Poemas, cuentos y leyendas

Tema en 'Temas de interés (no de plantas)' comenzado por mai^a, 27/2/08.

  1. clause

    clause Claudia

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    Re: ... de poetas, cuentos y leyendas

    Alejandro Dumas (Padre)
    El Conde de Montecristo

    Capítulo segundo

    La Pradera cercada

    Permítanos el lector que le conduzcamos a la pradera próxima a la casa del señor de Villefort, y detrás de la valla rodeada de castaños, encontraremos algunas personas conocidas.

    Maximiliano había llegado esta vez el primero. También esta vez fue él quien se asomaba a las rendijas de las tablas, quien acechaba en lo profundo del jardín una sombra entre los árboles y el crujir de un borceguí sobre la arena.

    Por fin oyó el tan deseado crujido, y en lugar de una sombra, fueron dos las que se acercaron. La tardanza de Valentina había sido ocasionada por la señora Danglars y Eugenia, visita que se había prolongado más de la hora en que era esperada Valentina. Entonces, para no faltar a su cita, la joven propuso a la señorita Danglars un paseo por el jardín, con la intención de mostrar a Maximiliano que su tardanza no había sido culpa suya.

    El joven lo comprendió todo al punto, con esa rapidez de penetración particular a los amantes, y su corazón fue aliviado de un gran peso. Por otra parte, sin acercarse mucho, Valentina dirigió su paseo de modo que Maximiliano pudiese verla pasar, una y otra vez; y cada vez que lo hacía, una mirada hacia la valla, que pasó inadvertida a su compañera, pero captada por el joven, le decía:

    -Tened un poco más de paciencia, amigo, bien veis que no es culpa mía.

    Y Maximiliano, en efecto, tenía paciencia, admirando el contraste que había entre las dos jóvenes, entre aquella rubia de ojos lánguidos y de cuerpo esbelto como un hermoso sauce, y aquella morena de mirada altanera y cuerpo erguido como un álamo: además, en esta comparación entre dos naturalezas tan opuestas, toda la ventaja, en el corazón del joven por lo menos, estaba por Valentina.

    Por fin, al cabo de media hora larga de paseo, las dos jóvenes se alejaron. Maximiliano comprendió que la visita de la señorita Danglars iba a terminarse.

    En efecto, pocos momentos después se presentó sola Valentina, que, temiendo que la espiase alguna mirada indiscreta, andaba lentamente, y en lugar de dirigirse a la valla, fue a sentarse en un banco, después de haber mirado con naturalidad cada calle de árboles.

    Tomadas estas precauciones, corrió a la valla.

    -Buenos días, Valentina -dijo una voz.

    -Buenos días, Maximiliano; os he hecho esperar, ¿pero habéis visto la causa?

    -Sí, he reconocido a la señorita Danglars; ignoraba que estuvierais tan relacionada con esa joven.

    -¿Quién os ha dicho que fuésemos muy amigas, Maximiliano?

    -Nadie; pero me lo ha parecido así, por el modo con que le dabais el brazo y con que hablabais; parecíais dos compañeras de colegio confesándose mutuamente sus secretos.

    -Es cierto, nos confesábamos nuestros secretos -dijo Valentina-; ella me decía su repugnancia por su casamiento con el señor de Morcef, y yo que miraba como una desgracia el casarme con el señor Franz d'Epinay.

    -¡Querida Valentina!

    -Por esto, amigo mío -continuó la joven-, habéis visto esa especie de intimidad entre Eugenia y yo; porque al hablarle yo del hombre que no puedo amar, pensaba en el que amo.

    -Cuán buena sois en todo, y poseéis lo que la señorita Danglars no tendrá jamás; ese encanto indefinible que es en la mujer lo que el perfume en la flor, lo que el sabor en la fruta; porque no todo en una flor es el ser bonita, ni en una fruta el ser hermosa.

    -El amor que me profesáis es el que os hace ver las cosas de ese modo, Maximiliano.

    -No, Valentina; os lo juro. Mirad, os estaba mirando a las dos hace poco, y os juro por mi honor, que haciendo justicia también a la belleza de la señorita Danglars, no concebía cómo un hombre pudiera enamorarse de ella.

    -Es que como vos decíais, Maximiliano, yo estaba allí y mi presencia os hacía ser injusto.

    -No; pero, decidme..., respondedme a una pregunta que proviene de ciertas ideas que yo tenía respecto a la señora Danglars.

    -¡Oh!, injustas, desde luego, lo digo sin saberlo. Cuando nos juzgáis a nosotras, pobres mujeres, no debemos esperar ninguna indulgencia.

    -¡Como si las mujeres fueseis muy justas las unas con las otras!

    -Porque casi siempre hay pasión en nuestros juicios. Pero volvamos a vuestra pregunta.

    -¿La señorita Danglars ama a otro, y por eso teme su casamiento con el señor de Morcef?

    -Maximiliano, ya os he dicho que yo no era amiga de Eugenia.

    -¡Oh!, pero sin ser amigas, las jóvenes se confían sus secretos, convenid en que le habéis hecho algunas preguntas sobre ello! ¡Ah!, os veo sonreír.

    -Si es así, Maximiliano, no vale la pena de tener entre nosotros esta separación...

    -Veamos, ¿qué os ha dicho?

    -Me ha dicho que no amaba a nadie -dijo Valentina-; que tenía horror al matrimonio; que su mayor alegría hubiera sido llevar una vida libre a independiente, y que casi deseaba que su padre perdiese su fortuna para hacerse artista como su amiga la señorita Luisa de Armilly.

    -¡Ah... !, ya comprendo.

    -¡Y bien... !, ¿qué prueba esto? -inquirió Valentina.

    -Nada -dijo Maximiliano sonriendo.

    -Entonces -preguntó Valentina-, ¿por qué sois ahora vos quien se sonríe?

    -¡Ah! -dijo Maximiliano-, tampoco a vos se os escapa detalle, Valentina.

    -¿Queréis que me aleje?

    -¡Oh!, no, no; pero volvamos a vos.

    -¡Ah!, sí, es verdad, porque apenas tenemos diez minutos para pasar juntos.

    -¡Dios mío! -exclamó Maximiliano consternado.

    ---Sí, Maximiliano, tenéis razón ---dijo con melancolía Valentina-; y en mí tenéis una pobre amiga. ¡Qué vida os hago llevar, pobre Maximiliano, a vos, tan digno de ser feliz! Bien me lo echo en cara, creedme.

    -Y bien, ¿qué os importa, Valentina, si yo me considero feliz así? Si este esperar eterno me parece pagado con cinco minutos de poder veros, con dos palabras de vuestra boca, y con esa convicción profunda, eterna, de que Dios no ha creado dos corazones tan en armonía como los nuestros, y que no los ha reunido milagrosamente, sobre todo, para separarlos.

    -Bien, gracias, esperad por los dos, Maximiliano, siempre es esto una felicidad.

    -¿Por qué me dejáis hoy tan pronto, Valentina?

    -No sé; la señora de Villefort me ha suplicado que vaya a su habitación para decirme algo, de lo cual depende mi suerte. ¡Oh! ¡Dios mío!, que se apoderen de mis bienes, yo soy bastante rica, y después que me dejen tranquila y libre: vos me amaréis también aunque sea pobre, ¿no es cierto, Morrel?

    -Yo os amaré siempre, sí: ¿qué me importa la riqueza o la pobreza, si mi Valentina no se ha de apartar de mi lado? ¿Pero no teméis que vayan a comunicaros algo concerniente a vuestro casamiento?

    -No lo creo.

    -Sin embargo, escuchadme, Valentina, y no os asustéis, porque mientras viva no seré jamás de otra mujer.

    -¿Creéis tranquilizarme diciéndome eso, Maximiliano?

    -Perdonad, tenéis razón. ¡Pues bien!, quería decir que el otro día encontré al señor de Morcef.

    -¿Y qué?

    -El señor Franz es su amigo, como vos sabéis.

    -Sí, bien, ¿qué queréis decir con ello?

    -Pues..., que ha recibido una carta de Franz en la que le anuncia su próximo regreso.

    Valentina palideció, y tuvo que apoyarse en la valla.

    -¡Ah! ¡Dios mío! -dijo-, ¡si así fuese!, pero no, porque entonces no sería la señorita de Villefort la que me habría avisado.

    -¿Por qué?

    -Porque... no sé..., pero me parece que a la señora de Villefort, sin oponerse a él francamente, no le agrada este casamiento.

    -¡Oh!, voy a adorar a la señora de Villefort en lo sucesivo.

    -¡Oh!, esperad, Maximiliano -dijo Valentina con triste sonrisa.

    -En fin, si ve con malos ojos esa boda, aunque no fuera más que por desbaratarlo, admitiría tal vez alguna otra proposición.

    -No lo creáis, Maximiliano; no son los maridos lo que rechaza la señora de Villefort, es el casamiento.

    -¡Cómo!, ¡el casamiento! Si tanto detesta el casamiento, ¿por qué se ha casado?

    -No me entendéis, Maximiliano; cuando hace un año hablé de retirarme a un convento, a pesar de las observaciones que me hizo antes, ella había adoptado mi proposición con gozo, mi padre también lo hubiera consentido, estoy segura: sólo mi abuelo fue el que me detuvo. No podéis figuraros, Maximiliano, qué expresión hay en los ojos de ese pobre anciano, que a nadie ama en el mundo sino a mí; y que Dios me perdone, si es una blasfemia, tampoco es amado de nadie más que de mí. ¡Si vierais cómo me miró cuando supo mi resolución, cuántas quejas había en aquella mirada, y cuánta desesperación en aquellas lágrimas que rodaban por sus inmóviles mejillas! ¡Ah!, Maximiliano, entonces experimenté una especie de remordimiento, me arrojé a sus pies gritando: ¡perdón, perdón, padre mío!, harán de mí lo que quieran, pero no me separaré de vos. Levantó entonces los ojos al cielo; Maximiliano, mucho puedo sufrir, pero aquella mirada de mi abuelo me ha pagado con creces por todos mis sufrimientos.

    -¡Querida Valentina!, sois un ángel, y en verdad, no sé cómo he merecido la confianza que me dispensáis. Pero, en fin, veamos; ¿qué interés tiene la señora de Villefort en que no os caséis?

    -¿No habéis oído hace poco que os dije que yo era rica, muy rica? Tengo por mi madre 50.000 libras de renta; mi abuelo y mi abuela, el marqués y la marquesa de Saint-Merán, deben dejarme otro tanto. El señor Noirtier tiene al menos intenciones visibles de hacerme su única heredera. De esto resulta que, comparado conmigo, mi hermano Eduardo, que no espera ninguna fortuna de parte de su madre, es pobre. Ahora bien, la señora de Villefort ama a este niño con locura, y si yo me hubiese hecho religiosa, toda mi fortuna recaía en su hijo.

    -¡Oh!, ¡qué extraña es esa codicia en una mujer joven y hermosa! -Habéis de daros cuenta que no es por ella, Maximiliano, sino por su hijo, y que lo que le censuráis como un defecto, es casi una virtud, mirado bajo el punto de vista del amor maternal.

    -Pero, veamos -dijo Morrel-, ¿y si vos dejaseis gran parte de vuestra fortuna a vuestro hermano?

    -¿Pero cómo se hace tal proposición, y sobre todo a una mujer que tiene sin cesar en los labios la palabra desinterés?

    -Valentina, mi amor ha permanecido sagrado siempre, y como todo lo sagrado, yo lo he cubierto con el velo de mi respeto, lo he encerrado en mi corazón; nadie en el mundo lo sospecha, ni siquiera mi hermana. ¿Me permitís confíe a un amigo este amor que no he confiado a nadie en el mundo?

    Valentina se estremeció.

    -¿A un amigo? -dijo- Oh, ¡Dios mío! ¡Maximiliano, me estremezco sólo al oíros hablar así! ¡A un amigo! ¿Y quién es ese amigo?

    -¿No habéis experimentado alguna vez por alguna persona una de esas simpatías irresistibles, que hacen que aunque la veis por primera vez, creáis conocerla después de mucho tiempo, y os preguntéis a vos misma dónde y cuándo la habéis visto, tanto que, no pudiendo acordaros del lugar ni del tiempo, lleguéis a creer que fue en un mundo anterior al nuestro, y que esta simpatía no es más que un recuerdo que se despierta?

    -Sí, ¡oh!, sí.

    -¡Pues bien!, eso fue lo que yo experimenté la primera vez que vi a ese hombre extraordinario.

    -¿Un hombre extraordinario?

    -Sí.

    -¿Le conocéis desde hace mucho tiempo?

    -Apenas hará unos ocho días.

    -¿Y llamáis amigo vuestro a una relación de sólo ocho días? ¡Oh!, Maximiliano, os creía más avaro de ese hermoso nombre de amigo.

    -Tenéis razón, Valentina; pero, decid lo que queráis, nada me hará cambiar este sentimiento instintivo. Yo creo que este hombre ha de intervenir en todo lo bueno que envuelva mi porvenir, que parece leer su mirada profunda y su poderosa mano dirigir.

    -¿Es adivino, por ventura? -dijo sonriendo Valentina.

    -A fe mía -dijo Maximiliano-, casi estoy tentado por creer que adivina... sobre el bien.

    -¡Oh! -dijo Valentina sonriendo tristemente-, mostradme a ese hombre, Maximiliano, sepa yo de él si seré bastante amada para cuanto he sufrido.

    -¡Pobre amiga!, vos sabéis quién es...

    -¿Yo?

    -Sí.

    -¿Cómo se llama?

    -Es el mismo que ha salvado la vida a vuestra madrastra y a su hijo.

    -¡El conde de Montecristo!

    -El mismo.

    -¡Oh! -exclamó Valentina-, nunca será mi amigo, lo es demasiado de mi madrastra.

    -¡El conde, amigo de vuestra madrastra, Valentina! Mi instinto no puede fallar hasta este punto: estoy seguro de que os engañáis.

    -¡Oh!, si supieseis, Maximilíano..., pero no es Eduardo quien reina en la casa, es el conde, estimado por la señora Villefort, que le considera como el compendio de los conocimientos humanos; admirado de mi padre, que, según dice, no ha oído nunca formular con más elocuencia ideas más elevadas; idolatrado de Eduardo, que, a pesar de su miedo a los grandes ojos negros del conde, corre a su encuentro apenas le ve venir, y le abre la mano, donde siempre halla algún admirable juguete: El señor de Montecristo no está aquí en casa de mi padre; el señor de Montecristo no está aquí en casa de la señora de Villefort; el señor de Montecristo está en su casa.

    -Pues bien, querida Valentina, si las cosas son como decís, ya debéis sentir o sentiréis los efectos de su presencia. Si encuentra a Alberto de Morcef en Italia, es para librarle de las manos de los bandidos; ve a la señora Danglars, y es para hacerle un regio regalo; vuestra madrastra y vuestro hermano pasan por delante de la puerta de su casa, y es para que su esclavo nubio les salve la vida. Este hombre ha recibido evidentemente el poder de influir sobre los acontecimientos, sobre los hombres y sobre las cosas; jamás he visto gustos más sencillos unidos a una magnificencia tan soberana. Su sonrisa es tan dulce cuando me sonríe a mí, que olvido cuán amarga la encuentran otros. ¡Oh!, decidme, Valentina, ¿os ha sonreído a vos? ¡Oh!, si lo ha hecho así, seréis feliz.

    -Yo -dijo la joven-, ¡oh, Dios mío!, ni siquiera me mira, Maximiliano, o más bien, si paso por casualidad por su lado, vuelve los ojos a otra parte. ¡Oh!, no es generoso, o no posee esa mirada profunda que lee en los corazones y que vos le suponéis; porque si la tuviese, habría visto que yo soy muy desdichada; porque si hubiera sido generoso, al verme sola y triste en medio de esta casa, me habría protegido con esa influencia que ejerce; y puesto que él representa, según vos decís, el papel del sol, habría calentado mi corazón con uno de sus rayos. Decís que os ama, Maximiliano, ¡oh, Dios mío!, ¿qué sabéis vos? Los hombres siempre ponen rostro risueño a un oficial de cinco pies y ocho pulgadas como vos, que tiene un buen bigote y un gran sable, pero no hacen caso de una pobre mujer que no sabe más que llorar.

    -¡Oh, Valentina!, os engañáis, os lo juro.

    -De no ser así, Maximiliano; si me tratase diplomáticamente, es decir, como un hombre que de un modo a otro quiere aclimatarse en la casa, una vez, aunque no fuese más, me hubiera honrado con esa sonrisa que tanto me ponderáis, pero no; me ha visto desdichada, comprende que no puedo serle útil en nada, y no fija la atención en mí. ¿Quién sabe si para hacer la corte a mi padre, a la señora de Villefort o a mi hermano, no me perseguirá siempre que pueda? Veamos, francamente, Maximiliano, yo no soy una mujer que se deba despreciar así, sin razón, vos me lo habéis dicho. ¡Ah, perdón! -continuó la joven al ver la impresión que causaban en Maximiliano estas palabras-. Hago mal, muy mal en deciros acerca de ese hombre cosas que ni siquiera sospechaba tener en el corazón. Mirad, no niego que exista esa influencia de que me habláis, y que hasta la ejerce sobre mí; pero, si la ejerce, es de un modo pernicioso y que corrompe, como veis, los buenos pensamientos.

    -Está bien, Valentina -dijo Morrel dando un suspiro-; no hablemos más de esto; no le diré nada.

    -¡Ay!, amigo mío -dijo Valentina-; os aflijo mucho, ya lo veo. ¡Oh!, ¡y no poder estrechar vuestra mano para pediros perdón!, pero convencedme al menos, sólo os pido eso; decidme: ¿qué ha hecho por vos ese conde de Montecristo?

    -Confieso que me ponéis en un aprieto preguntándome qué es lo que el conde ha hecho por mí; nada, bien lo sé, como que mi afecto hacia él es instintivo y nada tiene de fundado. ¿Ha hecho acaso algo por mí el sol que me alumbra? No; me calienta y os estoy viendo a su luz.

    -¿Ha hecho algo por mí este o el otro perfume? No; su olor recrea agradablemente uno de mis sentidos; nada más tengo que decir cuando me preguntan por qué pondero este perfume; mi amistad hacía él es extraña, como la suya hacia mí. Una voz secreta me advierte que hay más que casualidad en esta amistad recíproca a imprevista. Casi encuentro una relación en sus pequeñas acciones, en sus más secretos pensamientos, con mis acciones y mis pensamientos. Os vais a reír de mí, Valentina; pero desde que conozco a ese hombre, se me ha ocurrido la idea absurda de que todo el bien que me suceda no puede proceder de nadie más que de él. Sin embargo, he vivido treinta años sin este protector, ¿no es verdad?, no importa; mirad un ejemplo: él me ha convidado a comer para el sábado, ¿no es verdad?, nada más natural en el punto de amistad en que nos hallamos. Pues bien; ¿qué he sabido después? Vuestro padre está invitado a esta comida, vuestra madre también irá. Yo me encontraré con ellos, ¿y quién sabe lo que resultará de esta entrevista? Estas son circunstancias muy sencillas en apariencia; sin embargo, yo veo en esto una cosa que me asombra; tengo en ello una confianza extremada. Yo pienso que el conde, ese hombre singular que todo lo adivina, ha querido buscar una ocasión para presentarme a los señores de Villefort; y algunas veces, os lo juro, procuro leer en sus ojos si ha adivinado nuestro amor.

    -Amigo mío -dijo Valentina-, os tomaría por visionario, y temería realmente por vuestra razón, si no escuchase tan buenos razonamientos. ¡Cómo! , ¿creéis que no es casualidad ese encuentro? En verdad, reflexionadlo bien. Mi padre, que no sale nunca, ha estado a punto de rehusar esa invitación más de diez veces; pero la señora de Villefoi t, que está ansiosa por ver en su casa a ese hombre extraordinario, obtuvo con mucho trabajo que la acompañase. No, no, creedme, excepto a vos, Maximiliano, no tengo a nadie a quien pedir que me socorra en este mundo, más que a mi abuelo, un cadáver.

    -Veo que tenéis razón, Valentina, y que la lógica está en favor vuestro -dijo Maximiliano-; pero vuestra dulce voz tan poderosa siempre para mí, hoy no me convence.

    -Ni la vuestra a mí tampoco -repuso Valentina-, y confieso que como no tengáis más ejemplos que citarme...

    -Uno tengo -dijo Maximiliano vacilando un poco-; pero, en verdad, Valentina, me veo obligado a confesarlo, es más absurdo que el primero.

    -Tanto peor-dijo Valentina sonriendo.

    -Y con todo -prosiguió Morrel-, no es menos concluyente para mí, hombre de inspiración y sentimiento que en diez años que hace que sirvo en el ejército, he debido la vida varias veces a uno de esos instintos que os dicen que hagáis un movimiento hacia atrás o hacia adelante para que la bala que debía mataros pase más alta o más ladeada.

    -Querido Maximiliano, ¿por qué no atribuir a mis oraciones ese alejamiento de las balas? Cuando estáis fuera, no es por mí por quien ruego a Dios y a mi madre, sino por vos.

    -Sí, desde que os conozco -dijo Morrel sonriendo-; pero ¿para quién rezabais antes de que os conociese, Valentina?

    -Veamos, puesto que nada queréis deberme, ingrato, volvamos a ese ejemplo que vos mismo confesáis que es absurdo.

    -¡Pues bien!, mirad por las rendijas de las tablas aquel caballo nuevo en que he venido hoy.

    -¡Oh, qué hermoso animal! -exclamó Valentina-. ¿Por qué no lo habéis traído junto a la valla para contemplarlo mejor?

    -En efecto, como veis, es un animal de gran valor -dijo Maximiliano-. ¡Bueno! Vos sabéis que mi fortuna es limitada. ¡Pues bien!, yo había visto en casa de un tratante de caballos ese magnífico Medeah. Pregunté cuánto valía, me respondieron que cuatro mil quinientos francos; como comprenderéis, yo me abstuve de comprarlo por algún tiempo, y me fui, lo confieso, bastante entristecido, porque el caballo me miró con ternura, y me había acariciado con su cabeza. Aquella misma tarde se reunieron en mi casa algunos amigos, el señor de Chateau-Renaud, el señor Debray, y otros cinco o seis malas cabezas, que vos tenéis la dicha de no conocer ni aun de nombre. Propusieron que se jugase un poco, yo no juego nunca, porque no soy rico para poder perder. Pero, en fin, estaba en mi casa, y no tuve más remedio que ceder. Cuando íbamos a empezar, llegó el conde de Montecristo , ocupó su lugar, jugaron y yo gané; apenas me atrevo a confesarlo. Valentina, gané cinco mil francos. Nos separamos a medianoche. No pude contenerme, tomé un cabriolé, a hice que me condujeran a casa de mi tratante en caballos. Palpitábame el corazón de alegría. Llamé, me abrieron; apenas vi la puerta abierta, me lancé a la cuadra, miré al pesebre. ¡Oh, qué suerte! Medeah estaba allí, salté sobre una silla que yo mismo le puse, le pasé la brida, prestándose a todo Medeah con la mejor voluntad del mundo. Entregando después los 4500 francos al dueño del caballo, salgo y paso la noche dando vueltas por los Campos Elíseos. He visto luz en una ventana de la casa del conde, más aún, me pareció ver su sombra detrás de las cortinas... Ahora, Valentina, juraría que el conde ha sabido que yo deseaba poseer aquel caballo y que ha perdido expresamente para que yo pudiese comprarlo.

    -Querido Maximiliano -dijo Valentina-, sois demasiado fantástico... ¡Oh!, no me amaréis mucho tiempo..., un hombre así se cansaría pronto de una pasión monótona como la nuestra... ¡Pero, gran Dios!, ¿no oís que me llaman?

    -¡Oh! ¡Valentina! -dijo Maximiliano-, no, la rendija de las tablas..., dadme un dedo vuestro siquiera para que lo bese.

    -Maximiliano, hemos dicho que seríamos el uno para el otro; dos voces, dos sombras.

    -¡Ah...!, como gustéis, querida Valentina.

    -¿Quedaréis contento si hago lo que me pedís?

    -¡Oh!, ¡sí!, ¡sí!, ¡sí...!

    Valentina subió sobre un banco, y pasó, no un dedo, sino toda su mano por encima de las tablas.

    El joven lanzó un grito de alegría, y subiéndose a su vez sobre las tablas, se apoderó de aquella mano adorada, y estampó en ella sus labios ardientes; pero al punto la delicada mano se escabulló de entre las suyas, y el joven oyó correr a Valentina, asustada tal vez de la sensación que acababa de experimentar.

    Ahora veremos lo que había pasado en casa del procurador del rey después de la partida de la señora Danglars y de su hija, y durante la conversación que acabamos de referir.

    El procurador del rey había entrado en la habitación ocupada por su padre, seguido de su esposa; en cuanto a Valentina ya sabemos dónde estaba.

    Después de haber saludado al anciano los dos esposos, y despedido a Barrois, antiguo criado que hacía más de veinte años que servía en la casa, tomaron asiento a su lado.

    El anciano paralítico, sentado en su gran sillón con ruedas, donde le colocaron por la mañana y de donde le sacaban por la noche delante de un espejo que reflejaba toda la habitación y le permitía ver, sin hacer un movimiento imposible en él, quién entraba en su cuarto y quién salía: el señor Noirtier, inmóvil como un cadáver, contemplaba con ojos inteligentes y vivos a sus hijos, cuya ceremoniosa reverencia le anunciaba que iban a dar algún paso oficial inesperado.

    La vista y el oído eran los dos únicos sentidos que animaban aún, como dos llamas, aquella masa humana, que casi pertenecía a la rumba; mas de estos dos sentidos uno solo podía revelar la- vida interior que animaba a la estatua, y la vista, que revelaba esta vida interior se asemejaba a una de esas luces lejanas que durante la noche muestran al viajero perdido en un desierto que aún hay un ser viviente que vela en aquel silencio y aquella oscuridad.

    Así, pues, en aquellos ojos negros del anciano Noirtier, cuyas cejas negras contrastaban con la blancura de su larga cabellera, se habían concentrado toda la actividad, toda la vida, toda la fuerza, toda la inteligencia, que antes poseía aquel cuerpo; pero aquellos ojos suplían a todo; él mandaba con los ojos, daba gracias con los ojos también, era un cadáver con los ojos animados, y nada era más espantoso a veces que aquel rostro de mármol, cuyos ojos expresaban unas veces la cólera, otras la alegría; tres personas únicamente sabían comprender el lenguaje del pobre paralítico: Villefort, Valentina y el antiguo criado de que hemos hablado.

    Sin embargo, como Villefort no le veía sino muy rara vez, y por decirlo así, cuando no tenía otro remedio, como cuando le veía no procuraba complacerle comprendiéndole, toda la felicidad del anciano reposaba en su nieta, y Valentina había logrado, a fuerza de cariño y constancia, comprender por la mirada todos los pensamientos del anciano; a este lenguaje mudo que otro cualquiera no habría podido entender, respondía con toda su voz, toda su fisonomía, toda su alma, de suerte que se entablaban diálogos animados entre aquella joven y aquel cadáver, que era, sin embargo, un hombre de inmenso talento, de una penetración inaudita, y de una voluntad tan poderosa como puede serlo el alma encerrada en una materia por la cual ha perdido el poder de hacerse obedecer.

    Valentina había resuelto el extraño problema .de comprender el pensamiento del anciano y hacerle que entendiera el suyo; y gracias a este estudio, ni siquiera una palabra dejaban de comprender tanto el uno como el otro.

    Por lo que al criado se refiere, después de veinticinco años, según hemos dicho, servía a su amo, por lo cual conocía tan bien todas sus costumbres, que rara vez tenía que pedirle algo Noirtier.

    De consiguiente, no necesitaba Villefort de los socorros ni de uno ni de otro para entablar con su padre la extraña conversación que venía a provocar. También él conocía el vocabulario del anciano, y si no se servía de él con más frecuencia, era por pereza o por indiferencia. Decidió, pues, que Valentina bajara al jardín, alejó a Barrois, y después de haber tomado asiento a la derecha de su padre, mientras que la señora de Villefort se sentaba a la izquierda, dijo:

    -Señor, no os admiréis de que Valentina no haya subido con nosotros, y que yo haya mandado alejar a Barrois, porque la conversación que vamos a tener juntos es de esas que no pueden tenerse delante de una joven o de un criado; la señora de Villefort y yo tenemos que comunicaros algo importante.

    El rostro de Noirtier permaneció impasible durante este preámbulo; en vano procuró Villefort penetrar los pensamientos profundos del anciano en aquel momento.

    -Y estamos seguros -continuó el procurador del rey, con aquel tono que parecía no sufrir ninguna contradicción- de que os agradará.

    El anciano seguía impasible, si bien no perdía una sola palabra.

    -Caballero -repuso Villefort-, casamos a Valentina.

    Una figura de cera no permanecería más fría que el rostro del anciano al oír esta noticia.

    -La boda se efectuará dentro de tres semanas -repuso Villefort.

    Los ojos del anciano siguieron tan inanimados como antes.

    La señora de Villefort tomó a su vez la palabra, y se apresuró a añadir:

    -Creímos que esta noticia sería de algún interés para vos, señor; por otra parte, Valentina ha parecido merecer siempre vuestro afecto; solamente nos resta deciros el nombre del joven que le ha sido destinado. Es uno de los mejores partidos a que puede aspirar: una buena fortuna y perfectas garantías de felicidad en la conducta y los gustos del que le destinamos, y cuyo nombre no puede seros desconocido. Se trata del señor Franz de Quesnel, barón d'Epinay.

    Durante estas palabras de su mujer, Villefort fijaba sobre el anciano una mirada más atenta que nunca. Cuando la señora de Villefort pronunció el nombre de Franz, los ojos de Noirtier se estremecieron, y dilatándose los párpados como hubieran podido hacerlo los labios para dejar salir una palabra, dejaron salir una chispa.

    El procurador del rey que conocía las antiguas enemistades políticas que habían existido entre su padre y el padre de Franz, comprendió este fuego y esta agitación; pero, sin embargo, disimuló, y volviendo a tomar la palabra donde la había dejado su mujer:

    -Señor -dijo-, es muy importante que, próxima como se encuentra Valentina a cumplir los diecinueve años, se piense en establecerla. No obstante, no os hemos olvidado en nuestras deliberaciones, y nos hemos asegurado de antemano de que el marido de Valentina aceptaría vivir, si no a nuestro lado, porque tal vez incomodaríamos a unos jóvenes esposos, al menos con vos, a quien tanto cariño profesa Valentina, cariño al que parecéis corresponder: es decir, que vos viviréis a su lado, de suerte que no perderéis ninguna de vuestras costumbres, con la diferencia de que tendréis a dos hijos en vez de uno, para que os cuiden.

    Los ojos de Noirtier se inyectaron en sangre.

    Algo espantoso debía pasar en el alma de aquel anciano, seguramente el grito del dolor y la cólera subía a su garganta, y no pudiendo estallar, le ahogaba, porque su rostro enrojecía y sus labios se amorataron.

    Villefort abrió tranquilamente una ventana, diciendo:

    -Mucho calor hace aquí, y este calor puede hacer daño al señor de Noirtier.

    Después volvió, pero ya no se sentó.

    -Este casamiento -añadió la señora de Villefort- es del agrado del señor d'Epinay y de su familia, que se compone solamente de un tío y de una tía. Su madre murió en el momento de darle a luz, y su padre fue asesinado en 1815, es decir, cuando el niño contaba dos años de edad; de consiguiente, esta boda depende de su voluntad.

    -Asesinato misterioso -dijo Villefort-, y cuyos autores han permanecido desconocidos, aunque las sospechas han parecido recaer sobre muchas personas.

    Noirtier hizo tal esfuerzo, que sus labios se contrajeron como para esbozar una sonrisa.

    -Ahora, pues -continuó Villefort-, los verdaderos culpables, los que saben que han cometido el crimen, aquellos sobre los cuales puede recaer durante su vida la justicia de los hombres y la justicia de Dios después de su muerte, serían felices en hallarse en nuestro lugar y tener una hija que ofrecer al señor Franz d'Epinay para apagar hasta la apariencia de la sospecha.

    Noirtier se había calmado con una rapidez que no era de esperar de aquella organización tan febril.

    -Sí, comprendo -respondió con la mirada a Villefort, y aquella mirada expresaba el desdén profundo y la cólera inteligente.

    Villefort, por su parte, respondió a esta mirada encogiéndose ligeramente de hombros.

    Luego hizo señas a la señora de Villefort de que se levantase.

    -Ahora, caballero -dijo la señora de Villefort-, recibid todos mis respetos. ¿Queréis que venga a presentaros los suyos Eduardo?

    Se había convenido que el anciano expresase su aprobación cerrando los ojos, su negativa cerrándolos precipitadamente y repetidas veces, y cuando miraba al cielo era que tenía algún deseo que expresar.

    Cuando quería llamar a Valentina cerraba solamente el ojo derecho.

    Si quería llamar a Barrois, el ojo izquierdo.

    A la proposición de la señora de Villefort, guiñó los ojos repetidas veces.

    La señora de Villefort se mordió los labios.

    -¿Queréis que os envíe a Valentina? ---dijo.

    -Sí -expresó el anciano al cerrar los ojos.

    Los señores de Villefort saludaron y salieron, dando en seguida la orden de que llamasen a Valentina.

    Transcurridos unos breves instantes, ésta entró en la habitación del señor Noirtier, con las mejillas aún coloradas por la emoción. No necesitó más que una mirada para comprender cuánto sufría su abuelo, cuántas cosas tenía que decirle.

    -¡Oh!, buen papá -exclamó-, ¿qué lo ha pasado?, ¿te han hecho enfadar?, estás enojado, ¿verdad?

    -Sí -dijo cerrando los ojos.

    -¿Contra quién?, ¿contra mi padre?, no; ¿contra la señora de Villefort?, ¿contra mí?

    -¡Contra mí! -exclamó Valentina asombrada.

    El anciano hizo señas de que sí.

    -¿Y qué lo he hecho yo, querido y buen papá? -exdamó Valentina.

    El anciano renovó las señas.

    Ninguna respuesta; entonces continuó la joven.

    -Yo no lo he visto hoy aún..., ¿te han contado algo de mí?

    -Sí -dijo la mirada del anciano con viveza.

    -Veamos. ¡Dios mío!, lo juro..., abuelito... ¡Ah!, los señores de Villefort acaban de salir, ¿no es verdad?

    -Sí.

    -¿Y son ellos los que han dicho esas cosas que tanto lo han enojado...? ¿Qué es...? ¿Quieres que se lo vaya a preguntar?

    -No, no -dijo la mirada.

    -¡Oh!, me asustas. ¡Qué han podido decirte, Dios mío! -y comenzó a reflexionar.

    -¡Ah!, ya caigo -dijo bajando la voz y acercándose al anciano-. ¿Han hablado tal vez de mi casamiento?

    -Sí -replicó la mirada enojada.

    -Comprendo; me reprochas mi silencio. ¡Oh!, mira, es porque me habían recomendado que no lo dijese nada; tampoco a mí me habían hablado de ello, y en cierto modo yo he sorprendido este secreto por indiscreción: he aquí por qué he sido tan reservada contigo. ¡Perdóname, mi buen papá Noirtier!

    No obstante, la mirada parecía decir:

    -No es tan sólo lo casamiento lo que me aflige.

    Continua
     
  2. mai^a

    mai^a My Garden

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    Re: ... de poetas, cuentos y leyendas

    Que hermosa!, el romero en poesía,
    no la conocía.

    :razz: Gracias por traerla KRYZALIDA
     
  3. mai^a

    mai^a My Garden

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    Re: ... de poetas, cuentos y leyendas

    [​IMG]

    El amor a la Patria

    Martes, 24


    Puesto que el cuento del Tamborcillo te ha conmovido, fácil te será
    escribir esta mañana la redacción sobre el tema del examen: «¿Por
    qué se ama a la Patria? ¿Por qué quiero a mi Patria?» ¿No se te han
    ocurrido en seguida cien respuestas? Amo a mi Patria porque mi madre
    ha nacido en ella, porque sangre suya es la que corre por mis venas,
    porque es la tierra donde están sepultados los muertos por los que
    reza mi madre y a los que venera mi padre, porque la ciudad donde he
    visto la luz, la lengua que hablo, los libros que me instruyen, mi hermano
    y mi hermana, mis compañeros, el pueblo del que formo parte, el bello
    paisaje que me rodea, cuanto veo, lo que amo, lo que estudio y lo que
    admiro pertenece a mi Patria.

    ¡Tú no puedes sentir todavía ese gran afecto en toda su intensidad! Lo
    sentirás cuando seas un hombre, cuando retornes a ella tras un largo
    viaje, después de una prolongada ausencia, y asomándote una mañana
    desde la cubierta del buque, contemples en el horizonte las grandes
    montañas a ules de tu país; entonces lo sentirás con el ímpetu de ternura
    que te llenará los ojos de lágrimas y te arrancará un grito.

    Lo advertirás en alguna gran ciudad lejana por el impulso del alma que,
    entre la desconocida multitud, te llevará hacia un trabajador desconocido,
    al que, pasando, le habrás oído decir alguna palabra en tu propia lengua.


    Lo sentirás en la dolorosa y profunda indignación que te hará subir la sangre
    a la cabeza, cuando de la boca de algún extranjero salgan expresiones
    injuriosas para la tierra que te vio nacer, y con mayor violencia y alteración
    todavía si la amenaza de un pueblo enemigo levanta una tempestad de fuego
    sobre tu Patria y veas el desasosiego por doquier, a los jóvenes que acuden
    en masa a tomar las armas, a los padres besar a sus hijos gritando: «¡Adiós!
    ¡Volved victoriosos!»

    Lo sentirás con insuperable júbilo si tuvieres la dicha de presenciar en tu
    ciudad los regimientos diezmados, cansados, con el uniforme destrozado,
    con aire terrible, con el brillo de la victoria en los ojos y las banderas
    atravesadas por las balas, seguidos por un número interminable de valientes
    que llevarán sus cabezas vendadas y brazos sin manos, entre una multitud
    enfervorecida por el entusiasmo, que los cubrirá de flores, de bendiciones y
    de besos. Entonces comprenderás lo que es el amor a la Patria, Enrique.


    La Patria es algo tan grande y sagrado, que si un día te viese regresar salvo
    y sano de una batalla en la que te hubieses hallado, por haberte escondido
    para conservar la vida, a pesar de ser carne de mi carne y alma de mi alma,
    yo, tu padre, que te recibo con tanta alegría cuando vuelves de la escuela,
    te acogería con la angustia de no poderte querer, y moriría con ese puñal
    clavado en el corazón.

    TU PADRE
     
  4. mai^a

    mai^a My Garden

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    Re: ... de poetas, cuentos y leyendas

    :razz: Que bella clau, todos los estadíos
     
  5. clause

    clause Claudia

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    Re: ... de poetas, cuentos y leyendas

    Si ,es una descripción preciosa!!:razz:
     
  6. clause

    clause Claudia

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    Re: ... de poetas, cuentos y leyendas

    :razz: :razz: :razz: :razz: Que verdad, realmente asi debe ser!
     
  7. clause

    clause Claudia

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    Re: ... de poetas, cuentos y leyendas

    Alejandro Dumas (Padre)
    El Conde de Montecristo

    Capítulo segundo

    La Pradera cercada
    Continuacion

    -¿Pues qué es? -preguntó la joven-, ¿tú crees tal vez que yo lo abandonaría, buen papá, y que mi casamiento me haría olvidadiza?

    -No -dijo el anciano.

    -¿Te han dicho entonces que el señor d'Epinay consentía en que permaneciésemos juntos?

    -Sí.

    -¿Por qué estás enojado, entonces?

    Los ojos del anciano tomaron una expresión de dulzura infinita.

    -Sí, comprendo -dijo Valentina-, porque me amas.

    El anciano hizo señas de que sí.

    -¡Y temes que sea desgraciada!

    -Sí.

    -¿Tú no quieres al señor Franz?

    Los ojos repitieron tres o cuatro veces:

    -No, no, no.

    -¡Entonces debes de sufrir mucho, buen papá!

    -Sí.

    -¡Pues bien!, escucha -dijo Valentina, arrodillándose delante de Noirtier, y pasándole sus brazos alrededor de su cuello-, yo también tengo un gran pesar, porque tampoco amo al señor Franz d'Epinay.

    Una expresión de alegría se reflejó en los ojos del anciano.

    -Cuando quise retirarme al convento, recuerda que te enfadaste mucho conmigo, ¿verdad?

    Los ojos del anciano se humedecieron.

    -¡Pues bien! -continuó Valentina-, sólo era para librarme de este casamiento, que causa mi desesperación.

    Noirtier estaba cada vez más conmovido.

    -¿También a ti te disgusta esta boda, abuelito? ¡Oh, Dios mío! Si tú pudieses ayudarme, abuelito, si los dos pudiésemos romper este proyecto. Pero no puedes hacer nada contra ellos; ¡tú, que tienes un espíritu tan vivo y una voluntad tan firme!, pero cuando se trata de luchar eres tan débil y aún más débil que yo. ¡Ay!, tú hubieras sido para mí un protector muy poderoso en los días de la fuerza y de la salud; pero hoy no puedes hacer más que comprenderme y regocijarte o afligirte conmigo; ésta es la última felicidad que Dios se ha olvidado de arrebatarme junto con las otras.

    Al oír estas palabras, hubo tal expresión de malicia y sagacidad en los ojos de Noirtier, que la joven creyó leer en ellos estas otras:

    -Te engañas, aún puedo hacer mucho por ti.

    -¿Puedes hacer algo por mí, abuelito? -dijo Valentina.

    -Sí.

    Noirtier levantó los ojos al cielo. Esta era la señal convenida entre él y Valentina cuando deseaba algo.

    -¿Qué quieres, querido papá? ¡Veamos!

    Valentina reflexionó un instante, y luego expresó en voz alta sus pensamientos a medida que iban acudiendo a su imaginación, y viendo que a todo respondía su abuelo ¡no!

    -Pues, señor -dijo-, recurramos al gran medio, soy una torpe.

    Entonces recitó una tras otra todas las letras del alfabeto, desde la A hasta la N, mientras que sus ojos interrogaban la expresión de los del paralítico: al pronunciar la N, Noirtier hizo señas afirmativas.

    -¡Ah! -dijo Valentina-, lo que deseáis empieza por la letra N, bien. Veamos qué letra ha de seguir a la N: na, ne, ni, no...

    -Sí, sí, sí -expresó el anciano.

    -¡Ah!, ¿conque es no?

    -Sí.

    La joven fue a buscar un gran diccionario, que colocó sobre un atril delante de Noirtier; abriólo, y cuando hubo visto fijar en las hojas la mirada del anciano, su dedo recorrió rápidamente las columnas de arriba abajo. Después de seis años que Noirtier había caído en el lastimoso estado en que se hallaba, la práctica continua le había hecho tan fácil este manejo, que adivinaba tan pronto el pensamiento del anciano como si él mismo hubiese podido buscar en el diccionario.

    A la palabra notario, Noirtier le hizo señas de que se parase.

    -Notario -dijo-, ¿quieres un notario, abuelito?

    -Sí -exclamó el paralítico.

    -¿Debe saberlo mi padre?

    -Sí.

    -¿Tienes prisa porque vayan en busca del notario?

    -Sí.

    -Pues entonces le enviaremos a llamar inmediatamente. ¿Es eso todo lo que quieres?

    -Sí.

    La joven corrió a la campanilla y llamó a un criado para suplicarle que hiciese venir inmediatamente a los señores de Villefort al cuarto de su padre.

    -¿Estás contento? -dijo Valentina-. Sí..., lo creo, bien..., ¡no era muy fácil de adivinar eso!

    Y Valentina sonrió mirando a su abuelo como lo hubiera hecho con un niño.

    El señor de Villefort entró, precedido de Barrois.

    -¿Qué queréis, caballero? -preguntó al paralítico.

    -Señor, mi abuelo desea que se mande llamar a un notario.

    Ante este deseo extraño a inesperado, el señor de Villefort cambió una mirada con el paralítico.

    -Sí -dijo este último con una firmeza que indicaba que con ayuda de Valentina y de su antiguo servidor, que sabía lo que deseaba, estaba pronto a sostener la lucha.

    -¿Pedís un notario? -repitió Villefort-. ¿Para qué?

    Noirtier no respondió.

    -¿Y para qué necesitáis un notario? -preguntó de nuevo Villefort.

    La mirada del paralítico permaneció inmóvil, y por consiguiente muda, lo cual quería decir: Persisto en mi voluntad.

    -¿Para jugarnos alguna mala pasada? -dijo Villefort-; no podía saber...

    -Pero, en fin -dijo Barroís, pronto a insistir con la perseverancia propia de los criados antiguos-, sí el señor desea que venga un notario, será porque tiene necesidad de él. Así, pues, voy a buscarle.

    Barrois no reconocía otro amo más que Noirtier, y no permitía nunca que su voluntad fuese contrariada.

    -Sí, quiero un notario --dijo el anciano, cerrando los ojos con una especie de desconfianza, y como si hubiese dicho:

    -Veamos si se me niega lo que pido.

    -Vendrá un notario, puesto que os empeñáis, pero yo me disculparé con él, y también tendré que disculparos a vos, porque la escena va a ser muy ridícula.

    -No importa -dijo Barrois-, yo voy a buscarle; -y el antiguo criado salió triunfante.

    En el instante en que salió Barrois, Noirtier miró a Valentina con aquel interés malicioso que anunciaba tantas cosas. La joven comprendió esta mirada y Villefort también, porque su frente se oscureció y sus cejas se fruncieron.

    Tomó una silla y se instaló en .el cuarto del paralítico. El anciano lo miraba con una perfecta indiferencia, pero había mandado a Valentina de reojo que no se inquietase y que se quedara también.

    Tres cuartos de hora después entró el criado con el notario.

    -Caballero -dijo Villefort, después de los primeros saludos-, os ha llamado el señor Noirtier de Villefort, a quien tenéis presente; una parálisis completa le ha quitado el uso de todos los miembros y de la voz, y nosotros solos, con gran trabajo, logramos entender algunas palabras de lo que dice.

    Noirtier dirigió a su nieta una mirada tan grave a imperativa, que la joven respondió al momento:

    -Caballero, yo comprendo todo cuanto dice mi abuelo.

    -Es cierto -añadió Barrois-, todo, absolutamente todo, como os decía cuando veníamos.

    -Permitid, caballero, y vos también, señorita -dijo el notario dirigiéndose a Villefort y Valentina-; es éste uno de esos casos en que el oficial público no puede proceder sin contraer una responsabilidad peligrosa. Lo primero que hace falta es que el notario quede convencido de que ha interpretado fielmente la voluntad del que le dicta. Ahora, pues, yo no puedo estar seguro de la aprobación de un cliente que no habla; y como no puede serme probado claramente el objeto de sus deseos o de sus repugnancias, mi ministerio es inútil y sería ejercido con ilegalidad.

    El notario dio un paso para retirarse; una sonrisa imperceptible de triunfo se dibujó en los labios del procurador del rey.

    Por su parte; Noirtier miró a su nieta con una expresión tal de dolor, que la joven detuvo al notario.

    -Caballero -dijo-, la lengua que yo hablo con mi abuelo se puede aprender fácilmente, y lo mismo que la comprendo yo, puedo enseñárosla en pocos minutos. Veamos, caballero, ¿qué necesitáis para quedar perfectamente convencido de la voluntad de mi abuelo?

    --Lo que el instrumento público requiere para ser válido -respondió el notario-; es decir, la certeza del consentimiento. Se puede estar enfermo de cuerpo, pero sano de espíritu.

    -Pues bien, señor, con dos señales, tendréis la seguridad de que mi abuelo no ha gozado nunca mejor que ahora de su completa inteligencia. El señor Noirtier, privado de la voz, del movimiento, cierra los ojos cuando quiere decir que sí, y los abre muchas veces cuando quiere decir que no. Ahora ya lo sabéis lo suficiente para entenderos con el señor Noirtier, probad.

    La mirada que lanzó el anciano a Valentina era tan tierna y expresaba tal reconocimiento, que fue comprendida aun por el notario.

    -¿Habéis entendido bien lo que acaba de decir vuestra nieta? -preguntó aquél.

    Noirtier cerró poco a poco los ojos y los volvió a abrir después de un momento.

    -¿Y aprobáis lo que se ha dicho?, es decir, ¿que las señales indicadas por ella son las que os sirven para expresar vuestro pensamiento?

    -Sí -dijo de nuevo el paralítico.

    -¿Sois vos quien me ha mandado llamar?

    -Sí.

    -¿Para hacer vuestro testamento?

    -Sí.

    -¿Y no queréis que yo me retire sin haberlo hecho?

    El anciano cerró vivamente y repetidas veces los ojos.

    -¡Pues bien!, caballero, ¿comprendéis ahora? -preguntó la joven-, ¿y descansará vuestra conciencia?

    Pero antes de que el notario pudiese responder, Villefort le llamó aparte.

    -Caballero -dijo--, ¿creéis que un hombre haya podido experimentar impunemente un choque físico tan terrible como el que experimentó el señor Noirtier de Villefort, sin que la parte moral haya recibido también una grave lesión?

    -No es eso precisamente lo que me inquieta, caballero -respondió el notario-; pero ¿cómo conseguiremos adivinar sus pensamientos, a fin de provocar las respuestas?

    -Ya veis que ello es imposible -dijo Villefort.

    Valentina y el anciano oían esta conversación. Noirtier fijó una mirada tan firme sobre Valentina, que esta mirada exigía evidentemente una respuesta.

    -Caballero -dijo la joven-, no os preocupéis por eso; por difícil que sea o que os parezca descubrir el pensamiento de mi abuelo, yo os lo revelaré de modo que desvanezca todas vuestras dudas. Ya hace seis años que estoy con el señor Noirtier, pues que os diga si durante ese tiempo ha tenido que guardar en su corazón alguno de sus deseos por no poder hacérmelo comprender.

    -No -respondió el anciano.

    -Probemos, pues -dijo el notario--, ¿aceptáis a esta señorita por intérprete?

    El paralítico respondió que sí.

    -Bien, veamos, caballero, ¿qué es lo que queréis de mí? ¿Qué clase de acto queréis hacer?

    Valentina fue diciendo todas las letras del alfabeto hasta llegar a la t.

    En esta letra la detuvo la elocuente mirada de Noirtier.

    -La letra t es la que pide el señor -dijo el notario-, está claro...

    -Esperad -dijo Valentina, y volviéndose hacia su abuelo-, también ta, te...

    El anciano la detuvo en la segunda de estas sílabas.

    Valentina tomó entonces el diccionario y hojeó las páginas a los ojos del notario, que atento lo observaba todo.

    -Testamento -señaló su dedo, detenido por la ojeada de Noirtier.

    -Testamento -exclamó el notario-, es evidente que el señor quiere testar.

    Sí -respondió el anciano.

    -Esto es maravilloso, caballero -dijo el notario a Villefort.

    -En efecto -replicó-, y lo sería asimismo ese testamento, porque yo no creo que los artículos se puedan redactar palabra por palabra, a no ser por mi hija. Ahora, pues, Valentina estará tal vez interesada en este testamento, para ser intérprete de las oscuras voluntades del señor Noirtier de Villefort.

    -¡No, no, no! -protestó con los ojos el señor Noirtier.

    -¡Cómo! -repuso el señor de Villefort-. ¿No está Valentina interesada en vuestro testamento?

    -No.

    -Caballero -dijo el notario, que maravillado de esta prueba se proponía contar a las gentes los detalles de este episodio pintoresco--; caballero, nada me parece más fácil ahora que lo que hace un momento consideraba imposible, y ese testamento será un testamento místico; es decir, previsto y autorizado por la ley, con tal que sea leído delante de siete testigos, aprobado por el testador delante de ellos y cerrado por el notario, siempre delante de ellos. Por lo que al tiempo se refiere, apenas durará más que un testamento ordinario; primero están las fórmulas, que siempre son las mismas; y en cuanto a los detalles, la mayor parte serán adivinados por el estado de los asuntos del testador y por vos, que habiéndolos administrado, los conoceréis. Sin embargo, por otra parte, para que esta acta permanezca inatacable, vamos a hacerlo con la formalidad más completa; uno de mis colegas me ayudará, y, contra toda costumbre, asistirá al acto. ¿Estáis satisfecho, caballero? -continuó el notario dirigiéndose al anciano.

    -Sí -respondió Noirtier, contento, al parecer, por haber sido comprendido.

    «¿Qué va a hacer? » pensó Villefort, a quien su elevada posición imponía mucha reserva, y que no podía adivinar las intenciones de su padre.

    Volvíóse para mandar llamar al segundo notario, pedido por el primero; pero Barrois, que todo lo había oído, y adivinado el deseo de su amo, había salido ya en su busca.

    El procurador del rey envió entonces a decir a su mujer que subiese.

    Al cabo de un cuarto de hora todo el mundo estaba reunido en el cuarto del paralítico, y el segundo notario había llegado.

    Con pocas palabras estuvieron los dos de acuerdo. Leyeron a Noirtier una fórmula de testamento; y para empezar, por decirlo así, el examen de su inteligencia, el primer notario, volviéndose hacia él, le dijo:

    -Cuando se otorga testamento es en favor o en perjuicio de alguna persona.

    -Sí -respondió Noirtier.

    -¿Tenéis alguna idea de la cantidad a que asciende vuestro caudal?

    -Sí.

    -Iré diciéndoos algunas cantidades en orden ascendente; ¿me detendréis cuando creáis que es la vuestra?

    -Sí.

    Había en este interrogatorio una especie de solemnidad; por otra parte, jamás fue tan visible la lucha de la inteligencia contra la materia; era un espectáculo curioso.

    Todos formaron un círculo alrededor de Noirtier; el segundo notario estaba sentado a una mesa, dispuesto a escribir; el primero, en pie, a su lado, interrogaba al anciano.

    -Vuestra fortuna pasa de trescientos mil francos, ¿no es verdad? -preguntó.

    Noirtier permaneció inmóvil.

    -¿Quinientos mil?

    La misma inmovilidad.

    -¿Seiscientos mil...?, ¿setecientos mil...?, ochocientos mil...?, ¿novecientos mil...?

    Noirtier hizo señas afirmativas.

    -¿Posee novecientos mil francos?

    -Sí.

    -¿Inmuebles?

    -No.

    -¿En escrituras de renta?

    Noirtier hizo señas afirmativas.

    -¿Están en vuestro poder estas inscripciones?

    Una mirada dirigida a Barrois hizo salir al antiguo criado, que volvió un instante después con una cajita.

    -¿Permitís que se abra esta caja? -preguntó el notario.

    Noirtier dijo que sí.

    Abrieron la caja y encontraron novecientos mil francos en escrituras.

    El primer notario pasó una tras otra cada escritura a su colega; la cuenta estaba cabalmente como había dicho Noirtier.

    -Esto es -dijo-; no se puede tener la cabeza más firme y despejada. -Y volviéndose luego hacia el paralítico:- ¿Conque -le dijo- poseéis novecientos mil francos de capital, que, del modo que están invertidos, deberán produciros cuarenta mil francos de renta?

    -Sí.

    -¿A quién deseáis dejar esa fortuna?

    -¡Oh! -dijo la señora de Villefort-, no cabe la menor duda; el señor Noirtier ama únicamente a su nieta, la señorita Valentina de Villefort; ella es quien le cuida hace seis años; ha sabido cautivar con sus cuidados asiduos el afecto de su abuelo, y casi diré su reconocimiento; justo es, pues, que recoja el precio de su cariño.

    Los ojos de Noirtier lanzaron miradas irritadas a la señora de ViIlefort por las intenciones que le suponía.

    -¿Dejáis, pues, a la señorita Valentina de Villefort los novecientos mil francos? -inquirió el notario persuadido de que ya no faltaba más que el asentimiento del paralítico para cerrar el acto.

    Valentina se había retirado a un rincón y lloraba, el anciano la miró un instante con la expresión de la mayor ternura; volviéndose después hacia el notario, cerró los ojos mochas veces de la manera más significativa.

    -¡Ah!, ¿no? -dijo el notario-; ¿conque no es a la señorita de Villefort a quien hacéis heredera universal?

    Noirtier hizo seña negativa.

    -¿No os engañáis? -exclamó el notario asombrado-; ¿decís que no?

    -No-repitió Noirtier-, no...

    Valentina levantó la cabeza; estaba asombrada, no por haber sido desheredada, sino por haber provocado el sentimiento que dicta ordinariamente semejantes actos.

    Pero Noirtier la miró con una expresión tal de ternura, que la joven exclamó:

    -¡Oh!, ¡mi buen padre!, bien lo veo, sólo me quitáis vuestra fortuna, pero reserváis pare mí vuestro corazón.

    -¡Oh!, sí, seguramente -dijeron los ojos del paralítico cerrándose con una expresión ante la cual Valentina no podía engañarse.

    -¡Gracias!, ¡gracias! -murmuró la joven.

    Sin embargo, esta negativa había hecho nacer en el corazón de la señora de Villefort una esperanza inesperada, y se acercó al anciano.

    -¿Entonces, será a vuestro nietecito Eduardo Villefort a quien dejáis vuestra fortuna, querido señor Noirtier? -inquirió la madre.

    El movimiento negativo de los ojos fue terrible, casi expresaba odio.

    -No -exclamó el notario-; ¿es a vuestro señor hijo, que está presente?

    -¡No! -repuso el anciano.

    Los dos notarios se miraron asombrados; Villefort y su mujer se sonrojaron, el uno de vergüenza, la otra de despecho.

    -Pero ¿qué os hemos hecho, padre? -dijo Valentina-, ¿no nos amáis ya?

    La mirada del anciano pasó rápidamente sobre su hijo y su nuera, y se fijó en Valentina con una expresión de ternura.

    -¡Entonces! -dijo ésta-; si me amas, veamos, padre mío, procure unir este amor a lo que haces en este momento. Tú me conoces, sabes que nunca he pensado en la fortuna. Además, aseguran que soy rica por parte de mi madre, demasiado rica tal vez; explícate, pues.

    Noirtier fijó su mirada ardiente sobre la mano de Valentina.

    -¿Mi mano? -dijo ella.

    -Sí -dijo.

    -¿Su mano? -repitieron todos los concurrentes, asombrados.

    -¡Ah!, señores, bien veis que todo es inútil, y que mi pobre padre está loco -dijo Villefort.

    -¡Oh! -exclamó de repente Valentina-, ¡ya comprendo!, mi casamiento, ¿no es verdad, buen padre mío?

    -Sí, sí, sí -repitió tres veces el anciano.

    -¿No lo agrada mi casamiento?, ¿es verdad?

    -Sí.

    -¡Pero eso es un absurdo! -dijo Villefort.

    -Disculpadme, caballero -dijo el notario-, todo esto que está ocurriendo es muy natural, y todos quedaremos perfectamente convencidos de la verdad.

    -¿No queréis que me case con el señor Franz d'Epinay?

    -No, no quiero -expresaron los ojos del anciano.

    -¿Y desheredaríais a vuestra nieta -exclamó el notario-, por efectuar una boda contra vuestro gusto?

    -Sí -respondió Noirtier.

    -¿De suerte que, a no ser por este casamiento sería vuestra heredera?

    -Sí.

    Hubo entonces un silencio profundo alrededor del anciano.

    Los dos notarios se consultaban; Valentina, con las manos juntas, miraba a su abuelo con singular dulzura; Villefort se mordía los labios; su mujer no podía reprimir un sentimiento de alegría que, a pesar suyo, se retrataba en su semblante.

    -Pero -dijo al fin Villefort rompiendo el silencio- creo que yo sólo soy dueño de la mano de mi hija, y quiero que se case con el señor Franz d'Epinay, y se casará.

    Valentina cayó llorando sobre un sillón.

    -Caballero -dijo el notario dirigiéndose al anciano-, ¿qué pensáis hacer de vuestro caudal, en caso de que la señorita Valentina contraiga matrimonio con el señor Franz?

    El anciano permaneció inmóvil.

    -No obstante, ¿dispondréis de él?

    -Sí -respondió Noirtier.

    -¿En favor de alguno de vuestra familia?

    -No.

    -¿En favor de los necesitados?

    -Sí.

    -Pero bien sabéis -dijo el notario- que la ley se opone a que despojéis enteramente a vuestros hijos.

    -Sí.

    -¿No dispondréis de la parte que os autoriza la ley?

    Noirtier permaneció inmóvil.

    -¿Continuáis con la idea de querer disponer de todo?

    -Sí.

    -Pero después de vuestra muerte impugnarán vuestro testamento.

    -No.

    --Mi padre me conoce, caballero -dijo el señor de Villefort-, sabe que su voluntad será sagrada para mí; por otra parte, se da cuenta de que en mi posición no puedo pleitear con los pobres.

    Los ojos de Noirtier expresaron triunfo.

    -¿Qué decís, caballero? -preguntó el notario a Villefort.

    -Nada, caballero; mi padre ha tomado esta resolución, y yo sé que no cambia nunca. Por consiguiente, debo resignarme. Estos novecientos mil francos saldrán de la familia para enriquecer los hospitales; pero jamás cederé ante un capricho de anciano, y obraré según mi voluntad.

    Aquel mismo día quedó cerrado el testamento; buscáronse testigos, fue aprobado por el anciano, firmado después en su presencia y archivado más tarde en casa del señor Deschamps, notario de la familia.
     
  8. clause

    clause Claudia

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    IV. DESPUÉS

    Después de aquella brava agonía,
    ya me resigno..., ¡sereno estoy!
    Yo, que con ella nada pedía,
    hoy, ya sin ella, sólo querría
    ser noble y bueno... ¡mientras me voy!

    Es un bendito nombre, que adoro,
    ser noble y bueno, y al expirar,
    poder decirme: "¡Nada atesoro:
    di toda mi alma, di todo mi oro,
    di todo aquello que pude dar!"

    Desnudo torno como he venido;
    cuanto era mío, mío no es ya:
    como un aroma me he difundido
    como una esencia me he diluido,
    y, pues que nada tengo ni pido,
    ¡Señor, al menos vuélvemela!


    Agosto 20 de 1912
    Amado Nervo
     
  9. clause

    clause Claudia

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    II. NADIE CONOCE EL BIEN

    Había un ángel cerca de mí,
    mas no le vi...
    Posó las plantas maravillosas
    entre las zarzas de mi erial, y
    yo, en tanto, estaba viendo otras cosas.

    Cuando, callado, tendió su vuelo
    y quedó al irse torvo mi cielo,
    mi vida huérfana, mi alma vacía,
    comprendí todo lo que perdía.

    Alcé los ojos despavorido,
    llamé al ausente con un gemido,
    plegó mis labios convulso gesto...

    Mas pronto el ángel dejó traspuesto,
    con vuelo de ímpetu soberano,
    las lindes negras del mundo arcano,
    y todo vano fué... ¡todo vano!

    ¡Quién del espacio devuelve un ave!
    ¡Qué imán atrae a un dios ya ido!
    Dice el proloquio que nadie sabe
    el bien que tiene... ¡sino perdido!


    Abril 27 de 1912
    Amado Nervo
     
  10. clause

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    José Amado Ruiz de Nervo; Tepic, Nayarit, 1870 - Montevideo, 1919) Poeta mexicano. Hizo sus primeros estudios en el Colegio de Jacona, pasando después al Seminario de Zamora, en el Estado de Michoacán, donde permaneció desde 1886 hasta 1891.

    Los problemas económicos que atenazaron a su familia, un hogar de clase media venido a menos, le forzaron a dejar inconclusos sus estudios eclesiásticos, sin que pueda descartarse por completo la idea de que su decisión fuera también influida por sus propias inclinaciones.

    En cualquier caso, siguió alentando en su interior una espiritualidad mística, nacida sin duda en estos primeros años, que empapa la producción lírica del poeta, en la que medita, fundamentalmente, sobre la existencia humana, sus problemas, sus conflictos y sus misterios, el eterno dilema de la vida y la muerte.

    Abandonados pues los estudios, empezó a ejercer el periodismo, profesión que desarrolló primero en Mazatlán, en el Estado de Sinaloa, y más tarde en la propia Ciudad de México, a donde se trasladó temporalmente en 1894. Sus colaboraciones aparecieron en la Revista Azul. Junto a su amigo Jesús E. Valenzuela, fundó la Revista Moderna. Estas dos publicaciones fueron el resultado de las ansias e impulsos modernistas que aparecieron, en aquella época, en todos los rincones de la Latinoamérica literaria y artística.

    En 1900, el diario El Imparcial lo envió como corresponsal a la Exposición Universal de París, donde residiría durante de dos años. Entabló allí conocimiento y amistad con el gran poeta nicaragüense Rubén Darío, quien más tarde diría de Nervo: "se relacionó también con el grupo de literatos y artistas parnasianos y modernistas, completando de ese modo su formación literaria."

    Todos los estudiosos parecen estar de acuerdo en afirmar que adoptó los principios y la filosofía del Parnaso, grupo de creadores franceses que intentaba reaccionar contra la poesía utilitaria y declamatoria, tan en boga por aquel entonces, rechazando también un romanticismo lírico en el que los sentimientos, las encendidas pasiones y las convicciones íntimas de los autores, interfiriendo en su producción literaria, impedían, a su entender, el florecimiento de la belleza artística pura.
    En París conoció a la que iba a ser la mujer de su vida, Ana Cecilia Luisa Dailliez, con la que compartió su vida más de diez años, entre 1901 y 1912, y cuyo prematuro fallecimiento fue el doloroso manantial del que emanan los versos de La amada inmóvil, que no vio la luz pública hasta después de la muerte del poeta, prueba de que éste consideraba su obra como parte imprescindible de su más dolorosa intimidad. Su Ofertorio supone, sin ningún género de duda, uno de los momentos líricos de mayor emoción, una de las joyas líricas más importantes de toda su producción poética.

    Cuando regresó a México, tras aquellos años decisivos para su vida y su formación literaria y artística, ejerció como profesor en la Escuela Nacional Preparatoria, hasta que fue nombrado inspector de enseñanza de la literatura. En 1906, por fin, ingresó en el servicio diplomático mexicano y se le confiaron distintas tareas en Argentina y Uruguay, para ser finalmente designado secretario segundo de la Legación de México en España.

    En 1918 recibió el nombramiento de ministro plenipotenciario en Argentina y Uruguay, el que iba a ser su último cargo, pues, un año después, en 1919, Amado Nervo moría en Montevideo, la capital uruguaya, donde había conocido a Zorrilla San Martín, notable orador y ensayista con el que trabó estrecha amistad y que, a decir de los estudiosos, influyó decisivamente en el acercamiento a la iglesia Católica que realizó el poeta en sus últimos momentos, un acercamiento que tiene todos los visos de una verdadera reconciliación.
     
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    clause Claudia

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    Re: ... de poetas, cuentos y leyendas

    PERLAS NEGRAS - XLII

    Yo también, cual los héroes medievales
    que viven con la vida de la fama,
    luché por tres divinos ideales:
    ¡por mi Dios, por mi Patria y por mi Dama!

    Hoy que Dios ante mí su faz esconde,
    que la Patria me niega su ternura
    de madre, y que a mi acento no responde
    la voz angelical de la Hermosura,

    rendido bajo el peso del destino
    esquivando el combate, siempre rudo,
    heme puesto a la vera del camino,
    resuelto a descansar sobre mi escudo.

    Quizá mañana, con afán contrario,
    ajustándome el casco y la loriga,
    de nuevo iré tras el combate diario,
    exclamando: ¡Quién me ame que me siga!

    ...Mas hoy dejadme, aunque a la gloria pese,
    dormir en paz sobre mi escudo roto;
    dejad qu'en mi redor el ruido cese,
    que la brisa noctívaga me bese
    y el Olvido me de su flor de Loto...



    Amado Nervo, 1898
     
  12. clause

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    Alejandro Dumas (Padre)
    El Conde de Montecristo

    Cuarta Parte

    Capítulo tercero

    El telégrafo y el jardín

    Al volver a su casa el señor y la señora de Villefort supieron que el señor conde de Montecristo había ido a hacerles una visita, y les aguardaba en el salón. La señora de Villefort, demasiado conmovida para entrar de repente, pasó a su tocador, mientras que el procurador del rey, más seguro de sí mismo, se dirigió inmediatamente al salón.

    Por dueño que fuese de sus sensaciones, por bien que supiera componer su rostro, el señor de Villefort no pudo apartar del todo la nube que oscurecía su semblante, y el conde de Montecristo no pudo menos de reparar en su aire sombrío y pensativo.

    -¡Oh, Dios mío! -dijo Montecristo después de los primeros saludos-; ¿qué os ocurre, señor de Villefort?, ¿he llegado tal vez en el momento en que extendíais alguna sentencia de muerte?

    Villefort trató de sonreírse.

    -No, señor conde -dijo-, aquí no hay más víctima que yo; esta vez he perdido el pleito, y todo por una casualidad, una locura, una manía.

    -¿Qué queréis decir? -preguntó Montecristo con interés perfectamente fingido-. ¿Os ha sucedido en realidad alguna desgracia grave?

    -¡Oh, señor conde! -dijo Villefort con una tranquilidad llena de amargura-, no vale la pena hablar de ello; ¡oh!, no ha sido nada, una simple pérdida de dinero.

    -En efecto -respondió Montecristo-, una pérdida de dinero es poca cosa para una fortuna como la que poseéis, y para un talento filosófico y elevado como el vuestro.

    -Por consiguiente -respondió Villefort-, no es la pérdida de dinero lo que me preocupa, aunque después de todo, novecientos mil francos bien merecen ser llorados, o por lo menos causar un poco de despecho a la persona que los pierde. Pero, sobre todo, lo que más me enoja es la casualidad, la fatalidad; no sé cómo llamar al poder que dirige el golpe que me hiere y destruye mis esperanzas de fortuna tal vez, y el porvenir de mi hija por un capricho de anciano...

    -¡Cómo...!, ¿qué decís? -exclamó el conde-: ¿Novecientos mil francos habéis dicho? ¡Oh!, esa suma merece ser llorada incluso por un filósofo. ¿Y quién os causa ese pesar?

    -Mi padre, de quien ya os he hablado.

    -¡El señor Noirtier! Pero vos me habíais dicho, si mal no recuerdo, que tanto él como todas sus facultades estaban completamente paralizadas.. .

    -Sí, sus facultades físicas, porque no puede moverse; no puede hablar, y sin embargo, piensa, desea, obra, como veis. Hace cinco minutos me he separado de él, y ahora mismo está ocupado en dictar su testamento a dos notarios.

    -¿Pero ha hablado?

    -No, pero se hace comprender.

    -¿Pues cómo?

    -Por medio de la mirada; sus ojos han seguido viviendo, y bien lo veis, son capaces de matar.

    -Amigo mío -dijo la señora de Villefort, que acababa de entrar-, tal vez exageráis la situación.

    -Señora... -dijo el conde inclinándose.

    La señora de Villefort saludó al conde con la más amable de sus sonrisas.

    -¿Pero qué es lo que dice el señor de Villefort -preguntó Montecristo-, y qué desgracia incomprensible...?

    -¡Incomprensible, ésa es la palabra! -repuso el procurador del rey encogiéndose de hombros-; un capricho de anciano.

    -¿No hay medio de hacerle revocar esa decisión?

    -Desde luego -dijo la señora de Villefort-; y aún diré que depende de mi marido el que ese testamento, en lugar de ser hecho en favor de los pobres, lo hubiera sido en favor de Valentina.

    El conde adoptó un aire distraído y miró con la más profunda atención y con la aprobación más marcada a Eduardo, que derramaba tinta en el bebedero de los pájaros.

    -Querida -dijo Villefort respondiendo a su mujer-, bien sabéis que a mi no me gusta dármelas de patriarca, y que jamás he creído que la suerte del universo dependiese de un movimiento de mi cabeza. Sin embargo, importa que mis decisiones sean respetadas en mi familia, y que la locura de un anciano y el capricho de una niña no destruyan un proyecto que llevo en la mente desde hace muchos años. El barón d'Epinay era mi amigo, y una alianza con su hijo sería muy conveniente.

    -¿No creéis -dijo la señora de Villefort- que Valentina está de acuerdo con él...?; en efecto..., siempre ha sido opuesta a ese casamiento, y no me admiraría que todo lo que acabamos de presenciar fuese un plan concertado entre ellos.

    -Señora -dijo Villefort-, creedme, no se renuncia tan fácilmente a una fortuna de novecientos mil francos.

    -Renunciaba al mundo, caballero, puesto que hace un año quería entrar en un convento.

    -No importa -repuso Villefort-, os repito que esa boda se efectuará, señora.

    -¿A pesar de la voluntad de vuestro padre? ---dijo la señora de Villefort, atacando otra cuerda-, ¡eso es muy grave!

    Montecristo hacía como que no escuchaba, y sin embargo, no perdía palabra de lo que se decía.

    -Señora -repuso Villefort, puedo decir que siempre he respetado a mi padre, porque al sentimiento natural de la descendencia iba unido en mi el convencimiento de la superioridad moral, porque, después de todo, un padre es sagrado bajo dos aspectos: sagrado como nuestro creador, sagrado como nuestro dueño; pero hoy debo renunciar a reconocer inteligencia en el anciano que, por un simple recuerdo de odio contra el padre, persigue así al hijo; sería, pues, ridículo para mí conformar mi conducta a sus caprichos. Continuaré respetando al señor Noirtier. Sufriré sin quejarme el castigo pecuniario que me impone; pero permaneceré firme en mi voluntad, y el mundo apreciará de parte de quién estaba la razón. En fin, yo casaré a mi hija con el barón Franz d'Epinay, porque es, a mi juicio, bueno, y sobre todo porque ésta es mi voluntad.

    -¿Conque -dijo el conde, cuya aprobación había solicitado con una mirada el procurador del rey-; conque el señor Noirtier deshereda a la señorita Valentina porque se va a casar con el señor barón Franz d'Epinay?

    -¡Oh!, sí, sí, señor; ésa es la razón -dijo Villefort encogiéndose de hombros.

    -La razón aparente, al menos -añadió la señora de Villefort.

    -La razón real, señora. Creedme, yo conozco a mi padre.

    -¿Cómo se concibe eso? -respondió la señora-; ¿en qué puede desagradar el señor d'Epinay al señor Noirtier?

    -En efecto -dijo el conde-, he conocido al señor Franz d'Epinay: el hijo del general Quesnel, ¿no es verdad que fue hecho barón d'Epinay por el rey Carlos X?

    -¡Exacto! -repuso Villefort.

    -¡Pues bien...!, ¡creo que es un joven muy simpático!

    -¡Oh!, estoy segura de que eso no es más que un pretexto --dijo la señora de Villefort-; los ancianos son muy tercos, ¡y el señor Noirtier no quiere que su nieta se case!

    -Pero -dijo Montecristo-, ¿no sabéis la causa de ese odio? .

    -¡Oh!, ¿quién puede saber...?

    -¿Alguna antipatía política tal vez...?

    -En efecto, mi padre y el señor d'Epinay han vivido en tiempos revueltos, de que yo no he visto más que los últimos días -dijo Villefort.

    -¿No era bonapartista vuestro padre? -preguntó Montecristo-. Creo recordar que vos me dijisteis algo por el estilo.

    -Mi padre ha sido jacobino ante todo -repuso Villefort-, y la túnica de senador que le puso sobre los hombros Napoleón, no hacía más que disfrazar al antiguo revolucionario, aunque sin cambiarle. Cuando mi padre conspiraba, no era por el emperador, era contra los Borbones.

    -¡Pues bien! -dijo el conde-; eso es, el señor Noirtier y el señor d'Epinay se habrán encontrado en esas trifulcas políticas. El general d'Epinay, aunque sirvió a Napoleón, tenía en el fondo del corazón sentimientos realistas, y fue asesinado una noche al salir de un club de partidarios de Napoleón, adonde le habían atraído con la esperanza de encontrar en él un hermano.

    Villefort miró al conde con terror.

    -¿Estoy, acaso, equivocado? -dijo Montecristo.

    -No, caballero -dijo la señora de Villefort-, y ésa, al contrario, es la causa por la que el señor de Villefort ha querido que se amasen dos hijos cuyos padres se habían aborrecido.

    -¡Sublime idea...! -dijo Montecristo-,idea llena de caridad y

    que debía ser aplaudida por el mundo. En efecto, sería hermoso ver llamar a la señorita Noirtier de Villefort, señora Franz d'Epinay.

    Villefort se estremeció y miró al conde como si hubiese querido leer en el fondo de su corazón la intención que había dictado las palabras que acababa de pronunciar.

    Pero el conde conservó su bondadosa sonrisa en los labios, y tampoco esta vez, a pesar de la profundidad de sus miradas, pudo el procurador del rey traspasar su epidermis.

    -Así, pues -repuso Villefort-, aunque sea una gran desgracia para Valentina el perder los bienes de su abuelo, no pienso que por eso se desbarate esa boda; no lo creo, dado el carácter del señor d'Epinay: tal vez conozca el sacrificio que yo he hecho por cumplir su palabra, calculará que Valentina es rica por su madre y por el señor y la señora de Saint-Merán, sus abuelos maternos, que la aman tiernamente, amor al que mi hija, a su vez, corresponde.

    -Y bien merecen ser amados -dijo la señora de Villefort-; además, van a venir a París dentro de un mes a lo sumo, y Valentina, después de tal afrenta, tendrá que refugiarse, como lo ha hecho hasta aquí, al lado del señor Noirtier.

    El conde escuchaba complacido la voz contraria de estos amores propios heridos, y de estos intereses destruidos.

    -Pero yo opino -dijo Montecristo tras una pausa-, y os pido perdón de antemano por lo que voy a deciros; yo opino que si el señor Noirtier deshereda a la señorita de Villefort por querer ésta casarse con un joven a cuyo padre él ha detestado, no tiene que echar en cara lo mismo al pobre Eduardito.

    -Tenéis razón, caballero -exclamó la señora de Villefort con una entonación imposible de describir-; eso es injusto, odiosamente injusto; ese pobre Eduardo tan nieto es del señor Noirtier como Valentina, y con todo, si Valentina no se casase con el señor d'Epinay, el señor Noirtier le dejaría toda su fortuna; además, Eduardo lleva también el nombre de la familia, lo cual no impide que de todos modos Valentina sea tres veces más rica que él. El conde seguía escuchando muy atento.

    -Mirad -dijo Villefort-, mirad, señor conde, dejemos esas pequeñeces de familia; sí, es verdad, mi caudal aumentará la renta de los pobres, que son ahora los verdaderos ricos. Mi padre me habrá frustrado una legítima esperanza, sin razón; pero yo habré obrado como un hombre de gran corazón. El señor d'Epinay, a quien yo había prometido esta suma, la recibirá, aunque para ello tuviera que imponerme las mayores privaciones.

    -No obstante -repuso la señora de Villefort volviendo a la única idea que bullía en su corazón-, tal vez sería mejor confiar este suceso al señor d'Epinay, y que volviese de su palabra.

    -¡Oh!, ¡sería una gran desgracia! -exclamó Villefort.

    -¡Una gran desgracia! -repitió Montecristo.

    -Sin duda -repuso Villefort-; un casamiento desbaratado, y por razones pecuniarias, favorece muy poco a una joven; luego volverían a nacer antiguos rumores que yo quería apagar. Pero no, no sucederá tal cosa; el señor d'Epinay, si es honrado, se verá más comprometido que antes con motivo de la desherencia; si no, obraría como un avaro: no, ¡es imposible!

    -Yo soy del mismo parecer que el señor de Villefort -dijo el señor de Montecristo fijando su mirada en la señora de Villefort-; y si fuese bastante amigo vuestro para daros un consejo, os invitaría, puesto que el señor d'Epinay va a volver pronto, a anudar ese asunto de modo que fuese imposible desatarlo; le comprometería de tal manera, que no tuviese más remedio que acceder a los deseos del señor de Villefort.

    Este último se levantó, transportado de una visible alegría, mientras que su mujer palidecía ligeramente.

    -Bien -dijo-; eso es todo lo que yo pedía, y me alegraría infinito ser tan buen consejero como vos -dijo, presentando la mano a Montecristo-. Así, pues, que todos consideren lo que ha sucedido hoy, como si nada hubiera pasado: nada se ha modificado en nuestros proyectos.

    -Caballero -dijo el conde-, el mundo, por injusto que sea, sabrá apreciar como es debido vuestra resolución, os respondo de ello; vuestros amigos se enorgullecerán, y el señor d'Epinay, aunque tuviese que tomar sin dote a la señorita de Villefort, tendrá un gran placer de entrar en una familia que sabe elevarse a la altura de tales sacrificios para cumplir su palabra y su deber.

    Y al acabar de pronunciar estas palabras se había levantado y se disponía a partir.

    -¿Nos dejáis ya, señor conde? -preguntó la señora de Villefort.

    -Es necesario, señora; venía sólo a recordaros vuestra promesa: hasta el sábado.

    -¿Temíais que la hubiese olvidado?

    -Sois demasiado buena, pero el señor de Villefort tiene a veces tan graves y tan urgentes ocupaciones...

    -Mi marido ha dado su palabra, caballero -dijo la señora de Villefort-; bien veis que la cumple aun cuando sea en perjuicio suyo; ¿cómo no la cumpliría cuando con ello sale ganando?

    -¿Y será la reunión Campos Elíseos?

    -No -dijo Montecristo-, y por eso tendrá más mérito vuestra asistencia. Será en el campo.

    -¿En el campo?

    -Sí.

    -¿Y dónde?, cerca de París, supongo.

    -A media milla de la barrera, en Auteuil.

    -¡En Auteuil! -exclamó Villefort-. ¡Ah!, ¡es verdad!, mi mujer me ha dicho que vivíais allí algunas veces, puesto que teníais una preciosa casa. ¿Y en qué sitio?

    -En la calle de La Fontaine.

    -¿Calle de La Fontaine? -repuso el procurador del rey con voz ahogada-; ¿y en qué número?

    -En el 28.

    -¡Oh...! -exclamó Villefort-. ¿Entonces es a vos a quien han vendido la casa del señor de Saint-Merán?

    -¿Del señor de. Saint-Merán? -inquirió Montecristo-. ¿Pertenecía esa casa al señor de Saint-Merán?

    -Sí -repuso la señora de Villefort-; ¿y creeréis una cosa, señor conde?

    -¿Qué?

    -Encontráis linda esa casa, ¿no es verdad?

    -Encantadora.

    -Pues bien, mi marido no ha querido habitarla nunca.

    -¡Oh! -repuso Montecristo-; en verdad, caballero, es una prevención cuya causa no puedo adivinar.

    -No me gusta vivir en Auteuil -respondió el procurador del rey haciendo un grande esfuerzo por dominarse.

    -Pero no seré tan desgraciado --dijo con inquietud Montecristo- que esa antipatía me prive de la dicha de recibiros.

    -No, señor conde..., así lo espero..., creed que haré todo cuanto pueda -murmuró Villefort.

    -¡Oh! -repuso Montecristo-, no admito excusas. El sábado a las seis os espero; y si no vais, creeré..., ¿qué sé yo...? Que hay acerca de esa casa inhabitada después de veinte años..., alguna lúgubre tradición, alguna sangrienta leyenda.

    Villefort dijo vivamente:

    -Iré, señor conde, iré.

    -Gracias -dijo Montecristo-. Ahora es preciso que me permitáis despedirme de vos.

    -En efecto, habéis dicho que era necesario que nos dejaseis -dijo

    -preguntó Villefort- en vuestra casa de los la señora de Villefort-. Y creo que ibais a decirnos la causa de vuestra marcha repentina.

    -En verdad, señora -dijo Montecristo-, no sé si me atreveré a deciros dónde voy.

    -¡Bah! No temáis.

    -Pues voy a visitar una cosa que me ha hecho pensar horas enteras.

    -¿El qué?

    -Un telégrafo óptico.

    -¡Un telégrafo! -repitió entre curiosa y asombrada la señora de Villefort.

    -Sí, sí, un telégrafo. Varias veces he visto en un camino sobre un montón de tierra, levantarse esos brazos negros semejantes a las patas de un inmenso insecto, y nunca sin emoción, os lo juro, porque pensaba que aquellas señales extrañas hendiendo el aire con tanta precisión, y que llevaban a trescientas leguas la voluntad desconocida de un hombre sentado delante de una mesa, a otro hombre sentado en el extremo de la línea delante de otra mesa, se dibujaban sobre el gris de las nubes o el azul cielo, sólo por la fuerza del capricho de aquel omnipotente jefe; entonces creía en los genios, en las sílfides, en fin, en los poderes ocultos, y me reía. Ahora bien, nunca me habían dado ganas de ver de cerca a aquellos inmensos insectos de vientres blancos, y de patas negras y delgadas, porque temía encontrar debajo de sus alas de piedra al pequeño genio humano pedante, atestado de ciencia y de magia. Pero una mañana me enteré de que el motor de cada telégrafo era un pobre diablo de empleado con mil doscientos francos al año, ocupado todo el día en mirar, no al cielo, como un astrónomo, ni al agua, como un pescador, ni al paisaje, como un cerebro vacío, sino a su correspondiente insecto, blanco también de patas negras y delgadas, colocado a cuatro o cinco leguas de distancia. Entonces sentí mucha curiosidad por ver de cerca aquel insecto y asistir a la operación que usaba para comunicar las noticias al otro.

    -¿De modo que vais allá ahora?

    -Sí.

    -¿A qué telégrafo? ¿Al del ministerio del Interior o al del Observatorio?

    -¡Oh!, no; encontraría en ellos personas que me querrían obligar a comprender cosas que yo quiero ignorar, y me explicarían a mí pesar un misterio que ellos mismos ignoran. ¡Diablo!, quiero conservar las ilusiones que tengo aún sobre los insectos; bastante es el haber perdido las que tenía sobre los hombres. No iré, pues, al telégrafo del ministerio del Interior, ni al del Observatorio. Lo que deseo ver es el

    telégrafo del campo, para encontrar en él a un hombre honrado petrificado en su torre.

    -Sois un personaje realmente singular -dijo Villefort.

    -¿Qué línea me aconsejáis que estudie?

    -Aquella de la que más se ocupan todos hasta ahora.

    -¡Bueno!, de la de España, ¿eh?

    -Exacto.

    -¿Queréis una carta del ministro para que os expliquen. .. ?

    -No -dijo Montecristo-, porque os repito que no quiero comprender nada. Tan pronto como comprenda algo, ya no habrá telégrafo, no habrá más que una señal del señor Duchatel o del señor Montivalet transmitida al prefecto de Bayona en dos palabras griegas: telé-graphos. El insecto de la palabra espantosa es lo que yo quiero conservar en toda su pureza y en toda mi veneración.

    -Marchaos, entonces, porque dentro de dos horas, será de noche y no veréis nada.

    -¡Diablo!, ¡me asustáis!, ¿cuál es el más próximo?

    -El del camino de Bayona.

    -¡Bien, sea el del camino de Bayona!

    -El de Chatillón.

    -¿Y después del de Chatillón?

    -El de la torre de Monthery, me parece.

    -¡Gracias!, hasta la vista; el sábado os contaré mis impresiones.

    A la puerta encontróse el conde con los dos notarios que acababan de desheredar a Valentina, y que se retiraban, encantados de haber extendido un acta de tal especie que no podía menos de hacerles mucho honor.

    El conde de Montecristo no fue, como había dicho aquella tarde, a visitar el telégrafo; pero la mañana siguiente salió por la barrera del Infierno, tomó el camino de Orleáns, pasó el pueblo de Linas sin detenerse en el telégrafo, que precisamente en el momento en que pasaba el conde hacía mover sus largos y descarnados brazos, y llegó a la torre de Monthery, situada, como es sabido, en el punto más elevado de la llanura de este nombre.

    Al pie de la colina, el conde echó pie a tierra, y por un pequeño sendero de dieciocho pulgadas de ancho, empezó a subir la montaña; así que hubo llegado a la cima, se encontró detenido por un vallado sobre el cual los frutos verdes habían sucedido a las flores sonrosadas y blancas.

    Montecristo buscó la puerta del pequeño jardín, y no tardó en hallarla. Consistía ésta en una especie de enrejado de madera, que rodaba sobre goznes de mimbre, y cerrada por medio de un clavo y de un bramante bastante grueso. En un instante quedó el conde enterado del mecanismo, y la puerta se abrió.

    Encontróse entonces en un jardincito de veinte pies de largo por doce de ancho, limitado a un lado por la parte de cerca en la cual estaba colocada la ingeniosa máquina que hemos descrito bajo el nombre de puerta; y el otro por la antigua torre cubierta de musgo, de hiedra y de alhelíes silvestres.

    Nadie hubiera creído al verla tan florecida que podría contar tantos dramas terribles, si uniese una voz a los oídos amenazadores que un antiguo proverbio atribuye a las paredes.

    Recorríase este jardín siguiendo una calle de árboles cubierta de arena roja. Esta calle tenía la forma de un 8, y daba vueltas enlazándose de modo que en un jardín de veinte pies formaba un paseo de sesenta. jamás fue honrada Flora, la risueña y fresca diosa de los jardineros latinos, con un culto tan minucioso y tan puro como lo era el que le rendían en este jardincito.

    Efectivamente, de veinte rosales que brotaban en el jardín, de cuyas hojas no había una que no llevase señal de las picaduras de los moscones, ni siquiera una planta que no estuviese dañada por los pulgones o insectos que asolan y roen las plantas que nacen sobre un terreno húmedo, no era, sin embargo, humedad lo que faltaba a este jardín; la tierra negra, el opaco follaje de los árboles lo denotaban bien; por otra parte la humedad ficticia hubiera suplido pronto a la humedad natural, gracias a un pequeño estanque redondo lleno de agua encenagada que había en uno de los ángulos del jardín, y en el cual permanecían constantemente sobre una capa de verdín, una rana y un sapo, que, sin duda por la contrariedad de humor, se volvían continuamente la espalda en los dos puntos opuestos del círculo del estanque.

    Por otra parte, no se veía una hierba en la calle de árboles, ni un mal retoño parásito; y sin embargo, sería imposible cuidar aquel jardín con más esmero del que lo hacía su dueño, hasta entonces invisible.

    Montecristo se detuvo, después de haber sujetado la puerta con el clavo y la cuerda, y abarcó de una mirada toda la propiedad.

    De repente tropezó con un bulto oculto detrás de una especie de matorral; este bulto se levantó dejando escapar una exclamación que denotaba asombro, y Montecristo se encontró frente a un buen hombre que representaba unos cincuenta años y que recogía fresas, las cuales iba colocando sobre hojas de parra.

    Tenía doce hojas de parra y casi el mismo número de fresas.

    Continua
     
  13. mai^a

    mai^a My Garden

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    Re: ... de poetas, cuentos y leyendas


    El que ha hecho mejor la composición sobre la Patria ha sido Derossi.
    Y Votini, que creía seguro el primer premio! Yo quería mucho a Votini,
    aunque es algo vanidoso y presumido; pero me disgusta ahora que
    estoy con él en el banco ver cómo envidia a Derossi. Y estudia para
    competir con él; pero no puede en manera alguna, porque el otro le
    da cien vueltas en todas las asignaturas, y a Votini se le ponen los
    dientes largos. También siente envidia de Carlos Nobis; pero éste tiene
    tanto orgullo, que la misma soberbia no le deja descubrir. Votini, por el
    contrario, se traiciona, se queja de las notas en su casa y dice que el
    maestro comete injusticias; y cuando Derossi responde a las preguntas
    tan pronto y tan bien como siempre, él pone la cara hosca, baja la
    cabeza, finge no oír y se esfuerza por reír, pero con la risa del conejo.

    Y como todos lo saben, en cuanto el maestro alaba a Derossi todos
    se vuelven a mirar a Votini que traga veneno, y el albañilito le hace la
    muecade hocico de liebre. Esta mañana, por ejemplo, lo ha demostrado.
    El maestro entró en la escuela y anunció el resultado de los exámenes:
    -Derossi: diez y la primera medalla.

    -Votini estornudó. El maestro le miró, porque la cosa estaba bien clara.

    -Votini -le dijo-, no dejes que se apodere de ti la serpiente de la envidia:
    es una serpiente que roe el cerebro y corrompe el corazón.

    Todos le miraron, menos Derossi. Votini quiso responder y no pudo;
    quedó como petrificado y con el semblante pálido. Después, mientras el
    maestro daba la lección, se puso a escribir, en gruesos caracteres, en
    una hoja: «Yo no tengo envidia de los que ganan la primera medalla por
    enchufe y con injusticia. » Este papel quería mandárselo a Derossi. Pero
    entretanto observé que los que estaban junto a Derossi tramaban algo
    entre sí y se hablaban al oído, y uno hacía con el cortaplumas una medalla
    de papel, sobre la cual habían dibujado una serpiente negra. Votini no
    advirtió nada. El maestro salió por breves momentos. En seguida, los que
    estaban junto a Derossi se levantaron para salir del banco y presentar
    solemnemente la medalla de papel a Votini. Toda la clase se preparaba
    para presenciar una escena desagradable. Votini estaba temblando.
    Derossi gritó:

    -¡Dádmela!

    -Sí, es mejor -respondieron los demás-; tú eres el que debe llevársela.

    Derossi recogió la medalla y la hizo mil pedazos. En aquel momento volvió
    el maestro y se reanudó la clase. Yo no quitaba ojo a Votini, que estaba
    rojo de vergüenza. Tomó el papel despacito, como si lo hiciese
    distraídamente, lo hizo mil dobleces a escondidas, se lo puso en la boca,
    lo mascó un poco y después lo echó debajo del banco. Al salir de la escuela
    y pasar por delante de Derossi, Votini, que estaba un poco confuso, dejó
    caer el arrugado papel. Derossi, siempre noble, lo recogió y se lo puso en la
    cartera, ayudándole a abrocharse el cinturón. Votini no se atrevió a levantar
    la cabeza.
     
  14. clause

    clause Claudia

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    Re: ... de poetas, cuentos y leyendas

    Otra profunda verdad!:razz: :5-okey:
     
  15. clause

    clause Claudia

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    Re: ... de poetas, cuentos y leyendas

    LXI

    Vuelve hacia atrás la vista, caminante,
    verás lo que te queda de camino;
    desde el oriente de tu cuna el sino
    ilumina tu marcha hacia adelante.

    Es del pasado el porvenir semblante;
    como se irá la vida así se vino;
    cabe volver las riendas del destino
    como se vuelve del revés un guante.

    Lleva tu espalda reflejado el frente;
    sube la niebla por el río arriba
    y se resuelve encima de la fuente;

    la lanzadera en su vaivén se aviva;
    desnacerás un día de repente;
    nunca sabrás dónde el misterio estriba.

    Miguel de Unamuno



    Miguel de Unamuno
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    Bilbao, 1864 - Salamanca, 1936) Escritor, poeta y filósofo español, principal exponente de la Generación del 98.

    Entre 1880 y 1884 estudió filosofía y letras en la universidad de Madrid, época durante la cual leyó a T. Carlyle, Herber Spencer, Friedrich Hegel y Karl Marx. Se doctoró con la tesis Crítica del problema sobre el origen y prehistoria de la raza vasca, y poco después accedió a la cátedra de lengua y literatura griega en la universidad de Salamanca, en la que desde 1901 fue rector y catedrático de historia de la lengua castellana.
    Su narrativa progresó desde sus novelas primerizas Paz en la guerra (1897), y Amor y pedagogía (1902) hasta la madura La tía Tula (1921). Pero entre ellas escribió Niebla (1914), Abel Sánchez (1917), y sobre todo Tres novelas ejemplares y un prólogo (1920), libro que ha sido considerado por algunos críticos como autobiográfico, si bien no tiene que ver con hechos de su vida, sino con su biografía espiritual y su visión esencial de la realidad: con la afirmación de su identidad individual y la búsqueda de los elementos vinculantes que fundamentan las relaciones humanas.


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