Poemas, cuentos y leyendas

Tema en 'Temas de interés (no de plantas)' comenzado por mai^a, 27/2/08.

  1. clause

    clause Claudia

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    Libros extraños
    Usando un criterio amplio bien se puede afirmar que un libro que enseña operaciones mágicas es un libro mágico. En horas más exigentes pediremos que su mera lectura, posesión o manipulación opere prodigios.
    En este último sentido, la biblioteca resultante es más bien es- casa. Daremos noticia de algunos de sus volúmenes.
    Nicolás Flamel, un alquimista del siglo XIV, da cuenta de un libro que —según parece— había sido editado en el infierno.
    Para el honrado buscador de extravagancias, los textos hermé- ticos resultan menos ilustrativos que tediosos. Las obvias alego- rías, las recurrentes sustituciones, las intimidaciones verbales, casi siempre se quedan en aprontes. El que cita Flamel era dorado y muy viejo. Las hojas no eran de papel ni de pergamino, sino de fina corteza de árboles jóvenes. Estaba encuadernado en cobre y la tapa estaba cubierta de unos caracteres indescifrables.
    Se componía de tres fascículos de siete hojas cada uno, la séptima hoja de cada fascículo aparecía en blanco, en previsible metáfora del descanso Divino después de la creación. Los textos, adornados por bellísimas ilustraciones, estaban escritos en latín con la más rebuscada caligrafía.
    En la portada se leía en grandes letras: "El judío Abraham, prín- cipe, sacerdote, levita, astrólogo y filósofo, saluda y bendice al pueblo judío que la Ira de Dios dispersó por toda la Gaita". El resto de la página aparecía lleno de horribles maldiciones para quien osara leer el libro.
    Esta truculencia es sospechosa. Cuesta imaginar un texto crea-
    do para no ser leído nunca, aunque yo conozco algunos. Las mal- diciones son énfasis destinados a aumentar la fe del lector, más que a espantarlo.
    Según Flamel, a partir de la tercera hoja se explicaba en senci- llas palabras cómo transformar los metales en oro. Al parecer, es- ta revelación tenía por objeto ayudar al pueblo cautivo a pagar sus impuestos.
    Durante ventiún años, el alquimista realizó miles de experi- mentos. Lo ayudaba en ellos —y en otros— una joven señora llama- da Perenelle.
    El 25 de abril de 1382 a las cinco de la tarde, Nicolás Flamel transformó una cantidad de mercurio en casi la misma cantidad de oro. La explicación que dejó de aquel hecho es perfectamente inútil y figura en otro libro, un libro convencional, que escribió el propio Flamel y que se llama "Libro de las figuras jeroglíficas".
    Contemos de una vez el verdadero hecho prodigioso que ope- ró el viejo libro infernal: la maldición se cumplió y Flamel murió misteriosamente mientras buscaba la receta del arcano que prolonga la vida, o sea, el elixir de la eterna juventud.
    Algunos aseguran, sin embargo, que Flamel no murió. El con- de de Saint Germain decía que en el siglo XVIII era cosa común verlo caminar por París. Cierto es que el conde de Saint Germain era otro que bien bailaba después de muerto y sus adeptos aún hoy garantizan que se halla vivito y coleando.
    Del libro fatal no volvieron a tenerse noticias.
    La Sibila de Cumas se presentó en Roma durante el reinado de Tarquino, el soberbio. Traía nueve colecciones de oráculos mila- grosos. Su propósito era vender estos libros al rey, pero Tarquino encontró excesivo el precio y no los quiso.
    La Sibila insistió. A cada negativa de Tarquino, quemaba tres colecciones. Al fin el rey se decidió a comprar las tres últimas y las depositó en el templo de Júpiter Capitolino.
    Durante la república y hasta la época de Augusto, estos libros fueron tenidos por milagrosos y se los consultaba en caso de gra- ves dificultades o desgracias. El resultado de estas consultas era que las calamidades desaparecían como por encanto, salvo cuando se interpretaban erróneamente las respuestas, cosa que sucedía con la mayor frecuencia.
    Me atrevo a opinar que el prestigio de estos rollos nace del he- cho de haber sobrevivido al fuego.
    Es inevitable una cierta devoción por los textos salvados de una catástrofe, de modo especial cuando los perdidos son mayoría.
    Todos sabemos que las nueve décimas partes de los libros de la antigüedad están perdidos. Esa circunstancia nos hace venerar a los que han llegado hasta nosotros, aun cuando nadie nos asegu- re que se trata de los más meritorios.
    Manuel Mandeb señalaba la posibilidad de una literatura nacida en ruinas. Es decir, nada se ha perdido, todo fue escrito así, con párrafos faltantes y mintiendo el extravío de palabras que nunca fueron escritas. El final de la teoría de Manuel Mandeb también se extravió.
    Dicen que en el barrio de Flores hay dos libros mágicos. Uno es el libro de la verdad, el otro es el de la mentira.
    El primero contiene toda clase de nociones exactas. Con la mayor precisión revela el origen del mundo, las fórmulas del ar- te, los procedimientos del amor. Quien alcanza a leerlo adquiere unos convencimientos verdaderos y unos criterios equilibrados y justos.
    Por el contrario, el libro de la mentira sólo consigna falsedades. Quien tiene la desdicha de consultarlo se hace con la más obtusa colección de creencias erróneas.
    Un detalle siniestro: el libro de la mentira es falso aun en su tí- tulo y pasa por ser el libro de la verdad. De modo que sus desven- turados lectores creen haber consultado el otro libro. Así, no hay
    nadie que piense que sus ideas provienen del libro de la mentira.
    Se dice también que las influencias veraces o embusteras de estos libros van más allá de los meros datos enunciados en los tex- tos. Al parecer, hasta los pensamientos y episodios más simples de la vida de los lectores se contaminan en un sentido o en otro. Pa- ra el lector del libro de la verdad no existen demasiados proble- mas. Pero el lector del libro de la mentira se convierte en una criatura de espanto. Los jóvenes creen que son viejos. Los recha- zados se creen admitidos. Los que alguna vez viajaron al Paraguay piensan que no han ido nunca.
    Señalo un matiz: la mentira no siempre es opuesta a la verdad. Para mentir el camino del norte no es necesario señalar el sur. El nororeste ya es mentira. La siguiente idea es inevitable. El universo de la mentira es mucho más grande que el de la verdad. El libro de la mentira debe tener muchas páginas.
    Hablaré de otro libro: el legendario Libro del Olvido. Como ustedes sabrán, avanzar en su lectura es ir limpiando la mente de recuerdos. La última página nos deja limpios de ayeres. La leyenda asegura que el libro tiene un texto cualquiera. Tal vez no es si- no un ejemplar de Los miserables. Pero ese ejemplar, y sólo ése, es en verdad el Libro del Olvido y el lector no lo sabe y mientras co- noce las desventuras del protagonista se interna en el brumoso país de la desmemoria.
    Sin embargo, no se sabe de nadie que haya completado su lectura. Desde luego, quienes lo hicieron lo olvidaron. Esta misma circunstancia impide la localización del libro, cuya apariencia, es- tado y ubicación también han sido olvidados.
    Algunos dicen que hay más de un Libro del Olvido y que son
    muchos los ejemplares mágicos que anulan los recuerdos. Hay también quienes leen para olvidar una pena y recorren bibliotecas enteras con la esperanza de hallar el Libro del Olvido. Y finalmente, están los que se preguntan si todos los libros no serán el Libro del Olvido, si no es cierto que toda memoria está destinada a bo- rrarse, que toda pena desaparecerá del peor modo, que somos un relámpago en la noche eterna.
     
  2. clause

    clause Claudia

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    Tranvía
    Tal vez fue en Villa Urquiza. Manuel Mandeb venía vaya a sa- ber de dónde. En cierto momento, al llegar a un empedrado se encontró con los rieles del antiguo tranvía.
    No es posible saber qué silogismos se trenzaron en su cabeza. El caso es que se detuvo en una esquina y se puso a esperar.
    Ya era tarde. Pasaron horas. Un paseante curioso se le acercó.
    —Lo veo desorientado ¿Puedo ayudarlo?
    —No, gracias. Estoy esperando el tranvía.
    El hombre le informó que hacía muchos años que ya no pasaban tranvías por allí.
    —No importa. Esperaré.
    Cada tanto se asomaba hasta el medio de la calle y un poco agachado escudriñaba el horizonte.
    A veces caminaba algunos metros por la calle lateral, hasta que súbitamente volvía corriendo a la esquina, temeroso de que el tranvía apareciera justo en medio de sus modestas excursiones.
    Más tarde, recordó que en este mundo las cosas se demoran cuando perciben que son esperadas. Resolvió ejercer el disimulo mirando en todas direcciones menos en aquella por la que podría aparecer el tranvía.
    Llegó el amanecer. Vecinos madrugadores le sugirieron la con- veniencia de tomar el colectivo 107 pero Mandeb ya había tomado una decisión.
    Durante la mañana, hizo algunas amistades ocasionales. El tránsito era un poco más denso, lo que lo obligaba a prestar más atención.
    Llegó la tarde y otra vez la noche. En verdad pasaron muchos días. Por momentos Manuel Mandeb sentía que su fe se quebran- taba. Muchas veces sintió la tentación de optar por otros medios de transporte que se le ofrecían seguros, concretos, convincentes. Pero él esperaba el tranvía.
    Las gentes del lugar le cobraron cierta simpatía y le convidaban pan y vino. En cierta ocasión fue a comprar cigarrillos y al volver pensó que tal vez en su ausencia el tranvía había pasado. Algunas personas le aseguraron que no, pero un hombre que espera tran- vías no confía en nadie.
    A veces se engañaba con luces prometedoras que finalmente eran el desengaño de un camión. A veces sentía que el momento estaba cerca y hasta llegaba a contar las monedas.
    Nadie puede saber cuándo sucedió. Pero una noche, en el fon- do de la calle apareció una luciérnaga. Y luego se oyó un llanto mecánico. Poco después, amarillo y reluciente, un hermoso tranvía se detuvo frente a Manuel Mandeb. Desde el interior, un guarda fantasmagórico lo miró como convidándolo.
    Mandeb permaneció quieto unos instantes y luego, sin decir nada, se alejó caminando lentamente. Un rato más tarde subió en un taxi y con voz firme ordenó:
    —Artigas y Aranguren.





    Los Thugs
    Kali es una diosa compleja. Se la puede nombrar de distintas maneras: Bhava-Tarini, Durga, Parvati, La Negra, La Terrible.
    Se dice que Agni, el dios del fuego, tiene siete lenguas de llamas. De estas, la más espantosa se denomina Kali. Pero en general se entiende que la diosa es la mujer de Siva, el dios de la disolución y la destrucción, cuyo símbolo es la linga.
    Suele representársela de pie sobre el cuerpo tendido de su esposo. Lleva un cinto del que cuelgan brazos seccionados. Luce un collar de calaveras y tiene cuatro manos.
    Cierta vez, apareció un demonio que se comía a los hombres a medida que iban siendo creados. Era tan enorme, que el mar profundo le llegaba apenas hasta la cintura. Dominaba toda la tierra.
    Kali lo enfrentó. Lo hirió con su espada, pero de cada gota de sangre surgía un demonio nuevo. La diosa se apresuró entonces a chupar minuciosamente toda la sangre derramada. Después, con el sudor de sus brazos creó a unos hombres: los Thugs. Les dio un pañuelo a cada uno y les indicó que estrangularan a los demonios sin derramar sangre.
    Así el mundo se libró de aquellos diablos espantosos.
    Kali dejó a los Thugs sus pañuelos como distintivo de su cola- boración y les indicó un deber religioso: el asesinato por estran- gulación y sin derramamiento de sangre.
    Así explicaban su origen los adeptos de esta secta de criminales hereditarios que durante ocho siglos anduvieron descalzos por to- dos los caminos de la India.
    Parece que en los primeros tiempos, la diosa aparecía al final de las matanzas y se tragaba todos los cadáveres. Durante esa opera- ción, los asesinos debían permanecer de espaldas, sin mirar. Pero un día, un novato se atrevió a espiar el banquete de la diosa.
    Kali, herida en su pudor divino, declaró que ya no volvería a velar por la seguridad de sus fieles y les dejó a ellos la tarea de ocultar los sacrificios. Así los Thugs padecieron la indiscreción de los vecinos y más tarde la persecución de las autoridades inglesas.
    Marchaban siempre en cuadrillas de entre quince y doscientos hombres que juraban valor, sumisión y secreto. Hablaban un idioma que se ha perdido, el ramasí, y tenían un sistema de señas
    y gestos secretos.
    Su escalafón presentaba cuatro jerarquías: los Soothas o Seductores, que atraían a los viajeros con cuentos y canciones; los Boothoes o Ejecutores, que se encargaban de la estrangulación; los Iniciados u Hospitalarios, que cavaban las tumbas y los Purificadores, cuya misión era despojar a los muertos.
    Obedecían a un jefe de distrito, el Jemadar. Los asesinatos se realizaban con el mayor fanatismo, sin perdón ni piedad. Los Thugs estaban convencidos de que su salvación dependía de sus crímenes y creían que las víctimas viajaban a un mundo mejor que éste.
    Eran maestros en el arte de la traición y el disfraz. Con toda frecuencia, se contrataban como escoltas contra ellos mismos. En tales casos, acompañaban a los incautos hasta el punto exacto en donde convenía efectuar la matanza. La ya citada prohibición de derramar sangre les obligaba a infinitos rodeos y trampas para de- jar a la víctima indefensa. En realidad, Thug significa engañador.
    No todas las personas podían ser asesinadas. Kali protegía a los orfebres, lavanderas, poetas, músicos, aceiteros, bailarines, carpin- teros, faquires, barrenderos, mutilados y leprosos. También estaban a salvo los Sikhs, miembros de una comunidad religiosa que mezclaba el hinduismo con el Islam.
    La presencia de uno solo de estos privilegiados en una caravana salvaba a todos los integrantes, pues era costumbre de los Thugs el no dejar testigos vivos.
    Antes de cada asalto, realizaban el sacrificio de una oveja, cumplían con las oraciones rituales y esperaban señales. Después de los asesinatos, había un festín sobre las tumbas, con una sábana como mantel. Sólo podían participar los que ya habían matado alguna vez.
    A partir de los diez años, se permitía a los niños acompañar a las partidas. Servían de cebo. A los dieciocho ya podían cometer crímenes.
    En general, solía perdonarse la vida a los chicos para convertirlos en Thugs. A las niñas las vendían para el ejercicio de la pros- titución. Jamás violaban a las mujeres y mostraban con ellas una notable cortesía.
    Como los asesinatos no siempre eran suficientemente lucrativos, cada Thug tenía otras ocupaciones. Tratándose de gente sometida a una estricta moral, cabe suponer que eran padres afectuosos y vecinos serviciales.
    En el siglo XIX aceptaron modernizarse y llegaron a reemplazar la estrangulación por el envenenamiento. El nuevo y expeditivo procedimiento dio origen a los Whatoorea, es decir, los grandes envenenadores ante el señor.
    Los ingleses llegaron a creer que todos los años se inmolaban de treinta mil a cincuenta mil vidas humanas en el altar de la diosa fatal. El más célebre de los estranguladores, Buhram de Allahabad mató más de novecientas personas en cuarenta años de profesión. Otro señor llamado Ramson había alcanzado los seiscientos ocho asesinatos.
    El capitán William Sleeman recibió en 1830 la comisión de ex- terminar a los Thugs. Animado por unos inversos entusiasmos, capturó y decapitó a unos dos mil Thugs por año. Estas matanzas se efectuaban no en nombre de la diosa Kali, sino en cumplimiento de la ley.
    Otro militar, el capitán Patton, ofreció al gobierno inglés un informe con la localización de los lugares donde los Thugs habían estrangulado y sepultado a sus víctimas. Figuraban allí todas las sepulturas rituales de la provincia de Uda, donde vivían la mayor parte de los fieles de la diosa Kali.
    Cuando eran apresados por los ingleses, los Thugs aceptaban su suerte con resignación. No temían a la muerte. Algunas veces se intentaba una rehabilitación, casi siempre de un modo infructuoso.
    Un detalle delicado: la reina Victoria poseía una alfombra tejida por los Thugs.
    Desaparecidos los estranguladores, el mundo moderno ha puesto otros peligros en sus caminos.
    Ante la necesidad vulgar de una moraleja, puedo decir que siempre es preferible el que mata por despecho al que mata por ideología. Los meros criminales pueden arrepentirse, los que matan en nombre de unas convicciones son irredimibles. Un malandra en menos peligroso que un fanático.
     
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    clause Claudia

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    Agencia de aventuras
    El poeta Jorge Allen tenía por costumbre emplearse como amanuense en casas de comercio, menos para prosperar que para asegu- rarse la vecindad de señoritas de las que se enamoraba. Allá por sus treinta y tres años consiguió colocarse en una compañía de seguros en la que trabajaba Susana Ayerbe, una rubia de amplia pechuga y estrecho criterio que lo había rechazado en un bailongo. Después de algunos meses de insistencia, Allen se hizo novio de Susana.
    Vencida su terquedad, la rubia perdió su virtud más estimulante. Pero Allen, como muchos hombres, persistía en amoríos sin valor por la sola razón de haber perdido mucho tiempo en con- cretarlos. Como no se atrevía a admitir que estaba aburrido, se arrastraba entre lastimosos conflictos cotidianos a los que procuraba inútilmente disfrazar de tragedias. Sin darse cuenta, había sido atrapado por los horarios y los escalafones. Llevaba una vida ordenada, en el peor de los sentidos. A veces, percibía el rumbo humillante de sus días. Entonces se justificaba hablando del milagro del amor.
    La oficina le permitía además, el placer de ser cruel con una pobre muchacha que le andaba atrás. Margarita, secretaria sin novio, tímida y feúcha, jugaba con entusiasmo a la tragedia del amor imposible. Así transcurrían los días de Jorge Allen.
    Una tarde un hombre lo abordó al salir de la oficina. Era un individuo dotado de una desagradable simpatía. Dijo llamarse Gilberto. Se acreditó como vendedor de la Agencia Tritón y le ofreció al poeta sacarlo del infierno de la vulgaridad. Le habló de las ven- tajas de lo incierto.
    —Los cobardes pagan para que nada raro les suceda. Contratan seguros e instalan cerraduras. Yo lo convido a pagar para librarse de la protección del tedio.
    —Dígame qué vende —lo apuró Allen—. Así voy pensando cómo negarme.
    -Vendo aventuras. Vendo recuerdos para su futuro. Por una módica suma, la agencia que represento hará que su vida se llene de episodios emocionantes.
    Jorge Allen declaró que las aventuras del amor eran las más fan- tásticas, que no tenía dinero y que no existían dichas mayores que
    la suya.
    —¿De dónde saca usted que vengo a ofrecerle dichas? Deje el optimismo para los timoratos. Yo le estoy vendiendo algo perni- cioso, incompatible con la molicie de la vida mezquina. La grandeza es preferible a la felicidad. Si usted quiere, puedo mostrarle nuestros folletos.
    Allen lo despidió prometiendo que su amor por la señorita Susana Ayerbe era al mismo tiempo generador de felicidad y grandeza.
    El vendedor, antes de irse, le dijo que pronto iba a acercarle unas muestras gratuitas.
    Pasó algún tiempo. Una noche, cuando el poeta llegaba a su ca- sa, unos hombres de traje negro lo obligaron a subir a un auto y lo llevaron a una especie de casino gigantesco. Allí tuvo que apos- tar todo su patrimonio a una baraja. Perdió. Inmediatamente se le acercó una muchacha y le propuso que se revolcaran sobre una mesa de ruleta. Allen estaba por aceptar cuando apareció Gilber- to, el vendedor aceitoso, para advertirle que todo aquello no era más que una mera demostración de los servicios que prestaba la agencia.
    -Esto no es nada, caballero. Con nuestro plan "Ruinas Gloriosas" usted podrá perder lo que no tiene y pudrirse en una cárcel turca acusado de estafa.
    Jorge Allen juró que lo pensaría y se fue corriendo a ver a su novia.
    Desde entonces no pasaba una semana sin que los empleados de la agencia se presentaran con una muestra gratis de sus aventuras: mujeres desnudas escondidas en la heladera, jaurías de perros enloquecidos, asesinos coreanos que le perdonaban la vida en el último instante, padres sicilianos que exigían un casamiento perentorio con una hija deshonrada. Gilberto insistía, pero Allen no estaba interesado. Comentó el caso con Susana y, mien- tras miraban televisión, le aseguró que ella era su más grande aventura.
    Es indispensable decir ahora que Allen odiaba la rutina, los es- calafones y las seguridades. Pero para él, la última de las mujeres valía más que cualquier convicción. Así, por puro capricho, se hundía cada vez más en estúpidas intrigas de oficina, en odios miserables, en delaciones burocráticas.
    Manuel Mandeb, Ives Castagnino y el ruso Salzman, sus amigos del barrio de Flores, trataban de rescatarlo de aquel mundo
    vergonzoso para llevarlo por los viejos y nobles caminos de la holganza, la especulación filosófica, la música y la polifonía amorosa. Margarita, la feúcha, también hacía su patético esfuerzo por cambiar el destino.
    El poeta apenas si le hablaba alguna vez.
    -Margarita... ¿Ha visto a la señorita Susana?
    Una tarde de verano, la chica resolvió jugar de una sola vez sus fichas escasas.
    -Señor Allen, usted sólo parece tener ojos para la señorita Su- sana.
    -Bueno... Sucede que ella y yo... Usted comprenderá...
    -Yo sí comprendo, pero usted no.
    Allen sintió el peligro de una confesión, pero invadido por una maldad forastera, la alentó.
    —Explíqueme entonces.
    Margarita empezó a hablar de alguien que oculto en las som- bras esperaba. De alguien que velaba en secreto. De alguien que se reservaba deseos ardorosos. En resumen, hizo una explícita de- claración fingidamente embozada.
    Por suerte, en el mejor momento se presentó la mismísima Su- sana acompañando al señor Gilberto. Allen los hizo pasar inme- diatamente a su escritorio.
    El vendedor aceitoso se peinó las cejas con saliva.
    -Señor Allen, he sabido que nuestros empleados le han acercado algunas pequeñas muestras. Ahora ya conoce el poder de Tritón. Le traje unos formularios por si desea firmar ya.
    -Lo siento, creo que no firmaré.
    Gilberto manifestó una cósmica sorpresa ante el inexplicable rechazo de un destino extravagante. El poeta lo frenó en seco.
    —Yo ya tengo mi propia aventura... O mejor dicho, nuestra propia aventura. ¿No es cierto, Susana?
    —No exactamente —dijo la rubia y bajó la vista.
    Gilberto borró por un momento su sonrisa.
    —No sé cómo decírselo, señor Allen, pero la señorita Susana fue parte de una de nuestras demostraciones.
    Allen no podía creerlo.
    -¿Muestra gratis? ¿El más grande amor de mi vida una muestra gratis? Por favor, díganme que todo esto es una broma.
    Gilberto aseguró que la Agencia de Aventuras Tritón procedía siempre con seriedad proverbial.
    Entonces el poeta empezó a maldecir en voz alta del modo más
    soez. Después de pegar algunos golpes sobre el escritorio, declaró que no quería saber más nada de aventuras, de vendedores, ni de putas de cuatro pesos.
    Sin perder la calma, Gilberto habló con acento de profeta.
    -Señor Allen, nadie, absolutamente nadie puede dejar de contratar nuestros servicios. Todo lo que sucede en el mundo es obra nuestra. Si nosotros no existiéramos la historia permanecería inmóvil... Nadie amaría... nadie moriría... Decídase. ¿Qué plan quiere?
    Susana Ayerbe se creyó en el caso de intervenir.
    —Podría ser nuestro plan ejecutivo: países exóticos, premios, distinciones, honores.
    Allen la fulminó con la mirada.
    -Muéstreme lo más barato que tenga.
    Gilberto sacó un formulario.
    -Acertada elección. Si bien se mira, todas las aventuras son iguales: vivir sin esperar mucho y un día morirse. Son treinta pesos;
    Allen firmó, pagó con billetes arrugados y adoptando un aire digno llamó a Margarita.
    -Hágame el favor... Acompañe al señor Gilberto hasta la puerta. La señorita Susana creo que sale con él. Ah, otra cosa, Margarita... hoy cenaremos juntos. Usted tiene razón: a veces no nos damos cuenta de los afectos que tenemos cerca.
    Gilberto intervino rápidamente.
    —No se gaste, mi amigo. Margarita es también una de nuestras demostraciones.
    Jorge Allen renunció a la oficina y arrastró sus penas por mejores rumbos. En el barrio de Flores, algunos empezaron a creer en la existencia de una empresa que vendía aventuras y que era el motor del mundo. Otros prefirieron pensar en una sencilla estafa de treinta pesos.
     
  4. clause

    clause Claudia

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    El mundo es como aparece
    ante mis cinco sentidos,
    y ante los tuyos que son
    las orillas de los míos.
    El mundo de los demás
    no es el nuestro: no es el mismo.
    Lecho de agua que soy,
    tú, los dos, somos el río
    donde cuando más profundo
    se ve más despacio y límpido.
    Imágenes de la vida:
    a la vez que recibimos,
    nos reciben entregadas
    más unidamente a un ritmo.
    Pero las cosas se forman
    con nuestros propios delirios.
    El aire tiene el tamaño
    del corazón que respiro
    y el sol es como la luz
    con que yo le desafío.
    Ciegos para los demás,
    oscuros, siempre remisos,
    miramos siempre hacia adentro,
    vemos desde lo más íntimo.
    Trabajo y amor me cuesta
    conmigo así, ver contigo;
    aparecer, como el agua
    con la arena, siempre unidos.
    Nadie me verá del todo
    ni es nadie como lo miro.
    Somos algo más que vemos,
    algo menos que inquirimos.
    Algún suceso de todos
    pasa desapercibido.
    Nadie nos ha visto. A nadie
    ciegos de ver, hemos visto.

    Miguel Hernandez
     
  5. clause

    clause Claudia

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    El fantasma III
    Durante todos aquellos meses trabajé como nunca. La esperan- za de conseguir la flor prodigiosa me había devuelto la energía. En agosto, el fantasma me preguntó por la Mujer Más Amada.
    -¿La ha visto últimamente?
    -Muy poco. Me han dicho que sale con un hombre vulgar y que se esfuerza por merecerlo.
    El espectro sonrió con discreción y empezó a hablarme del pa- raíso musulmán.
    -Por el Profeta sabemos que hay siete cielos. El primero es de pla- ta y las estrellas cuelgan de la bóveda sostenidas por cadenas de oro.
    El segundo cielo es de acero bruñido y Mahoma pudo conversar allí con Noé.
    El tercero está hecho de piedras preciosas. Allí está el ángel de la muerte. Se trata de una criatura enorme. Sus ojos están separados por setenta mil jornadas de camino. Se ocupa de mantener al día un li- bro en el cual se anotan los nombres de quienes nacen y se borran los de quienes mueren.
    El cuarto cielo es de plata fina. Un ángel, cuya altura es de qui- nientos días de camino, derrama ríos de lágrimas causadas, sin du- da, por la maldad de los hombres.
    En el quinto cielo, que es de oro, vive el ángel de la venganza, cu- yo aspecto es adecuadamente horroroso.
    El fantasma se puso de pie. Yo miraba la flor milagrosa.
    -El sexto cielo es de piedra transparente. El ángel que atiende allí es mitad de nieve y mitad de fuego. Al parecer, se ocupa de tareas de vigilancia.
    En el séptimo cielo Mahoma se encontró con una criatura angéli- ca de increíble dimensión. Era más grande que la tierra. Tenía 70.000 cabezas. En cada una de ellas había 70.000 bocas y cada bo- ca hablaba 70.000 lenguas que cantaban la gloria de Dios.
    Yo me atreví a objetar que el número de idiomas que presupo- nía esa cosmología era 70.000 al cubo, lo que implicaba suponer que había más lenguajes que criaturas parlantes. El espectro ni se mosqueó.
    —A la derecha del trono divino crece el árbol Cedrat. Sus ramas son más extensas que el espacio que separa el sol de la tierra. Multi-
    tud de ángeles se recrean a su sombra y unos pájaros inmortales repi- ten versículos del Corán.
    Sus frutos son suaves y dulces. Uno solo de ellos podría alimentar a todos los seres vivientes.
    De sus semillas provienen las Huríes, unas jóvenes de altos senos, destinadas a complacer a los creyentes. Se dice que su virginidad se restaura después de cada acto amoroso. Otros sostienen que una sola gota de su saliva podría endulzar el agua del mar.
    Por un instante, me pareció verlo suspendido en el aire.
    —Hay también otro árbol que tiene tantas hojas como habitantes hay en el mundo. En cada una de ellas hay escrito un nombre. En la noche del Kadir el árbol se agita y caen algunas hojas. Las personas cuyos nombres estén escritos en tales hojas morirán durante el siguien- te año.
    Un detalle más: en el paraíso islámico todos visten de verde.
    —¿Qué sucede con los enamorados rechazados?¿Alcanzan su amor en el cielo?
    El fantasma pensó un poco y luego murmuró:
    —No lo creo.
    Tratado de música y afines
    Es el título con que se conoce el método de enseñanza musical elaborado por Ives Castagnino. La obra debió tener una extensión desmesurada. Lo que hoy conocemos de ella es, seguramente, me- nos de la mitad.
    El hallazgo del manuscrito es mérito de Manuel Mandeb, co- mo también es suya la culpa del extravío de numerosos capítulos. Se sospecha que muchos fragmentos de importancia decisiva han sido utilizados por el polígrafo de Flores para encender la estufa, para realizar anotaciones del juego del chinchón, o para transmi- tir instrucciones al sifonero.
    El libro comienza con una serie de amenazas destinadas a di- suadir a los aspirantes, señalando las innumerables dificultades y las nulas alegrías que el estudio de la música depara. Transcribi- mos algunos párrafos:
    • Capítulo I "Nociones Preliminares"
    Es necesario evitar que el arte caiga en manos de los canallas. No hay peor desgracia para la humanidad que un artista perverso. Yo he conocido a algunos de ellos. Poseen la técnica y los secretos de la mú- sica. Son diestros, pero la maldad contamina toda su obra. Observe el alumno lo que voy a señalarle: la obra no puede ser mejor que el artista. Nuestros valsecitos se nos parecen. Una milonga tocada por un canalla es siempre canallesca, por más acordes que tuviere.
    • Capítulo XV "Afinación de la Guitarra"
    Tómese la guitarra y afínesela del siguiente modo: la primera cuer- da será un mi, la segunda, un si y luego un sol, un re, un la y un mi.
    Ahora deje la guitarra y salga a la calle. Empiece a mirar las cosas que suceden y trate de hallar un significado o una emoción en ellas. Há- gase contar algunas historias del pasado. Después, enamórese. Incurra en ilusiones, padezca desengaños. Si se actúa con paciencia, no tarda- rá en llegar la soledad y la melancolía. No se apresure. Al principio se- rá un poco difícil, pero al cabo de un número indeterminado de años, se estará en condiciones de pasar al ejercicio siguiente.
    • Capitulo XVI "Ejercicio Siguiente"
    Cumplido el ejercicio anterior, vuelva donde dejó la guitarra, re- vise la afinación y con los dedos índice y mayor toque las cuerdas al aire hasta que se pudra.
    • Capítulo V "Teoría de la Música"
    a)¿Qué es música?
    Música es el arte de combinar los sonidos. Bueno, algunos sonidos. Si usted combina el ladrido de un perro con el estruendo de una api- sonadora de tierra, el resultado no tendrá mucho que ver con la mú- sica.
    Alguien podría interpretar la definición del comienzo según un criterio restringido y protestar que los sonidos mentados deben ser no- tas musicales. Música es el arte de combinar notas: veamos. Combi- nemos las notas do, mi, do, do, re, re, mi. Hemos quedado en las puertas mismas de "Sobre el puente de Avignon". Pues bien, eso no es música.
    b)¿Qué es ritmo?
    Son sonidos que ocurren a intervalos regulares. El alumno pensa- rá: "tocar el timbre de una casa todos los domingos es ritmo". "Qui- zá", es mi respuesta.
    Haga el siguiente ejercicio. Tome un palo y comience a golpearlo sobre una mesa a intervalos regulares. "¿Estoy haciendo ritmo?", se pregunta el alumno mientras pega ferozmente. Quizá.
    El método de Castagnino es arbitrario. Aspectos sin mayor importancia son examinados con insoportable minuciosidad. Y hay -por el contrario- puntos fundamentales que apenas se rozan. El sencillo concepto del silencio le demanda al autor noventa y dos carillas, asoladas de salvedades, arrepentimientos y contradiccio- nes. En cambio, no es posible encontrar sobre el arte de la fuga otra cosa que una llamada en la página 15 que nos remite a la pá- gina 69. Desde allí se nos envía a la página 806, donde encontra- mos la indicación de regresar a la página 15.
    Los estados de ánimo de Castagnino influyen poderosamente en sus explicaciones. El capítulo XXIV es repetido seis veces, por sospechar el autor que los lectores no lo han entendido. En la pá- gina 1040 hallamos una amarga queja en la que se expresa la sen- sación de la inutilidad de todo trabajo didáctico, para desembocar inmediatamente en el relato de un episodio sentimental con una
    alumna.
    El tratado no sirve evidentemente para aprender música. Pero nos permite conocer los extravagantes pensamientos de Castagnino.
    • Capítulo CXVI "Inexistencia del Melómano"
    Casi todas las personas garantizan, al ser interrogadas, su gusto por la música. Resulta muy difícil, por no decir imposible, dar con alguien que aborrezca cualquier expresión musical. Sin embargo, me atrevo a asegurar al alumno que la humanidad miente. La música no le gusta a casi nadie. Lo que en verdad gusta es aquello de lo que suele venir acompañada, las atracciones anexas de las que se vale pa- ra cautivar a las muchedumbres.
    Estamos hablando de las luces que iluminan a los cantantes, de los trajes que éstos usan, de su apariencia seductora. Estamos hablando del efecto hipnótico del baile y de cualquier repetición de movimien- tos. Estamos hablando de las letras de las canciones, de la doctrina que suele acompañar a los géneros, de su simbolismo político. Estamos hablando de las mujeres que es posible conocer en los conciertos, de la fama que consiguen los que cantan, de los escándalos que protagoni-
    zan, del deseo que surge en nosotros de irnos a la cama con una estre- lla. Pues bien, son estas cosas y no la música lo que la gente ama.
    Los maestros suelen enseñarnos a disfrutar de las grandes obras ex- plicando el significado de ciertos efectos musicales. Esas notas graves en mitad de la Polonesa son en verdad los soldados rusos. En la ober- tura 1812, algunos críticos ven un parte de guerra de la batalla de Borodino. El tango El amanecer está lleno de violines que imitan a los pajaritos. Tengo malas noticias, la música no consiste en relatos ruidosos. La música no alude a nada. Puede existir aun sin el Uni- verso, no necesita nombrarlo ni dibujarlo. Puede existir sin espacio (¿quién puede señalar el costado izquierdo de un vals?). En realidad, sólo necesita tiempo.
    Adivino que el alumno lector ya se habrá puesto a la defensiva y pretenderá ocupar un lugar entre los escasísimos melómanos que exis- ten. ¡No mienta, alumno! A usted tampoco le importa la música. Me imagino que el despecho habrá de despertar en el discípulo el deseo de acusar al autor de estas líneas de pertenecer él también a la oceánica legión de indiferentes. Pues es verdad, no me importa la música.
    Amo, eso sí, el dulce llanto que me provoca. Los delicados razona- mientos que me inspira. Amo la forma en que rima con mi tristeza. Amo la hermandad de los acordes y el aparente litigio entre escalas si- multáneas. Amo leer como cartas de amigos muertos las antiguas par-
    tituras. Estas cosas, claro, no son la música.
    - Capítulo XXX "De la velocidad"
    Las personas poco avisadas dan en creer que los mejores músicos son también los más veloces. Esta misma idea es mantenida por al- gunos músicos, quienes pasan la vida adiestrándose para tocar ligeri- to. Personalmente detesto la acrobacia musical. Sin embargo, el alumno deberá someterse a los más arduos rigores durante su apren- dizaje. Y así ensayará complicadísimas escalas y arpegios, que después no tocará nunca.
    El Tratado de Música y Afines no se publicó nunca. Es posible que Ives Castagnino haya copiado algunos capítulos para sus alumnos. En el original que llegó hasta nosotros, el texto se inte- rrumpe bruscamente (no se sabe si por culpa de Castagnino o de Mandeb) en la página 2.159. La última entrada es sencilla y pin- toresca.
    • Capítulo DXI "De los Adornos"
    Los adornos son como firuletes que tiene la música.
     
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    SONETO LX

    A ti te hiere aquel que quiso hacerme daño,
    y el golpe del veneno contra mí dirigido
    como por una red pasa entre mis trabajos
    y en ti deja una mancha de óxido y desvelo.

    No quiero ver, amor, en la luna florida
    de tu frente cruzar el odio que me acecha.
    No quiero que en tu sueño deje el rencor ajeno
    olvidada su inútil corona de cuchillos.

    Donde voy van detrás de mí pasos amargos,
    donde río una mueca de horror copia mi cara,
    donde canto la envidia maldice, ríe y roe.

    Y es ésa, amor, la sombra que la vida me ha dado:
    es un traje vacío que me sigue cojeando
    como un espantapájaros de sonrisa sangrienta.
    [​IMG]

    Pablo Neruda, 1959
    SONETO LV

    Espinas, vidrios rotos, enfermedades, llanto
    asedian día y noche la miel de los felices
    y no sirve la torre, ni el viaje, ni los muros:
    la desdicha atraviesa la paz de los dormidos,

    el dolor sube y baja y acerca sus cucharas
    y no hay hombre sin este movimiento,
    no hay natalicio, no hay techo ni cercado:
    hay que tomar en cuenta este atributo.

    Y en el amor no valen tampoco ojos cerrados,
    profundos lechos lejos del pestilente herido,
    o del que paso a paso conquista su bandera.

    Porque la vida pega como cólera o río
    y abre un túnel sangriento por donde nos vigilan
    los ojos de una inmensa familia de dolores.


    Pablo Neruda, 1959



    PIEDRAS DE CHILE

    Piedras locas de Chile, derramadas
    desde las cordilleras,
    roqueríos
    negros, ciegos, opacos,
    que anudan
    a la tierra los caminos,
    que ponen punto y piedra
    a la jornada,
    rocas blancas
    que interrumpen los ríos
    y suaves son
    besadas
    por una cinta
    sísmica
    de espuma,
    granito
    de la altura
    centelleante
    bajo
    la nieve
    como un monasterio,
    espinazo
    de la más
    dura
    patria
    o nave
    inmóvil,
    proa
    de la cierra terrible,
    piedra, piedra infinitamente pura,
    sellada
    como
    cósmica paloma,
    dura de sol, de viento, de energía,
    de sueño mineral, de tiempo oscuro,
    piedras locas,
    estrellas
    y pabellón
    dormido,
    cumbres, rodados, rocas:
    siga el silencio
    sobre
    vuestro
    durísimo silencio,
    bajo la investidura
    antártica de Chile,
    bajo
    su claridad ferruginosa.


    Pablo Neruda
     
  7. clause

    clause Claudia

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    Olores
    El pintor Lucio Cantini tenía la fuerte sensación de ser un artista marginal, inadaptado, beligerante y rebelde. Según sus vecinos de la calle Álvarez Jonte, Cantini se esforzaba en resaltar estas fogosidades de su temperamento para ocultar en la penumbra del segundo plano la torpeza innegable de su técnica.
    Cada vez que alguien le hacía notar sus chambonadas, Cantini protestaba que esa era su manera de oponerse a un Universo cruel e injusto.
    Junto a otros artistas, tan chucaros como él, organizaba unas animadas exposiciones en un club de la calle San Blas. Los vecinos, amantes quizá de formas pictóricas más clásicas, solían arrojar cohetes y buscapiés en medio de las muestras. Su exposición Pintura Especular le concedió un efímero renombre.
    Los cuadros eran en realidad espejos. De este modo, cada persona veía una obra distinta. Esto puede explicar las sustanciales diferencias de opinión que los cuadros suscitaron. Allí donde el autor veía un autorretrato, los críticos se obstinaban en ver un crí- tico.
    Pero el genio de Cantini alcanzó máxima expresión en la famosa Exposición de Olores en 1965.
    El artista colocó, en distintos rincones del salón, sustancias que producían olores de toda índole.
    Cerca de la puerta, una fragancia de rosas. Más allá, el hedor de los basurales. En el fondo, un exótico aroma de maderas de Oriente. A la izquierda, la fetidez de un perro mojado.
    La interpretación y evaluación de estas creaciones no era cosa fácil.
    Los espectadores no sabían cuándo la influencia de una obra era reemplazada por otra, para no hablar de la fragancia aportada por ellos mismos.
    Algunos críticos progresistas objetaron el carácter realista e in- genuo de la exposición. Pedían la aparición de olores no conven- cionales: el olor de la angustia, el olor de la sabiduría, el perfume de la perplejidad. Cantini reaccionó y fue mucho más lejos: gene- ró aromas abstractos, no alusivos. Olores puros sin causa aparen- te. Pero el público insistía en hallar semejanzas con los olores
    vulgares de la vida cotidiana.
    Un hecho notable: la exposición iba modificándose con los días y se hacía cada vez más ostensible y más fuerte. Por otra parte, las obras expuestas iban perdiendo sus diferencias, coincidien- do en un general olor a podrido.
    Los vecinos intolerantes que antes mencionábamos entraron una noche e incendiaron la Exposición de Olores, pretextando defender el honor de sus familias.
    Lucio Cantini, borracho y un poco chamuscado, gritaba enloquecido, mientras caminaba entre las llamas y aspiraba las humaredas, que aquel último olor era la coronación purificadera de un hecho artístico que había sido al mismo tiempo efímero e inmortal.




    Venganza I
    El rey Francisco I de Francia era un soberano muy galante. Los cronistas de la época aseguran que solía ejercitar su vigor hasta ocho veces en un día. Entre tantas queridas como tuvo figuraba la esposa de un abogado llamado Jean Feron. Usualmente, los es- posos de las amantes del rey se mostraban complacientes y tal ac- titud era bien recompensada.
    Pero Feron enloqueció de celos y resolvió vengarse de su mujer y de Francisco. Para ello empezó a frecuentar los burdeles tratando de contagiarse la sífilis. Era su propósito infectar a su esposa para que ésta contagiase luego al rey.
    Algunos historiadores opinan que lo logró. Efectivamente, Francisco I fue uno de los sifilíticos más célebres de Europa, y en general suele creerse que murió a causa de esa enfermedad. Sin embargo, los médicos que le hicieron la autopsia hallaron un absceso en su estómago, los riñones deshechos y las entrañas podridas. Por otra parte, el diario íntimo de su madre, Luisa de Saboya, nos revela que Francisco había contraído el mal de Ñapóles en 1512, mucho antes de conocer a la mujer de Feron.
    No sabemos si el abogado llegó a conocer la inutilidad de sus procedimientos. Algunos consideran que hubo aquí una segunda y definitiva venganza, ejercida previsiblemente por el destino. Otros, como Manuel Mandeb, opinan redondamente que la venganza amorosa es una institución inútil. Dice Mandeb: "El enamoramiento genera inferioridad. El amado ejerce un dominio, un poder sobre el amador. Es ese poder el que lo capacita para causar daño. Suele suceder que algunos actos del que domina lastisman al dominado. Los reclamos y argumentos legales son generalmente desoídos por el poderoso. Y es allí donde el herido siente deseos de vengarse. Pero las mismas circunstancias que lo empujan a la venganza son las que le impiden concretarla. Para vengarse de alguien hay que ejercer un poder. Muchas veces el amante despechado aguarda largos años un cambio en la situación, una modificación en los sentimientos del otro, y en los propios, que le permita situarse en una posición ventajosa. Si esto ocurre, si el dominado pasa a ser dominador, la venganza es posible. Pero entonces ya no es deseada."
    Es decir, uno desea vengarse cuando no puede y cuando puede no lo desea. Por lo tanto, la venganza amorosa es imposible.
     
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    Venganza II
    El actor y dramaturgo Enrique Argenti solía representar una obra que él mismo había escrito y que narraba la historia de un hombre que se vengaba de sí mismo. El comienzo era un lugar común de los relatos psicológicos: el protagonista odia su propia conducta y trata de castigarse.
    Una noche, víctima de espantosos remordimientos, el individuo se rompe una botella en la cabeza y se desmaya.
    Ya recuperado, da en pensar que el castigo que se propinó fue excesivo e injusto. Como se trata de un ser vengativo, resuelve devolverse el golpe y se da una puñalada en el costado.
    Las venganzas sucesivas y crecientes prosiguen durante toda la obra. El hombre es al mismo tiempo Montesco y Capuleto. Y no hay en su compleja psique ni un solo personaje conciliador que ponga fin a las ofensas. Naturalmente, como toda cadena de venganzas, la historia termina con la muerte del protagonista, o mejor dicho, de los protagonistas.







    Fuentes de la juventud
    Envejecer es, antes que nada, injusto. Y el hombre noble no se resigna jamás ante la injusticia.
    Varones eminentísimos han luchado contra el tiempo. El carácter inevitable de la derrota sólo desalienta a los cobardes.
    A través de los siglos, se ha buscado la Fuente de la Juventud, que es también fuente de justicia y reparación para quienes han sufrido las consecuencias de un Universo mal hecho.
    Los dioses del Olimpo renovaban su vigor con el néctar y la ambrosía.
    El néctar es un licor dorado y transparente, que no emborracha pero inspira al bebedor maravillosas canciones, poesías, ideas y palabras inteligentes.
    La ambrosía es una sustancia parecida a la tarta de queso. Su nombre tal vez proviene de a brotas, que en griego significa "no mortal".
    Los dioses escandinavos lograban beneficios parecidos gracias a las Manzanas Doradas de la Juventud. La diosa Idunn las llevaba siempre consigo preservándolas de los extraños.
    En una ocasión, el gigante Thiazi capturó a Loki, el más traicionero de los dioses, y lo utilizó para atraer a Idunn y sus manzanas hasta su cabana. Idunn cayó en poder del gigante y los dioses del Asgard empezaron a envejecer y a debilitarse. Finalmente, el mismo Loki rescató a Idunn convirtiéndola en una nuez y transportándola por los aires.
    Entre los dioses chinos, la inmortalidad proviene de unos duraznos que crecen en el jardín de Hsi Wang Mu, reina del oeste del continente llamado Kun-lun. Su esposo es Tung Wang Kung, rey del este. Ella es el yang y él es el ying.
    El Kun-lun es uno de los diez continentes de la cosmología taoísta. Tiene nueve pisos. Quien logra escalarlos llega a las puertas del cielo. Bajo la tierra también tiene nueve pisos, que conducen al infierno. Los estanques de la región son alimentados por un agua amarilla, que proviene de tres fuentes escarpadas: bebiendo de la primera, llamada fresca brisa, uno se hace inmortal. Si se escala la segunda, doblemente alta, que lleva el nombre de jardín colgante, se convierte uno en un espíritu dotado de poderes mágicos. Escalando la tercera, doblemente más alta que la anterior y que se conoce como vergel, puede uno desde allí ascender al cielo y convertirse en un espíritu divino.
    El jardín de la reina está alrededor de un espléndido palacio y allí pasan el tiempo los inmortales, en un interminable ciclo de juegos, fiestas y pasatiempos. De vez en cuando Hsi Wang Mu aumenta el número de inmortales regalando un durazno a algún humano meritorio. Estos obsequios son raros y en realidad los duraznos maduran sólo una vez cada seis mil años.
    También se habla de tres islas de la inmortalidad. Son Fang- chang, Peng-lai y Ying-chou. La primera se encuentra precisamente en la mitad del mar oriental. Sus costas forman un cuadrado de cinco mil millas de lado. Hay palacios de oro, jade y cristal. Hay también dragones. Los inmortales que no quieren remontarse al cielo, se dirigen a la isla y reciben el documento de vida primordial. Hay varios cientos de miles de inmortales. Todos montan en grullas. Pueden sojuzgar demonios y hacerse invisi- bles. Mantienen siempre un aspecto juvenil, laboran los campos y cultivan la hierba de la inmortalidad.
    En Peng-lai, crece el hongo de la inmortalidad, en busca del cual partieron muchas expediciones. Se trata de una isla donde crecen árboles de piedras y coral. Los habitantes son hadas e inmortales voladores. El emperador Sihuanti la buscó infructuosamente.
    Los taoístas desarrollaron innumerables ejercicios físicos y espirituales para mantenerse jóvenes eternamente. Ancianos y muer- tos que han practicado estos ejercicios desmienten su eficacia.
    En 1356, el viajero Jean de Mandeville escribió acerca de unas aguas milagrosas. Las situaba junto a una montaña y cerca de la ciudad llamada Polombe. La fuente curaba y rejuvenecía. Mandeville aseguraba haber bebido de ella por tres veces.
    Dos siglos antes, Federico Barbarroja, el Papa, y otros reyes europeos, recibieron cartas del Preste Juan, el legendario emperador cristiano del Asia. Como se sabe, este príncipe inmortal gobernaba una tierra mágica y poseía anillos que lo hacían invisible, piedras que le permitían vivir bajo el agua y talismanes maravillosos gracias a los cuales podía decidir el devenir de la historia.
    En aquellas cartas, el Preste Juan hablaba de dos fuentes de la eterna juventud: la primera volvía a los ancianos a la adolescencia. La segunda, menos asombrosa, se limitaba a mantener jóvenes a quienes lo eran todavía. El sabor de las aguas era dulce y oloroso, pero a nadie le importaba.
    El Preste Juan tuvo la intención de marchar al oeste para ayudar a los cristianos en las cruzadas y para aliviar los sufrimientos de Europa con sus maravillas. Al frente de un pequeño ejército comenzó su viaje cuando Edessa cayó en manos del Islam. Al llegar a orillas del Tigris, comprendió que no podría cruzarlo, por falta de barcos. Se dirigió al norte, donde, según le habían dicho, el río se helaba en invierno. Esperó durante años un hielo que nunca llegó. Despareja dotación la de este hombre que desandaba las edades pero no podía cruzar un río.
    Las últimas noticias del Preste Juan las recibió Carlos V en 1530. Pero eran otras épocas y nadie estaba interesado en perseguir fantasmas, con un mundo por descubrir.
    En ese mundo, en América, también existían leyendas. En la región del Orinoco crecía el Guayacán, también llamado árbol de la inmortalidad. Los nativos hacían vasos con su madera y el agua con que los llenaban se volvía azul. Se decía que este líquido era un elixir de la juventud. No lejos de allí veneraban un árbol que actualmente se llama palmera Moriche y a la que los indios llama- ban el árbol de la vida. Creían que de ese árbol había renacido el género humano tras un gran diluvio.
    Pedro Mártir de Anglería hablaba de la isla de Boyacá, también llamada Ananeo, situada a 325 leguas de La Española. Esta isla te- nía su propia fuente.
    Ponce de León, gobernador de Puerto Rico, oyó hablar a los indios de Cuba de una fuente que estaba en la isla de Bímini. Después de obtener el permiso del rey para explorarla, partió con tres naves desde el puerto de San Germán. No encontró la fuente, pero el 2 de abril de 1513 descubrió la península de La Flori- da. Ponce de León creyó que era una isla y la recorrió prolijamente, bebiendo de todos sus charcos, bañándose en todos sus ríos, chapoteando en todos sus pantanos. Finalmente, se topó con unos indios que le atravesaron la pierna con una flecha. Apenas si le quedó tiempo para llegar a Cuba, donde murió.
    Quince años más tarde, don Panfilo de Narváez, el enemigo de Cortés, organizó una nueva expedición a La Florida. Buscaba oro, pero también algún milagro. Llegó al mando de cinco navios el 12 de abril de 1528. Llevaba 80 jinetes y 400 hombres. Entre ellos estaba Alvar Núñez Cabeza de Vaca. Llegaron hasta los Apa- laches en extenuantes jornadas de mala sombra. Muertos de ham- bre y con las manos vacías regresaron como pudieron. Aparecieron en las costas de Texas. Perdidas sus naves, no les quedó más
    remedio que construir unos barcos para cruzar el mar. No tenían nada: ni hierro, ni fragua, ni estopa, ni betún, ni clavos. En cuarenta días hicieron cinco barcas. En ellas se metió todo el ejército. Naufragaron.
    Sólo se salvaron cuatro hombres. Uno era Alvar Núñez.
    Después de cruzar a pie la América del Norte, llegó a Los Ángeles. Tardó ocho años, durante los cuales fue esclavo, médico, hacedor de milagros y resucitador de muertos. Escribió un libro, "Naufragios", donde contó todas sus experiencias menos una: "aquí sólo quedan apuntadas mis desventuras, pero hay algo que no le digo a nadie sino al rey". Muchos creyeron que lo que Alvar Núñez reveló a Carlos V no fue otra cosa que la existencia de la Fuen- te de la Juventud.
    Los Hombres Sensibles de Flores siempre creyeron en la existencia de la Fuente de la Juventud. Desde muy chicos, gastaron tiempo y energía en buscarla. A medida que pasaban los años, crecían sus esfuerzos. Puede decirse que muchas veces buscaban la Fuente sin saber que la buscaban. Y si uno tiene ganas de exagerar, puede sostener que jamás hacían otra cosa.
    Hay que decir que las mágicas propiedades rejuvenecedoras no siempre eran atribuidas a una fuente. Los gitanos de Floresta de- cían que el pasaje Haití le quitaba un año a quien lo recorría hacia el este, y se lo agregaba al que marchaba hacia el oeste.
    Los Brujos de Chiclana hablaban de Inés, una especie de hechicera cuyos besos quitaban años y de cuya cama se salía adolescente. El poeta Jorge Allen buscó a Inés por todas partes, hasta que comprendió que todas las mujeres eran Inés, especialmente una rubiecita llamada Julia.
    Los vendedores de elixir tenían un licor engañoso que provocaba la sensación de ser joven. Algunos se contentaban con él y protestaban que la juventud es un estado de ánimo, mientras se pegaban la dentadura postiza. Había también un tónico de efímeros efectos: restituía por diez segundos la lozanía.
    Manuel Mandeb creía en la existencia de las Fuentes de la Vejez, unos estanques fatales que era imposible no hallar. Sus aguas maléficas estaban en todas partes. El hombre que bebía de ellas iba envejeciendo, haciéndose más triste y más débil, hasta que -más tarde o más temprano— se moría.
    Dejo para el final el obvio resultado de haber bebido en las fuentes vulgares de la verdad: nunca seremos más jóvenes que hoy; jamás volveremos a ver a nuestros muertos; el tiempo no retrocede; el amor perfecto no existe; hay un verso que está siempre a punto de revelársenos y que no escribiremos nunca. Para los hombres de verdad, este no es el final de sus sueños, sino más bien el principio.
     
  9. clause

    clause Claudia

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    Poema Tus Cartas Son Un Vino de Miguel Hernandez


    A mi gran Josefina adorada

    Tus cartas son un vino
    que me trastorna y son
    el único alimento para mi corazón.

    Desde que estoy ausente
    no sé sino soñar,
    igual que el mar tu cuerpo,
    amargo igual que el mar.

    Tus cartas apaciento
    metido en un rincón
    y por redil y hierba
    les doy mi corazón.

    Aunque bajo la tierra
    mi amante cuerpo esté,
    escríbeme, paloma,
    que yo te escribiré.
    Cuando me falte sangre
    con zumo de clavel,
    y encima de mis huesos
    de amor cuando papel.
     
  10. clause

    clause Claudia

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    [​IMG]
    Novia
    Hace mucho tiempo, yo tenía una novia buena y hermosa. Me amaba con una devoción tal, que no pude resistir la tentación de ser malvado. Me solazaba en la traición, en el capricho, en la impuntualidad, en la mentira gratuita.
    Ella lloraba en secreto, cuando yo no la veía, pues sabía que su llanto me irritaba. Pero un día, un incidente que ni siquiera recuerdo me despertó el temor de perderla.
    El amor crece con el miedo. Mi conducta cambió. Me fui haciendo bueno. Quise pagar el daño que había hecho y empecé a vivir para ella.
    Le hacía el amor en todos los zaguanes. Le cantaba valses de Héctor Pedro Blomberg. La llevaba a pasear por los lugares más hermosos del mundo. Le imponía aventuras inesperadas. Me hice sabio y generoso sólo para merecer su amor.
    Pero un día me dejó.
    —No te quiero más —me dijo, y se fue.
    Supliqué un poco, sólo un poco, porque era bueno. Después me puse a esperar la muerte sentado en un umbral.
    Al cabo de un tiempo, aparecieron los celos. Pensé que seguramente me había dejado por otro. Decidí averiguarlo.
    Indagué a los amigos comunes, pero todos afectaban un aire de trabajosa indiferencia.
    Resolví seguirla. Pasaba las noches acechando su puerta. Durante el día, me apostaba en la esquina de su trabajo. El resultado de mis pesquisas fue nulo. Mi novia se desplazaba por circuitos inocentes. Perdí mi empleo, mi salud y hasta mis amistades. Mi vida era una perpetua vigilancia.
    Pasaron largos meses sin que nada ocurriera. Hasta que una noche la vi salir de su casa con aire decidido.
    Tuve el presentimiento de que iba a encontrarse con un hombre, tal vez porque estaba demasiado linda.
    La seguí entre las sombras y vi que se detenía en una esquina que yo conocía bien. Me escondí en un portal. Ella se detuvo y esperó, esperó mucho.
    Cerca de una hora después, apareció un hombre alto, oscuro,
    soberbio. Algo familiar había en su paso. Ella intentó una caricia, pero él la rechazó.
    Inmediatamente comprendí que el hombre se complacía en verla sufrir y amar al mismo tiempo. Se trataba de un sujeto diabólico. Cada tanto, me llegaban ráfagas de una risa vulgar. No podía concebirse un individuo más vil y detestable.
    Caminaron. Tomaron un rumbo que no me sorprendió.
    Al llegar a la luz de una avenida, pude ver que aquel hombre era yo. Yo mismo, pero antes. Con el desdén cósmico que tanto me había costado borrar del alma, con la maldad de mis peores épocas. Con la impunidad de los necios.
    No pude soportarlo. Pensé en cruzar la calle y pegarme una trompada, pero me tuve miedo. Quise gritar, ordenarme a mí mismo dejar tranquila a aquella muchacha. Pero el imperativo no tiene primera persona y no supe qué decirme.
    Se detuvieron un instante y pasé delante de ellos. Ella no me vio. Yo sí me vi. Me miré con un gesto de advertencia.
    Después los perdí de vista y me quedé llorando.
     
  11. -----......

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    LAURICOCHA

    Los pobladores del caserío de Lauricocha relatan que antiguamente no existía la mencionada laguna, más bien era una llanura, donde vivían dos jóvenes guerreros, Shewel Huamán y Yanaramán, dedicados a la crianza de auquénidos y venados; distante a ellos residían la anciana Mama Ripu y su hija Lauricocha. Al pasar el tiempo los 2 jóvenes se enamoraron de la bella Lauricocha, causando una creciente rivalidad entre ellos, que duraría varios años. Para acabar con esta disputa le pidieron a la joven que eligiera a su esposo; requiriendo ella 2 días de plazo; Mama Ripu le aconsejo ponerlos a prueba, por lo que Lauricocha en presencia de sus pretendientes manifestó, que sería su esposo el que logre reunir la mayor cantidad de venados en una noche. Comenzando la tarea Yanaramán esa misma noche; en la mañana siguiente, Lauricocha al lado de Mama Ripu contó el ganado reunido, mientras Yanaramán se adjudicaba el triunfo, sin saber que Shewel Huamán con la ayuda de Mama Ripu agruparía más venados; ya al amanecer Lauricocha comenzó a contar los animales, demorándose 2 días completos, y dándole la victoria a Shewel Huamán.

    Al descubrir esta engañifa, Yanaramán utilizando el poder heredado de su madre Luna castigó a Mama Ripu trasformándola en una roca y dejando pasar el tiempo para planear su venganza. Al concretar su plan, convirtió a todo el ganado de su adversario en piedra, al darse cuenta Shéguel Huamán lo declaró responsable y al encontrarlo se dio una feroz pelea que duró mediodía hasta el anochecer; Yanaramán cuando estaba a punto de ser derrotado, transformó a su rival en roca. Lauricocha al hallar a su esposo petrificado lloró intensamente por él; mientras Yanaramán quiso poseerlas por la fuerza, pero el dios Wiracocha al presenciar esto, transformó a su hija en una gran laguna y castigó a Yanaramán en un cerro. Actualmente se logra apreciar dentro de la laguna a Shewell Huamán con su ganado, mientras Yanaramán permanece vigilante. Durante las noches de luna llena, los pobladores cuentan que una bella mujer aparece sobre una pampa y cuando es observada se sumerge en la laguna donde se encuentra Shewel Huamán.

    Autor: Anonimo
     
  12. clause

    clause Claudia

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    Murallas
    Hay una ciencia que estudia los procedimientos para sitiar ciudades. Se llama poliorcética. El aprendiz de sitiador encontrará en ella consejos prácticos de los ingenieros, pero también ejemplos históricos de agudeza, valor y perseverancia.
    Conocerá las trompetas demoledoras de Jericó.
    El drama de Masada, con la cruel ingeniería de Flavio Silva y la determinación de Eleazar, que ordenó a los sitiados darse muerte unos a otros.
    La aparición de Jesucristo ante el rey Enrique, durante el cerco de Lisboa y el reproche de éste: "Señor, hazte visible mejor ante los sarracenos, que no creen en ti."
    La pertinacia de Tutmés ante Kadesh.
    La traición de Teodorico en Ravena.
    Y la mayor de estas aventuras: el sitio de Troya.
    Me doy el gusto de recordar algunos datos.
    Dante ubica a Ulises y Diomedes entre las llamas del infierno de los embaucadores. Los hace pagar allí la culpa de haber urdido la estratagema del Caballo de Troya para poder entrar a la ciudad sitiada.
    La sanción dantesca es injusta. Aun siendo los dos héroes muy inclinados a la astucia y la ocultación, fueron inocentes del engaño que se les atribuye. En verdad, la diosa Atenea reveló a Prilis, un adivino de Lesbos, que los griegos sólo podrían entrar a Troya escondidos en el interior de un caballo de madera.
    Cuando las naves aqueas pasaron por Lesbos, Prilis comunicó a los jefes el dictamen de la diosa.
    Epeo, que había nacido cobarde y era artesano exquisito, se ofreció voluntariamente para construir el caballo.
    Se dice que empleó tablones de pino. En uno de los costados estaba el escotillón que permitía el ingreso y egreso de los guerreros. Del otro lado se grabaron grandes letras que completaban la siguiente dedicatoria: "En agradecida anticipación a nuestro regreso feliz, los griegos dedicamos este caballo a Atenea".
    El tamaño de la construcción sólo puede conjeturarse por el número de personas que era capaz de albergar. Sin embargo, los poetas e historiadores no terminan de ponerse de acuerdo al respecto. Algunos hablan de veintitrés, otros de treinta, cincuenta y hasta tres mil. Conocemos —eso sí— el nombre de algunos de los que estuvieron dentro del caballo. Recordemos a Menelao, Acamante, Toante, Neoptólemo, Estéleno, Ulises y Diomedes. Epeo también formó parte del grupo. Lo subieron de prepotencia y lo sentaron junto a la cerradura, con el pretexto de que era el único que sabía hacerla funcionar.
    Suele decirse en las conversaciones de las pizzerías que el caballo fue presentado a los troyanos como un obsequio. No fue así. En realidad los griegos incendiaron el campamento y se hicieron a la mar fingiendo que abandonaban el sitio.
    Las naves se ocultaron detrás de una isla cercana y allí esperaron.
    El caso es que al día siguiente, los troyanos encontraron la campiña desierta y en medio de las cenizas del campamento, muerto de risa, el absurdo caballo de Epeo.
    El rey Príamo y los suyos se acercaron a examinarlo. Surgieron opiniones diferentes. Dimetes insistía en llevarlo a la ciudad. Capis propuso quemarlo. Laoconte recordó que no había que confiar en los griegos. Casandra, la hija del rey, que poseía el don de profetizar, reveló que el caballo estaba lleno de guerreros. Pero Casandra estaba condenada a que nadie le creyese.
    Aquí entra a tallar un guapo de verdad: Sinón, el espía. Los griegos lo habían dejado en tierra y él no tardó en hacerse tomar
    prisionero. Conducido ante Príamo, soportó el interrogatorio del rey con fingida reserva. Se dice que no habló hasta que no le cortaron la nariz y las orejas.
    Asegurada de este sangriento modo su credibilidad, engañó a los troyanos con la siguiente historia: dijo que los griegos estaban hartos de la guerra y que se habían ido para siempre. Explicó que lo habían dejado en tierra a causa de su enemistad con Ulises. Con respecto al caballo, dijo que era una ofrenda que los griegos hicieron a Atenea. Querían recuperar el favor de la diosa, muy mal dispuesta con ellos desde el robo del paladio.
    Príamo preguntó por qué lo habían hecho tan grande.
    Entonces Sinón habló de una predicción del adivino Calcante. Si los troyanos despreciaban la ofrenda, serían destruidos. En cambio, si lo introducían en Troya, se hallarían en condiciones de conquistar Micenas.
    Para su desgracia el rey Príamo le creyó. Hizo agrandar las puertas para entrar el caballo, lo dedicó a la diosa y después los troyanos empezaron a festejar la victoria.
    Cuando todos dormían la borrachera, Sinón encendió unos fuegos. Era la señal convenida con la flota griega. Los barcos se acercaron y los guerreros salieron del interior del caballo. El primero en hacerlo fue Equión, que se rompió el cuello. Después comenzó la matanza.
    En todo cerco, se supone que el sitiador es dueño del territorio vecino, que está en situación de impedir el abastecimiento del sitiado y que es el que toma las decisiones.
    Puede decirse que todas las plazas sitiadas caen más tarde o más temprano. El destino de toda muralla es ser derribada.
    Ante semejante postulación, los espíritus prácticos podrán sostener la inutilidad de cualquier resistencia al asedio: si al fin habremos de capitular, ¿a qué demorarse en las tribulaciones del heroísmo?
    La respuesta a tan liviana objeción es contundente y melancóica: vivir no es otra cosa que una resistencia inútil.
    El rey Príamo sabía que el destino de Troya era el fuego. Pero combatió durante diez años.
    El hombre sabio sabe que va a morir, pero vive y se resiste a la muerte tanto como puede. Es mortal en beligerancia.
    Lector poliorcético: el que esto escribe defiende unas modestas murallitas de humo que ya se han derrumbado mil veces. Y guarda en su patio numerosos caballos de madera, obsequio de amados traidores.
    Ahora, en este mismo momento, empiezan a salir de ellos los enemigos.
     
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    clause Claudia

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    Relatores
    Los griegos creían que las cosas ocurrían para que los hombres tuvieran algo que cantar. Las guerras, los desencuentros, los amores trágicos, los horrendos crímenes, las gestas heroicas: todo tenía para los dioses impíos el único fin de proporcionar tema a los cantores. La Historia pone al alcance del menos docto centenares de ejemplos de relatos que fueron más ilustres que los sucesos narrados.
    Resulta difícil concebir una idea más triste del destino humano. Sin embargo, a los juglares, cantores, cronistas y narradores de cuentos, les complace pensar que el mundo se mueve para favorecerlos en su oficio.
    Héctor Bandarelli, el relator deportivo de Flores, creyó pertenecer a la estirpe de Homero. Durante toda su vida se esforzó para que la narración deportiva alcanzara las alturas artísticas de la épica.
    En sus comienzos, Bandarelli hizo algo que nadie había hecho antes. Siendo entreala izquierdo del equipo de Empalme San Vicente, acostumbraba relatar los partidos que él mismo jugaba. Era héroe y juglar, Aquiles y Hornero, Eneas y Virgilio.
    Según dicen, no era del todo imparcial en sus narraciones. Cuando se hacía de la pelota, comenzaba a elogiar su propia ju- gada.
    —Extraordinario, Bandarelli avanza en forma espectacular.
    Muchas veces, por elegir las palabras e impostar la voz, se perdía goles cantados. Cantados incluso por él mismo.
    A medida que pasaba el tiempo, el relator iba superando al ju-
    gador. Algunos viejos que lo vieron jugar cuentan que pasaba la mayor parte del tiempo parado en el medio de la cancha, relatan- do, casi sin tocar la pelota.
    Finalmente fue excluido del equipo. Sin rencor ni tristeza, siguió acompañando las modestas giras del Empalme San Vicente, sólo para relatar desde un costado de la cancha el partido que ju- gaban sus antiguos compañeros. Lo hacía sin micrófono y sin ra- dio, de modo que nadie lo escuchaba, salvo algún wing peregrino que alcanzaba a oír de paso su voz emocionada.
    Después, según se sabe, el Empalme San Vicente dejó de jugar
    y sus futbolistas pasaron a integrar otros equipos.
    Y en ese momento, cuando todo hacía sospechar la decadencia de Bandarelli, el hombre dio un paso genial: descubrió que su narración no necesitaba de un partido real. Era posible relatar partidos imaginarios, hijos de su fantasía.
    Parece una evolución previsible: los antiguos poetas cantaban hazañas más o menos reales. Después las inventaron.
    Lo mismo sucedió con Bandarelli. Y al no tener que ceñirse al rigor de los hechos ciertos, los partidos que relataba empezaron a mejorar: se lograban goles estupendos, los delanteros eludían docenas de rivales, había disparos desde cincuenta metros, los arqueros volaban como pájaros, se producían incidentes cruentos, los arbitros cometían errores perversos.
    De a poco, el artista fue incorporando elementos más complejos a su obra. El tiempo, por ejemplo, manejado en un principio de un modo convencional, pasó a tener durante el apogeo de Bandarelli un carácter artístico y psicológico. Los partidos podían durar un minuto o tres horas.
    Algunas veces, el relator omitía cantar un gol, pero daba claves y mensajes sutiles para que el oyente descubriera la terrible existencia del gol no cantado. Aparecían, cada tanto, unas historias laterales que provocaban un falso aburrimiento, que no era sino una trampa para mejor asestar la alevosa puñalada del gol sorpresivo.
    Todos recuerdan el famoso partido Boca-Alumni que Bandarelli relató en un asado del club Claridad de Ciudadela. En esta obra mezcló jugadores actuales con glorias de nuestro pasado fut- bolístico. Los viejos hacían fuerza por Alumni, los más jóvenes por Boca. Ganó Alumni, pero en su magistral narración, Banda- relli dejó caer —con toda sutileza— la sensación de que los boquen- ses, por respeto a la tradición, se habían dejado ganar.
    Las audiencias de Bandarelli no siempre fueron numerosas. Al- gunos partidos los relató solo, en una mesa del bar La Perla de Flores, ante el estupor de los mozos y parroquianos. Pero poco a poco, los muchachones del barrio fueron descubriendo sus méri- tos y con el tiempo hubo quienes prefirieron escucharlo a él antes que ir a la cancha.
    En 1965, Héctor Bandarelli organizó su campeonato paralelo de fútbol. Todos los domingos narraba el encuentro principal, mientras un colaborador lo interrumpía para comunicar lo que sucedía en el resto de los partidos.
    Algunas firmas comerciales de Flores lo ayudaron a solventar
    los nulos gastos del certamen a cambio de avisos publicitarios.
    Las narraciones tenían lugar en la puerta de la casa de Bandarelli y, cuando llovía, en la cocina. Hay que decir que el relator poeta nunca trabajó para ninguna emisora y jamás utilizó micró- fono, salvo en la grabación que realizara del segundo tiempo de Barracas Central-Barcelona, ya en el final de su carrera.
    El campeonato paralelo terminó en un desastre. El artista no tuvo mejor ocurrencia que sacar campeón a Unión de Santa Fe y mandar al descenso a River, lo que irritó a muchas personas, que hasta llegaron a agredir a Bandarelli.
    Pero todos los que saben algo del relator coinciden en afirmar que su mejor partido fue Alemania-Villa Dálmine, relatado en el Colegio Alemán de la calle José Hernández, a pedido de la Asociación Cooperadora.
    Ese encuentro fue un verdadero canto a la hermandad entre los
    hombres. Los zagueros entregaban banderines a los delanteros ri- vales en cada jugada. El arbitro abrazaba llorando a los futbolistas que quedaban en off-side. Los de Villa Dálmine hicieron una suelta de palomas celestes y blancas a los quince minutos del se- gundo tiempo para celebrar el segundo gol de la selección alemana. En el final, todos se abrazaron e intercambiaron obsequios.
    Fue inolvidable. En el Colegio Alemán, los padres lloraban de emoción añorando la tierra de sus antepasados. Algunos miem- bros de la Asociación Cooperadora pidieron a Bandarelli que volviera a relatar el encuentro en diferido, pero el artista se negó.
    En el esplendor de su actividad, tal vez advirtiendo el carácter efímero de su obra, resolvió escribir libretos detallados que luego archivaba prolijamente. Desgraciadamente, sus familiares quema- ron este valiosísimo corpus argumentando que juntaba mugre. Nos queda apenas un breve fragmento, correspondiente al en- cuentro Boca Juniors 3 - Vélez Sársfield 3.
    "Solidario, agradecido, ayuno de envidias, Javier Ambrois entre- ga la pelota a Nardiello. El viento agita las banderas en los mástiles de la Vuelta de Rocha. Nardiello tira un centro rasante... Arremete ]. J. Rodríguez, pero ya es tarde... tarde para remediar los errores del pasado... tarde para volver a unos brazos que ya no nos esperan... Ya es tarde para todo. "
    Según sus seguidores, el libreto le quitaba frescura a Bandarelli y -como hemos visto— recargaba un tanto su estilo.
    Un día desapareció. Algunos dicen que se mudó, o que se mu- rió, es lo mismo. La gente volvió a preferir los partidos sonantes
    y contantes de la radio.
    Los relatores de hoy tienen la posibilidad de seguir al maestro e intentar la ficción y la fantasía en sus narraciones. ¿Por qué depender de la actuación, muchas veces mediocre, de los futbolistas? ¿Por qué no crear con la voz jugadas más perfectas? ¿Por qué no dar nacimiento a deportistas nobles, diestros y mágicos que nos emocionen más que los reales?
    Se puede ir más allá. Todo el periodismo podría tener un ca- rácter fantástico y abandonar los vulgares hechos de la realidad para aludir a sucesos imaginarios: conflictos, tratados, discursos, crímenes e inauguraciones de ilusión.
    En este último instante comprendo que nadie me asegura que estos artistas no existen ya. Tal vez, todo cuanto uno lee en los diarios no es otra cosa que un invento del periodismo de ficción.
    Sin embargo, esta clase de incredulidad conduce a sospechar la falsedad del Universo mismo. Suspendamos semejante astucia porque algunos hasta podrían pensar que el propio Bandarelli es imaginario y sus partidos sombras de una sombra.
     
  14. clause

    clause Claudia

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    Rubén C. Navarro
    (1894-195:icon_cool:


    Nació en el año de 1894 en el pueblo de Tangancícuaro, Michoacán,

    Estudió en el Seminario de Zamora Michoacán, en dónde también estudió Amado Nervo; Abandona el Seminario y se incorpora a la Revolución Mexicana en 1910. Es nombrado Diputado en el Congreso de la Unión en dónde lanzó la iniciativa para crear el premio Nacional de Literatura: fue Director del Internado de Niños; Ocupó el cargo de Cónsul General en San Diego California y en la República del Brasil, entablando en ese entonces vínculos muy estrechos de amistad con la Poetisa Chilena Gabriela Mistral.

    Publicó desde el año 1918 libros de versos como: La Cíngara y otros poemas, Cancionero del Villorrio, Este era un Rey, Copas Vacías, Lunas de Otoño, De mi bosque Durmiente, La Torre del silencio, Torre de Marfil, Breviario del amor y el dolor, la divina locura, el Libro de Ella, Tu, Las Voces Cardinales, Ritmos de Otoño; En la actualidad en el libro gratuito de la Secretaría de Educación Pública tiene en sus paginas un poema de Rubén C. Navarro llamado: El Romance de las Estrellas.

    Dentro de sus poemas más conocidos se encuentran El Cristo de mi Cabecera, Sirve más Vino, Tabernero, Bienaventurados, El cristo de mi Pueblo, Salutación, Silenciosamente, Resignación, Está muy bien, Quien pudiera ser Monje, Al buen Jesús, Tu Amor es un Martirio, Que cosas de Sor María, Yo el Rabí, Reza, Mírame Sultana, La muerte Pasa, Nuestras Almas Serán Águilas, Doña Blanca de Nieves, Al Caballero Don Quijote

    (primer premio de los juegos florales de Tampico Fiesta de la Raza 1916), Ruego, Romance del Carretero, Balada de los tres visionarios, La Balada del Boyero, Romance de la Aguadora, Navidad, Arrullo Final, Romance del Eterno Viaje, etc.
    Murió el 10 de julio de 1958



    SILENCIOSAMENTE

    Silenciosamente,
    voy por la pendiente,
    voy por la pendiente de la Eternidad...
    Ni cariños traje, ni cariños llevo,
    y en mi senda larga, si aprendí algo nuevo,
    fue, sin duda alguna, la simplicidad...

    Dolorosamente
    voy por la pendiente,
    con el fardo a cuestas de mi ensoñación,
    sin hallar ninguna mariposa errante
    que su sed mitigue con la miel fragante
    de la rosa abierta de mi corazón.

    Fatigosamente
    voy por la pendiente,
    sin curar la herida que me abrió el dolor...
    Ni descanso nunca, ni apresuro el paso...;
    porque, al fin, bien pronto llegaré al ocaso,
    con la vieja pena de mi viejo amor...

    Prematuramente
    voy por la pendiente,
    con el fardo a cuestas de mi decepción
    sin hallar ninguna juvenil terneza
    que mitigue un poco la mortal tristeza,
    la mortal tristeza de mi corazón...



    AL CABALLERO DON QUIJOTE

    Señor Don Quijote: ¡Dame tu armadura,
    tu lanza y tu escudo, tu fuerza y tu honor!...
    Quiero por el mundo pasear mi locura,
    mientras la sobrina y el ama y el cura
    queman los infolios de andanza y de amor.

    Desque tú faltaste, no ha cesado el ruego
    de los que padecen injusta opresión...
    Desque tú faltaste ¡glorioso Manchego!
    ¡tras cada soldado se oculta un borrego!
    ¡tras cada nobleza se oculta un follón!...

    En el siglo XX, señor, es un hecho
    que estamos a obscuras, pudiendo hcer luz;
    que a muchos nos dejan sin pan y sin techo;
    ¡que en nombre de Temis se viola el derecho
    y en nombre de Cristo nos cargan la Cruz!...

    Señor: ¡Yo he leído tus mismas lecturas!...
    Señor: ¡Yo padezco tus melancolías!...
    ¡Ya me malfirieron tus malaventuras!....
    ¡Ya me contagiaron tus hondas locuras!...
    ¡Ya me enloquecieron tus caballerías!

    Yo iré por el mundo, sin abrir los labios,
    mas que cuando deba predicar el bien...
    Todos tus consejos guardaré, por sabios,
    y será mi anhelo desfacer agravios
    ¡aunque nunca sepa ni en dónde, ni a quien!...

    Tendré rocinante y un buen escudero
    que conmigo parta ventura y dolor...
    velaré mis armas y el señor ventero
    podrá, sin reservas, armar caballero,
    a quien ha mostrado pujanza y valor...

    Al rayar el alba, tomaré el camino,
    por el cual acaso tornaré después...
    Mediré mis armas con el vizcaíno,
    ¡y no habrá en mi senda gigante o molino
    que ignore que valgo lo menos por tres!...

    Sabrá mis fazañas la gentil Señora
    Doña Dulcinea de mi corazón...
    seréle, mañana, tan fiel como agora,
    y arderá mi sangre -castellana y mora-
    cuando me bendiga desde su balcón...

    A todas las dichas, la dicha prefiero
    de ser mitad indio, mitad español;
    seguir por mi ruta de buen caballero;
    ¡y tener la gloria de templar mi acero
    en la roja lumbre de un gran horno: El Sol!...

    Si es "Barataria" por mí conquistada,
    fungirá el buen Sancho de Gobernador...
    ¡Nada tengo ahora, ni pretendo nada!
    Y ansí no diredes: "Alonso Quijada
    Cambió por doblones quimeras de amor!..."

    Ni en las malandanzas cambiaré mi empeño
    de amparar doncellas y vencer el mal...
    Nunca, ni por nada, cambiaré mi ensueño;
    y en el rocinante y en el clavileño,
    iré tras el mismo lejano ideal...

    Después... malferido, sin yelmo, sin lanza;
    con el desaliento de inútil bregar;
    sin ansia de honores, ni honor de alabanza,
    volveré al terruño, con una esperanza;
    ¡Ya nunca en la vida sentir ni pensar!

    Cuando por mí venga la muerte, no quiero
    marchar conociendo la austera verdad;
    que si la locura me armó caballero,
    ¡Caballero y loco tomaré el sendero
    -fatigoso y largo- de la eternidad!...

    Al fin otros muchos leerán tus lecturas;
    llorarán, acaso, tus melancolías;
    y enfermos de todas tus hondas locuras,
    irán por el mundo, buscando aventuras,
    dignas de tus glorias de caballerías...

    .....................................

    Mas... agora, dame, señor, tu nobleza;
    tu vieja armadura, tu lanza y tu honor...
    Quiero por la vida llevar mi tristeza,
    mientras Dulcineas, sollozando, reza
    por su caballero... ¡paladín de amor!
     
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    clause Claudia

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    El mundo de los demás
    (Miguel Hernánde)Adaptado musicalmente por J. M. Serrat

    El mundo es como aparece
    ante mis cinco sentidos,
    y ante los tuyos que son
    las orillas de los míos.

    El mundo de los demás
    no es el nuestro: no es el mismo.

    Imágenes de la vida:
    cada vez las recibimos,
    nos reciben entregados
    más unidamente a un ritmo.

    Pero las cosas se forman
    con nuestros propios delirios.

    Ciegos para los demás,
    oscuros, siempre remisos,
    miramos siempre hacia adentro,
    vemos desde lo más íntimo.

    Trabajo y amor me cuesta
    conmigo así, ver contigo:
    aparecer, como el agua
    con la arena, siempre unidos.

    Nadie me verá del todo
    ni es nadie como lo miro.

    Somos algo más que vemos,
    algo menos que inquirimos.
    Algún suceso de todos
    pasa desapercibido.

    Nadie nos ha visto. A nadie
    ciegos de ver, hemos visto.

    Ciegos para los demás,
    oscuros, siempre remisos,
    miramos siempre hacia adentro,
    vemos desde lo más íntimo.