vuestro nombre, y es seguro que lo hubiera omitido a no ser por el temor de que diesen una mala interpretación a mi silencio. Por lo tanto, reuní todas mis fuerzas y 1eí el párrafo.

    -¡Querida Valentina!

    -Escuchadme. En el momento de oír vuestro nombre, mi padre volvió la cabeza. Estaba yo tan convencida, ved si soy loca, de que este nombre había de hacer el efecto de un rayo, que creí notar un estremecimiento en mi padre, y aun en el señor Danglars, aunque con respecto a éste estoy segura de que fue una ilusión de mi parte. «Morrel -dijo mi padre-, ¡espera un poco! » Frunció las cejas y continuó: « ¿Será éste acaso uno de esos Morrel de Marsella? ¿De esos furiosos bonapartistas que tantos males nos causaron en 1815?

    -Sí -respondió Danglars-, y aun creo que es el hijo del antiguo naviero.

    -Así es, en efecto -dijo Maximiliano-. ¿Y qué respondió vuestro padre?, decid, Valentina.

    -¡Oh!, algo terrible, que no me atrevo a repetir.

    -No importa -dijo Maximiliano sonriendo-, decidlo todo.

    -Su emperador -continuó, frunciendo las cejas-, sabía darles el lugar que merecían a todos esos fanáticos. Les llamaba carne para el cañón, y era el único nombre que merecían. Veo con placer que el nuevo gobierno vuelve a poner en vigor ese saludable principio, y si para ese solo objeto reservase la conquista de Argel, le felicitaría doblemente, aunque por otra parte nos costase un poco caro.

    -En efecto, es una política un tanto brutal -dijo Maximiliano-, pero no sintáis, querida mía, lo que ha dicho el señor de Villefort. Mi valiente padre no cedía en nada al vuestro sobre ese punto, y repetía sin cesar: « ¿Por qué el emperador, que tantas cosas buenas hace, no forma un regimiento de jueces y abogados y los lleva a primera línea de fuego?» Ya veis, amiga mía, ambas opiniones se equilibran por lo pintoresco de la expresión y la dulzura del pensamiento. ¿Pero qué dijo el señor Danglars, al escuchar la salida del procurador del rey?

    -¡Oh!, empezó a reírse con esa sonrisa siniestra que le es peculiar y que a mí me parece feroz. Pocos momentos después, se levantaron ambos y se marcharon. Entonces únicamente conocí que mi abuelo estaba muy conmovido. Preciso es deciros, Maximiliano, que yo sola soy la que adivina las agitaciones de ese pobre paralítico, y creí entonces que la conversación promovida delante de él, porque nadie hace caso del pobre abuelo, le había impresionado fuertemente, en atención a que se había hablado mal de su emperador, ya que, según parece, ha sido un fanático de su causa.

    -En efecto -dijo Maximiliano-, es uno de los nombres conocidos del Imperio, ha sido senador, y como sabéis, o quizá no lo sepáis, Valentina, estuvo complicado en todas las conspiraciones bonapartistas que se hicieron en tiempo de la Restauración.

    -Sí, a veces oigo hablar en voz baja de esas cosas, que a mí se me antojan muy extrañas. El abuelo bonapartista, el hijo realista..., en fin, ¿qué queréis...? Entonces me volví hacia él, y me indicó el periódico con la mirada.

    -¿Qué os ocurre, querido papá? -le dije, ¿estáis contento?

    Hízome una señal afirmativa con la cabeza.

    -¿De lo que acaba de decir mi papá? -le pregunté.

    Díjome por señas que no.

    -¿De lo que ha dicho el señor Danglars?

    Otra seña negativa.

    -¿Será tal vez porque al señor Morrel -no me atreví a decir Maximiliano- lo han nombrado oficial de la Legión de Honor?

    Entonces me hizo seña de que así era, en efecto.

    -¿Lo creeréis, Maximiliano? Estaba contento de que os hubiesen nombrado oficial de la Legión de Honor, sin conoceros. Puede ser que fuese una locura de su parte, puesto que dicen que vuelve algunas veces a la infancia, y es por una de las cosas que le quiero mucho.

    -Es muy particular -dijo Maximiliano, reflexionando--, odiarme vuestro padre, al contrario que vuestro abuelo... ¡Qué cosas tan raras producen esos afectos y esos odios de partidos!

    -¡Silencio! -exclamó de repente Valentina-. ¡Escondeos, huid, viene gente!

    Maximiliano cogió al instante una azada y se puso a remover la tierra.

    -Señorita, señorita -gritó una voz detrás de los árboles-, la señora os busca por todas partes. ¡Hay una visita en la sala!

    -¡Una visita! -exclamó Valentina agitada-, ¿y quién ha venido a visitarnos?

    -Un gran señor, un príncipe, según dicen, el conde de Montecristo .

    -Ya voy -dijo en voz alta Valentina.

    Este nombre hizo estremecer de la otra parte de la valla al que el ya voy de Valentina servía de despedida al fin de cada entrevista.

    -¡Qué es esto! -dijo Maximiliano apoyándose en actitud de meditación sobre la azada-, ¿cómo conoce el conde de Montecristo al señor de Villefort?

    En efecto, el conde de Montecristo era quien acababa de entrar en casa del señor de Villefort, con el objeto de devolver al procurador del rey la visita que éste le había hecho, y como es de suponer, toda la casa se puso en movimiento al escuchar su nombre.

    La señora de Villefort, que estaba sola en el salón cuando anunciaron al conde, hizo venir al instante a su hijo, para que el niño reiterase sus gracias al conde, y Eduardo, que no había dejado de oír hablar

    del gran personaje durante dos días, se apresuró a presentarse, no por obedecer a su madre ni por dar las gracias a Montecristo, sino por curiosidad y para hacer alguna observación a la cual pudiera acompañar uno de los gestos que hacía decir a su madre: « ¡Oh! ¡Qué muchacho tan malo; pero bien merece que le perdonen, porque tiene tanto talento... ! »

    Tras de los primeros saludos de rigor, preguntó el conde por el señor de Villefort.

    -Mi esposo come hoy en casa del señor canciller -respondió la joven-, acaba de salir en este momento y estoy segura de que sentirá infinito no haber tenido el honor de veros.

    Otros dos personajes que habían precedido al conde en el salón y que lo devoraban con los ojos, se retiraron después del tiempo razonable exigido a la vez por la cortesía y la curiosidad.

    -A propósito, ¿qué hace lo hermana Valentina? -dijo la señora de Villefort a Eduardo-; que la avisen de que quiero tener el honor de presentarla al señor conde.

    -¿Tenéis una hija, señora? -inquirió el conde-, será todavía una niña.

    -Es la hija del señor de Villefort -replicó la señora-, hija del primer matrimonio, esbelta y hermosa figura.

    -Pero melancólica -interrumpió el joven Eduardo arrancando, para adornar su sombrero, las plumas de la cola de un precioso guacamayo, que gritó de dolor en el travesaño dorado de su jaula.

    La señora de Villefort se contentó con decir:

    -Silencio, Eduardo.

    Luego añadió:

    -Este locuelo casi tiene razón, y repite lo que me ha oído decir muchas veces con amargura, porque la señorita de Villefort, a pesar de cuanto hacemos por distraerla, tiene un carácter triste y un humor taciturno que perjudica muchas veces el efecto de su belleza. Pero veo que no viene, Eduardo; ve a ver la causa de ello.

    -Es que la buscan donde no está.

    -¿Dónde la buscan?

    -En el cuarto del abuelo Noirtier.

    -¿Y tú opinas que no está allí?

    -No, no, no, no, no está allí -respondió Eduardo tarareando.

    -¿Y dónde está?, si lo sabes, dilo.

    -Está debajo del castaño grande --continuó el travieso niño presentando, a pesar de los gritos de su madre, una porción de moscas vivas al guacamayo, que parecía muy ansioso de esta clase de caza.

    La señora de Villefort alargó la mano hacia el cordón de la campanilla para indicar a su doncella el sitio donde podría encontrar a Valentina, cuando ésta se presentó.

    La joven parecía estar triste, y observándola detenidamente se hubiera podido descubrir en sus ojos las huellas de sus lágrimas.

    Valentina, a quien, llevados por la rapidez de la narración, hemos presentado a nuestros lectores sin darla a conocer, era una alta y esbelta joven de diecinueve años, con pelo castaño claro, ojos de un azul intenso, continente lánguido, y en el cual resaltaba aquella exquisita elegancia que caracterizaba a su madre. Sus manos blancas y afiladas, su cuello nacarado, sus mejillas teñidas de un color imperceptible, le daban a primera vista el aire de esas hermosas inglesas a quienes se ha comparado bastante poéticamente, en sus movimientos, con los cisnes.

    Entró, pues, y al ver al lado de su madre al personaje de quien tanto había oído hablar, saludó sin ninguna timidez propia de su edad, y sin bajar los ojos, con una gracia tal, que redobló la atención del conde.

    Este se levantó.

    -La señorita de Villefort, mi hijastra -dijo la señora de Villefort a Montecristo, que se inclinó hacia adelante, presentando la mano a Valentina.

    -Y el señor conde de Montecristo, rey de la China y emperador de la Cochinchina ---dijo el pilluelo, dirigiendo a su hermana una mirada socarrona.

    Esta vez la señora de Villefort se puso lívida y estuvo a punto de irritarse contra aquella plaga doméstica que respondía al nombre de Eduardo, pero el conde se sonrió y miró al muchacho con complacencia, lo cual elevó a su madre al colmo del entusiasmo.

    -Pero, señora --dijo el conde reanudando la conversación y mirando alternativamente a la madre y a la hija-, yo he tenido el honor de veros en alguna otra parte con esta señorita. Desde que entré, pensé en ello, y cuando se presentó esta señorita, su vista ha sido una nueva luz que ha venido a iluminar un porvenir confuso, dispensadme por la expresión.

    -No es probable, caballero, la señorita de Villefort es poco aficionada a la sociedad, y nosotros salimos muy rara vez -dijo la joven esposa.

    -Sin embargo, no es en sociedad donde he visto a esta señorita y a vos, señora, y también a este gracioso picaruelo. La sociedad parisiense, por otra parte, me es absolutamente desconocida, porque creo haber tenido el honor de deciros que hace muy pocos días estoy en París. No, permitidme que recuerde..., esperad... -Y el conde llevó su mano a la frente como para coordinar las ideas.

    -No, es en otra parte..., es en... yo no sé..--- pero me parece que este recuerdo es inseparable de un sol brillante y de una especie de solemnidad religiosa... La señorita tenía flores en la mano, el niño corría detrás de un hermoso pavo real en un jardín, y vos, señora, estabais debajo de un emparrado... Ayudadme, señora, ¿no os recuerda nada todo lo que os digo?

    -De veras que no -respondió la señora de Villefort-, y sin embargo, me parece que si os hubiese visto en alguna parte, vuestro recuerdo estaría presente en mi memoria.

    -El señor conde nos habrá visto quizás en Italia -dijo tímidamente Valentina.

    -En efecto, en Italia..., es muy posible -dijo Montecristo-. ¿Habéis viajado por Italia, señorita?

    -La señora y yo estuvimos allí hace dos meses. Los médicos temían que enfermase del pecho, y me recomendaron los aires de Nápoles. Pasamos por Bolonia, Perusa y Roma.

    -¡Ah!, es verdad, señorita -exclamó Montecristo, como si aquella simple indicación hubiese bastado para fijar todos sus recuerdos---. Fue en Perusa, el día del Corpus, en el jardín de la fonda del Correo donde la casualidad nos reunió a vos, a esta señorita, vuestro hijo y a mí, donde recuerdo haber tenido el honor de veros.

    -Yo recuerdo perfectamente a Perusa, caballero, la fonda y la fiesta de que habláis -dijo la señora de Villefort-, pero por más que me esfuerzo, me avergüenzo de mi poca memoria, no recuerdo haber tenido el honor de veros.

    -Es muy extraño, ni yo tampoco -dijo Valentina levantando sus hermosos ojos y mirando a Montecristo.

    Eduardo dijo:

    -Yo sí me acuerdo.

    -Voy a ayudaros -dijo el conde-. El día había sido muy caluroso, os hallabais esperando y los caballos no venían a causa de la solemnidad. La señorita se internó en lo más espeso del jardín, y el niño desapareció corriendo detrás del pájaro.

    -Y le cogí, mamá, ¿no lo acuerdas? -dijo Eduardo-, ¡vaya!, como que le arranqué tres plumas de la cola.

    -Vos, señora, os quedasteis debajo de una parra. ¿No recordáis mientras estabais sentada en un banco de piedra y mientras que, como os digo, la señorita de Villefort y vuestro hijo estaban ausentes, de haber hablado mucho tiempo con alguien?

    -Desde luego -dijo la señora de Villefort poniéndose colorada-,

    con un hombre envuelto en una gran capa..., con un médico, según creo.

    -Justamente, señora, aquel hombre era yo. En los quince días que hacía que me alojaba en la fonda, curé a mi ayuda de cámara de calentura y al fondista de ictericia, de suerte que me tenían en el concepto de un médico famoso. Hablamos mucho tiempo de diferentes cosas, del Perugino, de Rafael, de costumbres, de modas, de aquella famosa agua tofana, cuyo secreto, según creo, os habían dicho varias personas que se conservaba todavía en Perusa.

    -¡Ah, es verdad! -dijo vivamente la señora de Villefort con cierta inquietud-, ahora recuerdo.

    Continua
     
  2. mai^a

    mai^a My Garden

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    Re: ... de poetas, cuentos y leyendas




    Esta tarde, a las dos, apenas habíamos entrado en clase, llamó el maestro
    a Derossi, que se puso junto a la mesa, frente a nosotros, empezando a
    decir con acento sonoro, alzando cada vez más su clara voz y animándose
    progresivamente:

    «Hace ahora cuatro años, tal día como hoy y a la misma hora, llegaba
    delante del Panteon, en Roma, el carro fúnebre con el cadáver de Víctor
    Manuel II, primer rey de Italia, muerto después de veintinueve años de
    reinado, durante los cuales la gran patria italiana, fragmentada en siete
    Estados, oprimida por extranjeros y tiranos, quedó constituida en uno solo,
    independiente y libre, tras veintinueve años de reinado que él había ilustrado
    y dignificado con su valor, con su lealtad, con su sangre fría en los peligros,
    con la prudencia en los triunfos y la constancia en la adversidad.


    Llegaba el carro fúnebre, cargado de coronas, tras haber recorrido toda
    Roma bajo una lluvia de flores, en medio del silencio de una inmensa multitud
    afligida, procedente de todas partes de Italia, precedido por un numeroso
    grupo de generales, de ministros y de príncipes, seguido por un cortejo de
    inválidos y mutilados de guerra, de un bosque de banderas, de los
    representantes de trescientas ciudades, de todo lo que tiene significado del
    poderío y de la gloria de un pueblo, deteniéndose ante el augusto templo en
    el que le esperaba la tumba.

    En ese preciso momento doce coraceros sacaban el féretro del carro, y por
    medio de ellos daba Italia el último adiós de despedida a su rey muerto, al
    viejo monarca que tan enamorado de ella había estado, el último saludo a su
    caudillo y padre, a los veintinueve años más afortunados y fructíferos de su
    historia. Fueron unos momentos grandiosos y solemnes. La mirada, el alma de
    todos temblaba de emoción entre el féretro y las enlutadas banderas de los
    ochenta regimientos portadas por otros tantos oficiales, formados a su paso;
    porque estaba representada toda Italia en aquellas ochenta enseñas, que
    recordaban los millares de muertos, los torrentes de sangre, nuestras glorias
    más sagradas, nuestros mayores sacrificios, nuestros más tremendos dolores.


    Pasó el féretro llevado por coraceros, y ante él se inclinaron a un mismo
    tiempo todas las banderas de los regimientos, en señal de saludo, tanto las
    nuevas como las viejas rotas en Goito, Pastrengo, Santa Lucía, Novara,
    Crimea, Palestro, San Martino y Casteifidardo; cayeron ochenta velos negros;
    cien medallas chocaron contra el armon, y aquel estrépito sonoro y confuso
    que hizo estremecerse a todos fue como el eco de cien voces humanas que
    decían a un tiempo: «¡Adiós, buen rey, valiente caudillo, magnífico soberano!
    Vivirás en el corazón de tu pueblo mientras alumbre el sol de Italia.»


    Después se volvieron a erguir las banderas, con el asta hacia el cielo, y el rey
    Víctor Manuel entró en la gloria inmortal de la tumba».
     
  3. clause

    clause Claudia

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    Re: ... de poetas, cuentos y leyendas

    Poema Instantes
    de Jorge Luis Borges




    (autor: Don Herold, adaptación: Borges)


    Si pudiera vivir nuevamente mi vida,
    en la próxima trataría de cometer más errores.
    No intentaría ser tan perfecto, me relajaría más.
    Sería más tonto de lo que he sido,
    de hecho tomaría muy pocas cosas con seriedad.
    Sería menos higiénico.
    Correría más riesgos,
    haría más viajes,
    contemplaría más atardeceres,
    subiría más montañas, nadaría más ríos.
    Iría a más lugares adonde nunca he ido,
    comería más helados y menos habas,
    tendría más problemas reales y menos imaginarios.

    Yo fui una de esas personas que vivió sensata
    y prolíficamente cada minuto de su vida;
    claro que tuve momentos de alegría.
    Pero si pudiera volver atrás trataría
    de tener solamente buenos momentos.

    Por si no lo saben, de eso está hecha la vida,
    sólo de momentos; no te pierdas el ahora.

    Yo era uno de esos que nunca
    iban a ninguna parte sin un termómetro,
    una bolsa de agua caliente,
    un paraguas y un paracaídas;
    si pudiera volver a vivir, viajaría más liviano.

    Si pudiera volver a vivir
    comenzaría a andar descalzo a principios
    de la primavera
    y seguiría descalzo hasta concluir el otoño.
    Daría más vueltas en calesita,
    contemplaría más amaneceres,
    y jugaría con más niños,
    si tuviera otra vez vida por delante.

    Pero ya ven, tengo 85 años...
    y sé que me estoy muriendo.



     
  4. clause

    clause Claudia

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    Re: ... de poetas, cuentos y leyendas

    Alejandro Dumas (Padre)
    El Conde de Montecristo


    Tercera Parte

    Capítulo noveno

    Píramo y Tisbe
    Continuacion


    -Yo no sé ya lo que vos me dijisteis detalladamente, señora -replicó el conde con una tranquilidad perfecta-, pero participando del error general, me consultasteis sobre la salud de la señorita de Villefort.

    -Como vos erais médico -dijo la señora de Villefort- puesto que habíais curado varios enfermos...

    -Molière o Beaumarchais, señora, os habrían respondido que justamente porque no lo era, no he curado a mis enfermos, sino que mis enfermos se han curado. Yo me contentaré con deciros que he estudiado bastante a fondo la química y las ciencias naturales, pero sólo como aficionado..., ya comprenderéis.

    En este momento dieron las seis.

    -Son las seis -dijo la señora de Villefort, con visibles muestras de agitación-, ¿no vais a ver si come ya vuestro abuelo, Valentina?

    La joven se puso en pie y saludando al conde salió de la sala sin pronunciar una palabra.

    -¡Oh! Dios mío, señora, ¿sería por mi causa por lo que despedís a la señorita de Villefort? -dijo el conde, así que Valentina hubo salido.

    -No lo creáis -repuso vivamente la joven-, pero ésta es la hora en que hacemos que den al señor Noirtier la comida que sostiene su triste existencia. Ya sabéis, caballero, en qué lamentable estado se encuentra mi suegro.

    -Sí, señora, el señor de Villefort me ha hablado de ello, una parálisis, según creo.

    -¡Ay!, el pobre anciano está sin movimiento, sólo el alma vela en esa máquina humana, pálida y temblorosa como una lámpara pronta a extinguirse. Mas perdonad que os hable de nuestros infortunios domésticos, os he interrumpido en el momento en que me decíais que erais un hábil químico.

    -No he dicho yo eso, señora -respondió Montecristo sonriéndose-. He estudiado la química, porque, decidido a vivir en Oriente, he querido seguir el ejemplo del rey Mitrídates.

    -Mithridates, rex Ponticus -dijo el niño, cortando de un magnífico álbum unos dibujos de paisaje que iba doblando y guardando en el bolsillo.

    -¡Eduardo, no seas malo! -exclamó la señora de Villefort arrebatando el mutilado libro de las manos de su hijo-. Eres insoportable, nos aturdes, déjanos, ve con Valentina al cuarto del abuelito Noirtier.

    -¡El álbum...! -dijo Eduardo.

    -¿Qué quieres decir, el álbum?

    -Sí, sí, quiero el álbum...

    -¿Por qué has cortado los dibujos?

    -Porque me da la gana.

    -Vete, ¡vete!

    -No, no, no me iré hasta que me des el álbum --dijo el niño acomodándose en un sillón, fiel siempre a su costumbre de no ceder nunca.

    -Toma, y déjanos en paz -dijo la señora de Villefort; y dio el álbum a Eduardo, que salió acompañado de su madre.

    El conde siguió con la vista a la señora de Villefort.

    -Veamos si cierra la puerta -murmuró.

    Hízolo la señora de Villefort con mucho cuidado, al volver a entrar. El conde no pareció darse cuenta de ello.

    Después dirigió una mirada a su alrededor, y volvió a sentarse en su butaca.

    -Permitidme que os haga observar, señora -dijo el conde con aquella bondad que ya nos es conocida-, que sois muy severa con ese niño encantador.

    -Es necesario, caballero -replicó la señora de Villefort, con un verdadero aplomo de madre.

    -Le habéis interrumpido precisamente cuando pronunciaba una frase que prueba que su preceptor no ha perdido el tiempo con él, y que vuestro hijo está muy adelantado para su edad.

    -¡Oh!, sí. Tiene mucha facilidad y aprende todo lo que quiere. No tiene más defectos que ser muy voluntarioso, pero, a propósito de lo que decía, ¿creéis vos, por ejemplo, señor conde, que Mitrídates emplease aquellas precauciones y que pudieran ser eficaces?

    -Con tanta más razón, señora, cuanto que yo las he empleado para no ser envenenado en Palermo, Nápoles y Esmirna, es decir, en tres ocasiones donde, a no ser por esa precaución, hubiera perecido.

    -¿Y os salió bien?

    -Completamente.

    -Sí, es verdad. Me acuerdo de que en Perusa me contasteis una cosa parecida.

    -¡De veras! -exclamó el conde con una sorpresa admirablemente fingida-, pues yo no lo recuerdo.

    -Os pregunté si los venenos obraban lo mismo y con la misma energía sobre los hombres del Norte que sobre los del Mediodía, y me respondisteis que los temperamentos fríos y linfáticos de los septentrionales no presentan la misma disposición que la enérgica naturaleza de los meridionales.

    -Es cierto -dijo Montecristo-, yo he visto a rusos devorar sustancias vegetales que hubiesen matado infaliblemente a un napolitano o a un árabe.

    -¿Conque vos creéis que el resultado sería aún más seguro en nosotros que en los orientales y en medio de nuestras nieblas y lluvias, un hombre se acostumbraría más fácilmente que bajo un clima caliente a esa absorción progresiva del veneno?

    -Seguramente. Por más que uno ha de estar preparado contra el veneno a que se haya acostumbrado.

    -Sí, comprendo. ¿Y cómo os acostumbraríais vos, por ejemplo, o más bien, cómo os habéis acostumbrado?

    -Nada más fácil. Suponed que vos sabéis de antemano qué veneno deben usar contra vos..., suponed que este veneno sea..., la brucina, por ejemplo...

    -Sí, que se extrae de la falsa angustura, según creo -dijo la señora de Villefort.

    -Exacto, señora -respondió Montecristo-, pero veo que me queda muy poco que enseñaros; recibid mi enhorabuena, semejantes conocimientos son muy raros en las mujeres.

    -¡Oh!, lo confieso -dijo la señora de Villefort-, soy muy aficionada a las ciencias ocultas, que hablan a la imaginación como una poesía y se resuelven en cifras como una ecuación algebraica; pero continuad, os suplico, lo que me decís me interesa sobremanera.

    -¡Pues bien! -repuso Montecristo-, suponed que este veneno sea la brucina, por ejemplo, y que tomáis un miligramo el primer día. Dos miligramos el segundo; pues bien, al cabo de diez días tendréis un centigramo. Al cabo de veinte días, aumentando otro miligramo el segundo, tendréis tres centigramos, es decir, una dosis que toleraréis sin inconvenientes, y que sería muy peligrosa para otra persona que no hubiese tomado las mismas precauciones que vos. En fin, al cabo de un mes, bebiendo agua en la misma jarra, mataréis a la persona que haya bebido de aquella agua, al mismo tiempo que vos, notaréis sólo un poco de malestar, producido por una sustancia venenosa mezclada en aquella agua.

    -¿No conocéis otro contraveneno?

    -No conozco ningún otro.

    -Yo había leído varias veces esa historia de Mitrídates -dijo la señora de Villefort pensativa-, y la había tomado por una fábula.

    -No, señora, como una excepción en la historia, es verdad. Pero lo que me decís, señora, lo que me preguntáis, no es el resultado de una pregunta caprichosa, puesto que hace dos años me habéis hecho preguntas idénticas y me habéis dicho que esa historia de Mitrídates os tenía hacía tiempo preocupada.

    -Es verdad, caballero, los dos estudios favoritos de mi juventud han sido la botánica y la mineralogía, y cuando he sabido más tarde que el use de los simples explicaba a menudo toda la historia y toda la vida de las gentes de Oriente, como las flores explican todo su pensamiento amoroso, sentí no ser hombre para llegar a ser un Flamel, un Fontana o un Cabanis.

    -Tanto más, señora -respondió Montecristo- cuanto que los orientales no se limitan como Mitrídates, a hacer de los venenos una coraza. Hacen también de él un puñal. En sus manos la ciencia no es sólo una arma defensiva, sino a veces ofensiva. La una les sirve contra sus sufrimientos, la otra contra sus enemigos. Con el opio, la belladona, el hachís, procuran en sueños la felicidad que Dios les ha negado en realidad; con la falsa angustura, el leño colubrino y el laurel, adormecen a los que quieren. No hay una sola de esas mujeres, egipcia, turca o griega, que dicen la buenaventura, que no sepa asuntos de química con que dejar estupefacto a un médico, y en materia de psicología, con que espantar a un confesor.

    -¿De veras? -exclamó la señora de Villefort, cuyos ojos brillaban durante este coloquio con el conde.

    -¡Oh!, sí, señora -continuó Montecristo-. Los dramas secretos de Oriente se desenvuelven de este modo, desde la planta que hace morir, desde el brebaje que abre el cielo hasta el que sumerge a un hombre en el infierno. Tienen tantas rarezas de este género como caprichos hay en la naturaleza humana, física y moral, y diré más, el arte de estos químicos sabe aplicar admirablemente el remedio y el mal a sus necesidades de amor o a sus deseos de venganza.

    -Pero, caballero -repuso la joven-, esas sociedades orientales, en medio de las cuales habéis pasado una parte de vuestra vida, son fantásticas como los cuentos que hemos oído de su hermoso país. Allí se puede suprimir a un hombre impunemente, ¿conque es verdadero el Bagdad o el Bassora del señor Galland? Los sultanes y visires que gobiernan esas sociedades, y que constituyen lo que se llama en Francia el gobierno, son otros Harum-al-Ratschild y Giaffar, que no sólo perdonan al envenenador, sino que lo hacen primer ministro, si el crimen ha sido ingenioso, y en este caso hacen grabar la historia en letras de oro para divertirse en sus horas de tedio.

    -No, señora, lo fantástico no existe ni en Oriente; allí hay también personas disfrazadas bajo otro nombre y ocultas bajo otros trajes, comisarios de policía, jueces de instrucción y procuradores del rey. Allí se ahorca, se decapita, y se empala a los criminales. Aquí un necio poseído del demonio del odio, que tiene un enemigo que destruir o un pariente que aniquilar, se dirige a una droguería, y bajo otro nombre que el suyo propio, compra bajo el pretexto de que las ratas le impiden dormirse, cinco o seis dracmas de arsénico. Si es hombre diestro, va a cinco o seis droguerías, y en cada una compra la misma cantidad. Tan pronto como tiene en sus manos el específico, administra a su enemigo, o a su pariente, una dosis que haría reventar a un elefante, y que hace dar tres o cuatro aullidos a la víctima, y todo el barrio se alarma. Entonces viene una nube de agentes de policía y de gendarmes, buscan un médico, que abre al muerto y extrae del estómago o de las vísceras el arsénico. Al día siguiente, cien periódicos cuentan el hecho con el nombre de la víctima o del asesino. Aquella misma noche los drogueros prestan su declaración y afirman: «Yo fui quien vendí a este caballero el arsénico», y en lugar de reconocer a uno solo, tienen que reconocer a veinte por habérselo vendido. Entonces el criminal es preso, interrogado, confundido, condenado y guillotinado. O si es una mujer, la encierran por toda su vida. Así es como vuestros septentrionales entienden la química, señora. No obstante, Desrues sabía más que todo esto, debo confesarlo.

    -¿Qué queréis, caballero? -dijo riendo la joven-, cada cual hace lo que puede. No todos poseen el secreto de los Médicis o de los Borgias.

    -Ahora bien -dijo el conde encogiéndose de hombros-, ¿queréis que os diga la causa de todas esas torpezas...? Que en vuestros teatros, según he podido juzgar yo mismo leyendo las obras que en ellos se representan, se ve siempre beber un pomo de veneno o chupar el guardapelo de una sortija, y caer al punto muertos. Cinco minutos después se baja el telón, los espectadores se dispersan. Siempre se ignoran las consecuencias del asesinato. Nunca se ve al comisario de policía con su banda, ni a un cabo con cuatro soldados, y esto autoriza a muchas pobres personas .a creer que las cosas ocurren de esta manera. Pero salid de Francia, id, por ejemplo, a Alepo, o a El Cairo, en fin, a Nápoles o a Roma y veréis pasar por las calles personas firmes, llenas de salud y vida, y si estuviese por allí algún genio fantástico, podría deciros al oído: «Ese caballero está envenenado hace tres semanas, y dentro de un mes habrá muerto completamente.»

    -Entonces -dijo la señora de Villefort-, ¿habrán encontrado la famosa agua-tofana, que suponían perdida en Perusa?

    -¡Oh!, señora, ¿puede perderse acaso algo entre los hombres? Las artes se siguen unas a otras, y dan la vuelta al mundo, las cosas mudan de nombre, y el vulgo es engañado, pero siempre el mismo resultado, es decir, el veneno. Cada veneno obra particularmente sobre tal o cual órgano. Uno sobre el estómago, otro sobre el cerebro, otro sobre los intestinos. ¡Pues bien!, el veneno ocasiona una tos, esta tos una fluxión de pecho a otra enfermedad, inscrita en el libro de la ciencia, lo cual no le impide ser mortal, y aunque no lo fuese, lo sería gracias a los remedios que le administran los sencillos médicos, muy malos químicos en general, y ahí tenéis a un hombre muerto en toda la regla, con el cual nada tiene que ver la justicia, como decía un horrible químico amigo mío, el excelente abate Adelmonte de Taormina, en Sicilia, ei cual había estudiado toda clase de fenómenos.

    -Eso es espantoso, pero admirable -repuso la joven-. Yo creía, lo confieso, que todas estas historias eran invenciones medievales.

    -Sí, sin duda alguna, pero que se han perfeccionado en nuestros días. ¿Para qué queréis que sirva el tiempo, las medallas, las cruces, los premios de Monthyon, si no es para hacer llegar a la sociedad a su más alto grado de perfección? Ahora, pues, el hombre no será perfecto hasta que sepa crear y destruir como Dios. Ya sabe destruir, luego tiene andado la mitad del camino.

    -De suerte que -replicó la señora de Villefort haciendo que la conversación recayera al objeto que ella deseaba-, los venenos de los Borgias, de los Médicis, de los René, de los Ruggieri, y probablemente más tarde del barón Trenck, de que tanto han abusado el drama moderno y las novelas...

    -Eran objetos de arte, señora, nada más que eso -repuso el conde-. ¿Creéis que el verdadero sabio se dirige únicamente al mismo individuo? No. La ciencia gusta de aventuras, de caprichos, si así puede decirse. Ese excelente abate Adelmonte, de quien os hablaba hace poco, había hecho sobre este punto asombrosos experimentos.

    -¿De veras?

    -Sí, os citaré uno solo... Poseía un hermoso huerto lleno de legumbres, de flores y de frutos; entre ellos elegía uno cualquiera, por ejemplo, una lechuga. Por espacio de tres días la regaba con una solución de arsénico, al tercero la lechuga se ponía ya amarillenta, es decir, había llegado el momento de cortarla. Para todos parecía madura y conservaba una apariencia apetitosa. Solamente para el abate Adelmonte estaba emponzoñada. Entonces la llevaba a su casa, cogía un conejo, habéis de saber que el abate tenía una colección de conejos, liebres y gatos, que no desmerecía de su colección de legumbres, flores y frutas. Cogía, pues, un conejo y le hacía comer una hoja de aquella lechuga. El conejo, por supuesto, se moría. ¿Qué jueces de Instrucción, ni qué procurador del rey va ahora a averiguar la causa de la muerte de un conejo? Nadie. Conque ya tenemos al conejo muerto. Después de esto, lo hace desollar por su cocinera, y arroja los intestinos sobre un montón de estiércol. Sobre este estiércol hay una gallina, come estos intestinos, cae enferma a su vez y muere al día siguiente. En el momento en que lucha con las convulsiones de la agonía pasa por allí un buitre, que en el país de Adelmonte hay muchos, se arroja sobre el cadáver, lo conduce entre sus garras a una roca y se lo come. Al cabo de tres días, el pobre buitre, que después de esta comida se encontró algo indispuesto, siente una especie de aturdimiento, justamente cuando se hallaba entre una nube, muere allí mismo y cae' en vuestro estanque. Los sollos, las anguilas y las lampreas le comen ávidamente, ya sabéis que todos estos pescados son muy aficionados a las carnes. Ahora bien, suponed que al día siguiente os sirven en la mesa uña de esas anguilas, uno de esos sollos o de esas lampreas, envenenados hasta la cuarta generación; entonces vuestro convidado será envenenado a la quinta, y morirá al cabo de ocho días de dolores de entrañas, de males de corazón. Muere en uno de sus accesos. Le hacen la autopsia al cadáver, y los médicos dirán:

    -El pobre señor ha fallecido a causa de un tumor en el hígado, o de una fiebre tifoidea.

    -Pero -dijo la señora de Villefort- todas esas circunstancias, encadenadas unas a otras, pueden ser destruidas por el menor accidente. Puede muy bien ocurrir que el buitre no pase a tiempo o caiga a cien pasos del estanque.

    -¡Ah!, justamente, en eso es en lo que consiste el arte. Para ser un gran químico en Oriente es preciso saber dirigir la casualidad, así es como se obtienen los más difíciles resultados.

    La señora de Villefort permanecía pensativa y escuchaba con gran atención.

    -Pero -dijo- el arsénico es indeleble. De cualquier manera que se le tome, siempre se encuentra en el cuerpo del hombre, si es que se toma una cantidad suficiente para que pueda causar la muerte.

    -¡Bien! -exclamó Montecristo-, eso fue lo que yo dije al abate Adelmonte. Reflexionó un instante y me respondió con un proverbio siciliano que, según creo, es también proverbio francés: «Hijo mío, el

    mundo no se hizo en un día, sino en siete. Volved, pues, el domingo.»

    » Volví al domingo siguiente. En lugar de regar su lechuga con arsénico, la regó con una solución de sales, cuya base era de estricnina, Strichnina colubrina, como dicen los eruditos. Esta vez la lechuga estaba perfectamente sana a la vista. Así, pues, el conejo no sospechó nada, y a los cinco minutos estaba muerto. La gallina comió el conejo, y al día siguiente dejó de existir. Entonces nosotros hicimos las veces de buitres, cogimos la gallina y la abrimos. Ya habían desaparecido todos los síntomas particulares y no quedaban más que los síntomas generales. Ninguna indicación particular en ningún órgano, irritación del sistema nervioso y nada más. La gallina no había sido envenenada, había muerto de apoplejía. Es un caso raro en las gallinas, lo sé, pero muy común en los hombres.

    La señora de Villefort parecía cada vez más pensativa.

    -Es una dicha -dijo-, que tales sustancias no puedan ser preparadas más que por químicos, si no la mitad del mundo envenenaría a la otra mitad.

    -Por químicos o personas que se ocupan de la química -repuso cándidamente Montecristo.

    -Y después de todo -dijo la señora de Villefort-, por bien preparado que esté, el crimen siempre es crimen. Y si se libra de la investigación humana, no le sucede otro tanto con la mirada de Dios. Los orientales son más sabios que nosotros en punto a conciencia, y han suprimido prudentemente el infierno.

    -¡Oh!, señora, ese es un escrúpulo que debe brotar naturalmente en un alma honrada como la vuestra, pero que desaparecería pronto con el raciocinio. El lado peor del pensamiento humano estará siempre resumido en esta paradoja de Juan Jacobo Rousseau, el mandarín a quien se mata a cinco mil leguas levantando el extremo del dedo. La vida del hombre transcurre haciendo estas cosas, y su inteligencia se agota en pensarlas.

    Pocas personas conoceréis que vayan a clavar brutalmente un cuchillo en el corazón de su semejante, o que le administren para hacerle desaparecer de la superficie del globo, la cantidad de arsénico que decíamos hace poco. Para llegar a este punto es menester que la sangre se caliente a treinta y seis grados, que el pulso descienda a noventa pulsaciones, y que el alma salga de sus límites ordinarios. Pero si pasando de palabra al sinónimo, hacéis una sencilla eliminación, en lugar de cometer asesinato innoble, si apartáis pura y sencillamente de vuestro camino al que os incomode, y esto sin choque, sin violencia, sin el aparato de esos padecimientos que hacen de la víctima un mártir y del que obra un carnicero, en toda la extensión de la palabra, si no hay sangre, ni aullidos, ni contorsiones, ni sobre todo esa horrible instantaneidad del asesinato, entonces os libertáis de la ley humana que os dice: « ¡No turbes la sociedad. .. ! » Este es el modo como proceden los orientales, personajes graves y flemáticos, que se inquietan muy poco de las cuestiones de tiempo en los casos de cierta importancia.

    -Pero queda la conciencia -dijo la señora de Villefort con voz conmovida y un suspiro ahogado.

    -Sí --dijo Montecristo-, sí, por fortuna queda la conciencia, sin la cual sería uno muy desgraciado. Después de toda acción un poco vigorosa, la conciencia es la que nos salva, porque nos provee de mil disculpas de que sólo nosotros somos jueces, disculpas que, por excelentes que sean para conservar el sueño, serían mediocres ante un tribunal para conservaros la vida. Así, pues, Ricardo III, por ejemplo, tuvo que agradecer mucho a su conciencia después de la muerte de los dos hijos de Eduardo IV. En efecto, podía decir para sí: Estos dos hijos de un rey cruel, perseguidos y que habían heredado los vicios de su padre, que yo sólo he sabido reconocer en sus inclinaciones juveniles, estos dos niños me molestaban para hacer la felicidad del pueblo inglés, cuya desgracia habrían causado infaliblemente.

    Igualmente debía estar agradecida a su conciencia lady Macbeth, que quería dar un trono, no a su marido, sino a su hijo. ¡Ah!, el amor maternal es una virtud tan grande, un móvil tan poderoso que hace perdonar muchas cosas. Así, pues, muerto Duncan, lady Macbeth hubiera sido desgraciada a no ser por su conciencia.

    La señora de Villefort absorbía con avidez estas espantosas palabras pronunciadas por el conde con aquella ironía sencilla que le era peculiar.

    Después de una pausa, dijo:

    -¿Sabéis, señor conde, que sois un terrible argumentista y que veis el mundo bajo un aspecto algún tanto lívido? Teníais razón, sois un gran químico, y aquel elixir que hicisteis tomar a mi hijo, y que tan rápidamente le devolvió la vida.. .

    -¡Oh!, no os fiéis de eso, señora -dijo Montecristo-; una gota de aquel elixir bastó para devolver la vida a aquel niño que se moría, pero tres gotas habrían hecho que la sangre se agolpara a sus pulmones y le hubieran causado un desmayo muchísimo más grave que aquel en que se hallaba; diez, en fin, le hubieran muerto en el acto. Bien visteis, señora, cuán rápidamente le aparté de aquellos frascos que tuvo la imprudencia de tocar.

    -¿Acaso es algún terrible veneno?

    -¡Oh, no! En primer lugar es menester que sepáis que la palabra

    veneno no existe, puesto que en medicina se sirven de los venenos más violentos, que llegan a ser remedios saludables por la manera con que son administrados.

    -¿Y entonces de qué se trataba?

    -Una magnífica preparación de mi amigo, el abate Adelmonte, de la cual me enseñó a usar.

    -¡Oh! -dijo la señora de Villefort-, debe ser un excelente antiespasmódico.

    -Magnífico, señora, ya lo visteis -respondió el conde-, y yo hago de él un use bastante frecuente, con toda la prudencia posible, se entiende -añadió riendo.

    -Lo creo -replicó la señora de Villefort en el mismo tono- En cuanto a mí, tan nerviosa y tan propensa a desmayarme, necesitaría de un doctor Adelmonte para que me inventase los medios de respirar libremente y me tranquilizase sobre el temor que experimento de morir un día ahogada. Entretanto, como la cosa es difícil de encontrar en Francia, y vuestro abate no estará dispuesto a hacer por mí un viaje a París, me atengo a los antiespasmódicos del señor Blanche, y las gotas de Hoffman desempeñan un gran papel en mi organismo. Mirad, aquí tenéis unas pastillas que preparan para mí expresamente, tienen doble dosis.

    Montecristo abrió la caja de concha que le presentaba la joven, y aspiró el olor de las pastillas como experto digno de apreciar aquella preparación.

    -Son exquisitas -dijo-, pero es preciso tragarlas, cosa imposible en las personas desmayadas. Prefiero mi específico.

    -¡Oh!, yo también lo preferiría, después de los efectos que he visto. Pero sin duda será un secreto, y yo no soy tan indiscreta que os lo vaya a pedir.

    -Pero yo, señora -dijo Montecristo levantándose de su asiento-, soy lo suficientemente galante para ofrecéroslo.

    -¡Oh!, caballero.

    -Acordaos de una cosa, y es que, en pequeñas dosis, es un remedio; en grandes dosis, un veneno. Una gota devuelve la vida, como habéis visto; cinco o seis matarían infaliblemente de una manera tanto más terrible que derramadas en un vaso de vino no cambiarían nada el gusto. Pero me detengo, señora, diríase que os quiero aconsejar.

    Acababan de dar las diez y media y anunciaron una amiga de la señora de Villefort que venía a comer con ella.

    -Si yo tuviera el honor de veros por tercera o cuarta vez, señor conde, en vez de ser la segunda -dijo la señora de Villefort-, si tuviese el honor de ser vuestra amiga, en lugar de ser sólo vuestra deudora, insistiría en que os quedaseis a comer, y no me dejaría abatir por la primera negativa.

    -Mil gracias, señora -respondió Montecristo--, tengo un compromiso al cual no puedo faltar. Prometí llevar al teatro a una princesa griega que aún no ha visto la ópera, y que cuenta conmigo para ir esta noche.

    -Os dejo ir, caballero, pero no olvidéis mi receta.

    -¿Cómo es posible, señora? Para ello tendría que olvidar la hora de conversación que acabo de tener a vuestro lado, lo cual es enteramente imposible.

    Montecristo saludó y salió.

    La señora de Villefort se quedó reflexionando.

    -¡Qué hombre tan extraño! -dijo-, debiera llamarse también Adelmonte.

    Para Montecristo, el resultado fue mejor de lo que él esperaba.

    -Veamos --dijo, al tiempo de marcharse-, éste es buen terreno. Estoy convencidísimo de que cualquier clase de grano que en él se siembre, produce inmediatamente su fruto.

    Y al otro día, fiel a su promesa, envió a la señora de Villefort la receta que le había prometido.
     
  5. clause

    clause Claudia

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    Re: ... de poetas, cuentos y leyendas

    No esperes


    No esperes que un hombre muera
    para saber que todo corre peligro,
    ni a que te cuenten los libros
    lo que están tramando ahí fuera.

    No esperes a que te den los planos
    para satisfacer tu curiosidad,
    ni a que el aire también sea de pago
    para gozar el placer de respirar.

    No esperes golpes de suerte,
    seguirás a su merced
    mientras haya gente que
    trafique con la muerte.

    No esperes de ningún modo
    que se dignen consentir
    tu acceso al porvenir
    los que hoy arrasan con todo.

    No esperes a que se acaben
    para desear las cosas más que nunca
    ni a responder las preguntas
    cuando los otros se callen.

    No esperes el consentimiento
    ni a que te proporcionen un manual,
    ni a que el horóscopo te sea propicio,
    ni a que el cielo te mande una señal

    Joan Manuel Serrat


     
  6. clause

    clause Claudia

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    Re: ... de poetas, cuentos y leyendas

    Palabras

    Un verso se desgrana
    misericordioso y paladino,
    cuando el alma se rebalza
    la poesía encausa el río.

    Torrente de emociones
    que fluyen cristalinas
    Y se alinean en palabras
    meticulosas y estrictas.

    Puede agolparse
    en tan ajustada medida
    la sublime experiencia
    de vivir cada día?



    c.m.s.;)










    Aquellas pequeñas cosas


    Uno se cree
    que las mató
    el tiempo y la ausencia.
    Pero su tren
    vendió boleto
    de ida y vuelta.

    Son aquellas pequeñas cosas,
    que nos dejó un tiempo de rosas
    en un rincón,
    en un papel
    o en un cajón.

    Como un ladrón
    te acechan detrás
    de la puerta.
    Te tienen tan
    a su merced
    como hojas muertas

    que el viento arrastra allá o aquí,
    que te sonríen tristes y
    nos hacen que
    lloremos cuando
    nadie nos ve.


    Joan Manuel Serrat
     
  7. clause

    clause Claudia

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    Re: ... de poetas, cuentos y leyendas

    Alejandro Dumas (Padre)
    El Conde de Montecristo

    Capítulo diez

    Roberto el diablo

    El pretexto de ir a la ópera fue tanto más oportuno cuanto que aquella noche había gran función en la Academia Real de Música. Levasseur, después de una larga indisposición, se presentó en el papel de Beltrán, y como de costumbre la obra del maestro a la moda atrajo al teatro la sociedad más brillante de París. Morcef, como la mayor parte de los jóvenes ricos, tenía su palco de orquesta; además el de diez personas conocidas, sin contar con aquel a que tenía derecho, es decir, al de los calaveras de buen tono.

    Chateau-Renaud ocupaba el palco próximo al suyo.

    Beauchamp, como periodista, era rey del salón, y tenía sitio en todas partes.

    Aquella noche Luciano Debray tenía a su disposición el palco del ministro, y lo había ofrecido al conde de Morcef, el cual, no habiendo querido ir Mercedes, lo había enviado a Danglars, mandándole decir que tal vez él iría a hacer aquella noche una visita a la baronesa y a su hija si querían aceptar el palco que les ofrecía. La señora Danglars y su hija aceptaron.

    Por lo que a Danglars se refiere, había declarado que sus principios políticos y su calidad de diputado de la oposición no le permitían ir al palco del ministro. La baronesa escribió a Luciano suplicándole que fuese a buscarla, puesto que no podía ir a la ópera sola con Eugenia.

    En efecto, si las dos mujeres hubiesen ido solas, habrían creído esto de mal tono, al paso que yendo la señorita Danglars con su madre y el amante de su madre, nada había ya que objetar.

    Levantóse el telón, como de costumbre, ante un salón casi vacío.

    También es una de las costumbres del mundo parisiense, llegar al teatro cuando la función ha empezado. De aquí resulta que el primer acto transcurre de parte de los espectadores que van llegando, no en mirar o escuchar la pieza, sino en mirar entrar a los espectadores que llegan, y no oír más que el ruido de las puertas y el de las conversaciones.

    -¡Cómo! -dijo Alberto de repente, al ver abrirse un palco principal-. ¡Cómo! ¡La condesa G...!

    -¿Quién es esa condesa G...? -preguntó Chateau-Renaud.

    -¡Oh!, barón, ésa es una pregunta que no os perdono. ¿Me preguntáis quién es la condesa G...?

    -¡Ah!, es verdad -dijo Chateau-Renaud-, ¿no es esa encantadora veneciana?

    -Justamente.

    En aquel momento la condesa G... reparó en Alberto, y cambió con él un saludo acompañado de una sonrisa.

    -¿La conocéis? -dijo Chateau-Renaud.

    -Sí -exclamó Alberto-, le fui presentado en Roma por Franz.

    -¿Queréis hacerme en París el mismo favor que Franz os hizo en Roma?

    -Con muchísimo gusto.

    -¡Silencio! -gritó el público.

    Los dos jóvenes continuaron su conversación, sin hacer caso del deseo de la concurrencia de oír la música.

    -Estaba en las carreras del Campo de Marte -dijo Chateau-Renaud.

    -¿Hoy?

    -Sí.

    -En efecto, había carreras. ¿Estabais comprometido en ellas?

    -¡Oh!, por una miseria, por cincuenta luises.

    -¿Y quién ganó?

    -Nautilus, yo apostaba por él.

    -¿Pero había tres carreras?

    -Sí. El premio del Jockey Club era una copa de oro. Por cierto que ocurrió algo bastante extraño.

    -¿Qué?

    -¡Chist... ! -gritó el público, impacientándose.

    -¿Qué. .. ? -replicó Alberto.

    -Un caballo y un jockey completamente desconocidos han ganado esta carrera.

    -¿Cómo?

    -¡Oh!, sí, nadie había fijado la atención en un caballo señalado con el nombre de Vampa, y un jockey con el nombre de Job, cuando de repente vieron avanzar un magnífico alazán y un jockey como el puño. Viéronse obligados a introducirle veinte libras de plomo en los bolsillos, lo cual no impidió que se adelantase diez varas a Ariel y Bárbaro, que corrían con él.

    -¿Y no se ha sabido a quién pertenecía el caballo y el jockey?

    -No.

    -Decís que el caballo llevaba el nombre de...

    -Vampa.

    -Entonces -dijo Alberto- yo estoy más adelantado que vos, y sé a quién pertenece.

    -¡Silencio...! -gritó por tercera vez el público.

    Las voces fueron creciendo ahora hasta tal punto, que al fin los jóvenes notaron que el público se dirigía a ellos. Volviéronse un momento buscando en aquella multitud un hombre que tomase a su cargo la responsabilidad de lo que miraban como una impertinencia, pero nadie reiteró la invitación, y se volvieron hacia el escenario.

    En aquellos instantes se abrió el palco del ministro, y la señora Danglars, su hija y Luciano Debray tomaron sus asientos.

    -¡Ahí!, ¡ahí! -dijo Chateau-Renaud-, ahí tenéis a varias personas conocidas vuestras, vizconde. ¿Qué diablos miráis a la derecha? Os están buscando.

    Alberto se volvió y sus ojos se encontraron en efecto con los de la baronesa Danglars, que le hizo un saludo con su abanico. En cuanto a la señorita Eugenia, apenas se dignaron inclinarse hacia la orquesta sus grándes y hermosos ojos negros.

    -En verdad, amigo mío -dijo Chateau-Renaud-, no comprendo qué es lo que podéis tener contra la señorita Danglars, es una joven lindísima.

    -No lo niego -dijo Alberto-, pero os confieso que en cuanto a belleza preferiría una cosa más dulce, más suave, en fin, más femenina.

    -¡Qué jóvenes estos! -dijo Chateau-Renaud, que como hombre de treinta años tomaba con Morcef cierto aire paternal-, nunca están satisfechos. ¡Cómo! ¡Encontráis una novia, o más bien otra Diana cazadora y no estáis contento!

    -Pues bien, entonces mejor hubiera yo querido otra Venus de Milo o de Capua. Esta Diana cazadora siempre en medio de sus ninfas, me espanta un poco. Temo que me trate como a otro Acteón.

    En efecto, una ojeada que se hubiera dirigido sobre la joven podía explicar casi el sentimiento que acababa de confesar el joven Morcef.

    Eugenia Danglars era hermosa, como había dicho Alberto, pero era una belleza un poco varonil. Sus cabellos de un negro hermoso, pero un tanto rebeldes a la mano que quería arreglarlos; sus ojos negros como sus cabellos, adornados de magníficas cejas, y que no tenían más que un defecto, el de fruncirse con demasiada frecuencia, eran notables por una expresión de firmeza que todos se maravillaban de encontrar en la mirada de una mujer. Su nariz tenía las proporciones exactas que un escultor habría dado a una diosa Juno. Sin embargo, su boca era demasiado grande, aunque adornada de unos dientes hermosos que hacían resaltar unos labios cuyo carmín demasiado vivo se distinguía sobre la palidez de su tez; en fin, dos hoyitos más pronunciados que de costumbre en los extremos de su boca, acababan de dar a su fisonomía ese carácter decidido que tanto espantaba a Morcef.

    Por lo demás, el resto del cuerpo de Eugenia estaba en armonía con la cabeza que acabamos de describir. Como había dicho ChateauRenaud, era Diana la cazadora, si bien con un aire más duro y más muscular en su belleza.

    Respecto a la educación que había recibido, si había algo que reprocharle, era que, lo mismo que en su fisonomía, parecía pertenecer un poco al otro sexo. En efecto, hablaba dos o tres lenguas, dibujaba fácilmente, hacía versos y componía música. De este último arte era sobre todo muy apasionada. Estudiábalo con una de sus amigas de colegio, joven sin fortuna, pero con todas las disposiciones posibles para llegar a ser una excelente cantatriz. Según decían, un gran compositor profesaba a ésta un interés casi paternal y la hacía trabajar con la esperanza de que algún día encontrase una fortuna en su voz.

    La posibilidad de que la señorita Luisa de Armilly (éste era su nombre) entrase un día en el teatro, hacía que la señorita Danglars, aunque la recibiese en su casa, no se mostrara en público con ella.

    Sin embargo, sin tener en la casa del banquero la posición independiente de una amiga, disfrutaba de mucha franqueza y confianza. Unos segundos después de la entrada de la señora Danglars en el palco, había bajado el telón, y gracias a la facultad de pasear o hacer visitas en los entreactos a causa de ser éstos demasiado largos, la orquesta se había dispersado al poco rato.

    Morcef y Chateau-Renaud habían sido de los primeros en salir; la señora Danglars creyó por un momento que aquella prisa de Alberto por salir tenía por objeto el irle a ofrecer sus respetos, y se inclinó al oído de su hija para anunciarle esta visita, pero ésta se contentó con mover la cabeza sonriendo, y al mismo tiempo, como para probar cuán fundada era la incredulidad de Eugenia respecto a este punto, apareció Morcef en un palco principal. Este palco era el de la condesa G...

    -¡Hola! Al fin se os ve por alguna parte, señor viajero -dijo ésta presentándole la mano con toda la cordialidad de una antigua amiga-, sois muy amable, primero por haberme reconocido, y después por haberme dado la preferencia de vuestra primera visita.

    -Creed, señora -dijo Alberto-, que si yo hubiese sabido vuestra llegada a París y las señas de vuestra casa, no hubiera esperado tanto tiempo. Mas permitid os presente al barón Chateau-Renaud, amigo mío, uno de los pocos hidalgos que aún hay en Francia, y por el cual acabo de saber que estabais en las carreras del Campo de Marte.

    Chateau-Renaud se inclinó.

    -¡Ah! ¿Os hallabais en las carreras, caballero? -dijo vivamente la condesa.

    -Sí, señora.

    -¡Y bien! -repuso la señora G...-. ¿Podéis decirme de quién era el caballo que ganó el premio del jockey Club?

    -No, señora -dijo Chateau-Renaud-, y ahora mismo hacía la propia pregunta a Alberto.

    -¿Deseáis saberlo..., señora condesa? -preguntó Alberto.

    -Con toda mi alma. Figuraos que... ¿pero lo sospecháis acaso, vizconde?

    -Señora, ibais a contarme una historia, habéis dicho: Imaginaos...

    -¡Pues bien! Figuraos que aquel encantador caballo y aquel diminuto jockey de casaca color de rosa me inspiraron a primera vista una simpatía tan viva que yo en mi interior deseaba que ganasen, lo mismo que si hubiese apostado por ellos la mitad de mi fortuna. Así, pues, apenas los vi llegar al punto, dejando bastante retirados a los otros caballos, fue tal mi alegría que empecé a palmotear como una loca. ¡Imaginad mi asombro cuando al entrar en mi casa encuentro en mi. escalera al jockey de casaca color de rosa! Creí que el vencedor de la carrera vivía casualmente en la misma casa que yo, cuando lo primero que vi al abrir la puerta de mi salón fue la copa de oro, es decir, el premio ganado por el caballo y el jockey desconocido. En la copa había un papelito que decía:

    «A la condesa G..., lord Ruthwen.»

    -Eso es, justamente -dijo Morcef.

    -¡Cómo! ¿Qué queréis decir?

    -Quiero decir que es lord Ruthwen en persona.

    -¿Quién es lord Ruthwen?

    -El nuestro, el vampiro, el del teatro Argentino.

    -¿De veras? -exclamó la condesa-. ¿Está aquí?

    -Sí, señora.

    -¿Y vos le habéis visto? ¿Le recibís? ¿Frecuentáis su casa?

    -Es mi íntimo amigo, y el señor Chateau-Renaud también tiene el honor de conocerle.

    -¿Y cómo sabéis que es él quien ha ganado?

    -Por su caballo, que lleva el nombre de Vampa.

    -¿Y qué?

    -¡Cómo! ¿Es posible que no recordéis el nombre del famoso bandido que me hizo su prisionero?

    -¡Ah, es cierto!

    -¿Y de las manos del cual me sacó milagrosamente el conde?

    -Sí, sí.

    -Llamábase Vampa. Bien veis que era él.

    -¿Pero por qué me ha enviado esa copa?

    -Primeramente, señora condesa, porque yo le había hablado mucho de vos. Después, porque se habrá alegrado de encontrar una compatriota y de ver el interés que se tomaba por él.

    -¿Espero que no le habréis contado las locuras que hemos hablado de él?

    -¡Oh!, de ningún modo. Pero me extraña la manera de ofreceros esa copa bajo el nombre de lord Ruthwen...

    -¡Pero eso es espantoso, me compromete de una manera terrible!

    -¿Es por ventura ese proceder el de un enemigo?

    No; lo confieso.

    -Entonces...

    -¿Conque está en París?

    -Sí.

    -¿Y qué sensación ha producido?

    -¡Oh! -dijo Alberto-, se habló de él ocho días, pero después acaeció la coronación de la reina de Inglaterra y el robo de los diamantes de la señorita Mars, y no se ha hablado más que de eso.

    -Amigo mío -dijo Chateau-Renaud-, bien se ve que el conde es vuestro amigo y que le tratáis como tal. No creáis lo que dice Alberto, señora condesa. Al contrario, no se habla más que del conde de Montecristo en París. Primeramente empezó por regalar a la señora Danglars dos caballos por valor de treinta mil francos. Después salvó la vida a la señora de Villefort. Ha ganado la carrera del jockey Club, según parece. Pues yo sostengo, diga Morcef lo que quiera, que no se ocupa la gente en este momento más que del conde de Montecristo, y que no se ocuparán sino de él por espacio de un mes, si continúa con sus excentricidades, lo cual, por otra parte, parece que es su modo habitual de vivir.

    -Es posible -dijo Morcef-, ¿pero quién ha tomado el palco del embajador de Rusia?

    -¿Cuál? -preguntó la condesa.

    -El intercolumnio principal, me parece completamente renovado.

    -En efecto -dijo Chateau-Renaud-, ¿había en él alguien durante el primer acto?

    -¿Dónde?

    -En ese palco.

    -No -repuso la condesa-, no he visto a nadie. De modo que -continuó, volviendo a la primera conversación-, ¿creéis que es vuestro conde de Montecristo quien ha ganado el premio?

    -Estoy seguro.

    -¿Y quien me ha enviado la copa?

    -Sin duda alguna.

    -Pero yo no le conozco -dijo la condesa-, y tengo ganas de devolvérsela.

    -¡Oh!, no lo hagáis, porque entonces os enviará otra tallada en algún zafiro o en algún rubí. Son sus maneras de obrar, qué queréis, es preciso conformarse con sus manías.

    En aquel instante se oyó la campanilla, que anunciaba que el segundo acto iba a empezar, y Alberto se levantó para volver a su asiento.

    -¿Os volveré a ver? -preguntó la condesa.

    -En los entreactos, si lo permitís. Vendré a informarme de si puedo seros útil en algo aquí en París.

    -Señores ---dijo la condesa-, todos los sábados por la noche, calle de Rivoli, 22, estoy en mi casa para los amigos.

    Los jóvenes saludaron y salieron del palco de la condesa.

    Cuando entraron en el salón vieron a todos los espectadores de la

    platea en pie, con los ojos fijos en un solo punto. Sus miradas siguieron la dirección general, y se detuvieron en el antiguo palco del embajador de Rusia. Un hombre vestido de negro, de treinta y cinco a cuarenta años, acababa de entrar en él con una mujer vestida a la usanza oriental. La mujer era admirablemente hermosa y el traje de tal riqueza, que, como hemos dicho, todos los ojos se habían vuelto hacia ella.

    -¡Cómo! -dijo Alberto-. Montecristo y su griega.

    En efecto, eran el conde y Haydée.

    Al cabo de un instante, la joven era el objeto de la atención, no solamente del público de la platea, sino de todo el teatro. Las mujeres se inclinaban fuera de los palcos para ver brillar bajo los luminosos rayos de la lucerna, aquella cascada de diamantes.

    El segundo acto desarrollóse en medio del sordo rumor que indica en las grandes reuniones de personas un suceso notable. Nadie pensó en gritar que callaran. Aquella mujer tan joven, tan bella, tan deslumbrante, era el espectáculo más curioso que se hubiera podido ver.

    Esta vez, una señal de la señora Danglars indicó claramente a Alberto que la baronesa deseaba que la visitase en el entreacto siguiente. Morcef era demasiado amable para hacerse esperar cuando le indicaban claramente que le estaban esperando. Concluido el acto, se apresuró a subir al palco. Saludó a las dos señoras, y presentó la mano a Debray. La baronesa le acogió con una encantadora sonrisa y Eugenia con su frialdad habitual.

    -A fe mía, querido -dijo Debray-, aquí tenéis a un hombre sumamente apurado, y que os llama para que le saquéis del compromiso. La señora baronesa me anonada a fuerza de preguntas respecto del conde, y quiere que yo sepa de dónde es, de dónde viene, adónde va. ¡A fe mía!, yo no soy Cagliostro, y para librarme de sus preguntas, dije: Averiguad todo eso por medio de Morcef, conoce a Montecristo bastante a fondo, y entonces fue cuando os llamaron.

    -¿No es increíble? -dijo la baronesa- que teniendo medio millón de fondos secretos a su disposición, no esté mucho mejor instruido?

    -Señora -dijo Luciano-, creed que si yo tuviese medio millón a mi disposición, lo emplearía en otra cosa que no en tomar informes sobre el señor de Montecristo, que a mis ojos no tiene otro mérito que el ser dos veces más rico que un nabab. Pero he cedido la palabra a mi amigo Morcef, arreglaos con él.

    -Seguramente un nabab no me habría enviado dos caballos de treinta mil francos v cuatro diamantes de cinco mil francos cada uno.

    -¡Oh!, los diamantes -dijo Morcef riendo-, ésa es su manía. Yo creo que, cual otro Potemkin, lleva siempre los bolsillos llenos, y los va derramando por el camino.

    -Debe haber encontrado alguna mina -dijo la señora Danglars-. ¿Sabéis que tiene un crédito ilimitado sobre la casa del barón?

    -No, no lo sabía -respondió Alberto-, pero se comprende muy bien.

    -¿Y que ha anunciado al señor Danglars que pensaba permanecer un año en París y gastar seis millones?

    -Es el sha de Persia que viaja de incógnito.

    -Y esa mujer, señor Luciano -dijo Eugenia-, ¿habéis reparado qué hermosa es?

    -En verdad, señorita, jamás conocí a otra que supiera hacer justicia como vos.

    Luciano acercó su lente a su ojo derecho.

    -Encantadora -dijo.

    -¿Y sabe el señor de Morcef quién es esa mujer?

    -Señorita -dijo Alberto-, casi lo sé. Quiero decir, como sé todo lo que concierne al misterioso personaje de que nos ocupamos. Esa mujer es una griega.

    -Eso se conoce fácilmente por su traje, y no me habéis dicho sino lo que todo el salón sabe tan bien como nosotros.

    -Siento -dijo Morcef- ser un cicerone tan ignorante, pero confieso que ahí acaban todos mis conocimientos. Sé, además, que es música, porque un día que almorcé en casa del conde, oí los sonidos de una guzla que sin duda estaba tocando ella.

    -¿Recibe vuestro conde? -preguntó la señora Danglars.

    -Y de una manera espléndida, os lo aseguro.

    -Es preciso que me empeñe con el señor Danglars para que le ofrezca alguna comida, algún baile, a fin de que nos lo devuelva.

    -¡Cómo! ¿Iríais a su casa? -dijo Debray riendo.

    -¿Por qué no? ¡Con mi marido!

    -Pero si es soltero el misterioso conde.

    -Ya veis que no lo es -dijo riendo la baronesa señalando a la bella griega.

    -Esa mujer es una esclava, según él mismo me ha dicho.

    -Convenid, mi querido Luciano -dijo la baronesa-, que más bien tiene aire de una princesa.

    -De las Mil y una noches.

    -De las Mil y una noches, no digo, ¿pero qué es lo que hace de ella una princesa? Los diamantes, y en ésa no se ve otra cosa.

    -Lleva demasiados -dijo Eugenia-; estaría más hermosa sin ellos, porque quedarían al descubierto su cuello y sus brazos, que son de encantadoras formas.

    -¡Oh!, la artista -dijo la señora Danglars-, ¡cómo se entusiasma!

    -¡Me apasiona todo lo hermoso! -dijo Eugenia.

    -Pero ¿qué decís entonces del conde? -dijo Debray-. Me parece también muy buen mozo.

    -¿El conde? -dijo Eugenia, como si aún no le hubiese mirado-, el conde está demasiado pálido.

    -Precisamente en esa palidez -dijo Morcef- está el secreto que buscamos. La condesa G... dice que es un vampiro.

    -¿Está de vuelta la condesa G... ? -preguntó la baronesa.

    -En ese palco de al lado -dijo Eugenia-, casi enfrente de nosotros, madre mía. Esa mujer de unos cabellos rubios admirables, ella es.

    -¡Ah! , sí -repuso la señora Danglars-, ¿no sabéis lo que debierais hacer, Morcef?

    -Mandad, señora.

    -Ir a hacer una visita a vuestro conde de Montecristo y traérnoslo.

    -¿Para qué? -dijo Eugenia.

    -¡Oh!, para hablarle. ¿No tienes tú curiosidad por verle?

    -Absolutamente ninguna.

    -¡Qué rara eres! -murmuró la baronesa.

    -¡Oh! -dijo Morcef-, vendrá probablemente él mismo. Ya os ha visto, señora, y os saluda.

    La baronesa devolvió al conde su saludo acompañado de la más encantadora sonrisa.

    -Vamos -dijo Morcef-, me sacrifico. Os dejo, y voy a ver si hay medio de hablarle.

    -Id a su palco, es lo más sencillo.

    -Pero aún no he sido presentado...

    -¿A quién?

    -A la bella griega.

    -Es una esclava, según decís.

    -Sí, pero vos decís que es una princesa... No. Espero que me vea salir, y él también saldrá.

    -Es posible, id.

    -Ahora mismo.

    Morcef saludó y se fue.

    Efectivamente, en el momento en que pasaba delante del palco del conde, se abrió la puerta, el conde dijo algunas palabras en árabe a Alí, que estaba en el corredor, y se cogió del brazo de Morcef.

    Alí cerró la puerta de nuevo y se quedó en pie a su lado. Había en el corredor un círculo de gente que rodeaba al nubio.

    -En verdad -dijo Montecristo-, vuestro París es una ciudad extraña, y vuestros parisienses un pueblo singular. Diríase que es la primera vez que ven a un nubio. Miradlos estrecharse alrededor de ese pobre Alí, que no sabe qué significa eso.. Sólo os digo una cosa, y es que un parisiense puede ir a Túnez, a Constantinopla, a Bagdad o al Cairo, y la gente no le rodeará como hacen aquí.

    -Es que vuestros orientales son personas sensatas, y no miran lo que no vale la pena de mirar, pero, creedme, Alí no goza de esa popularidad sino porque os pertenece, y a estas horas vos sois el hombre de moda.

    -¡De veras! ¿Y qué es lo que me vale ese favor?

    -¡Diantre!, vos mismo. Regaláis caballos que valen mil luises. Salváis la vida a la mujer del procurador del rey. Hacéis correr bajo el nombre del mayor Black caballos de raza y jockeys como un puño. En fin, ganáis copas de oro y las enviáis a una mujer bellísima por cierto.

    -¿Y quién diablo os ha contado todas esas tonterías?

    -Primero, la señora Danglars, que se muere de deseos por veros en su palco, o más bien porque os vean en él. Después, el periódico de Beauchamp, y últimamente mi imaginación. ¿Por qué llamabais a vuestro caballo, Vampa, si queréis guardar el incógnito?

    -¡Ah! ¡Es verdad! -dijo el conde-, es una imprudencia. Pero, decidme, ¿el conde de Morcef viene algunas veces a la ópera? Le he buscado por todas partes y no lo he visto.

    -Vendrá esta noche.

    -¿Dónde?

    -Creo que al palco de la baronesa.

    -¿Esa encantadora joven que está con ella es su hija?

    -Sí.

    -Os doy mis parabienes.

    Morcef se sonrió.

    -Ya hablaremos de esto más tarde y detalladamente -dijo -¿Qué decís de la música?

    -¿De qué música?

    -¿De qué ha de ser...?, de la que acabamos de oír.

    -Digo que es una música muy hermosa, para ser compuesta por un compositor humano, y cantada por pájaros sin plumas, como decía Diógenes.

    -¡Ah!, querido conde, ¡parece que pudierais oír cantar los siete coros del Paraíso!

    -Así es, en efecto. Cuando quiero oír música admirable, vizconde, como ningún mortal la ha oído, duermo.

    -Pues bien, querido conde, dormid. La ópera no se ha inventado para otra cosa.

    -No, de veras. Vuestra orquesta hace demasiado ruido. Para dormir yo con el sueño de que os hablo, necesito tranquilidad y silencio, y además cierta preparación...

    -¡Ah! ¿El famoso hachís?

    -Exacto, vizconde, cuando queráis oír música, venid a cenar conmigo.

    -Pero ya la oí cuando fui a almorzar a vuestra casa -dijo Morcef.

    -¿En Roma?

    -Sí.

    -¡Ah! , era la guzla de Haydée. Sí, la pobre desterrada se entretiene a veces en tocar algunos aires de su país.

    Morcef no insistió más. Por su parte, el conde se calló también.

    En este momento oyóse la campanilla.

    -Disculpadme -dijo el conde dirigiéndose hacia su palco.

    -¡Cómo!

    -Mil recuerdos de parte mía a la condesa G..., de parte de su vampiro.

    -¿Y a la baronesa?

    -Decidle que, si lo permite, iré a ofrecerle mis respetos después de que termine el acto.

    El tercer acto empezó.

    Durante el mismo, entró el conde de Morcef en el palco de la señora Danglars, según lo había prometido.

    El conde no era uno de esos hombres que causaban impresión con su presencia. Así, pues, nadie reparó en su llegada más que las personas en cuyo palco entraba.

    Montecristo le vio, sin embargo, y sonrió ligeramente.

    En cuanto a Haydée, no veía nada mientras el telón estaba levantado; como todas las naturalezas primitivas, adoraba todo lo que habla al oído y a la vista.

    El tercer acto transcurrió como de costumbre. La señorita Noblet, Julia y Leroux, cantaron sus respectivos papeles. El príncipe de Granada fue desafiado por Roberto-Mario. En fin, este majestuoso rey dio su vuelta por el tablado para lucir su manto de terciopelo llevando a su hija de la mano. Bajó después el telón y toda la concurrencia se dispersó.

    El conde salió de su palco, y poco después apareció en el de la baronesa Danglars.

    Esta no pudo contener un ligero grito, mezcla de sorpresa y alegría.

    -¡Ah!, venid, señor conde -exclamó-, porque, a la verdad, deseaba añadir mis gracias verbales a las que ya os he dado por escrito.

    -¡Oh!, señora-dijo el conde-, ¿aún os acordáis de esa bagatela? Yo ya la había olvidado.

    -Sí, pero jamás se olvida que al día siguiente salvasteis a mi amiga, la señora de Villefort, del peligro que le hicieron correr los mismos caballos.

    -Tampoco esta vez, señora, merezco vuestras gracias. Fue Alí, mi nubio, quien tuvo el honor de prestar a la señora de Villefort este eminente servicio.

    -¿Y fue también Alí -dijo el conde de Morcef- quien sacó a mi hijo de las manos de los bandidos romanos?

    -No, señor conde ---dijo Montecristo, estrechando la mano que le presentaba el general-. No; ahora a quien toca dar las gracias es a mí. Vos ya me las habéis dado, yo las he recibido, y me avergüenzo de que me deis tanto las gracias. Señora baronesa, hacedme el honor, os lo suplico, de presentarme a vuestra encantadora hija.

    -¡Oh!, por lo menos de nombre ya estáis presentado, porque hace dos o tres días que no hablamos más que de vos. Eugenia -continuó la baronesa, volviéndose hacia su hija-, el señor conde de Montecristo .

    El conde se inclinó, la señorita Danglars hizo un leve movimiento de cabeza.

    -Estáis en vuestro palco con una mujer admirable, señor conde -dijo Eugenia-, ¿es vuestra hija?

    -No, señorita -dijo Montecristo, asombrado de aquella ingenuidad extremada o de aquel asombroso aplomo-, es una pobre griega de la que soy tutor.

    -¿Y se llama... ?

    -Haydée -respondió Montecristo.

    -¡Una griega! -murmuró el conde de Morcef.

    -Sí, conde -dijo la señora Danglars-, y decidme si habéis visto nunca, en la corte de Alí-Tebelin, donde habéis servido tan gloriosamente, un vestido tan precioso como el que tenemos delante.

    -¡Ah! -dijo Montecristo-, ¿habéis servido en Janina, señor conde?

    -He sido general instructor de las tropas del bajá -respondió Morcef-, y mi poca fortuna proviene de las liberalidades del ilustre jefe albanés, no tengo reparo en decirlo.

    -¡Pues vedla ahí! -insistió la señora Danglars.

    -¡Dónde! -balbució Morcef.

    -Allí -dijo Montecristo.

    Y apoyando el brazo sobre el hombro del conde, se inclinó con él fuera del palco.

    En este momento, Haydée, que buscaba al conde con la vista, descubrió su cabeza pálida al lado de la de Morcef, a quien tenía abrazado.

    Esta vista produjo en la joven el efecto de la cabeza de Medusa. Hizo un movimiento hacia adelante, como para devorar a los dos con sus miradas, y al mismo tiempo se retiró al fondo del palco lanzando un débil grito, que fue oído, sin embargo, de las personas que estaban próximas a ella, y de Alí, que al punto abrió la puerta.

    -¿Cómo? -dijo Eugenia-. ¿Qué acaba de sucederle a vuestra pupila, señor conde?, parece que se ha sentido indispuesta.

    -Así es -dijo el conde-, pero no os asustéis, señorita. Haydée es muy nerviosa, y por consiguiente muy sensible a los olores. Un perfume que le sea antipático, basta para causarle un desmayo. Pero -añadió el conde, sacando un pomo del bolsillo-, tengo aquí el remedio.

    Y tras haber saludado a la baronesa y a su hija, cambió un apretón de mano con el conde y con Debray, y salió del palco de la señora Danglars.

    Cuando entró en el suyo, Haydée estaba aún muy pálida. Apenas le vio, le cogió una mano. Montecristo notó que las manos de la joven estaban húmedas y heladas.

    -¿Con quién hablabais, señor? -preguntó la griega.

    -Con el conde de Morcef, que estuvo al servicio de lo ilustre padre, y que confiesa deberle su fortuna -respondió el conde.

    -¡Ah, miserable! -exclamó Haydée-, él fue quien lo vendió a los turcos y esa fortuna es el pago de su traición. ¿No sabíais eso?

    -Había oído algo de esa historia en Epiro -dijo Montecristo-, pero ignoraba los detalles. Ven, hija mía, ven y me lo contarás. Debe ser algo curioso.

    -¡Oh!, sí, vamos, vamos. Me parece que me moriría, si permaneciese más tiempo viendo a ese hombre.

    Y levantándose vivamente, Haydée se envolvió en su albornoz de cachemira blanco, bordado de perlas y de coral, y salió en el momento en que se levantaba el telón.

    -¡En nada se parece ese hombre a los demás! -dijo la condesa G... a Alberto, que había vuelto a su lado-. Escucha religiosamente el tercer acto de Roberto y se marcha cuando va a empezar el cuarto.
     
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    clause Claudia

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    Alejandro Dumas (Padre)
    El Conde de Montecristo

    CUARTA PARTE

    EL MAYOR CAVALCANTI

    Capítulo primero

    El alza y la baja

    Transcurridos unos días, después del encuentro referido en el capítulo anterior, Alberto de Morcef fue a hacer una visita al conde de Montecristo, a su casa de los Campos Elíseos, que había adquirido ya el aspecto de palacio que acostumbraba a dar el conde de Montecristo aun a sus moradas más provisionales. Iba a reiterarle las gracias de la señora de Danglars.

    Alberto iba acompañado de Luciano Debray, el cual unió a las palabras de su amigo algunas frases corteses, que no le eran habituales, y cuyo fin no pudo penetrar el conde.

    Parecióle que Luciano venía a verle impulsado por un sentimiento de curiosidad, y que la mitad de este sentimiento emanaba de la calle de la Chaussée d'Antin. En efecto, era de suponer, sin temor de engañarse, que al no poder la señora Danglars conocer por sus propios ojos el interior de un hombre que regalaba caballos de treinta mil francos, y que iba a la ópera con una esclava griega que llevaba un millón en diamantes, había suplicado a la persona más íntima que le diese algunos informes acerca de tal interior. Mas el conde aparentó no sospechar que pudiera haber la menor relación entre la visita de Luciano y la curiosidad de la baronesa.

    -¿Mantenéis las relaciones casi continuas con el barón Danglars? -preguntó a Alberto de Morcef.

    -¡Oh!, sí, señor conde; bien sabéis lo que os he dicho.

    -¿Todavía continúa eso?

    -Más que nunca-dijo Luciano-, es un negocio corriente.

    Y juzgando sin duda Luciano que esta palabra mezclada en la conversación le daba derecho a permanecer extraño a ella, colocó su lente en su ojo, y mordiendo el puño de oro de su bastón, comenzó a pasear lentamente alrededor de la sala, examinando las armas y los cuadros.

    -¡Ah! -dijo Montecristo-. Al oíros hablar de eso no creía, en verdad, que se hubiese tomado ya una resolución.

    -¿Qué queréis? Las cosas marchan sin que nadie lo sospeche; mientras que vos no pensáis en ellas, ellas piensan en vos, y cuando volvéis os quedáis asombrado del gran trecho que han recorrido. Mi padre y el señor Danglars han servido juntos en España, mi padre en el ejército, el señor Danglars en las provisiones. Allí fue donde mi padre, arruinado por la revolución, y el señor Danglars, que no tenía patrimonio, empezaron a hacerse ricos.

    -Sí, efectivamente -dijo Montecristo-, creo que durante la visita que le he hecho, el señor Danglars me ha hablado de eso -y dirigió una mirada a Luciano, que en aquel momento estaba hojeando un álbum-. La señorita Eugenia es una joven bellísima, creo que se llama Eugenia, ¿verdad?

    -Bellísima -respondió Alberto-, pero de una belleza que yo no aprecio; soy indigno de ella.

    -¡Habláis de vuestra novia como si ya fueseis su marido!

    -¡Oh! -exclamó Alberto, mirando lo que hacía Luciano.

    -¿Sabéis? -dijo Montecristo, bajando la voz-, que no me parecéis muy entusiasmado con esa boda?

    -La señorita Danglars es demasiado rica para mí -dijo Morcef-, eso me asusta.

    -¡Bah! -dijo Montecristo-, razón de más, ¿no sois vos también rico?

    -Mi padre tiene algo..., como unas cincuenta mil libras de renta, y me dará diez o doce mil cuando me case.

    -Algo modesto es eso, sobre todo en París; pero no todo consiste en el dinero, algo valen un nombre esclarecido y una elevada posición social. Vuestro nombre es célebre, vuestra posición magnífica; y además, el conde de Morcef es un soldado, y gusta ver que se enlazan la integridad de Bayardo con la pobreza de Duguesclin; el desinterés es el rayo de sol más hermoso a que puede relucir una noble espada. Yo encuentro esta unión muy conveniente; ¡la señorita Danglars os enriquecerá y vos la ennobleceréis!

    Alberto movió la cabeza y quedóse pensativo.

    -Aún hay más -dijo.

    -Confieso -repuso Montecristo- que me cuesta trabajo el comprender esa repugnancia hacia una joven hermosa y rica.

    -¡Oh! ¡Dios mío! -dijo Morcef-, esa repugnancia no es tan sólo de mi parte.

    -¿De quién más?, porque vos mismo me habéis dicho que vuestro padre deseaba ese enlace.

    -De parte de mi madre; y la ojeada de mi madre es prudente y segura. ¡Pues bien!, no se sonríe al hablarle yo de esta unión, tiene yo no sé qué prevención contra los Danglars.

    -¡Oh! -dijo el conde con un tono algo afectado-, eso se concibe fácilmente. La condesa de Morcef, que es la distinción, la aristocracia, la delicadeza personificada, vacila en tocar una mano basta, grosera y brutal; nada más sencillo.

    -Yo no sé si es eso -dijo Alberto-; pero lo que sé es que este casamiento la hará desgraciada. Ya debían haberse reunido para hablar del asunto hace seis semanas; pero tuve tales dolores de cabeza...

    -¿Verdaderos...? -dijo el conde sonriendo.

    -¡Oh!, sí, sin duda el miedo..., en fin, aplazaron la cita hasta pasados dos meses. No corría prisa, como comprenderéis; yo no tengo todavía más que veintiún años, y Eugenia diecisiete; pero los dos meses expiran la semana que viene. Se consumará el sacrificio; no podéis comprender, conde, qué apurado me encuentro... ¡Ah!, ¡qué dichoso sois al ser libre!

    -¡Pues bien!, sed libre también, ¿quién os lo impide?, decid.

    -¡Oh!, sería un desengaño muy grande para mi padre si no me casara con la señorita Danglars.

    -Pues casaos, entonces -dijo el conde, encogiéndose de hombros.

    -Sí -dijo Morcef-; mas para mi madre no sería eso desengaño, sino una pesadumbre mortal.

    -Entonces no os caséis -exclamó el conde.

    -Yo veré, lo reflexionaré, vos me daréis consejos, ¿no es verdad?; y si es posible, me libraréis del compromiso. ¡Oh!, por no dar un disgusto a mi pobre madre, sería yo capaz de quedar reñido hasta con el conde, mi padre.

    Montecristo se volvió; parecía sumamente conmovido.

    -¡Vaya! -dijo a Debray, que estaba sentado en un sillón, en un extremo del salón, con un lápiz en la mano derecha y en la izquierda una cartera-, ¿hacéis algún croquis de uno de estos cuadros?

    -¿Yo? -dijo tranquilamente-. ¡Oh!, sí, un croquis; amo demasiado la pintura para eso. No; estoy haciendo números.

    -¿Números?

    -Sí, calculo; esto os atañe indirectamente, vizconde; calculo lo que la casa Danglars ha debido ganar en la última alza de Haití; de 206 subieron los fondos en tres días a 409, y el prudente banquero había comprado mucho a 206. Ha debido ganar, por lo menos, 300 000 libras.

    -No es ésa su mejor jugada -dijo Morcef-, no ha ganado este año un millón. ..

    -Escuchad, querido -dijo Luciano-, escuchad a Montecristo, que os dirá, como los italianos:

    Denaro a santità
    Metá della metá.

    Y es mucho todavía. Así, pues, cuando me hablan de eso me encojo de hombros.

    -¿Pero no hablabais de Haití? -dijo Montecristo. -¡Oh!, Haití; eso es otra cosa; ese écarté del agiotaje francés. Se puede amar el whist, el boston, y sin embargo, cansarse de todo esto; el señor Danglars vendió ayer a 409 y se embolsó 300.000 francos; si hubiese esperado a hoy, los fondos bajaban a 205, y en vez de ganar 300.000, perdía 20 ó 25.000.

    -¿Y por qué han bajado los fondos de 409 a 205? -preguntó Montecristo-. Perdonad, soy muy ignorante en todas estas intrigas de bolsa.

    -Porque -respondió Alberto- las noticias se siguen unas a otras y no se asemejan.

    -¡Ah, diablo! -dijo el conde-. ¿El señor Danglars juega a ganar o perder 300.000 francos en un día? ¡Será inmensamente rico!

    -¡No es él quien juega! -exclamó vivamente Luciano-, es la señora Danglars; es una mujer verdaderamente intrépida.

    -Pero vos que sois razonable, Luciano, y que conocéis la poca seguridad de las noticias, pues que estáis en la fuente, debierais impedirlo-, dijo Morcef sonriendo.

    -¿Cómo es eso posible, si a su marido no le hace ningún caso? -respondió Luciano-. Vos conocéis el carácter de la baronesa; nadie tiene influencia sobre ella, y no hace absolutamente sino lo que quiere.

    -¡Oh, si yo estuviera en vuestro lugar... ! -dijo Alberto.

    -¿Y bien?

    -Yo la curaría; le haría un favor a su futuro yerno.

    -¿Pues cómo?

    -Nada más sencillo. Le daría una lección.

    -¡Una lección!

    -Sí; vuestra posición de secretario del ministro hace que dé mucha fe a vuestras noticias; apenas abrís la boca y al momento son taquigrafiadas vuestras palabras. Hacedle perder unos cuantos miles de francos, y esto la volverá más prudente.

    -No os entiendo -murmuró Luciano.

    -Pues bien claro me explico -respondió el joven, con una sencillez que nada tenía de afectada-; anunciadle el mejor día una noticia telegráfica que sólo vos hayáis podido saber; por ejemplo, que a Enrique IV le vieron ayer en casa de Gabriela; esto hará subir los fondos; ella obrará inmediatamente, según la noticia que le hayáis dado, y seguramente perderá cuando Beauchamp escriba al día siguiente en su periódico:

    «Personas mal informadas han dicho que el rey Enrique IV fue visto anteayer en casa de Gabriela; esta noticia es completamente falsa; el rey Enrique IV no ha salido de Pont-Neuf.»

    Luciano se sonrió.

    El conde, aunque indiferente en la apariencia, no había perdido una palabra de esta conversación, y su penetrante mirada creyó leer un secreto en la turbación del secretario del ministro.

    De esta turbación de Luciano, que no fue advertida por Alberto, resultó que Debray abreviase su visita; se sentía evidentemente disgustado. El conde, al acompañarle hacia la puerta, le dijo algunas palabras en voz baja, a las cuales respondió:

    -Con mucho gusto, señor conde, acepto.

    Montecristo se volvió hacia Morcef.

    -¿No pensáis -le dijo- que habéis hecho mal en hablar de vuestra suegra delante de Debray?

    -Escuchad, conde -dijo Morcef-, no digáis en adelante una palabra acerca de esto.

    -Decid la verdad, ¿la condesa se opone a ese matrimonio?

    -Rara vez viene a casa la baronesa, y mi madre creo que no ha estado dos veces en su vida en la de la señora Danglars.

    -Entonces -dijo el conde- eso me alienta a hablaros con franqueza: el señor Danglars es mi banquero; el señor de Villefort me ha colmado de atenciones en agradecimiento al servicio que una dichosa casualidad me proporcionó hacerle. Bajo todo esto yo descubro una infinidad de comidas y diversiones, y además, para tener siquiera el mérito de adelantarme, si queréis, he proyectado reunir en mi casa de campo de Auteuil al señor y señora Danglars, y al señor y señora Villefort. Yo os invito a esa comida, así como al señor conde y a la señora condesa de Morcef; esto, sin que nadie sospeche que ha de ser una entrevista matrimonial; por lo menos, la señora condesa de Morcef no considerará la cosa así, sobre todo si el barón Danglars me hace el honor de no traer a su hija. De lo contrario, vuestra madre me cobraría antipatía; de ningún modo quiero yo que suceda esto, y haré todo lo posible por que no llegue a odiarme.

    -A fe mía, conde --dijo Morcef-, os doy mil gracias por esa franqueza que usáis conmigo, y acepto la proposición que me hacéis. Decís que no queréis que mi madre os cobre antipatía, y sucede todo lo contrario.

    -¿Lo creéis así? -exclamó el conde con interés.

    -¡Oh!, estoy seguro. Cuando os separasteis el otro día de nosotros estuvimos hablando una hora de vos; pero vuelvo a lo que decíamos antes. ¡Pues bien!, si mi madre pudiese saber esa atención de vuestra parte, estoy seguro de que os quedaría sumamente reconocida; es verdad que mi padre se pondría furioso.

    Montecristo soltó una carcajada.

    -¡Y bien! -dijo a Morcef-, ya estáis prevenido. Pero ahora que me acuerdo, no sólo vuestro padre se pondrá furioso; el señor y la señora Danglars me considerarán como a un hombre de malas maneras. Saben que nos tratamos con cierta intimidad, que sois mi amigo parisiense más antiguo, y si no os encuentran en mi casa, me preguntarán por qué no os he invitado. Al menos, buscad un compromiso anterior que tenga alguna apariencia de probabilidad, y del cual me daréis parte por medio de cuatro letras. Ya sabéis, con los banqueros, sólo los escritos son válidos.

    -Yo haré otra cosa mejor, señor conde -dijo Alberto-; mi padre quiere ir a respirar el sire del mar. ¿Qué día tenéis señalado para vuestra comida?

    -El sábado.

    -Hoy es martes, bien; mañana por la tarde partimos, y pasado estaremos en Tréport. ¿Sabéis, señor conde, que sois un hombre muy complaciente en proporcionar así a todas las personas su comodidad?

    -¡Yo!, en verdad que me tenéis en más de lo que valgo, deseo seros útil y nada más.

    -¿Qué día empezaréis a hacer las invitaciones?

    -Hoy mismo.

    -¡Pues bien!, corro a casa del señor Danglars, y le anuncio que mañana mi madre y yo saldremos de París. Yo no os he visto; por consiguiente, no sé nada de vuestra comida.

    -¡Qué loco sois! ¡Y el señor Debray, que acababa de veros en mi casa!

    -¡Ah!, es cierto.

    -Al contrario, os he visto y os he convidado aquí sin ceremonia, y me habéis respondido ingenuamente que no podíais aceptar porque partíais para Tréport.

    -¡Pues bien!, ya está todo arreglado; pero vos vendréis a ver a mi madre entre hoy y mañana.

    -Entre hoy y mañana es difícil; porque estaréis ocupados en vuestros preparativos de viaje.

    -¡Pues bien!, haced otra cosa; antes no erais más que un hombre encantador; seréis un hombre adorable.

    -¿Qué he de hacer para llegar a esa sublimidad?

    -¿Qué habéis de hacer?

    -Sí, eso es lo que os pregunto.

    -Sois libre como el aire; venid a comer conmigo; seremos pocos: vos, mi madre y yo solamente. Aún no habéis casi conocido a mi madre, pero la veréis de cerca. Es una mujer muy notable, y no siento más que una cosa, y es no encontrar una mujer como ella con

    veinte años menos; pronto habría, os lo juro, una condesa y una vizcondesa de Morcef. En cuanto a mi padre, no le encontraréis en casa; está de comisión, y come en la del gran canciller. Venid, hablaremos de viajes; vos que habéis visto el mundo entero, nos hablaréis de vuestras aventuras; nos contaréis la historia de aquella bella griega que estaba la otra noche con vos en la ópera, a la que llamáis vuestra esclava, y a quien tratáis como a una princesa. Hablaremos italiano y español, ¿aceptáis?, mi madre os dará las gracias.

    -También yo os las doy -dijo el conde-; el convite es de los más halagüeños, y siento vivamente no poder aceptarlo. Yo no soy libre, como pensáis; y tengo, por el contrario, una cita de las más importantes.

    -¡Ah!, acordaos, conde, que me acabáis de enseñar cómo se zafa uno de las cosas desagradables. Necesito una prueba. Afortunadamente, yo no soy banquero como el señor Danglars, pero os prevengo que soy tan incrédulo como él.

    -Por lo mismo, voy a dárosla -dijo el conde.

    Y llamó.

    -¡Hum! -dijo Morcef-; ya son dos veces seguidas que rehusáis comer con mi madre. ¿Habéis tomado ese partido, conde?

    Montecristo se estremeció.

    -¡Oh!, no lo creáis -dijo-; además, pronto os demostraré lo contrario.

    Bautista entró y se quedó a la puerta en pie y esperando.

    -Yo no estaba prevenido de vuestra visita, ¿no es verdad?

    -Sois tan extraordinario, que no aseguraría que no lo estuvieseis.

    -Por lo menos, ¿no podía adivinar que me invitaríais a comer?

    -¡Oh!, en cuanto a eso, es probable.

    -Escuchad, Bautista: ¿qué os dije yo esta mañana, cuando os llamé a mi gabinete de estudio?

    -Que no dejase entrar a nadie a ver al señor conde después de las cinco -respondió el criado.

    -¿Y qué más?

    -¡Oh!, señor conde... -dijo Alberto.

    -No, no, quiero absolutamente librarme de esa reputación misteriosa que me habéis adjudicado, mi querido vizconde: es muy difícil representar eternamente el Manfredo. ¿Qué más.. . ?, continuad, Bautista.

    -En seguida no recibir más que al señor mayor Bartolomé Cavalcanti y a su hijo.

    -Ya lo oís, al señor mayor Bartolomé Cavalcanti, de la más antigua nobleza de Italia; además, su hijo, un apuesto joven de vuestra edad, o poco más, vizconde, que lleva el mismo título que vos, y que hace su entrada en el mundo con los millones de su padre. El mayor me trae esta tarde a su hijo Andrés, el contessino, como decimos en Italia. Me lo confía y yo lo protegeré si tiene algún mérito. Me ayudaréis, ¿no es así?

    -¡Desde luego! ¿Es algún antiguo amigo vuestro ese mayor Cavalcanti? -preguntó Alberto.

    -No, por cierto, es un digno señor, muy modesto, discreto, como muchos de los que hay en Italia, descendiente de una de las más antiguas familias. Lo he encontrado muchas veces en Florencia, en Bolonia, en Luca, y me ha avisado de su llegada. Los conocimientos de viaje son exigentes, reclaman de vos en todas partes la amistad que se les ha manifestado una vez por casualidad. Este mayor Cavalcanti va a volver a París, que no ha visto más que de paso en tiempos del Imperio, y va a helarse a Moscú. Yo le daré una buena comida y me dejará su hijo; le prometeré vigilarle, le dejaré hacer todas las locuras que quiera y estamos en paz.

    -¡Estupendo! -dijo Alberto-; veo que sois un excelente mentor. Adiós, pues, estaremos de vuelta el domingo. A propósito, he recibido noticias de Franz.

    -¡Ah!, ¿de veras? -dijo Montecristo-; ¿sigue divirtiéndose en Italia?

    -Creo que sí; no obstante, os echa mucho de menos. Dice que sois el sol de Roma, y que sin vos está eclipsado. Yo no sé si aun llega a decir que llueve. Aún persiste en errores fantásticos, y he aquí por lo que os echa de menos.

    -Es un muchacho muy simpático -dijo Montecristo--, y por el cual he sentido una viva simpatía la primera tarde que le vi buscando una cena cualquiera, y que tuvo a bien aceptar la mía. Creo que es hijo del general d'Epinay.

    -Justamente.

    -El mismo que fue tan vilmente asesinado en 1815.

    -¿Por los bonapartistas?

    -¡Cierto! ¿No tiene él proyectos de matrimonio?

    -Sí, debe casarse con la señorita de Villefort.

    -¿Es eso cierto?

    -Tan cierto como que yo debo casarme con la señorita Danglars -respondió Alberto riendo.

    -¿Os reís?

    -Sí.

    -¿Y por qué?

    -Porque creo que Franz tiene tanta simpatía por su matrimonio

    como la hay entre la señorita Danglars y yo. Pero, en verdad, conde, que hablamos de las mujeres como las mujeres hablan de los hombres; esto es imperdonable.

    Alberto se levantó.

    -¿Os vais?

    -Me gusta la pregunta: hace dos horas que os estoy molestando y tenéis la bondad de preguntarme si me voy.

    -¡Oh!, de ningún modo.

    -¡En verdad, conde, sois el hombre más diplomático de la tierra! Y vuestros criados, ¡qué bien educados están! ¡Especialmente, el señor Bautista! Jamás he podido tener uno como ése. Los míos parece que toman el ejemplo de los del teatro francés, que, precisamente porque no tienen que decir más que una palabra, siempre la dicen mal. Conque si despedís alguna vez a Bautista, os lo pido para mí antes que nadie.

    -Convenido -respondió Montecristo.

    -No es esto todo; saludad de mi parte a vuestro discreto mayor, al señor de Cavalcanti, y si por casualidad desease establecer a su hijo, buscadle una mujer muy rica, noble, baronesa cuando menos, yo os ayudaré por mi parte.

    -¡Vaya! ¿Hasta eso llegaríais?

    -Sí, sí.

    -¡Oh!, no se puede decir de esta agua no beberé.

    -¡Ah, conde! -exclamó Morcef-, qué gran favor me haríais y cómo os apreciaría cien veces más si lograseis dejarme soltero siquiera por diez años.

    -Todo es posible -respondió gravemente Montecristo, y despidiéndose de Alberto entró en su habitación y llamó tres veces con el timbre.

    Bertuccio compareció.

    -Señor Bertuccio -le dijo-, ya sabéis que el sábado recibo en mi casa de Auteuil.

    Bertuccio se estremeció levemente.

    -Bien, señor-dijo.

    -Os necesito -continuó el conde-, para que todo se prepare como sabéis. Aquella casa es muy hermosa, o al menos puede llegar a serlo.

    -Para eso sería preciso cambiarlo todo, señor conde; las paredes han envejecido.

    -Cambiadlo todo, excepto una sola habitación; la de la alcoba de damasco encarnado; la dejaréis tal como está actualmente.

    Bertuccio se inclinó.

    -Tampoco tocaréis el jardín; pero del patio haréis lo que mejor os parezca; me alegraría de que nadie pudiese reconocerlo.

    -Haré todo lo que pueda para que el señor conde quede satisfecho; sin embargo, quedaría más tranquilo si quisiera vuestra excelencia darme sus instrucciones para la comida.

    -En verdad, mi querido señor Bertuccio -dijo el conde-, desde que estáis en París, os encuentro desconocido; ¿no os acordáis ya de mis gustos, de mis ideas?

    -Pero, en fin, ¿podría decirme vuestra excelencia quién asistirá? -Aún no lo sé, y tampoco vos tenéis necesidad de saberlo.

    Bertuccio se inclinó y salió.

    Acababan de dar las siete, y el mayordomo partió acto seguido para Auteuil, según la orden que acababa de recibir. En el mismo momento, un coche de alquiler se detuvo a la puerta del palacio, y pareció huir avergonzado apenas hubo dejado junto a la reja a un hombre como de cincuenta y dos años, vestido con una de esas largas levitas verdes, cuyo color es indefinible, un ancho pantalón azul, unas botas muy limpias, aunque con un barniz bastante agrietado; guantes de ante, un sombrero con la forma del de un gendarme, y una corbata negra. Tal era el pintoresco traje bajo el cual se presentó el personaje que llamó a la reja, preguntando si era allí donde vivía el conde Montecristo, y que apenas hubo oído la respuesta afirmativa del portero, se dirigió hacia la escalera.

    La cabeza pequeña y angulosa de este hombre, sus cabellos canos, su bigote espeso y gris, fueron reconocidos por Bautista, que ya tenía conocimiento del aspecto del personaje que le esperaba en el vestíbulo. Así, pues, apenas pronunció su nombre, fue introducido en uno de los salones más sencillos.

    El conde le esperaba allí y salió a su encuentro con aire risueño. -¡Oh!, caballero, bien venido seáis. Os esperaba.

    -¡De veras! -dijo el mayor Cavalcanti-, ¿me esperaba vuestra excelencia?

    -Sí, me avisaron de vuestra visita para hoy a las siete.

    -¿De mi visita? ¿Conque estabais avisado?

    -Completamente.

    -¡Ah!, tanto mejor; temía, lo confieso; yo creía que habrían olvidado esta precaución.

    -¿Cuál?

    -La de avisaros.

    -¡Oh!, ¡no!

    -¿Pero estáis seguro de no equivocaros?

    -Segurísimo.

    -¿Era a mí a quien esperaba vuestra excelencia?

    -A vos, sí. Por otra parte, pronto estaremos seguros de ello.

    -¡Oh!, si me esperabais -dijo el mayor-, ¡no merece la penal

    -¡Al contrario! --dijo Montecristo.

    El mayor pareció ligeramente inquieto.

    -Veamos -dijo Montecristo-, sois el marqués Bartolomé Cavalcantí, ¿verdad?

    -Bartolomé Cavalcanti -repitió el mayor-, eso es.

    -¿Ex mayor al servicio de Austria?

    -¡Ah!, ¿era mayor...? -preguntó tímidamente el veterano.

    -Sí -dijo Montecristo-, mayor. Este nombre se da en Francia al grado que teníais en Italia.

    -Bueno -dijo el mayor-, no pregunto más, ya comprendéis...

    -Por otro lado, ¿no venís aquí por vuestro propio interés? -repuso Montecristo.

    -¡Oh!, seguramente.

    -¿Venís dirigido a mí por alguna persona?

    -Sí.

    -¿Por el excelente abate Busoni?

    -Eso es -exclamó el mayor con alegría.

    -¿Y tenéis una carta?

    -Aquí está.

    -Dádmela, entonces.

    Y Montecristo tomó la carta que abrió y leyó.

    El mayor miraba al conde con ojos asombrados, que dirigía con curiosidad a cada objeto del salón, pero que se volvían inmediatamente hacia el dueño de la casa.

    -Esto es... ¡Oh!, ¡querido abate!, < el mayor Cavalcanti; un digno patricio de Luca>, descendiente de los Cavalcanti de Florencia -continuó Montecristo leyendo-, que tiene medio millón de renta...

    El conde levantó los ojos por encima del papel y saludó.

    -Medio millón -dijo-; ¡diantre!, querido señor Cavalcanti.

    -¿Dice medio millón? -preguntó el mayor.

    -Con todas sus letras, y así debe ser; el abate Busoni es el hombre que mejor conoce todos los caudales de Europa.

    -¡De acuerdo con que sea medio millón! -dijo el mayor-; pero os doy mi palabra de honor de que no sabía que ascendiese a tanto.

    -Porque tendréis un mayordomo que os robará; ¿qué queréis, señor Cavalcanti?, ¡es preciso pasar por todo!

    -Acabáis de darme una idea -dijo gravemente el mayor-; pondré al muy bribón en la calle.

    Montecristo continuó:

    -«Y al cual no le faltaba más que una cosa para ser dichoso.»

    -¡Oh! ¡Dios mío, sí! una sola --dijo el mayor suspirando.

    -Encontrar un hijo adorado.»

    -¿Un hijo adorado?

    -Robado en su niñez, o por un enemigo de su noble familia, o por unas gitanas.

    -¡A la edad de cinco años, caballero! -dijo el mayor con un profundo suspiro y levantando los ojos al cielo.

    -¡Pobre padre! -dijo Montecristo.

    El conde prosiguió:

    -«Le devuelvo la esperanza, la vida, señor conde, anunciándole que vos le podéis hacer encontrar este hijo, a quien busca en vano hace quince años.»

    El mayor miró a Montecristo con una inefable expresión de inquietud.

    -Yo puedo hacerlo -respondió Montecristo.

    El mayor se incorporó.

    -¡Ah, ah! -dijo- ¿La carta era verdadera?

    -¿Lo dudabais, querido señor Bartolomé?

    -¡No, jamás! ¡Como, un hombre grave, un hombre investido de un carácter religioso como el abate Busoni, no había de mentir! ¡Pero vos no lo habéis leído todo, excelencia!

    -¡Ah!, es verdad-dijo Montecristo-,hay una posdata.

    -Sí -replicó el mayor-, sí..., hay... una... posdata.

    -«Para no causar al mayor Cavalcanti la molestia de sacar fondos de casa de su banquero, le envío una letra de dos mil francos para sus gastos de viaje, y el crédito contra vos de la suma de cuarenta y ocho mil francos.»

    El mayor seguía con la mirada esta posdata con visible ansiedad.

    -¡Bueno! -dijo Montecristo.

    -Ha dicho bueno -murmuró el mayor-, conque... -repuso el mismo.

    -¿Conque?... -inquirió el conde.

    -Conque, la posdata...

    -¡Y bien!, la posdata...

    -¿Es acogida por vos de un modo tan favorable como el resto de la carta?

    -Claro. Ya nos entenderemos el abate Busoni y yo. Vos, según veo, ¿dabais mucha importancia a esa posdata, señor Cavalcantí?

    -Os confesaré -respondió el mayor-, que confiado en la carta del abate Busoni, no me había provisto de fondos; de modo que si me hubiese fallado este recurso, me habría encontrado muy mal en París.

    -¿Es que un hombre como vos se puede encontrar apurado en alguna parte? -dijo Montecristo.

    -¡Diablo!, no conociendo a nadie... -¡Oh!, pero a vos os conocen... -Sí, me conocen; conque...

    -Acabad, querido señor Cavalcanti.

    -¿Conque me entregaréis esos cuarenta y ocho mil francos?

    -Al momento.

    El mayor no podía disimular su estupor.

    -Pero sentaos -dijo Montecristo-, en verdad, no sé en qué estoy pensando..., hace un cuarto de hora que os tengo ahí de pie...

    -No importa, señor conde. ..

    El mayor tomó un sillón y se sentó.

    -Ahora -dijo el conde-, ¿queréis tomar alguna cosa? ¿Un vaso de Jerez, de Oporto, de Alicante?

    -De Alicante, puesto que tanto insistís, es mi vino predilecto.

    -Lo tengo excelente; con un bizcochito, ¿verdad?

    -Con un bizcochito, ya que me obligáis a ello.

    Montecristo llamó; se presentó Bautista, y el conde se adelantó hacia él.

    -¿Qué traéis? -preguntó en voz baja.

    -El joven está ahí -respondió en el mismo tono el criado.

    -Bien, ¿dónde le habéis hecho entrar?

    -En el salón azul, como había mandado su excelencia.

    -Perfectamente. Traed vino de Alicante y bizcochos.

    Bautista salió de la estancia.

    -En verdad -dijo el mayor-, os molesto de una manera...

    -¡Bah!, ¡no lo creáis! -dijo Montecristo.

    Bautista entró con los vasos, el vino y los bizcochos.

    El conde llenó un vaso y vertió en el segundo algunas gotas del rubí líquido que contenía la botella cubierta de telas de araña y de todas las señales que indican lo añejo del vino. El mayor tomó el vaso lleno y un bizcocho.

    El conde mandó a Bautista que colocase la botella junto a su huésped, que comenzó por gustar el Alicante con el extremo de sus labios, hizo un gesto de aprobación, a introdujo delicadamente el bizcocho en el vaso.

    -De modo, caballero -dijo Montecristo-, ¿vos vivíais en Luca, erais rico, noble, gozabais de la consideración general, teníais todo cuanto puede hacer feliz a un hombre?

    -Todo, excelencia -dijo el mayor, comiendo el bizcocho-, absolutamente todo.

    -¿Y no faltaba más que una cosa a vuestra felicidad?

    -¡Ay!, una sola-repuso el mayor.

    -¿Encontrar a vuestro hijo?

    -¡Ah! --exclamó el mayor tomando un segundo bizcocho- eso únicamente me faltaba.

    El digno mayor levantó los ojos al cielo a hizo un esfuerzo para suspirar.

    -Veamos ahora, señor Cavalcanti -dijo Montecristo-, ¿de dónde os vino ese hijo tan adorado? Porque a mí me habían dicho que vos habíais permanecido en el celibato.

    -Así creía, caballero -dijo el mayor-, y yo mismo...

    -Sí -repuso Montecristo-, y vos mismo habíais acreditado ese rumor. Un pecado de juventud que vos queríais ocultar a los ojos de todos.

    El mayor asumió el aire más tranquilo y más digno que pudo, mientras bajaba modestamente los ojos, para asegurar su aplomo, o ayudar a su imaginación, mirando de reojo al conde, cuya sonrisa anunciaba siempre la más benévola curiosidad.

    -Sí, señor -dijo-; falta que yo quería ocultar a los ojos de todos.

    -No por vos -dijo Montecristo-, porque un hombre no se inquieta por esas cosas.

    -¡Oh!, no por mí, ciertamente -dijo el mayor sonriendo maliciosamente.

    -Sino por su madre --dijo el conde.

    -¡Eso es! -exclamó el mayor tomando un tercer bizcocho-, ¡por su pobre madre!

    -Bebed, querido Cavalcanti -dijo Montecristo llenando un tercer vaso-; la emoción os embarga.

    -¡Por su pobre madre! -murmuró el mayor haciendo los mayores esfuerzos por humedecer sus párpados con una falsa lágrima.

    -¿Que según tengo entendido, pertenecía a las primeras familias de Italia?, según creo.

    -¡Patricia de Fiesole, señor conde, patricia de Fiesole!

    -¿Y se llamaba. .. ?

    -¿Deseáis saber su nombre?

    -Es inútil que me lo digáis -dijo el conde-; lo sé yo.

    -El señor conde lo sabe todo -dijo el mayor inclinándose.

    -Olivia Corsinari, ¿no es verdad?

    -¡Olivia Corsinari!

    -¿Marquesa...?

    -¡Marquesa!

    -Y finalmente os casasteis con ella, a pesar de la oposición de la familia...

    -Señor conde, al fin y al cabo me casé. -

    ¿Y traéis en regla los papeles? -repuso Montecristo.

    -¿Qué papeles? -preguntó el mayor.

    -Vuestra acta de casamiento con Olivia Corsinari y la fe de bautismo del niño. ¿No se llamaba Andrés?

    -Creo que sí -dijo el mayor.

    Continua
     
  9. mai^a

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    Re: ... de poetas, cuentos y leyendas

    [​IMG]

    Franti es expulsado del colegio

    Sábado, 21

    Solamente uno era capaz de reírse mientras Derossi declamaba el
    discurso por los funerales del rey, y fue, precisamente, Franti. Lo
    detesto. Es malo, Cuando un padre viene a la escuela a reñir a su
    hijo delante de todos, él disfruta; si alguien llora, él se ríe. Tiembla
    ante Garrone, molesta y pega al albañilito porque es pequeño;
    atormenta a Crossi porque tiene imposibilitado un brazo; se burla
    de Precossi, a quien todos respetamos, y hasta se ríe de Robetti,
    el de segundo, que anda con muletas por haber salvado a un niño.
    Provoca a los que son más débiles que él y, cuando pega, se
    enfurece y procura hacer el mayor daño posible.

    Hay algo que inspira repugnancia en su frente baja, en sus torvos
    ojos, que quedan ocultos por la visera de su gorra de hule. No
    respeta a nadie. Se ríe del maestro, hurta cuanto puede, niega
    desvergonzada mente, siempre ha de estar peleándose con alguien,
    lleva alfileres para pinchar a los que están cerca de él, se arranca
    los botones de la chaqueta, se los arranca a otros y luego se los
    juega; no se esmera en nada; su cartera, sus libros, sus cuadernos,
    son una verdadera pena y da grima verlos, por lo deslucidos,
    destrozados y sucios que los tiene; su regla está mellada y la pluma
    las más de las veces inservible; se come las uñas; lleva la ropa llena
    de manchas y de rotos que se hace en las peleas.

    Dicen que su madre está enferma de los disgustos que le proporciona,
    y que su padre lo ha echado ya tres veces de su casa; su madre
    acude a la escuela de vez en cuando a pedir informes y se va llorando.
    El odia la escuela, a los compañeros y al maestro. Nuestro maestro
    finge alguna vez que no ve sus fechorías; pero no por eso se enmienda,
    sino que, por el contrario, es cada vez peor. Ha intentado corregirle por
    las buenas, pero él se ríe de lo que le dice o insinúa. Si le dice,
    regañándole, palabras tremendas, se cubre la cara con las manos como
    si llorara, pero se está riendo por lo bajo. Estuvo expulsado tres días de
    la escuela, y volvió más granuja y más insolente que antes. Un día le
    dijo Derossi:

    -Pero hombre, ¿por qué no te enmiendas? ¿No ves que haces sufrir
    demasiado al señor maestro?

    Por toda contestación le amenazó con meterle un clavo en la barriga.


    Pero esta mañana hizo que le echaran como a un perro. Mientras el
    maestro daba a Garrone el borrador del Tamborcillo sardo, el cuento
    mensual correspondiente a enero, para que lo pusiese en limpio, Franti
    tiró al suelo un petardo que estalló, haciendo retemblar las paredes.
    Toda la clase experimentó una sacudida. El maestro se puso en pie y
    gritó:

    -¡Fuera de la escuela, Franti!

    El respondió:

    -¡No he sido yo! -pero se reía.

    El maestro repitió:

    -¡He dicho que te vayas!

    -¡Yo no me muevo! -replicó.

    El maestro perdió los estribos, se fue hacia él, lo cogió de un brazo y
    lo arrancó del banco. Franti se revolvía, rechinaba los dientes, y tuvo
    que arrastrarlo a viva fuerza. El maestro lo llevó casi en vilo a la
    dirección, y luego volvió solo a la clase, y, sentado a su mesa,
    cogiéndose la cabeza con las manos, todo agitado, con una expresión
    de cansancio y de pena, que daba compasión, meneando tristemente la
    cabeza, exclamó:

    -¡Después de treinta años de profesión todavía no me había ocurrido
    cosa semejante!

    Todos conteníamos la respiración.

    Le temblaban las manos, y la arruga recta que tiene en la frente se le
    profundizó de tal manera, que parecía una gran herida. Daba pena verlo.
    Derossi se levantó y dijo:

    -¡No sufra usted, señor maestro! Nosotros le queremos mucho.

    Entonces se tranquilizó y algo después dijo:

    -Prosigamos la lección, muchachos.
     
  10. clause

    clause Claudia

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    Re: ... de poetas, cuentos y leyendas

    Muy bonito! :razz: Hola Maia!!!:beso: :beso:
     
  11. La Tia Claudia

    La Tia Claudia PLANTERA VIEJA

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    Re: ... de poetas, cuentos y leyendas

    HOLAAAAAA!!! ACA TAMBIEN.... MUCHISIMAS FELICITACIONES POR EL POST-IT....:52aleluya: :eyey: :52aleluya: :eyey:

    SE LO MERECENNN!!!!!!!:beso: :beso: :beso: :beso:
     
  12. clause

    clause Claudia

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    Re: ... de poetas, cuentos y leyendas

    Gracias Clau!!!:beso: :razz:
     
  13. clause

    clause Claudia

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    Re: ... de poetas, cuentos y leyendas


    No son los muertos


    No son los muertos los que en dulce calma
    la paz disfrutan de la tumba fría;
    muertos son los que tienen muerta el alma
    …y viven todavía.

    No son los muertos, no, los que reciben
    rayos de luz en sus despojos yertos;
    los que mueren con honra son los vivos,
    los que viven sin honra son los muertos.

    La vida no es la vida que vivimos,
    la vida es el honor, es el recuerdo,
    por eso hay muertos que en el mundo viven
    y hombres que viven en el mundo, muertos.

    Antonio Muñoz Freijoo

     
  14. clause

    clause Claudia

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    Re: ... de poetas, cuentos y leyendas

    Alejandro Dumas (Padre)
    El Conde de Montecristo


    CUARTA PARTE

    EL MAYOR CAVALCANTI

    Capítulo primero

    El alza y la baja


    -¡Cómo!, ¿no estáis seguro?

    -¡Diantre! , hace mucho tiempo que le he perdido.

    -Es justo -dijo Montecristo-. En fin, ¿traéis todos esos papeles?

    -Señor conde, con gran sentimiento de mi parte, os anuncio que no sabiendo lo necesarios que eran, se me olvidó traerlos.

    -¡Diablo! -exclamó el conde.

    -¿Tanto urgían?

    -Como que son indispensables.

    El mayor se rascó la frente.

    -¡Ah! , per Baccho -dijo-, ¡indispensables!

    -Claro está; ¿y si surgiesen aquí algunas dudas acerca de vuestro casamiento, de la legitimidad de vuestro hijo?

    -Es verdad -dijo el mayor-; podría muy bien suceder.

    -Eso sería muy triste para ese joven.

    -Sería fatal.

    -Pudiera hacerle perder algún magnífico casamiento.

    -O peccato!

    -En Francia, ya comprenderéis, hay en este asunto mucha severidad; no basta, como en Italia, ir a buscar un sacerdote y decirle: nos amamos, echadnos la bendición. Hay casamiento civil, y para casarse civilmente se necesitan papeles que hagan Constar la identidad de las personas.

    -Pues ahí está la desgracia; me faltan esos documentos.

    -Por fortuna los tengo yo -dijo Montecristo.

    -¿Vos?

    -Sí.

    -¿Que vos los tenéis?

    -Sí.

    -¡Ah! -dijo el mayor-, he aquí una felicidad que yo no esperaba.

    -¡Diantre!, ya lo creo; no se puede pensar en todo a la vez.

    -Otro, felizmente el abate Busoni, ha pensado en ello en mi lugar

    -¡Oh! , el abate, ¡qué hombre tan amable!

    -¡Es un hombre precavido!

    -Es un hombre admirable -dijo el mayor-; ¿y os los ha enviado?

    -Aquí están.

    El mayor juntó las manos en señal de admiración.

    -Os habéis casado con Olivia Corsinari en la iglesia de San Pablo de Monte Cattini; aquí tenéis el certificado del sacerdote.

    -Sí, a fe mía, éste es -dijo el mayor, mirándolo estupefacto.

    -Y ésta es la partida de bautismo de Andrés Cavalcanti, dada por el cura de Saravezza.

    -Todo está en regla -dijo el mayor.

    -Tomad, entonces, estos papeles, que a mí no me hacen ninguna falta; los entregaréis a vuestro hijo, que los guardará cuidadosamente.

    -¡Ya lo creo... ! ¡Si los perdiese!

    -Si los perdiese, ¿qué? -preguntó Montecristo.

    -Sería muy difícil procurarse otros -repuso el mayor.

    -Muy difícil, en efecto-dijo Montecristo.

    -Casi imposible -respondió el mayor.

    -Me alegro que comprendáis el valor de esos documentos.

    -Los miro como impagables.

    -Ahora -dijo Montecristo-, en cuanto a la madre del joven...

    -En cuanto a la madre del joven... -repitió el mayor lleno de inquietud.

    -En cuanto a la marquesa Corsinari...

    -¡Dios mío! -dijo el mayor, quien a cada palabra se enredaba en una nueva dificultad-; ¿tendrían acaso necesidad de ella?

    -No, señor-repuso Montecristo-, por otra parte ha...

    -¡Ah, sí! -dijo el mayor-, ha... -Pagado su tributo a la naturaleza.. .

    -¡Ah, sí! -dijo vivamente el mayor.

    -Ya lo sé -repuso Montecristo-, murió hace diez años.

    -Y todavía lloro yo su muerte, señor -dijo el mayor, sacando de su bolsillo un pañuelo a cuadros y enjugándose alternativamente primero el ojo izquierdo, después el derecho.

    -¿Qué queréis? -dijo Montecristo-, todos somos mortales. Ahora, ya comprenderéis, señor Cavalcanti, que es inútil que en Francia se sepa que estáis separado desde hace quince años de vuestro hijo. Todas estas historias de gitanos que roban niños no están en toga entre nosotros. Vos le habéis enviado a instruirse a un colegio de provincia, y queréis que acabe su educación en el mundo parisiense. He aquí por qué habéis salido de Vía Regio, donde vivíais desde la muerte de vuestra mujer. Esto bastará.

    -¿Lo creéis así?

    .-Así lo creo.

    -Pues entonces, muy bien.

    -Si supiesen algo de esta separación...

    -¡Ah!, sí, ¿qué decía?

    -Que un preceptor infiel, vendido a los enemigos de vuestra familia...

    -¿A los Corsinari?

    -En efecto..., había robado a ese niño para que se extinguiese vuestro nombre.

    -Exacto, puesto que es hijo único...

    -¡Pues bien!, ahora que todo lo sabéis, ¿sin duda habéis adivinado que os preparaba una sorpresa?

    -¿Agradable? -preguntó el mayor.

    -¡Ah! -dijo Montecristo-, observo que nada se escapa a los ojos ni al corazón de un padre.

    -¡Hum! --exclamó el mayor.

    -¿Os han hecho alguna revelación indiscreta, o habéis adivinado que estaba aquí?

    -¿Quién?

    -Vuestro hijo, vuestro Andrés.

    -Lo he adivinado -respondió el mayor con la mayor flema del mundo--, ¿de modo que está aquí?

    -Aquí mismo -dijo Montecristo-; al entrar hace poco el criado, me anunció su llegada.

    -¡Ah!, ¡perfectamente, perfectamente! -dijo el mayor cruzando las manos y arrimándoselas al pecho a cada exclamación.

    -Señor mío, comprendo vuestra emoción -dijo Montecristo-; es preciso daros tiempo para que os repongáis; quiero también preparar al joven para esta entrevista tan deseada. Porque yo presumo que no estará menos impaciente que vos.

    Cavalcanti dijo:

    -¡Ya lo creo!

    -¡Pues bien!, dentro de un cuarto de hora estaré con vos.

    -¿Me lo vais a traer? ¿Llevaréis vuestra amabilidad hasta el extremo de presentármelo?

    -No; yo no quiero colocarme entre un padre y un hijo; estaréis solos, señor mayor; pero tranquilizaos, en el caso en que no le reconocierais, os daré algunas señas: es un joven rubio, demasiado rubio, de modales desenvueltos, esto os bastará.

    -A propósito -dijo el mayor-; sabéis que no traje conmigo más que los dos mil francos que tuvo la bondad de darme el bueno del abate Busoni... Con esto he hecho el viaje y...

    -Y necesitáis dinero..., es muy natural, querido señor Cavalcanti; tomad, aquí tenéis ocho billetes de mil francos para empezar.

    Los ojos del mayor brillaron de codicia.

    -Os quedo a deber cuarenta mil francos -dijo el conde.

    -¿Quiere vuestra excelencia un recibo? -dijo el mayor introduciendo los billetes en uno de los bolsillos de su chaleco, de una hechura antiquísima.

    -¿Para qué?

    -Para arreglar vuestras cuentas con el abate Busoni.

    -Ya me daréis un recibo global cuando tengáis en vuestro poder los cuarenta mil francos que aún no os he dado. Entre hombres honrados, siempre están de más semejantes precauciones.

    -¡Ah, sí, es verdad -dijo el mayor-, entre hombres honrados!

    -Escuchad ahora una palabrita, marqués.

    -Decid.

    -¿Me permitís una ligera observación?

    -¡Oh, señor conde, os la suplico!

    -Haríais bien en quitaros ese chaleco, que más bien parece una chupa.

    -¿De veras? -dijo el mayor sonriéndose.

    -Sí, eso aún se lleva en Vía Regio; pero en París hace mucho tiempo que ha pasado esa moda, por elegante que sea.

    -¡Caramba! -dijo el mayor-. Lo haré así.

    -Si queréis, ahora os podéis mudar.

    -¿Pero qué queréis que me ponga?

    -Lo que encontréis en vuestras maletas.

    -¿Cómo en mis maletas?, si no he traído ninguna.

    -Tratándose de vos, no lo dudo. ¿Para qué os habíais de incomodar? Por otra parte, un antiguo soldado gusta siempre de llevar poco equipaje.

    -Esa es la verdad...

    -Pero vos sois hombre precavido y habéis enviado antes vuestras maletas. Ayer llegaron a la fonda de los Príncipes, calle de Richelieu. Allí creo que es donde habéis fijado vuestra morada.

    -Luego, entonces, en esas maletas...

    -Supongo que vuestro mayordomo habrá tenido la precaución de hacer encerrar en ellas todo lo que necesitéis: trajes de calle, uniformes. En ciertas circunstancias os vestiréis de uniforme, es una costumbre establecida aquí. No olvidéis vuestras cruces. De esto se burlan bastante en Francia, pero todos los que las tienen las llevan.

    -¡Bravo, bravo, bravísimo! -exclamó el mayor cada vez más sorprendido.

    -Y ahora -dijo Montecristo-, ahora que vuestro corazón está preparado para recibir una fuerte emoción, disponeos, señor Cavalcanti, a volver a ver a vuestro hijo Andrés.

    Y haciendo una gentil inclinación al mayor, desapareció Montecristo por una puertecita oculta hasta entonces por un tapiz.

    Entró en el salón próximo, que Bautista había designado con el nombre de salón azul, y donde acababa de precederle un joven de maneras desenvueltas, vestido con elegancia, y a quien un cabriolé de alquiler había dejado media hora antes a la puerta del palacio.

    Bautista no tardó en reconocerle; aquél era el joven de elevada estatura, de cabellos cortos y rubios, de barba casi roja, ojos negros y una tez blanquísima que su amo le había descrito.

    Al entrar el conde en el salón, el joven estaba muellemente reclinado en un sofá, dando golpecitos por distracción sobre su bota con un junquito con puño de oro.

    Al ver a Montecristo, se levantó vivamente.

    -¿Sois el conde de Montecristo? -dijo.

    -El mismo -respondió éste-; ¿y yo tengo el honor de hablar, según creo, al señor conde de Cavalcanti?

    -El conde Andrés de Cavalcanti -repitió el joven acompañando estas palabras de un saludo lleno de petulancia.

    -Debéis traer una carta de recomendación, supongo -dijo Montecristo.

    -No os he hablado ya de ella a causa de la firma, que me ha parecido bastante extraña.

    -Simbad el Marino, ¿no es verdad?

    -Exacto, pero como yo no he conocido nunca otro Simbad el Marino que el de Las mil y una noches...

    -¡Pues bien!, éste es uno de sus descendientes, uno de mis amigos, muy rico, un inglés más que original, cuyo nombre verdadero es lord Wilmore.

    -¡Ah!, eso ya va aclarando mis dudas ---dijo Andrés-. Entonces ése es el mismo inglés que yo he conocido... en... sí, ¡muy bien... !

    -Si es verdad lo que me estáis diciendo -repuso sonriendo el conde-, espero que tengáis la bondad de darme algunos detalles acerca de vuestra familia..., y de vos.

    -Con mucho gusto, señor conde -repuso el joven con una volubilidad que probaba la solidez de su memoria-. Yo soy, como habéis dicho, el conde Andrés Cavalcanti, hijo del mayor Bartolomé Cavalcanti, descendiente de los Cavalcanti, inscritos en el libro de oro de Florencia. Nuestra familia, aunque muy rica, puesto que mi padre posee medio millón de renta, ha sufrido bastantes desgracias, y yo fui raptado a la edad de cinco a seis años, por un ayo infiel, de suerte que hace quince que no veo al autor de mis días. Desde que entré en la edad de la razón, desde que soy libre y dueño de mi voluntad, le busco, pero inútilmente. En fin..., esta carta de vuestro amigo Simbad el Marino me anuncia que está en París, y me autoriza para dirigirme a vos a recibir noticias suyas.

    -Desde luego, caballero, todo lo que me contáis es muy interesante -dijo el conde, que miraba con sombría satisfacción aquel rostro atrevido, de una belleza semejante a la del ángel malo-, y habéis hecho muy bien en conformaros en todo con la invitación de mi amigo Simbad, porque vuestro padre está aquí en efecto y os busca.

    Desde que entró en el salón, el conde no había cesado de observar al joven, habiendo admirado la firmeza de su mirada y la seguridad de su voz; pero a estas palabras tan naturales: vuestro padre está aquí en efecto y os busca, el joven Andrés se estremeció y exclamó:

    -¡Mi padre! ¿Mi padre, aquí?

    -Sin duda -respondió Montecristo-, vuestro padre, el mayor Bartolomé Cavalcanti.

    La expresión de terror que se pintó en las facciones del joven se borró inmediatamente.

    -¡Ah!, sí, es verdad -dijo-, el mayor Bartolomé Cavalcanti. ¿Y decís, señor conde, que está aquí mi querido padre?

    -Sí, señor, aún podría añadir que acabo de separarme de él; que la historia que me ha contado de su hijo perdido me ha conmovido mucho realmente; sus dolores, sus temores, sus esperanzas sobre este punto compondrían un poema sumamente tierno. En fin, un día recibió ciertas noticias que le anunciaban que los raptores de su hijo le ofrecían devolvérselo mediante una suma bastante crecida. Pero nada detuvo a este buen padre; la noticia fue enviada a la frontera del Piamonte, con un pasaporte para Italia. ¿Vos estabais en el Mediodía de Francia, según creo?

    -Sí, señor -respondió Andrés con aire confuso-: sí, yo estaba en el mediodía de Francia.

    -¿Os esperaba en Niza un carruaje?

    -Eso es, caballero, me llevó de Niza a Génova, de Génova a Turín, de Turín a Chambery, de Chambery a Pont de Beauvoisin, y de Pont de Beauvoisin a París.

    -Exacto; esperaba hallaros en el camino, porque era el mismo que él seguía; por lo mismo fue trazado vuestro itinerario de esta manera.

    -Pero -dijo Andrés-, en el caso de que me hubiese encontrado m¡ querido padre, dudo que me hubiera reconocido: desde que le vi por última vez he cambiado bastante.

    -¡Oh!, la voz de la sangre --dijo Montecristo.

    -¡Oh!, sí, es verdad -repuso el joven-, no me acordaba de la voz de la sangre.

    -Ahora -dijo Montecristo-, una sola cosa inquieta al marqués de Cavalcanti, y es que vos os habéis alejado de él: cómo habéis sido tratado por vuestros perseguidores; si han guardado todas las consideraciones debidas a vuestra cuna; en fin, si no seguís sufriendo a causa de tantos pesares ese sufrimiento moral, cien veces peor que el sufrimiento físico, alguna debilidad de las facultades de que os ha dotado la naturaleza, y si vos mismo creéis poder sostener en el mundo el rango que os corresponde.

    -Caballero -balbuceó el joven con turbación-, espero que ninguna calumnia...

    -¡Yo...! oí hablar de vos por primera vez a mi amigo Wilmore, el filantrópico. Supe que os había conocido en una situación bastante triste, ignoro cuál, y nada le pregunté acerca de esto; no soy curioso. Vuestras desgracias le han interesado vivamente. Me ha dicho que quería devolveros en el mundo la posición que habéis perdido, que buscaría a vuestro padre, que le hallaría; le ha buscado, le ha encontrado, en efecto, según parece, puesto que está ahí; en fin, ayer me previno vuestra llegada, dándome algunas noticias relativas a vuestra fortuna. Yo sé que es persona original mi amigo Wilmore, pero al mismo tiempo como es una mina de oro, y por consiguiente, puede permitirse tales originalidades sin que le arruinen, he prometido seguir sus instrucciones. Ahora, caballero, no os ofendáis de una pregunta que voy a haceros; como habré de patrocinaros, desearía saber si las desgracias que os han acaecido independientes de vuestra voluntad, y que de ningún modo disminuyen la consideración que yo os guardo, no os han hecho algo extraño a este mundo en que vuestra fortuna y vuestro nombre os llaman a figurar tanto.

    -Tranquilizaos, caballero -respondió el joven, recobrando su aplomo a medida que el conde hablaba-; los raptores que me alejaron de mi padre, y que sin duda se proponían venderme más tarde, como en efecto hicieron, calcularon que para sacar más partido de mí, era necesario dejarme todo mi valor personal y aumentarlo, si era posible; he recibido, pues, una buena educación, y he sido tratado por los ladrones de niños como lo eran en Asia los esclavos, a los cuales sus amos les hacían seguir las carreras de médicos, filósofos, etc., para venderlos después a un precio exorbitante.

    Montecristo se sonrió, satisfecho: no había esperado tanto del señor Andrés Cavalcanti.

    -Por otra parte -repuso el joven-, si hallasen en mí algún defecto de educación o poco trato social, yo creo que tendrían un poco de indulgencia, en consideración a las desgracias que han acompañado a mi nacimiento y a mi juventud.

    -Mirad, conde -dijo Montecristo con sencillez---, vos haréis lo que queráis, porque sois muy dueño de hacerlo, pero yo no diría una palabra de todas esas aventuras; vuestra historia es una novela, y el mundo, que adora las novelas entre dos cubiertas de papel amarillo, se escama de las encuadernadas en vitela viva, aunque estén doradas, como podéis estarlo vos. Esta es la dificultad que yo me adelanto a deciros, señor conde; apenas hayáis contado a alguien vuestra tierna historia, correrá por el mundo completamente desnaturalizada. Entonces pasaréis por un expósito. Os veréis obligado a imitar a Antony, y el tiempo ese de los Antony ha pasado ya. Tal vez así daréis el golpe por curiosidad, pero no todos gustan de ser blanco de las habladurías y de los comentarios. Tal vez esto os fatigará.

    -Me parece que tenéis razón, señor conde -dijo el joven, palideciendo a su pesar, bajo las miradas inflexibles de Montecristo-, ése es un grave inconveniente.

    -¡Oh!, tampoco hay que exagerar -dijo Montecristo-, porque para evitar una falta puede que rayarais en la locura. No, es un simple plan de conducta que se debe tener; para un hombre inteligente como vos, este plan es tanto más fácil de adoptar cuanto que está conforme a vuestros intereses: será preciso combatir con honrosas amistades todo lo oscuro que haya podido haber en vuestro pasado.

    Andrés perdió visiblemente su sangre fría.

    -Yo puedo responder de vos -dijo Montecristo-;sin embargo, debo advertiros que soy un poco desconfiado con mis amigos; así representaría aquí un papel fuera de mi carácter, como dicen los trágicos, y me expondría a ser silbado, lo cual no es conveniente.

    -Sin embargo, señor conde -dijo Andrés-, en consideración a lord Wilmore, que me ha recomendado a vos...

    -Sí, seguramente -repuso Montecristo-; pero lord Wilmore no me ha ocultado que habíais tenido una juventud algún tanto borrascosa. ¡Oh! -dijo el conde al ver el movimiento que hizo Andrés-, yo no os pido una confesión; además, para que no tengáis necesidad de nada, han hecho venir de Luca al señor marqués de Cavalcanti, vuestro padre. Vais a verlo, es un poco serio, más bien brusco; pero tan pronto como se sepa que desde la edad de dieciocho años está al servicio de Austria, todo se le excusará. En fin, es un buen padre, os lo aseguro.

    -¡Ah!, me tranquilizáis, caballero; estamos separados hace tanto tiempo, que ningún recuerdo tengo de él.

    -Y, sobre todo, sabéis muy bien que una buena fortuna lo cubre todo.

    -¿Mi padre es realmente rico, caballero?

    -Millonario...; quinientas mil libras de renta.

    -Entonces -preguntó el joven con ansiedad-, ¿me encontraré en una posición... agradable?

    -De las más agradables, caballero; os pasa cincuenta mil libras de renta al año todo el tiempo que permanezcáis en París.

    Entonces, permaneceré en París toda mi vida.

    -¡Psch!, ¿quién puede responder de las circunstancias, caballero? El hombre propone y Dios dispone.

    Andrés lanzó un suspiro.

    -Pero, en fin -dijo-, todo el tiempo que yo permanezca en París..., ¿tendré ese dinero sin falta?

    -¡Oh!, no tengáis el menor recelo...

    -¿Y será mi padre quien me lo proporcione? -preguntó Andrés con inquietud.

    -Sí, pero protegido por lord Wilmore, que os ha abierto un crédito de cien mil francos al mes en casa del señor Danglars, uno de los banqueros más fuertes de París.

    -¿Y piensa estar mi padre en París mucho tiempo? -volvió a preguntar Andrés con inquietud.

    -Solamente algunos días -respondió Montecristo-. Su servicio no le permite ausentarse más que por dos o tres semanas.

    -¡Oh! ¡Querido padre! -dijo Andrés, visiblemente encantado de esta pronta partida.

    -Conque -dijo Montecristo, aparentando dejarse engañar en cuanto al significado de estas palabras-; conque no quiero retardar el momento de vuestro encuentro. ¿Estáis preparado a abrazar a ese digno señor Cavalcanti?

    -Supongo que no tendréis la menor duda...

    -¡Pues bien!, entrad en ese salón, mi querido amigo; en él encontraréis a vuestro padre, que está impaciente por veros.

    Andrés hizo un profundo saludo al conde y entró en el salón. El conde le siguió con la vista, y así que le vio desaparecer, empujó un resorte que había detrás de un cuadro, el cual, separándose, descubría un agujero perfectamente dispuesto en la pared, por el cual se veía cuanto ocurría en el salón.

    Andrés cerró la puerta y se adelantó hacia el mayor, que se levantó apenas oyó el ruido de los pasos del joven conde.

    -¡Padre mío! -dijo Andrés en voz bastante alta de modo que lo pudiese oír el conde a través de la puerta cerrada-; ¿sois vos?

    -Buenos días, mi querido hijo -dijo el mayor con voz grave.

    -Después de tantos años de separación -dijo Andrés mirando hacia la puerta-, ¡qué dicha la de volvernos a ver... !

    -En efecto, la separación ha sido larga.

    -¿No nos abrazamos, señor?-repuso Andrés.

    -Como queráis, hijo mío-dijo el mayor.

    Y los dos se abrazaron como suele hacerse en el teatro, es decir, reposando la cabeza sobre el hombro y enlazando los brazos.

    -¡Al fin, reunidos! -dijo Andrés.

    -Así parece -dijo el mayor.

    -¿Para no separarnos jamás...?

    -Desde luego; yo creo, mi querido hijo, que vos miráis ahora a Francia como una segunda patria.

    -Seguramente sentiría mucho tener que abandonar París.

    -Y yo, bien lo comprenderéis, no podría vivir fuera de Luca. Volveré a Italia en cuanto pueda.

    -Pero, antes de partir, querido padre, me daréis los papeles, con ayuda de los cuales pueda yo fácilmente hacer constar mi nacimiento.

    -Naturalmente, hijo mío; porque vengo expresamente para eso, y me ha costado demasiado trabajo el encontraros, a fin de entregároslos. Si tuviera que buscaros de nuevo, esto bastaría para apresurar el fin de mi existencia.

    -¿Y esos papeles?

    -Aquí están.

    Andrés se apoderó rápidamente del acta de casamiento de su padre, su certificado de bautismo, y después de haberlo abierto todo con una avidez muy natural en un buen hijo, recorrió los documentos con una ansiedad que denotaba el más vivo interés.

    No bien hubo concluido, una inefable expresión de alegría brilló en sus ojos, y mirando al mayor y acompañando sus palabras de una extraña sonrisa:

    -¡Ah! -dijo en excelente toscano-, ¡se conoce que no hay presidios en Italia!

    El mayor le miró a su vez con estupor.

    -¿Y por qué? -dijo.

    -Pues permiten allí fabricar impunemente tales documentos. Sólo por la mitad de lo que hacéis, querido padre, os enviarían en Francia al presidio de Tolón.

    -¿Cómo? -dijo el mayor, procurando adoptar un aire majestuoso.

    -Querido señor Cavalcanti -dijo Andrés agarrando al mayor por un brazo-, ¿cuánto os dan porque seáis mi padre?

    El mayor quiso hablar, pero Andrés le dijo, bajando la voz:

    -¡Silencio!, voy a daros ejemplo de confianza; a mí me dan cincuenta mil francos al año por ser vuestro hijo; por consiguiente, ya comprenderéis que no seré yo quien niegue que sois mi padre.

    El mayor miró con inquietud a su alrededor.

    -¡Oh!, tranquilizaos, estamos solos -dijo Andrés-; además hablamos el italiano.

    -¡Pues bien !, a mí me dan cincuenta mil francos, perfectamente pagados.

    -Señor Cavalcanti -dijo Andrés-, ¿vos creéis en los cuentos de hadas?

    -Antes, no; pero ahora fuerza es que crea en ellos.

    -¿Habéis tenido pruebas?

    El mayor sacó de su bolsillo un puñado de monedas.

    -Palpables, como veis.

    -¿Os parece que pueda yo contar con las promesas que me han hecho?

    -Así lo creo.

    -¿Y que las cumplirá ese buen conde?

    -Al pie de la letra; pero ya comprenderéis que para lograr ese objeto era preciso continuar representando nuestro papel actual.

    -¡Cómo. . . !

    -Yo, de tierno padre...

    -Y yo, de hijo respetuoso.

    -Ya que quieren haceros descender de mí.

    -¿Quién lo quiere. .. ?

    -Diantre, yo no sé nada: los que os han escrito; ¿no habéis recibido una carta?

    -Sí.

    -¿De quién?

    -De un tal abate Busoni.

    -¿A quien no conocéis?

    -A quien no he visto en toda mi vida.

    -¿Qué os decía esa carta?

    -¿No me engañáis?

    -Dios me libre de hacerlo; vuestros intereses son los míos.

    -Entonces, leed.

    Y el mayor entregó una carta al joven.

    »Sois pobre, os espera una vejez desdichada. ¿Queréis haceros, si no rico, al menos independiente?

    »Marchad a París inmediatamente: id a reclamar al señor conde de Montecristo, Campos Elíseos, número 30, el hijo que habéis tenido de la marquesa Corsinari, y que os fue robado a la edad de cinco años.

    »Este hijo se llama Andrés Cavalcanti.

    »Para que no dudéis de la intención que tiene el abajo firmante de haceros un favor, encontraréis en esta carta:

    » 1.° Un billete de 2.400 libras toscanas, pagaderas en casa del señor Gozzi, en Florencia.

    2.° Una carta de recomendación para el señor conde de Montecristo , en la cual le pido para vos la cantidad de 48.000 francos.

    »El 26 de mayo, a las siete de la noche, estaréis sin falta en casa del conde.

    »Firmado,

    «Abate Busoni.»

    -Eso es.

    -¿Cómo eso es? ¿Qué queréis decir? -preguntó el mayor.

    -Quiero decir que yo he recibido una carta parecida.

    -¡Vos!

    -Sí, yo.

    -¿Del abate Busoni?

    -No.

    -¿De quién, entonces?

    -De un tal lord Wilmore, que ha tornado el apodo de Simbad el Marino.

    -¿Y a quien tampoco conocéis?

    -Sí, estoy en este punto más adelantado que vos.

    -¿Le habéis visto?

    -Sí, una vez.

    -¿Dónde?

    -Eso es lo que no podré deciros, porque no lo sé.

    -¿Y qué os decía esa carta?

    -Leed.

    «Sois pobre y no debéis esperar más que un porvenir miserable; ¿queréis tener un nombre, ser libre, ser rico?

    »Tomad la silla de posta que encontraréis preparada y saldréis de Niza por la puerta de Génova. Pasad por Turín, Chambery y Pont de Beauvoisin. Presentaos en casa del señor conde de Montecristo, Campos Elíseos, número 30, el 23 de mayo, a las siete en punto de la tarde, y preguntadle por vuestro padre.

    » Sois hijo del marqués Bartolomé Cavalcanti y de la marquesa Leonor Corsinari, como lo declaran los papeles que os serán entregados por el marqués, y que os permitirán presentaros bajo este nombre en el mundo parisiense.

    »En cuanto a vuestro rango, una renta de 50.000 francos al año hará que lo sostengáis con decoro.

    »Adjunto un billete de 5.000 libras, pagadero en casa del señor Ferrer, banquero de Niza, y una carta de recomendación para el señor conde de Montecristo, encargado por mí de proveer a vuestras necesidades.»

    «Simbad el Marino».

    ¡Hum! -exclamó el mayor-; no puede estar mejor arreglado el asunto.

    -¿Verdad que sí?

    -¿Habéis visto al conde?

    -Acabo de separarme de él.

    -¿Y lo ha aprobado...?

    -Todo.

    -¿Entendéis algo de esto?

    -Os juro que no.

    -Aquí hay alguien al que quieren jugar una mala pasada.

    -Caso que así fuera, yo no soy, y vos creo que tampoco.

    -Creo que no.

    -¡Y bien!, ¿entonces...?

    -Poco nos importa lo demás.

    -Exacto, eso mismo iba a decir; dejemos rodar la rueda de la fortuna.

    -Encontraréis en mí un hijo digno de su padre.

    -No esperaba yo menos de vos.

    -Es un gran honor para mí.

    Montecristo eligió este momento para entrar en el salón.

    Al oír el ruido de sus pasos, padre a hijo se arrojaron en los brazos uno de otro; así el conde les encontró tiernamente abrazados.

    -¡Vaya!, señor marqués -dijo Montecristo-, parece que habéis encontrado un hijo a la medida de vuestros deseos.

    -¡Ah!, ¡señor conde!, la alegría me sofoca.

    -¿Y vos, joven?

    -¡Ah!, ¡señor conde!, ¡es demasiada felicidad!

    -¡Feliz padre!, ¡feliz hijo! -dijo el conde.

    -Una sola cosa me entristece --dijo el mayor-; y es tener que marcharme tan pronto de París.

    -¡Oh!, querido señor Cavalcanti -dijo Montecristo-, no partiréis sin haberos presentado antes a algunos amigos.

    -Estoy a las órdenes del señor conde -dijo el mayor.

    -Ahora, veamos, joven, confesaos...

    -¿A quién?

    -A vuestro padre; decidle algo acerca del estado de vuestro bolsillo.

    -¡Ah!, ¡diablo!, tocáis la cuerda sensible.

    -¿Oís, mayor? -dijo Montecristo.

    -Desde luego, señor.

    -Sí; ¿pero comprendéis?

    -A las mil maravillas.

    -Vuestro querido hijo dice que necesita dinero.

    -¿Qué queréis que yo le haga?

    -Pues, sencillamente, que se lo deis.

    -¿Yo?

    -Vos.

    Montecristo se colocó entre sus dos interlocutores. -Tomad -dijo a Andrés deslizándole en la mano un paquete de billetes de Banco.

    -¿Qué es esto?

    -La respuesta de vuestro padre.

    -¿De mi padre?

    -Sí. ¿No decíais que necesitabais dinero?

    -Sí. ¿Y bien?

    -¡Y bien!, me encarga os entregue esto.

    -¿A cuenta de mi renta?

    -No; para vuestros gastos de instalación.

    -¡Oh, querido padre!

    -Silencio -dijo Montecristo-, ya lo veis, no quiere que diga que esto viene de su mano.

    -Estimo infinitamente esa delicadeza -dijo Andrés, metiendo sus billetes de Banco en el bolsillo del pantalón.

    -Está bien -dijo Montecristo-, ahora podéis retiraros.

    --¿Y cuándo tendremos el honor de volver a ver al señor conde? -preguntó Cavalcanti.

    -¡Ah, sí! -inquirió Andrés-, ¿cuándo tendremos ese honor?

    -Si queréis..., el sábado, sí..., eso es..., el sábado. Doy una comida en mi casa de Auteuil, calle de la Fontaine, número 25, a muchas personas, y entre otras al señor Danglars, vuestro banquero; os presentaré a él, es necesario que os conozca a los dos para entregaros después el dinero...

    -¿De gran etiqueta... ? -preguntó a media voz el mayor.

    -¡Psch... ! Sí. Uniforme, cruces, calzón corto.

    -¿Y yo? -preguntó Andrés.

    -¡Oh!, vos, vestido con sencillez, pantalón negro, botas de charol, chaleco blanco, frac negro o azul, corbata larga; dirigios a Blin o a Veronique para vestiros. Si no sabéis las señas de su casa, Bautista os las dará. Cuantas menos pretensiones afectéis en vuestro traje, siendo rico como sois, mejor efecto causará. Si compráis caballos, tomadlos en casa de Dereux; si compráis tílburi, id a casa de Bautista.

    -¿A qué hora podremos presentarnos? -preguntó el joven.

    -A eso de las seis y media.

    -Está bien, no dejaremos de ir -dijo el mayor tomando su sombrero.

    Los dos Cavalcanti saludaron al conde y salieron.

    El conde se acercó a la ventana y los vio atravesar el patio cogidos del brazo.

    -En verdad -dijo-, los dos Cavalcanti... son de los mayores miserables que he conocido... ¡Lástima que no sean padre a hijo...!

    Y tras un instante de sombría reflexión, exclamó:

    -Vamos a casa de Morrel. ¡Oh!, la repugnancia y el asco me afectan doblemente que el odio
     
  15. mai^a

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