Poemas, cuentos y leyendas

Tema en 'Temas de interés (no de plantas)' comenzado por mai^a, 27/2/08.

  1. clause

    clause Claudia

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    Re: ... de poetas, cuentos y leyendas



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    CUENTOS DE AMOR, DE LOCURA Y DE MUERTE Horacio Quiroga

    LOS BUQUES SUICIDANTES
    Resulta que hay pocas cosas más terribles que encontrar en el mar un buque
    abandonado. Si de día el peligro es menor, de noche el buque no se ve ni hay
    advertencia posible: el choque se lleva a uno y otro.
    Estos buques abandonados por a o por b, navegan obstinadamente a favor
    de las corrientes o del viento; si tienen las velas desplegadas. Recorren así los
    mares, cambiando caprichosamente de rumbo.
    No pocos de los vapores que un buen día no llegaron a puerto, han
    tropezado en su camino con uno de estos buques silenciosos que viajan por su cuenta. Siempre hay probabilidad de hallarlos, a cada minuto. Por ventura las corrientes suelen enredarlos en los mares de sargazo. Los buques se detienen, por fin, aquí o allá, inmóviles para siempre en ese desierto de algas. Así, hasta que poco a poco se van deshaciendo. Pero otros llegan cada día, ocupan su lugar en silencio, de modo que el tranquilo y lúgubre puerto siempre está frecuentado.
    El principal motivo de estos abandonos de buque son sin duda las
    tempestades y los incendios que dejan a la deriva negros esqueletos errantes.
    Pero hay otras causas singulares entre las que se puede incluir lo acaecido al
    María Margarita, que zarpó de Nueva York el 24 de agosto de 1903, y que el 26 de mañana se puso al habla con una corbeta, sin acusar novedad alguna. Cuatro horas más tarde, un paquete, no obteniendo respuesta, desprendió una chalupa que abordó al María Margarita. En el buque no había nadie. Las camisetas de los marineros se secaban a proa. La cocina estaba prendida aún. Una máquina de coser tenía la aguja suspendida sobre la costura, como si hubiera sido dejada un momento antes. No había la menor señal de lucha ni de pánico, todo en perfecto orden. Y faltaban todos. ¿Qué pasó?
    La noche que aprendí esto estábamos reunidos en el puente. Ibamos a
    Europa, y el capitán nos contaba su historia marina, perfectamente cierta, por otro lado.
    La concurrencia femenina, ganada por la sugestión del oleaje susurrante, oía
    estremecida. Las chicas nerviosas prestaban sin querer inquieto oído a la ronca voz de los marineros en proa. Una señora muy joven y recién casada se atrevió:
    –¿No serán águilas...?
    El capitán se sonrió bondadosamente:
    –¿Qué, señora? ¿Aguilas que se lleven a la tripulación?
    Todos se rieron, y la joven hizo lo mismo, un poco cortada.
    Felizmente un pasajero sabía algo de eso. Lo miramos curiosamente.
    Durante el viaje había sido un excelente compañero, admirando por su cuenta y
    riesgo, y hablando poco.
    –¡Ah! ¡Si nos contara, señor! –suplicó la joven de las águilas.
    –No tengo inconveniente –asintió el discreto individuo–. En dos palabras: en
    los mares del norte, como el María Margarita del capitán, encontramos una vez un
    barco a vela. Nuestro rumbo –viajábamos también a vela–, nos llevó casi a su
    lado. El singular aire de abandono que no engaña en un buque llamó nuestra
    atención, y disminuimos la marcha observándolo. Al fin desprendimos una
    chalupa; a bordo no se halló a nadie, todo estaba también en perfecto orden. Pero
    la última anotación del diario databa de cuatro días atrás, de modo que no
    sentimos mayor impresión. Aun nos reímos un poco de las famosas
    desapariciones súbitas. Ocho de nuestros hombres quedaron a bordo para el
    gobierno del nuevo buque. Viajaríamos en conserva. Al anochecer aquél nos tomó
    un poco de camino. Al día siguiente lo alcanzamos, pero no vimos a nadie sobre el
    puente. Desprendióse de nuevo la chalupa, y los que fueron recorrieron en vano el
    buque: todos habían desaparecido. Ni un objeto fuera de su lugar. El mar estaba
    absolutamente terso en toda su extensión. En la cocina hervía aún una olla con
    papas.
    Como ustedes comprenderán, el terror supersticioso de nuestra gente llegó a
    su colmo. A la larga, seis se animaron a llenar el vacío, y yo fui con ellos. Apenas
    a bordo, mis nuevos compañeros se decidieron a beber para desterrar toda
    preocupación. Estaban sentados en rueda, y a la hora la mayoría cantaba ya.
    Llegó mediodía y pasó la siesta. A las cuatro, la brisa cesó y las velas
    cayeron. Un marinero se acercó a la borda y miró el mar aceitoso. Todos se
    habían levantado, paseándose, sin ganas ya de hablar. Uno se sentó en un cabo
    arrollado y se sacó la camiseta para remendarla. Cosió un rato en silencio. De
    pronto se levantó y lanzó un largo silbido. Sus compañeros se volvieron. Él los
    miró vagamente, sorprendido también, y se sentó de nuevo. Un momento después
    dejó la camiseta en el rollo, avanzó a la borda y se tiró al agua. Al sentir ruido, los
    otros dieron vuelta la cabeza, con el ceño ligeramente fruncido. Pero enseguida
    parecieron olvidarse del incidente, volviendo a la apatía común.
    Al rato otro se desperezó, restregóse los ojos caminando, y se tiró al agua.
    Pasó media hora; el sol iba cayendo. Sentí de pronto que me tocaban en el
    hombro.
    –¿Qué hora es?
    –Las cinco –respondí. El viejo marinero que me había hecho la pregunta me
    miró desconfiado, con las manos en los bolsillos. Miró largo rato mi pantalón,
    distraído. Al fin se tiró al agua.
    Los tres que quedaban, se acercaron rápidamente y observaron el remolino.
    Se sentaron en la borda, silbando despacio, con la vista perdida a lo lejos. Uno se
    bajó y se tendió en el puente, cansado. Los otros desaparecieron uno tras otro. A
    las seis, el último de todos se levantó, se compuso la ropa, apartóse el pelo de la
    frente, caminó con sueño aún, y se tiró al agua.
    Entonces quedé solo, mirando como un idiota el mar desierto. Todos sin
    saber lo que hacían, se habían arrojado al mar, envueltos en el sonambulismo
    moroso que flotaba en el buque. Cuando uno se tiraba al agua, los otros se
    volvían momentáneamente preocupados, como si recordaran algo, para olvidarse
    enseguida. Así habían desaparecido todos, y supongo que lo mismo los del día
    anterior, y los otros y los de los demás buques. Esto es todo.
    Nos quedamos mirando al raro hombre con explicable curiosidad.
    –¿Y usted no sintió nada? –le preguntó mi ***
    – Sí; un gran desgano y obstinación de las mismas ideas, pero nada más. No
    sé por qué no sentí nada más. Presumo que el motivo es éste: en vez de

    agotarme en una defensa angustiosa y a toda costa contra lo que sentía, como deben de haber hecho todos, y aun los marineros sin darse cuenta, acepté sencillamente esa muerte hipnótica, como si estuviese anulado ya.Algo muy semejante ha pasado sin duda a los centinelas de aquella guardia célebre, que noche a noche se ahorcaban.
    Como el comentario era bastante complicado, nadie respondió. Poco
    después el narrador se retiraba a su camarote. El capitán lo siguió un rato de
    reojo.
    –¡Farsante! –murmuró.
    –Al contrario –dijo un pasajero enfermo, que iba a morir a su tierra–. Si fuera
    farsante no habría dejado de pensar en eso, y se hubiera tirado también al agua.


     
  2. Anveri

    Anveri Fanática de nativas -aves

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    Re: ... de poetas, cuentos y leyendas

    :happy:
    Confieso que no he leído todo, pero ya lo leeré y lo voy a cumplir.
    Para la poesía o leyendas se requiere un tiempo pausado
    ¡Qué triste y terrible!
    Hasta hace como un año atrás yo quería tener un diamante, aunque fuera pequeñito, pero después de ver como trabaja la pobre gente negra de África desistí. No tiene sentido tener algo que ha significado tanto sufrimiento y sin ninguna compensación.
    Mi deseo era pura vanidad, sin sustancia.

    Dejo una leyenda en torno a un barco fantasma llamado Caleuche , en la versión de Gabriela Mistral.

    (*) Versión taquigráfica de una de las charlas dictadas por Gabriela Mistral, en enero de 1938, en los Cursos Sudamericanos de Vacaciones en Montevideo, sobre "Literatura, geografía y folklore chilenos". Tomado de "Revista Nacional". Montevideo. Vol. 2 NO 191. Enero—marzo. 1957.

    Voy a contarles el mito del Caleuche.

    Las fábulas leídas son de la Araucanía genuina, es decir, de la zona que queda al sur del Bío—Bío, antes de la Patagonia.

    La leyenda del Caleuche existe en la región del archipiélago de Chiloé. Es muy linda, sólo que es un tanto mestiza. La mayor desventura folklórica consiste en la conformación.

    El mestizo coge la fábula india, la adorna de una manera cursi, la vuelve barroca, con una gran sencillez y la enreda en malezas, en una imaginación gastada y turbia del europeo, y se malogra. El Caleuche es ya mestizo. Hay mucho en él del buque fantasma holandés.

    El Caleuche es una especie de barco pirata, de foragidos del mar. Es muy difícil definirlo. Es una barca por aquello de que navega siempre, pero no es solamente un barco, es una especie de ballena por la figura con que aparece. Es un navío que navega andando todo él fosforescente, de proa a popa. Se acerca alguna vez a la costa, pero lo natural es que navegue en alta mar.

    El Caleuche pertenece a lo que llama nuestra gente el gran arte. La frase tal vez le hubiera gustado a Goethe, el gran arte es la mujer, es la brujería y la barca Caleuche, que nosotros llamamos "la barca del gran arte".

    Embarcados en el Caleuche va una tribu de demonios, de auténticos demonios marinos, y una tribu de hombres o brujos asimilados. Navegan sobre el Caleuche y tienen en su cubierta grandes orgías.

    El aspecto de la barca en la ceguedad de la noche de Chiloé es el de un navío en festival, un navío todo incendiado, encendido, donde se oyen gritos de celebración de fiesta mezclados con juramentos.

    El brujo asimilado nace de que el hombre costero, curioso alguna vez del Caleuche, se allega a la costa y consigue saltar a la cubierta. Desde que llega a la cubierta es transformado a una figura parecida a la del Trauco. La cara va al revés, y también una pierna va encogida, y toda esta especie de traucos camina sobre un pie que es un muñón.

    ¿A dónde va el Caleuche? No se sabe su destino, no se conoce, pero de regreso sólo trae una curiosa cargazón de oro, de oro submarino.

    No se puede tampoco ver claro en la fábula si hay un espíritu, un espíritu mayor, si hay un Caleuche unipersonal o si se trata de una divinidad colectiva.

    Este Caleuche, al revés de casi todas las divinidades del mundo, es solterón: no se casa.

    (Hilaridad)

    Nunca se ha contado que en una playa desembarque ni el Caleuche padre, ni los caleuchanos, a robarse o a casarse con alguna de las muchachas que recogen almejas en las dunas chiloetas.

    Hay algunas acciones muy personales del Caleuche.

    De tarde en tarde se conmueve, se humaniza, conversa con el chilote que subió al barco y hasta le entrega parte de la cargazón de oro. Entonces es el caso de que una familia chilota enriquezca bruscamente y sin razón visible, y todo el mundo diga: "tuvo tratos con el Caleuche".

    (Hilaridad)

    Los brujos asimilados aprenden los secretos del Caleuche a lo largo de las excursiones que pueden durar una noche, o meses, o años. Pero cuando el brujo consigue ser desembarcado, cuando logra quedarse libre del hechizo, es castigado con que le rebanan la memoria. Al bajar a la costa él deja de acordarse y pierde toda su experiencia del Caleuche. El lo olvida todo y baja convertido en un idiota que no puede contar ni su propia historia.

    La historia del Caleuche es popularísima; no es una mitología muerta en Chiloé. Lo mismo la oyen ustedes del indio, que la oyen del mestizo y del blanco.

    Hay veces que un señor de rasgos perfectamente españoles, les cuenta a ustedes el Caleuche con una tal seriedad y con una tal dignidad de narrador, que se sentiría muy ofendido si ustedes dudaran de lo que cuenta. Los guardianes de faro de la costa de Chiloé gastan su amor propio en haber visto el Caleuche. Siempre un chilote que se respeta a sí mismo no puede haberse quedado ayuno de la fiesta de haberlo divisado.

    Cuando yo leía ese relato de los monstruos marinos que aparecieron por allá en Escocia o Irlanda, no recuerdo, yo pensaba: la fábula del Caleuche se vuelve respetable en todos los cuentos de viaje, porque el monstruo marino parece que existe, y es probable que haya alguno inédito todavía por allá, pronto para el que lo vaya a cazar.

    De todos modos, los elementos del Sur están tan traspasados de la presencia del Caleuche que cuando se navega de Puerto Montt a la Patagonia, siempre hay algún grupo de Chiloé que en la noche, a pesar del hielo, que la deja a uno sin carnes, se colocan en algún punto de la barca, delante de la negrura, por si pasase el Caleuche. ¡Yo no he tenido esa suerte!

    (Hilaridad)

    ...

    Quiero poner un poema que se llama “Las dos Hermanas” de José Antonio Soffia Argomedo. No está en Internet y lo tengo en un librito de poesías, lo tengo muy guardado, de tan guardado que no me acuerdo donde...
    Me lo regalaron cuando era una niña de 10 años, sus páginas estaban en blanco y lo he llenado a través del tiempo, muuuuuuuuuuucho tiempo.

    Gracias, muchas gracias a toda la gente que deja parte de su almita aquí.

    ;)
     
  3. clause

    clause Claudia

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    Re: ... de poetas, cuentos y leyendas

    Gracias ,también a vos Anveri, por poner la tuya !!!:beso:
     
  4. clause

    clause Claudia

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    Re: ... de poetas, cuentos y leyendas



    CUENTOS DE AMOR, DE LOCURA Y DE MUERTE Horacio Quiroga

    LA INSOLACIÓN
    El cachorro Old salió por la puerta y atravesó el patio con paso recto y
    perezoso. Se detuvo en la linde del pasto, estiró al monte, entrecerrando los ojos,
    la nariz vibrátil, y se sentó tranquilo. Veía la monótona llanura del Chaco, con sus alternativas de campo y monte, monte y campo, sin más color que el crema del pasto y el negro del monte. Este cerraba el horizonte, a doscientos metros, por tres lados de la chacra. Hacia el oeste, el campo se ensanchaba y extendía en
    abra, pero que la ineludible línea sombría enmarcaba a lo lejos.
    A esa hora temprana, el confín, ofuscante de luz a mediodía, adquiría
    reposada nitidez. No había una nube ni un soplo de viento. Bajo la calma del cielo plateado, el campo emanaba tónica frescura que traía al alma pensativa, ante la certeza de otro día de seca, melancolías de mejor compensado trabajo. Milk, el padre del cachorro, cruzó a su vez el patio y se sentó al lado de aquél, con perezoso quejido de bienestar. Ambos permanecían inmóviles, pues aun no había moscas.
    Old, que miraba hacía rato la vera del monte, observó:
    –La mañana es fresca.
    Milk siguió la mirada del cachorro y quedó con la vista fija, parpadeando
    distraído. Después de un rato dijo:
    –En aquel árbol hay dos halcones.
    Volvieron la vista indiferente a un buey que pasaba, y continuaron mirando
    por costumbre las cosas.
    Entretanto, el oriente comenzaba a empurpurarse en abanico, y el horizonte había perdido ya su matinal precisión. Milk cruzó las patas delanteras y al hacerlo sintió leve dolor. Miró sus dedos sin moverse, decidiéndose por fin a olfatearlos. El día anterior se había sacado un pique, y en recuerdo de lo que había sufrido lamió extensamente el dedo enfermo.
    –No podía caminar –exclamó, en conclusión.
    –Old no comprendió a qué se refería, Milk agregó:
    –Hay muchos piques.

    Esta vez el cachorro comprendió. Y repuso por su cuenta, después de largo
    rato:
    –Hay muchos piques.
    Uno y otro callaron de nuevo, convencidos.
    El sol salió; y en el primer baño de su luz, las pavas del monte lanzaron al aire puro el tumultuoso trompeteo de su charanga. Los perros, dorados al sol oblicuo, entornaron los ojos, dulcificando su molicie en beato pestañeo. Poco a poco la pareja aumentó con la llegada de los otros compañeros: Dick, el taciturno preferido; Prince, cuyo labio superior partido por un coatí, dejaba ver los dientes; e
    Isondú, de nombre indígena. Los cinco fox–terriers, tendidos y beatos de
    bienestar, durmieron.
    Al cabo de una hora irguieron la cabeza; por el lado opuesto del bizarro
    rancho de dos pisos –el inferior de barro y el alto de madera, con corredores y baranda de chalet–, habían sentido los pasos de su dueño que bajaba la escalera.
    Míster Jones, la toalla al hombro, se detuvo un momento en la esquina del rancho y miró e1 sol, alto ya. Tenía aún la mirada muerta y el labio pendiente tras su solitaria velada de whisky, más prolongada que las habituales.
    Mientras se lavaba, los perros se acercaron y le olfatearon las botas,
    meneando con pereza el rabo. Como las fieras amaestradas, los perros conocen el menor indicio de borrachera en su amo. Alejáronse con lentitud a echarse de nuevo al sol. Pero el calor creciente les hizo presto abandonar aquél, por la sombra de los corredores.
    El día avanzaba igual a los precedentes de todo ese mes; seco, límpido, con catorce horas de sol calcinante que parecía mantener el cielo en fusión, y que en un instante resquebrajaba la tierra mojada en costras blanquecinas. Míster Jones fue a la chacra, miró el trabajo del día anterior y retornó al rancho. En toda esa mañana no hizo nada. Almorzó y subió a dormir la siesta.
    Los peones volvieron a las dos a la carpición, no obstante la hora de fuego, pues los yuyos no dejaban el algodonal. Tras ellos fueron los perros, muy amigos del cultivo desde el invierno pasado, cuando aprendieron a disputar a los halcones los gusanos blancos que levantaba el arado. Cada perro se echó bajo un
    algodonero, acompañando con su jadeo los golpes sordos de la azada.
    Entretanto el calor crecía. En el paisaje silencioso y encegueciente de sol, el aire vibraba a todos lados, dañando la vista. La tierra removida exhalaba vaho de horno, que los peones soportaban sobre la cabeza, envuelta hasta las orejas en el flotante pañuelo, con el mutismo de sus trabajos de chacra. Los perros cambiaban a cada rato de planta, en procura de más fresca sombra. Tendíanse a lo largo, pero la fatiga los obligaba a sentarse sobre las patas traseras para respirar mejor.
    Reverberaba ahora delante de ellos un pequeño páramo de greda que ni
    siquiera se había intentado arar. Allí, el cachorro vio de pronto a míster Jones sentado sobre un tronco, que lo miraba fijamente. Old se puso en pie meneando el rabo. Los otros levantáronse también, pero erizados.
    –Es el patrón –dijo el cachorro, sorprendido de la actitud de aquéllos.
    –No, no es él –replicó Dick.
    Los cuatro perros estaban apiñados gruñendo sordamente, sin apartar los
    ojos de míster Jones, que continuaba inmóvil, mirándolos. El cachorro, incrédulo, fue a avanzar, pero Prince le mostró los dientes:
    –No es él, es la Muerte.
    El cachorro se erizó de miedo y retrocedió al grupo.
    –¿Es el patrón muerto? –preguntó ansiosamente.
    Los otros, sin responderle, rompieron a ladrar con furia, siempre en actitud en
    actitud temerosa. Pero míster Jones se desvanecía ya en el aire ondulante.
    –Al oír ladridos, los peones habían levantado la vista, sin distinguir nada.
    Giraron la cabeza para ver si había entrado algún caballo en la chacra, y se
    doblaron de nuevo.
    Los fox–terriers volvieron al paso al rancho. El cachorro, erizado aún, se
    adelantaba y retrocedía con cortos trotes nerviosos, y supo de la experiencia de
    sus compañeros que cuando una cosa va a morir, aparece antes.
    –¿Y cómo saben que ese que vimos no era el patrón vivo? –preguntó.
    –Porque no era él –le respondieron displicentes.
    ¡Luego la Muerte, y con ella el cambio de dueño, las miserias, las patadas,estaba sobre ellos! Pasaron el resto de la tarde al lado de su patrón, sombríos y alerta. Al menor ruido gruñían, sin saber hacia dónde.
    Por fin el sol se hundió tras el negro palmar del arroyo, y en la calma de la noche plateada, los perros se estacionaron alrededor del rancho, en cuyo piso alto míster Jones recomenzaba su velada de whisky. A medianoche oyeron sus pasos,luego la caída de las botas en el piso de tablas, y la luz se apagó. Los perros,
    entonces, sintieron más el próximo cambio de dueño, y solos, al pie de la casa dormida, comenzaron a llorar. Lloraban en coro, volcando sus sollozos convulsivos y secos, como masticados, en un aullido de desolación, que la voz cazadora de Prince sostenía, mientras los otros tomaban el sollozo de nuevo. El cachorro sólo podía ladrar. La noche avanzaba, y los cuatro perros de edad, agrupados a la luz
    de la luna, el hocico extendido e hinchado de lamentos –bien alimentados y acariciados por el dueño que iban a perder–, continuaban llorando a lo alto sudoméstica miseria.
    A la mañana siguiente míster Jones fue él mismo a buscar las mulas y las
    unció a la carpidora, trabajando hasta las nueve. No estaba satisfecho, sin embargo. Fuera de que la tierra no había sido nunca bien rastreada, las cuchillas no tenían filo, y con el paso rápido de las mulas, la carpidora saltaba. Volvió con
    ésta y afiló sus rejas; pero un tornillo en que ya al comprar la máquina había notado una falla, se rompió al armarla. Mandó un peón al obraje próximo, recomendándole cuidara del caballo, un buen animal pero asoleado. Alzó la cabeza al sol fundente de mediodía, e insistió en que galopara ni un momento.
    Almorzó enseguida y subió. Los perros, que en la mañana no habían dejado un segundo a su patrón, se quedaron en los corredores.
    La siesta pesaba, agobiada de luz y silencio. Todo el contorno estaba
    brumoso por las quemazones. Alrededor del rancho la tierra blanquizca del patio deslumbraba por el sol a plomo, parecía deformarse en trémulo hervor, que adormecía los ojos parpadeantes de los fox–terriers.
    –No ha aparecido más –dijo Milk.
    Old, al oír aparecido, levantó vivamente las orejas. Incitado por la evocación,el cachorro se puso en pie y ladró, buscando a qué. Al rato calló, entregándosecon sus compañeros a su defensiva cacería de moscas.
    –No vino más –agregó Isondú.
    –Había una lagartija bajo el raigón –recordó por primera vez Prince.
    Una gallina, el pico abierto y las alas apartadas del cuerpo, cruzó el patio incandescente con su pesado trote de calor. Prince la siguió perezosamente con la vista, y saltó de golpe.
    –¡Viene otra vez! –gritó.
    Por el norte del patio avanzaba solo el caballo en que había ido el peón. Los perros se arquearon sobre las patas, ladrando con furia a la Muerte que se acercaba. El caballo caminaba con la cabeza baja, aparentemente indeciso sobre el rumbo que debía seguir. Al pasar frente al rancho dio unos cuantos pasos en dirección al pozo, y se desvaneció progresivamente en la cruda luz.
    Míster Jones bajó: no tenía sueño. Disponíase a proseguir el montaje de la carpidora, cuando vio llegar inesperadamente al peón a caballo. A pesar de su orden, tenía que haber galopado para volver a esa hora. Apenas libre y concluida su misión, el pobre caballo, en cuyos ijares era imposible contar los latidos, tembló agachando la cabeza, y cayó de costado. Míster Jones mandó a la chacra, todavía de sombrero y rebenque, al peón para no echarlo si continuaba oyendo sus jesuíticas disculpas.
    Pero los perros estaban contentos. La Muerte, que buscaba a su patrón, se había conformado con el caballo. Sentíanse alegres, libres de preocupación, y en consecuencia disponíanse a ir a la chacra tras el peón, cuando oyeron a míster Jones que le gritaba, pidiéndole el tornillo. No había tornillo: el almacén estaba cerrado, el encargado dormía, etc. Míster Jones, sin replicar, descolgó su casco y
    salió él mismo en busca del utensilio.
    Resistía el sol como un peón, y el paseo era maravilloso contra su mal
    humor.
    Los perros salieron con él, pero se detuvieron a la sombra del primer
    algarrobo; hacía demasiado calor. Desde allí, firmes en las patas, el ceño contraído y atento, veían alejarse a su patrón. Al fin el temor a la soledad pudo más, y con agobiado trote siguieron tras él.
    Míster Jones obtuvo su tornillo y volvió. Para acortar distancia, desde luego, evitando la polvorienta curva del camino, marchó en línea recta a su chacra. Llegó al riacho y se internó en el pajonal, el diluviano pajonal del Saladito, que ha crecido, secado y retoñado desde que hay paja en el mundo, sin conocer fuego.
    Las matas, arqueadas en bóveda a la altura del pecho, se entrelazan en bloques macizos. La tarea de cruzarlo, seria ya con día fresco, era muy dura a esa hora.
    Míster Jones lo atravesó, sin embargo, braceando entre la paja restallante y polvorienta por el barro que dejaban las crecientes, ahogado de fatiga y acres vahos de nitratos.
    Salió por fin y se detuvo en la linde; pero era imposible permanecer quieto bajo ese sol y ese cansancio. Marchó de nuevo. Al calor quemante que crecía sin cesar desde tres días atrás, agregábase ahora el sofocamiento del tiempo descompuesto. El cielo estaba blanco y no se sentía un soplo de viento. El aire faltaba, con angustia cardíaca que no permitía concluir la respiración.
    Míster Jones adquirió el convencimiento de que había traspasado su límite de resistencia. Desde hacía rato le golpeaba en los oídos el latido de las carótidas.
    Sentíase en el aire, como si de dentro de la cabeza le empujaran el cráneo hacia arriba. Se marcaba mirando el pasto. Apresuró la marcha para acabar con eso de una vez... Y de pronto volvió en sí y se halló en distinto paraje: había caminado media cuadra sin darse cuenta de nada. Miró atrás, y la cabeza se le fue en nuevo vértigo.
    Entretanto, los perros seguían tras él, trotando con toda la lengua de fuera. A veces, asfixiados, deteníanse en la sombra de un espartillo; se sentaban precipitando su jadeo, para volver enseguida al tormento del sol. Al fin, como la casa estaba ya próxima, apuraron el trote.
    Fue en ese momento cuando Old, que iba adelante, vio tras el alambrado de la chacra a míster Jones, vestido de blanco, que caminaba hacia ellos. El cachorro, con súbito recuerdo, volvió la cabeza a su patrón y confrontó.
    –¡La Muerte, la Muerte! –aulló.
    Los otros lo habían visto también, y ladraban erizados. Vieron que míster Jones atravesaba el alambrado y, por un instante creyeron que se iba a equivocar; pero al llegar a cien metros se detuvo, miró el grupo con sus ojos celestes, y marchó adelante.
    – ¡Qué no camine ligero el patrón! –exclamó Prince.
    –¡Va a tropezar con él! –aullaron todos.
    En efecto, el otro, tras breve hesitación, había avanzado, pero no
    directamente sobre ellos como antes, sino en línea oblicua y en apariencia errónea, pero que debía llevarlo justo al encuentro de míster Jones. Los perros comprendieron que esta vez todo concluía, porque su patrón continuaba caminando a igual paso, como un autómata, sin darse cuenta de nada. El otro llegaba ya. Los perros hundieron el rabo y corrieron de costado, aullando. Pasó un
    segundo, y el encuentro se produjo. Míster Jones se detuvo, giró sobre sí mismo y se desplomó.
    Los peones, que lo vieron caer, lo llevaron aprisa al rancho, pero fue inútil toda el agua; murió sin volver en sí. Míster Moore, su hermano materno, fue allá desde Buenos Aires, estuvo una hora en la chacra y en cuatro días liquidó todo, volviéndose enseguida al sur. Los indios se repartieron los perros, que vivieron en adelante flacos y sarnosos, e iban todas las noches con hambriento sigilo a robar espigas de maíz en las chacras ajenas.





     
  5. clause

    clause Claudia

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    CUENTOS DE AMOR, DE LOCURA Y DE MUERTE Horacio Quiroga

    LA MUERTE DE ISOLDA
    Concluía el primer acto de Tristán e Isolda. Cansado de la agitación de ese
    día, me quedé en mi butaca, muy contento de mi soledad. Volví la cabeza a la
    sala, y detuve enseguida los ojos en un palco bajo.
    Evidentemente, un matrimonio. Él, un marido cualquiera, y tal vez por su
    mercantil vulgaridad y la diferencia de años con su mujer, menos que cualquiera.
    Ella, joven, pálida, con una de esas profundas bellezas que más que en el
    rostro –aun bien hermoso–, reside en la perfecta solidaridad de mirada, boca,
    cuello, modo de entrecerrar los ojos. Era, sobre todo, una belleza para hombres, sin ser en lo más mínimo provocativa; y esto es precisamente lo que no entenderán nunca las mujeres.
    La miré largo rato a ojos descubiertos porque la veía muy bien, y porque
    cuando el hombre está así en tensión de aspirar fijamente un cuerpo hermoso, no recurre al arbitrio femenino de los anteojos.
    Comenzó el segundo acto. Volví aún la cabeza al palco, y nuestras miradas
    se cruzaron. Yo, que había apreciado ya el encanto de aquella mirada vagando por uno y otro lado de la sala, viví en un segundo, al sentirla directamente apoyada en mí, el más adorable sueño de amor que haya tenido nunca.
    Fue aquello muy rápido: los ojos huyeron, pero dos o tres veces, en mi largo
    minuto de insistencia, tornaron fugazmente a mí.
    Fue asimismo, con la súbita dicha de haberme soñado un instante su marido,
    el más rápido desencanto de un idilio. Sus ojos volvieron otra vez, pero en ese
    instante sentí que mi vecino de la izquierda miraba hacia allá, y después de un
    momento de inmovilidad por ambas partes, se saludaron.
    Así, pues, yo no tenía el más remoto derecho a considerarme un hombre
    feliz, y observé a mi compañero. Era un hombre de más de treinta y cinco años, de barba rubia y ojos azules de mirada clara y un poco dura, que expresaba inequívoca voluntad.
    –Se conocen –me dije– y no poco.

    En efecto, después de la mitad del acto mi vecino, que no había vuelto a
    apartar los ojos de la escena, los fijó en el palco. Ella, la cabeza un poco echada atrás y en la penumbra, lo miraba también. Me pareció más pálida aún. Se miraron fijamente, insistentemente, aislados del mundo en aquella recta paralela de alma a alma que los mantenía inmóviles.
    Durante el tercero, mi vecino no volvió un instante la cabeza. Pero antes de
    concluir aquél, salió por el pasillo lateral. Miré al palco, y ella también se había
    retirado.
    –Final de idilio –me dije melancólicamente.
    El no volvió más, y el palco quedó vacío.
    ...
    –Sí, se repiten –sacudió largo rato la cabeza–. Todas las situaciones
    dramáticas pueden repetirse, aún las más inverosímiles, y se repiten. Es menester
    vivir, y usted es muy muchacho... Y las de su Tristán también, lo que no obsta para que haya allí el más sostenido alarido de pasión que haya gritado alma humana... Yo quiero tanto como usted a esa obra, y acaso más... No me refiero, querrá creer, al drama de Tristán, y con él las treinta y seis situaciones del dogma, fuera de las cuales todas son repeticiones. No; la escena que vuelve como una pesadilla, los personajes que sufren la alucinación de una dicha muerta, es otra cosa... Usted asistió al preludio de una de esas repeticiones... Sí, ya sé que se acuerda... No nos conocíamos con usted entonces... ¡Y... precisamente a usted debía de hablarle de esto! Pero juzga mal lo que vio y creyó un acto mío feliz...
    ¡Feliz!...
    Óigame. El buque parte dentro de un momento, y esta vez no vuelvo más...
    Le cuento esto a usted, como si se lo pudiera escribir, por dos razones: Primero, porque usted tiene un parecido pasmoso con lo que era yo entonces –en lo bueno únicamente, por suerte–. Y segundo, porque usted, mi joven amigo, es perfectamente incapaz de pretenderla, después de lo que va a oír. Óigame:
    La conocí hace diez años, y durante los seis meses que fui su novio hice
    cuanto estuvo en mí para que fuera mía. La quería mucho, y ella, inmensamente a mí. Por esto cedió un día, y desde ese instante mi amor, privado de tensión, se enfrió.
    Nuestro ambiente social era distinto, y mientras ella se embriagaba con la
    dicha de poseer mi nombre, yo vivía en una esfera de mundo donde me era
    inevitable flirtear con muchachas de apellido, fortuna, y a veces muy lindas.
    Una de ellas llevó conmigo el flirteo bajo parasoles de garden party a un
    extremo tal, que me exasperé y la pretendí seriamente. Pero si mi persona era
    interesante para esos juegos, mi fortuna no alcanzaba a prometerle el tren
    necesario, y me lo dio a entender claramente.
    Tenía razón, perfecta razón. En consecuencia flirteé con una amiga suya,
    mucho más fea, pero infinitamente menos hábil para estas torturas del téte–a–téte a diez centímetros, cuya gracia exclusiva consiste en enloquecer a su flirt, manteniéndose uno dueño de sí. Y esta vez no fui yo quien se exasperó.
    Seguro, pues, del triunfo, pensé entonces en el modo de romper con Inés.
    Continuaba viéndola, y aunque no podía ella engañarse sobre el amortiguamiento de mi pasión, su amor era demasiado grande para no iluminarle los ojos de felicidad cada vez que me veía llegar.
    La madre nos dejaba solos; y aunque hubiera sabido lo que pasaba, habría
    cerrado los ojos para no perder la más vaga posibilidad de subir con su hija a una esfera mucho más alta.
    Una noche fui allá dispuesto a romper, con visible malhumor, por lo mismo.
    Inés corrió a abrazarme, pero se detuvo, bruscamente pálida.
    –¿Qué tienes? –me dijo.
    –Nada –le respondí con sonrisa forzada, acariciándole la frente. Ella dejó
    hacer, sin prestar atención a mi mano y mirándome insistentemente. Al fin apartó los ojos contraídos y entramos en la sala.
    La madre vino, pero sintiendo cielo de tormenta, estuvo sólo un momento y
    desapareció.
    Romper es palabra corta y fácil; pero comenzarlo...
    Nos habíamos sentado y no hablábamos. Inés se inclinó, me apartó la mano
    de la cara y me clavó los ojos, dolorosos de angustioso examen.

    –¡Es evidente!... –murmuró.
    –¿Qué? –le pregunté fríamente.
    La tranquilidad de mi mirada le hizo más daño que mi voz, y su rostro se
    demudó:
    –¡Que ya no me quieres! –articuló en una desesperada y lenta oscilación de
    cabeza.
    –Esta es la quincuagésima vez que dices lo mismo –respondí.
    No podía darse respuesta más dura; pero yo tenía ya el comienzo.
    Inés me miró un rato casi como a un extraño, y apartándome bruscamente la
    mano con el cigarro, su voz se rompió:
    –¡Esteban!
    –¿Qué? –torné a repetir.
    Esta vez bastaba. Dejó lentamente mi mano y se reclinó atrás en el sofá,
    manteniendo fijo en la lámpara su rostro lívido. Pero un momento después su cara caía de costado bajo el brazo crispado al respaldo.
    Pasó un rato aún. La injusticia de mi actitud –no veía en ella más que
    injusticia– acrecentaba el profundo disgusto de mí mismo. Por eso cuando oí, o más bien sentí, que las lágrimas brotaban al fin, me levanté con un violento
    chasquido de lengua.
    –Yo creía que no íbamos a tener más escenas –le dije paseándome.
    No me respondió, y agregué:
    –Pero que sea ésta la última.
    Sentí que las lágrimas se detenían, y bajo ellas me respondió un momento
    después:
    –Como quieras.
    Pero enseguida cayó sollozando sobre el sofá:
    –¡Pero qué te he hecho! ¡Qué te he hecho!
    –¡Nada! –le respondí–. Pero yo tampoco te he hecho nada a ti... Creo que
    estamos en el mismo caso ¡Estoy harto de estas cosas!
    Mi voz era seguramente mucho más dura que mis palabras. Inés se
    incorporó, y sosteniéndose en el brazo del sofá, repitió, helada:

    –Como quieras.
    Era una despedida. Yo iba a romper, y se me adelantaban. El amor propio, el
    vil amor propio tocado a vivo, me hizo responder.
    –Perfectamente... Me voy. Que seas más feliz... otra vez.
    No comprendió, y me miró con extrañeza. Yo había ya cometido la primera
    infamia: y como en esos casos, sentí el vértigo de enlodarme más aún.
    –¡Es claro! –apoyé brutalmente–. Porque de mí no has tenido queja ¿no? ...
    ¿no?
    Es decir: te hice el honor de ser tu amante, y debes estarme agradecida.
    Comprendió más mi sonrisa que mis palabras, y mientras yo salía a buscar
    mi sombrero en el corredor, su cuerpo y su alma entera se desplomaban en la
    sala.
    Entonces, en ese instante en que crucé la galería, sentí intensamente lo que
    acababa de hacer. Aspiración de lujo, matrimonio encumbrado, todo me resaltó como una llaga en mi propia alma. Y yo, que me ofrecía en subasta a las mundanas feas con fortuna, que me ponía en venta, acababa de cometer el acto más ultrajante, con la mujer que nos ha querido demasiado... Flaqueza en el Monte de los Olivos, o momento vil en un hombre que no lo es, llevan al mismo fin: ansia de sacrificio, de reconquista más alta del propio valer. Y luego, la inmensa sed de ternura, de borrar beso tras beso las lágrimas de la mujer adorada, cuya primera sonrisa tras la herida que le hemos causado, es la más bella luz que pueda inundar un corazón de hombre.
    ¡Y concluido! No me era posible ante mí mismo volver a tomar lo que
    acababa de ultrajar de ese modo: ya no era digno de ella, ni la merecía más.
    Había enlodado en un segundo el amor más puro que hombre alguno haya
    sentido sobre sí, y acababa de perder con Inés la irreencontrable felicidad de
    poseer a quien nos ama entrañablemente.
    Desesperado, humillado, crucé por delante de la sala, y la vi echada sobre el
    sofá, sollozando el alma entera entre sus brazos.
    ¡Inés! ¡Perdida ya! Sentí más honda mi miseria ante su cuerpo, todo amor,
    sacudido por los sollozos de su dicha muerta. Sin darme cuenta casi, me detuve.

    –¡Inés! –dije.
    Mi voz no era ya la de antes. Y ella debió notarlo bien, porque su alma sintió,
    en aumento de sollozos, el desesperado llamado que le hacía mi amor –¡esa vez, sí, inmenso amor!
    –No, no... –me respondió–. ¡Es demasiado tarde!
    ...
    Padilla se detuvo. Pocas veces he visto amargura más seca y tranquila que
    la de sus ojos cuando concluyó. Por mi parte, no podía apartar de mi memoria
    aquella adorable belleza del palco, sollozando sobre el sofá...
    –Me creerá –reanudó Padilla– si le digo que en mis insomnios de soltero
    descontento de sí mismo la he tenido así ante mí... Salí enseguida de Buenos
    Aires sin ver casi a nadie, y menos a mi flirt de gran fortuna... Volví a los ocho
    años, y supe entonces que se había casado, a los seis meses de haberme ido yo.
    Torné a alejarme, y hace un mes regresé, bien tranquilizado ya, y en paz.
    No había vuelto a verla. Era para mí como un primer amor, con todo el
    encanto dignificante que un idilio virginal tiene para el hombre hecho que después amó cien veces... Si usted es querido alguna vez como yo lo fui, y ultraja como yo lo hice, comprenderá toda la pureza que hay en mi recuerdo.
    Hasta que una noche tropecé con ella. Sí, esa misma noche en el teatro...
    Comprendí, al ver al opulento almacenero de su marido, que se había precipitado en el matrimonio, como yo al Ucayali... Pero al verla otra vez, a veinte metros de mí, mirándome, sentí que en mi alma, dormida en paz, surgía sangrando la desolación de haberla perdido, como si no hubiera pasado un solo día de esos diez años. ¡Inés! Su hermosura, su mirada –única entre todas las mujeres–, habían sido mías, bien mías, porque me había sido entregada con adoración.
    También apreciará usted esto algún día.
    Hice lo humanamente posible para olvidar, me rompí las muelas tratando de
    concentrar todo mi pensamiento en la escena. Pero la prodigiosa partitura de
    Wagner, ese grito de pasión enfermante, encendió en llama viva lo que quería
    olvidar. En el segundo o tercer acto no pude más y volví la cabeza. Ella también sufría la sugestión de Wagner, y me miraba. ¡Inés, mi vida! Durante medio minuto su boca, sus manos, estuvieron bajo mi boca y mis ojos, y durante ese tiempo ella concentró en su palidez la sensación de esa dicha muerta hacía diez años. ¡Y Tristán siempre, sus alaridos de pasión sobrehumana, sobre nuestra felicidad yerta!
    Me levanté entonces, atravesé las butacas como un sonámbulo, y avancé
    por el pasillo aproximándome a ella sin verla, sin que me viera, como si durante
    diez años no hubiera yo sido un miserable...
    Y como diez años atrás, sufrí la alucinación de que llevaba mi sombrero en la
    mano e iba a pasar delante de ella.
    Pasé, la puerta del palco estaba abierta, y me detuve enloquecido. Como
    diez años antes sobre el sofá, ella, Inés, tendida ahora en el diván del antepalco, sollozaba la pasión de Wagner y su felicidad deshecha.
    ¡Inés!... Sentí que el destino me colocaba en un momento decisivo. ¡Diez
    años!... ¿Pero habían pasado? ¡No, no Inés mía!
    Y como entonces, al ver su cuerpo todo amor, sacudido por los sollozos, la
    llamé:
    –¡Inés!
    Y como diez años antes, los sollozos redoblaron, y como entonces me
    respondió bajo sus brazos:
    –No, no... ¡Es demasiado tarde!....

     
  6. clause

    clause Claudia

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    Re: ... de poetas, cuentos y leyendas


    CUENTOS DE AMOR, DE LOCURA Y DE MUERTE Horacio Quiroga

    A LA DERIVA

    El hombre pisó algo blanduzco, y enseguida sintió la mordedura en el pie.
    Saltó adelante, y al volverse con un juramento vio una yararacusú que arrollada sobre sí misma, esperaba otro ataque.
    El hombre echó una veloz ojeada a su pie, donde dos gotitas de sangre
    engrosaban dificultosamente, y sacó sangre el machete de la cintura. La víbora vio la amenaza, y hundió más la cabeza en el centro mismo de su espiral; pero el machete cayó de lomo, dislocándole las vértebras.
    El hombre se bajó hasta la mordedura, quitó las gotitas de sangre, y durante
    un instante contemplo. Un dolor agudo nacía de los dos puntitos violeta, y
    comenzaba a invadir todo el pie. Apresuradamente se ligó el tobillo con su
    pañuelo, y siguió por la picada hacia su rancho.
    El dolor en el pie aumentaba, con sensación de tirante abultamiento, y de
    pronto el hombre sintió dos o tres fulgurantes puntadas que como relámpagos
    habían irradiado desde la herida hasta la mitad de la pantorrilla. Movía la pierna con dificultad; una metálica sequedad de garganta, seguida de sed quemante, le arrancó un nuevo juramento.
    Llegó por fin al rancho, y se echó de brazos sobre la rueda de un trapiche.
    Los dos puntitos violetas desaparecían ahora en la monstruosa hinchazón del pie entero. La piel parecía adelgazada y a punto de ceder, de tensa. El hombre quiso llamar a su mujer, y la voz se quebró en un ronco arrastre de garganta reseca. La sed lo devoraba.
    –¡Dorotea! –alcanzó a lanzar en un estertor–. ¡Dame caña!
    Su mujer corrió con un vaso lleno, que el hombre sorbió en tres tragos. Pero
    no había sentido gusto alguno.
    –¡Te pedí caña, no agua! –rugió de nuevo–. ¡Dame caña!
    –¡Pero es caña, Paulino! –protestó la mujer espantada.
    –¡No, me diste agua! ¡Quiero caña, te digo!
    La mujer corrió otra vez, volviendo con la damajuana. El hombre tragó uno
    tras otro dos vasos, pero no sintió nada en la garganta.

    –Bueno; esto se pone feo... –murmuró entonces, mirando su pie lívido y ya
    con lustre gangrenoso. Sobre la honda ligadura del pañuelo, la carne desbordaba como una monstruosa morcilla.
    Los dolores fulgurantes se sucedían en continuos relampagueos, y llegaban
    ahora a la ingle. La atroz sequedad de garganta que el aliento parecía caldear
    más, aumentaba a la par. Cuando pretendió incorporarse, un fulminante vómito lo mantuvo medio minuto con la frente apoyada en la rueda de palo.
    Pero el hombre no quería morir, y descendiendo hasta la costa subió a su
    canoa. Sentóse en la popa y comenzó a palear hasta el centro del Paraná. Allí la corriente del río, que en las inmediaciones del Iguazú corre seis millas, lo llevaría antes de cinco horas a Tacurú–Pucú.
    El hombre, con sombría energía, pudo efectivamente llegar hasta el medio
    del río; pero allí sus manos dormidas dejaron caer la pala en la canoa, y tras un nuevo vómito –de sangre esta vez–, dirigió una mirada al sol que ya trasponía el monte.
    La pierna entera, hasta medio muslo, era ya un bloque deforme y durísimo
    que reventaba la ropa. El hombre cortó la ligadura y abrió el pantalón con su
    cuchillo: el bajo vientre desbordó hinchado, con grandes manchas lívidas y
    terriblemente doloroso. El hombre pensó que no podría jamás llegar él solo a
    Tacurú–Pucú, y se decidió a pedir ayuda a su compadre Alves, aunque hacía
    mucho tiempo que estaban disgustados.
    La corriente del río se precipitaba ahora hacia la costa brasileña, y el hombre
    pudo fácilmente atracar. Se arrastró por la picada en cuesta arriba, pero a los
    veinte metros, exhausto, quedó tendido de pecho.
    –¡Alves! –gritó con cuanta fuerza pudo; y prestó oído en vano.
    –¡Compadre Alves! ¡No me niegue este favor! –clamó de nuevo, alzando la
    cabeza del suelo. En el silencio de la selva no se oyó un solo rumor. El hombre
    tuvo aún valor para llegar hasta su canoa, y la corriente, cogiéndola de nuevo, la llevó velozmente a la deriva. El Paraná corre allí en el fondo de una inmensa hoya, cuyas paredes, altas de cien metros, encajonan fúnebremente el río. Desde las orillas bordeadas de negros bloques de basalto asciende el bosque, negro también. Adelante, a los costados, detrás, siempre la eterna muralla lúgubre, en cuyo fondo el río arremolinado se precipita en incesantes borbollones de agua fangosa. El paisaje es agresivo, y reina en él un silencio de muerte. Al atardecer, sin embargo, su belleza sombría y calma cobra una majestad única.
    El sol había caído ya cuando el hombre, semitendido en el fondo de la
    canoa, tuvo un violento escalofrío. Y de pronto, con asombro, enderezó
    pesadamente la cabeza: se sentía mejor. La pierna le dolía apenas, la sed
    disminuía, y su pecho, libre ya, se abría en lenta inspiración.
    El veneno comenzaba a irse, no había duda. Se hallaba casi bien, y aunque
    no tenía fuerzas para mover la mano, contaba con la caída del rocío para
    reponerse del todo. Calculó que antes de tres horas estaría en Tacurú–Pucú.
    El bienestar avanzaba y con él una somnolencia llena de recuerdos. No
    sentía ya nada ni en la pierna ni en el vientre. ¿Viviría aún su compadre Gaona en Tacurú–Pucú? Acaso viera también a su ex patrón, míster Dougald, y al recibidor del obraje.
    ¿Llegaría pronto? El cielo, al poniente, se abría ahora en pantalla de oro, y el
    río se había coloreado también. Desde la costa paraguaya, ya entenebrecida, el monte dejaba caer sobre el río su frescura crepuscular, en penetrantes efluvios de azahar y miel silvestre. Una pareja de guacamayos cruzó muy alto y en silencio hacia el Paraguay.
    Allá abajo, sobre el río de oro, la canoa derivaba velozmente, girando a ratos
    sobre sí misma ante el borbollón de un remolino. El hombre que iba en ella se
    sentía cada vez mejor, y pensaba entretanto en el tiempo justo que había pasado sin ver a su ex patrón Dougald. ¿Tres años? Tal vez no, no tanto. ¿Dos años y nueve meses? Acaso. ¿Ocho meses y medio? Eso sí, seguramente.
    De pronto sintió que estaba helado hasta el pecho. ¿Qué sería? Y la
    respiración...
    Al recibidor de maderas de míster Dougald, Lorenzo Cubilla, lo había
    conocido en Puerto Esperanza un viernes santo... ¿Viernes? Sí, o jueves...
    El hombre estiró lentamente los dedos de la mano.
    –Un jueves...
    Y cesó de respirar



     
  7. Magni

    Magni

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    Re: ... de poetas, cuentos y leyendas

    Son fuertes los cuentos de Quiroga y conmueven profundamente...

    Ahora cambio a poesía:

    Ideas

    Poco a poco, desmembrada,
    la idea fue renaciendo
    quedando ante mí, clavada,
    como una fiera al acecho...

    El corazón, palpitante,
    trémulo ante tanto riesgo,
    se va desgranando en gotas
    que como sangre surgieron...

    Y es entonces que la idea,
    ya transformado el misterio,
    sobre una alfombra de flores
    deshace sus locos sueños...

    Surge de pronto el poema,
    las palabras convergieron
    dándole vida a la idea
    en mágicos universos...

    María del Carmen Castrillo
    (Poeta aregentina contemporánea)


    Y de un vecino de Clause...

    Romanza
    "Si pudiera volar con las alas del alma y alcanzarte en el portal de las estrellas"

    Ya no habrá otro cielo de fábulas y alondras
    como aquel lejano, claro y añorado cielo
    del verano azul que perdimos para siempre...

    Ya no habrá otra aurora
    de límpido fulgor resplandeciente
    que me deslumbre y me ilumine el alma
    de celeste ilusión cada mañana...

    Cuando tus manos florecidas de nardos y azucenas
    entrelazadas junto a la orilla yerma de mis manos
    amanecían como una guirnalda albaamor de diademas y corales
    y en el espejo color tequiero de tus claras pupilas
    una mágica y alada ronda de hadas y arlequines
    poblaba de cantares, de romanzas y preludios cautivadores
    aquel distante y melancólico retazo de cielo enamorado
    donde aún persiste la cruz, el fervor y la lágrima encendida
    de tu adorado nombre en mi silente corazón clavado...

    Héctor Molinatti
    (Poeta argentino contemporáneo - Avellaneda)

    ¡Gracias por este Post, Clause! Jamás me cansaré de decírtelo :beso:
     
  8. clause

    clause Claudia

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    Re: ... de poetas, cuentos y leyendas

    Hola Magni!!!:beso:
    Esos autores no los conocia!!!(tampoco al de Avellaneda!)
    El post es idea y obra de Maia...yo lo disfruto como vos!:happy:
     
  9. mai^a

    mai^a My Garden

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    Re: ... de poetas, cuentos y leyendas

    De los apeninos a los Andes

    El muchacho le dijo:
    -Gracias.

    Sin ocurrírsele otras palabras, salió con su cofre y,
    despidiéndose de su pequeño guía, se puso en caminó
    lentamente hacia Boca, atravesando la gran ciudad,
    lleno de tristeza y de estupor.
    Todo lo que le sucedió desde aquel momento hasta la
    noche del día siguiente, le quedó después en la memoria,
    confuso e incierto como ensueños de calenturiento:
    y tan cansado, turbado y debilitado se encontraba!

    Al día siguiente, al anochecer, después de haber dormido
    la noche antes en un cuartucho de una casa de Boca,
    al lado de un almacén del muelle; después de haber pasado
    casi todo el día sentado sobre un montón de maderos, y
    como entre sueños, enfrente de millares de barcos, de
    lanchas y de vapores, se encontraba en la popa de una
    barcaza de vela, cargada de frutas, que salía para la ciudad
    de Rosario conducida por tres robustos genoveses bronceados
    por el sol, cuyas voces y el dialecto querido que hablaban
    llevó algunos bríos al ánimo de Marcos.

    Salieron, y el viaje duró tres días y cuatro noches, siendo
    continua la admiración del pequeño viajero. Tres días y tres
    noches remontó aquel maravilloso río Paraná, en cuya comparación
    nuestro gran Po no es más que un arroyuelo, y la extensión de
    Italia, cuadruplicada, no alcanza a la de su curso.
    El barco iba lentamente a través de aquella masa de agua
    inconmensurable.

    Pasaba por medio de largas islas, antiguos nidos de serpientes,
    cubiertas de árboles frondosos, semejantes a bosques flotantes;
    y ora se deslizaba entre estrechos canales, de los cuales parecía
    que no podía salir, ora desembocaba en vastas extensiones de agua,
    que semejaban grandes lagos tranquilos; después, saliendo de entre
    las islas, por los canales intrincados de un archipiélago, llegaba a
    sitios rodeados de montones inmensos de vegetación.

    Reinaba profundo silencio. En largos trechos, las orillas y las aguas
    solitarias y vastísimas evocaban la imagen de un río desconocido,
    que aquel pobre barco de vela era el primero en el mundo que se
    aventuraba a surcar.
    Mientras más avanzaban, tanto más aumentaba aquel inmenso río.
    Pensaba que su madre se encontraba aún a gran distancia,
    y que la navegación debía durar años todavía. Dos veces al día
    comía un pocode pan y de carne en conserva con los marineros,
    quienes, viéndole triste, no le dirigían nunca la palabra.

    Por la noche dormía sobre cubierta, y se despertaba a cada instante
    bruscamente, admirando la luz clarísima de la luna que blanqueaba las
    inmensas y lejanas orillas: entonces el corazón se le oprimía. ¡Córdoba!,
    repetía este nombre: Córdoba, como el de una de aquellas ciudades
    misteriosas de las que había oído hablar en las leyendas.
    Pero después pensaba: "Mi madre ha pasado por aquí; ha visto estas
    islas, aquellas orillas"; y entonces no le parecían ya tan raros y
    solitarios aquellos lugares en los cuales se había fijado la mirada de
    su madre

    ... Por la noche alguno de los marineros cantaba. Aquella voz le
    recordaba las canciones de su madre cuando lo adormecía de niño.
    La última noche, al oír aquel canto, sollozó. El marinero se interrumpió.
    Después le gritó:
    -¡Ánimo, chico, valor! ¡Qué diablo! ¡Un genovés que llora por estar
    lejos de su casa! ¡Los genoveses atraviesan todo el mundo tan
    contentos como orgullosos! Aquellas palabras le hicieron experimentar
    una sacudida; oyó la voz de sangre genovesa que corría por sus venas,
    y levantó la frente con orgullo, dando un golpe en el timón.

    "Bien -dijo
    para sí-; también daré yo la vuelta al mundo; viajaré años y años,
    andaré a pie centenares de leguas, seguiré adelante hasta que
    encuentre a mi madre. Llegaré, aunque sea moribundo, para caer
    muerto a sus pies.
    ¡Con tal de que vuelva a verla una sola vez!... ¡Ánimo!..." Y con
    estos bríos llegó, al clarear una fría y hermosa mañana, frente a la
    ciudad de Rosario, situada en la ribera del Paraná, reflejándose en
    las aguas los palos y banderas de mil barcos de todos los países.
    Poco después de haber desembarcado, subió a la ciudad, con su
    cofre al hombro, buscando
    a un señor argentino, para el cual su protector de Boca le había
    dado una tarjeta con algunas líneas de recomendación. (continía)
     
  10. mai^a

    mai^a My Garden

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    Re: ... de poetas, cuentos y leyendas

    uuuy chicas! ... como leer tod esto!
    clausecita ya estás culminando con
    los cuentos fantásticos!
    [​IMG]
     
  11. mai^a

    mai^a My Garden

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    Re: ... de poetas, cuentos y leyendas

    Que poesías maravillosas nos traes Magni![​IMG]
     
  12. mai^a

    mai^a My Garden

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    Re: ... de poetas, cuentos y leyendas

    anveri! coincido con vos en eso!
    gracias por esta leyenda
    ![​IMG]
     
  13. clause

    clause Claudia

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    Re: ... de poetas, cuentos y leyendas

    Hola Maia!!:beso: :beso: te sigo leyendo ,que el cuento me encanta! :happy:
     
  14. trochamontes

    trochamontes .......

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    Re: ... de poetas, cuentos y leyendas

    EL ZAGAL Y LAS OVEJAS

    Apacentando un joven su ganado,

    gritó desde la cima de un collado:

    -¡Favor, que viene el lobo, labradores!



    Éstos, abandonando sus labores,

    acuden prontamente,

    y hallan que es una chanza solamente.



    Vuelve a llamar, y temen la desgracia.

    Segunda vez los burla. ¡Linda gracia!

    Pero, ¿qué sucedió la vez tercera?

    Que vino en realidad la hambrienta fiera.



    Entonces el zagal se desgañita,

    y por más que patea, llora y grita,

    no se mueve la gente escarmentada,

    y el lobo le devora la manada.



    ¡Cuántas veces resulta de un engaño

    contra el engañador el mayor daño!



    Samaniego

    canpanes;)
    mai^a;)
     
  15. Robert felix

    Robert felix Plantas por la eternidad

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    Re: ... de poetas, cuentos y leyendas

    Esos cuentos crudos de Horacio Quiroga, creo que se deben a su vida cruda (como el asesinar a su amigo por accidente), y a sus influencias, como E.A. Poe, aquí uno de sus cuentos:
    El gato negro​

    No espero ni pido que alguien crea en el extraño aunque simple relato que me dispongo a escribir. Loco estaría si lo esperara, cuando mis sentidos rechazan su propia evidencia. Pero no estoy loco y sé muy bien que esto no es un sueño. Mañana voy a morir y quisiera aliviar hoy mi alma. Mi propósito inmediato consiste en poner de manifiesto, simple, sucintamente y sin comentarios, una serie de episodios domésticos. Las consecuencias de esos episodios me han aterrorizado, me han torturado y, por fin, me han destruido. Pero no intentaré explicarlos. Si para mí han sido horribles, para otros resultarán menos espantosos que barrocos. Más adelante, tal vez, aparecerá alguien cuya inteligencia reduzca mis fantasmas a lugares comunes; una inteligencia más serena, más lógica y mucho menos excitable que la mía, capaz de ver en las circunstancias que temerosamente describiré, una vulgar sucesión de causas y efectos naturales.
    Desde la infancia me destaqué por la docilidad y bondad de mi carácter. La ternura que abrigaba mi corazón era tan grande que llegaba a convertirme en objeto de burla para mis compañeros. Me gustaban especialmente los animales, y mis padres me permitían tener una gran variedad. Pasaba a su lado la mayor parte del tiempo, y jamás me sentía más feliz que cuando les daba de comer y los acariciaba. Este rasgo de mi carácter creció conmigo y, cuando llegué a la virilidad, se convirtió en una de mis principales fuentes de placer. Aquellos que alguna vez han experimentado cariño hacia un perro fiel y sagaz no necesitan que me moleste en explicarles la naturaleza o la intensidad de la retribución que recibía. Hay algo en el generoso y abnegado amor de un animal que llega directamente al corazón de aquel que con frecuencia ha probado la falsa amistad y la frágil fidelidad del hombre.

    Me casé joven y tuve la alegría de que mi esposa compartiera mis preferencias. Al observar mi gusto por los animales domésticos, no perdía oportunidad de procurarme los más agradables de entre ellos. Teníamos pájaros, peces de colores, un hermoso perro, conejos, un monito y un gato.

    Este último era un animal de notable tamaño y hermosura, completamente negro y de una sagacidad asombrosa. Al referirse a su inteligencia, mi mujer, que en el fondo era no poco supersticiosa, aludía con frecuencia a la antigua creencia popular de que todos los gatos negros son brujas metamorfoseadas. No quiero decir que lo creyera seriamente, y sólo menciono la cosa porque acabo de recordarla.

    Plutón -tal era el nombre del gato- se había convertido en mi favorito y mi camarada. Sólo yo le daba de comer y él me seguía por todas partes en casa. Me costaba mucho impedir que anduviera tras de mí en la calle.

    Nuestra amistad duró así varios años, en el curso de los cuales (enrojezco al confesarlo) mi temperamento y mi carácter se alteraron radicalmente por culpa del demonio. Intemperancia. Día a día me fui volviendo más melancólico, irritable e indiferente hacia los sentimientos ajenos. Llegué, incluso, a hablar descomedidamente a mi mujer y terminé por infligirle violencias personales. Mis favoritos, claro está, sintieron igualmente el cambio de mi carácter. No sólo los descuidaba, sino que llegué a hacerles daño. Hacia Plutón, sin embargo, conservé suficiente consideración como para abstenerme de maltratarlo, cosa que hacía con los conejos, el mono y hasta el perro cuando, por casualidad o movidos por el afecto, se cruzaban en mi camino. Mi enfermedad, empero, se agravaba -pues, ¿qué enfermedad es comparable al alcohol?-, y finalmente el mismo Plutón, que ya estaba viejo y, por tanto, algo enojadizo, empezó a sufrir las consecuencias de mi mal humor.

    Una noche en que volvía a casa completamente embriagado, después de una de mis correrías por la ciudad, me pareció que el gato evitaba mi presencia. Lo alcé en brazos, pero, asustado por mi violencia, me mordió ligeramente en la mano. Al punto se apoderó de mí una furia demoníaca y ya no supe lo que hacía. Fue como si la raíz de mi alma se separara de golpe de mi cuerpo; una maldad más que diabólica, alimentada por la ginebra, estremeció cada fibra de mi ser. Sacando del bolsillo del chaleco un cortaplumas, lo abrí mientras sujetaba al pobre animal por el pescuezo y, deliberadamente, le hice saltar un ojo. Enrojezco, me abraso, tiemblo mientras escribo tan condenable atrocidad.

    Cuando la razón retornó con la mañana, cuando hube disipado en el sueño los vapores de la orgía nocturna, sentí que el horror se mezclaba con el remordimiento ante el crimen cometido; pero mi sentimiento era débil y ambiguo, no alcanzaba a interesar al alma. Una vez más me hundí en los excesos y muy pronto ahogué en vino los recuerdos de lo sucedido.

    El gato, entretanto, mejoraba poco a poco. Cierto que la órbita donde faltaba el ojo presentaba un horrible aspecto, pero el animal no parecía sufrir ya. Se paseaba, como de costumbre, por la casa, aunque, como es de imaginar, huía aterrorizado al verme. Me quedaba aún bastante de mi antigua manera de ser para sentirme agraviado por la evidente antipatía de un animal que alguna vez me había querido tanto. Pero ese sentimiento no tardó en ceder paso a la irritación. Y entonces, para mi caída final e irrevocable, se presentó el espíritu de la perversidad. La filosofía no tiene en cuenta a este espíritu; y, sin embargo, tan seguro estoy de que mi alma existe como de que la perversidad es uno de los impulsos primordiales del corazón humano, una de las facultades primarias indivisibles, uno de esos sentimientos que dirigen el carácter del hombre. ¿Quién no se ha sorprendido a sí mismo cien veces en momentos en que cometía una acción tonta o malvada por la simple razón de que no debía cometerla? ¿No hay en nosotros una tendencia permanente, que enfrenta descaradamente al buen sentido, una tendencia a transgredir lo que constituye la Ley por el solo hecho de serlo? Este espíritu de perversidad se presentó, como he dicho, en mi caída final. Y el insondable anhelo que tenía mi alma de vejarse a sí misma, de violentar su propia naturaleza, de hacer mal por el mal mismo, me incitó a continuar y, finalmente, a consumar el suplicio que había infligido a la inocente bestia. Una mañana, obrando a sangre fría, le pasé un lazo por el pescuezo y lo ahorqué en la rama de un árbol; lo ahorqué mientras las lágrimas manaban de mis ojos y el más amargo remordimiento me apretaba el corazón; lo ahorqué porque recordaba que me había querido y porque estaba seguro de que no me había dado motivo para matarlo; lo ahorqué porque sabía que, al hacerlo, cometía un pecado, un pecado mortal que comprometería mi alma hasta llevarla -si ello fuera posible- más allá del alcance de la infinita misericordia del Dios más misericordioso y más terrible.

    La noche de aquel mismo día en que cometí tan cruel acción me despertaron gritos de: "¡Incendio!" Las cortinas de mi cama eran una llama viva y toda la casa estaba ardiendo. Con gran dificultad pudimos escapar de la conflagración mi mujer, un sirviente y yo. Todo quedó destruido. Mis bienes terrenales se perdieron y desde ese momento tuve que resignarme a la desesperanza.

    No incurriré en la debilidad de establecer una relación de causa y efecto entre el desastre y mi criminal acción. Pero estoy detallando una cadena de hechos y no quiero dejar ningún eslabón incompleto. Al día siguiente del incendio acudí a visitar las ruinas. Salvo una, las paredes se habían desplomado. La que quedaba en pie era un tabique divisorio de poco espesor, situado en el centro de la casa, y contra el cual se apoyaba antes la cabecera de mi lecho. El enlucido había quedado a salvo de la acción del fuego, cosa que atribuí a su reciente aplicación. Una densa muchedumbre habíase reunido frente a la pared y varias personas parecían examinar parte de la misma con gran atención y detalle. Las palabras "¡extraño!, ¡curioso!" y otras similares excitaron mi curiosidad. Al aproximarme vi que en la blanca superficie, grabada como un bajorrelieve, aparecía la imagen de un gigantesco gato. El contorno tenía una nitidez verdaderamente maravillosa. Había una soga alrededor del pescuezo del animal.

    Al descubrir esta aparición -ya que no podía considerarla otra cosa- me sentí dominado por el asombro y el terror. Pero la reflexión vino luego en mi ayuda. Recordé que había ahorcado al gato en un jardín contiguo a la casa. Al producirse la alarma del incendio, la multitud había invadido inmediatamente el jardín: alguien debió de cortar la soga y tirar al gato en mi habitación por la ventana abierta. Sin duda, habían tratado de despertarme en esa forma. Probablemente la caída de las paredes comprimió a la víctima de mi crueldad contra el enlucido recién aplicado, cuya cal, junto con la acción de las llamas y el amoniaco del cadáver, produjo la imagen que acababa de ver.

    Si bien en esta forma quedó satisfecha mi razón, ya que no mi conciencia, sobre el extraño episodio, lo ocurrido impresionó profundamente mi imaginación. Durante muchos meses no pude librarme del fantasma del gato, y en todo ese tiempo dominó mi espíritu un sentimiento informe que se parecía, sin serlo, al remordimiento. Llegué al punto de lamentar la pérdida del animal y buscar, en los viles antros que habitualmente frecuentaba, algún otro de la misma especie y apariencia que pudiera ocupar su lugar.

    Una noche en que, borracho a medias, me hallaba en una taberna más que infame, reclamó mi atención algo negro posado sobre uno de los enormes toneles de ginebra que constituían el principal moblaje del lugar. Durante algunos minutos había estado mirando dicho tonel y me sorprendió no haber advertido antes la presencia de la mancha negra en lo alto. Me aproximé y la toqué con la mano. Era un gato negro muy grande, tan grande como Plutón y absolutamente igual a éste, salvo un detalle. Plutón no tenía el menor pelo blanco en el cuerpo, mientras este gato mostraba una vasta aunque indefinida mancha blanca que le cubría casi todo el pecho.

    Al sentirse acariciado se enderezó prontamente, ronroneando con fuerza, se frotó contra mi mano y pareció encantado de mis atenciones. Acababa, pues, de encontrar el animal que precisamente andaba buscando. De inmediato, propuse su compra al tabernero, pero me contestó que el animal no era suyo y que jamás lo había visto antes ni sabía nada de él.

    Continué acariciando al gato y, cuando me disponía a volver a casa, el animal pareció dispuesto a acompañarme. Le permití que lo hiciera, deteniéndome una y otra vez para inclinarme y acariciarlo. Cuando estuvo en casa, se acostumbró a ella de inmediato y se convirtió en el gran favorito de mi mujer.

    Por mi parte, pronto sentí nacer en mí una antipatía hacia aquel animal. Era exactamente lo contrario de lo que había anticipado, pero -sin que pueda decir cómo ni por qué- su marcado cariño por mí me disgustaba y me fatigaba. Gradualmente, el sentimiento de disgusto y fatiga creció hasta alcanzar la amargura del odio. Evitaba encontrarme con el animal; un resto de vergüenza y el recuerdo de mi crueldad de antaño me vedaban maltratarlo. Durante algunas semanas me abstuve de pegarle o de hacerlo víctima de cualquier violencia; pero gradualmente -muy gradualmente- llegué a mirarlo con inexpresable odio y a huir en silencio de su detestable presencia, como si fuera una emanación de la peste.

    Lo que, sin duda, contribuyó a aumentar mi odio fue descubrir, a la mañana siguiente de haberlo traído a casa, que aquel gato, igual que Plutón, era tuerto. Esta circunstancia fue precisamente la que lo hizo más grato a mi mujer, quien, como ya dije, poseía en alto grado esos sentimientos humanitarios que alguna vez habían sido mi rasgo distintivo y la fuente de mis placeres más simples y más puros.

    El cariño del gato por mí parecía aumentar en el mismo grado que mi aversión. Seguía mis pasos con una pertinencia que me costaría hacer entender al lector. Dondequiera que me sentara venía a ovillarse bajo mi silla o saltaba a mis rodillas, prodigándome sus odiosas caricias. Si echaba a caminar, se metía entre mis pies, amenazando con hacerme caer, o bien clavaba sus largas y afiladas uñas en mis ropas, para poder trepar hasta mi pecho. En esos momentos, aunque ansiaba aniquilarlo de un solo golpe, me sentía paralizado por el recuerdo de mi primer crimen, pero sobre todo -quiero confesarlo ahora mismo- por un espantoso temor al animal.

    Aquel temor no era precisamente miedo de un mal físico y, sin embargo, me sería imposible definirlo de otra manera. Me siento casi avergonzado de reconocer, sí, aún en esta celda de criminales me siento casi avergonzado de reconocer que el terror, el espanto que aquel animal me inspiraba, era intensificado por una de las más insensatas quimeras que sería dado concebir. Más de una vez mi mujer me había llamado la atención sobre la forma de la mancha blanca de la cual ya he hablado, y que constituía la única diferencia entre el extraño animal y el que yo había matado. El lector recordará que esta mancha, aunque grande, me había parecido al principio de forma indefinida; pero gradualmente, de manera tan imperceptible que mi razón luchó durante largo tiempo por rechazarla como fantástica, la mancha fue asumiendo un contorno de rigurosa precisión. Representaba ahora algo que me estremezco al nombrar, y por ello odiaba, temía y hubiera querido librarme del monstruo si hubiese sido capaz de atreverme; representaba, digo, la imagen de una cosa atroz, siniestra..., ¡la imagen del patíbulo! ¡Oh lúgubre y terrible máquina del horror y del crimen, de la agonía y de la muerte!

    Me sentí entonces más miserable que todas las miserias humanas. ¡Pensar que una bestia, cuyo semejante había yo destruido desdeñosamente, una bestia era capaz de producir tan insoportable angustia en un hombre creado a imagen y semejanza de Dios! ¡Ay, ni de día ni de noche pude ya gozar de la bendición del reposo! De día, aquella criatura no me dejaba un instante solo; de noche, despertaba hora a hora de los más horrorosos sueños, para sentir el ardiente aliento de la cosa en mi rostro y su terrible peso -pesadilla encarnada de la que no me era posible desprenderme- apoyado eternamente sobre mi corazón.

    Bajo el agobio de tormentos semejantes, sucumbió en mí lo poco que me quedaba de bueno. Sólo los malos pensamientos disfrutaban ya de mi intimidad; los más tenebrosos, los más perversos pensamientos. La melancolía habitual de mi humor creció hasta convertirse en aborrecimiento de todo lo que me rodeaba y de la entera humanidad; y mi pobre mujer, que de nada se quejaba, llegó a ser la habitual y paciente víctima de los repentinos y frecuentes arrebatos de ciega cólera a que me abandonaba.

    Cierto día, para cumplir una tarea doméstica, me acompañó al sótano de la vieja casa donde nuestra pobreza nos obligaba a vivir. El gato me siguió mientras bajaba la empinada escalera y estuvo a punto de tirarme cabeza abajo, lo cual me exasperó hasta la locura. Alzando un hacha y olvidando en mi rabia los pueriles temores que hasta entonces habían detenido mi mano, descargué un golpe que hubiera matado instantáneamente al animal de haberlo alcanzado. Pero la mano de mi mujer detuvo su trayectoria. Entonces, llevado por su intervención a una rabia más que demoníaca, me zafé de su abrazo y le hundí el hacha en la cabeza. Sin un solo quejido, cayó muerta a mis pies.

    Cumplido este espantoso asesinato, me entregué al punto y con toda sangre fría a la tarea de ocultar el cadáver. Sabía que era imposible sacarlo de casa, tanto de día como de noche, sin correr el riesgo de que algún vecino me observara. Diversos proyectos cruzaron mi mente. Por un momento pensé en descuartizar el cuerpo y quemar los pedazos. Luego se me ocurrió cavar una tumba en el piso del sótano. Pensé también si no convenía arrojar el cuerpo al pozo del patio o meterlo en un cajón, como si se tratara de una mercadería común, y llamar a un mozo de cordel para que lo retirara de casa. Pero, al fin, di con lo que me pareció el mejor expediente y decidí emparedar el cadáver en el sótano, tal como se dice que los monjes de la Edad Media emparedaban a sus víctimas.

    El sótano se adaptaba bien a este propósito. Sus muros eran de material poco resistente y estaban recién revocados con un mortero ordinario, que la humedad de la atmósfera no había dejado endurecer. Además, en una de las paredes se veía la saliencia de una falsa chimenea, la cual había sido rellenada y tratada de manera semejante al resto del sótano. Sin lugar a dudas, sería muy fácil sacar los ladrillos en esa parte, introducir el cadáver y tapar el agujero como antes, de manera que ninguna mirada pudiese descubrir algo sospechoso.

    No me equivocaba en mis cálculos. Fácilmente saqué los ladrillos con ayuda de una palanca y, luego de colocar cuidadosamente el cuerpo contra la pared interna, lo mantuve en esa posición mientras aplicaba de nuevo la mampostería en su forma original. Después de procurarme argamasa, arena y cerda, preparé un enlucido que no se distinguía del anterior y revoqué cuidadosamente el nuevo enladrillado. Concluida la tarea, me sentí seguro de que todo estaba bien. La pared no mostraba la menor señal de haber sido tocada. Había barrido hasta el menor fragmento de material suelto. Miré en torno, triunfante, y me dije: "Aquí, por lo menos, no he trabajado en vano".

    Mi paso siguiente consistió en buscar a la bestia causante de tanta desgracia, pues al final me había decidido a matarla. Si en aquel momento el gato hubiera surgido ante mí, su destino habría quedado sellado, pero, por lo visto, el astuto animal, alarmado por la violencia de mi primer acceso de cólera, se cuidaba de aparecer mientras no cambiara mi humor. Imposible describir o imaginar el profundo, el maravilloso alivio que la ausencia de la detestada criatura trajo a mi pecho. No se presentó aquella noche, y así, por primera vez desde su llegada a la casa, pude dormir profunda y tranquilamente; sí, pude dormir, aun con el peso del crimen sobre mi alma.

    Pasaron el segundo y el tercer día y mi atormentador no volvía. Una vez más respiré como un hombre libre. ¡Aterrado, el monstruo había huido de casa para siempre! ¡Ya no volvería a contemplarlo! Gozaba de una suprema felicidad, y la culpa de mi negra acción me preocupaba muy poco. Se practicaron algunas averiguaciones, a las que no me costó mucho responder. Incluso hubo una perquisición en la casa; pero, naturalmente, no se descubrió nada. Mi tranquilidad futura me parecía asegurada.

    Al cuarto día del asesinato, un grupo de policías se presentó inesperadamente y procedió a una nueva y rigurosa inspección. Convencido de que mi escondrijo era impenetrable, no sentí la más leve inquietud. Los oficiales me pidieron que los acompañara en su examen. No dejaron hueco ni rincón sin revisar. Al final, por tercera o cuarta vez, bajaron al sótano. Los seguí sin que me temblara un solo músculo. Mi corazón latía tranquilamente, como el de aquel que duerme en la inocencia. Me paseé de un lado al otro del sótano. Había cruzado los brazos sobre el pecho y andaba tranquilamente de aquí para allá. Los policías estaban completamente satisfechos y se disponían a marcharse. La alegría de mi corazón era demasiado grande para reprimirla. Ardía en deseos de decirles, por lo menos, una palabra como prueba de triunfo y confirmar doblemente mi inocencia.

    -Caballeros -dije, por fin, cuando el grupo subía la escalera-, me alegro mucho de haber disipado sus sospechas. Les deseo felicidad y un poco más de cortesía. Dicho sea de paso, caballeros, esta casa está muy bien construida... (En mi frenético deseo de decir alguna cosa con naturalidad, casi no me daba cuenta de mis palabras). Repito que es una casa de excelente construcción. Estas paredes... ¿ya se marchan ustedes, caballeros?... tienen una gran solidez.

    Y entonces, arrastrado por mis propias bravatas, golpeé fuertemente con el bastón que llevaba en la mano sobre la pared del enladrillado tras de la cual se hallaba el cadáver de la esposa de mi corazón.

    ¡Que Dios me proteja y me libre de las garras del archidemonio! Apenas había cesado el eco de mis golpes cuando una voz respondió desde dentro de la tumba. Un quejido, sordo y entrecortado al comienzo, semejante al sollozar de un niño, que luego creció rápidamente hasta convertirse en un largo, agudo y continuo alarido, anormal, como inhumano, un aullido, un clamor de lamentación, mitad de horror, mitad de triunfo, como sólo puede haber brotado en el infierno de la garganta de los condenados en su agonía y de los demonios exultantes en la condenación.

    Hablar de lo que pensé en ese momento sería locura. Presa de vértigo, fui tambaleándome hasta la pared opuesta. Por un instante el grupo de hombres en la escalera quedó paralizado por el terror. Luego, una docena de robustos brazos atacaron la pared, que cayó de una pieza. El cadáver, ya muy corrompido y manchado de sangre coagulada, apareció de pie ante los ojos de los espectadores. Sobre su cabeza, con la roja boca abierta y el único ojo como de fuego, estaba agazapada la horrible bestia cuya astucia me había inducido al asesinato y cuya voz delatadora me entregaba al verdugo. ¡Había emparedado al monstruo en la tumba!

    Traducción de Julio Cortázar

    P.D: Me gustaría que alguien nos pasara el de "La meningitis y su sombra" de Horacio Quiroga.