Poemas, cuentos y leyendas

Tema en 'Temas de interés (no de plantas)' comenzado por mai^a, 27/2/08.

  1. clause

    clause Claudia

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    Alejandro Dumas
    EL HOMBRE DE LA MASCARA DE HIERRO

    Capítulo 30

    EL INVENTARIO DE M. DE BEAUFORT

    No le faltaba más a Athos que visitar al duque de Beaufort y ponerse de acuerdo con él para la partida.

    El duque estaba espléndidamente instalado en París; tenía el soberbio boato de las colosales fortunas que algunos ancianos recordaban haber visto florecer en tiempo de las liberalidades de Enrique III. En aquel reinado hubo señores que verdaderamente estaban más ricos que el monarca, y sabiendo ellos esto, usaban de sus riquezas, y se daban el gusto de humillar un poco a su real majestad.

    Aquella fue la egoísta aristocracia a la cual Richelieu obligó a contribuir con su sangre, su bolsa y sus reverencias a lo que desde entonces se llamó “el servicio del rey”.

    Desde Luis XI, el terrible segador de grandes, hasta Richelieu, ¡cuántas familias habían vuelto a levantar la cabeza! Pero también ¡cuántas la doblaron para no volver a levantarla jamás, desde Richelieu a Luis XIV! Pero Beaufort había nacido príncipe, y de una sangre que no derrama en los patíbulos, si no es por sentencia de los pueblos.

    Este príncipe conservó, pues, su modo de vivir con esplendidez. ¿Cómo pagaba sus caballos, sus criados y su mesa? Nadie lo sabía, y él menos que los demás. Pero en aquel tiempo los hijos del rey gozaban de un privilegio, y es que persona alguna se negaba a convertirse en acreedor de ellos, ya por respeto, ya por devoción, o bien porque esperaban cobrar algún día.

    Athos y Raúl encontraron la casa del príncipe revuelta como la de Planchet.

    También el duque hacía inventario, es decir que distribuía a sus amigos, a sus acreedores, todo cuanto de valor había en su casa.

    Para encontrar la entonces enorme cantidad de dos millones, que el duque juzgó necesario reunir para encaminarse al África, distribuía a sus antiguos acreedores valijas, armas, joyas y muebles, lo cual era más magnífico que vender, y le reportaba el doble.

    En efecto, ¿qué hombre a quien uno debe diez mil libras se niega a llevarse un regalo de seis mil, que tiene el mérito de haber pertenecido al descendiente de Enrique IV, y después de haberse llevado el regalo, no da otras diez mil libras a tan generoso señor?

    Y así fue. El duque levantó la casa; la cual no necesita un almirante si la tiene a bordo. Además, se deshizo de sus armas superfluas, pues iba a vivir entre cañones, y de sus joyas, que la mar podía devorar; pero en cambio tenía en sus cofres tres o cuatrocientos mil escudos.

    Y en todas partes, en la casa, había personas que creían robar a mansalva. El lo daba todo. La fábula oriental en que un árabe saqueando un palacio se apoderó de una olla en cuyo fondo había un saco de oro, y a quien todos dejaron pasar sin inconveniente, era una verdad en casa del duque. Todos estaban contentos con llevarse algo.

    Beaufort acabó por dar sus caballos y vació sus graneros. Además, se creía que si el duque hacía aquello era porque esperaba hallar mayor fortuna entre los árabe.

    He aquí la situación, de la que se dio cuenta al instante con su mirada investigadora el conde de La Fere.

    Este encontró al almirante de Francia un poco aturdido, pues acababa de levantarse de una mesa de cincuenta cubiertos donde se bebió en abundancia a la prosperidad de la expedición, y al llegar a los postres, se abandonaron los restos a los criados y los platos vacíos a los curiosos.

    Beaufort se había embriagado a una con su ruina y con su popularidad.

    ––He aquí mi edecán, ––exclamó el duque al ver a Athos y a Raúl. ––Por aquí, conde; por aquí, vizconde.

    Athos buscó un paso al través de los montones de ropa blanca y de vajilla que cubrían el suelo.

    ––He aquí vuestra comisión, ––dijo el príncipe a Raúl. Yo la había preparado contando con vos. Id por delante hasta Antibes. ¿Conocéis el mar?

    ––Sí, monseñor, he viajado con el príncipe de Condé.

    ––Bueno. Haced que todas las garrabas estén dispuestas para escoltarme y conducir mis provisiones. Urge que el ejército pueda embarcarse, a más tardar, dentro de quince días.

    ––Así se hará, monseñor.

    ––Esta orden os confiere el derecho de visita y de requisa en todas las islas cercanas a la costa. En ellas haréis las levas y las requisas que en mi nombre os plazca hacer.

    ––Está bien, señor duque.

    ––Y como sois activo y trabajáis mucho, necesitáis mucho dinero.

    ––Yo creo que no, monseñor.

    ––Pues yo espero lo contrario. Mi mayordomo ha extendido unas libranzas de a mil libras cada una, pagaderas en las ciudades del Mediodía. Veros con él y os dará cien.

    ––Conservad vuestro dinero, ––repuso Athos interrumpiendo al príncipe ––para hacer la guerra a los árabes, tanto se necesita del oro como del plomo.

    ––Pues yo quiero ensayar lo puesto ––replicó el duque, ––además de que ya conocéis mi modo de pensar respecto de la expresión: mucho ruido, mucho fuego, y si es menester, desapareceré entre el humo. A vos os retengo, mi querido conde.

    ––No, monseñor, me voy con Raúl; la comisión que le habéis encargado es difícil y penosa, y por sí solo le costaría demasiado trabajo llenarla. Vos no notáis, monseñor. en que acabáis de conferirle un mando de primer orden.

    ––¡Bah!

    ––¡Y en la marina!

    ––Es verdad; pero un hombre como él hace cuanto se propone. ––Monseñor, en ningún otro hombre hallaréis más celo, más inteligencia y más valentía que en Raúl; pero si no pudiese efectuarse el embargo del ejército en el día que tenéis dispuesto, nadie más que vos tendría la culpa de semejante contratiempo. ––¡Toma! ¿pues no me está riñendo mi amigo?

    ––Monseñor, para avituallar una escuadra, para concentrar una cuadrilla, para reclutar a los marineros, un almirante necesitaría tres meses, y Raúl es capitán de caballería, y no le concedéis más que dos semanas.

    ––Pues yo os digo que él lo hará. También lo creo yo; pero le ayudaré.

    ––Ya he contado con vos, y aún espero que, una vez en Tolón, no le dejaréis partir solo.

    ––¡Ah! ––exclamó Athos moviendo la cabeza.

    ––¡Paciencia! ¡Paciencia!

    ––Con vuestra licencia, monseñor.

    ––¿Os vais? Guárdeos Dios y la suerte os ayude.

    ––Adiós, monseñor, y que también os sea propicia la fortuna.

    ––Bien, empieza la expedición, ––dijo Athos a su hijo. ––No hay víveres, ni reservas, ni flotilla de carga. ¿Qué van a hacer?

    ––Si todos hacen lo que yo, ––repuso Raúl, ––no faltarán las vituallas.


     
  2. clause

    clause Claudia

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    DOLOR AJENO

    Ya no acierto a decir lo que me duele
    cuando me duele el alma:
    son mil cosas que no me pertenecen,
    es una ajena historia dislocada.

    Todo el dolor del mundo ha desbocado
    sobre mi ser sus puntiagudas aguas
    -cristales carne adentro, hasta la pulpa-,
    donde el dolor se hace sustancia.

    Los ojos sin remedio franqueados
    van sorbiendo un espanto sin palabras;
    porque suenan dolores no sé a dónde,
    pero en todos los senos de mi alma.

    La tierra es un bordón bajo los cascos
    hinchados que machacan
    alegrías que nunca han existido
    pero que fueron siempre una esperanza...
    ¡La esperanza es de ayer! Hoy solo quedan
    unas manos que exprimen a la nada...

    Me duele un corazón que no es el mío,
    qué no sé de quién es, aunque es de todos:
    acerico sangrante donde clavan
    sus deseos de rabia los enconos
    de todo lo posible que me obliga,
    solo y sin fuerzas, a llevar los ojos
    abiertos para siempre a lo terrible
    que puede verse de un momento a otro.

    Pero empiezo a sentir cauterizadas
    esas heridas que presiento en torno,
    como luces lejanas, en la noche
    de este dolor sin nombre que yo nombro...
    ...porque siento que Dios, como una mano,
    me ha puesto su Ternura sobre el hombro...

    Jesús Tomé
     
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    clause Claudia

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    Jesús Tomé
    Nació el día 1 de febrero de 1927 en Ciudad Rodrigo, una ciudad amurallada de la provincia española de Salamanca. Realizó sus estudios primarios en su pueblo natal. En 1940 inició el estudio de Humanidades. Ingresa en la congregación Claretiana en Segovia. Tomó los cursos de Filosofía a partir de 1945, y los de Teología desde 1949. Fue ordenado sacerdote el 3 de mayo de 1953. En 1961 completó estudios de Humanidades Clásicas, con diploma de capacitación pedagógica, en la Universidad Pontificia de Salamanca. Impartió cursos de Literatura en colegios y seminarios de España. Llegó a Puerto Rico en 1963. Amplió estudios en el Departamento de Estudios Hispánicos, donde fue profesor. Dio cursos también en la Católica de Caguas y en el Sagrado Corazón

     
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    clause Claudia

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    Alejandro Dumas
    EL HOMBRE DE LA MASCARA DE HIERRO
    Capítulo 31

    LA FUENTE DE PLATA

    El viaje fue agradable. Athos y su hijo atravesaron toda Francia a razón de quince leguas por día. Emplearon quince días en llegar a Tolón y perdieron las huellas de D'Artagnan en Antibes.

    Hay que creer que el capitán de mosqueteros quiso guardar el incógnito en aquellos parajes; porque de los informes que tomó Athos, obtuvo la seguridad de que habían visto al jinete que él describió, cambiar caballos por un coche cuidadosamente cerrado que tomó hacia Aviñón.

    Raúl sintió mucho no encontrar a D'Artagnan; y es que a su tierno corazón le faltaba la despedida y el consuelo de aquel corazón de acero.

    Athos sabía por experiencia que D'Artagnan se volvía impenetrable cuando estaba metido en un negocio serio, ya por cuenta propia o en servicio del rey, y aun temía ofender a su amigo o perjudicarlo, tomando demasiados informes. Sin embargo, cuando Raúl empezó su labor de clasificación para la flotilla, y concentró las gabarras y alijadores para enviarlos a Tolón, uno de los pescadores dijo al conde que su barca estaba en reparación después de un viaje hecho por cuenta de un hidalgo a quien apremiaba mucho embarcarse.

    Imaginándose Athos que aquel hombre mentía para quedar libre y ganar más dinero pescando, una vez sus compañeros hubiesen partido, insistió para conseguir pormenores.

    El pescador dijo entonces que unos seis días antes, y durante una noche, un hombre le había flotado su barca para trasladarse a la isla de San Honorato. Cerróse el trato, pero el hidalgo llegó con una gran caja de coche, a la que se empeñó en embarcar, pese a las dificultades que presentaba tal operación. El pescador quiso desdecirse, y amenazó, y en pago recibió una paliza furiosamente descargada por el hidalgo. El pescador acudió, refunfuñando, al síndico de sus cofrades de Antibes, los cuales administran justicia entre sí y se protegen; pero el hidalgo exhibió cierto papel, al ver el cual el síndico, haciendo una reverencia hasta el suelo, conjuró al pescador a obedecer y le echó un sermón por haberse mostrado recalcitrante.

    ––Entonces, ––prosiguió el pescador, ––no tuve más remedio que partir con el cargamento.

    ––Bueno, ––replicó Athos, ––pero hasta aquí nada justifica lo que habéis dicho respecto del estado de vuestra embarcación. ––A eso voy, señor. Puse la proa a la isla de San Honorato, obedeciendo a la orden del hidalgo; pero cambiando éste de parecer, se empeñó en que no podríamos pasar por el sud de la abadía.

    ––¿Por qué no?

    ––Porque frente a la torre cuadrada de los Benedictinos, hacia la punta del sur, está el banco de los “Monjes”, a flor de agua y bajo ella, paso peligroso, pero que yo lo he salvado mil veces. El hidalgo me pidió que lo desembarcara en Santa Margarita.

    ––¿Y qué?

    ––¿Y qué, señor? ––exclamó el pescador con dejo provenzal. –– ¿Somos o no somos marinos? ¿Conocemos el paso o sólo servimos para meternos en agua dulce? Yo me obstiné en pasar, y el hidalgo ¿qué hizo? Me echó las manos al cuello y me dijo que iba a estrangularme. Entonces mi segundo y yo empuñamos sendas hachas para vengarnos de la afrenta de la noche, pero el hidalgo tiró de su espada y la esgrimió tan aprisa, que el demonio que lo acercara a él. Yo iba a lanzarle el hacha en la cabeza, lo cual estaba en mi derecho, ¿verdad, señor?, porque un marino a bordo es rey, como un ciudadano lo es en su casa; como he dicho, iba yo a lanzarle mi hacha a la cabeza, cuando prontamente y creedme si queréis, aquella caja de carroza se abrió no sé cómo, y de ella salió una especie de fantasma, cubierta con un casco negro y una máscara negra; algo que metía espanto y nos amenazaba con el puño.

    ––¿Quién era? ––preguntó Athos.

    ––El demonio, señor, porque el hidalgo, al verlo, dijo con gran alegría: “Gracias monseñor.”

    ––¡Es singular! ––exclamó el conde mirando a Raúl.

    ––¿Qué hicisteis vos entonces? ––preguntó Bragelonne al pescador.

    ––Ya comprenderéis, señor, que dos hombres como nosotros, éramos pocos contra dos hidalgos; pero ¡contra el diablo! ¡digo! Mi compañero y yo nos consultamos; pero, como si lo hubiéramos hecho, nos echamos de cabeza al agua, a siete u ochocientos pies de la costa.

    ––¿Y entonces?

    ––Entonces, señor, como soplaba el viento fresco del suroeste, la barca siguió avanzando y fue a parar a la playa de Santa margarita.

    ––Pero ¿y los viajeros?

    ––¡Bah! no os inquietéis. Y la prueba de que el uno era el demonio y protegía al otro, está en que cuando llegamos a nado adonde la barca, en vez de encontrar aquellos dos hombres desmenuzados por el choque, no encontramos nada, ni siquiera la carroza.

    ––¡Es extraño! ¡Es extraño! ––repitió el conde. ––¿Y qué hicisteis luego, amigo mío?

    ––¿Qué hice? Me quejé al gobernador de Santa margarita, que se llevó el dedo a la boca y me dijo que como yo fuese otra vez a él con semejantes cuentos, me haría azotar.

    ––¿El gobernador?

    ––Sí, señor; y mi barca hecha astillas, pues dejó toda la proa en el cabo de Santa Margarita, y el carpintero me pide ciento veinte libras para reparar la avería.

    ––Bueno, ––repuso Bragelonne, ––quedáis eximido de servicio. Podéis marcharos.

    ––¿Vamos a Santa Margarita, Raúl? ––preguntó luego Athos. ––Sí, señor; porque hay que poner algo en claro, y de seguro el hidalgo es D'Artagnan; en su modo de obrar le conozco.

    Aquel mismo día, Athos y su hijo partieron para Santa Margarita a bordo de un quechemarín que por orden de ellos vino de Tolón.

    La impresión que sintieron al desembarcar fue muy agradable. La isla estaba llena de flores y frutas. Los naranjos y los granados doblaban sus ramas bajo el peso de los frutos; y toda la parte cultivada servía de jardín al gobernador.

    La isla estaba deshabitada. Tenía una ensenada donde podían refugiarse pequeñas embarcaciones, y donde iban los contrabandistas a depositar sus mercancías, lo que el gobernador les permitía, con tal que no azasen, ni tocasen las plantas.

    Así es que la guarnición de la isla sólo se componía de ocho hombres que guardaban una fortaleza con doce cañones enmohecidos. La fortaleza tenía un profundo foso y tres torrecillas unidas entre sí por terraplenes.

    Cuando Athos y Raúl llegaron a la isla de Santa Margarita, era el mediodía. Siguieron la tapia del vergel, bajo un sol abrasador. Todo era calma y silencio, todo dormía pesadamente; como el mar tranquilo, las hojas de los árboles inclinadas e inmóviles, sostenían una quietud sofocante, y hasta los insectos dormían en sus cuevas.

    Los viajeros no encontraron a nadie que pudiera conducirles ante el gobernador. Sólo Athos vio cruzar un soldado por los terraplenes, llevando una cesta, y volviendo sin ella.

    De pronto Athos oyó que le llamaban, y al levantar la cabeza vio en el vano de una ventana enrejada, algo blanco, como una mano que se movía, un no sé qué deslumbrador, como un arma herida por los rayos del sol, y antes que pudiese enterarme, llamó su atención desde la torre al suelo una ráfaga luminosa y un golpe seco en el foso. El objeto que produjo la ráfaga luminosa y el golpe, era una fuente de plata, que rodó hasta la candente arena, adonde fue Raúl a recogerla.

    La mano que lanzó la fuente de plata hizo una seña a los dos hidalgos y desapareció. Entonces Raúl y Athos miraron con atención la fuente cubierta de polvo, y en el fondo de ella descubrieron unos caracteres trazados con la punta de un cuchillo y que decían: “Soy hermano del rey de Francia. Preso hoy, mañana estaré loco. Caballeros franceses y cristianos, rogad a Dios por el alma y la razón del hijo de vuestros señores.” A Athos se le cayó de las manos la fuente, mientras Raúl se esforzaba en descifrar el sentido misterioso de aquellas lúgubres palabras.

    En aquel mismo instante y de lo alto de la torre partió un grito. Raúl, veloz como el rayo, bajó la cabeza y obligó a su padre a que hiciese lo mismo. En la cresta de la muralla acababa de relucir el cañón de un mosquete, del cual partió una blanca humareda, y a seis pulgadas de los hidalgos vino a aplastarse una bala contra una piedra. Tras el primer mosquete apareció otro que también apuntó.

    ––¡Voto al diablo! ––gritó Athos. ––¿Se asesina a la gente aquí? ¡Bajad, cobardes!

    ––¡Bajad! ––repitió Bragelonne amenazando con el puño a los del castillo.

    El que iba a disparar el segundo mosquetazo, respondió a las voces del conde y Raúl con otras de sorpresa, y como su compañero se disponía a continuar el ataque y tomó el mosquete cargado, el que acababa de gritar levantó el arma, y el tiro fue al aire.

    Athos y Raúl, al ver que los que les atacaron desaparecían de la plataforma, creyeron que bajaban para atacarles de frente, y aguardaron a pie firme.

    Apenas transcurridos cinco minutos, sonó un tambor llamando a los ocho soldados de la guarnición, que se vinieron al otro lado del foso con mosquetes, al mando de un oficial en quien Raúl conoció al que había disparado el primer mosquetazo. Aquel oficial ordenó a sus soldados que preparasen las armas.

    ––¡Nos van a fusilar! ––exclamó Bragelonne. ––A lo menos desenvainemos y saltemos al foso, y mucho será que cada uno de nosotros no matemos a uno cuando hayan descargado.

    Ya Raúl, añadiendo la acción al dicho, iba a saltar, seguido de Athos, cuando a sus espaldas resonó una voz conocida que llamó:

    ––¡Athos! ¡Raúl!

    ––¡D'Artagnan! ––respondieron los dos hidalgos.

    ––¡Mil rayos! ¡Abajo las armas! ––gritó el capitán a los soldados. ––Ya estaba y seguro de lo que decía.

    Los soldados bajaron sus mosquetes.

    ––Pero, ––preguntó Athos, ––¿sin avisar nos fusilan?

    ––Era yo quien iba a fusilaros, ––replicó D'Artagnan, ––y si el gobernador no he hecho blanco, lo hubiera hecho yo, amigos míos. Es una suerte que yo haya tomado la costumbre de apuntar con toda clama, en vez de hacerlo instintivamente. Al apuntaros me ha parecido conoceros, y ¡qué dicha, amigos míos!

    ––¡Cómo! ––exclamó el conde, ––¿el que ha disparado contra nosotros es el gobernador de la fortaleza?

    ––En persona.

    ––¿Por qué ha disparado? ¿Qué le hemos hecho?

    ––¡Voto al diablo! Habéis recogido lo que os ha tirado el preso.

    ––Es verdad.

    ––El preso ha escrito algo en la fuente, ¿no es cierto?

    ––Sí.

    ––Me lo temí. ––repuso D'Artagnan dando muestras de la mayor inquietud y apoderándose de la fuente para leer lo que en ella había escrito; y, palideciendo lanzó una exclamación de angustia y añadió: ––¡Silencio! Aquí está el gobernador.

    ––¿Qué va a hacernos? ––repuso Bragelonne.

    ––Callaos, por Dios, ––dijo D'Artagnan. ––Si sospechan que sabéis leer, habéis comprendido, por más que yo os quiera con toda mi alma y me haga matar por vosotros...

    ––¿Qué? ––preguntaron a una Athos y Raúl.

    ––No os salvaré de un encierro perpetuo por mucho que logre salvaros de la muerte. Repito, pues, ¡silencio!

    El gobernador atravesó el foso por medio de un puentecillo de tablas, y preguntó a D'Artagnan:

    ––¿Qué os detiene?

    ––Sois españoles y no comprendéis pizca de francés, ––dijo el gascón en voz baja a sus amigos. Y volviéndose hacia el gobernador, añadió en voz alta: ––¿No os lo dije? Estos caballeros son dos capitanes españoles a quienes conocí en Ipres el año pasado... No entienden el francés.

    ––¡Ah! ––repuso con atención el gobernador e intentando leer los caracteres de la fuente de plata. Y al ver que D'Artagnan se la quitaba para borrarlos con la punto de su espada, exclamó: –– ¿Qué hacéis? ¿Conque yo no puedo leer?...

    ––Es un secreto de Estado, ––dijo el mosquetero; ––y como sabéis que por orden del rey está condenado a muerte el que lo sepa, no hallo reparo en que leáis lo que dice la bandeja, pero inmediatamente después os hago fusilar.

    Mientras D'Artagnan profería, entre formal e irónico, aquel apóstrofe, Athos y Raúl guardaban el más impasible silencio.

    ––Es imposible que esos caballeros no comprendan a lo menos algunas palabras ––repuso el gobernador.

    ––¡Bah! Aunque comprendiesen lo que uno habla, no leerían ningún escrito, ni siquiera en castellano. Un noble español no debe saber leer.

    ––Invitad a esos caballeros a que vengan al fuerte, ––dijo el gobernador, que si bien tuvo que contentarse con las explicaciones del gascón, era tenaz.

    ––Muy bien; yo mismo iba a proponéroslo, ––replicó D'Artagnan.

    Lo cierto es que el capitán de mosqueteros hubiera querido ver a sus amigos a cien leguas de distancia. Así, pues, se volvió hacia los dos hidalgos, y en castellano les invitó al entrar en la fortaleza.


     
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    TRISTE, MUY TRISTEMENTE...

    Un día estaba yo triste, muy tristemente
    viendo cómo caía el agua de una fuente.

    Era la noche dulce y argentina. Lloraba
    la noche. Suspiraba la noche. Sollozaba
    la noche. Y el crepúsculo en su suave amatista,
    diluía la lágrima de un misterioso artista.

    Y ese artista era yo, misterioso y gimiente,
    que mezclaba mi alma al chorro de la fuente.


    Rubén Darío, 1916



     
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    Alejandro Dumas
    EL HOMBRE DE LA MASCARA DE HIERRO

    Capítulo 32
    PRISIONERO Y CARCELEROS

    Una vez en el fuerte, y mientras el gobernador hacía algunos preparativos para recibir a sus huéspedes:

    ––Vamos, ––dijo Athos, ––explicaos ahora que estamos solos.

    ––Es muy sencillo, ––respondió el mosquetero. ––He conducido aquí un preso a quien por orden del rey nadie puede ver. Al llegar vosotros, el preso os ha arrojado algo al través de los barrotes de su ventana, algo que yo he visto caer mientras estaba comiendo con el gobernador, y que Raúl ha recogido. Y como no necesito mucho tiempo para comprender, he comprendido que estabais en inteligencia con el preso. Entonces...

    ––Habéis ordenado que nos fusilaran, ––interrumpió Athos.

    ––Lo confieso; pero si he sido yo quien primero he empuñado un mosquete, por fortuna he sido el último en apuntaros.

    ––Si me hubierais matado, hubiera tenido el honor de morir por la casa real de Francia; y es honra insigne morir por vuestra mano, siendo, como sois, su más leal y noble defensor.

    ––¿Qué diablos estáis diciendo de la casa real? ––repuso D'Artagnan. ––¡Qué! un hombre como vos, discreto y avisado, ¿da crédito al las locuras que escribe un insensato?

    ––Sí.

    ––Y con mayor razón, mi querido caballero, ––dijo Raúl, –– cuando tenéis orden de matar a quien las crea.

    ––Porque cuanto más absurda es una calumnia, ––replicó el gascón, ––más probabilidades tiene de popularizarse.

    ––No. D'Artagnan, ––repuso en voz baja Athos, ––sino porque el rey no quiere que el secreto de su familia transpire entre el pueblo y cubra de infamia a los verdugos del hijo de Luis XIII.

    ––No digáis esas niñerías, Athos, o de lo contrario dejo de teneros por sensato. Por otra parte, ¿cómo podría Luis XIII tener un hijo en la isla de Santa Margarita?

    ––Un hijo a quien habéis conducido vos aquí, enmascarado, en la barca de un pescador, ––dijo el conde de La Fere.

    ––¿Y de dónde habéis sacado vos que una barca de pescador?... ––repuso D'Artagnan algo cortado.

    ––Una barca que os ha traído aquí junto con la carroza que encerraba al preso, a quien vos llamáis monseñor. Ya veis que lo sé.

    ––Aunque esto fuese verdad, ––replicó el mosquetero, royéndose el bigote; ––aunque fuese verdad que yo hubiese conducido aquí en una barca y con una carroza a un preso enmascarado, nada prueba que el preso sea un príncipe... de la casa real de Francia.

    ––Eso preguntádselo a Aramis, ––contestó con frialdad el conde.

    ––¿A Aramis? ––exclamó con turbación el mosquetero. ––¿Habéis visto a Aramis?

    ––Si, después del contratiempo que sufrió en Vaux. He visto al Aramis fugitivo, perseguido, perdido, y por él he sabido lo bastante para creer en lo que aquel desventurado ha grabado en la fuente de plata.

    ––He aquí cómo Dios se burla de lo que los hombres llaman sabiduría, ––repuso D'Artagnan con abatimiento. ––¡Buen secreto el que ya conocen catorce o quince personas! Athos ¡maldito sea el azar que os ha puesto frente a mí en este asunto! porque ahora...

    ––¿Queréis decir que vuestro secreto se ha divulgado porque yo lo sé? ––dijo Athos con severa dulzura. ––¡Ay! otros más pesados he guardado en mi vida, y si no, recorred vuestra memoria.

    ––Pero nunca tan peligrosos, ––replicó D'Artagnan con tristeza. ––Sospecho que cuantos estén en este secreto morirán mal. ––Cúmplase la voluntad de Dios, D'Àrtagnan. Pero aquí está el gobernador.

    D'Artagnan y sus amigos se identificaron otra vez con los papeles que les tocaba desempeñar.

    Aquel gobernador, suspicaz y duro, y muy obsequioso con D'Artagnan, se limitó a poner buena cara a sus huéspedes y a observarlos atentamente. Athos y Raúl notaron que el gobernador buscaba con frecuencia y repentinamente ponerles en un aprieto, o sorprenderlos; pero ninguno de los dos se desconcertó; dando así visos de verosimilitud, si no de verdad completa, a lo que dijera el mosquetero.

    Acabada la comida, el gobernador se preparó para dormir la siesta.

    ––¿Cómo se llama ese hombre? tiene muy mal aspecto ––dijo Athos en castellano a D'Artagnan.

    ––Saint-Mars, ––respondió el mosquetero.

    ––¿Conque va a ser el carcelero del joven príncipe?

    ––¿Acaso lo sé yo? ¿Quién sabe si voy a pasar toda mi vida en esta isla?

    ––¿Quién? ¿vos? ¡Cá!

    ––Amigo mío, me encuentro en la situación de quien se halla un tesoro en medio del desierto. Quiere llevárselo, y no puede; quiere dejarlo, y no se atreve. El rey no me llamará, temiendo de que otro no vigile tan bien como yo, y al mismo tiempo me echará de menos sabiendo, como sabe, que, de cerca, nadie le servirá como yo. Por lo demás, sucederá lo que Dios quiera.

    ––Por lo mismo que no sabéis nada fijo, ––replicó Bragelonne, ––vuestro estado es transitorio y os volveréis a París.

    ––Preguntad a esos señores qué vienen a hacer en Santa Margarita, ––interrumpió Sain–Mars.

    ––Sabedores de que había un convento de benedictinos en San Honorato, digno de ser visitado, y abundante caza en Santa Margarita, se han decidido a venir.

    ––Estoy a su disposición como a la vuestra, ––dijo Saint-Mars.

    ––Gracias, ––repuso el gascón.

    ––Y ¿cuándo parten? ––prosiguió el gobernador.

    ––Mañana, ––respondió D'Artagnan.

    Saint-Mars fue a hacer su ronda, y dejó al mosquetero solo con los supuestos españoles.

    ––Ved una vida y una sociedad que me fastidian, ––exclamó D'Artagnan. ––Mando a ese hombre, y no puedo soportarle, ¡voto a mil rayos!... ¿Os gustaría matar conejos? El paseo resultará grato y poco fatigoso. La isla sólo tiene legua y media de longitud por media de anchura. Es un verdadero parque. Divirtámonos.

    ––Vayamos adonde queráis, D'Artagnan, no para divertirnos, sino para conversar con toda libertad.

    El gascón hizo seña a un soldado, que comprendió, trajo escopetas para los tres hidalgos, y se volvió al fuerte.

    Ahora, ––dijo el mosquetero, ––respondedme a la pregunta que ha poco me ha hecho el maldito Saint-Mars: ¿Qué habéis venido a hacer aquí?

    ––Hemos venido para despedirnos de vos.

    ––¡Despediros de mí! ¡Cómo! ¿parte Raúl?

    ––Sí.

    ––Apuesto que con el señor de Beaufort.

    ––Lo habéis adivinado, como siempre, amigo mío.

    ––La costumbre...

    Mientras los dos amigos daban comienzo a su conversación, Raúl, con la cabeza pesada y el corazón henchido, se sentó en una musgosa peña, con la escopeta sobre las rodillas, y ora mirando la mar, ora el cielo, escuchando la voz de su alma, dejaba que poco a poco fuesen alejándose de él los cazadores.

    ––Raúl estás siempre triste, ¿no es verdad? ––preguntó D'Artagnan a Athos al notar la ausencia de Bragelonne.

    ––De muerte, ––respondió Athos.

    ––Creo que exageráis. Raúl es de buen temple. Los corazones nobles como el suyo, tienen una segunda envoltura como una coraza. La primera sangra, la segunda resiste.

    ––No, ––repuso Athos, ––Raúl morirá de esta.

    ––¡Voto al diablo! ––exclamó D'Artagnan poniéndose sombrío. Después preguntó:

    ––¿Por qué le dejáis partir?

    ––Porque así lo quiere él.

    ––¿Y por qué no lo acompañáis?

    ––Porque no quiero verle morir. D'Artagnan miró en la cara al conde.

    ––Vos sabéis que pocas cosas me han dado miedo en mi vida, ––repuso Athos apoyando el brazo en el de su amigo. ––Pues bien, tengo un miedo incesante, insuperable; temo llegar al día en que sostendré entre mis brazos el cadáver de ese pobre muchacho.

    ––¡Oh! ––exclamó D'Artagnan. ––¡Cómo! ¡venís a poneros en presencia del hombre más valiente que decís haber conocido, de vuestro D'Artagnan, del hombre sin igual, como le nombrabais en otro tiempo, y con los brazos cruzados le decís que teméis a vuestro hijo muerto, cuando habéis visto cuanto verse pueda en este mundo! ¿A qué ese miedo, Athos? en la tierra, el hombre debe esperarlo y afrontarlo todo.

    ––Escuchad, amigo mío: después de haber gastado mis fuerzas en esa tierra de que me habláis, no he conservado más que dos religiones: la de la vida, o sea mis amistades y mi deber de padre; la de la eternidad, o sea el amor y el respeto de Dios. Ahora tengo la revelación de que si Dios permitiese que en mi presencia mi amigo o mi hijo exhalasen su postrer aliento... ¡Oh! ni siquiera quiero deciros eso, D'Artagnan.

    ––¡Decidlo! ¡Decidlo!

    ––Soy fuerte contra todo, menos contra la muerte de aquellos a quienes amo. Estoy viejo y se acabó el valor; pero si Dios me hiriese de frente y de esta suerte, le maldeciría, y un caballero cristiano no debe maldecir a Dios, D'Artagnan, trastornado por aquella violenta borrasca de dolores.

    ––D'Artagnan, amigo mío, vos que amáis a Raúl, vedle, ––añadió Athos mostrando a su hijo; ––nunca le abandona la tristeza. ¿Hay más terrible, más aflictivo, que asistir minuto por minuto a la incesante agonía de ese mísero corazón?

    ––Dejadme que hable con él, Athos, ¿Quién sabe?

    ––Probadlo; pero estoy convencido de que será en vano.

    ––No le prodigaré consuelos, sino que le serviré.

    ––¿Vos?

    ––Yo. ¿Sería la primera vez que una mujer volviese de su infidelidad? Voy allá.

    Continua



     
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    Alejandro Dumas
    EL HOMBRE DE LA MASCARA DE HIERRO

    Capítulo 32 Continuacion

    Athos meneó la cabeza y continuó solo el paseo. D'Artagnan tomó por el atajo al través de las malezas, y al llegar a Raúl le tendió la mano y le dijo:

    ––¿Y bien? ¿tenéis que decirme algo?

    ––Tengo que pediros un favor, ––respondió el vizconde.

    ––Hablad.

    ––Tarde o temprano vais a regresar a Francia.

    ––Tal espero.

    ––Es menester que escriba a la señorita de La Valiére.

    ––No es menester.

    ––¡Tengo tanto que decirle!

    ––Pues id a decírselo a ella.

    ––¡Nunca!

    ––Luisa ama al rey, ––dijo brutalmente D'Artagnan; ––es una muchacha honrada.

    Raúl se estremeció.

    ––Y a pesar de haberos abandonado, puede que os ame más que al rey, pero de otra manera.

    ––¿Creéis firmemente que Luisa ame al rey, señor de D'Artagnan?

    ––Hasta la idolatría. Su corazón es inaccesible a todo afecto. Si continuaseis viviendo a su lado llegaríais a ser su mejor amigo.

    ––¡Ah! ––exclamó Raúl con arranque apasionado ante aquella esperanza dolorosa.

    ––¿Queréis?

    ––Sería una cobardía.

    ––Nunca hay cobardía en hacer lo que impone la fuerza mayor. Si vuestro corazón os dice: ve o muere, id, Raúl. Ella. que os amaba, ¿ha sido cobarde o valiente al preferir al rey, a quien su corazón le ordenaba imperiosamente preferir? No, ha sido la más valiente de las mujeres. Haced como ella, obedeceos a vos mismo. ¡Ah! Raúl, estoy seguro de que al verla vos de cerca y con los ojos de un hombre celoso, dejarías de amarla.

    ––Me decidís, señor de D'Artagnan. –

    –¿A partir para verla de nuevo?

    ––Al contrario, a partir para no volver a verla nunca jamás. Prefiero amarla siempre.

    ––Con toda franqueza os digo que no esperabas semejante conclusión.

    ––Hacedme una merced, amigo; vos, que volveréis a verla, dadle esta carta, que, si lo juzgáis oportuno, le explicará, como a vos, lo que pasa en mi corazón. Leedla, la he escrito la noche última, pues tuve el presentimiento de que os vería hoy.

    Y entregó a D'Artagnan una carta que decía:

    “Señorita: no sois culpable a mis ojos porque no me amáis, sino porque habéis consentido que yo creyera que me amabais; este error va a costarme la vida, y que si os lo perdono a vos, no me lo perdono a mí. Dicen que los amantes felices cierran los oídos a las quejas de los amantes desdeñados; pero como vos no me amabais, no pasará eso con vos, sino que me escucharéis con ansiedad. Estoy seguro que de haber insistido yo para con vos para trocar vuestras amistad en amor, hubierais cedido temerosa de acarrearme la muerte o de aminorar la estima en que os tenía; pero prefiero morir sabiendo que sois libre y dichosa. ¡Cuánto vais a amarme cuando ya no tengáis que temer mi mirada ni mis reproches! Me amaréis, sí, porque por muy encantador que os parezca un nuevo amor, Dios en nada me ha hecho inferior a aquel a quien habéis escogido, y porque mi devoción, mi sacrificio, mi doloroso fin, me aseguran a vuestros ojos una superioridad segura sobre él. En la sencilla credulidad de mi corazón, he dejado escapar el tesoro que en mis manos tuve; ni falta quien me diga que vos me amabais lo bastante para llegar con el tiempo a amarme mucho. En verdad, esto dulcifica mi amargura y hace que vea en mí mi único enemigo.

    “Recibid este último adiós, y agradecedme el que me haya refugiado en el inviolable asilo donde todo odio se extingue, donde perdura el amor.

    “Adiós, mi señorita, y estad segura de que si con mi sangre pudiese yo labrar vuestra dicha, os la daría hasta la última gota, puesto que la sacrifico al mi desgracia. ––Raúl de Bragelonne”.

    La carta está bien, ––dijo el capitán; sólo le encuentro una falta.

    ––¿Cuál? ––preguntó Raúl.

    ––Que habla de todo, menos de lo que exhala de vuestros ojos y de vuestro corazón cual mortífero veneno, y del amor insensato que todavía os abrasa.

    Raúl palideció y se calló.

    ––¿Por qué no escribís solamente estas palabras: “señorita: en vez de maldeciros, os amo y muero”?

    ––Es verdad, ––exclamó Raúl con siniestro gozo. E hizo pedazos su carta, y escribió estas líneas:

    “Para gozar de la inefable dicha de repetiros que os amo cometo la cobardía de escribiros y en castigo de mi cobardía, muero –– Raúl”.

    ––La entregaréis este papel, ¿no es verdad, capitán? ––dijo el vizconde al mosquetero.

    ––¿Cuándo? ––preguntó D'Artagnan.

    ––Cuando escribáis la fecha al pie de estas palabras, ––respondió Bragelonne, señalando con el dedo la última frase y levantándose prontamente para volar al encuentro de Athos, que regresaba muy despacio.

    Al pasar por la muralla para entrar en una galería de la cual D'Artagnan tenía la llave, vieron que Saint-Mars iba al calabozo del preso, y se escondieron en el rincón de la escalera a una seña del mosquetero.

    ––¿Qué hay? ––preguntó Athos.

    ––Mirad y veréis, ––respondió el gascón: ––el preso torna de la capilla.

    Y a la luz de los relámpagos y en medio de la violácea bruma con que el viento esfumaba el espacio, se vio pasar gravemente, a unos seis pasos de distancia detrás del gobernador, a un hombre vestido de negro, con el rostro cubierto por una careta de acero bruñido, soldada a un casco de lo mismo, que le envolvía toda la cabeza. El fuego del cielo arrancaba leonados reflejos que al revolotear caprichosamente, parecían las iracundas miradas que, a falta de imprecaciones, lanzaba aquel desventurado.

    En mitad de la galería, el preso se detuvo un instante, contempló el inmenso horizonte, aspiró el sulfuroso olor de la tormenta, bebió con avidez la cálida lluvia, lanzó un suspiro, semejante a un rugido.

    ––Venid, caballero, ––dijo Saint-Mars bruscamente al preso al ver que persistía en mirar más allá de las murallas. ––Venid, repito, caballero.

    ––Decid, monseñor. ––gritó desde su rincón Athos a SaintMars con voz tan solemne y terrible, que el gobernador se estremeció de los pies a la cabeza.

    Athos exigía el respeto a la majestad caída.

    El preso se volvió, al tiempo que Saint-Mars decía:

    ––¿Quién ha hablado?

    Yo, ––respondió D'Artagnan, mostrándose en seguida. ––Ya sabéis que esta es la orden.

    ––¡No me llaméis caballero ni monseñor! ––dijo a su vez el preso con voz que conmovió a Raúl hasta lo más hondo de sus entrañas; ––¡llamadme maldito!

    El preso siguió adelante, y tras él chirrió la férrea puerta.

    ––¡He ahí un hombre desventurado! ––exclamó con voz sorda D'Artagnan, mostrando a Raúl el calabozo del príncipe.



     
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    DELECTACIÓN MOROSA

    La tarde, con ligera pincelada
    que iluminó la paz de nuestro asilo,
    apuntó en su matiz crisoberilo
    una sutil decoración morada.

    Surgió enorme la luna en la enramada;
    las hojas agravaban su sigilo,
    y una araña en la punta de su hilo,
    tejía sobre el astro, hipnotizada.

    Poblóse de murciélagos el combo
    cielo, a manera de chinesco biombo;
    sus rodillas exangües sobre el plinto

    manifestaban la delicia inerte,
    y a nuestros pies un río de jacinto
    corría sin rumor hacia la muerte
    Leopoldo Lugones

     
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    EL PICAFLOR

    Run ... dun, run ... dun ... Y al tremolar sonoro
    Del vuelo audaz y como un dardo, intenso,
    Surgió de pronto, ante una flor suspenso,
    En vibrante ascua de esmeralda y oro.

    Fue color... luz... color... A un brusco giro,
    Un haz de sol lo arrebató al soslayo;
    Y al desaparecer con aquel rayo,
    Su ascua fugaz carbonizó en zafiro.

    Leopoldo Lugones
    [​IMG]:happy:
     
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    Alejandro Dumas
    EL HOMBRE DE LA MASCARA DE HIERRO

    Capítulo 33
    LAS PROMESAS

    Apenas D'Artagnan entró en su aposento con sus amigos, vino un soldado del fuerte para avisarle que el gobernador deseaba hablar con él.

    Una barca había llegado a Santa Margarita con una orden importante para el capitán de mosqueteros, que, al abrir el pliego, conoció la letra del rey.

    “Como supongo que habéis dado ya el debido cumplimiento a mis órdenes, ––decía Luis XIV, ––al llegar este pliego a vuestras manos volved inmediatamente a París, donde os espero en el Louvre”.

    ––¡Loado sea Dios! se acabó mi destierro, ––exclamó con alegría D'Artagnan y mostrando el pliego a Athos. ––¡Ceso de ser carcelero!

    ––¿Luego nos dejáis? ––repuso el conde de La Fere con tristeza.

    ––Para volvernos a ver, amigo mío, ––replicó el mosquetero, –– pues Raúl ya está bastante crecido para marcharse solo con el señor de Beaufort, y preferirá dejar que su padre se vuelva en compañía de D'Artagnan a no obligarle a que haga solo las doscientas leguas que lo separan de La Fere. ¿No es verdad, Raúl?

    ––Sí, ––respondió el vizconde con triste acento.

    ––No, amigo mío, ––interrumpió Athos, ––no me separaré de Raúl hasta el día en que su nave haya desaparecido en el horizonte. Mientras esté en Francia, no se separará de mí.

    ––Como queráis; pero a lo menos saldremos juntos de Santa Margarita. Aprovechaos de la barca que va a conducirme a Antibes.

    ––Eso sí, nunca nos alejaremos con bastante prisa de este fuerte y del espectáculo que ha poco nos ha entristecido.

    Los tres amigos se despidieron del gobernador, y a la luz de los postreros relámpagos de la tormenta que se alejaba, vieron blanquear por última vez las murallas de la fortaleza.

    D'Artagnan se separó de sus amigos aquella noche misma...

    ––Amigos míos, ––dijo D'Artagnan antes de montar a caballo y abrazando a Athos, ––me hacéis el efecto de los soldados que abandonan su puesto. El corazón me dice que Raúl necesitaría que vos lo mantuvierais en su rango. ¿Queréis que solicite pasar al Africa con cien buenos mosqueteros? El rey no me dirá que no, y vos os vendréis conmigo.

    ––Señor de D'Artagnan, ––repuso el vizconde estrechándole cariñosamente la mano, ––gracias por el ofrecimiento, superior a cuanto deseamos el señor conde y yo. Soy joven, y necesito penas para el alma y fatiga para el cuerpo; el señor conde necesita de más profundo reposo, y os le recomiendo a vos que sois su mejor amigo, en la seguridad de que al velar por él tendréis en vuestras manos su alma y la mía.

    ––Fuerza es que parta, mi caballo se impacienta, ––dijo D'Artagnan, en quien la señal más manifiesta de viva emoción era el cambiar de conversación. ––Hasta la vista pues, mi querido Athos; cuanto más apresuréis vuestro regreso, más pronto volveré a abrazaros.

    Esta escena tuvo lugar ante la casa elegida por Athos a las puertas de Antibes, y adonde D'Artagnan después de cenar había ordenado que le trajesen sus caballos. Allí empezaba el camino real, que se extendía blanco y onduloso en medio duelos vapores de la noche.

    El caballo aspiraba con fuerza las emanaciones salinas de los pantanos, yendo al trote.

    Athos y Raúl volvían con tristeza hacia la casa, cuando de pronto oyeron aproximarse el ruido de los pasos de un caballo, ruido que al principio tomaron por una de esas extrañas repercusiones que engañan el oído al cada revuelta del camino. Pero era D'Artagnan que volvía al galope al encuentro de sus amigos, que lanzaron una exclamación de alegre sorpresa.

    El capitán se apeó con ligereza y uniendo en un abrazo las cabezas de Athos y de Raúl, las mantuvo así largo tiempo ahogando un suspiro que le quebrantaba el pecho. Luego, con la rapidez que llegó, emprendió de nuevo la marcha, clavando sus espuelas en los ijares de su enfurecido caballo.

    ––¡Ay! ––suspiró Athos imperceptiblemente mientras D'Artagnan, recuperando el tiempo perdido decía entre sí:

    ––¡Mal presagio!

    Las órdenes de Beaufort se llevaban a feliz término. Gracias a la diligencia de Raúl, había llevado para tolón la escuadrilla, a la que formaron convoy innumerables embarcacioncitas tripuladas por las mujeres y los amigos de los pescadores y los contrabandistas reclutados para el servicio de la escuadra.

    El poco tiempo que de vivir juntos les quedaba al padre y al hijo, parecía que pasaba con doble rapidez, como aumenta la suya todo cuanto está para caer en el abismo de la eternidad.

    Athos y Raúl regresaron a Tolón, donde hacían gran ruido carros y armas, relinchadores caballos, trompetas y tambores, y los soldados, criados y mercaderes que llenaban sus calles.

    El duque de Beaufort estaba en todas partes, activando el embarco con el celo y el interés de un buen capitán, mostrándose cariñoso hasta con sus más humildes compañeros, y reprendiendo a sus tenientes por muy encumbrados que fuesen. Todo quiso inspeccionarlo Beaufort: artillería, provisiones, bagajes, equipos y caballos. Frívolo, jactancioso y egoísta en su palacio, el duque, ante la responsabilidad que había contraído, era otra vez soldado, el gran señor capitán.

    Estando Beaufort, satisfecho de su inspección, aparentemente a lo menos, felicitó a Raúl, dio las últimas órdenes para darse a la vela al clarear el nuevo día, y convidó a su mesa al conde y a su hijo, que so pretexto de atender a necesidades del servicio, declinaron la honra que les hacía el duque.

    Athos y Raúl se fueron a su posada, situada a la sombra de los árboles de la plaza Mayor, y cenaron apresuradamente. Luego el conde condujo a su hijo a los peñones que dominan la ciudad, vastas y plomizas montañas desde las cuales se descubre un horizonte líquido tan lejano, que parece estar al nivel de ellas.

    Como suele en aquel templado clima, la noche estaba hermosa, la luna, al levantarse a espaldas de los peñones, cubría con una argentada sábana la azul alfombra de la mar; en la rada maniobraban silenciosamente las naves que venían a ocupar el sitio que les estaba designado para facilitar el embarco. La mar, cargada de fósforo, se abría bajo las quillas de las barcas, que con sus cabeceos parecían querer sondear aquel abismo de blancas llamas, mientras de los remos se desprendían líquidos diamantes. En alas de la brisa, llegaban los cantos sencillos y lentos de los marineros, alegres por la generosidad del almirante, y a sus voces se unía de vez en cuando el rechinar de cadenas y el ruido sordo de las balas al caer en las bodegas. Espectáculo y armonías que, como el temor, oprimían el pecho, pero que también, como la esperanza, lo dilataban. Athos y su hijo se sentaron entre las malezas y sobre una alfombra de musgo del promontorio, y por encima de sus cabezas iban y venían los corpulentos murciélagos, arrebatados por el espantos torbellino de su ciega caza. Raúl sacó los pies fuera del acantilado y los dejó que se bañaran en aquel vacío poblado por el vértigo y que invita a la muerte.

    Cuando la luna, ya alta, inundó con su luz los vecinos picachos, cuando el espejo del agua quedó iluminado en toda su extensión, y los fanales de a bordo hubieron formado cada uno de ellos un punto rojo luminoso sobre la negra mole de cada nave, Athos llamó a sí todos sus recuerdos y todo su valor, y dijo a Raúl:

    ––Dios ha hecho cuanto vemos, Raúl y también a nosotros, átomos de ese gran universo. Brillamos como aquellos faroles, como las estrellas: suspiramos como las olas, sufrimos como aquellas grandes naves que se consumen arando las aguas, obedientes al viento que las lleva hacia su puerto, como a nosotros el soplo de Dios nos empuja a nuestro fin. Todo ama y vive, Raúl, y todo cuanto vive es hermoso.

    ––Realmente es maravilloso el espectáculo que tenemos ante nuestros ojos, ––repuso el vizconde.

    ––¡Qué bueno es D'Artagnan! ––interrumpió inmediatamente Athos, ––¡qué dicha el haberse apoyado toda una vida en un amigo como él! Esto os fa faltado, Raúl. Yo no era un amigo para vos.

    ––¿Por qué, señor?

    ––Porque os he dado ocasión de que pudierais creer que la vida no tenía más que una fez, porque ¡ay! triste y severo, sin querer he cortado siempre los alegres capullos que sin cesar brotaban del árbol de la juventud; en una palabra, porque en este instante me arrepiento de no haber hecho de vos un hombre expansivo, disoluto y casquivano.

    ––Ya sé por qué me decís eso, señor, ––dijo el vizconde. –– Pero estáis en un error, no sois vos quien me ha hecho lo que soy, sino el amor que me sorprendió en un momento en que los niños sólo tienen inclinaciones; sino la constancia propia de mi carácter, constancia que en los demás es un hábito. Creí que toda mi vida sería como era; que Dios me había puesto en un camino recto, orillado de frutas y de flores. Protegido por vuestra vigilancia y vuestra fuerza, me tuve por vigilante y fuerte, y como estaba preparado, a la primera caída he perdido el valor para siempre. No, sólo para mi ventura figuráis en mi pasado, señor, en mi porvenir sois mi esperanza. Nada tengo que decir de la vida tal cual vos me la habéis dispuesto, y por es os bendigo y os amo de todo corazón.

    ––Vuestras palabras me hacen bien, mi querido Raúl, y me prueban que en los días que vendrán haréis algo por mí.

    ––Todo lo haré por vos, señor.

    ––Raúl, lo que hasta ahora no he hecho por vos, lo haré en adelante. Seré vuestro amigo, no vuestro padre. A vuestra vuelta, que será pronto, ¿no es verdad? frecuentaremos el trato de las gentes en vez de vivir, como hasta ahora, aislados.

    ––Sí, señor, pues una expedición como esa no puede ser larga. Así pues, dentro de poco tiempo, en vez de vivir módicamente de mi renta, os daré el capital de mis tierras; eso os bastará para lanzaros al mundo hasta mi muerte, y antes de que éstas llegue, espero que me daréis el consuelo de no dejar que se extinga mi estirpe.

    ––Haré cuanto me ordenéis. ––repuso Raúl profundamente conmovido.

    ––Raúl, haced que vuestro empleo de ayudante de campo no os conduzca a tentativas demasiado arriesgadas, tanto más cuanto está acreditado vuestro valor. Acordaos de que la guerra de los árabes es de emboscadas y asesinatos.

    ––Así dicen.

    ––Dejar la vida en una emboscada es poco glorioso, Raúl, pues acusa temeridad o imprevisión. ¿Me habéis comprendido bien, Raúl? No permita Dios que os exhorte a rehuir el combate.

    ––De lo mío soy prudente, señor, y la suerte me es muy propicia, ––dijo Raúl dejando vagar por sus labios una sonrisa que heló el corazón del desventurado padre. Y al ver el efecto de su sonrisa, se apresuró a añadir: ––Tan es así, que en veinte combates a que he asistido no he sacado más que un rasguño.

    ––Además, ––prosiguió Athos, ––es menester que os guardéis del clima, porque es un fin muy vulgar morir de una fiebre. El rey san Luis suplicaba a Dios que antes que la calentura, le enviase una flecha o la peste.

    ––Con la sobriedad y un ejercicio moderado...

    ––Ya he obtenido del señor de Beaufort, ––atajó Athos, ––que cada quince días expida a Francia un correo, lo cual correrá a vuestro cargo como edecán suyo. Supongo que no me olvidaréis.

    ––No, señor, ––respondió Raúl con voz entrecortada.

    ––En definitiva, Raúl, como sois buen cristiano, y yo también lo soy, debemos contar con una protección más especial de Dios o de nuestros ángeles custodios. Raúl, prometedme que si os sobreviene un mal, seré yo el primero en quien penséis.

    ––¡Oh! señor, os lo prometo.

    ––Y que me llamaréis inmediatamente.

    ––Sin perder momento, señor.

    ––¿Soñáis conmigo alguna vez, Raúl?

    ––Todas las noches, señor. Durante mi primera juventud, os veía en sueños, sosegado y cariñoso con la mano tendida encima de mi cabeza. Por eso dormía siempre tan bien... “antes”

    ––Nos amamos demasiado, ––dijo el conde, ––para que desde el momento de nuestra separación, parte de nuestro ser no viaje con uno de nosotros dos y no habite donde habitemos. Mi corazón sentirá la tristeza cuando vos estéis triste, y cuando os sonriáis pensando en mí, me enviaréis desde aquella lejana tierra un rayo de vuestra alegría.

    ––No os prometo estar alegre, ––repuso Bragelonne; ––pero sí os juro que, como no se oponga la muerte, no pasaré una hora sin que yo piense en vos.

    El conde, no pudiendo contenerse por más tiempo, echó los brazos al cuello de su hijo, y lo retuvo abrazado con todas sus fuerzas.

    A la luna había reemplazado el crepúsculo matutino, una dorada faja subía sobre el horizonte, anunciando la llegada del nuevo día.

    Athos echó su capa sobre los hombros de Raúl y le condujo a la ciudad, convertida en inmenso hormiguero.

    Al extremo de la meseta que acababan de abandonar, Athos y Raúl vieron un bulto negro que se movía con indecisión y como avergonzado de que le vieran. Era Grimaud que, inquieto había seguido a sus amos, y les aguardaba.

    Continua



     
  11. nispero

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    Re: ... de poetas, cuentos y leyendas

    Saludos Clause,casi no he podido leerte,ando atareada,pero en cuanto pueda me conecto sigue asi,chao.
     
  12. clause

    clause Claudia

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    Re: ... de poetas, cuentos y leyendas

    Hola Nispero!!;)
     
  13. Cecili

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    Re: ... de poetas, cuentos y leyendas

    MARÍA

    Allí en el valle fértil y risueño,
    do nace el Lerma y, débil todavía
    juega, desnudo de la regia pompa
    que lo acompaña hasta la mar bravía;
    allí donde se eleva
    el viejo Xinantecatl, cuyo aliento,
    por millares de siglos inflamado,
    al soplo de los vientos se ha apagado,
    pero que altivo y majestuoso eleva
    su frente que corona eterno hielo
    hasta esconderla en el azul del cielo.

    Allí donde el favonio murmurante
    mece los frutos de oro del manzano
    y los rojos racimos del cerezo
    y recoge en sus alas vagarosas
    la esencia de los nardos y de las rosas.

    Allí por vez primera
    un extraño temblor desconocido,
    de repente, agitado y sorprendido
    mi adolescente corazón sintiera.

    Turbada fue de la niñez la calma,
    no supe que pensar en ese instante
    del ardor de mi pecho palpitante
    ni de la tierra languidez del alma.

    Era el amor: más tímido, inocente,
    ráfaga pura del albor naciente,
    apenas devaneo
    del pensamiento virginal del niño;
    no la voraz hoguera del deseo,
    sino el risueño lampo del cariño.

    Yo la miré una vez -virgen querida,
    despertaba cual yo, del sueño blando
    de las primeras horas de la vida;
    pura azucena que arrojó el destino
    de mi existencia el primer camino,
    recibían sus pétalos temblando
    los ósculos del aura bullidora,
    y el tierno cáliz encerraba apenas
    el blanco aliento de la tibia aurora.

    Cuando en ella fijé larga mirada
    de santa adoración, sus negros ojos
    de mí apartó; su frente nacarada
    se tiño del carmín de los sonrojos;
    su seno se agitó por un momento,
    y entre sus labios expiró su acento.

    Me amó también - Jamás amado había;
    como yo, esta inquietud no conocía,
    nuestros ojos ardientes se atrajeron
    y nuestras almas vírgenes se unieron
    con la unión misteriosa que preside
    el hado entre las sombras, mudo y ciego,
    y de la dicha del vivir decide
    para romperla sin clemencia luego.

    ¡Ay! que esta unión purísima debiera
    no turbarse jamás, que así la dicha
    tal vez perenne en la existencia fuera:
    ¿cómo no ser sagrada y duradera
    si la niñez entretejió los lazos,
    y la animó, divina, entre sus brazos,
    la castidad de la pasión primera?

    Peor el amor es árbol delicado
    que el aire puro de la dicha quiere,
    y cuando el dolor el cierzo helado
    su frente toca, se doblega y muere.

    ¿No es verdad? ¿No es verdad, pobre María?
    ¿por qué tan pronto del pesar sañudo
    pudo apartarnos la segur impía?
    ¿Cómo tan pronto oscurecernos pudo
    la negra noche en el nacer del día?

    ¿Por qué entonces no fuimos más felices?
    ¿Por qué entonces no fuimos más constantes?
    ¿Por qué, en el débil corazón, señora,
    se hacen eternos siglos los instantes,
    desfalleciendo antes
    de apurar del dolor la última hora?

    ¡Pobre María! entonces ignorabas,
    y yo también, lo que apellida el mundo
    amor... ¡amor! y ciega no pensabas
    que es perfidia interés, deleite inmundo
    y que tu alma pura y sin mancilla
    que amó como los ángeles amaran
    con fuego intenso, mas con fe sencilla,
    iba a encontrarse sola y sin defensa
    de la maldad entre la mar inmensa.

    Entonces, en los días inocentes
    de nuestro amor, una mirada sola
    fue la felicidad, los puros goces
    de nuestro corazón... el casto beso,
    la tierna y silenciosa confianza,
    la fe ne el porvenir y la esperanza.

    Entonces, en las noches silenciosas,
    ¡ay! cuántas horas contemplamos juntos
    con cariño las pálidas estrellas
    en el cielo sin nubes cintilando,
    como si en nuestro amor gozaran ellas;
    o el resplandor benéfico y amigo
    de la callada luna,
    de nuestra dicha plácida testigo,
    o a las brisas balsámicas y leves
    con placer confiamos
    nuestros suspiros y palabras breves.

    ¡Oh! ¿qué mal hace al cielo
    este modesto bien, que tras él manda
    de la separación al negro duelo,
    la frialdad espantosa del olvido
    y el amargo sabor del desengaño,
    tristes reliquias del amor perdido?

    Hoy sabes que es sufrir, pobre María,
    y sentiste al presente
    el desamor que mezcla su hiel fría
    de los placeres en la copa ardiente,
    el cansancio, la triste indiferencia,
    y hasta el odio que el impío
    el antes cielo azul de la existencia
    nos convierte en un cóncavo sombrío,
    y la duda también, duda maldita
    que de acíbar eterno el alma llena,
    la enturbia y envenena
    y en el caos del mal la precipita.

    Muy pronto, si, nos condenó la suerte
    a no vernos jamás hasta la muerte;
    corrió la primera lágrima encendida
    del corazón a la primer herida,
    mas pronto se siguió el pesar profundo,
    del desdén la sonrisa amenazante
    y la mirada de odio chispeante,
    terrible reto de venganza al mundo.

    Mucho tiempo pasó- Tristes seguimos
    el mandato cruel del hado fiero,
    contraria sendas recorriendo fuimos,
    sin consuelo ni afán... ¿También, señora,
    podemos sin rubor mirarnos ora?
    ¡Ah! ¿qué ha quedado de la virgen bella?
    tal vez la seducción marcó su huella
    en tu pálida frente ya surcada,
    porque contemplo en tus hundidos ojos
    señal de llanto y lívida mirada
    con el fulgor de acero de la ira.
    ¡Se marchitaron los claveles rojos
    sobre tus labios, ora contraídos
    por risa de desdén que desafía
    tu bárbaro pesar, pobre María!
    Y yo... yo estoy tranquilo:
    del dolor las tremendas potestades,
    roncas rugieron agitando el alma;
    la erupción fue horrible y poderosa...

    Pero hoy volvió la calma
    que se turbó un momento,
    y aunque siento el volcán rugir violento
    el fuego dentro dél nunca se atreve
    su cubierta a romper de dura nieve

    Continuemos, mujer, nuestro camino
    ¿Dónde parar?... ¿acaso lo sabemos?
    ¿lo sabemos acaso? que el destino
    nos lleve, como ayer: ciegos vaguemos,
    ya que ni un faro de esperanza vemos.
    Llenos de duda y de pesar marchamos,
    marchamos siempre, y a perder nos vamos
    ¡ay! de la muerte en el océano oscuro.
    ¿Hay más allá riberas? no es seguro,
    quien sabe si las hay; mas si abordamos
    a esa riberas torvas y sombrías
    y siempre silenciosas,
    allí sabré tus quejas dolorosas,
    y tú también escucharas las mías.

    Ignacio Manuel Altamirano
     
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    clause Claudia

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    Re: ... de poetas, cuentos y leyendas

    Muy linda Cecili!!:happy:
    Pongo otra de Altamirano!
    LA SALIDA DEL SOL

    Ya brotan del sol naciente
    los primeros resplandores,
    dorando las altas cimas
    de los encumbrados montes.
    Las neblinas de los valles
    hacia las alturas corren,
    y de las rocas se cuelgan
    o en las cañadas se esconden.
    En ascuas de oro convierten
    del astro rey los fulgores,
    del mar que duerme tranquilo
    las mansas ondas salobres.
    sus hilos tiende el rocío
    de diamantes tembladores,
    en la alfombra de los prados
    y en el manto de los bosques.
    sobre la verde ladera
    que esmaltan gallardas flores,
    elevan sus frente altiva
    los enhiestos girasoles,
    y las caléndulas rojas
    vierte al pie sus olores.
    Las amarillas retamas
    visten las colinas, donde
    se ocultan pardas y alegres
    las chozas de los pastores.
    Purpúrea el agua del río
    lame de esmeralda el bordo,
    que con sus hojas encubren
    los plátanos cimbradores;
    mientras que allá en la montaña,
    flotando en la peña enorme,
    la cascada se reviste
    de iris con los colores.
    El ganado en las llanuras
    trisca alegre, salta y corre;
    cantan las aves, y zumban
    mil insectos bullidores
    que el rayo del sol anima,
    que pronto mata la noche.
    En tanto el sol se levanta
    sobre el lejano horizonte,
    bajo la bóveda limpia
    de un cielo sereno . . . Entonces
    sus fatigosas tareas
    suspenden los labradores,
    y un santo respeto embarga
    sus sencillos corazones.
    En el valle, en la floresta,
    en el mar, en todo el orbe
    se escuchan himnos sagrados,
    misteriosas oraciones;
    porque el mundo en esta hora
    es altar inmenso, en donde
    la gratitud de los seres
    su tierno holocausto pone;
    y Dios, que todos los días
    ofrenda tan santa acoge,
    la enciende de Sol que nace
    con los puros resplandores.

    Ignacio Manuel Altamirano


     
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    clause Claudia

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    Re: ... de poetas, cuentos y leyendas

    Alejandro Dumas
    EL HOMBRE DE LA MASCARA DE HIERRO
    Capítulo33 continuación

    ––¡Ah! ¡mi buen Grimaud! ––exclamó Raúl, ––¿qué quieres? ¿Vienes a decirnos que es la hora de la partida?

    ––¿Solo? ––profirió Grimaud mostrando Raúl a Athos y en son de reproche que demostraba claramente cuán trastornado estaba el anciano.

    ––Es verdad, es verdad, ––repuso el conde. ––No, Raúl no partirá solo; no permanecerá en extraña tierra sin un amigo que le recuerde los seres de él amados.

    ––¿Yo? ––preguntó Grimaud.

    ––¿Tú? ¡Ah! sí, sí, ––exclamó Raúl conmovido hasta lo más íntimo de su corazón.

    ––¡Ay! ––objetó el conde, ––¡estás muy viejo, mi buen Grimaud!

    ––Mejor, ––replicó el anciano con inefable profundidad de sentimiento y de inteligencias.

    ––Pero ved que ya se está efectuando el embarco y tú no estás preparado ––dijo Bragelonne.

    ––Sí ––contestó Grimaud mostrando las llaves de sus maletas ligadas con las de su joven señor.

    ––Pero tú no puedes dejar de esta suerte solo al señor conde –– objetó Raúl. ––Tú no has dejado nunca al señor conde. Grimaud volvió su oscurecida mirada hacia Athos como para conocer el parecer de uno y de otro, y al ver que aquél nada respondía, repuso:

    ––El señor conde prefriere que os acompañe.

    Athos hizo una señal afirmativa con la cabeza.

    En aquel momento llenó los aires el redoble de los tambores: de la ciudad salieron los regimientos que debían formar parte de la expedición, cinco en todo, compuestos cada uno de cuarenta compañías. El regimiento Real, que abría la marcha y que se distinguía por el uniforme blanco con vivos azules de sus soldados, llevaba desplegadas sus banderas de ordenanza, color de violeta y de hoja seca, sembradas de flores de lis de oro y acuarteladas en cruz, y su bandera coronela, blanca con la cruz flordelisada, que sobresalí de las demás. Formaban las alas del mencionado regimiento las compañías de mosqueteros, y el centro de los piqueros, horquilla en mano y mosquete en el hombro aquéllos, y los últimos con sus lanzas de catorce pies, y unos y otros avanzaban alegremente hacia las barcas de transporte que debían conducirlos por secciones a las naves. Al regimiento Real seguían los de Picardía, Navarra, Normandía y el de la capitana, y cerraba la marcha, seguido de su estado mayor, el señor de Beaufort, que en la elección de las tropas había demostrado ser capitán peritísimo.

    Faltando todavía más de una hora para embarcarse, Raúl y Athos se encaminaron pausadamente a la orilla para ocupar su sitio en el instante en que pasaba el príncipe.

    Grimaud, lleno de ardor, hacía transportar a la capitana el equipaje de Raúl.

    Athos, apoyado en el brazo de su hijo a quien iba a perder, se absorbía en la más dolorosa meditación, y se aturdía con el ruido y el movimiento, cuando de repente vio llegar un oficial de Beaufort, que de parte de éste llamó a Raúl.

    ––Hacedme la merced de decir al señor príncipe ––contestó Bragelonne, ––que se sirva concederme una hora más para gozar de la presencia del señor conde.

    ––No ––repuso Athos, ––un edecán no puede estar separado de esta suerte de su general. Caballero, decid al príncipe que el vizconde irá en seguida.

    El oficial se alejó al galope.

    ––Separarnos aquí o separarnos a bordo, al fin y al cabo resulta lo mismo ––dijo Athos desempolvando cuidadosamente el traje de su hijo y pasándole la mano por los cabellos mientras iban andando. ––Necesitáis dinero, Raúl; el señor de Beaufort es hombre gustoso, y estoy seguro de que allá tendréis gusto en comprar armas y caballos, que en aquella tierra son preciosos. Ahora bien, como no servís al rey ni al señor de Beaufort, y sólo dependéis de vuestro ilustre albedrío, no debéis contar con sueldo ni larguezas. Quiero, que nada os falte en Djidgeli. Tomad, ahí van doscientas pistolas para que las gastéis dispuesto al darme gusto.

    Raúl estrechó la mano a su padre, y, al doblar la esquina de una calle, vieron al príncipe montado en magnífico caballo blanco que correspondía con graciosas corvetas a los aplausos de las damas de la ciudad.

    El duque llamó a Raúl y tendió la mano al conde, a quien dijo tantas y tales cosas y con tan cariñosa expresión, que el corazón del infortunado padre se sintió un poco fortalecido.

    En medio de aquel bullicio llegó un momento terrible, y fue el momento en que al abandonar la arena de la playa, soldados y marineros cruzaron con sus familias y sus amigos los últimos besos: momento supremo en que a pesar de la pureza del cielo, el calor del sol, los perfumes del aire y la agradable vida que circula por las venas, todo parece negro y amargo, y no obstante hablar por la boca de Dios, todo hace dudar de Dios.

    Siendo el uso que el almirante y su estado mayor se embarcasen los últimos, el cañón aguardaba. Para lanzar su formidable voz, a que el generalísimo hubiese sentado los pies en la plancha que conducía a la capitana.

    Athos, olvidando almirante, flota y su propia vanidad de hombre fuerte, abrazó a su hijo y lo estrechó convulsivamente contra su pecho.

    ––Acompañadnos a bordo y ganaréis media hora ––dijo el duque conmovido.

    ––No ––repuso Athos, ya me he despedido, y no quiero hacerlo por segunda vez.

    ––Entonces embarcaos pronto, vizconde ––dijo el príncipe queriendo evitar lágrimas a aquellos dos hombres cuyos corazones estaban a punto de quebrantarse.

    Y con ternura paternal, y fuerte como lo hubieras sido Porthos, el príncipe levantó a Raúl en brazos y lo colocó en el esquife, que al punto y a una seña del almirante se apartó de la orilla a impulsos de sus remos.

    El mismo duque, prescindiendo de todo ceremonial, saltó al esquife, y con el pie, lo empujó mar adentro.

    ––¡Adiós! ––gritó Raúl.

    Athos solo pudo contestar con una seña; pero sintió algo ardiente en su mano: era el beso respetuoso de Grimaud, el último adiós del perro leal.

    Athos se sentó en el muelle, desconsolado, sordo, abandonado. Cada segundo que transcurría le borraba una de las facciones, uno de los matices de la pálida tez de su hijo. Con los brazos caídos, fija la mirada y abierta la boca, el infeliz padre quedó confundido con Raúl en una misma mirada, en un mismo pensamiento, en un mismo estupor.

    Poco a poco, chalupas y figura llegaron a una distancia en que los hombres solamente son puntos y el amor recuerdos. Athos vio como su hijo subía la escalera de la capitana, y se asomaba al empalletado, colocándose de manera que su padre no pudiese perderlo de vista. En vano tronó el cañón, en vano de las naves partió un prolongado rumor contestado desde tierra por inmensas aclamaciones, en vano se esforzó el ruido en aturdir los oídos del padre, y el humo en borrar el objeto amado de todas sus aspiraciones: Athos vio a su hijo hasta el último momento; el imperceptible átomo pasó del negro al pálido, del pálido al blanco, y del blanco a nada, y desapareció a los ojos de Athos mucho después que para los de los presentes habían desaparecido las poderosas naves y sus hinchadas velas.

    A mediodía, cuando ya el sol devoraba el espacio y apenas si los topes de los palos sobresalían de la abrasada línea del mar, Athos vio remontarse por el espacio una nubecilla tan pronto desvanecida como vista: era el humo de un cañonazo mandado disparar por Beaufort para saludar por última vez la costa de Francia.