Poemas, cuentos y leyendas

Tema en 'Temas de interés (no de plantas)' comenzado por mai^a, 27/2/08.

  1. clause

    clause Claudia

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    Re: ... de poetas, cuentos y leyendas

    Alejandro Dumas (Padre)
    El Conde de Montecristo

    Tercera Parte
    continuacion

    -¡Bien!, os corresponderéis de vez en cuando con los dos patrones que la mandan, a fin de que no se duerman.

    -Yen cuanto al barco de vapor...

    -¿Que está en Chalons?

    -Sí.

    -Las mismas órdenes que para los otros dos buques.

    -¡Bien!

    -Tan pronto como hayáis comprado esa propiedad, tendré entonces postas de diez en diez leguas, en el camino del norte y en el camino del mediodía.

    -Vuestra excelencia puede contar conmigo.

    El conde hizo un movimiento de satisfacción, descendió los escalones, subió a su carruaje, que arrastrado al trote del magnífico tiro, no se detuvo hasta la casa del banquero.

    Danglars presidía una comisión nombrada para un ferrocarril, cuando le anunciaron la visita del conde de Montecristo. Por otra parte, la sesión estaba terminando.

    Al oír el nombre del conde, se levantó.

    -Señores -dijo, dirigiéndose a sus colegas, de los cuales muchos eran respetables miembros de una a otra Cámara-, perdonadme si os dejo así, pero imaginaos que la casa de Thomson y French de Roma me dirige un cierto conde de Montecristo, abriéndole un crédito ilimitado en mi casa. Es la broma más chistosa que han hecho conmigo mis corresponsales del extranjero. Ya comprenderéis, esto me picó la curiosidad, me pasé esta mañana por la casa del pretendido conde, pues si lo era en efecto, ya os figuraréis que no sería tan rico. El señor conde no está visible, respondieron a mis criados. ¿Qué os parece? ¿No son maneras de un príncipe o de una linda señorita las del conde de Montecristo? Por otra parte, la casa situada en los Campos Elíseos me ha causado muy buena impresión. Pero, ¡vaya!, un crédito ilimitado -añadió Danglars riendo con su astuta sonrisa- hace exigente al banquero en cuya casa está abierto el crédito. Tengo deseos de ver a nuestro hombre. No saben aún con quién van a toparse.

    Dichas estas palabras, con un énfasis que hinchó las narices del barón, se separó de sus colegas y pasó a un salón forrado de raso y oro, y del cual se hablaba mucho en la Chaussée d'Antin.

    Aquí mandó introducir al conde a fin de deslumbrarlo al primer golpe.

    El conde estaba en pie, contemplando algunas copias de Albano y del Fattore, que habían hecho pasar al banquero por originales, y que hacían muy poco juego con los adornos dorados y diferentes colores del techo y de los ángulos del salón.

    Al oír los pasos de Danglars, el conde se volvió. Danglars saludó ligeramente con la cabeza, a hizo señal al conde de que se sentase en un sillón de madera dorado con forro de raso blanco bordado de oro.

    El conde se acomodó en el sillón.

    -¿Es al señor de Montecristo a quien tengo el honor de hablar?

    -¿Y yo -replicó el conde-, al señor barón Danglars, caballero de la Legión de Honor, miembro de la Cámara de los Diputados?

    Montecristo hacía la nomenclatura de todos los títulos que había leído en la tarjeta del barón.

    Danglars sonrió la pulla y se mordió los labios.

    -Disculpadme, caballero -dijo-, si no os he dado el título con que me habéis sido anunciado, pero, bien lo sabéis, vivo en tiempo de un gobierno popular y soy un representante de los intereses del pueblo.

    -Es decir -respondió Montecristo-, que conservando la costumbre de haceros llamar barón, habéis perdido la de llamar conde a los otros.

    -¡Ah! , tampoco lo hago conmigo -respondió cándidamente Danglars-, me han nombrado barón y hecho caballero de la Legión de Honor por algunos servicios, pero...

    -¿Pero habéis renunciado a vuestros títulos, como hicieron otras veces los señores de Montmorency y de Lafayette? ¡Ah!, ése es un buen ejemplo, caballero.

    -No tanto -replicó Danglars desconcertado-, pero ya comprenderéis, por los criados...

    -Sí, sí, os llamáis Monseñor para los criados, para los periodistas caballero, y para los del pueblo, ciudadano. Son matices muy aplicables al gobierno constitucional. Lo comprendo perfectamente.

    Danglars se mordió los labios, vio que no podía luchar con Montecristo en este terreno, y procuró hacer volver la cuestión al que le era más familiar.

    -Señor conde -dijo el banquero inclinándose-, he recibido una carta de aviso de la casa de Thomson y French.

    -¡Oh!, señor barón, permitidme que os llame como lo hacen vuestros criados, es una mala costumbre que he adquirido en países donde hay todavía barones, precisamente porque ya no se conceden esos títulos. Me alegro mucho, así no tendré necesidad de presentarme yo mismo, lo cual siempre es embarazoso. ¿Decíais que habíais recibido una carta de aviso?

    -Sí -respondió Danglars-, pero os confieso que no he comprendido bien el significado del mismo.

    -¡Bah!

    -Y aun había tenido el honor do algunas explicaciones.

    -Decid, señor barón, os escucho, y estoy pronto a contestaros.

    -Esta carta -repuso Danglars-, la tengo aquí según creo -y registró su bolsillo-; sí, aquí está. Esta carta abre al señor conde de Montecristo un crédito ilimitado contra mi casa.

    -¡Y bien!, señor barón, ¿qué es lo que no entendéis?

    -Nada, caballero, pero la palabra ilimitado...

    -¿Qué tiene? ¿No es francesa...?, ya comprendéis que son anglosajones los que la escriben.

    -¡Oh!, desde luego, caballero, y en cuanto a la sintaxis no hay nada que decir, pero no sucede lo mismo en cuanto a contabilidad.

    -¿Acaso la casa de Thomson y French -preguntó Montecristo con el aire más sencillo que pudo afectar- no es completamente sólida, en vuestro concepto, señor barón? ¡Diablo! Esto me contraría sobremanera, porque tengo algunos fondos colocados en ella.

    -¡Ah. .. ! Completamente sólida -respondió Danglars con una sonrisa burlona-, pero el sentido de la palabra ilimitado, en negocios mercantiles, es tan vago...

    -Como ilimitado, ¿no es verdad? -dijo Montecristo.

    -Justamente, caballero, eso quería decir. Ahora bien, lo vago es la duda, y según dice el sabio, en la duda, abstente.

    -Lo cual quiere decir -replicó Montecristo- que si la casa Thomson y French está dispuesta a hacer locuras, la casa Danglars no lo está a seguir su ejemplo.

    -¿Cómo, señor conde?

    -Sí, sin duda alguna. Los señores Thomson y French efectúan los negocios sin cifras, pero el señor Danglars tiene un límite para los suyos, es un hombre prudente, como decía hace poco.

    -Nadie ha contado aún mi caja, caballero -dijo orgullosamente el banquero.

    -Entonces -dijo Montecristo con frialdad-, parece que seré yo el primero.

    -¿Quién os lo ha dicho?

    -Las explicaciones que me pedís, caballero, y que se parecen mucho a indecisiones.

    Danglars se mordió los labios; era la segunda vez que le vencía aquel hombre y en un terreno que era el suyo. Su política irónica era afectada y casi rayaba en impertinencia.

    pasar a vuestra casa para pediros

    Montecristo, al contrario, se sonreía con gracia, y observaba silenciosamente el despecho del banquero.

    -En fin -dijo Danglars después de una pausa-, voy a ver si me hago comprender suplicándoos que vos mismo fijéis la suma que queréis que se os entregue.

    -Pero, caballero -replicó Montecristo, decidido a no perder una pulgada de terreno en la discusión-, si he pedido un crédito ilimitado contra vos es porque no sabía exactamente qué sumas necesitaba.

    El banquero creyó que había llegado el momento de dar el golpe final. Recostóse en su sillón y con una sonrisa orgullosa dijo:

    -¡Oh!, no temáis excederos en vuestros deseos. Pronto os convenceréis de que el caudal de la casa de Danglars, por limitado que sea, puede satisfacer las mayores exigencias, y aunque pidieseis un millón...

    -¿Cómo? -preguntó Montecristo.

    -Digo un millón -repitió Danglars con el aplomo que da la insensatez.

    -¡Bah! ¡Bah! ¿Y qué haría yo con un millón? -dijo el conde-. ¡Diablo!, caballero, si no hubiese necesitado más, no me hubiera hecho abrir en vuestra casa un crédito por semejante miseria. ¡Un millón! Yo siempre lo llevo en mi cartera o en mi neceser de viaje.

    Y Montecristo extrajo de un tarjetero dos billetes de quinientos mil francos cada uno al portador sobre el Tesoro.

    Preciso era atacar de este modo a un hombre como Danglars. El golpe hizo su efecto, el banquero se levantó estupefacto. Abrió suS ojos, cuyas pupilas se dilataron.

    -Vamos, confesadme -dijo Montecristo- que desconfiáis de la casa Thomson y French. ¡Oh!, ¡nada más sencillo! He previsto el caso, y aunque poco entendedor en esta clase de asuntos, tomé mis precauciones. Aquí tenéis otras dos cartas parecidas a la que os está dirigida. La una es de la casa de Arestein y Eskcles, de Viena, contra el señor barón de Rothschild; la otra es de la casa de Baring, de Londres, contra el señor Lafitte. Decid una palabra, caballero, y os sacaré del cuidado presentándome en una o en otra de esas dos casas.

    Ya no cabía la menor duda. Danglars estaba vencido. Abrió con un temblor visible las cartas de Alemania y Londres, que le presentaba el conde con el extremo de los dedos, y comparó las firmas con una minuciosidad impertinente.

    -¡Oh!, caballero, aquí tenéis tres firmas que valen bastantes millones -dijo Danglars-. ¡Tres créditos ilimitados contra nuestras tres casas! Perdonadme, señor conde, pero aunque soy desconfiado, no puedo menos de quedarme atónito.

    -¡Oh!, una casa como la vuestra no se asombra tan fácilmente -dijo Montecristo con mucha diplomacia-; así pues pido permiso para enseñaros mi galería. Todos son antiguos, de los mejores maestros, no soy aficionado a la escuela moderna.

    viarme algún dinero, ¿no es verdad? -Es verdad, caballero, porque todos adolecen de un gran defecto:

    -Hablad, señor conde, estoy a vuestras órdenes. les falta tiempo para ser antiguos.

    -¡Pues bien! -replicó Montecristo-, ahora que nos entendemos, porque nos entendemos, ¿no es así?

    Danglars hizo un movimiento de cabeza afirmativo.

    -¿Y ya no desconfiáis en absoluto? -insistió Montecristo.

    -¡Oh!, señor conde -exclamó el banquero-, jamás he desconfiado.

    -Deseabais una prueba, nada más. ¡Pues bien! -repitió el conde-,ahora que nos entendemos, ahora que no abrigáis desconfianza, fijemos, si queréis, una suma general para el primer año, por ejemplo, seis millones.

    -¡Seis millones! -exclamó Danglars sofocado.

    -Si necesito más -repuso Montecristo despectivamente-, os pediré más, pero no pienso permanecer más de un año en Francia, y en él no creo gastar más de lo que os he dicho... ; en fin, allá veremos... Para empezar, hacedme el favor de mandarme quinientos mil francos mañana; estaré en casa hasta mediodía, y por otra parte, si no estuviese, dejaré un recibo a mi mayordomo.

    -El dinero estará en vuestra casa mañana a las diez de la mañana, señor conde -respondió Danglars-; ¿queréis oro, billetes de banco, o plata?

    -Oro y billetes por mitad.

    Dicho esto, el conde se levantó.

    -Debo confesaros una cosa, señor conde -dijo Danglars-; creía tener noticias de todas las mejores fortunas de Europa, y, sin embargo, la vuestra, que me parece considerable, lo confieso, me era enteramente desconocida, ¿es reciente?

    -Al contrario -respondió Montecristo-, es muy antigua, era una especie de tesoro de familia, al cual estaba prohibido tocar, y cuyos intereses acumulados triplicaron el capital. La época fijada por el testador concluyó hace algunos años solamente, y después de algunos años use de ella. Respecto a este punto, es muy natural vuestra ignorancia. Por otra parte, dentro de algún tiempo la conoceréis mejor.

    Y el conde acompañó estas palabras de una de aquellas sonrisas que tanto terror causaban a Franz d'Epinay.

    -Con vuestros gustos y vuestras intenciones, caballero -continuó Danglars-, vais a desplegar en la capital un lujo que nos va a eclipsar a nosotros, pobres millonarios. No obstante, como me parecéis bastante inteligente, porque cuando entré mirabais mis cuadros.

    -Podré mostraros algunas estatuas de Thorwaldsen, de Bartolini, de Canova, todos artistas extranjeros. Como veis, yo no aprecio a los artistas franceses.

    -Tenéis derecho para ser injusto con ellos, caballero, porque son vuestros compatriotas.

    -Sin embargo, lo dejaremos todo eso para más tarde. Por hoy me contentaré, si lo permitís, con presentaros a la señora baronesa de Danglars. Dispensadme que me dé tanta prisa, señor conde, pero tal diente debe considerarse como de la familia.

    Montecristo se inclinó, dando a entender que aceptaba el honor que le hacía el banquero.

    Danglars tiró del cordón de la campanilla, y se presentó un lacayo vestido con una bordada librea.

    -¿Está en su cuarto la señora baronesa? -preguntó Danglars.

    -Sí, señor barón -respondió el lacayo.

    -¿Sola?

    -No; está con una visita.

    -¿No será indiscreción presentaros delante de alguien, señor conde? ¿No guardáis incógnito?

    -No, señor barón -dijo sonriendo Montecristo-, de ningún modo.

    -¿Y quién está con la señora...? El señor Debray, ¿eh? -preguntó Danglars con un acento bondadoso que hizo sonreír al conde de Montecristo, informado ya de los secretos de familia del banquero.

    -Sí, señor barón, el señor Debray -respondió el lacayo.

    Danglars ordenó que saliera.

    Volviéndose después hacia Montecristo, dijo:

    -El señor Luciano Debray es un antiguo amigo nuestro, secretario íntimo del Ministro del Interior. En cuanto a mi mujer, es una señorita de Servières, viuda del coronel marqués de Nargonne.

    -No tengo el honor de conocer a la señora baronesa de Danglars, pero no me ocurre lo mismo con el señor Luciano Debray.

    -¡Bah! -dijo Danglars-. ¿Dónde...?

    -En casa del señor de Morcef.

    -¡Ah! ¿Conocéis al vizcondesito? -dijo Danglars.

    -Estuvimos juntos en Roma durante el Carnaval.

    -¡Ah, sí! -dijo Danglars-. He oído hablar de una aventura singular con bandidos en unas ruinas. Salió de ellas milagrosamente. Creo que lo contó a mi mujer y a mi hija cuando regresó de Italia.

    -La señora baronesa espera a estos señores -exclamó el lacayo asomándose a la puerta.

    -Paso delante de vos para enseñároslo.

    -Y yo os sigo -dijo Montecristo.

    El barón, seguido del conde, atravesó un sinfín de habitaciones, notables por su pesada suntuosidad y por su fastuoso mal gusto; negó hasta una perteneciente a la señora Danglars. Esta sala octógona, forrada de raso color de rosa, con colgaduras de muselina de las Indias, los sillones de madera antigua, dorados y forrados también de telas antiguas, en fin, dos lindos pasteles en forma de medallón, en armonía con el resto de la habitación, hacían que ésta fuese la única de la casa que tenía algún carácter. Es verdad que no estaba incluida en el plano general trazado por el señor Danglars y su arquitecto, una de las mejores y más eminentes celebridades del Imperio, y cuya decoración habían dispuesto la baronesa y Luciano Debray.

    Así, pues, el señor Danglars, gran admirador de lo antiguo, según lo comprendía el Directorio, despreciaba mucho esta coqueta sala, donde, por otra parte, no era admitido, a no excusar su presencia introduciendo algún amigo.

    La señora Danglars, cuya belleza podía aún ser citada a pesar de sus treinta y siete años, se hallaba tocando el piano, mientras Luciano Debray, sentado delante de un velador, hojeaba un álbum.

    Luciano había tenido ya tiempo de contar a la baronesa cosas relativas al conde. Ya sabe el lector cuán admirados quedaron todos durante el almuerzo en casa de Alberto, y cuánta impresión dejó en el ánimo de los convidados el conde de Montecristo, pues esta impresión aún no se había borrado de la imaginación de Debray, y los informes que había dado a la baronesa lo demostraban de un modo muy notorio. La curiosidad de la señora Danglars, excitada por los antiguos detalles dados por Alberto de Morcef, y los nuevos por Luciano, había llegado a su colmo. Así, pues, este arreglo de piano y de álbum no era más que una de esas escenas de mundo, con las cuales se cubren las más fuertes preocupaciones. La baronesa recibió al señor Danglars con una sonrisa, cosa que no solía hacer. En cuanto al conde, recibió en respuesta a su saludo una ceremoniosa, pero al mismo tiempo graciosa reverencia.

    Luciano, por su parte, cambió con el conde un saludo de conocido a medias, y con Danglars un ademán de intimidad.

    -Señora baronesa -dijo Danglars-, permitid que os presente al señor conde de Montecristo -dijo Danglars- dirigido a mí por uno de mis corresponsales de Roma con las mayores recomendaciones. Sólo una palabra tengo que decir: acaba de llegar a París con la intención de permanecer aquí un año, y de gastarse seis millones. Esto promete una serie de bailes y de comidas, en las cuales espero que el señor conde no nos olvidará, como tampoco nosotros le olvidaremos en nuestras pequeñas fiestas.

    Aunque la presentación fuese hecha con bastante grosería, es tan raro que un hombre venga a gastarse a París en un año la fortuna de un príncipe, que la señora Danglars lanzó al conde una ojeada que no dejaba de expresar cierto interés.

    -¿Y habéis llegado, caballero ...? -preguntó la baronesa.

    -Ayer por la mañana, señora.

    -Y venís, según costumbre, del fin del mundo.

    -Solamente de Cádiz, señora.

    -¡Oh!, venís en una estación espantosa. París está detestable en verano. No hay baffles, ni reuniones, ni fiestas. La ópera italiana está en Londres, la ópera francesa en todas partes, excepto en París, y en cuanto al teatro francés, en ninguna. No nos queda para distraemos más que algunas desgraciadas carreras en el campo de Marte y en Satory. ¿Haréis comer, señor conde?

    -Yo, señora --dijo el conde-, haré todo lo que se haga en Paris, si tengo la dicha de encontrar a alguien que me enseñe las costumbres francesas.

    -¿Os gustan los caballos, señor conde?

    -He pasado una parte de mi vida en Oriente, señora, y los orientales, bien lo sabéis, no aprecian más que dos cosas en el mundo: la nobleza de los caballos y la hermosura de las mujeres.

    -¡Ah!, señor conde -dijo la baronesa sonriéndose-, hubierais debido anteponer las mujeres a los caballos.

    -Ya veis, señora, que tenía mucha razón cuando os dije hace un momento que deseaba un preceptor, un amigo, que me pudiese instruir en las costumbres francesas.

    En aquel momento entró la camarera favorita de la señora Danglars, y acercándose a su señora, le dijo algunas palabras al oído.

    La señora Danglars palideció.

    -¡Imposible! -dijo.

    -Es la pura verdad, señora -respondió la camarera-, podéis creerme con toda seguridad.

    La señora Danglars se volvió hacia su marido.

    -¿Es cierto, caballero? -le preguntó.

    -¿Qué, señora? -preguntó Danglars, visiblemente agitado.

    -Lo que me dice mi camarera...

    -¿Y qué os dice?

    -¿No lo sabéis?

    -Lo ignoro completamente.

    -¡Pues bien! Dice que cuando mi cochero fue a enganchar mis caballos no los encontró en la cuadra. ¿Qué significa esto?

    -Señora -dijo Danglars-, escuchadme.

    -¡Oh!, ya os escucho, caballero, porque tengo curiosidad por saber lo que vais a decir. Estos señores serán testigos. Señores, el señor Danglars tiene diez caballos en las cuadras, y entre éstos diez hay dos que son míos, dos caballos preciosos, los más hermosos de París, ya los conocéis, señor Debray. Mis caballos tordos. Pues bien, en el momento en que la señora de Villefort me pide un carruaje, y yo se lo prometo para ir al bosque, no aparecen los caballos. El señor Danglars habrá encontrado quien le haya dado algunos miles de francos más de su precio, y los habrá vendido. ¡Ah!, infames especuladores.

    -Los caballos eran demasiado vivos, señora -respondió Danglars-, apenas tenían cuatro años, siempre estaba temiendo por vos.

    -¡Eh!, caballero -dijo la baronesa-, bien sabéis que hace un mes que tengo a mi servicio el mejor cochero de París, a no ser que también lo hayáis vendido con los caballos.

    -Amiga mía, ya encontraré yo otros iguales, más hermosos aún, si los hay, pero caballos que sean mansos, tranquilos, que no me inspiren ninguna clase de temor.

    La baronesa se encogió de hombros con profundo desprecio. Danglars no pareció percibir este gesto más que conyugal, y volviéndose hacia Montecristo, dijo:

    -En verdad, lamento no haberos conocido antes, señor conde. ¿Estáis montando vuestra casa?

    -Sí -dijo el conde.

    -Os los habría propuesto. Imaginaos que los he dado por nada; pero como os he dicho, quería deshacerme de ellos, son caballos para un joven.

    -Os lo agradezco mucho -dijo el conde-, pero esta mañana he comprado unos bastante hermosos. Miradlos, señor Debray, vos que entendéis de ello.

    Mientras Debray se acercaba a la ventana, Danglars se acercó a su mujer.

    -Figuraos, señora -le dijo en voz baja-, que vinieron a ofrecerme por los caballos un precio exorbitante. No sé quién es el loco que quiere arruinarse y me ha enviado esta mañana un mayordomo. Pero el caso es que he ganado dieciséis mil francos; no os pongáis de mal humor: os daré cuatro mil, y dos mil a Eugenia.

    La señora Danglars dirigió a su marido otra mirada despectiva.

    -¡Oh! ¡Dios mío! -exclamó Debray.

    -¿Qué? -preguntó la baronesa.

    -Si no me engaño, son vuestros caballos. Vuestros propios caballos en el carruaje del conde.

    -¡Mis caballos tordos! -exclamó la señora Danglars.

    Y se lanzó hacia la ventana.

    -Es verdad -dijo.

    Danglars estaba estupefacto.

    -¿Es posible? -dijo Montecristo, fingiendo asombro.

    -¡Es increíble! -murmuró el banquero.

    La baronesa dijo unas palabras al oído de Debray, que se acercó a su vez a Montecristo.

    -La baronesa os pregunta en cuánto os ha vendido su marido ese tiro de caballos.

    -No sé -dijo el conde-, es una sorpresa que me ha dado mi mayordomo y... y que me ha costado treinta mil francos, según creo.

    Debray fue a llevar esta respuesta a la baronesa.

    Danglars estaba tan pálido y desconcertado, que el conde fingió tener piedad de él.

    -Ya veis -le dijo- cuán ingratas son las mujeres; este obsequio de parte vuestra no ha conmovido a la baronesa. Ingrata, no es la palabra; loca debiera decir. Pero qué queréis, siempre se desea lo que fastidia, así, pues, lo mejor que podéis hacer, señor barón, es no volver a hablar una palabra del asunto, éste es mi parecer, pero podéis hacer lo que os parezca.

    Danglars no respondió; preveía en su próximo porvenir una escena desastrosa. Ya se habían arrugado las cejas de la señora baronesa, y cual otro Júpiter Olímpico, presagiaba una tempestad. Debray, que la oía ya empezar a rugir, dio una excusa cualquiera y se despidió.

    Montecristo, que no quería incomodar de ninguna manera al enojado matrimonio, saludó a la señora Danglars y se retiró, entregando al barón a la cólera de su mujer.

    -Bueno -dijo Montecristo retirándose-, he conseguido lo que quería. Tengo en mis manos la paz del matrimonio, y de un solo golpe voy a adquirir el corazón del barón y el de la baronesa. ¡Qué dicha! Mas aún no he sido presentado a la señorita Eugenia Danglars, a quien hubiera deseado conocer. Pero -añadió con aquella sonrisa que le era peculiar-, estoy en París y me queda mucho tiempo..., otro día será...

    Dicho esto, el conde montó en su carruaje y volvió a su casa.

    Dos horas después escribió una carta encantadora a la señora Danglars, en la que le decía que, no queriendo iniciar su entrada en el mundo parisiense contrariando a tan hermosa dama, le suplicaba aceptase sus caballos. Tenían los mismos arneses que ella había visto por la mañana, solo que en el centro de cada roseta que llevaban sobre la oreja, el conde había hecho engastar un diamante.

    Danglars recibió también una carta del conde. Le pedía permiso para ofrecer a la baronesa este pequeño capricho de millonario, rogándole que excusase las maneras orientales con que iba acompañado el regalo de los caballos.

    Aquella tarde, Montecristo partió hacia Auteuil, acompañado de Alí.

    Al día siguiente, a las tres, Alí, llamado por un timbrazo, entró en el gabinete del conde.

    -Alí -le dijo éste-, varias veces me has hablado de lo habilidad para lanzar el lazo.

    Alí hizo una señal afirmativa y se irguió con orgullo.

    -Bien... Así, pues, ¿podrías detener un toro?

    Alí hizo otra señal afirmativa.

    -¿Un tigre?

    La misma respuesta por parte de Alí.

    -¿Un león?

    Alí hizo el ademán de un hombre que lanza el lazo, a imitó un rugido.

    -¡Bien!, comprendo -dijo Montecristo-, ¿has cazado leones?

    Alí hizo un orgulloso movimiento de cabeza.

    -¿Pero detendrás en su carrera dos caballos desbocados?

    Alí se sonrió.

    -¡Pues bien!, escucha -dijo el conde-, dentro de poco pasará por aquí un carruaje tirado por dos caballos tordos, los mismos que yo tenía ayer. Es preciso que a todo trance le detengas delante de mi puerta.

    Alí bajó a la calle y trazó delante de la puerta una raya sobre la arena. Después volvió y mostró la raya al conde, que le había seguido con la vista.

    Este le dio dos golpecitos en el hombro, era su modo de dar las gracias a Alí. Luego el negro fue a fumar en pipa a la esquina que formaba la casa, mientras que Montecristo volvía a su gabinete.

    A las cinco, es decir, a la hora en que el conde esperaba el carruaje, su rostro presentaba señales casi imperceptibles de una ligera impaciencia. Paseábase en una sala que daba a la calle, aplicando el oído por intervalos, y acercándose de cuando en cuando a la ventana, por lo cual descubrió a Alí arrojando bocanadas de humo con una regularidad que demostraba que el negro estaba dedicado enteramente a esta importante ocupación.

    De pronto se oyó un ruido lejano, pero que se acercaba con la rapidez del rayo. Después apareció una carretela, cuyo cochero quería en vano detener los caballos que avanzaban furiosos con las crines erizadas, más bien saltando con impulsos insensatos que galopando.

    En la carretera, una joven y un niño de siete a ocho años, estaban abrazados. Tan aterrados estaban que habían perdido hasta las fuerzas para gritar. Hubiera bastado una piedra debajo de la rueda o un árbol en medio del camino para romper el carruaje que crujía.

    Iba por medio de la calle, y oíanse en ésta los gritos de terror de los que le veían acercarse.

    De repente, Alí tira su pipa, saca de su bolsillo el lazo, lo lanza, envuelve en una triple vuelta las manos del caballo de la izquierda, se deja arrastrar tres o cuatro pasos por la violencia del impulso, pero al cabo cae sobre la lanza, que rompe, y paraliza los esfuerzos que hace el caballo que quedó en pie para continuar su carrera. El cochero aprovecha este momento para saltar de su pescante, pero ya Alí había agarrado las narices del segundo caballo con sus dedos de hierro, y el animal, relinchando de dolor, cae convulsivamente junto a su compañero.

    Esta escena transcurrió en menos tiempo del que hemos empleado en describirla. Sin embargo, bastó para que de la casa de enfrente saliese un hombre seguido de muchos criados. En el momento en que el cochero abría la portezuela, arrebató de la carretela a la dama, que con una mano se agarraba a los almohadones, mientras que con la otra estrechaba contra su pecho a su hijo desmayado. Montecristo los llevó a un salón, y los colocó sobre un canapé.

    -No temáis nada, señora-dijo-, estáis a salvo.

    La mujer volvió en sí, y por respuesta le presentó su hijo con una mirada más elocuente que todas las súplicas. En efecto, el niño estaba desmayado.

    -Sí, señora, comprendo -dijo el conde examinando al niño-, pero tranquilizaos, nada le ha sucedido, y sólo el miedo ha embargado sus sentidos.

    -¡Oh, caballero! -exclamó la madre-, ¿no decís eso para tranquilizarme? ¡Mirad cuán pálido está! ¡Hijo mío, Eduardo! ¿No contestas a lo madre? ¡Ah, caballero, enviad a buscar un médico! ¡Doy mi fortuna a quien me devuelva a mi hijo!

    Montecristo hizo con la mano un movimiento para tranquilizar a la desolada madre, y abriendo un cofre sacó de él un frasco de cristal de bohemia que contenía un licor rojo como la sangre, y del que dejó caer una sola gota sobre los labios del niño. Este, aunque sin perder la lividez de su semblante, abrió los ojos. Al ver esto, la alegría de la madre no tuvo límites.

    -¿Dónde estoy -exclamó-, y a quién debo tanta felicidad después de una prueba tan cruel?

    -Estáis, señora -respondió Montecristo-, en casa del hombre más dichoso por haber podido evitaros un pesar.

    -¡Oh, maldita curiosidad la mía! Todo París hablaba de esos magníficos caballos de la señora de Danglars, y he tenido la locura de querer probarlos.

    -¡Cómo! -exclamó el conde con una sorpresa admirablemente fingida-. ¿Son esos caballos los de la baronesa?

    -Sí, señor. ¿La conocéis?

    -Tengo el honor de conocerla y mi alegría es doble por haberos salvado del peligro que os han hecho correr, porque ese peligro es a mí a quien podéis atribuir. Había comprado ayer estos caballos al barón, pero la baronesa pareció sentirlo tanto, que se los envié ayer suplicándole que los aceptase de mi mano.

    -¿Entonces sois vos el conde de Montecristo, de quien tanto me ha hablado Herminia?

    El mismo -dijo el conde.

    -Yo, caballero, soy Eloísa de Villefort.

    El conde saludó como si se pronunciara delante de él un nombre enteramente desconocido.

    -¡Oh, cuán reconocido os quedará el señor de Villefort! -repuso Eloísa-, porque en realidad, él os debe nuestras dos vidas; seguramente sin vuestro generoso criado nuestro hijo y yo habríamos muerto.

    -¡Ay, señora!, aún me estremezco al pensar en el peligro que habéis corrido.

    -¡Oh!, yo espero que me permitiréis recompensar debidamente la acción de ese hombre.

    -Señora -dijo Montecristo-, no me echéis a perder a Alí, os lo ruego, ni con alabanzas ni con recompensas. Son vicios que no quiero yo que adquiera. Alí es mi esclavo; salvándoos la vida me sirve, y su' deber es servirme.

    -¡Pero ha arriesgado su vida! -exclamó la señora de Villefort, a quien este tono de superioridad impresionó profundamente.

    -Yo he salvado la suya, señora -respondió Montecristo-; por consiguiente, me pertenece.

    La señora de Villefort se calló. Tal vez reflexionaba, acerca de aquel hombre que, a primera vista, causaba una impresión tan profunda en todas las personas.

    El conde contempló al niño, al que su madre cubría de besos. Era flaco, blanco como los niños de pelo rojo, y, sin embargo, un bosque de cabellos cubría su frente, y cayendo sobre sus hombros adornaban su rostro y aumentaban la vivacidad de sus ojos, llenos de malicia y de juvenil maldad. Su boca, apenas sonrosada, era ancha y de delgados labios; sus facciones anunciaban doce años de edad, por lo menos. Su primer movimiento fue desembarazarse de los brazos de su madre para ir a abrir el cofre del que el conde había sacado el frasco de elixir. Después, sin pedir permiso a nadie, y como un niño acostumbrado a hacer todos sus caprichos, se puso a destapar todos los frascos.

    -No toques ahí, amiguito -dijo vivamente el conde de Montecristo-, algunos de esos licores son peligrosos, no solamente al beberlos, sino al respirar su olor.

    La señora de Villefort palideció y detuvo el brazo de su hijo, al que atrajo hacia sí. Pero, calmado su temor, echó sobre el cofre una rápida pero expresiva mirada, que al conde no pasó inadvertida.

    En este momento entró Alí.

    La señora de Villefort hizo un movimiento de alegría, y llamando al niño, le dijo:

    -Eduardo, mira a este buen servidor, es un valiente, porque ha expuesto su vida por detener los caballos que nos arrastraban y el carruaje que iba a romperse. Dale las gracias, porque probablemente, a no ser por él, los dos habríamos perdido la vida.

    El niño entreabrió la boca y volvió desdeñosamente la cabeza.

    -Es muy feo --dijo.

    El conde se sonrió, como si el niño acabase de realizar una de sus esperanzas. En cuanto a la señora de Villefort, respondió a su hijo con una moderación que no hubiera sido seguramente del gusto de Juan Santiago Rousseau si el pequeño Eduardo se hubiese llamado Emilio.

    -Mira -dijo en árabe el conde a Alí-, esta señora dice a su hijo que lo dé las gracias por la vida que has salvado a los dos, y el niño responde que eres muy feo.

    Alí volvió su inteligente cabeza un instante, y miró al niño sin expresión aparente. Pero un ligero estremecimiento de su mano demostró a Montecristo que el árabe acababa de ser herido en el corazón.

    -Caballero -preguntó la señora de Villefort levantándose-, ¿es ésta vuestra morada habitual?

    -No, señora -respondió el conde-. Es una especie de parador que he comprado. Vivo en los Campos Elíseos, número 30. Pero veo que estáis perfectamente repuesta y que deseáis retiraros. Acabo de mandar que enganchen esos caballos a mi carruaje, y Alí, ese muchacho tan feo -dijo al niño, sonriendo-, va a tener el honor de conduciros a vuestra casa, mientras que vuestro cochero quedará aquí cuidando de la reparación del carruaje, y una vez terminada ésta, uno de mis tiros de caballos le volverá a conducir directamente a casa de la señora Danglars.

    -Pero -dijo la señora de Villefort-, no me atreveré a ir con esos mismos caballos.

    -¡Oh!, vais a ver, señora -dijo Montecristo-, en manos de Alí se volverán tan mansos como dos corderos.

    Alí se había acercado, en efecto, a los caballos, a los que habían puesto de pie con mucho trabajo. Tenía en la mano una esponja empapada en vinagre aromático. Frotó con ella las narices y las sienes de los caballos, cubiertos de espuma y de sudor, y casi al punto empezaron a relinchar estrepitosamente y estremecerse durante algunos segundos.

    Luego, en medio de una gran muchedumbre, a la que los restos del carruaje y el rumor que se había esparcido de aquel suceso, había atraído a la casa, Alí enganchó los caballos al coupé del conde, reunió en su mano las riendas, subió al pescante, y con gran asombro de los circunstantes, que habían visto a estos caballos impelidos como por un torbellino, se vio obligado a usar el látigo para hacerlos partir, y aun así no pudo obtener de los famosos tordos, ahora petrificados, casi muertos, más que un trote tan poco seguro y tan lánguido que tardaron dos horas en conducir a la señora de Villefort al barrio de Saint-Honoré, donde tenía su domicilio.

    Apenas hubo llegado a ella, y aplacadas las primeras emociones, escribió el siguiente billete a la señora Danglars:



    Querida Herminia:

    Acabo de ser milagrosamente salvada con mi hijo por ese mismo conde de Montecristo de quien tanto hemos hablado ayer tarde, y que tan lejos estaba yo de sospechar que había de ver hoy. Ayer me hablasteis de él con un entusiasmo que no pude menos de burlarme, creyendo que exagerabais, pero hoy me he convencido de que era fundado. Vuestros caballos se desbocaron en Renelagh, y seguramente íbamos a ser despedaxados mi Eduardo y yo, cuando un árabe, un nubio, un hombre negro, en fin, al servicio del conde, detuvo a una señal suya el impulso de los caballos, exponiéndose a morir él mismo, y fue un milagro que no hubiera sucedido. Entonces acudió el conde, nos llevó a Eduardo y a mí a su casa, a hixo volver en sí a Eduardo. En su propio carruaje fui conducida a casa, el vuestro os lo enviarán mañana. Encontraréis bastante débiles a los caballos después de este incidente. Están como atontados, diríase que no podían perdonarse a sí mismos haberse dejado domar por un hombre. El conde me encarga os diga que dos días de reposo y por todo alimento cebada, los repondrán del todo.

    ¡Ah, Dios mío! No os doy las gracias por mi paseo, y cuando lo reflexiono, es una ingratitud el guardaros rencor por los caprichos de vuestros caballos, porque a uno de esos caprichos debo el haber visto al conde de Montecristo, y el ilustre extranjero me parece un hombre muy curioso y tan interesante que quiero estudiarle a toda costa, aunque tuviese que dar otro paseo al bosque con vuestros mismos caballos.

    Eduardo ha sufrido el accidente con un valor maravilloso. Se desmayó, pero sin lanzar un grito, y tampoco derramó después una lágrima. Aún me diréis que me ciega el amor materno, pero en ese cuerpo tan débil y delicado hay un alma de hierro.

    Nuestra querida Valentina me da mil recuerdos para vuestra hija Eugenia, y yo os abrazo de todo corazón.

    Eloísa de Villefort.

    P. D.: Procurad que yo pueda ver en vuestra casa de cualquier modo que sea a ese conde de Montecristo. Quiero absolutamente volverle a ver. Por otra parte, acabo de obtener del señor de Villefort que le haga una visita; espero que se la devolverá.

    Aquella noche, el suceso de Auteuil era el tema de todas las conversaciones. Alberto se lo contada a su madre. Chateau-Renaud, en el Jockey Club, Debray en el salón del ministro, Beauchamp también hizo al conde la galantería de poner en su periódico un párrafo que ensalzó al conde poniéndole a la altura de un héroe. En fin, esta acción le valió a Montecristo la admiración y el interés de todas las mujeres de la aristocracia.

    Muchas personas fueron a inscribirse en casa de la señora de Villefort, a fin de tener derecho a renovar su visita en tiempo útil y oír entonces de su boca todos los detalles de esta pintoresca aventura.

    En cambio al señor de Villefort, como había dicho Eloísa a su amiga la señora Danglars, se puso un pantalón negro, frac de igual color, chaleco y corbata blancos, guantes amarillos y subió a su carretela, que le condujo aquella misma tarde a la puerta de la casa número 30 de los Campos Elíseos.
     
  2. mai^a

    mai^a My Garden

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    Re: ... de poetas, cuentos y leyendas


    He ido a casa de Stardi, que vive enfrente de la escuela, y he
    sentido verdaderamente envidia al ver su biblioteca.
    No es en manera alguna rico, no puede comprar muchos libros,
    pero conserva con gran cuidado los de la escuela y los que le
    regalan sus padres; y, además, cuantas monedas le dan las pone
    aparte y las gasta en la librería; de este modo ha reunido ya una
    pequeña biblioteca, y cuando su padre ha advertido esta afición,
    le ha comprado un bonito estante de nogal con cortinas verdes,
    y ha hecho encuadernar todos los volúmenes en los colores que a
    él más le gustan. Así, ahora él tira de un cordoncito, la cortina
    verde se descorre y se ven tres filas de libros de todos los colores,
    muy bien adornados, limpios, con los títulos en letras doradas en el
    lomo: libros de cuentos, de viajes y de poesías, y algunos ilustrados
    con láminas.

    El sabe combinar perfectamente los colores; pone los volúmenes
    blancos junto a los encarnados, los amarillos al lado de los negros,
    y junto a los blancos los azules, de modo que se vean de lejos y
    presenten buen aspecto; luego se divierte variando las
    combinaciones. Ha hecho un catálogo, y está como el de un
    bibliotecario. Siempre anda a vueltas con sus libros, limpiándoles
    el polvo, hojeándolos, examinando sus encuadernaciones: hay que
    ver con qué cuidado los abre con sus manos chicas y regordetas,
    soplando las hojas: parece que todos están nuevos todavía. ¡Yo
    en cambio tengo tan estropeados los míos! Para él cada libro nuevo
    que compra es una delicia abrirlo, ponerlo en su sitio y volver a
    tomarlo para mirarlo por todos lados y guardarlo después como un
    tesoro. No hemos visto otra cosa en una hora. Tiene los ojos malos
    de tanto leer. Estando yo allí, entró en el cuarto su padre, que es
    grueso y tosco como él, y tiene la cabeza como la suya. Le dio dos
    o tres palmadas en el cuello, y me dijo con aquel vozarrón:

    -¿Qué me dices de esta cabeza de hierro? Es testarudo, llegará a ser
    algo: yo te lo aseguro.

    Y Stardi entornaba los ojos al recibir aquellas rudas caricias, como un
    perro de caza.

    Yo no sé por qué, pero no me atrevo a bromear con él; no me parece
    cierto que tenga solamente un año más que yo; y cuando me dijo:
    «Hasta la vista», en la puerta, con aquella cara redonda, siempre
    bronceada, poco me faltó para responderle:

    -A su disposición.

    Se lo dije después a mi padre en casa.

    -No lo comprendo: Stardi no tiene talento, carece de buenas maneras,
    su figura es casi ridícula, y sin embargo me infunde respeto.

    -Porque tiene carácter -respondió mi padre.

    Y añadí yo:

    -En una hora que he estado con él no ha pronunciado cincuenta
    palabras, no me ha enseñado un juguete, no se ha reído una vez, y sin
    embargo, he estado tan contento.

    -Porque lo estimas -añadió mi padre.
     
  3. clause

    clause Claudia

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    Re: ... de poetas, cuentos y leyendas

    Esn cada capitulo , una enseñanza...es un libro muy especial, con sencillez llega a lo más profundo el corazón!:razz:
     
  4. clause

    clause Claudia

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    Re: ... de poetas, cuentos y leyendas

    MADRE ESPAÑA

    Abrazado a tu cuerpo como el tronco a su tierra,
    con todas las raíces y todos los corajes,
    ¿quién me separará, me arrancará de ti,
    madre?

    Abrazado a tu vientre, ¿quién me lo quitará,
    si su fondo titánico da principio a mi carne?
    abrazado a tu vientre, que es mi perpetua casa,
    ¡nadie!

    Madre: abismo de siempre, tierra de siempre: entrañas
    donde desembocando se unen todas las sangres:
    donde todos los huesos caídos se levantan:
    madre.

    Decir madre es decir tierra que me ha parido;
    es decir a los muertos: hermanos, levantarse;
    es sentir en la boca y escuchar bajo el suelo
    sangre.

    La otra madre es un puente, nada más, de tus ríos.
    El otro pecho es una burbuja de tus mares.
    Tú eres la madre entera con todo su infinito,
    madre.

    Tierra: tierra en la boca, y en el alma, y en todo.
    Tierra que voy comiendo, que al fin ha de tragarme.
    Con más fuerza que antes, volverás a parirme,
    madre.

    Cuando sobre tu cuerpo sea una leve huella,
    volverás a parirme con más fuerza que antes.
    Cuando un hijo es un hijo, vive y muere gritando:
    ¡madre!

    Hermanos: defendamos su vientre acometido,
    hacia donde los grajos crecen de todas partes,
    pues, para que las malas alas vuelen, aún quedan
    aires.

    Echad a las orillas de vuestro corazón
    el sentimiento en límites, los efectos parciales.
    Son pequeñas historias al lado de ella, siempre
    grande.

    Una fotografía y un pedazo de tierra,
    una carta y un monte son a veces iguales.
    Hoy eres tú la hierba que crece sobre todo,
    madre.

    Familia de esta tierra que nos funde en la luz,
    los más oscuros muertos pugnan por levantarse,
    fundirse con nosotros y salvar la primera
    madre.

    España, piedra estoica que se abrió en dos pedazos
    de dolor y de piedra profunda para darme:
    no me separarán de tus altas entrañas,
    madre.

    Además de morir por ti, pido una cosa:
    que la mujer y el hijo que tengo, cuando pasen,
    vayan hasta el rincón que habite de tu vientre,
    madre.
    Miguel Hernández


     
  5. clause

    clause Claudia

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    Re: ... de poetas, cuentos y leyendas

    LAS MANOS

    Dos especies de manos se enfrentan en la vida,
    brotan del corazón, irrumpen por los brazos,
    saltan, y desembocan sobre la luz herida
    a golpes, a zarpazos.

    La mano es la herramienta del alma, su mensaje,
    y el cuerpo tiene en ella su rama combatiente.
    Alzad, moved las manos en un gran oleaje,
    hombres de mi simiente.

    Ante la aurora veo surgir las manos puras
    de los trabajadores terrestres y marinos,
    como una primavera de alegres dentaduras,
    de dedos matutinos.

    Endurecidamente pobladas de sudores,
    retumbantes las venas desde las uñas rotas,
    constelan los espacios de andamios y clamores,
    relámpagos y gotas.

    Conducen herrerías, azadas y telares,
    muerden metales, montes, raptan hachas, encinas,
    y construyen, si quieren, hasta en los mismos mares
    fábricas, pueblos, minas.

    Estas sonoras manos oscuras y lucientes
    las reviste una piel de invencible corteza,
    y son inagotables y generosas fuentes
    de vida y de riqueza.

    Como si con los astros el polvo peleara,
    como si los planetas lucharan con gusanos,
    la especie de las manos trabajadora y clara
    lucha con otras manos.

    Feroces y reunidas en un bando sangriento
    avanzan al hundirse los cielos vespertinos
    unas manos de hueso lívido y avariento,
    paisaje de asesinos.

    No han sonado: no cantan. Sus dedos vagan roncos,
    mudamente aletean, se ciernen, se propagan.
    Ni tejieron la pana, ni mecieron los troncos,
    y blandas de ocio vagan.

    Empuñan crucifijos y acaparan tesoros
    que a nadie corresponden sino a quien los labora,
    y sus mudos crepúsculos absorben los sonoros
    caudales de la aurora.

    Orgullo de puñales, arma de bombardeos
    con un cáliz, un crimen y un muerto en cada uña:
    ejecutoras pálidas de los negros deseos
    que la avaricia empuña.

    ¿Quién lavará estas manos fangosas que se extienden
    al agua y la deshonran, enrojecen y estragan?
    Nadie lavará manos que en el puñal se encienden
    y en el amor se apagan.

    Las laboriosas manos de los trabajadores
    caerán sobre vosotras con dientes y cuchillas.
    Y las verán cortadas tantos explotadores
    en sus mismas rodillas.

    15 de febrero de 1937


    Miguel Hernández
     
  6. clause

    clause Claudia

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    Re: ... de poetas, cuentos y leyendas

    Alejandro Dumas (Padre)
    El Conde de Montecristo
    Tercera Parte

    Capítulo séptimo

    Ideología

    Si el conde de Montecristo hubiese vivido más tiempo en el mundo parisiense habría apreciado la visita que le hacía el señor de Villefort.

    Considerado por todos como un hombre hábil, como suele considerarse a las personas que no han sufrido ningún descalabro político; aborrecido de muchos, pero protegido con ardor por algunos, sin ser por eso mejor querido de nadie, el señor de Villefort se encontraba en una alta posición en la magistratura y la mantenía como un Harley o como un Molé. A pesar de haberse regenerado sus salones, por una mujer joven y por una hija de su primer matrimonio, de edad apenas de dieciocho años, no dejaban de observarse en ellos el culto de las tradiciones y la religión de la etiqueta. La cortesía fría, la fidelidad absoluta a los principios del gobierno, un desprecio profundo de las teorías y de los teóricos, el odio a los ideólogos, tales eran los elementos de la vida interior y pública del señor de Villefort.

    No era únicamente un magistrado, era casi un diplomático. Sus relaciones con la antigua corte, de la que siempre hablaba con dignidad y respeto, hacían que la moderna le respetara, y sabía tantas cosas, que no solamente le admiraban todos sus conocidos, sino que a veces le hacían consultas. Quizá no hubiera sucedido esto si hubiesen podido desembarazarse de él, pero al igual que los señores feudales rebeldes a su soberano, habitaba una fortaleza inexpugnable. Esta fortaleza era su cargo de procurador del rey, cuyas ventajas explotaba maravillosamente y que no hubiera abandonado sino para hacerse diputado y reemplazar así la neutralidad por la oposición.

    En general, hacía o devolvía muy pocas visitas. La mujer visitaba por él, era cosa admitida en esa sociedad que siempre achacaba a sus graves y numerosas ocupaciones, lo que no eran en realidad más que un cálculo de orgullo, una quintaesencia de aristocracia, la aplicación, en fin, de este axioma: Estímate a ti mismo, y serás estimado de los demás. Axioma más útil cien veces en nuestra sociedad que el de los griegos: Conócete a ti mismo, sustituido en nuestros días por el arte menos difícil y más ventajoso de conocer a los demás.

    El señor de Villefort era un poderoso protector para sus amigos; para sus enemigos era un adversario sordo, pero encarnizado. Para los indiferentes, la estatua de la ley convertida en hombre. Fisonomía impasible, porte altanero, mirada apagada y brusca, o insolentemente penetrante y escudriñadora, tal era el hombre a quien cuatro revoluciones seguidas habían formado y después afirmado sobre su pedestal.

    Se le tenía por el hombre menos curioso de Francia. Daba un baile todos los años y no se presentaba en él más que un cuarto de hora, es decir, cuarenta y cinco minutos menos que el rey en los suyos. Jamás se le veía en los teatros, en los conciertos, ni en ningún lugar público. Algunas veces jugaba una partida de whist y entonces procuraban elegirle jugadores dignos de él: algún embajador, algún arzobispo, algún príncipe, algún presidente o, en fin, alguna duquesa viuda.

    Tal era el hombre cuyo carruaje acababa de parar delante de la puerta del conde de Montecristo.

    El ayuda de cámara anunció al señor de Villefort en el instante en que el conde, inclinado sobre una gran mesa, seguía el itinerario de San Petersburgo a China.

    El procurador del rey entró con el mismo paso grave y acompasado que en el tribunal; era el mismo hombre, o más bien la continuación del mismo hombre a quien hemos conocido de sustituto en Marsella. La naturaleza no había alterado en nada el curso que debía seguir: de delgado que era, se había vuelto flaco; de pálido, tornóse en amarillo; sus ojos hundidos se habían profundizado más aún, y su lente de oro, al colocarla sobre la órbita, parecía formar parte del rostro. Excepto su corbata blanca, el resto del traje era completamente negro, y este fúnebre color no era interrumpido más que por su cinta encarnada, que pasaba imperceptiblemente por un ojal y que parecía una línea de sangre trazada con un pincel.

    Por muy dueño de sí mismo que fuese Montecristo, examinó con visible curiosidad, devolviéndole su saludo, al magistrado, que, desconfiado de por sí y poco crédulo, particularmente en cuanto a las maravillas sociales, estaba más dispuesto a ver en el noble extranjero (así era como llamaban ya al conde de Montecristo), un caballero de industria que venía a explorar un nuevo teatro de sus acciones, que un príncipe de la Santa Sede, o un sultán de las Mil y una noches.

    -Caballero -dijo Villefort con ese tono afectado usado por los magistrados en sus períodos oratorios, y del cual no quieren deshacerse en la conversación-, el señalado servicio que hicisteis ayer a mi mujer y a mi hijo me creó el deber de datos las gracias. Vengo, pues, a cumplir con él y a expresaros todo mi agradecimiento.

    Y al decir estas palabras, la mirada severa del magistrado no había perdido nada de su arrogancia habitual, las había articulado de pie y erguido de cuello y hombros, lo cual le hacía parecerse, como ya hemos dicho, a la estatua de la Ley.

    -Caballero -replicó el conde, a su vez con frialdad glacial-,soy muy feliz por haber podido conservar un hijo a su madre, porque suele decirse que el sentimiento de la maternidad es el más poderoso y el más santo de todos, y esta felicidad que tengo os dispensa de cumplir un deber, cuya ejecución me honra, sin duda alguna, porque sé que el señor de Villefort no prodiga el favor que me hace, pero por lisonjero que me sea, no equivale para mí a la satisfacción interior de haber efectuado una buena obra.

    Admirado Villefort de esta salida inesperada de su interlocutor, se estremeció como un soldado que siente el golpe que le dan, a pesar de la armadura de que está cubierto, y un gesto de su labio desdeñoso indicó que desde el principio no tenía al conde de Montecristo por hombre de muy finos modales.

    Dirigió una mirada a su alrededor para hacer variar la conversación.

    Vio el mapa que examinaba Montecristo cuando él entró, y replicó:

    -¿Os interesa la geografía, caballero? Es un estudio muy bueno, para vos sobre todo, que, según aseguran, habéis visto tantos países como hay en este mapa.

    -Sí, señor -repuso el conde-; he querido hacer sobre la especie humana lo que vos hacéis sobre excepciones, es decir, un estudio fisiológico. He pensado que me sería más fácil descender de una vez del todo a la parte, que subir de la parte al todo. Es axioma algebraico que se proceda de lo conocido a lo desconocido... Mas, sentaos, caballero, os lo suplico.

    Y Montecristo indicó con la mano al procurador del rey un sillón que éste tuvo que tomarse la molestia de arrimar, mientras que el conde no tuvo más que dejarse caer sobre el mismo en que estaba arrodillado cuando entró Villefort. De este modo el conde se encontró enfrente de su interlocutor, con la espalda vuelta a la ventana, y el codo apoyado sobre el mapa, que era por entonces el objeto de la conversación, conversación que tomaba, cuando habló a Morcef y a Danglars, un giro análogo, si no a la situación, al menos a los personajes.

    -¡Ah, caballero! -replicó Villefort después de una pausa, durante la cual, como un atleta que encuentra un rudo adversario, había

    hecho acopio de fuerzas-. De veras os digo que si como vos, yo no tuviese nada que hacer, buscaría una ocupación menos aburrida.

    -Es verdad, caballero -replicó Montecristo-, hay en el hombre caprichos particulares, pero acabáis de decir que yo no tenía nada que hacer. Veamos: ¿Se os figura a vos que tenéis algo que hacer? O para hablar más claramente, ¿creéis vos que lo que hacéis vale la pena de que se le llame trabajo?

    El asombro de Villefort fue en aumento al recibir este segundo golpe tan bruscamente asestado por su extraño adversario. Mucho tiempo hacía que el magistrado no se veía así contradicho, o mejor dicho, ésta era la primera vez que ello sucedía. El procurador del rey se preparó para responder.

    -Caballero -dijo-, sois extranjero, y vos mismo decís que habéis pasado gran parte de vuestra vida en países orientales. No sabéis, pues, cuántos pasos prudentes y acompasados da entre nosotros la justicia humana tan expedita en esos países bárbaros.

    -¡Oh, ya lo creo! Es el pede claudo antiguo, lo sé, porque de la justicia de todos los países ha sido sobre todo de lo que me he ocupado. He comparado el procedimiento criminal de todas las naciones con la justicia natural, y debo deciros, caballero, la ley de los pueblos primitivos, la del Talión, ha sido la que he hallado más conforme a las miras de Dios.

    -Si se adoptara esa ley -dijo el procurador del rey-, simplificaría mucho nuestros códigos, y entonces sí que, como decíais poco ha, no tendrían que cansarse mucho los magistrados.

    -Probablemente con el tiempo se adoptará -dijo Montecristo-. Bien sabéis que las invenciones humanas marchan de lo compuesto a lo simple, que es siempre la perfección.

    -Entretanto, caballero --dijo el magistrado-, nuestros códigos existen en sus artículos contradictorios, sacados de costumbres galas, de leyes romanas, de usos francos; ahora, pues, convendréis en que el conocimiento de todas esas leyes no se adquiere sin largos trabajos, sin largo estudio y una gran memoria para no olvidarlo una vez adquirido.

    -Así lo creo, caballero. Pero todo lo que vos sabéis respecto al código francés, lo sé yo, no solamente de ése, sino del de todas las naciones. Las leyes inglesas, turcas, japonesas, indias, me son tan familiares como las francesas, y hacía bien en decir que para lo que yo he hecho tenéis vos poco que hacer, y para lo que yo he aprendido tenéis vos que aprender aún muchas cosas.

    -¿Pero con qué objeto habéis aprendido todo eso? -replicó Villefort asombrado.

    Montecristo se sonrió.

    -Bien, caballero -dijo-. Veo que a pesar de la reputación que tenéis de hombre superior, miráis todas las cosas desde el punto de vista mezquino y vulgar de la sociedad, empezando y acabando por el hombre, es decir, desde el punto de vista más estrecho que le está permitido abrazar a la inteligencia humana.

    -Explicaos, caballero --dijo Villefort cada vez más asombrado-. No os comprendo bien.

    -Digo, que con la mirada fija en la organización social de las naciones, no veis más que los resortes de la máquina, y no el sublime obrero que la hace andar; digo que no conocéis delante de vos ni a vuestro alrededor más misiones que las anejas a nombramientos firmados por un ministro o por un rey, y que se escapan a vuestra corta vista los hombres que Dios ha creado superiores a los empleados de los ministros y de los monarcas, encargándoles que cumplan una misión, en vez de desempeñar un empleo. Tobías tomaba al ángel que debía devolverle la vista por un joven cualquiera. Las naciones tenían a Atila, que debía aniquilarlas, por un conquistador como todos, y fue necesario que ambos revelasen sus misiones celestiales para que se les reconociera; fue preciso que el uno dijese: «Soy el ángel del Señor> , y el otro: «Soy el azote de Dios», para que fuese revelada la esencia divina de entrambos.

    -Entonces -dijo Villefort cada vez más absorto y creyendo hablar a un loco-, ¿os consideráis como uno de esos seres extraordinarios que acabáis de citar?

    -¿Por qué no? -dijo Montecristo.

    -Perdonad, caballero -replicó Villefort estupefacto-, si al presentarme en vuestra casa ignoraba fueseis un hombre cuyos conocimientos y talento sobrepujan tanto a los conocimientos ordinarios y al talento habitual de los hombres. No es costumbre en nosotros, desdichados corrompidos de la civilización, que los nobles, poseedores como vos de una fortuna inmensa, al menos según se asegura, no es costumbre, digo, que esos privilegiados de las riquezas pierdan su tiempo en especulaciones sociales, en sueños filosóficos, buenos a lo sumo para consolar a aquellos a quienes la suerte ha desheredado de los bienes de la tierra.

    -¡Y qué, caballero! ¿Habéis llegado vos a la situación que ocupáis sin ser admitido, y aun sin haber encontrado excepciones? ¿Y no se ejercita nunca vuestra mirada, que tanta necesidad tendría, sin embargo, de penetración y de seguridad, en adivinar a primera vista qué clase de hombre se halla bajo la influencia de ella? ¿No debería ser un magistrado, no digo el mejor aplicador de la ley, ni el intérprete más astuto, sino una sonda de acero para llegar a los corazones, una piedra de toque para probar el oro de que está hecha cada alma con mayor o menor aleación?

    -Caballero, me desconcertáis. Jamás había oído hablar a nadie como vos.

    -Es porque habéis estado constantemente encerrado en el círculo de las condiciones generales, sin remontaros a las esferas superiores que Dios ha poblado de seres invisibles y excepcionales.

    -¿Y creéis que existen esas esferas, y que se encuentren entre nosotros seres excepcionales a invisibles?

    -¿Por qué no? ¿Acaso el aire que respiráis, y sin el cual no podríais vivir?

    -¿Conque no vemos a esos seres de que habláis?

    -Claro que sí los veis, cuando Dios permite que se materialicen. Los tocáis, les habláis y os responden.

    -¡Ah! -dijo Villefort sonriéndose-, confieso que querría que me avisasen cuando uno de ellos se encuentre en contacto conmigo.

    -Pues vuestro deseo ha sido satisfecho, caballero, porque habéis sido avisado hace poco, y ahora mismo os lo vuelvo a advertir.

    -De modo que vos...

    -Yo soy uno de esos seres excepcionales, sí señor, y creo que hasta ahora ningún hombre se ha encontrado en una posición semejante a la mía. Los reinos de los reyes están limitados, por montañas, por ríos, por cambios de costumbres, o por diversidad de lenguaje. Mi reino es grande como el mundo, porque no soy italiano, ni francés, ni indio, ni americano, ni español; soy cosmopolita. Ningún país puede decir que me ha visto nacer. Dios sólo sabe qué tierra me verá morir. Asimilo todas las costumbres, hablo todas las lenguas. ¿Me creéis francés porque hablo con la misma facilidad y la misma pureza que vos? ¡Pues bien! Alí, mi negro, me cree árabe; Bertuccio, mi mayordomo, me cree italiano; Haydée, mi esclava, me cree griego. Así, pues, comprendéis que no siendo de ningún país, no pidiendo protección a ningún gobierno, no reconociendo a ningún hombre por hermano mío, no me paralizan ni me detienen los escrúpulos que detienen a los poderosos o los obstáculos que paralizan a los débiles. Sólo tengo dos adversarios, y no vencedores, porque con la constancia los sujeto, y son el tiempo y el espacio. El tercero, y el más terrible, es mi condición de hombre mortal. Este es el único que puede detenerme en mi camino, y antes de que haya conseguido el objeto que deseo, todo lo demás lo tengo calculado. Lo que los hombres llaman reveses de la fortuna, es decir, la ruina, el cambio, las eventualidades, los he previsto yo, y si alguna puede ocurrirme, no por eso puede derribarme. A menos que muera, continuaré siendo lo que soy. He aquí por qué os digo cosas que nunca habéis oído, ni de boca de los reyes, porque los reyes os necesitan y los hombres os temen. Quién es el que no dice para sí en una sociedad tan ridículamente organizada como la nuestra: « ¡Tal vez un día tendré que acudir al procurador del rey! »

    -¿Y podéis decir vos lo contrario? Desde el momento en que vivís en Francia, naturalmente tenéis que someteros a las leyes francesas.

    -Ya lo sé, caballero -respondió Montecristo-, pero cuando quiero ir a un país, empiezo a estudiar, por medios que me son propios, a todos los hombres de quienes puedo tener algo que esperar o que temer, y llego a conocerles tanto o mejor tal vez, que ellos se conocen a sí mismos. De donde resulta que cualquier procurador del rey que se las hubiera conmigo, seguramente se vería más apurado que yo.

    -Lo cual quiere decir -replicó vacilando Villefort- que siendo débil la naturaleza humana..., todo hombre, según vuestro parecer, ha cometido. .. faltas.

    -Faltas..., o crímenes -respondió sencillamente el conde de Montecristo.

    -¿Y que sólo vos, entre los hombres a quienes no reconocéis por hermanos -repuso Villefort con voz alterada-, y que vos sólo sois perfecto?

    -No, perfecto no -respondió el conde-. Pero no hablemos más de ello, caballero, si la conversación os desagrada. Que ni a mí me amenaza vuestra justicia, ni a vos mi doble vista.

    -¡No!, ¡no!, caballero -dijo vivamente Villefort, que temía sin duda parecer vencido-. ¡No! Con vuestra brillante y casi sublime conversación, me habéis elevado sobre el nivel ordinario; ya no hablamos familiarmente, estamos disertando. Ya sabéis cuán crueles verdades se dicen a veces los teólogos de la Sorbona, o los filósofos en sus disputas. Supongamos que hablamos de teología social y de filosofía teológica, y os diré una de esas rudas verdades, y es, que sacrificáis al orgullo, sois superior a los demás, pero Dios es superior a vos.

    -Superior a todos, caballero -respondió Montecristo con un acento tan profundo, que Villefort se estremeció involuntariamente-. Yo tengo mi orgullo para los hombres, serpientes siempre prontas a erguirse contra el que las mira y no les aplasta la cabeza. Sin embargo, abandono este orgullo delante de Dios, que me ha sacado de la nada para hacerme lo que soy.

    -Entonces, señor conde, os admiro -repuso Villefort, que por primera vez en este extraño diálogo, acababa de emplear esta fórmula aristocrática para con el extranjero, a quien hasta entonces no había llamado más que caballero-. Sí, os repito, si sois realmente fuerte, realmente superior, realmente santo a impenetrable, lo cual viene a ser lo mismo, según decís, sed soberbio, caballero; ésa es la ley de las dominaciones. Pero, sin embargo, ¿tenéis alguna ambición?

    -Tuve una.

    -¿Cuál?

    -También yo, como le ocurre a todo hombre en la vida, fui conducido por Satanás una vez a la montaña más alta de la Tierra. Llegado allí, me mostró el mundo entero, y como había dicho otra vez a Cristo, me dijo a mí: Veamos, hijo de los hombres, ¿qué quieres para adorarme? Entonces reflexioné, porque desde hacía mucho tiempo, terrible ambición devoraba mi corazón, después le respondí: «Escucha, siempre he oído hablar de la Providencia, y, sin embargo, nunca la he visto, ni nada que se le parezca, lo cual me hace creer que no existe. Quiero ser la Providencia, porque lo más bello y grande que puede hacer un hombre es recompensar y castigar.» Pero Satanás bajó la cabeza y lanzó un suspiro. «Te engañas -dijo-, la Providencia existe, pero tú no la ves, porque, hija de Dios, es invisible como su padre. No has visto nada que se le parezca, porque procede por resortes ocultos, y marcha por caminos oscuros; todo lo que yo puedo es hacerte uno de los agentes de esa Providencia.» Se realizó el trato, tal vez en él perderé mi alma, pero no importa -repuso Montecristo -, ahora mismo lo ratificaría.

    Villefort le miraba con asombro.

    -Señor conde -dijo-, ¿tenéis parientes?

    -No, caballero, estoy solo en el mundo.

    -¡Tanto peor!

    -¿Por qué? -preguntó Montecristo.

    -Porque hubierais podido ver un espectáculo que destruyese vuestro orgullo. Decís que no teméis más que la muerte.

    -No es que la tema, sino que sólo ella puede detenerme.

    -¿Y la vejez?

    -Mi misión se habrá cumplido antes de que haya llegado a viejo. -¿Y la locura?

    -Poco me ha faltado para dar en ella, pero ya conocéis el axioma non bis in idem, es principio de jurisprudencia criminal, y por lo tanto está en vuestra cuerda.

    -Caballero -repuso Villefort-, otra cosa hay que temer más que la muerte, la vejez o la locura. La apoplejía, por ejemplo, ese rayo que os hiere sin destruiros, y después del cual, no obstante, todo se acabó. Vivís, pero no sois el mismo. Vos que como Ariel rayabais en ángel, ya no sois más que una masa inerte que como Calibán, raya en bestia. Esto se llama una apoplejía. Venid, si queréis, a proseguir esta conversación a mi casa, conde, un día que deseéis encontrar adversario capaz de comprenderos y ansioso de contestaros, y hallaréis a mi padre, el señor Noirtier de Villefort, uno de los más fogosos jacobinos de la revolución francesa, es decir, la audacia más brillante puesta al servicio de la organización más poderosa, un hombre que no había visto como vos todos los reinos de la tierra, pero ayudó a derribar uno de los más poderosos. En fin, un hombre que, como vos, se creía enviado no de Dios, sino del Ser Supremo; no de la Providencia, sino de la Fatalidad. Pues bien, caballero, todo esto fue destruido no en un día, ni en una hora, sino en un segundo. El día anterior el señor Noirtier, antiguo jacobino, antiguo senador, antiguo carbonario, que se reía de la guillotina, del cañón y del puñal; el señor Noirtier, jugando con las revoluciones; el señor Noirtier, para quien Francia no era más que un vasto juego de ajedrez del cual peones, torres, caballos y reinas debían desaparecer con tal que al rey se le diera mate; el señor Noirtier, tan temido y tan terrible, era al día siguiente, ese pobre Noirtier, anciano paralítico, a merced del ser más débil de la casa, es decir, de su nieta Valentina; un cadáver mudo y helado, que no vive sin alegría ni sufrimiento, sino para dar tiempo a la materia de llegar sin tropiezo a su entera descomposición.

    -¡Ay!, caballero -dijo Montecristo-, tal espectáculo no es extraño a mis ojos ni a mi pensamiento. Entiendo un poco de medicina, y he buscado más de una vez el alma en la materia viva o en la materia muerta, y, como la Providencia, ha permanecido invisible a mis ojos, aunque presente en mi corazón. Cien autores, desde Sócrates hasta Séneca, hasta san Agustín, hasta Gall, hicieron, en prosa o en verso, la misma descripción que vos, pero sin embargo, comprendo que los sufrimientos de un padre puedan operar grandes cambios en el espíritu de su hijo. Iré, caballero, puesto que así lo queréis, a contemplar ese terrible espectáculo que debe entristecer vuestra casa.

    -Sin duda sucedería esto si Dios no me hubiera dado una compensación a esta desgracia. Al lado del anciano que desciende hacia esa tumba, tengo dos hijos que entran en la vida: Valentina, hija de mi primer casamiento, y Eduardo, ése a quien habéis salvado la vida.

    -¿Y de esa compensación qué resulta? -preguntó Montecristo.

    -Resulta que mi padre, extraviado por las pasiones, ha cometido una de esas faltas que se libertan de la justicia humana, pero no de la justicia de Dios, y que Dios, no queriendo castigar más que a una persona, le ha castigado solamente a él.

    Montecristo, con la sonrisa en los labios, arrojó en el fondo de su corazón un rugido que habría hecho huir a Villefort si hubiese podido oírlo.

    -Adiós, caballero -repuso el magistrado, que hacía algún tiempo estaba levantado y hablaba en pie-, os dejo, llevando de vos un recuerdo de estimación que espero os será agradable cuando me conozcáis mejor. Por otra parte, habéis hecho de la señora de Villefort una amiga eterna.

    Montecristo saludó y se contentó con acompañar hasta la puerta de su gabinete a Villefort, el cual subió a su carruaje precedido de dos lacayos que, a una señal de su amo, se apresuraron a abrir la portezuela.

    Luego, así que el procurador del rey hubo desaparecido, dijo Montecristo , dando un profundo suspiro:

    -¡Vamos, basta de veneno, y ahora que mi corazón está lleno de él, vamos a buscar el remedio!

    Y haciendo sonar el timbre, dijo a Alí:

    -Subo a ver a la señora; que esté preparado el carruaje dentro de media hora.
     
  7. --------..

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    Re: ... de poetas, cuentos y leyendas

    Otra de Morosoli....

    El Carrero

    Cuando yo era niño, Don Domingo venía al mercado con su carreta llena
    de sandías.
    Nosotros íbamos a los almacenes a comprarle algunos objetos que no se
    hallaban en las pulperías de su pago. A veces le leía algunos diarios. Él no sabía
    leer y me escuchaba asombrado.
    Por aquellas lecturas se daba cuenta que el mundo era muy grande. Yo
    iba también a la casa del zapatero, a pedirle revistas. Eran éstas de pocas hojas
    y muy grandes. Traían algunas figuras de colores vivos, con ejércitos y
    generales, pues aquellos eran tiempos de guerra.
    Cuando empedraron las calles, ya no dejaron llegar más carretas hasta el
    mercado.
    Entonces Don Domingo se quedaba en los suburbios y sólo vendía sus
    sandías a los revendedores, que después las pregonaban por el pueblo.
    Don Domingo me contaba cosas del campo.
    Era un hombre que sentía mucho cariño por los niños.
    Tenía un hijo, pero se fue a la guerra y lo mataron.
    Entonces le cambió el nombre a la carreta, que se llamaba “La
    Compañera” y le puso “Pronto Voy”.
    Como el viaje era muy largo y él estaba muy viejo y su mujer también,
    comenzó a viajar con ella.
    Entonces la carreta era un hogar.
    Un día no vino más, ni la carreta ni Don Domingo.
    Y yo ya dejé de ver carretas y carreros.
    Juan José Morosoli (1899-1957)
    Extraído de “Perico. 15 relatos para niños” (1945)
     
  8. clause

    clause Claudia

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    Re: ... de poetas, cuentos y leyendas

    Muy bonito ,Albita!;)
     
  9. mai^a

    mai^a My Garden

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    Re: ... de poetas, cuentos y leyendas

    [​IMG]

    El hijo del herrero


    Lunes, 9

    Sí, pero también aprecio a Precossi, y aún me parece poco decir que le
    aprecio. Es el hijo del herrero, el chico pálido, de mirada bondadosa y
    triste, tan tímido, que pide perdón por cualquier cosa; siempre enfermucho
    y, sin embargo, tan estudioso.

    No es raro que vuelva su padre a casa borracho. Le pega sin motivo, le
    tira de un revés los libros y cuadernos, y el pobrecito va a la escuela con
    el semblante lívido, algunas veces hinchado, y los ojos inflamados de tanto
    llorar.

    Pero nunca jamás se le oye decir que su padre le ha pegado.

    -Tu padre te ha dado una tunda -le dicen los compañeros.

    -No es verdad, no es verdad -responde para no dejar en mal lugar a su
    padre.

    -Esta hoja no la has quemado tú- le dice el maestro, mostrándole el
    cuaderno medio quemado.

    -Sí, señor -responde con voz temblorosa-. He sido yo. Se me ha caído sin
    querer a la lumbre.

    Pero todos sabemos muy bien que su padre, estando borracho, ha dado
    un puntapié a la mesa y a la luz cuando el chico estaba haciendo los
    deberes de la escuela.

    Vive en una buhardilla de nuestra casa, pero de la otra escalera; la portera
    se lo cuenta todo a mi madre. Mi hermana Silvia le oyó gritar el otro día
    desde la azotea, cuando le hacía bajar la escalera dando tumbos, porque
    le había pedido dinero para comprar la Gramática. Su padre bebe y apenas
    trabaja, por lo que la familia pasa hambre. ¡Cuántas veces va el pobre
    Precossi a clase en ayunas, y se come a escondidas un mendrugo de pan
    que le da Garrone, o una manzana que le entrega la maestrita de la pluma
    encarnada, que lo conoce bien por haberle tenido de alumno en primero
    inferior! Pero él jamás dice: «Tengo hambre; mi padre no me da de comer.

    Su padre acude alguna vez a buscarlo cuando pasa por casualidad delante
    de la escuela, pálido, tambaleándose, con cara torva, el pelo en los ojos y
    la gorra al revés. El pobre chico tiembla cuando le ve en la calle, pero, sin
    embargo, corre a su encuentro sonriendo, y el hombre hace como si no lo
    viera y pensase en otra cosa. ¡Pobre Precossi! Recose sus cuadernos
    desbarajustados o rotos; pide prestados los libros para estudiar, se sujeta
    con alfileres los jirones de la camisa y da lástima verle hacer gimnasia con
    zapatos que parecen hechos para dos, con pantalones que se le caen de
    anchos y el chaquetón tan largo, con mangas que ha de subirse hasta los
    codos.

    Estudia con ahínco y seguramente sería uno de los primeros si pudiese
    atender en su casa las faenas escolares con alguna tranquilidad.

    Esta mañana se ha presentado en clase con la señal de un arañazo en la
    cara, y los compañeros le han dicho:

    -Eso te lo ha hecho tu padre. Vamos, no digas que no. Esta vez no lo puedes
    negar.

    Pero él ha contestado, poniéndose rojo y con la voz ahogada por la irritación:

    -¡No es cierto! ¡Mi padre no me pega nunca!

    Mas luego, durante la lección, se le caían las lágrimas sobre el banco, y
    cuando alguno le miraba, se esforzaba en sonreír para disimular. ¡Es un chico
    digno de compasión!

    Mañana irán a mi casa Derossi, Coretti y Nelli; yo quisiera que viniese también
    Precossi para hacerle merendar conmigo, regalarle algunos libros y procurar
    por todos los medios divertirle y llenarle los bolsillos de fruta para ver
    contento siquiera una vez a mi buen compañero que tan sufrido es.
     
  10. mai^a

    mai^a My Garden

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    Re: ... de poetas, cuentos y leyendas

    ... Con cuanta nostalgia finaliza el cuento ...
    En los Censos de 1986 albita hay muchísimos censados
    acá en mi país como de Profesión: "Carrero" y de
    de nacionalidad: Oriental, así se anotaban a los Uruguayos
    por aquel entónces. También muchos argentinos con ese oficio.
     
  11. clause

    clause Claudia

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    Re: ... de poetas, cuentos y leyendas


    Aca se refleja el un drama de todos los tiempos:( ...solo que hoy se tiene un poco mas de conciencia,en cuanto a la necesidad de actuar, bueno ,es de esperar que suceda!
     
  12. clause

    clause Claudia

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    Re: ... de poetas, cuentos y leyendas

    Alejandro Dumas (Padre)
    El Conde de Montecristo

    Tercera Parte

    Capítulo octavo

    Haydée

    El lector recordará seguramente cuáles eran las nuevas, o más bien, las antiguas amistades del conde de Montecristo, que vivían en la calle Meslay: Maximiliano Morrel, Julia y Manuel.

    La expectativa de esta visita, de los breves momentos felices que iba a pasar, de este resplandor de paraíso que penetraba en el infierno en que voluntariamente había entrado, había esparcido desde el momento en que perdió de vista a Villefort, la serenidad más encantadora sobre el rostro del conde, y Alí, que había acudido al sonido del timbre, al ver este rostro iluminado por una alegría tan poco frecuente, se había retirado de puntillas, suspendiendo la respiración para no alterar los buenos pensamientos que creía leer en el rostro de su amo.

    Eran las doce del día, el conde se había reservado una hora para subir al cuarto de Haydée. Hubiérase dicho que la alegría no podía entrar de pronto en aquella alma llagada por tanto tiempo, y que necesitaba prepararse para las emociones dulces, como las otras almas necesitan prepararse para las emociones violentas.

    La joven griega estaba, como hemos dicho, en una habitación completamente separada de la del conde. Su mobiliario era oriental, es decir, los suelos estaban cubiertos de espesas alfombras de Turquía, inmensas cortinas de brocado cubrían las paredes, y en cada pieza había alrededor un ancho diván con almohadones movibles de ricas telas de Persia.

    Haydée tenía a su servicio tres camareras francesas y una griega. Las francesas estaban en la primera pieza, prontas a correr al sonido de una campanilla de oro y a obedecer a las órdenes de la esclava griega, la cual sabía bastante francés para poder transmitir las voluntades de su señora a sus camareras, a las que Montecristo había recomendado que tuviesen las mismas consideraciones con Haydée que con una reina.

    La joven se hallaba en la pieza más retirada de su habitación, es decir, en una especie de saloncito redondo, iluminado por arriba, y en el que no penetraba la luz sino a través de cristales de color de rosa. Recostada sobre unos almohadones de raso azules, bordados de plata, rodeada su cabeza con su brazo derecho, en tanto que con el izquierdo ponía en sus labios el tubo de coral unido a otro flexible que no dejaba pasar el ligero vapor a su boca sino perfumado por el agua de benjuí, a través de la cual le hacía pasar su dulce aspiración. La postura, tan natural para una mujer de Oriente, para una francesa habría resultado de una coquetería algún tanto afectada.

    En cuanto a su traje, era el de las mujeres del Epiro, es decir, unos calzones anchos de satén blanco, bordado de flores y que dejaban descubiertos dos pies de niña, que hubiérase creído que eran de mármol de Paros, si no se les hubiera visto mover entre dos pequeñas sandalias de punta retorcida, bordadas de oro y de perlas, una chaqueta con largas rayas azules y blancas, y anchas mangas abiertas con ojales de plata y botones de perlas. En fin, una especie de corpiño entreabierto por delante que dejaba ver el cuello y la mitad de los senos, y que se abrochaba por debajo con tres botones de diamantes. En cuanto a la cintura, desaparecía debajo de uno de esos chales de seda, con anchas franjas de vivos colores que tanto ambicionan nuestras elegantes parisienses.

    Tocábase con un casquete de oro bordado de perlas, torcido a un lado, y debajo de él resaltaba una linda rosa natural sobre unos cabellos de seda tan negros como el azabache. En cuanto a la belleza de este rostro, la griega era una mujer perfecta en su tipo, con sus grandes y hermosos ojos negros, su frente de mármol, su nariz recta, sus labios de coral y sus dientes de perlas. Y sobre este conjunto encantador, la flor de la juventud había esparcido todo su brillo y su perfume.

    Podía tener Haydée diecinueve o veinte años.

    Montecristo llamó a la doncella griega y le dijo que pidiera permiso a Haydée para entrar a verla.

    Por toda respuesta, hizo seña a la criada de que levantase la colgadura que había delante de la puerta.

    El conde entró en la estancia.

    Se incorporó ella sobre un codo, y presentando su mano al conde mientras le dirigía una sonrisa, dijo, en la sonora lengua de las hijas de Atenas:

    -¿Por qué me pides permiso para entrar a verme? ¿No eres mi dueño, no soy lo esclava?

    Montecristo se sonrió.

    -Haydée-dijo-, bien sabéis...

    -¿Por qué no me llamáis de tú como de costumbre? -le interrumpió la joven griega-. ¿He cometido alguna falta? Si es así castígame, pero no me hables de esa manera.

    -Haydée -replicó el conde-, bien sabes que estamos en Francia, y por consiguiente, que eres libre.

    -Libre ¿de qué? -preguntó la joven.

    -Libre de abandonarme.

    -¿Abandonarte...?, ¿y por qué habría de hacerlo?

    -¿Qué sé yo? Vamos a ver el mundo.

    -Yo no quiero ver a nadie.

    -Y si entre los jóvenes apuestos que encuentres hubiese alguno que lo gustase, no sería yo tan injusto...

    -Jamás he visto hombre más apuesto que tú, y no he amado a nadie más que a mi padre y a ti.

    -Pobre Haydée -dijo Montecristo-, es que nunca has hablado más que con lo padre y conmigo.

    -¡Pues bien! ¿Qué necesidad tengo yo de hablar con otros? Mi padre me llamaba su alegría, tú me llamas tu amor, y ambos me llamáis vuestra hija.

    -¿Te acuerdas de lo padre, Haydée?

    La joven se sonrió.

    -Está aquí y aquí -dijo, mientras ponía la mano sobre sus ojos y sobre su corazón.

    -Y yo, ¿dónde estoy? -preguntó sonriéndose Montecristo.

    -Tú--dijo ella-, tú estás en todas partes.

    El conde tomó la mano de Haydée para besarla, pero la joven la retiró y le presentó la frente.

    -Ahora, Haydée -le dijo-, ya sabes que eres libre, que eres aquí la dueña, que eres reina. Puedes conservar lo traje o dejarlo, según lo capricho. Permanecerás aquí o saldrás cuando quieras, siempre estará mi carruaje preparado para ti. Alí y Myrtho lo acompañarán a todas partes y estarán a tus órdenes, pero lo suplico una cosa.

    -Dime.

    -Guarda secreto acerca de lo nacimiento, no digas una palabra de lo pasado. No pronuncies en ninguna ocasión el nombre de lo ilustre padre ni el de lo pobre madre.

    -Ya lo lo he dicho, señor, no veré a nadie.

    -Escucha, Haydée, quizás esta reclusión oriental no será posible en París. Sigue aprendiendo la vida de nuestros países del norte, como has hecho en Roma, en Florencia, en Milán y en Madrid. Esto lo servirá siempre, ya sigas vivendo aquí o ya lo vuelvas a Oriente.

    La joven dirigió al conde sus grandes ojos húmedos y repuso:

    -O nos volvamos a Oriente, quieres decir, ¿no es verdad, señor?

    -Sí, hija mía -dijo Montecristo-. Bien sabes que nunca seré yo quien lo deje. No es el árbol el que abandona a la flor, sino la flor la que abandona al árbol.

    -Nunca lo abandonaré yo, señor -dijo Haydée-, porque estoy segura de que no podría vivir sin ti.

    -¡Pobre niña! Dentro de diez años yo seré viejo, y dentro de diez años tú serás joven aún.

    -Mi padre tenía blanca la barba, esto no impedía que yo le amase. Mi padre tenía sesenta años y me parecía más hermoso que todos los jóvenes que miraba.

    -Pero dime: ¿crees tú que lo podrás acostumbrar a esta vida?

    -¿Te veré?

    -Todos los días.

    -Pues bien: ¿Qué es lo que pides, señor?

    -Temo que lo aburras.

    -No, señor. Por la mañana pensaré que vas a venir a verme, y por la noche me acordaré de que has venido. Por otra parte, cuando estoy sola tengo grandes recuerdos. Vuelvo a ver inmensos cuadros, grandes horizontes con el Pindo y el Olimpo a lo lejos. Además tengo en el corazón tres sentimientos con los cuales no se puede una aburrir: Tristeza, amor y agradecimiento.

    -Eres digna hija del Epiro, Haydée, graciosa y poética, y se conoce que desciendes de esa familia de diosas que ha nacido en lo país. Tranquilízate, hija mía, yo haré de manera que lo juventud no se pierda, porque si me amas como a un padre, yo lo amo como a una hija.

    -Te equivocas, señor; yo no amaba a mi padre como lo amo a ti. Mi amor hacia ti es otro amor. Mi padre ha muerto y yo no he muerto, y si tú murieras yo moriría contigo.

    El conde dio su mano a la joven con una sonrisa de profunda ternura. Haydée imprimió en ella sus labios como de costumbre.

    Y Montecristo, dispuesto así para la entrevista que iba a tener con Morrel y su familia, partió murmurando estos versos de Píndaro:

    «Es la joven una flor, cuyo fruto es el amor...»

    Dichoso el que la obtenga después de haberla visto madurar lentamente.

    Conforme a sus órdenes, el carruaje estaba pronto. Montó en él y, como de costumbre, partió a galope.

    En pocos minutos llegó a la calle Meslay, número 7.

    La casa era blanca, risueña, y precedida de una patio, con dos enormes macetas que contenían hermosísimas flores.

    El conde reconoció a Coclés en el portero que le abrió la puerta. Pero como éste, ya recordará el lector, no tenía más que un ojo, y después de nueve años se había debilitado considerablemente, no reconoció al conde.

    Para detenerse delante de la entrada, los carruajes debían dar una vuelta, a fin de evitar un surtidor de agua cristalina que salía del centro de una gran taza en forma de concha de mármol, la cual había excitado bastantes envidias en el barrio, y era causa de que llamasen a esta casa el pequeño Versalles.

    En esa taza nadaban una multitud de peces encarnados y de diversos colores.

    La casa, elevada sobre un piso de cocinas y de cuevas, tenía además del bajo otros dos. Los jóvenes la habían comprado con sus dependencias, que consistían en un inmenso taller, un jardín y dos pabellones en éste. Manuel había visto, desde la primera ojeada, en esta disposición, una pequeña especulación. Se había reservado la casa, la mitad del jardín, y había trazado una línea, es decir, había construido una tapia entre él y los talleres, que alquiló con los pabellones y la otra mitad del jardín, de suerte que vivía en una casa sumamente agradable por un precio bastante módico.

    El comedor era de encina, el salón de caoba y de terciopelo azul, la alcoba de nogal y de damasco verde. Además, había un gabinete de trabajo para Manuel, que no trabajaba, y un salón de música para Julia, que no estudiaba este bello arte.

    El segundo piso estaba destinado a Maximiliano. Era una repetición exacta de la habitación de su hermana, pero el comedor había sido convertido en una sala de billar donde llevaba a sus amigos.

    El mismo se hallaba limpiando su caballo, y fumando a la entrada del jardín, cuando se detuvo a la puerta el carruaje del conde de Montecristo.

    Coclés abrió la puerta, como hemos dicho, y bajándose Bautista del pescante, preguntó si el señor y la señora Herbault y el señor Maxiniiliano Morrel estaban visibles para el conde de Montecristo.

    -¡Para el conde de Montecristo! -exclamó Morrel arrojando su cigarro y saliendo al encuentro del conde-, ya lo creo, ya lo creo que estamos visibles para él. ¡Ah!, gracias, mil gracias, señor conde, por no haber olvidado vuestra promesa.

    Y el joven oficial estrechó con tanta cordialidad y efusión la mano del conde, que éste no pudo menos de conocer por la franqueza del hijo de Morrel, que era esperado con impaciencia.

    -Venid, venid, quiero serviros de introductor -dijo Maximiliano-; un hombre como vos no debe ser anunciado por un criado. Mi hermana está en su jardín, cortando las flores marchitas. Mi hermano lee sus dos periódicos, La Presse y Les Débats a seis pasos de ella, porque dondequiera que se ve a la señora Herbault, no hay más que mirar a cuatro varas de distancia y veréis al señor Manuel, y recíprocamente, como decimos en la escuela politécnica.

    El rumor de los pasos hizo levantar la cabeza a una joven de veinte a veinticuatro años, vestida con una bata de seda, y que estaba cortando cuidadosamente las rosas marchitas de un soberbio rosal.

    Esta mujer era nuestra antigua conocida Julia, que al poco tiempo, según se lo había predicho el mandatario de la casa de Thomson y French, convirtióse en señora de Herbault.

    Dejó escapar un pequeño grito al ver al extranjero.

    Maximiliano soltó una carcajada.

    -No lo incomodes, hermana -dijo-, el señor conde no hace más que dos o tres días que está en París. Pero sabe lo que es una apasionada a las flores, y si no lo sabe, tú se lo enseñarás.

    -¡Ah, caballero -dijo Julia-, traeros así es una traición de mi hermano, que no usa de ninguna etiqueta... ¡Penelón...! ¡Penelón...!

    Un anciano que regaba un plantío de rosales de Bengala, dejó su regadera en el suelo y se acercó con su gorra en la mano. Algunos mechones canos blanqueaban su cabellera aún espesa, mientras que su tez bronceada y su mirar osado y vivo recordaban al viejo marino tostado al sol del Ecuador y curtido con los vientos de las tempestades.

    -Creo que me habéis llamado, señorita Julia -dijo-, aquí me tenéis.

    Penelón había conservado la costumbre de llamar señorita Julia a la hija de su patrón, y jamás había podido acostumbrarse a lo de señora Herbault.

    -Penelón -dijo Julia-, id a avisar al señor Manuel la visita que tenemos, mientras que Maximiliano conduce a este caballero al salón.

    Volviéndose después hacia Montecristo, dijo:

    -¡Me permitiréis que me retire un instante!

    Y sin esperar el consentimiento del conde, desapareció por una calle de árboles que conducía a la casa.

    -¡Ah!, mi querido Morrel -dijo Montecristo-, observo con dolor que mi visita causa un trastorno en toda la casa.

    -Mirad, mirad -dijo Maximiliano riendo-. ¿Veis allí al marido que también va a mudarse el chaquetón y a ponerse una levita? ¡Oh!, es que os conocen en la calle de Meslay, estabais anunciado.

    -Creo que es una familia dichosa, caballero -dijo el conde, respondiendo a su propio pensamiento.

    -¡Oh!, sí, os lo aseguro, señor conde. ¡Qué queréis! ¡No les falta nada para ser felices! Son jóvenes, alegres, se aman, y con sus veinticinco mil libras de renta, a pesar de haber manejado tan inmensas fortunas, se imaginan poseer las riquezas del Perú.

    -Sin embargo, veinticinco mil libras de renta es poco -dijo Montecristo con una dulzura que conmovió a Maximiliano, como hubiera podido hacerlo la voz de su padre-, pero no pararán ahí nuestros jóvenes, ya llegarán a su vez a ser millonarios. Vuestro cuñado es abogado..., o médico..., o...

    -Era comerciante, señor conde, y tomó a su cargo la casa de nuestro pobre padre. El señor Morrel ha muerto dejando quinientos mil francos de caudal. Yo tenía una mitad y mi hermana otra, porque no éramos más que dos. Su esposo, que se había casado con ella sin tener otro patrimonio que su noble probidad, su inteligencia de primer orden y su reputación intachable, quiso poseer tanto como su mujer, trabajó hasta que hubo reunido doscientos cincuenta mil francos. Seis años le bastaron. Era un tierno espectáculo el de estos dos jóvenes tan laboriosos, tan unidos, destinados por su capacidad a la fortuna más alta, y que, no queriendo cambiar nada de las costumbres de la casa paterna, emplearon seis años en hacer lo que otros comerciantes hubieran hecho en dos o tres. Así, pues, Marsella entera colmó de alabanzas tan laboriosa abnegación. Finalmente, un día Manuel fue a buscar a su mujer, que acababa de pagar las cuentas vencidas.

    »-Julia -le dijo-, aquí está el último cartucho de cien francos que Coclés acaba de entregarme y que completa los doscientos cincuenta mil francos que hemos fijado como límite de nuestras ganancias. ¿Quedarás satisfecha con este poco, con el cual será preciso contentarnos de aquí en adelante? Escucha, la casa efectúa negocios por un millón al año, y puede producir cuarenta mil francos de beneficios. Traspasaremos la clientela, si lo parece, en trescientos mil francos en una hora, porque aquí tengo una carta del señor Delaunay que nos los ofrece en cambio de nuestros fondos, que quiere reunir al suyo. Conque, a ver, ¿qué lo parece que hagamos?

    H-Amigo mío -dijo mi hermana-, la casa de Morrel no puede sostenerse sino por un Morrel. Salvar para siempre de los vaivenes de la suerte el nombre de nuestro padre, ¿no vale trescientos mil francos?

    »-Esta misma era mi opinión -respondió Manuel-,sin embargo, quería saber la tuya.

    »-Pues bien, querido, ahí la tienes. Todas nuestras entradas están hechas. Nuestras letras pagadas, podemos trazar una raya al pie de la cuenta de esta quincena y cerrar la casa. Tracémosla y cerremos el escritorio.

    »Lo cual hicimos inmediatamente. Eran las tres, a las tres y cuarto se presentó un cliente para hacer asegurar el pasaje de los dos buques; era una ganancia líquida de quince mil francos al contado.

    »-Caballero -dijo Manuel-, tened la bondad de dirigiros a nuestro compañero el señor Delaunay. En cuanto a nosotros, ya hemos dejado el negocio.

    »-¿Y desde cuándo? -preguntó el cliente asombrado.

    »-Desde hace un cuarto de hora.

    -Y aquí veis, caballero -continuó diciendo, sonriendo, Maximiliano-,cómo mi hermana y mi cuñado no tienen más que veinticinco mil francos de renta.

    Apenas Maximiliano daba fin a su narración, durante la cual el corazón del conde se había dilatado cada vez más, cuando apareció Manuel con una levita abrochada. Saludó como un hombre que conoce la importancia del personaje a quien hablaba, y después condujo al conde a la casa.

    El salón estaba ya embalsamado por las perfumadas flores contenidas con gran trabajo en un inmenso vaso japonés. Julia, bien vestida y peinada con coquetería, se presentó para recibir al conde.

    Oíase cantar a los pájaros del jardín, y de una pajarera próxima al salón. Las ramas de jazmines y de acacias color de rosa bordaban con sus hojas las colgaduras de terciopelo azul.

    Todo en esta encantadora morada respiraba la mayor tranquilidad y el más completo sosiego, desde los gorjeos de los pájaros hasta la sonrisa de los dueños de la casa.

    Desde que entró el conde se había impregnado ya de esta felicidad. Así, pues, se quedó mudo y pensativo, olvidando que le miraban y que le oían, para proseguir la conversación interrumpida después de los primeros cumplidos.

    Dándose cuenta de este silencio, que ya resultaba poco cortés y saliendo con gran esfuerzo de su ensimismamiento, dijo:

    -Señores, perdonadme una emoción que debe asombraros, habituados a la paz y a la felicidad que aquí encuentro, pero es para mí una cosa tan nueva la satisfacción sobre un rostro humano, que no me canso de miraros a vos y a vuestro marido.

    -Somos muy felices, en efecto, caballero -repuso Julia-, pero hemos sufrido mucho y pocas personas habrán comprado su felicidad tan cara como nosotros.

    La curiosidad se reflejó en las facciones del conde.

    -¡Oh!, es una historia de familia, como os decía el otro día Chateau-Renaud -replicó Maximiliano-; para vos, señor conde, avezado a ver grandes desgracias y grandes alegrías, tendría poco interés este cuadro de familia. Muchos, muchísimos dolores hemos sufrido, como os decía Julia, aunque estén encerrados en este pequeño cuadro.

    -¿Y Dios os ha dado consuelos para vuestros sufrimientos? -inquirió Montecristo.

    Julia respondió:

    -Sí, señor conde, podemos decirlo, porque hizo por nosotros lo que no hace más que para los elegidos. Nos envió uno de sus ángeles.

    Un intenso rubor cubrió las mejillas del conde, que tosió para disimular y se llevó el pañuelo a la boca.

    -Los que han nacido en cuna de púrpura y nunca han deseado nada -dijo Manuel-, no saben lo que es la felicidad de vivir. Lo mismo que no pueden conocer el precio de un cielo puro los que no han entregado nunca su vida a merced de cuatro tablas arrojadas a un mar enfurecido.

    Montecristo se levantó, y sin responder una sola palabra, porque sólo en el temblor se hubiera conocido la emoción de que estaba agitado, se puso a recorrer el salón a largos pasos.

    -Nuestra magnificencia os hace sonreír, señor conde -dijo Maximiliano, que le observaba atentamente.

    -No, no -respondió Montecristo, muy pálido, y conteniendo con una mano los latidos de su corazón, en tanto con la otra mostraba al joven un fanal, bajo el que reposaba un bolsillo de seda sobre una almohadilla de terciopelo negro-. Estaba pensando qué significa este bolsillo, que en un lado contiene un papel, me parece, y en el otro un hermoso diamante.

    Maximiliano adoptó un aire grave y respondió:

    -Este bolsillo, señor conde, es el tesoro más preciado de nuestra familia.

    -En efecto, este diamante es bastante hermoso -repuso el conde de Montecristo.

    -¡Oh!, mi hermano no os habla del valor de la piedra, aunque está valorada en cien mil francos, señor conde. Quiere solamente deciros que los objetos que encierra ese bolsillo son las reliquias del ángel de quien hablábamos hace poco.

    -No entiendo lo que decís, y sin embargo no debo preguntároslo, señora -replicó el conde de Montecristo inclinándose-; perdonadme, no he querido ser indiscreto.

    -¿Indiscreto, decís? ¡Oh!, al contrario, nos hacéis felices con ofrecernos una ocasión de hablar de este asunto. Si ocultásemos como un secreto la acción más hermosa que recuerda ese bolsillo, no lo expondríamos de tal modo a la vista de todos.

    -¡Oh!, quisiéramos poderla publicar en todo el universo para que un estremecimiento de nuestro bienhechor desconocido nos revelase su presencia.

    -¡Ah! Ahora voy comprendiendo -dijo Montecristo con voz ahogada.

    -Caballero -dijo Maximiliano levantando el fanal y besando religiosamente el bolsillo de seda-, esto ha tocado la mano de un hombre por el cual fue salvado mi padre de la muerte, nosotros de la ruina y nuestro nombre de la ignominia, de un hombre, gracias al cual, nosotros, pobres muchachos entregados a la miseria o a las lágrimas, podemos oír hoy a la gente extasiarse en nuestra felicidad. Esta carta -y sacando Maximiliano un billete del bolsillo lo presentó al conde-, esta carta fue escrita por él un día en que mi padre había tomado una resolución desesperada, y este diamante fue regalado para su dote a mi hermana por el generoso desconocido.

    Montecristo abrió la carta y la leyó con una inefable expresión de felicidad. Era el billete que nuestros lectores conocen, dirigido a Julia y firmado «Simbad el Marino> .

    -¿Desconocido, decís? ¿Conque el hombre que os ha hecho ese servicio ha permanecido ignorado?

    -Sí, señor. Nunca hemos tenido la dicha de estrechar su mano. No será por no haber pedido a Dios este favor -añadió Maximiliano-, pero ha habido en toda esta aventura un misterio que aún no hemos podido penetrar, todo ha sido conducido por una mano invisible, poderosa como la de un mago prodigioso.

    -¡Oh! -dijo Julia-, aún no he perdido toda esperanza de besar un día aquélla, como beso el bolsillo que ha tocado. Hace cuatro años Penelón estaba en Trieste. Penelón, señor conde, es ese valiente marino a quién habéis visto con una regadera en la mano y que de contramaestre se ha hecho jardinero. Estando, pues, Penelón en Trieste, vio en el muelle un inglés que iba a embarcarse en un yate y reconoció al que fue a casa de mi padre el 5 de julio de 1829 y que me escribió el billete el 5 de septiembre. Era el mismo, según él aseguró, pero no se atrevió a dirigirle la palabra.

    -¡Un inglés! -exclamó Montecristo, cuya inquietud aumentaba a cada mirada de Julia-, ¿un inglés, decís?

    -Sí -replicó Maximiliano-, un inglés que se presentó en nuestra casa como comisionado de la casa Thomson y French, de Roma. He aquí por qué cuando dijisteis el otro día en casa de Morcef que los señores Thomson y French eran vuestros banqueros, me estremecí involuntariamente. Caballero, esto sucedió como os hemos dicho, en 1829. ¿Habéis conocido a ese inglés?

    -Pero ¿no habéis dicho también que la casa Thomson y French había negado siempre que os hubiese prestado ese servicio?

    -Sí.

    -Entonces, ese inglés, ¿no sería un hombre que, reconocido a vuestro padre por alguna buena acción que él mismo habría olvidado, pudiera haber tomado ese pretexto para recompensársela?

    -Todo es posible, caballero, en semejante circunstancia, hasta un milagro.

    Montecristo preguntó:

    -¿Cuál era su nombre?

    -Nunca ha dejado otro -respondió Julia, mirando al conde con profunda atención- que el del billete: Simbad el Marino.

    -Que no sería su nombre verdadero.

    -Es probable -dijo Julia, sin dejar de mirarle.

    El conde iba a proseguir, pero al ver que Julia le examinaba con tanta atención, como queriendo reconocer el sonido de su voz, se detuvo para reponerse algún tanto de su emoción, y continuó alterado.

    -Veamos, ¿no es un hombre de mi estatura casi, tal vez un poco más delgado, enterrado en una inmensa corbata, con una levita abrochada hasta el cuello y siempre con el lápiz en la mano?

    -¡Oh!, ¿pero le conocéis? -exclamó Julia con los ojos brillantes de alegría.

    -No -dijo Montecristo-, lo supongo solamente. He conocido sólo a un tal... lord Wilmore, de una generosidad admirable.

    -¿Sin darse a conocer?

    -Era un hombre extraño, y no creía en el agradecimiento.

    -¡Oh! ¡Dios mío! -exclamó Julia con un acento sublime y cruzando las manos-, pues ¿en qué creía ese desgraciado?

    -Por lo menos, así le sucedía en la época en que yo le conocí -dijo Montecristo, a quien esta voz que partía del fondo del alma le había estremecido hasta la última fibra-, pero después de este tiempo, tal vez habrá tenido alguna prueba de que la gratitud existe.

    -¿Y vos conocéis a ese hombre, caballero? -preguntó Manuel.

    -¡Oh!, si le conocéis, caballero -exclamó Julia-, decid, decid, ¿podéis llevarnos a su lado, mostrárnoslo, enseñarnos dónde está? ¡Oh!, Maximiliano, ¡oh!, Manuel, si le encontrásemos le haríamos creer en el agradecimiento.

    Montecristo sintió asomarse dos lágrimas a sus ojos, y de nuevo empezó a pasear por el salón.

    -¡En nombre del cielo, caballero -dijo Maximíliano-, si sabéis alguna cosa de ese hombre, decídnoslo!

    -¡Ay! -dijo el conde conteniendo la emoción de su voz-, si vuestro bienhechor es lord Wilmore, temo que no le encontremos nunca. Me separé de él en Palermo, y partía para los países más fabulosos, conque mucho dudo que vuelva.

    -¡Ah!, caballero, ¡sois cruel! -exclamó Julia con espanto.

    Y a la joven se le saltaron las lágrimas.

    -Señora -dijo gravemente Montecristo devorando con los ojos las dos perlas líquidas que rodaban por las mejillas de Julia-, si lord Wilmore hubiese visto lo que yo acabo de ver aquí, amaría aún la vida, porque las lágrimas que derramáis le reconciliarían con la humanidad.

    Y presentó la mano a Julia, que le dio la suya, dejándose arrastrar de la mirada y del acento del conde.

    -Pero ese lord Wilmore -dijo- tenía país, familia, parientes, en fin, era conocido, ¿no podríamos...?

    -¡Oh!, no insistáis -dijo el conde-, no procuréis interpretar esas palabras que se me han escapado. No, lord Wilmore no es probablemente el hombre que buscáis, era mi amigo, yo sabía todos sus secretos, y me hubiera contado ése.

    -¿Y no os ha dicho nada? -preguntó Julia.

    -Nada, en absoluto.

    -¿Ni una palabra que os hiciera suponer...?

    -Ni una sola palabra.

    -Sin embargo, hace poco le nombrasteis.

    -¡Ah!, no era más que una suposición.

    -Hermana, hermana -dijo Maximiliano, saliendo en ayuda del conde-, el señor tiene razón. Acuérdate de lo que tantas veces nos ha dicho nuestro padre, no es un inglés el que nos ha hecho tan felices.

    -Vuestro padre os decía..., ¿qué os decía, señor Morrel? -repuso vivamente.

    -Mi padre, caballero, veía en esa acción un milagro. Mi padre creía en un bienhechor que había salido de su tumba para favorecernos. ¡Oh! ¡Qué tierna superstición!, caballero, y aunque yo no la creía, estaba muy lejos de querer destruir esta creencia en su noble corazón. Así pues, ¡cuantas veces pensaba en ello, pronunciaba en voz baja un nombre que le era muy querido, un nombre de un amigo perdido! Y cuando se vio próximo a morir, cuando la inminencia de la eternidad hubo dado a su imaginación una cosa parecida a la iluminación de la tumba, este pensamiento, que hasta entonces había sido una duda, se trocó en convicción, y las últimas palabras que pronunció al morir fueron éstas:

    «-¡Maximiliano: era Edmundo Dantés...! »

    La palidez del conde, que hacía algunos segundos iba aumentando, fue espantosa cuando oyó estas palabras. Toda su sangre se agolpó a su corazón, no podía hablar, sacó su reloj como si hubiera olvidado la hora, tomó su sombrero, hizo a la señora Herbault una cortesía brusca y embarazada, y estrechando las manos de Manuel y Maximiliano, dijo:

    -Señora, concededme el honor y el placer de que venga algunas veces a visitaros. Aprecio mucho vuestra casa, y os estoy sumamente reconocido por vuestro recibimiento, porque es la primera vez que en muchos años me he olvidado de mí mismo.

    Y salió apresuradamente.

    -Este conde de Montecristo es un hombre singular -dijo Manuel.

    -Sí -respondió Maximiliano-, pero yo creo que tiene un corazón excelente, y estoy seguro de que nos ama.

    -Y a mí -dijo Julia- me ha llegado su voz al corazón, y dos o tres veces se me ha figurado que no era la primera vez que le veía.
     
  13. mai^a

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    Visita agradable

    Jueves, 12


    Hoy ha sido uno de los jueves más gratos del año para mí.
    A las dos en punto han llegado a casa Derossi y Coretti, en
    compañía de Nelli, el jorobadito. A Precossi no le ha dejado
    venir su padre.

    Derossi y Coretti apenas podían contener la risa contándome
    que por la calle habían visto a Crossi, el hijo de la verdulera
    -el del brazo inmóvil y pelirrojo- que llevaba a vender una col
    fenomenal, la mar de contento porque con lo que le dieran
    pensaba comprarse una pluma y alguna otra cosita, y, además,
    porque habían recibido carta de su padre, que se encuentra
    en América, diciéndoles que le esperasen de un día para otro.

    ¡Qué dos horas más felices hemos pasado juntos! Derossi y
    Coretti son los dos más alegres de la clase; mi padre estaba
    contento al verles en mi compañía. Coretti llevaba su
    inseparable jersey marrón oscuro y su gorra de piel. Es un
    diablillo que siempre quisiera estar haciendo algo. Por la mañana,
    temprano, ya se había cargado en las espaldas media carretada
    de leña; sin embargo, no paró un instante, recorriendo toda la
    casa, observándolo todo y sin parar de hablar, con la listeza y
    viveza de una ardilla. Al pasar por la cocina preguntó a la cocinera
    cuánto le costaban diez kilos de leña, cosa que su padre vendía
    por cuarenta y cinco céntimos.

    Siempre está hablando de su padre, de cuando sirvió en el
    regimiento cuarenta y nueve y tomó parte en la batalla de
    Custoza,a las órdenes del príncipe Humberto. Es un chico de
    modales más finos de lo que cabría esperar de él. Aunque ha nacido
    y se ha criado entre los leños, según mi padre, tiene distinción en la
    sangre.

    Derossi nos ha divertido mucho; sabe la Geografía como un maestro.
    Cerrando los ojos decía: «Estoy viendo toda Italia, los Apeninos,
    que recorren la Península hasta el mar Jónico, los ríos que van de un
    lado para otro, fertilizando la tierra por donde pasan; las blancas
    ciudades, los golfos, los azules lagos, las verdes islas», y, al mismo
    tiempo, iba diciendo los correspondientes nombres, por su orden y con
    gran rapidez, como si hubiese estado leyéndolos en el mapa.
    Estábamos admirados de oírle y verle tan gallardo, con sus rubios rizos,
    los ojos cerrados, vestido de azul, con botones dorados, tan esbelto y
    bien proporcionado como una estatua...

    En una hora se había aprendido de memoria casi tres páginas que deberá
    recitar pasado mañana en los funerales de Víctor Manuel. Nelli también le
    miraba con admiración y cariño, sonriéndose con sus ojos claros y
    melancólicos.
    Me ha gustado mucho la visita, que me ha dejado gratas impresiones,
    como chispazos, en la mente y en el corazón. También me ha satisfecho
    ver al pobrecito Nelli entre los otros dos, altos y robustos, cuando se han
    ido, haciéndole reír como hasta ahora nunca lo había hecho.
    Al volver a entrar en nuestro comedor, me he dado cuenta de que no se
    hallaba en el sitio acostumbrado el cuadro que representa a Rigoletto, el
    bufón jorobado. Lo había quitado mi padre para evitar que lo viese Nelli.
     
  14. mai^a

    mai^a My Garden

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    Re: ... de poetas, cuentos y leyendas

    Jueves, 12


    ...
    habían visto a Crossi, el hijo de la verdulera
    -el del brazo inmóvil y pelirrojo- que llevaba a vender una col
    fenomenal, la mar de contento porque con lo que le dieran
    pensaba comprarse una pluma y alguna otra cosita, y, además,
    porque habían recibido carta de su padre, que se encuentra
    en América, diciéndoles que le esperasen de un día para otro...



    Estas pequeñas cosas que uno lee, "la col" teniendo en
    cuenta que el cuento es de 1884
    , como tantas otras cosas
    que se mencionan en cuentos costumbristas, nos dibuja
    de que manera vivián, que comían y cuantas cosas más
    uno puede sacar de una lectura de época ...
     
  15. clause

    clause Claudia

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    Re: ... de poetas, cuentos y leyendas

    Y si , eso es lo lindo ,a mi me encanta la literatura de época,porque los sentimientos ,ayer y hoy son los mismos ..pero esa pintura del tiempo en el que se desarrolla el relato, me apasiona!:happy: