Poemas, cuentos y leyendas

Tema en 'Temas de interés (no de plantas)' comenzado por mai^a, 27/2/08.

  1. clause

    clause Claudia

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    Re: ... de poetas, cuentos y leyendas

    Alejandro Dumas (Padre)
    El Conde de Montecristo

    Capítulo segundo

    La fractura
    Continuacion
    -¿Qué diréis?

    -Diré que seguramente os dio el plano de esta casa con la esperanza de que el conde os mataría. Que previno al conde por medio de una carta, que hallándose ausente la recibí yo, y que he velado esperándoos.

    -Y le guillotinarán, ¿no es verdad? -dijo Caderousse-, le guillotinarán, ¿me lo prometéis? Muero con esa esperanza, y ella me ayuda a morir.

    -Diré -continuó el conde- que llegó detrás de vos, que os esperó, y que cuando os vio salir corrió a la esquina del muro, desde el sitio en que se había ocultado.

    -¿Habéis visto todo eso?

    -Recordad mis palabras: «Si entras en tu casa sano y salvo, creeré que Dios te ha perdonado, y te perdonaré.»

    -¡Y no me habéis advertido! -exclamó Caderousse procurando incorporarse sobre el codo-. ¿Sabíais que iban a asesinarme al salir de aquí y no me habéis advertido?

    -No; porque en la mano de Benedetto veía el brazo de Dios, y hubiera creído cometer un sacrilegio oponiéndome a las intenciones de la Providencia.

    -La justicia de Dios..., no me habléis de ella, señor abate. Si existiese la justicia de Dios, muchos hay que merecen ser castigados, y no lo son.

    -¡Paciencia! -dijo el abate con un tono que hizo estremecer al herido-, ¡paciencia!

    Caderousse le miró espantado.

    -Además, Dios es misericordioso para con todos -dijo el abate-, como lo ha sido contigo. Es padre antes de ser juez.

    -¡Ah! -dijo Caderousse-. ¿Creéis en Dios?

    -Si hubiese tenido la desgracia de no creer en El hasta el presente -dijo Montecristo-, creería ahora, al verte a ti.

    Caderousse levantó los puños cerrados, amenazando al Cielo.

    -Escucha -dijo el abate, extendiendo la mano sobre el herido como para comunicarle su fe-. He aquí lo que ha hecho por ti ese Dios que rehúsas reconocer en tus últimos momentos. Te había dado salud, fuerzas y ocupación, amigos, y en fin, la vida se lo presentaba tal cual puede desearla el hombre cuya conciencia está tranquila. En lugar de aprovechar estos dones que el Señor rara vez concede con toda su plenitud, he aquí lo que has hecho. Te has entregado a la pereza, a la borrachera y has vendido a uno de tus mejores amigos.

    -¡Auxilio! -gritó Caderousse-. No necesito un sacerdote, sino un cirujano. Puede que no esté herido de muerte, que no vaya a morir aún, y pueda salvarme.

    -Tus heridas son mortales y de tal naturaleza, que sin las tres gotas de licor que lo he dado hace un momento ya habrías expirado. Escucha, pues.

    -¡Ah! -murmuró Caderousse-, pues sois buen sacerdote; desesperáis a los moribundos en vez de consolarlos.

    -Óyeme bien -continuó el abate-. Cuando vendiste a tu amigo, empezó Dios, no por castigarte, sino por advertirte. Caíste en la miseria y tuviste hambre, pasaste la mitad de tu vida codiciando lo que hubieras podido adquirir, y ya pensabas en el crimen, dándote a ti mismo la disculpa de la necesidad, cuando Dios obró un milagro, cuando Dios te envió por mi mano, cuando más miserable estabas, una fortuna inmensa para ti, que nada habías poseído. Pero esta fortuna inesperada e inaudita te parece insuficiente desde el momento en que empiezas a poseerla. Quieres doblarla. ¿Y por qué medio? Por el del asesinato. La doblas, pero Dios te la arranca, conduciéndote ante la justicia humana.

    -No soy yo -dijo Caderousse- quien quiso asesinar al judío, fue la Carconte.

    -Sí -dijo Montecristo-; Dios, siempre misericordioso, permitió que los jueces se apiadasen de ti y no te quitasen la vida.

    -Para enviarme a presidio por toda la vida. ¡Vaya una gracia...!

    -¡Por tal la tuviste, miserable! Tu corazón cobarde, que temblaba ante la muerte, saltó de alegría cuando supiste que estabas condenado a perpetua afrenta, porque dijiste, como todos los presidiarios: El presidio tiene puertas, pero la tumba no. Y tenías razón, porque las puertas del presidio se abrieron para ti de un modo inesperado. Un inglés llega a Tolón, había hecho voto de librar a dos hombres de la ignominia. Tú y tu compañero fuisteis los elegidos. Otra fortuna cae como llovida del cielo para ti. Encuentras dinero y tranquilidad al mismo tiempo. Puedes empezar a vivir otra vez como los demás hombres, cuando estabas condenado a arrastrar la penosa existencia de los presidiarios. Pero por tercera vez, miserable, te pones a tentar a Dios. No tengo bastante -dijiste-, cuando nunca habías poseído tanto, y cometes otro crimen sin motivo, y que no tiene disculpa. Dios se ha cansado. Dios te ha castigado.

    Caderousse se iba debilitando por momentos.

    -¡Quiero beber! -dijo-, tengo sed..., me abraso.

    Montecristo le dio un vaso de agua.

    -¡Infame Benedetto! -dijo Caderousse devolviendo el vaso-. ¿Y él escapará?

    -Nadie escapará, Caderousse. Yo te lo prometo. También Benedetto será castigado.

    -Entonces -dijo Caderousse- también vos seréis castigado. Porque no habéis cumplido con los deberes que vuestro ministerio os impone..., debíais haber impedido que Benedetto me asesinase.

    -¡Yo! -dijo el conde con una sonrisa que heló de espanto al moribundo-. ¿Cómo querías que impidiese que Benedetto te matara, cuando acababas de romper tu puñal contra la cota de malla que resguardaba mi pecho? Quizá lo hubiera evitado si te hubiese encontrado humilde y arrepentido. Pero te encontré orgulloso y sanguinario, y dejé que se cumpliese la voluntad de Dios.

    -¡No creo en Dios! -aulló Caderousse-, y tú tampoco crees en Él... ¡Mientes, mientes!

    -Calla -dijo el abate-, porque obligas a salir de tu cuerpo las últimas gotas de sangre que te quedan. ¡Ah!, no crees en Dios, y mueres herido por Dios. ¡Ah!, no crees en Dios, y Dios, que sólo exige una súplica, una palabra, una lágrima para perdonar... Dios, que podía dirigir el puñal del asesino de modo que expirases en el acto..., te concedió un cuarto de hora para arrepentirte... ¡Vuelve en ti, desventurado, y arrepiéntete!

    -No -dijo Caderousse-, no me arrepiento; no hay Dios, no hay Providencia, no hay más que casualidad.

    -Hay una Providencia, hay un Dios -dijo Montecristo-, y la prueba la tienes en que estás tú ahí, tirado, desesperado y renegando de Dios, cuando me ves a mí rico, feliz, sano y salvo, y rogando a ese mismo Dios en quien tú tratas de no creer, y en quien, no obstante, crees en el fondo de tu corazón.

    -Pues entonces, ¿quién sois vos? -preguntó Caderousse clavando sus moribundos ojos en el conde.

    -¡Mírame bien! -dijo Montecristo cogiendo la bujía y acercándosela a la cara.

    -El abate..., el abate Busoni...

    Montecristo se quitó la peluca que le desfiguraba y dejó caer los hermosos cabellos que enmarcaban su pálido rostro.

    -¡Oh! -exclamó Caderousse aterrado-, si no fuese por esos cabellos negros, diría que sois el inglés, diría que sois lord Wilmore.

    -No soy ni el abate Busoni, ni lord Wilmore -dijo Montecristo-. Mírame con mayor atención, mira más lejos, mira en tus primeros recuerdos.

    Tenían estas palabras del conde tal majestuosa entonación, que por última vez reanimaron los apagados sentidos de Caderoussè.

    -¡Oh!, en efecto -dijo-, me parece que os he visto, que os he conocido en otro tiempo.

    -Sí, Caderousse, sí; me has visto. Sí; me has conocido.

    -Entonces, ¿quién sois?, y si me habéis visto, si me habéis conocido, ¿por qué me dejáis morir?

    -Porque nada puede salvarte, Caderousse. Porque tus heridas son mortales. Si hubiera sido posible salvarte, yo habría visto en ello otra misericordia del Señor, y por la tumba de mi padre lo juro que hubiera tratado de volverte a la vida y al arrepentimiento.

    -¡Por la tumba de tu padre! -dijo Caderousse reanimado sobrenaturalmente a incorporándose para ver más de cerca al que acababa de proferir ese juramento sagrado para todos los hombres-. ¡Ah! ¿Y quién eres? ¿Quién eres?

    -Soy... -le dijo al oído-,soy...

    Y sus labios, apenas entreabiertos, emitieron una palabra pronunciada tan quedo, que parecía que el mismo conde temía oírla.

    Caderousse, que se había incorporado, extendió los brazos, hizo un esfuerzo para retroceder, y luego juntando las manos y levantándose, haciendo un esfuerzo supremo, dijo:

    -¡Oh! ¡Dios mío! ¡Dios mío!, perdonadme si existís, y sois el padre de los hombres en el cielo y su juez en la tierra. ¡Dios mío, Señor, por largo tiempo os he conocido! ¡Perdonadme, Señor! ¡Recibid mi alma!

    Y cerrando los ojos, Caderousse cayó de espaldas, exhalando el último suspiro.

    La sangre se heló en la abertura de sus heridas. Había muerto.

    -¡Uno! -dijo misteriosamente el conde, con los ojos clavados en el cadáver, ya desfigurado por una muerte tan horrible.

    Diez minutos después llegaron el médico y el procurador del rey, conducidos, uno por el conserje y el otro por Alí. Fueron recibidos por el abate Busoni, que estaba orando al lado del muerto.

    Durante quince días, el tema predilecto de las conversaciones de París, fue la tentativa de robo tan audaz hecha en casa del conde; el moribundo había firmado una declaración en la que señalaba a Benedetto como su asesino. La policía se encargó de la persecución del matador y lanzó contra él todos sus agentes.

    El cuchillo de Caderousse, la linterna sorda, el manojo de ganzúas y los vestidos, menos el chaleco, que no pudo hallarse, fueron depositados en la comisaría. El cadáver se transportó a la Morgue.

    El conde decía a todos que esta aventura había sucedido mientras él estaba en su casa de campo de Auteuil, y que solamente sabía lo que le había contado el abate Busoni, que aquella noche, por una feliz coyuntura, le había pedido permiso para pasarla en su biblioteca, buscando varios libros raros que tenía en ella. Bertuccio palidecía cada vez que se nombraba en su presencia a Benedetto, pero nadie tenía motivo para sospechar de su palidez.

    Villefort, llamado para verificar la existencia del crimen, habíase encargado del asunto y proseguía la instrucción con la celeridad y el empeño que tenía en todas las causas criminales. Más de tres semanas habían transcurrido sin que las diligencias más activas produjesen resultados y empezaba ya a olvidarse la tentativa de robo y el asesinato del ladrón por su cómplice, para ocuparse del próximo enlace de la señorita Danglars con el conde Cavalcanti. El joven era ya recibido en casa del banquero como su futuro yerno.

    Se había escrito al señor Cavalcanti padre, que contestó aprobando este matrimonio, y diciendo sentía infinito que su servicio le impidiese ausentarse de Parma, por lo que se vería precisado a privarse del placer de asistir al acto de su celebración. Al mismo tiempo declaraba estar pronto a entregar el capital de los ciento cincuenta mil francos de renta.

    Se había convenido ya en que los tres millones se colocasen en casa del señor Danglars, el cual los haría producir. Varias personas procuraron infundir sospechas en el joven, sobre la sólida posición de su futuro suegro que había sufrido en la bolsa pérdidas de consideración, pero con un desinterés y confianza sublimes, desdeñó los avisos, teniendo la delicadeza de no decir una palabra sobre ellos al señor Danglars. Así es que el barón adoraba al conde Cavalcanti.

    No le sucedía lo mismo a la señorita Eugenia Danglars. Su aborrecimiento instintivo al matrimonio le hizo acoger a Andrés como un medio para alejar a Morcef, y ahora que Andrés se formalizaba, sentía hacia él una visible repugnancia. Quizás el barón se dio cuenta de ello, pero no pudiendo atribuirlo más que a un capricho, hizo como si no lo conociese.

    Con todo, el retraso pedido por Beauchamp, había tocado casi a su término. Morcef, por su parte, podía apreciar lo que valían los consejos de Montecristo. Cuando éste le dijo que dejase que las cosas marcharan por sí mismas, nadie había sospechado todavía del general, nadie había reconocido en el oficial que entregó el castillo de Janina, al noble conde que se sentaba en la Cámara de los Pares.

    Alberto no por esto se creía menos insultado, porque la intención de la ofensa existía ciertamente en las pocas líneas que le habían herido. Además, el modo con que Beauchamp había puesto fin a su entrevista, había dejado un recuerdo muy amargo en su corazón. Acariciaba, pues, con toda su voluntad, la idea de un duelo, del que pensaba, si Beauchamp consentía, ocultar la causa aun a sus testigos.

    No se había vuelto a ver a Beauchamp desde el día de la visita que le hizo Alberto, y a cuantos preguntaban por él se les respondía que estaba ausente por unos días. ¿Dónde había ido? Nadie lo sabía.

    Una mañana, Alberto vio entrar a su ayuda de cámara, que le anunció a Beauchamp. Estaba aún medio dormido, se frotó los ojos, dio orden para que introdujesen a Beauchamp en el salón del piso bajo, rogándole esperase un momento. Vistióse de prisa y bajó.

    Le halló paseando de un lado a otro del salón, pero al ver a Alberto se detuvo.

    -El paso que dais presentándoos en mi casa, sin esperar a que hubiese ido a la vuestra, como me proponía hacerlo hoy, me parece de buen agüero -dijo Alberto-. Veamos, decidme pronto, ¿debo alargaros la mano diciéndoos: Beauchamp, confesad vuestra falta y seamos amigos? ¿O debo preguntaros cuáles son las armas que habéis escogido?

    -Alberto -respondió éste con una tristeza que llenó de asombro al joven-, sentémonos y hablemos.

    -Creo, caballero, que antes de sentaros debéis responderme.

    -Alberto -dijo el periodista-, hay circunstancias en que la dificultad consiste cabalmente en la respuesta.

    -Yo os haré que sea fácil, repitiéndoos la pregunta: ¿Queréis retractaros? Sí o no.

    -Morcef, no puede uno contentarse con responder sí o no a las preguntas que interesan al honor, la posición social y la vida de un hombre como el señor teniente general conde de Morcef, par de Francia.

    -¿Qué es entonces lo que se dice?

    -Lo que yo voy a decir, Alberto, se dice: el dinero, el tiempo y la fatiga son nada, cuando se trata de la reputación a intereses de una familia. Se dice: es necesario más que probabilidades, es menester certezas, para aceptar un duelo a muerte con un amigo. Se dice: si cruzo la espada, o disparo una pistola sobre un hombre a quien durante tres años he apretado la mano como a un amigo, es necesario al menos que sepa por qué lo hago, para poder llegar sobre el terreno con el corazón en reposo, y la tranquilidad de conciencia de que el hombre necesita cuando su brazo debe salvar su vida.

    -¡Y bien! ¡Y bien! ¿A qué viene todo eso?

    -Eso quiere decir que acabo de llegar de Janina.

    -¿De Janina, vos?

    -Sí, yo.

    -Imposible.

    -Mi querido Alberto, aquí tenéis mi pasaporte, ved los refrendos, Génova, Milán, Venecia, Trieste, Delvino, Janina: ¿Creeréis a la policía de una república, un reino y un imperio?

    Alberto bajó los ojos sobre el pasaporte y los levantó sorprendido sobre Beauchamp.

    -¿Habéis estado en Janina? -dijo.

    -Alberto, si hubieseis sido un extranjero, un desconocido, un simple lord como aquel inglés que vino a exigirme una satisfacción hace tres o cuatro meses, y a quien maté para desembarazarme de él, no me hubiese tomado, como conocéis, tanto trabajo, pero he creído que os debía esta consideración. He empleado ocho días en ir, ocho en volver, cuatro de cuarentena y cuarenta y ocho horas que he permanecido en Janina. Llegué anoche y aquí me tenéis ahora.

    -¡Dios mío! ¡Dios mío!, cuántos circunloquios, Beauchamp, y cuánto tardáis en decirme lo que espero de vos.

    -Es que, en verdad, Alberto...

    -Diría que titubeáis.

    -Sí, tengo miedo.

    -¿Teméis confesar que vuestro corresponsal os engañó? ¡Oh!, dejad el amor propio, Beauchamp, confesadlo, nadie puede dudar de vuestro valor.

    -¡Oh!, no es eso-dijo el periodista-, al contrario...

    Alberto palideció horriblemente, procuró hablar, pero la palabra expiró en sus labios.

    -Amigo mío -dijo Beauchamp con el tono más afectuoso-, creed que me consideraría dichoso al presentaros mis excusas, y que lo haría de todo corazón, pero desgraciadamente...

    -¿Pero qué?

    -La nota tenía razón, amigo mío.

    -¡Cómo! ¿Ese oficial francés...?

    -Sí.

    -Ese Fernando...

    -Sí.

    -El traidor que entregó las fortalezas del hombre a quien servía...

    -Perdonadme sí os digo lo mismo que vos decís: ¡Ese hombre... es vuestro padre!

    Furioso, hizo Alberto un movimiento para lanzarse contra Beauchamp, pero éste le contuvo, más con su dulce sonrisa, que con el brazo que extendió hacia él.

    -Tomad, amigo mío -dijo-, ved ahí la prueba.

    Y le entregó un papel que había sacado de su bolsillo.

    Alberto lo abrió. Era una declaración de cuatro habitantes de los más notables de Janina, asegurando que el coronel Fernando Mondego, coronel instructor al servicio del visir Alí-Tebelín, había entregado el castillo de Janina por la cantidad de dos mil bolsas. Las firmas estaban legalizadas por el cónsul.

    Alberto cayó aterrado sobre un sillón. Esta vez no le cabía la menor duda, su apellido se hallaba escrito con todas sus letras. Así es que después de un momento de doloroso silencio, su corazón se oprimió, las venas de su cuello se hincharon extraordinariamente, y un torrente de lágrimas brotó de sus ojos.

    Beauchamp, que había mirado con profunda compasión al joven, se acercó a él y cediendo al dolor, le dijo:

    -Alberto, me comprendéis ahora, ¿no es verdad? He querido verlo todo y juzgar por mí mismo, esperando que la explicación sería favorable a vuestro padre, y que yo podría hacerle justicia. Pero, por el contrario, todos los que me han informado aseguran que ese oficial instructor, ese Fernando Mondego, elevado por Alí-Bajá al título de general gobernador, es el mismo que hoy se llama el conde Fernando de Morcef. Entonces he corrido a vos, recordando que hace tres años me dispensasteis el honor de llamarme vuestro amigo.

    Alberto, hundido en un sillón, ocultaba sus ojos con las manos, como si quisiese impedir que penetrase hasta ellos la claridad del día.

    -He corrido a vos -continuó Beauchamp- para deciros: Alberto, las faltas de nuestros padres en estos tiempos de acción y de reacción, no pueden llegar hasta sus hijos; pocos han atravesado la revolución, en medio de la cual hemos nacido, sin que su uniforme de soldado o su toga de juez hayan sido manchados de lodo o sangre. Alberto, ahora que tengo todas las pruebas, ahora que soy dueño de vuestro secreto, nadie en el mundo puede obligarme a un combate que estoy seguro que vuestra conciencia os echaría en cara como un crimen, pero lo que podéis exigir de mí, vengo a ofrecéroslo. ¿Queréis que desaparezcan estas pruebas, estas revelaciones, estas declaraciones que yo sólo poseo? ¿Este espantoso secreto, queréis que permanezca oculto entre los dos? Confiad en mi palabra de honor. Nunca saldrá de mis labios. Decid, Alberto, ¿lo queréis? Decid, ¿lo queréis, amigo mío?

    -¡Ah! ¡Noble corazón! -exclamó Alberto, dando un abrazo a Beauchamp.

    -Tomad -dijo Beauchamp presentando los papeles a Alberto

    -Vamos -dijo Beauchamp, cogiéndole ambas manos-. Ánimo, amigo mío.

    -¿Pero de dónde salió era primera nota inserta en vuestro periódico? -dijo Alberto-. Hay en todo esto un odio secreto, un enemigo invisible.

    -Y bien -dijo Beauchamp-, razón de más. Alberto, que desaparezcan de vuestro rostro todas las señales de conmoción. Llevad este dolor dentro de vos, como la nube lleva en su seno la desolación y la muerte. Secreto fatal que sólo se conoce cuando se desencadena la tempestad. Reservad vuestras fuerzas, amigo mío, para aquel momento, si llegase.

    -¿Pero creéis que no hemos concluido aún? -dijo Alberto.

    -Yo nada creo, amigo mío, pero al fin todo es posible. Este los recibió con mano convulsiva, los apretó, los iba a romper, pero temiendo que el viento se llevase la más pequeña partícula, y ésta viniese un día a darle en la frente, se fue a la bujía que ardía y quemó hasta el último fragmento.

    -¿Qué? -preguntó Alberto, viendo que Beauchamp titubeaba.

    -¡Querido amigo! ¡Excelente amigo! -exclamaba Alberto, -¿Pensáis todavía casaros con la señorita de Danglars?

    -¿Por qué me hacéis esta pregunta en este momento, Beauchamp?

    -Porque creo que la consumación de este matrimonio tiene relación con el objeto que nos ocupa en este instante.

    No -dijo Alberto-, mi matrimonio se ha deshecho.

    -Y bien -dijo Beauchamp-, ¿qué más hay aún?

    -Hay -respondió Alberto- una cosa que ha destrozado mí corazón. Escuchadme, Beauchamp, no se separa uno así, en un momento, de aquella confianza, de aquel orgullo que inspira a un hijo el nombre sin mancha de su padre. ¡Ay, Beauchamp, Beauchamp! ¿Cómo me acercaré yo ahora al mío? ¿Retiraré mi frente cuando acerque a ella sus labios, mi mano cuando la suya vaya a tocarla? Creedme, soy el más desgraciado de los hombres. ¡Ah, mi madre, mi pobre madre! -dijo Alberto fijando sus ojos llenos de lágrimas en el retrato de su madre.

    -Alberto -le dijo-, si queréis seguir mi consejo, vamos a salir. Un paseo al bosque de Bolonia en faetón o a caballo os distraerá, almorzaremos juntos en cualquier parte, y os marcharéis después a vuestros asuntos y yo a los míos.

    -Con mucho gusto -dijo Alberto-, pero salgamos a pie, me parece que el cansancio me hará bien.

    -Sea -dijo Beauchamp. Y los dos amigos salieron a pie siguiendo el boulevard hasta llegar a la Magdalena.

    -Ya que estamos en camino -dijo Beauchamp-, vamos a visitar a Montecristo. El os distraerá, es un hombre admirable para serenar los espíritus. Jamás pregunta, y según mi modo de pensar, las personas que jamás preguntan son las que con más habilidad consuelan.

    -De acuerdo -respondió Alberto-, vamos a su casa. Ya sabéis que le aprecio.
     
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    Capítulo tercero

    El viaje

    El conde de Montecristo lanzó un grito de alegría al ver llegar juntos a los jóvenes.

    -¡Ah!, ¡ah! -dijo-, muy bien, espero que todo ha podido al fin arreglarse.

    -Sí -dijo Beauchamp--, noticias absurdas que han caído en descrédito por sí mismas, y que si se renovasen me tendrían hoy por su primer antagonista: así, pues, no hablemos más del asunto.

    -Alberto os dirá el consejo que le había dado. Me encontráis, amigos, acabando de pasar la mañana peor de mi vida.

    -¿Qué hacéis? -dijo Alberto-, me parece que arregláis vuestros papeles.

    -Mis papeles, a Dios gracias, no; hay siempre en ellos un orden maravilloso, ya que jamás conservo ninguno; pero pongo en orden los del señor Cavalcanti.

    -¿Del señor Cavalcanti? -preguntó Beauchamp.

    -¡Oh, sí! ¿No sabéis que es un joven a quien el conde ha lanzado al gran mundo? -dijo Morcef.

    -No, no -respondió Montecristo-; entendámonos, yo no lanzo a nadie, y menos al señor Cavalcanti que a otro cualquiera.

    -Y que contrae matrimonio con la señorita de Danglars -continuó Alberto procurando sonreírse-, y lo podéis conocer, mi querido Beauchamp, pues que esto me afecta cruelmente.

    -¡Cómo! ¿Cavalcanti se casa con la señorita de Danglars? -preguntó Beauchamp.

    -¿Pero es que llegáis del fin del mundo? -dijo Montecristo-; vos, periodista, el favorito de la Fama: todo París habla de eso.

    -¿Y sois vos, conde, el que ha arreglado ese matrimonio?

    -¡Yo! Silencio, señor noticiero, no digáis semejante cosa: ¡yo! ¡Dios me libre de arreglar matrimonios! No; vos no me conocéis; por el contrario, me he opuesto cuanto he podido, y he rehusado pedir a su padre la mano de la joven.

    -¡Ah! lo comprendo -dijo Beauchamp-; ¿por causa de nuestro amigo Alberto?

    -¿Por mi causa? -dijo el joven-, ¡oh!, no: el conde me hará justicia en atestiguar que le he rogado que desbaratase mi proyectado matrimonio y que afortunadamente lo ha conseguido: el conde dice que no ha sido él, y que no debo darle las gracias; sea, edificaré como los antiguos un altar Deo ignoto.

    -Escuchad -dijo Montecristo-, no soy yo, puesto que mi amistad con el futuro suegro se ha enfriado mucho, lo mismo que con el joven; solamente Eugenia me ha conservado su afecto, porque no teniendo ella gran vocación al matrimonio, ha visto cuán poco dispuesto estaba yo a contribuir a que ella perdiera su libertad.

    -¿Y decís que ese matrimonio está casi hecho?

    -¡Oh! ¡Dios mío! Sí, a pesar de cuanto yo he dicho; conozco muy poco al joven, pretenden que es rico y de buena familia; pero para mí esto no pasa de dicen que dicen: bastantes veces se lo he dicho a Danglars, pero está encaprichado con su Luques. He llegado incluso a hacerle sabedor de una circunstancia sumamente grave: el joven lo cambiaron mientras estaba criándole el ama, robado por unos gitanos, o perdido por su preceptor, en lo que no estoy muy cierto; pero sí sé que su padre le ha perdido de vista por más de diez años, y sólo Dios sabe lo que habrá estado haciendo durante estos diez años de vida errante; pues bien, nada de esto ha sido bastante, me han encargado que escribiese al mayor pidiendo sus papeles; helos aquí, voy a enviárselos, pero, como Pilatos, me lavo las manos.

    -Y la señorita de Armilly, ¿qué cara os pone al ver que le quitáis su educanda?

    -¡Diantre!, no sé, pero parece que se marcha a Italia; la señora de Danglars me ha hablado de ella, y me ha pedido cartas de recomendación para los empresarios y le he dado una para el director de teatros Valle, que me debe algunos favores. Pero ¿qué os pasa, Alberto? Estáis triste. ¿A que sin saberlo estáis enamorado de la señorita de Danglars?

    -No -dijo Alberto sonriendo tristemente. Beauchamp se puso a mirar los cuadros.

    -Pero, en fin -continuó Montecristo-, no estáis en vuestro estado normal. ¿Qué os ocurre? Decídmelo.

    -Tengo jaqueca -dijo Alberto.

    -Pues bien, mi querido vizconde -dijo Montecristo-, tengo entonces un remedio infalible que proponeros, y que me ha salido bien siempre que he sufrido algún contratiempo.

    -¿Cuál? -preguntó el joven.

    -Un viaje.

    -¿De veras? -dijo Alberto.

    -Sí, y en este momento, que estoy sumamente contrariado, me marcho. ¿Queréis venir conmigo?

    -¿Vos contrariado, conde? -dijo Beauchamp-, ¿y por qué?

    -Vive Dios, quisiera veros con la instrucción de un proceso criminal en casa.

    -¡Una instrucción...! ¿Qué instrucción?

    -¡Eh!, la que el señor Villefort dirige contra mi amable asesino, una especie de bandolero escapado del presidio de Tolón, según parece.

    -¡Ah!, es verdad -dijo Beauchamp-, he leído el hecho en los periódicos. ¿Y quién era ese Caderousse?

    -Parece que es un provenzal: el señor de Villefort ha oído hablar de él cuando estaba en Marsella, y el señor Danglars se acuerda de haberlo visto; el resultado es que el señor procurador del rey se ha encargado con mucho interés del asunto, según parece, y ha interesado hasta el más alto grado al prefecto de policía; gracias a este interés, al que les estoy sumamente reconocido, hace quince días que me envían a cuantos ladrones pueden coger en París y sus cercanías, bajo el pretexto de que son los asesinos del señor Caderousse, y el resultado será, si esto continúa, que dentro de tres meses no habrá en el bello reino de Francia un ladrón o asesino que no tenga en la uña el plano de mi casa; tomo, pues, el partido de abandonársela toda, y me voy tan lejos como me alcance la tierra. Venid conmigo, vizconde, os llevo de buena gana.

    -Con mucho gusto.

    -¿Entonces es cosa hecha?

    -Sí; pero ¿adónde vamos?

    -Ya os lo he dicho, donde el aire es puro, donde el ruido adormece, donde por orgulloso que el hombre sea, se siente humillado y pequeño; amo estas impresiones, yo, a quien llaman el dueño del mundo como a Augusto.

    -Pero ¿adónde vais?

    -Al mar, vizconde, al mar. Soy un marino; siendo niño me he mecido en los brazos del viejo Océano, y me he reposado en el seno de la bella Anfitrite; he jugado con la verde capa del uno y con el azulado vestido de la otra. Amo al mar como se ama a una mujer, y no puedo estar separado mucho tiempo de él.

    -Vamos, conde, vamos.

    -¿Al mar?

    -Sí.

    -¿Aceptáis?

    -Desde luego, acepto.

    -Pues bien, vizconde, esta tarde estará en mi patio un buen briska de viaje, en el que puede uno recostarse como en su cama. Este briska será conducido por cuatro caballos de posta. Señor Beauchamp, caben cuatro cómodamente. ¿Queréis venir con nosotros?, os llevo también.

    --Gracias, vengo del mar.

    -¡Cómo! ¿Que venís del mar?

    -Sí, he hecho una pequeña excursión a las islas Borromeas.

    -¡Qué importa!, venid -dijo Alberto.

    -No, mi querido Morcef, debéis conocer que cuando rehúso es porque me es imposible. Además -añadió bajando la voz-, conviene que permanezca en París, aunque no sea más que para cuidar de las comunicaciones que puedan hacerse al periódico.

    -¡Ah!, sois un excelente amigo -dijo Alberto-; vigilad, mi querido Beauchamp, y procurad descubrir al enemigo a quien debemos esta fatal revelación.

    Alberto y Beauchamp se separaron y estrechándose la mano, se dijeron cuanto delante de un extraño no podían pronunciar sus labios.

    -Excelente joven es este Beauchamp -dijo Montecristo después que se marchó el periodista-. ¿Verdad, Alberto?

    -¡Ah!, sí; un hombre singular, os lo aseguro, le quiero con toda mi alma; pero ya que estamos solos, aunque me es indiferente, os preguntaré ¿adónde vamos?

    -A Normandía, si os parece.

    -¿Estaremos completamente en el campo, sin sociedad, sin vecinos?

    -Sí; no tendremos más que caballos para correr, perros para cazar y una barca para pescar; he aquí todo.

    -Es cuanto necesito; voy a prevenir a mi madre, y estoy a vuestras órdenes.

    -Pero -dijo Montecristo-, ¿os permitirán venir?

    -¿Cómo?

    -Venir a Normandía.

    -¡A mí! Soy completamente libre.

    -Para ir donde os parezca, solo, sí, lo sé, pues os he encontrado en Italia.

    -¡Y bien!

    -¡Pero viajar con el hombre misterioso, a quien llaman el conde de Montecristo... !

    -Poca memoria tenéis, conde.

    -¿Por qué?

    -Porque habéis olvidado el gran afecto y simpatía que os he dicho que mi madre os profesa.

    -Muchas veces la mujer varía, ha dicho Francisco I: la mujer es como la onda, dijo Shakespeare; el uno era un gran rey, el otro un gran poeta, y ambos debían conocer bien a la mujer.

    -Sí, la mujer; pero mi madre no es la mujer, es una mujer...

    -Permitid a un extranjero ignorar la fuerza de las expresiones de vuestro idioma.

    -Quiero decir que mi madre es poco pródiga en sus afectos, pero una vez que los concede, son para siempre.

    -¡Ah! -dijo suspirando Montecristo-, ¿y creéis que me haga el honor de dispensarme algún afecto particular y no la más pura indiferencia?

    -Oídme bien -respondió Morcef-, os lo he dicho y os lo repito: es preciso que seáis un hombre muy superior.

    -¡Oh!

    -Sí; porque mi madre ha sido subyugada por vos, le inspiráis un gran interés, y cuando estamos solos no hace sino hablarme de vos.

    -¿Os dice que desconfiéis de Manfredo?

    -Al contrario, me dice: Morcef, creo al conde noble y generoso, procura que lo quiera.

    Montecristo volvió la vista y lanzó un suspiro.

    -¡Ah! , verdaderamente -dijo.

    -De suerte que -continuó Alberto-, conoceréis que lejos de oponerse a mi viaje, lo aprobará, puesto que entra en las recomendaciones que me hace diariamente.

    -Id, pues -dijo Montecristo-, y hasta la tarde: estad aquí a las cinco, llegaremos allá a las doce o a la una, a más tardar.

    -¡Cómo! ¿A Treport?

    -A Treport o a sus cercanías.

    -¿No necesitáis más que ocho horas para andar cuarenta y ocho leguas?

    -Y aún es mucho -dijo Montecristo.

    -Desde luego. Sois el hombre de los prodigios, y conseguiréis no sólo ir más veloz que los vagones de los trenes, lo que en Francia no es muy difícil, sino que sobrepujaréis en velocidad al telégrafo.

    -Con todo, vizconde, como necesitamos siete a ocho horas para llegar allá, sed puntual.

    -Descuidad, no tengo hasta esa hora ninguna otra cosa más que hacer que preparar mi viaje.

    -Hasta las cinco, pues.

    -Hasta las cinco.

    Alberto salió. Montecristo, después de saludarle sonriendo, permaneció un instante pensativo y como absorto en una profunda meditación; finalmente, pasando la mano por su frente, como para apartar una molesta idea, se levantó, se acercó a un timbre y llamó dos veces.

    Entró Bertuccio.

    -Señor Bertuccio -le dijo-, no es ya mañana o pasado mañana, como había pensado antes, sino esta tarde mismo, cuando quiero salir para Normandía; desde ahora hasta las cinco tenéis tiempo sobrado; haced que estén prevenidos los palafreneros del primer relevo; el señor de Morcef me acompaña, id pues.

    Bertuccio obedeció; un postillón salió a escape a Poutoise para decir que a las seis en punto pasaría la silla de posta; desde Poutoise transmitió el aviso al relevo siguiente, y así continuó de relevo en relevo, de suerte que seis horas después todos estaban advertidos y prontos.

    Antes de salir, el conde subió a ver a Haydée, le anunció su viaje y puso toda la casa a su disposición. Alberto fue puntual; el viaje, triste al principio, se modificó poco a poco: Morcef no tenía idea de un modo de viajar tan acelerado y al mismo tiempo cómodo; manifestólo así al conde, y éste le dijo:

    -Es cierto, no podéis tener idea de este modo de viajar con vuestras postas, que corren solamente dos leguas por hora, y mucho menos con la estúpida ley que prohíbe que ningún viajero pase antes que otro, de modo que un enfermo o majadero detiene y encadena, por decirlo así, tras él a los demás, aunque éstos, sanos y alegres, quieran correr doble; para evitar estos inconvenientes viajo siempre con postillones y caballos míos. ¿No es así, Alí?

    Y el conde, asomando la cabeza por la portezuela, dio una especie de chillido para excitar a los caballos; parecía como si les hubieran nacido alas.

    El coche corría veloz como el rayo, y todos volvían la cabeza al verlo pasar. Alí se sonreía mostrando sus blancos dientes; repetía este chillido, y llevando apretadas las riendas, excitaba a los caballos, cuyas bellas crines flotaban con el viento: Alí, el hijo del desierto, se encontraba en su elemento, y con su cara negra, sus ardientes ojos y su turbante blanco parecía, en medio del torbellino de polvo que levantaban los caballos, el genio del simún o el dios del huracán.

    -He aquí un placer que no conocía -dijo Morcef, y desaparecieron de su frente las últimas señales de tristeza-. ¿Pero dónde habéis encontrado semejantes caballos? -preguntó al conde-, ¿los habéis criado ex profeso?

    -Adivinasteis. Hace seis años que hallé en Hungría un caballo semental, famoso por la ligereza: lo compré, no me acuerdo en cuánto. Bertuccio lo pagó. En aquel año tuvo treinta y dos hijos; vamos a pasar revista a toda esa prole. Son todos iguales, negros, sin una mancha, excepto una estrella blanca en la frente, porque tuve cuidado de que se le escogiesen yeguas excelentes, como el sultán escoge favoritas.

    -¡Es admirable... ! Pero decidme, conde, ¿qué habéis hecho con todos esos caballos?

    -Ya lo veis, viajo con ellos. Cuando no los necesite, Bertuccio los venderá. Dice que ganará treinta o cuarenta mil francos en ellos.

    -Pero no habrá rey en Europa bastante rico para comprarlos todos.

    -Los venderá a algún visir del Oriente, que dejará vacío su tesoro para pagarlos y que lo volverá a llenar administrando a sus súbditos la bastonada en la planta de los pies.

    -¿Queréis, conde, que os participe una idea que acaba de ocurrírseme?

    -Decid.

    -Que, después de vos, Bertuccio debe ser el simple particular más rico de Europa.

    -Pues bien, os engañáis, vizconde, estoy seguro de que no tiene dos reales.

    -¿Es posible? -preguntó el joven-. Ese Bertuccio es un fenómeno; mi querido conde, me contáis cosas maravillosas, casi increíbles.

    -Nada hay de maravilloso, Alberto: los números y la razón os lo probarán; escuchad pues: cuando un mayordomo roba, ¿por qué lo hace?

    -Porque tal es la condición de todos ellos, según creo -dijo Alberto.

    -Os equivocáis. Roba porque tiene mujer, hijos y deseos ambiciosos para él y su familia; roba principalmente porque no tiene la certeza de permanecer siempre con su amo, y quiere asegurar su porvenir. Ahora bien, Bertuccio es solo, no tiene pariente alguno, toma de mi dinero lo que necesita sin tener que darme cuenta, y está seguro de que no se separará nunca de mí.

    -¿Por qué?

    -Porque no encontraré otro tan bueno.

    -No salís de un círculo vicioso, cual es el de las probabilidades.

    -¡Oh!, no; estoy en lo cierto: el buen criado para mí es aquel sobre quien tengo derecho de vida y muerte.

    -¿Y lo tenéis sobre Bertuccio?

    -Sí -respondió con frialdad el conde.

    Hay palabras que ponen fin para siempre a una conversación; el sí del conde era una de ellas. El viaje continuó con la misma velocidad; los treinta y dos caballos, divididos en ocho relevos corrieron las cuarenta y ocho leguas en ocho horas.

    Llegaron a medianoche a la puerta de un hermoso parque; el conserje tenía la reja abierta, y de pie junto a ella parecía esperar a su amo; le había advertido de su llegada el postillón del último relevo.

    A las dos y media de la mañana llevaron a Morcef a su cuarto, halló un baño y la cena preparada; el criado que venía durante el camino sentado detrás estaba a sus órdenes. Bautista, que había venido en la delantera, servía al conde.

    Alberto tomó un baño, cenó y se acostó; adormecióle el ruido de las olas, melancólico y triste; al levantarse se fue derecho a la ventana, la abrió y se encontró en una azotea, desde la que veía perfectamente el mar, es decir, la inmensidad, y por la espalda, el hermoso parque y un bosque.

    En una rada inmediata mecíase una ligera corbeta, estrecha en la carena, elegante en su armadura, y que llevaba en el árbol mayor un pabellón con las armas de Montecristo, que era un monte de oro, con una cruz sobre un mar azul, lo que podía muy bien ser una alusión a su título, recordando el Calvario, que la pasión de Nuestro Señor convirtió en una montaña más preciosa que el oro, y la cruz, infame antes, que su pasión divina hizo santa, o también alguna alusión personal al sufrimiento y regeneración que se ocultaba en los antecedentes, ignorados de todos, de aquel hombre misterioso.

    En torno a la goleta había un grupo de barcas de pescadores de los lugarcillos inmediatos, que parecían súbditos esperando la orden de su reina. Allí, como en cualquier otra parte en que Montecristo se detenía, se encontraban todas las comodidades de la vida tan perfectamente metodizadas, que con facilidad se acostumbraba cualquiera a ellas.

    Alberto encontró en su antecámara dos escopetas y todos los utensilios necesarios a un cazador; una pieza situada en el piso bajo estaba destinada a guardar todas las ingeniosas máquinas que los ingleses, grandes pescadores, porque son muy cachazudos y ociosos, no han podido aún hacer adoptar a los rutinarios franceses.

    Pasóse el día en estos ejercicios, en los que Montecristo era sobresaliente; mataron una docena de faisanes en el parque, pescaron infinidad de truchas, y tomaron el té en la biblioteca.

    Al tercer día por la tarde Alberto, fatigado de una vida tan activa, y que parecía un juego para Montecristo, dormía en un sillón inmediato a la ventana, y el conde trazaba con su arquitecto el plan de un invernadero que quería construir en su jardín, cuando el galope de un caballo despertó al joven; miró por la ventana, y con desagradable sorpresa vio a su camarero, a quien no había querido traer consigo, por no causar tantas molestias a Montecristo.

    -¡Florentín, aquí! -gritó levantándose apresurado-. ¿Está mala mi madre?

    Y salió con precipitación. Montecristo le siguió con la vista, le vio, acercóse al criado, y éste, sin poder respirar aún, sacó del bolsillo un paquete cerrado y sellado, y se lo entregó: contenía una carta y un periódico.

    -¿De quién es esa carta? -inquirió Alberto.

    -Del señor Beauchamp -respondió Florentín.

    -¿Es Beauchamp el que os ha enviado?

    -Sí, señor; me llamó a su casa, me dio el dinero necesario para el viaje, hizo que me entregasen un caballo de posta, y que le prometiera no pararme hasta llegar a veros; he corrido quince horas seguidas.

    Alberto abrió la carta conmovido; apenas leyó los primeros renglones, lanzó un grito y cogió el periódico con manos trémulas. De repente oscurecióse su vista, flaquearon sus piernas, y viendo que iba a caerse se apoyó en el brazo que Florentín le presentaba.

    -Pobre joven -dijo Montecristo, pero tan bajo que nadie pudo oír aquellas palabras de compasión-. Está escrito que las faltas de los padres recaerán sobre los hijos hasta la tercera y cuarta generación.

    Alberto había ido entretanto recobrando sus fuerzas; continuó leyendo, separando con la mano los cabellos que cayeron sobre su frente bañada de sudor, y arrugó entre sus manos la carta y el periódico.

    -Florentín -dijo-, ¿vuestro caballo está en disposición de tomar el camino de París?

    -Es un mal jaco de posta y está desherrado.

    -¡Oh! ¡Dios mío! ¿Y cómo estaban en casa cuando salisteis?

    -Bastante tranquilos; pero cuando volví de casa del señor Beauchamp encontré a la señora llorando, me llamó para que la informase de cuándo volveríais; le dije que iba a buscaros de parte del señor Beauchamp, hizo un movimiento como para detenerme, mas luego reflexionó un instante y me dijo:

    -Id, Florentín, y que vuelva pronto.

    -Sí, madre mía, sí -dijo Alberto-, volveré; ¡ah!, tranquilizaos, ¡y ay del infame... ! Pero lo primero es pensar en volver -y dirigióse al cuarto en que había dejado a Montecristo.

    No era ya el mismo hombre; cinco minutos habían sido suficientes para producir una triste metamorfosis en Alberto; había salido del cuarto en estado normal; volvió a entrar con la voz alterada, la cara enrojecida, los ojos centelleantes y el modo de andar incierto de un hombre ebrio.

    -Conde -dijo-, os doy las gracias por vuestra generosa hospitalidad, hubiera deseado disfrutar de ella más tiempo, pero me es preciso volver a París.

    -¿Pues qué ha ocurrido?

    -Una gran desgracia; mas permitidme que me vaya: se trata de una cosa que es mil veces más preciosa que la vida; no me preguntéis, conde, os lo suplico; mandad, eso sí, que me den un caballo.

    -Todos los míos están a vuestra disposición, vizconde, pero vais a destrozaros corriendo la posta a caballo; tomad mi silla, o si no un cabriolé.

    -No; tardaría más, y además, ese mismo cansancio me hará bien, no temáis.

    Dio una vuelta en derredor, como un hombre herido por una bala, y fue a caer en un sillón junto a la puerta. Montecristo no vio este segundo momento de debilidad porque estaba asomado a la ventana, gritando:

    -Alí, un caballo para el señor de Morcef; pronto, que lleva prisa.

    Estas palabras volvieron la vida a Alberto, lanzóse fuera del cuarto y el conde le siguió.

    -Gracias --dijo el joven montando a caballo-, venid tras de mí, lo más pronto que podáis, Florentín. ¿Qué debo decir para que continúen dándome caballos?

    -Nada, basta que vean el que montáis para que os ensillen inmediatamente otro.

    Alberto iba a partir, pero se detuvo.

    -Pensaréis que mi viaje es extraño -dijo el joven-, no comprenderéis cómo algunas líneas escritas en un periódico han podido reducir a un hombre a la desesperación. Pues bien -añadió dándole el periódico-, leed eso, pero solamente cuando yo me haya marchado, a fin de que no veáis mi confusión.

    Y mientras el conde recibía el periódico, hincó las espuelas al caballo, que admirado de que hubiese jinete que pudiese creer que las necesitaba, partió a escape, veloz como una flecha.

    Siguióle el conde con la vista, y su mirada expresaba un sentimiento de compasión indefinible, y cuando desapareció leyó lo siguiente en el periódico:

    El oficial francés al servicio de Alí-Bajá, de Janina, de que hablaba hace tres semanas El Imparcial, y que no solamente vendió el castillo de Janina, sino que entregó a los turcos a su bienhechor, se llamaba, efectivamente, Fernando en aquella época, como dijo nuestro honorable colega, pero después agregó a su nombre un título de nobleza y el de una de sus tierras.

    Actualmente se llama el conde de Morcef, y es miembro de la Cámara de los Pares.

    Por consiguiente, aquel terrible secreto que Beauchamp había ocultado tan generosamente aparecía como un fantasma armado; y otro periódico cruelmente informado había publicado al día siguiente de la salida de Alberto para Normandía, aquellos pocos renglones que casi volvieron loco al joven.
     
  3. clause

    clause Claudia

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    Re: ... de poetas, cuentos y leyendas

    Era mi dolor tan alto,
    que la puerta de la casa
    de donde salí llorando
    me llegaba a la cintura.

    ¡Qué pequeños resultaban
    los hombres que iban conmigo!
    Crecí como una alta llama
    de tela blanca y cabellos.

    Si derribaran mi frente
    los toros bravos saldrían,
    luto en desorden, dementes,
    contra los cuerpos humanos.

    Era mi dolor tan alto,
    que miraba al otro mundo
    por encima del ocaso.


    Manuel Altolaguirre, 1930-1931
     
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    Re: ... de poetas, cuentos y leyendas

    SONETO SOBRE LA LIBERTAD HUMANA

    Qué hermosa eres, libertad. No hay nada
    que te contraste. ¿Qué? Dadme tormento.
    Más brilla y en más puro firmamento
    libertad en tormento acrisolada.

    ¿Que no grite? ¿Mordaza hay preparada?
    Venid: amordazad mi pensamiento.
    Grito no es vibración de ondas al viento:
    grito es conciencia de hombre sublevada.

    Qué hermosa eres, libertad. Dios mismo
    te vio lucir, ante el primer abismo
    sobre su pecho, solitaria estrella.

    Una chispita del volcán ardiente
    tomó en su mano. Y te prendió en mi frente,
    libre llama de Dios, libertad bella.


    Dámaso Alonso



    Poeta e historiador español, nacido en Madrid en 1898.
    Su principal aportación a las letras es una impresionante actividad filológica que lo llevó a dirigir la Real Academia Española entre 1968 y 1982 y a recibir el Premio Cervantes en 1978.
    Licenciado en Derecho y Filosofía y Letras, fue crítico literario, editor de clásicos, antólogo y traductor. Perteneció a la Academia de la Historia y fue Doctor Honoris Causa y conferencista en varias universidades europeas y americanas.
    Obra poética: «Poemas puros», «Poemillas de la ciudad», «El viento y el verso, «Hijos de la ira», «Hombre y Dios», «Gozos de la vista» y «Duda y amor sobre el Ser Supremo».
    Falleció en Madrid en 1990


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    Re: ... de poetas, cuentos y leyendas

    Recuerdos

    Una imágen descolorida, una sonrisa pintada
    una vieja fotografia,y el calor de una mirada.
    Una fugaz bocanada de aire del pasado
    y reflotan en el alma, los corazones amados.

    Los lugares que ya han cambiado
    nueva vida toman, de la mano de la memoria.
    Los trenes recorren vias muertas
    y los fantasmas de los dias de ayer se emocionan.

    Y transito mi historia con nuevos brios
    sensaciones perdidas se arremolinan en la mente.
    La melancolía ciñe su lazo con fiereza
    hasta que una lágrima,caer se deja.

    Los espacios antiguos, las expreriencias aprendidas,
    Los rostros entrañables y queridos
    tienen el amargo sabor de la despedida temprana
    y sin embargo,su esencia en mi ,perdura y ama.

    cms






     
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    Re: ... de poetas, cuentos y leyendas

    PASAJERO

    Subes al impertérrito ferrocarril de la vida
    y en cada estación te bajas
    para dialogar con el hastío
    y en cada túnel de la noche sueñas de prisa
    porque
    —aún en la oscuridad—
    flotan pensamientos.

    Al principio,
    cuando querías devorarte el mundo
    en un instante
    no cerrabas los ojos en los túneles.
    No lo hacías, por ese afán que abrigabas
    de ser pasajero de todos los ferrocarriles
    del universo.

    Y descendías para conversar
    con el guardavías de tu destino.
    Mas, luego corrías presuroso hasta el andén.

    Es que odiabas quedarte solo en la distancia,
    mientras el tren de la vida iba en busca
    de nuevas estaciones.

    Ahora ya no desciendes de ese carro
    de los recuerdos idos
    porque no ignoras que tu lentitud en este instante
    es abismante.
    ¿O será acaso que el ferrocarril corre más raudo?

    Quizás.
    Y por eso odias ahora ser pasajero
    de cualquier tren
    y temes a los túneles de cada noche
    y sientes miedo de quedarte dormido
    antes que emerja la máquina
    desde tus tinieblas,
    porque ahí sí escucharás
    sólo el ruido isócrono e intolerable de los fierros.

    En ese momento bajarás angustiado
    en la estación de un pueblo desconocido
    y verás desde el andén
    —con impotencia senil—
    alejarse para siempre
    aquel ferrocarril repleto
    de otros pasajeros presurosos.

    Antonio Álvarez Bürger
     
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    GOTA PEQUEÑA, MI DOLOR

    Gota pequeña, mi dolor.
    La tiré al mar.
    Al hondo mar.
    Luego me dije: ¡A tu sabor
    ya puedes navegar!

    Más me perdió la poca fe...
    La poca fe
    de mi cantar.
    Entre onda y cielo naufragué.

    Y era un dolor inmenso el mar.


    Dámaso Alonso
     
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    Re: ... de poetas, cuentos y leyendas

    Conmoción interior

    No recuerdo el día.
    Era de tarde,
    Y amaneció de nuevo.
    Era invierno,
    Y la calidez
    brotó de golpe.
    Lentamente
    se descorrió un velo,
    y volví en el tiempo
    sin proponerlo.
    Se desataron
    tormentas y vientos,
    todo cambió de lugar,
    de forma, de criterio.
    Los espacios vacios
    se colmaron,
    pero toda la plenitud
    quedó inóspita
    y desierta.
    Lo cercano dejó
    de ser familiar,
    y lo amado
    se volvió distancia.
    De pronto ya nada tuve
    todas fueron faltas,
    ausencias y
    desgarros.
    Ya no hubo
    ni tierra segura
    ni mar calmo.
    Fue un abismo,
    una imprecisión,
    un atisbo de milagro.
    Una tinaja repleta,
    que se quiebra
    y derrama se contenido
    a diario.
    Un caudal infinito
    que fluye y brama.
    Un grito en el alma,
    un dolor, una espada.
    Un caos universal.

    Y tú,sin saber nada.

    cms
     
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    Re: ... de poetas, cuentos y leyendas

    Alejandro Dumas (Padre)
    El Conde de Montecristo

    Parte Quinta

    Capítulo cuarto

    El juicio

    Serían las ocho de la mañana cuando cayó Alberto como un rayo en casa de Boauchamp. El ayuda de cámara estaba avisado, e introdujo a Morcef en el cuarto de su amo, que acababa de entrar en el baño.

    -¡Y bien! -le dijo Alberto.

    -Os estaba esperando, amigo mío -contestó Beauchamp.

    -Aquí me tenéis. No os diré, Beauchamp, que os creo demasiado honrado y demasiado noble para sospechar que habéis hablado a nadie de nuestro asunto; no, amigo mío. Además, el mensaje que me habéis enviado es una garantía del aprecio que os merezco. Por consiguiente, no perdamos tiempo en preámbulos, ¿tenéis alguna idea de quién puede venir el golpe?

    -Os diré lo que sé.

    -Sí; pero antes, amigo mío, debéis referirme la historia de esta abominable traición con todos sus pormenores.

    Y Beauchamp refirió al joven, abrumado de vergüenza y dolor, los hechos que vamos a referir con toda su sencillez.

    La mañana de la antevíspera, el artículo había aparecido en El Imparcial y en otro periódico, y lo que es más todavía, en un periódico muy conocido por pertenecer al gobierno. Beauchamp se hallaba almorzando cuando leyó el artículo: envió inmediatamente a buscar un cabriolé, y sin acabar de almorzar marchó a la redacción del diario ministerial.

    Aunque de ideas políticas enteramente opuestas a las del director del periódico acusador, Beauchamp, como sucede algunas veces, y aun diremos siempre, era íntimo amigo suyo.

    Halló al director, que tenía en la mano su propio periódico, y parecía que estaba leyendo con la mayor complacencia su articulito sobre el azúcar de remolacha, que probablemente sería de su cosecha.

    -¡Ah! -dijo Beauchamp-, puesto que tenéis en la mano vuestro periódico, querido ***, excuso deciros a qué vengo.

    -¿Sois acaso partidario de la caña de azúcar? -preguntó el director del periódico ministerial.

    -No -contestó Beauchamp-, y hasta hoy soy extraño a la cuestión; vengo por otro asunto.

    -¿Cuál?

    -Por el artículo acerca de Morcef.

    -¡Ah! , ya: ¿no es verdad que es bastante curioso?

    -Tan curioso que creo que os exponéis a veros complicado en una causa de dudoso resultado.

    -No, por cierto: hemos recibido con la nota todos los documentos justificativos, y estamos perfectamente convencidos de que el señor de Morcef no dará ningún paso; por otra parte, es hacer un bien al país al denunciarle a los miserables, indignos del honor que se les hace.

    Beauchamp quedó desconcertado.

    -¿Pero quién os ha dado tan completos pormenores? -preguntó-, porque mi periódico, que fue el primero que habló del particular, tuvo que abstenerse por falta de pruebas, y sin embargo, estamos más interesados que vos en arrancar la máscara al señor Morcef, puesto que es par de Francia, y nosotros representamos la oposición.

    -¡Oh!, nada más sencillo; no hemos corrido detrás del escándalo, ha venido él a buscarnos. Un hombre que acaba de llegar de Janina nos trajo ayer todos esos documentos, y como manifestásemos algún reparo en insertar la acusación, nos dijo que si nos negábamos se publicaría el artículo en otro periódico. Nadie sabe mejor que vos cuánto vale una noticia interesante; no quisimos desperdiciarla. El golpe está bien dado; es terrible y resonará en toda Europa.

    Beauchamp conoció que no había más remedio que bajar la cabeza, y salió a la desesperada para enviar un correo a Morcef.

    Pero lo que no había podido escribir a Alberto, porque lo que vamos a referir fue posterior a la salida del correo, es que el mismo día, en la Cámara de los Pares, se había notado una extraordinaria agitación. Los pares iban llegando antes de la hora y hablaban del siniestro acontecimiento que iba a ocupar la atención pública y a fijarla en uno de los miembros más conocidos del ilustre Cuerpo.

    Leíase el artículo en voz baja, hacíanse comentarios, y los recuerdos que se suscitaban iban precisando cada vez más los hechos. El conde de Morcef no era querido de sus colegas. Como todos los que han salido de la nada, para conservarse a la altura de la clase, tenia que observar un exceso de altivez. Los grandes aristócratas se reían de él; los talentos le repudiaban y las glorias puras le despreciaban instintivamente. A este fatal extremo de la víctima expiatoria había llegado el conde. Una vez designada por el dedo del Señor para el fatal sacrificio, todos se preparaban para gritar: ¡Justicia!

    El conde de Morcef era el único que lo ignoraba todo. No recibía el periódico que publicaba la noticia, y había pasado la mañana en escribir cartas y probar su caballo.

    Llegó, pues a la hora de costumbre, con la cabeza erguida, mirada orgullosa y andar insolente; se apeó del coche, atravesó los pasillos y entró en la sala, sin notar las vacilaciones de los ujieres, ni la frialdad de sus colegas al saludarle.

    Cuando Morcef entró hacía ya media hora que había empezado la sesión.

    A pesar de que el conde, ignorante, como hemos dicho, de cuanto había ocurrido, no había alterado en lo más mínimo su aire, ni sus ademanes, su presencia en esta ocasión pareció de tal suerte agresiva a esta asamblea celosa de su honor, que todos vieron en ello una inconveniencia, muchos una bravata y algunos un insulto. Era evidente que la Cámara entera deseaba entablar el debate.

    Se veía el periódico acusador en manos de todos los pares; pero, como siempre, nadie quería cargar con la responsabilidad del ataque. Finalmente, uno de los honorables pares, enemigo declarado del conde de Morcef, subió a la tribuna con una solemnidad que anunció que había llegado el momento esperado.

    Guardóse un silencio sepulcral. Sólo Morcef ignoraba la causa de la atención profunda que se prestaba a un orador a quien no se acostumbra a oír con tanta complacencia.

    El conde dejó pasar tranquilamente el preámbulo, en que el orador establecía que iba a hablar de una cosa tan grave, tan sagrada y tan vital para la Cámara, que reclamaba toda la atención de sus colegas.

    A las primeras palabras de Janina y del coronel Fernando, el conde de Morcef se puso intensamente pálido, lo que causó un estremecimiento general en la asamblea, y todas las miradas se fijaron en él.

    Las heridas mortales tienen de particular que se ocultan, pero no se cierran: siempre dolorosas, permanecen vivas y abiertas en el corazón.

    Terminó la lectura del artículo en medio del mismo silencio, turbado entonces por un rumor que cesó tan pronto como el orador volvió a tomar la palabra. El orador expuso sus escrúpulos, y manifestó cuán difícil era su posición: era el honor del señor de Morcef, el honor de toda la Cámara lo que pretendía defender, provocando un debate en que se iba a entrar en esas cuestiones personales que siempre resultan odiosas. Concluyó pidiendo que se procediese a una investigación bastante rápida para confundir, antes de que tomase cuerpo, la calumnia, y para restablecer al señor de Morcef en la posición en que la opinión pública le había colocado.

    Morcef se hallaba tan abatido, que apenas pudo pronunciar algunas palabras ante sus colegas para justificarse: aquella conmoción, que podía atribuirse lo mismo al asombro del inocente que a la vergüenza del culpable, le atrajo algunas simpatías. Los hombres generosos son siempre compasivos, cuando la desgracia de su adversario es mayor que su odio.

    El presidente puso a votación la sumaria, y ésta dio por resultado que había méritos para formarla.

    Preguntaron al conde cuánto tiempo necesitaba para preparar su justificación. Morcef se había reanimado, sintiendo aún algún vigor después de aquel terrible suceso, y respondió:

    -Señores, no es con tomarse tiempo con lo que se rechaza un ataque, como el que contra mí dirigen enemigos solapados, y que sin duda permanecerán escondidos en las sombras del incógnito; en el momento, y como un rayo, es preciso que yo responda a las inculpaciones que contra mí se han hecho. ¡Ah!, ¡ojalá, en lugar de semejante justificación, me fuese permitido derramar toda mi sangre, para probar a mis nobles compañeros que soy digno de sentarme a su lado!

    Tales palabras produjeron en el auditorio una impresión favorable para el acusado.

    -Pido -dijo- que la sumaria información se forme lo más pronto posible, y yo exhibiré ante la Cámara los documentos necesarios.

    -¿Qué día señaláis para eso? -preguntó el presidente.

    -Desde este momento estoy a la disposición de la Cámara.

    El presidente tocó la campanilla.

    -¿La Cámara -prosiguió- quiere que esta sumaria información se efectúe hoy mismo?

    -Sí -fue la unánime respuesta de la asamblea.

    Nombróse una comisión integrada por doce miembros para examinar los documentos que debía presentar Morcef; se señaló la hora en que debía celebrarse la primera sesión, y se fijó la de las ocho de la noche, en la sala de comisiones de la Cámara, y se determinó que si fuesen necesarias más sesiones, se celebrasen a la misma hora.

    Tomada esta resolución, Morcef pidió permiso para retirarse; debía coordinar los documentos que, para hacer frente a esta tempestad, había guardado durante tanto tiempo; pues su genio cauteloso y previsor la esperaba siempre.

    Beauchamp contó al joven cuanto acabamos de referir; sólo que su relato tuvo de ventaja sobre el nuestro la animación producida en él por la amistad.

    Alberto le escuchó temblando, tan pronto de esperanza como de cólera, y algunas veces de vergüenza; pero Beauchamp sabía que su padre era culpable, y se preguntaba cómo siéndolo podría llegar a probar su inocencia.

    -¿Y después? -preguntó Alberto.

    -¿Después? -dijo Beauchamp.

    -Sí.

    -Amigo mío, eso sí me pone en un terrible compromiso. ¿Queréis saber lo que sucedió?

    -Es preciso; prefiero que seáis vos el que me lo cuente, a saberlo por cualquier otro conducto.

    -Bien -dijo Beauchamp-, preparaos, Alberto; jamás habéis tenido tanta necesidad como ahora de demostrar vuestro valor.

    Alberto pasó la mano por su frente, para asegurarse de su propia fuerza, como el hombre que se prepara a defender su vida, prueba su corazón y la hoja de su espada. Sintióse fuerte, porque tomaba por energía lo que no era más que un estado febril.

    -Continuad -dijo.

    -Llegó la noche -siguió diciendo Beauchamp-, todo París esperaba el resultado.

    » Muchos había que decían que vuestro padre no necesitaba más que presentarse para echar por tierra la acusación; otros decían que el conde no se presentaría, y otros aseguraban por último haberle visto partir para Bruselas; algunos hubo que fueron a la policía a preguntar si era verdad que el conde había sacado su pasaporte.

    » Debo confesaros que hice cuanto pude para obtener de uno de los miembros de la Cámara, joven par, amigo mío, que me permitiesen entrar en una tribuna reservada; a las siete vino a buscarme, y antes que nadie llegase, me recomendó a un ujier, el cual me encerró en una especie de palco: ocultábame una columna, y estaba como perdido en la oscuridad; esperaba así ver y oír hasta el fin la terrible escena que iba a presentarse a mis ojos.

    » A las ocho en punto todo el mundo había llegado.

    » El señor de Morcef entró al sonar la última campanada, traía en la mano algunos papeles y su aspecto era tranquilo; contra su costumbre, su aire era sencillo y su traje austero: llevaba un frac abotonado como suelen usar los militares antiguos. Su presencia produjo el mejor efecto, la comisión le era favorable en general, y muchos de sus miembros se acercaron al conde y le dieron la mano.

    El corazón de Alberto se desgarraba al oír estos detalles; pero en medio de su dolor, dejó entrever un sentimiento de gratitud; hubiera querido poder abrazar a los que dieron a su padre aquella señal de amistad en medio del horrible compromiso en que se hallaba su honor.

    » En aquel instante se presentó un ujier y entregó una carta al presidente.

    » -Señor de Morcef, tenéis la palabra -dijo éste, abriendo la carta.

    » El conde empezó su apología, y os aseguro, Alberto, que estuvo hábil y elocuente: presentó los documentos que probaban que el visir de Janina le había honrado hasta el último momento con toda su confianza, puesto que le había encargado una negociación de vida o muerte para con el emperador mismo. Mostró el anillo, signo de amistad, y con el cual Alí-Bajá sellaba ordinariamente sus cartas, y que le había entregado, para que pudiese, a su vuelta, penetrar hasta su habitación, a cualquier hora del día o de la noche, y aunque estuviese en su harén. Desgraciadamente -dijo-, la negociación salió mal, y cuando volvió para defender a su bienhechor, éste había fallecido ya; pero -añadió el conde- al morir Alí-Bajá, era tal su confianza, que me mandó entregar su favorita y su hija.

    Alberto tembló, porque a medida que Beauchamp hablaba, acudían a su imaginación las palabras de Haydée, y recordaba que la hermosa griega le había contado algo de aquella negociación, de aquel anillo, y del modo en que fue vendida como esclava.

    -¿Y qué efecto produjo el discurso del conde? -preguntó con ansiedad Alberto.

    -Confieso que me conmovió, y lo mismo a toda la comisión -dijo Beauchamp.

    » Mientras tanto, el presidente pasó ligeramente los ojos por una carta que acababan de traerle; mas a las primeras líneas despertóse su atención, y después de leerla y releerla, fijó los ojos en Morcef, y dijo:

    » -Señor conde, ¿habéis dicho que el visir de Janina os había confiado su mujer y su hija?

    » -Sí, señor -respondió Morcef-, pero la desgracia me ha perseguido en esto como en todo. A mi vuelta, Basiliki y su hija Haydée habían desaparecido.

    » -¿Las conocíais vos?

    » -Pude verlas más de veinte veces, debido a mi intimidad con el bajá, y la gran confianza que en mi lealtad tenía.

    » -¿Y tenéis alguna idea de la suerte que les ha cabido después?

    » -Sí. He oído decir que habían sucumbido a su dolor, y tal vez a su miseria. Yo no era rico; mi vida corría grandes peligros y, con gran pesar mío, no pude consagrarme a buscarlas.

    » El presidente frunció imperceptiblemente el ceño.

    » -Señores -dijo entonces-. Habéis oído las explicaciones del conde de Morcef. Señor conde, para apoyar vuestra declaración, ¿podéis presentar algún testigo?

    » -¡Ay!, no -respondió el conde-, todos cuantos rodeaban al visir, y que me conocieron en su corte, han muerto, o desaparecido; únicamente yo, según creo, únicamente yo, al menos entre mis compatriotas, he sobrevivido a guerra tan cruel; no conservo más que las cartas de Alí-Tebelín, y las he presentado; no me queda más que el anillo que me dio en prenda de su voluntad; helo aquí; pero tengo la prueba más convincente que se puede suministrar contra un ataque anónimo, es decir, la ausencia de toda clase de testimonio contra mi palabra de hombre honrado, y la pureza de toda mi vida militar.

    » Un murmullo de aprobación circuló por la asamblea; en este momento, Alberto, si no hubiera sobrevenido ningún accidente, la causa de vuestro padre habría vencido.

    » Ya no faltaba más que proceder a la votación, cuando el presidente tomó la palabra.

    » -Señores -dijo-, y vos, señor conde, presumo no llevaréis a mal oír un testigo muy importante, según asegura, y que viene a ofrecerse de motu propio; este testigo, según lo que acaba de decirnos el señor conde, no dudo que es llamado a probar la total inocencia de nuestro colega. Esta es la carta que acabo de recibir acerca del particular: ¿deseáis que se lea, o decidís que se haga caso omiso de este incidente?

    » El señor de Morcef se puso pálido, y estrujó los papeles que tenía en las manos.

    » La comisión acordó que se leyera: en cuanto al conde, estaba pensativo, y nada dijo.

    » El presidente leyó la siguiente misiva:

    « Señor presidente:

    » Puedo dar datos positivos a la comisión encargada de examinar la conducta que el teniente general, conde de Morcef, observó en Epiro y Macedonia.»

    » El presidente hizo una breve pausa.

    » El conde de Morcef palideció; el presidente interrogó con la vista al auditorio.

    -Continuad -dijeron todos a una voz.

    «Asistí a los últimos momentos de Alí-Bajá; sé cuál fue la suerte de Basiliki y Haydée; estoy a las órdenes de la comisión, y reclamo el honor de que se me oiga. Estaré en el vestíbulo de la Cámara en el momento en que os entreguen esta carta.»

    » -¿Y quién es ese testigo, o por mejor decir, ese enemigo? -inquirió el conde con voz profundamente alterada.

    » -Vamos a saberlo -contestó el presidente-. ¿Quiere oír la comisión a ese testigo?

    » -¡Sí, sí! -contestaron todos a una.

    » El presidente llamó al ujier y le preguntó si había alguna persona esperando en el vestíbulo.

    » -Sí, señor presidente.

    » -¿Quién es esa persona?

    » -Una señora con un criado.

    » Y todos le miraron.

    » Cinco minutos después volvió a entrar el ujier; todas las miradas se dirigían a la puerta, y yo mismo -dijo Beauchamp- participaba de la ansiedad general.

    » Detrás del ujier entró una mujer cubierta con un gran velo negro. Fácilmente se adivinaba, por las formas y por los perfumes que exhalaba, que era una mujer joven y elegante.

    » -¡Ah! -dijo Morcef-, era ella.

    » -¿Cómo, ella?

    » -Sí: Haydée.

    » -¿Quién os lo ha dicho?

    » -¡Ah!, lo adivino. Pero continuad, Beauchamp, continuad. Ya veis que estoy tranquilo y resignado, y sin embargo, nos vamos acercando al desenlace.

    » -El señor de Mórcef -continuó Beauchamp- contemplaba a aquella mujer con sorpresa y espanto. Para él era la vida o la muerte lo que de aquella encantadora boca iba a salir; para los demás era una aventura tan extraña y tan llena de curiosidad, que la salvación o la pérdida del señor de Morcef no entraba ya en tan extraordinario suceso más que como un elemento secundario.

    » El presidente indicó a la joven con la mano que tomase asiento, y ella contestó con la cabeza que permanecería de pie.

    » El conde estaba sentado en el sillón, y es bien seguro que no hubieran podido sostenerle las piernas.

    » -Señora -dijo el presidente-, habéis escrito a la comisión para darle datos acerca del asunto de Janina, diciendo que habíais sido testigo ocular de los acontecimientos.

    » -Y lo fui efectivamente -contestó la desconocida con una voz llena de encantadora tristeza, y con aquel eco sonoro, peculiar de las voces orientales.

    » -Con todo -replicó el presidente-, permitidme os diga que entonces erais muy joven.

    » -Tenía cuatro años; pero como aquellos hechos eran para mí de la mayor importancia, están grabados en mi corazón todos sus pormenores.

    » -¿Pero qué importancia tenían para vos esos acontecimientos, y quién sois vos para que esa gran desgracia os haya causado tan profunda impresión?

    » -Se trataba de la vida o de la muerte de mi padre -contestó la joven-, y me llamo Haydée, hija de Alí-Tebelín, bajá de Janina, y de Basiliki, su muy amada esposa.

    » »El carmín de modestia, y al mismo tiempo de orgullo, que coloreó las mejillas de la joven, el fuego de su mirada y la majestad de su presencia, produjeron en la asamblea un efecto imposible de describir.

    » En cuanto al conde, no hubiera quedado más aterrado si un rayo hubiera abierto un abismo a sus pies.

    » -Señora -dijo el presidente, después de saludarla respetuosamente-, permitidme una simple pregunta, que no es una duda, y esta pregunta será la última: ¿podéis justificar la autenticidad de lo que decís?

    » -Puedo justificarla -contestó Haydée, sacando de debajo del velo una bolsa de raso-, porque aquí está la partida de mi nacimiento, redactada por mi padre y firmada por sus oficiales superiores; aquí está la de mi bautismo, pues mi padre consintió que fuese educada en la religión de mi madre, acta que el primado de Macedonia y Epiro autorizó con su sello; y finalmente aquí está, y éste es sin duda el documento más importante, el acta de venta que se verificó de mi persona y de la de mi madre al mercader armenio El Kobbir por el oficial franco que en el infame convenio con la Puerta, se había reservado por su parte de botín a la hija y a la mujer de su bienhechor, a quienes vendió por la cantidad de mil bolsas, es decir, por unos cuatrocientos mil francos.

    » Una intensa palidez cubrió las mejillas del conde, y sus ojos se inyectaron de sangre al oír esas terribles imputaciones que fueron acogidas por la asamblea con lúgubre silencio.

    » Haydée, sin perder su aparente calma, alargó el acta de venta, redactada en lengua árabe.

    » Como se había creído que algunos de los documentos aducidos estarían redactados en árabe o turco, se había avisado al intérprete, de la Cámara; se le llamó.

    » Uno de los nobles pares, a quien era familiar la lengua árabe, que había tenido oportunidad de aprender durante la campaña de Egipto, iba siguiendo con la vista en el acta la lectura que el traductor dio en alta voz.

    «Yo, El-Kobbir, mercader de esclavas y abastecedor del harén de su alteza, reconozco haber recibido para entregarla al sublime emperador, del señor Conde de Montecristo, una esmeralda, valuada en dos mil bolsas, a cambio de una esclava cristiana, de once años de edad, llamada Haydée, la hija del difunto señor Alí-Tebelín, bajá de Janina, y de Basiliki, su favorita; la cual me había sido vendida hace siete años junto con su madre, que murió al llegar a Constantinopla, por un coronel, al servicio del visir Alí-Tebelín, llamado Fernando Mondego.

    »La susodicha venta se me hizo por cuenta de su alteza, mediante la cantidad de dos mil bolsas.

    » Firmado en Constantinopla, con autorización de su alteza, el año de mil doscientos cuarenta y siete de la Hégira.

    Firmado: El Kobbir.»



    «Para que esta acta tenga la necesaria fe, crédito y autenticidad será revestida con el sello imperial, de lo cual se encarga el vendedor.»

    » Al lado de la firma del vendedor se veía efectivamente el sello de la Sublime Puerta.

    » Un profundo silencio siguió a esta lectura. El conde no hacía más que mirar a Haydée, y sus miradas parecían de fuego.

    » -Señora -dijo el presidente-, ¿no se puede interrogar al conde de Montecristo, que, según tengo entendido, se halla en París a vuestro lado?

    » -El conde de Montecristo, mi segundo padre -contestó Haydée-, hace tres días se marchó a Normandía.

    » -Pues entonces -dijo el presidente-, ¿quién os ha aconsejado el paso que acabáis de dar, paso que la comisión agradece, y que además es muy natural si se tiene en cuenta vuestro nacimiento y vuestras desgracias?

    » -Este paso -contestó Haydée- me lo han aconsejado mi respeto y mi dolor. A pesar de ser cristiana, ¡Dios me perdone!, siempre he pensado en vengar a mi ilustre padre. Cuando puse el pie en Francia, y supe que el traidor vivía en París, mis ojos y mis oídos estuvieron constantemente abiertos. Vivo retirada en la casa de mi noble protector; pero vivo así porque me gusta la soledad y el silencio que me permiten entregarme enteramente a mis pensamientos. Pero el señor conde de Montecristo me rodea de atenciones paternales, y no desconozco nada de cuanto constituye la vida de la sociedad. Leo, pues, todos los periódicos, de la misma manera que me envían todos los álbumes, del mismo modo que recibo todas las melodías; y siguiendo la vida de los demás, sin acostumbrarme a ella, es como he sabido lo que había sucedido esta mañana en la Cámara de los pares, y lo que debía ocurrir esta noche... Entonces he escrito la carta que os han entregado.

    » Según eso -dijo el presidente-, ¿el conde de Montecristo no tiene la menor parte en el paso que acabáis de dar?

    » -Lo ignora totalmente, y temo que lo desapruebe cuando lo sepa; sin embargo, es para mí un hermoso día éste en que encuentro ocasión de vengar a mi padre -dijo la joven levantando al cielo una ardiente mirada.

    » Durante este tiempo el conde no había pronunciado una sola palabra; sus colegas le miraban, y sin duda se compadecían de esa fortuna destruida bajo el perfumado aliento de una mujer; su desgracia se escribía con caracteres siniestros en su rostro.

    » -Conde de Morcef --dijo el presidente-, ¿reconocéis a la señora por la hija de Alí-Tebelín, bajá de Janina?

    » -No -dijo Morcef, haciendo un esfuerzo para levantarse-, es una trama urdida por mis enemigos.

    » Haydée, que estaba mirando a la puerta, como si esperase a alguna persona, se volvió bruscamente, y viendo al conde en pie profirió un terrible grito.

    » -No me reconoces --dijo-; ¡pues yo sí lo reconozco afortunadamente! Tú eres Fernando Mondego, el oficial que instruía las tropas de mi noble padre. ¡Tú eres quien entregó los castillos de Janina! Tú eres quien, enviado por él a Constantinopla para tratar directamente con el emperador de la vida o muerte de tu bienhechor, trajiste un firmán falso que concedía perdón! ¡Tú eres quien con este truhán llegaste a obtener el anillo del bajá que debía hacerte obedecer por Selim, el guarda del fuego! ¡Tú asesinaste a Selim! ¡Tú, quien nos vendiste a mi madre y a mí al mercader El Kobbir! ¡Asesino! ¡Asesino! ¡Asesino!, todavía tienes en la frente sangre de tu amo, miradlo.

    » Tal fuerza había en aquellas palabras, y fueron pronunciadas con un acento de verdad tal, que los ojos de todos se fijaron en la frente del conde, y él mismo llevó la mano a ella, como si hubiese sentido caliente aún la sangre de Alí.

    » -¿Identificáis, pues, positivamente al señor de Morcef como el mismo oficial Fernando Mondego?

    » -¡Sí; es el mismo! -dijo Haydée-. ¡Oh, madre mía! Tú me dijiste: eras libre, tenías un padre a quien amabas, estabas destinada a ser casi una reina; mira bien ese hombre: él es quien te ha hecho esclava, quien clavó en una pica la cabeza de tu padre; quien nos vendió y nos entregó traidoramente; mira bien su mano derecha, en ella tiene una gran cicatriz; si olvidas sus facciones, le reconocerás por esa señal; por esa mano, en la que cayeron una a una las monedas de oro del mercader El-Kobbir! ¡Sí, le conozco! ¡Oh! ¡Que diga él mismo si me conoce!

    » Cada palabra hacía perder al señor Morcef parte de su energía; a las últimas palabras ocultó vivamente y sin reflexionar la mano mutilada por una herida, metiéndola en el pecho por entre los botones del frac que tenía abiertos; cayó en su sillón, abrumado bajo el peso de la desesperación.

    » Esta escena había conmovido a la asamblea, oíase un murmullo igual al de las hojas de los árboles, movidas por el viento.

    » -Señor conde de Morcef -dijo el presidente-, no os dejéis abatir; responded: la justicia de la corte es suprema a igual para todos, como la de Dios; ella no permitirá que os confundan vuestros enemigos, sin daros todos los medios para combatirlos. ¿Queréis una nueva información? ¿Queréis que mande que vayan a Janina dos miembros de la Cámara? Hablad.

    » Morcef no respondió.

    » Los miembros de la comisión se miraron unos a otros, aterrados. Conocían el carácter enérgico y violento del conde, y era necesario fuese mucha su postración para aniquilar las fuerzas de aquel hombre; era necesario que aquel silencio, que parecía un sueño, fuese al despertar una cosa que semejase al rayo.

    » -Y bien, ¿qué decís? -preguntóle el presidente.

    » -Nada --dijo el conde con voz ronca.

    » -¿La hija de Alí-Tebelín -dijo el presidente- ha declarado realmente la verdad? ¿Es el testigo terrible al cual jamás se atreve a responder el culpable? ¿No? ¿Habéis hecho las cosas de que os acusa?

    » El conde echó en torno una mirada cuya expresión desesperada hubiera conmovido a los tigres; pero no podía desarmar a los jueces, levantó en seguida los ojos a la bóveda, pero los bajó temiendo que aquélla se abriese y dejase ver aquel otro tribunal que se llama el cielo, y a aquel otro juez que se llama Dios.

    » Desabrochóse bruscamente el frac que le ahogaba y salió de la sala como un demente; durante un momento se oyeron sus pasos bajo la bóveda sonora, y en seguida el ruido del coche que se alejaba a galope del palacio Florentino.

    »-Señores -dijo el presidente cuando se restableció el silencio-, ¿el conde de Morcef está acusado de felonía, traición e indignidad?

    » -Sí -respondieron a una todos los miembros de la comisión.

    » Haydée había asistido hasta el fin de la sesión; oyó pronunciar la sentencia del conde sin que sus facciones expresasen alegría ni piedad; echándose entonces su velo, saludó majestuosamente a la asamblea, y salió con aquel paso con que Virgilio veía marchar a las diosas.

    -Entonces -continuó diciendo Beauchamp-, me aproveché del silencio y de la oscuridad de la sala para salir sin ser visto; el ujier que me había introducido me esperaba a la puerta; me llevó a través de los corredores hasta una salida secreta que da a la calle de Vaugirard; salí con el alma entristecida y gozosa a la vez; entristecida por vos, mi querido Alberto, gozosa al ver la nobleza de aquella joven persiguiendo, hasta lograr vengarse, al enemigo de su padre. Os juro, Alberto, que venga de donde se quiera esta revelación, no puede ser sino de un enemigo; pero éste no es más que un agente de la Providencia.

    Alberto tenía la cara oculta entre sus manos; levantó la cabeza mostrando su rostro sonrojado y bañado de lágrimas, y cogiendo del brazo a Beauchamp le dijo:

    -Amigo, mi vida ha concluido, únicamente me falta no decir como vos que la Providencia me ha herido, sino buscar al hombre que me persigue con su enemistad; cuando le encuentre le mataré o me matará; confío en vuestra amistad, Beauchamp, si ya no es que el desprecio la haya sustituido en vuestro corazón.

    -El desprecio no, amigo mío, ¿qué parte tenéis vos en esta desgracia? Afortunadamente vivimos en un tiempo en que se tienen conocimientos superiores a los antiguos, y en que no se hace a los hijos responsables de las faltas de los padres. Examinad toda vuestra vida, Alberto; data de ayer, es cierto, pero jamás aurora de más hermoso día fue más pura. No, Alberto: creedme, sois joven y rico, salid de Francia; todo se olvida pronto en esta gran Babilonia, donde la vida es tan agitada y los gustos cambian con tanta facilidad; dentro de tres o cuatro años regresaréis casado con alguna princesa rusa, y nadie pensará en lo que pasó ayer, y con mucha menos razón en lo que sucedió hace dieciséis años.

    -Gracias, mi querido Beauchamp, gracias por la excelente intención que dictan vuestras palabras; pero eso no puede ser; os he hecho conocer mi deseo, mi voluntad. Bien conocéis que siendo interesado en este asunto no puedo verlo como vos; lo que os parece que trae su origen del cielo, lo creo yo de un origen menos puro; no pienso que la Providencia tenga nada que ver en todo esto, afortunadamente para mí, porque en lugar del mensajero invisible a incorpóreo, encontré un ente palpable y visible, del que me vengaré; ¡oh!, sí; me vengaré de cuanto sufro de un mes a esta parte, ahora os lo repito: si sois mi amigo, como vos decís, ayudadme a buscar la mano de donde ha partido este golpe.

    -Sea -dijo Beauchamp-, si queréis que baje a la tierra de nuevo, bajaré; si queréis buscar a un enemigo, lo buscaré con vos, y lo hallaré, porque tengo tanto interés en ello como vos, porque mi honor exige también que lo hallemos.

    -Pues bien, Beauchamp, ya veis que no debemos perder tiempo: empecemos nuestras indagaciones; el delator no ha sido aún castigado, y esperará probablemente quedar impune, y por mi honor, si así lo cree, se engaña.

    -Entonces, escuchadme, Morcef.

    -¡Ah!, Beauchamp, veo que sabéis algo, y ello me da la vida.

    -No os diré que sea la realidad, pero al menos es una luz en medio de tantas tinieblas, y siguiéndola llegaremos hasta el fin.

    -Hablad, ya veis mi impaciencia.

    -Voy a contaros lo que os oculté a mi vuelta de Janina.

    -Hablad, entonces.

    -He aquí lo que pasó, Alberto; fui naturalmente a casa del primer banquero de la ciudad para tomar informes; apenas pronuncié las primeras palabras, y aun antes de nombrar a vuestro padre:

    -¡Ah!, me dijo, adivino lo que os ha traído aquí.

    -¿Cómo y por qué?

    -Porque hace apenas quince días que he sido interrogado sobre el mismo punto.

    -¿Por quién?

    -Por un banquero de París, mi corresponsal.

    -¿Y se llama?

    -Señor Danglars.

    -¡El! -exclamó Alberto-, en efecto, él es quien hace mucho tiempo persigue con su odio a mi pobre padre; él, el hombre que pretende ser popular y que no perdona al conde de Morcef el haber llegado a ser par de Francia; y... sí, el haber dado al traste con la boda sin decir por qué, sí, sí, él es.

    -Informaos, Alberto, pero no os dejéis arrebatar por la cólera antes de tiempo; informaos, digo, y si es cierto...

    -¡Oh!, sí, es cierto; me pagará cuanto he sufrido.

    -Tened presente, Morcef, que es un anciano.

    -Respetaré su edad como él ha respetado el honor de mi familia; si a quien quería perder era a mi padre, ¿por qué no le buscó? ¡Oh!, no, él ha tenido miedo de verse cara a cara con un hombre.

    -No os diré que no, Alberto; lo que exijo es que os contengáis y obréis con prudencia.

    -Descuidad, además me acompañaréis, Beauchamp; las cosas interesantes y solemnes deben tratarse ante testigos; antes que pase el día si el señor Danglars es culpable, habrá dejado de existir o yo habré muerto. Por vida de Dios, Beauchamp, quiero hacer magníficos funerales a mi honor.

    -Alberto, cuando se toman semejantes resoluciones es preciso ponerlas en práctica en seguida; ¿queréis ir a casa del señor Danglars...? Pues salgamos.

    Enviaron a buscar un coche de alquiler, y al entrar en casa del banquero vieron allí el faetón y el criado del señor Cavalcanti a la puerta.

    -¡Ah, ah! -dijo con voz sombría Alberto-, esto va bien; si el señor Danglars no quiere batirse, mataré a su yerno: ¡éste sí se batirá. .. ! un Cavalcanti.

    Anunciaron el joven al banquero, que al nombre de Alberto, y sabiendo lo que había ocurrido el día antes, prohibió que le dejasen entrar; pero era ya tarde. Alberto había seguido al lacayo, oyó la orden, forzó la puerta, y penetró, seguido de Beauchamp, en el despacho del banquero.

    -Pero, caballero -le dijo éste-, ¿no es uno dueño ya de recibir o no en su casa a las personas que quiere? Me parece que os conducís de un modo muy extraño.

    -No, señor -dijo fríamente Alberto-, hay circunstancias, y os halláis en una de ellas, en que, salvo ser un cobarde, os ofrezco ese refugio, es preciso estar visible, al menos para ciertas personas.

    -¿Qué queréis de mí?

    -Quiero -dijo Morcef, acercándose sin hacer caso, al parecer, de Cavalcanti, que estaba junto a la chimenea- proponeros una cita en un lugar retirado y donde nadie nos interrumpa durante diez minutos; de los dos solamente volverá uno.

    Danglars palideció; Cavalcanti hizo un movimiento y Alberto se volvió súbitamente.

    -¡Oh, Dios mío! -dijo-, acercaos; venid si gustáis, señor conde; tenéis derecho para ser de la partida, yo doy esta clase de citas a cuantos quieren aceptarlas.

    Cavalcanti miró estupefacto a Danglars, el cual, haciendo un esfuerzo se levantó y vino a colocarse entre los dos jóvenes; el ataque de Alberto a Andrés le hizo creer que su visita tenía otra causa distinta de la que creyó en un principio.

    -¡Ah!, si venís a buscar querellas con el señor, porque le he preferido a vos, os prevengo que haré un asunto grave de este insulto, y daré parte al procurador del rey.

    --0s engañáis -dijo Morcef con sombría sonrisa-, no hablo con relación al matrimonio, y si me he dirigido al señor Cavalcanti, ha sido porque he creído ver en él la intención de intervenir en nuestra discusión, y tenéis razón, hoy estoy con ganas de buscar disputa, pero tranquilizaos, señor Danglars, la preferencia es vuestra.

    -Caballero -respondió Danglars, pálido de cólera y de miedo-, os advierto que cuando tengo la desgracia de encontrarme con un dogo rabioso, le mato, y lejos de creerme culpable, pienso que he hecho un servicio a la sociedad; así, os prevengo que si estáis rabioso, os mataré sin piedad. ¿Tengo yo la culpa de que vuestro padre esté deshonrado?

    -Sí, miserable, la culpa es tuya -gritó Morcef.

    Danglars dio un paso atrás.

    -¡La culpa mía! -dijo-, ¿estáis loco? ¿Sé yo la historia griega? ¿He viajado por aquel país? ¿He aconsejado a vuestro padre que vendiese el castillo de Janina y que hiciese traición...?

    -¡Silencio! -dijo Alberto-, no sois vos el que directamente ha causado este escándalo; pero lo habéis provocado hipócritamente.

    -Sí. ¿Y de dónde procede la revelación?

    -Me parece que el periódico ha dicho de Janina.

    -¿Quién ha escrito a Janina?

    -¿A Janina?

    -Sí, ¿quién ha escrito pidiendo informes sobre mi padre?

    -Me parece que todo el mundo puede escribir a Janina.

    -Una sola persona ha sido quien lo ha hecho.

    -¿Una sola?

    -Sí, y ésa sois vos.

    -He escrito sin duda; me parece que cuando un padre va a casar a una hija, tiene derecho a tomar informes sobre la familia del joven a quien va a unirla, y esto no sólo es un derecho, sino un deber.

    -Habéis escrito -dijo Alberto- sabiendo muy bien la respuesta que os darían.

    -¡Yo!, ¡ah!, os juro -dijo Danglars con una confianza y una seguridad hijas, menos quizá de su miedo, que de la compasión que sentía por el desgraciado joven-, os juro que jamás habría pensado en escribir a Janína. ¿Conocía por ventura la catástrofe de Alí. Bajá?

    -Entonces alguien os incitó para ello.

    -Desde luego.

    -¿Os han incitado?

    -Sí.

    -¿Y quién...? acabad...

    -Es muy sencillo: hablaba de los antecedentes de vuestro padre; decía que el origen de su fortuna había permanecido siempre ignorado, la persona me preguntó dónde había adquirido vuestro padre su fortuna y respondí que en Grecia; ¡pues bien! -me dijo-, escribid a Janina.

    -¿Y quién os dio ese consejo?

    -El conde de Montecristo, vuestro amigo.

    -¿El conde de Montecristo os dijo que escribieseis a Janina?

    -Sí, y así lo hice. Si queréis ver mi correspondencia, os la enseñaré.

    Alberto y Beauchamp cambiaron una mirada.

    -Caballero -dijo Beauchamp, que hasta entonces no había tomado la palabra-, parece que acusáis al conde, que se halla ausente de París, y que en este momento no puede justificarse.

    -No acuso a nadie; digo la verdad, y repetiré delante del conde de Montecristo cuanto acabo de deciros ahora.

    -¿Y el conde conoce la respuesta que recibisteis?

    -Se la enseñé.

    -¿Sabía que el nombre de pila de mi padre era Fernando y su apellido Mondego?

    -Sí, se lo había dicho yo hace tiempo; por lo demás, no he hecho más que lo que haría cualquier otro en mi lugar, y aun quizá menos. Cuando al día siguiente de recibida esta respuesta, vuestro padre, incitado por Montecristo, vino a pedirme mi hija como se acostumbra, se la negué, es verdad, y se la negué sin darle motivos, sin explicaciones, sin ruido; ¿y qué necesidad tenía yo de un escándalo? ¿Qué me importaba a mí el honor o el deshonor del señor de Morcef? Esto no haría alzar ni bajar la renta.

    Alberto sintió que el rubor encendía sus mejillas; no había duda, Danglars se defendía con bajeza, pero con la seguridad de un hombre que dice si no toda la verdad, gran parte de ella, no por conciencia, sino por miedo; y además, ¿qué era lo que buscaba Morcef? No la mayor o menor culpabilidad de Danglars o Montecristo, sino un hombre que le respondiese de la ofensa, que se batiese, y claro era ya que Danglars no se batiría.

    Ahora se acordaba de cosas que había olvidado o que habían pasado inadvertidas. Montecristo lo sabía todo, puesto que había comprado la hija de Alí-Bajá, y había, no obstante, aconsejado a Danglars que escribiese a Janina; conociendo la respuesta, había accedido al deseo manifestado por Alberto de ser presentado a Haydée; una vez ante ella, hizo recaer la conversación sobre la muerte de Alí; pero habiendo dicho algunas palabras en griego a la joven, que no permitieron que éste conociese por la relación de la muerte de Alí, a su padre. ¿No había rogado a Morcef que no pronunciase el nombre de su padre delante de Haydée? En fin, se llevó a Alberto a Normandía en el momento en que el gran escándalo iba a producirse. Ya no podía dudar, todo había sido calculado, y sin duda Montecristo estaba de acuerdo con los enemigos de su padre.

    Alberto llamó aparte a Beauchamp y le comunicó todas estas reflexiones.

    -Es verdad -le dijo-, el señor Danglars no tiene en esto más que una parte material, a Montecristo es a quien debéis pedir una explicación.

    Alberto se volvió.

    -Caballero -dijo a Danglars-, comprendéis que no me despido aún definitivamente de vos; me queda todavía por averiguar si vuestras inculpaciones son justas: voy a asegurarme de ello en casa del conde de Montecristo.

    Y saludando al banquero salió sin hacer caso de Cavalcanti. Danglars le acompañó hasta la puerta y allí aseguró de nuevo a Alberto que ningún motivo de enemistad personal tenía con el conde de Morcef.
     
  10. mai^a

    mai^a My Garden

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    Re: ... de poetas, cuentos y leyendas



    Que linda, no conocía a este autor
     
  11. mai^a

    mai^a My Garden

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    Re: ... de poetas, cuentos y leyendas

    [​IMG]

    Heridos en el trabajo


    Lunes, 13


    Nobis puede hacer pareja con Franti: ni uno ni otro se conmovieron
    esta mañana ante lo que pasó delante de nuestras narices.

    Fuera ya de la escuela, estaba yo con mi padre mirando a unos
    pilluelos de la sección segunda que se arrodillaban para restregar
    el hielo con las carpetas y las gorras y poder resbalar mejor, cuando
    vemos venir por medio de la calle una multitud de gente con paso
    precipitado, serios, espantados, hablando en voz baja. En medio
    venían tres guardias municipales, y detrás de éstos dos hombres que
    llevaban una camilla. De todas partes acudieron los muchachos.

    La muchedumbre avanzaba hacia nosotros. Sobre la camilla venía
    tendido un hombre, blanco como un muerto, con la cabeza caída
    sobre un hombro, el pelo enmarañado y lleno de sangre, que también
    le salía de la boca y de los oídos. Al lado de la camilla venía una mujer
    con un niño en brazos; parecía loca; a cada paso gritaba:

    -¡Está muerto! ¡Está muerto! ¡Está muerto!

    Seguía a la muchedumbre un muchacho con su cartera bajo el brazo
    y sollozando.

    -¿Qué ha pasado? -preguntó mi padre.

    Alguien contestó que era un pobre albañil que se había caído de un
    cuarto piso donde estaba trabajando. Los que llevaban la camilla se
    detuvieron un instante. Muchos volvieron la cabeza horrorizados. Vi
    que la maestrita de la pluma roja sostenía a mi maestra de clase
    superior, casi desmayada. Al mismo tiempo sentí que me tocaban en
    el codo: era el pobre albañilito, pálido y tembloroso de pies a cabeza.
    Pensaba seguramente en su padre; también yo pensé en él. Por mi parte,
    tengo al menos el ánimo tranquilo cuando estoy en la escuela, porque
    sé que mi padre está en casa, sentado a su mesa, lejos de todo peligro;
    pero ¡cuántos de mis compañeros pensarán que sus padres trabajan sobre
    un alto puente o cerca de las ruedas de una máquina y que sólo un gesto
    o un paso en falso les puede costar la vida! Son como otros tantos hijos

    de soldados que tienen a sus padres en la guerra. El albañilito miraba y
    remiraba temblando cada vez más, y, al advertirlo mi padre, le dijo:

    -Vete a casa, muchacho, vete a escape con tu padre, a quien encontrarás
    sano y tranquilo; anda.

    El hijo del albañil se marchó, volviendo la cara hacia atrás a cada paso que
    daba. Entretanto la multitud se puso en movimiento, y la pobre mujer
    destrozaba el corazón gritando:

    -¡Está muerto! ¡Está muerto! ¡Está muerto!

    -No, no está muerto -le decían todos.

    Ella no hacía caso y se arrancaba los cabellos. Oigo en esto una voz
    indignada que dice:

    -¡Te ríes!

    Era un hombre con barba que miraba cara a cara a Franti, el cual seguía
    sonriendo. El hombre, entonces, de un cachetazo le arrojó la gorra al suelo,
    diciendo:

    -¡Descúbrete, mal nacido! ¡Pasa un herido del trabajo!

    Toda la multitud había pasado ya, y se veía en la calle un largo reguero de
    sangre.
     
  12. clause

    clause Claudia

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    Re: ... de poetas, cuentos y leyendas

    Triste ,pero real....la posibilidad del accidente en esos trabajos riesgosos, la angustia de los tiempos de guerra...y aquellos que ni de chicos, tienen la capacidad de conmoverse!
     
  13. clause

    clause Claudia

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    Re: ... de poetas, cuentos y leyendas

    Alejandro Dumas (Padre)
    El Conde de Montecristo

    Parte Quinta

    Capítulo quinto

    El insulto

    Beauchamp detuvo a Morcef a la puerta de la casa del banquero.

    -Escuchad -le dijo-, hace poco que habéis oído en casa de Danglars que al conde de Montecristo debéis pedirle una explicación.

    -Sí; ahora mismo vamos a su casa.

    -Un momento, Morcef; antes de presentarnos en ella, reflexionad.

    -¿Qué queréis que reflexione?

    -La gravedad del paso que vas a dar.

    -¿Es más que haber venido a ver a Danglars?

    -Sí. Danglars es un hombre de dinero, y éstos saben demasiado bien el capital que arriesgan batiéndose; el otro, por el contrario, es un noble, al menos en la apariencia, ¿y no teméis encontrar bajo el noble al hombre intrépido y valeroso?

    -Lo único que temo encontrar es un hombre que no quiera batirse.

    -¡Oh!, podéis estar tranquilo, éste se batirá; lo único que temo es que lo haga demasiado bien, tened cuidado.

    -Amigo -dijo Morcef sonriéndose-, es cuanto puedo apetecer, nada puede sucederme que sea para mí más dichoso que morir por mi padre: esto nos salvará a todos.

    -Vuestra madre se moriría.

    -¡Pobre madre! -dijo Alberto, pasando la mano por sus ojos-, bien lo sé; pero es preferible que muera de esto que de vergüenza.

    -¿Estáis bien decidido, Alberto?

    -Vamos.

    -Creo, sin embargo, que no le encontraremos.

    -Debía salir para París pocas horas ya habrá llegado.

    Subieron al carruaje, que les condujo a la entrada de los Campos Elíseos, número 30. Beauchamp quería bajar solo; pero Alberto le hizo observar que, saliendo este asunto de las reglas ordinarias, le era permitido separarse de las reglas de etiqueta del duelo.

    Era tan sagrada la causa que hacía obrar al joven, que Beauchamp no sabía oponerse a sus deseos; cedió, y se contentó con seguirle.

    De un salto plantóse Alberto del cuarto del portero a la escalera; abrióle Bautista. El conde acababa de llegar, estaba en el baño, y había dicho que no recibiese a nadie. -¿Y después del baño? -preguntó Morcef. -El señor conde comerá. -¿Y después de comer? -Dormirá por espacio de una hora. -¿Y a continuación? -Irá a la ópera.

    -¿Estáis seguro?

    -Sí, señor; ha mandado que el carruaje esté listo a las ocho en punto.

    -Muy bien -dijo Alberto-, es cuanto deseaba saber.

    Y volviéndose en seguida a Beauchamp:

    -Si tenéis algo que hacer, querido mío, despachad vuestras diligencias en seguida; si tenéis alguna cita para esta noche, aplazadla hasta mañana. Cuento con que me acompañaréis esta noche a la ópera, y que si podéis haréis que venga con vos Chateau-Renaud.

    Beauchamp aprovechó el permiso, y se despidió de Alberto, ofreciéndole que iría a buscarle a las ocho menos cuarto.

    Alberto volvió a su casa, y avisó a Franz y a Debray que deseaba verles por la noche en la ópera.

    Fue en seguida a ver a su madre, que desde el acontecimiento del día anterior no salía de su cuarto ni permitía entrar a nadie:, hallóla en cama, abismada por el dolor de aquella pública humillación.

    La vista de Alberto produjo en Mercedes el efecto que debía esperarse; apretó la mano de su hijo, y prorrumpió en copioso llanto. Las lágrimas la aliviaron.

    Alberto permaneció un momento en pie y sin proferir una palabra junto a la cama de su madre. Veíase en su pálida cara y sus fruncidas cejas que el deseo de venganza se arraigaba cada vez más en su corazón.

    -Madre mía-dijo Alberto-, ¿conocéis algún enemigo del señor Morcef?

    Mercedes se estremeció al notar que el joven no había dicho «mi padre».

    -Hijo mío -le dijo-, las personas de la posición del conde tienen muchos enemigos a quienes no conocen, y éstos, como sabéis, son los más temibles.

    -Lo sé, y por eso recurro a vuestra perspicacia; sois, madre mía, una mujer tan superior, que nada se os oculta.

    -¿Por qué me decís eso?

    -Supongo que observasteis que la noche del baile, el señor de Montecristo no se permitió tomar nada en casa.

    Mercedes, incorporándose sobre el brazo, y con ardiente fiebre, le dijo:

    -¡El señor de Montecristo! ¿Y qué tiene que ver eso con la pregunta que me hacéis?

    -Sabéis, madre mía, que Montecristo es casi un oriental, y los orientales, para conservar toda su libertad en su venganza, no comen ni beben jamás en casa de sus enemigos.

    -¿El señor de Montecristo nuestro enemigo, decís, Alberto? -respondió Mercedes poniéndose pálida como una muerta-. ¿Quién os lo ha dicho? ¿Y por qué? ¿Estáis loco, Alberto? Montecristo nos ha manifestado siempre la mayor amistad, os ha salvado la vida, y vos mismo nos lo presentasteis; ¡oh, hijo mío!, si tenéis semejante idea, desechadla; y si puedo recomendaros, o mejor diré rogaros, una cosa, es que estéis bien con él.

    -Madre mía, ¿tenéis sin duda algún motivo personal para recomendarme tanto a ese hombre?

    -¡Yo! -replicó Mercedes poniéndose colorada con la misma rapidez con que antes había palidecido, y volviendo de nuevo a su palidez.

    -Sí, sin duda, y esa razón no es -dijo Alberto- la de que ese hombre no puede hacernos mal.

    -Me habláis de un modo extraño, Alberto, y me hacéis singulares prevenciones. ¿Qué os ha hecho el conde? Hace tres días que estabais con él en Normandía, y le mirabais como a vuestro mejor amigo.

    Una sonrisa irónica se asomó a los labios de Alberto; Mercedes la vio, y con el instinto de mujer y de madre lo adivinó todo; pero prudente y valerosa, ocultó su turbación y su miedo.

    Alberto permaneció silencioso, y la condesa al poco rato reanudó la conversación.

    -¿Veníais a preguntarme cómo estaba? Os responderé francamente, hijo mío, que no me siento bien; debéis quedaros aquí, Alberto; me acompañaréis, necesito no estar sola.

    -Con mucho gusto, madre mía. Sabéis que es mi mayor dicha, pero un asunto urgente a importante me impide haceros compañía esta noche.

    -¡Ah!, muy bien, Alberto; no quiero que seáis esclavo de vuestra piedad filial.

    Alberto hizo como que no oía, saludó a su madre y salió.

    Apenas hubo cerrado la puerta, cuando Mercedes mandó llamar a un criado de confianza, le ordenó que siguiese a Alberto a todas partes y viniese a darle cuenta de todo.

    En seguida, entró su doncella, y aunque muy débil, se vistió para estar pronta a lo que pudiera presentarse.

    La comisión dada al lacayo no era difícil de ejecutar. Alberto entró en su cuarto y se vistió con suma elegancia; a las ocho menos diez minutos llegó Beauchamp; había visto a Chateau-Renaud, el que le había ofrecido encontrarse en la orquesta al levantarse el telón.

    Ambos subieron en el coche de Alberto, que no teniendo motivo para ocultar adónde iba, dijo:

    -A la Ópera.

    Tal era su impaciencia que llegó mucho antes de que se alzara el telón.

    Chateau-Renaud se hallaba sentado en su butaca, prevenido de todo por Beauchamp, y así Alberto no tuvo necesidad de decirle nada; la conducta de este hijo, que procuraba vengar a su padre, era tan natural, que Chateau-Renaud no pensó en disuadirle, y se contentó con renovarle la promesa de que estaba a su disposición.

    Debray no había llegado aún; pero Alberto sabía que rara vez faltaba a la Opera; se paseó de un lado a otro hasta que se levantó el telón. Esperaba encontrar a Montecristo en los corredores o en la escalera. Empezó la ópera, y fue a ocupar su asiento entre Chateau-Renaud y Beauchamp.

    Pero su vista no se apartaba de aquel palco entre columnas, que durante todo el primer acto permaneció cerrado.

    Finalmente, al mirar Alberto su reloj por centésima vez, al principio del segundo acto, la puerta se abrió, y Montecristo, vestido de negro, entró y se apoyó sobre la baranda para mirar a la sala; Morrel le seguía, buscando con la vista a su hermana y a su cuñado; divisóles en un palco segundo, y les saludó.

    Al mirar el conde a la sala, vio sin duda un rostro pálido y dos ojos centelleantes que ávidamente le buscaban: reconoció a Alberto; pero la expresión que notó en aquella fisonomía tan trastornada, le aconsejó sin duda que fingiese no fijarse, cual si no le hubiese distinguido; sin dar, pues, lugar a que pudiese conocerse su pensamiento, se acomodó en su asiento, sacó su lente, y se puso a mirar con la mayor indiferencia a uno y otro lado.

    Pero aunque aparentaba no hacer caso de Alberto, no le perdía de vista, y al caer el telón, concluido el segundo acto, su mirada infalible siguió al joven, que salía acompañado de sus dos amigos; al poco tiempo vio aparecer aquella misma cabeza por entre los cristales de un palco frente al suyo; comprendió que la tempestad se avecinaba, y aun cuando hablaba a Morrel con un semblante el más risueño, se había preparado a todo antes que oyese a la llave dar vuelta en la cerradura de su palco, abrióse éste, y Montecristo se volvió y se encontró con Alberto, lívido y temblando; tras él entraron Beauchamp y Chateau-Renaud.

    -¡Hola! -exclamó con aquella exquisita finura que le distinguía-, he aquí un caballero que ha llegado al fin. Buenas noches, señor de Morcef.

    Y el rostro de aquel hombre tan admirablemente dueño de sí mismo manifestaba la más perfecta cordialidad.

    Morrel se acordó entonces de la carta que había recibido del vizconde, y en la que sin más explicación le rogaba asistiese a la ópera, y conoció que iba a suceder una terrible escena.

    -No venimos aquí para cambiar frases hipócritas o falsas muestras de amistad -dijo el joven-, venimos a pediros una explicación, señor conde.

    Su voz era lúgubre, y apenas se dejaba oír por entre sus dientes, fuertemente apretados.

    -¿Una explicación en la Opera? -dijo el conde, con aquel tono tranquilo y aquella mirada penetrante en que se distinguía al hombre enteramente dueño de sí mismo-. Por poco versado que esté en las costumbres de París, no me parece, caballero, que sea éste el lugar adecuado para pedir explicaciones.

    -Cuando las personas se ocultan, cuando es imposible llegar hasta ellas, porque se excusan con que están en el baño, en la mesa o en la cama, es preciso dirigirse a ellas donde se las encuentra.

    -No es difícil hallarme -dijo Montecristo-, porque, si mal no recuerdo, ayer mismo estabais en mi casa.

    -Ayer -dijo el joven, que se iba acalorando- estaba en vuestra casa porque ignoraba quién erais.

    Y al decir estas palabras, Alberto levantó la voz de modo que pudiesen oírlas las personas de los palcos inmediatos y las que pasaban por los corredores. Las unas volvieron la vista hacia el conde y las otras se detuvieron a la puerta detrás de Beauchamp y Chateau-Renaud, al ruido de aquel altercado.

    -¿De dónde venís? -preguntó Montecristo-, me parece que habéis perdido la cabeza. -Y su semblante no dejó traslucir la menor emoción.

    -Con tal que comprenda vuestras perfidias y llegue a vengarme de ellas, tendré toda mi razón -dijo Alberto, furioso.

    -No os comprendo -replicó Montecristo-, y aun cuando os comprendiera, no hablaríais más alto: estoy aquí en mi casa, y solamente yo tengo el derecho de levantar la voz sobre los demás. Salid, caballero.

    Y mostró la puerta a Alberto con un admirable ademán imperativo.

    -¡Ah!, yo soy el que haré que salgáis vos de aquí -respondió Alberto, apretando entre sus manos convulsivas su guante, que el conde no perdía de vista.

    -¡Bien! ¡Bien! -dijo flemáticamente Montecristo-, buscáis una querella, caballero, lo veo; pero un consejo, vizconde, y conservadlo bien en la memoria: es muy mala costumbre meter ruido al provocar. No a todos conviene el ruido, señor de Morcef.

    Al oír aquel nombre, un murmullo sordo se dejó oír entre los asistentes extraños a esta escena. Todos hablaban de Morcef desde la víspera.

    Alberto, mejor que todos, y el primero, comprendió la alusión e hizo la demostración como de ir a tirar el guante al rostro del conde, pero Morrel le sujetó por la muñeca, mientras Beauchamp y Chateau-Renaud le detenían por detrás, temiendo que la escena rebasara los límites de una provocación.

    Montecristo, sin levantarse, inclinando su silla solamente, alargó la mano, y cogiendo el guante húmedo y arrugado que el joven tenía en las suyas, le dijo con terrible acento:

    -Caballero, tengo por arrojado vuestro guante, y os lo enviaré envuelto con una bala; ahora ya, salid de aquí o llamo a mis criados y os hago poner en la puerta.

    Ebrio, trastornado a inyectándosele los ojos en sangre, Alberto dio dos pasos atrás. Morrel aprovechó el momento para cerrar la puerta.

    Montecristo volvió a tomar su lente, y se puso a mirar de un lado a otro, como si nada de particular hubiese sucedido.

    -¿Qué le habéis hecho? -dijo Morrel.

    -Yo, nada, personalmente al menos.

    -Sin embargo, esta extraña escena debe tener una causa.

    -La aventura del conde de Morcef exaspera al desgraciado joven.

    -¿Tenéis alguna parte en ella?

    -Haydée es la que ha instruido a la Cámara de los Pares de la traición de su padre.

    -Me habían dicho, efectivamente, aunque no quise creerlo, que la esclava griega que he visto con vos en este mismo palco es la hija de Alí-Bajá; pero repito que no quise creerlo.

    -Pues es verdad.

    -¡Ay, Dios mío!, ahora lo comprendo todo, y esta escena ha sido premeditada.

    -¿Cómo es eso?

    -Alberto me escribió que no dejase de venir esta noche a la Opera, y fue sin duda para que presenciase el insulto de que quería haceros objeto.

    -Probablemente -dijo Montecristo con su imperturbable tranquilidad.

    -¿Y qué haréis con él?

    -¿Con quién?

    -Con Alberto.

    -¿Con Alberto? ¿Qué es lo que yo haré, Maximiliano? -respondió el conde en el mismo tono-, tan cierto como estáis aquí y aprieto vuestra mano, le mataré mañana antes de las diez; he aquí lo que haré.

    Morrel estrechó la mano de Montecristo entre las suyas, y tembló al sentir aquella mano fría y aquella pulsación tranquila: admirado, soltó la mano de Montecristo.

    -¡Conde! ¡Conde! -dijo.

    -Querido Maximiliano -interrumpióle Montecristo-, escuchad qué bien canta Duprez esta frase:

    «¡Oh! Matilde, ídolo de mi alma.»

    »Podéis creerme. Yo he sido el primero que adivinó el gran mérito de Duprez, en Nápoles, y el primero que le aplaudió.

    Morrel conoció que era inútil hablar más y aguardó.

    Concluyó el acto, cayó el telón, y al poco rato llamaron a la puerta.

    -Entrad -respondió Montecristo, sin que su voz mostrase alteraci6n.

    Presentóse Beauchamp.

    -Buenas noches, señor Beauchamp -dijo Montecristo como si viese al periodista por primera vez en aquella noche-, sentaos.

    Beauchamp saludó y se sentó.

    -Caballero -dijo a Montecristo-, acompañaba un momento ha, como pudisteis ver, al señor de Morcef.

    -Lo cual significa que vendríais de comer juntos -respondió Montecristo riéndose-, me alegro de ver que habéis sido más sobrio que él.

    -Convengo en que Alberto no ha tenido razón para arrebatarse de aquel modo, y yo por mi parte vengo a presentaros mis excusas: ahora que están hechas las mías, oíd, señor conde, os diré que os supongo demasiado galante para rehusar el dar alguna explicación de vuestras relaciones con la gente de Janina; y después añadiré dos palabras sobre esa joven griega.

    Montecristo le hizo seña de que bastaba.

    -Vamos -dijo riéndose-, he aquí todas mis esperanzas destruidas.

    -¿Por qué? -preguntó Beauchamp.

    --Claro, me habéis creado una reputación de excentricidad; soy, según vos, un Lara, un Manfredo, un lord Ruthwen; y después de pasar por excéntrico, echáis a perder vuestro tipo, y queréis hacerme un hombre cualquiera, común, vulgar: me pedís explicaciones, en fin. Vamos, señor Beauchamp, queréis reíros.

    -Sin embargo, hay ocasiones -respondió Beauchamp con altanería-, en que el honor manda...

    -Señor de Beauchamp -le interrumpió aquel hombre extraño-, quien manda al conde de Montecristo es el conde de Montecristo; así, pues, no hablemos más de eso, si gustáis; hago lo que quiero, y creedme, siempre está bien hecho.

    -Caballero, no se paga a hombres de honor con esa moneda, y éste exige garantías.

    -Yo soy una garantía viva -respondió Montecristo, impasible; pero sus ojos centelleaban amenazadores--. Los dos tenemos en nuestras venas sangre que deseamos derramar; he aquí nuestra mutua garantía; llevad esta respuesta al vizconde, y decidle que mañana antes de las diez habré visto correr la suya.

    -Sólo me resta, pues -dijo Beauchamp-, fijar las condiciones del combate.

    -Me son del todo indiferentes -dijo el conde-, y era inútil venir a distraerme durante el espectáculo por tan poca cosa. En Francia se baten con espada o pistola, en las colonias con carabina y en Arabia con puñal. Decid a vuestro ahijado que aunque insultado, para ser excéntrico hasta el fin, le dejo el derecho de escoger las armas, y que aceptaré cualquiera sin distinción, cualquiera, entendéis bien, todo, todo; hasta el combate por suerte, que es lo más estúpido; pero yo estoy seguro de una cosa, y es que ganaré.

    -Está seguro de ganar -dijo Beauchamp, mirando espantado al conde.

    -¡Eh!, ciertamente -dijo Montecristo, alzando ligeramente los hombros-,sin eso no me batiría con el señor de Morcef. Le mataré, es preciso, y sucederá. Os suplico tan sólo que me enviéis esta noche dos líneas, indicándome las armas y la hora, pues no me gusta que me esperen.

    -La pistola; a las ocho de la mañana en el bosque de Bolonia -dijo Beauchamp sin saber si tenía que habérselas con un fanfarrón charlatán o con un ser sobrenatural.

    -Bien -dijo Montecristo-, ahora que todo está arreglado, dejadme oír la ópera, y decid a vuestro amigo Alberto que no vuelva por aquí esta noche con sus brutalidades de mal género, que se retire a su casa y se acueste.

    Beauchamp se retiró admirado.

    -Ahora cuento con vos, ¿no es cierto? -dijo Montecristo volviéndose hacia Morrel.

    -Ciertamente, y podéis disponer de mí, conde; sin embargo,..

    -¿Qué?

    -Sería importante conocer la verdadera causa...

    -¿Luego, rehusáis?

    -No.

    -¿La verdadera causa, Morrel? -dijo el conde-, ese joven marcha a ciegas y no la conoce él mismo: la verdadera causa la sabemos Dios y yo; pero os doy mi palabra de honor que Dios que la conoce estará por nosotros.

    -Eso me basta, conde -respondió Morrel.

    -¿Quién es vuestro segundo testigo?

    -No conozco a nadie en París, a quien yo quiera hacer este honor más que a vos y a vuestro cuñado Manuel. ¿Creéis que rehusará este servicio?

    -Os respondo de él como de mí.

    -Bien; es cuanto necesito; por la mañana, a las siete y media, en mi casa. ¿No es eso?

    -Estaremos allí.

    -¡Chist!, he aquí que se levanta el telón: escuchemos; tengo por costumbre no perder una nota en esta ópera; ¡es tan hermosa la música del Guillermo Tell!

    Montecristo esperó, según su costumbre, a que Duprez hubiese cantado su famosa Sígueme, y entonces se levantó y salió.

    A la puerta se separó de él Morrel, renovándole la promesa de ir a su casa con Manuel al día siguiente a las siete de la mañana en punto. Subió en seguida a su coche tranquilo y risueño; a los cinco minutos estaba en su casa; solamente el que no conociese al conde podría dejarse engañar al ver el modo con que al entrar dijo a Alí:

    -Alí, mis pistolas con culata de marfil.

    Trájole la caja, la abrió, y el conde se puso a examinarlas con aquella atención propia del hombre que va a confiar su vida a un poco de hierro y plomo.

    Eran pistolas no comunes, que Montecristo había mandado hacer para tirar al blanco dentro de su habitación; una cápsula sola bastaba para hacer salir la bala; el ruido era casi imperceptible, tanto que en la habitación inmediata ninguno hubiera podido dudar de que el conde, como se dice en términos de tiro, se ocupaba en ejercitar su pulso.

    Apenas había cogido la pistola, y se preparaba a buscar el blanco en una plancha de plomo que le servía para tal efecto, cuando se abrió la puerta del despacho y entró Bautista.

    Pero antes de que éste hablase, el conde vio en la pieza inmediata a una mujer cubierta con un velo, que había seguido al criado; ella, que vio también al conde con la pistola en la mano y dos floretes de combate sobre la mesa, entró inmediatamente en la habitación.

    -¿Quién sois, señora? -preguntó el conde a la mujer cubierta aún con el velo.

    La desconocida miró en derredor para asegurarse de que estaban solos, a inclinándose después como si hubiese querido arrodillarse, juntando las manos y con el acento de la desesperación:

    -¡Edmundo -dijo-, no matéis a mi hijo!

    El conde retrocedió; un grito se escapó de sus labios, y dejó caer el arma que tenía en la mano.

    -¿Qué nombre acabáis de pronunciar, señora de Morcef? -dijo.

    -El vuestro -respondió levantando su velo-, el vuestro, que solamente yo no he olvidado. Edmundo, no es la señora de Morcef la que viene a veros; es Mercedes.

    -Mercedes murió, señora, y no conozco ya a ninguna de ese nombre.

    -Mercedes vive, y Mercedes se acuerda de vos; no sólo os conoció al veros, sino aun antes, al sonido de vuestra voz; desde entonces os sigue paso a paso, vela sobre vos y os teme; ella no ha tenido necesidad de adivinar de dónde salió el golpe que ha herido al señor de Morcef.

    -Fernando, queréis decir, señora -prosiguió Montecristo con amarga ironía-, puesto que recordamos nuestros nombres propios, recordémoslos todos.

    Y Montecristo pronunció aquel Fernando con tal expresión de odio, que Mercedes sintió un frío temblor que se apoderaba de todo su cuerpo.

    -Bien veis, Edmundo, que no me había engañado y que con razón os decía: ¡no matéis a mi hijo!

    -¿Y quién os ha dicho, señora, que yo quiero hacer algún daño a vuestro hijo?

    -¡Nadie, Dios mío!, pero una madre está dotada de doble vista: todo lo he adivinado, le he seguido esta noche a la Ópera, y oculta en un palmera, lo he visto todo.

    -Así, pues, ya que lo habéis visto todo, ¿habréis visto también que el hijo de Fernando me ha insultado públicamente? -dijo Montecristo con una calma terrible.

    -¡Oh! ¡Por piedad!'

    -Ya habéis visto que me habría arrojado el guante a la cara si uno de mis amigos, el señor Morrel, no le hubiese detenido el brazo.

    -Escuchadme: mi hijo todo lo ha adivinado, y os atribuye las desgracias de su padre.

    -Señora -dijo Montecristo--, os engañáis, no son desgracias, es un castigo; no he sido yo, ha sido la Providencia la que ha castigado al señor de Morcef.

    -¿Y por qué sustituís vos a la Providencia? -exclamó Mercedes-. ¿Por qué os acordáis, cuando ella olvida? ¿Qué os importan a vos, Edmundo, Janina y su visir? ¿Qué mal os hizo Fernando Mondego al hacer traición a Alí-Tebelín?

    -Pero eso, señora, es un asunto que concierne al capitán franco y a la hija de Basiliki. Nada tengo que ver con eso; decís muy bien, y por eso si he jurado vengarme, no es ni del capitán franco, ni del conde de Morcef, sino del pescador Fernando, marido de la catalana Mercedes.

    -¡Ah! -dijo la condesa-, ¡qué terrible venganza, por una falta que la fatalidad me hizo cometer!, porque la culpable soy yo, Edmundo, y si queríais vengaros debió ser de mí, que no tuve fuerza para resistir vuestra ausencia y mi soledad.

    -Pero ¿por qué estaba yo ausente y vos sola?

    -Porque estabais detenido, Edmundo, porque estabais preso.

    -¿Y por qué estaba yo preso?

    -No lo sé -dijo Mercedes.

    -No lo sabéis, señora, así lo creo; pero voy a decíroslo; me prendieron, porque la víspera misma del día en que iba a casarme con vos, en una glorieta de la Reserva, un hombre llamado Danglars escribió esta carta que el pescador Fernando se encargó de poner en el correo.

    Y dirigiéndose hacia un escritorio, abrió Montecristo un cajón y sacó un papel, cuya tinta se había ya enrojecido, poniendo a la vista de Mercedes la carta de Danglars al procurador del rey, que el día en que había pagado los doscientos mil francos al señor Boville, el conde, nombrándose agente de la casa de Thompson y French, había sustraído del proceso de Edmundo Dantés.

    Mercedes leyó temblando lo siguiente:

    «Se advierte al señor procurador del rey, por un amigo del trono y de la religión, que el llamado Edmundo Dantés, segundo del navío El Faraón, llegado esta mañana de Esmirna, después de haber tocado en Nápoles y Porto-Ferrajo, ha sido encargado por Murat de una carta para el usurpador, y por éste de otra para el comité bonapartista de París.

    »La prueba de este crimen se adquirirá prendiéndole, pues se le encontrará la carta encima, o en casa de su padre, o en su camarote a bordo.»

    -Ay, ¡Dios mío! -dijo Mercedes pasando la mano por su frente,. inundada en sudor-, y esta carta...

    -Doscientos mil francos me ha costado el poseerla, señora, pero es barata aún, puesto que me permite hoy disculparme a vuestros ojos.

    -¿Y el resultado de esta carta?

    -Ya lo sabéis, señora, fue mi prisión; pero ignoráis el tiempo que duró, ignoráis que permanecí catorce años a un cuarto de legua de vos en un calabozo en el castillo de If: lo que no sabéis es que cada día durante estos catorce años he renovado el juramento de venganza que había hecho el primero de ellos, y sin embargo ignoraba que os hubieseis casado con Fernando, mi delator, y que mi padre había muerto... ¡de hambre!

    -¡Santo cielo! -exclamó Mercedes.

    -Pero lo supe al salir de mi prisión; y por Mercedes viva y por mi padre muerto, juré vengarme de Fernando, y me vengo.

    -¿Y estáis seguro de que el desgraciado Fernando hizo eso?

    -Por mi alma, señora, lo ha hecho como os lo digo; y además ¿no es mucho más odioso el haberse pasado a los ingleses siendo francés por adopción; siendo español de nacimiento haber hecho la guerra a los españoles; estipendiario de Alí, venderle traidoramente y asesinarle? Ante tales hechos, ¿qué es la carta? Una mixtificación galante que debe perdonar, lo reconozco y lo confieso, la mujer que se ha casado con ese hombre, pero que no perdona el amante que debió casarse con ella. Ahora bien, los franceses no se han vengado nunca del traidor: los españoles no le han fusilado. Alí desde su tumba ve sin castigo al asesino; pero yo, engañado, asesinado, enterrado vivo en una tumba, he salido de ella, gracias a Dios, y a Dios debo la venganza; me envía para eso y aquí estoy.

    La pobre mujer inclinó la cabeza, dobláronse sus piernas y cayó de rodillas.

    -Perdonad, Edmundo, perdonad por Mercedes que os ama aún.

    La dignidad de la esposa detuvo el ímpetu de la amante y de la madre.

    Su frente se inclinó casi hasta tocar la alfombra.

    El conde se acercó a ella y la levantó.

    Sentada en un sillón, pudo en medio de sus lágrimas ver el rostro varonil de Montecristo en el que el dolor y el odio se pintaban de un modo amenazador.

    -¡Que no haya yo de extirpar esa raza maldita... ! ¡Que desobedezca a Dios que me ha sostenido para su castigo... ! Imposible, señora, imposible...

    -Edmundo -dijo la pobre madre tocando todos los resortes-, Edmundo cuando os llamo por vuestro nombre, ¿por qué no me respondéis Mercedes?

    -¡Mercedes! -repitió el conde-, ¡Mercedes! Sí, tenéis razón, aún es grato para mí ese nombre, y he aquí la primera vez hace mucho tiempo que resuena tan claro en mis oídos al salir de mis labios. ¡Oh, Mercedes!, he pronunciado vuestro nombre con los suspiros de la melancolía, con los quejidos del dolor, con el furor de la desesperación; lo he pronunciado helado por el frío, hundido entre la paja de mi calabozo, devorado por el calor, revolcándome en las losas de mi mazmorra. Mercedes, es preciso que me vengue, porque durante catorce años he padecido, he llorado, maldecido; ahora, os lo repito, Mercedes, es preciso que me vengue.

    Y temiendo ceder a los ruegos de la que tanto había amado, Edmundo llamaba en su socorro a todos los recuerdos de su odio.

    -Vengaos, Edmundo -gritó la pobre madre-, vengaos sobre los culpables, sobre él, sobre mí, pero no sobre mi hijo.

    -Está escrito en libro santo -respondió Montecristo-. «Las faltas de los padres caerán sobre sus hijos, hasta la tercera y cuarta generación.» Puesto que Dios ha dictado estas palabras a su profeta, ¿por qué seré yo mejor que Dios?

    -Porque Dios es dueño del tiempo y de la eternidad, y estas dos cosas escapan a los hombres.

    Montecristo dio un suspiro que parecía un rugido, y se mesó los cabellos con desesperación.

    -Edmundo -continuó Mercedes-. Edmundo, desde que os conozco he adorado vuestro nombre, he respetado vuestra memoria. Amigo mío, no endurezcáis la imagen noble y pura que guardo en mi corazón. ¡Si supieseis los fervientes ruegos que he dirigido a Dios mientras os creí vivo y después muerto! Sí, muerto; me parecía ver vuestro cadáver sepultado en lo más hondo de una sombría torre, creía ver vuestro cuerpo precipitado en uno de aquellos abismos en que los carceleros arrojan a los prisioneros muertos, ¡y lloraba...! ¿Qué otra cosa podía yo hacer, Edmundo, sino llorar y orar? Escuchadme: durante diez años he tenido todas las noches el mismo sueño: dijeron que habíais querido evadiros, que tomasteis el puesto de uno de los presos que murió, y que arrojaron al vivo desde lo alto de la fortaleza de If; y que el grito que disteis al haceros pedazos contra las rocas lo descubrió todo. Pues bien, os juro, Edmundo, por la vida del hijo por quien os imploro, que durante diez años esa escena se ha presentado a mi imaginación todas las noches, y he oído ese grito terrible que me hacía despertar temblando, despavorida; ¡y yo también, Edmundo, creedme, yo también, por criminal que sea, yo también he sufrido mucho... !

    -¿Habéis perdido vuestro padre estando ausente? -preguntó Montecristo-, ¿habéis visto a la mujer que amabais dar su mano a vuestro rival mientras os hallabais en un lóbrego calabozo?

    -No -interrumpió Mercedes-, no; pero he visto al hombre que amaba, dispuesto a ser el matador de mi hijo.

    Mercedes pronunció estas palabras con un dolor tan intenso y un acento tan desesperado, que un suspiro desgarrador brotó de la garganta del conde.

    El león estaba amansado; el vengador, vencido.

    -¿Qué me pedís, que vuestro hijo viva? Pues bien, vivirá.

    Mercedes profirió un grito que hizo saltar dos lágrimas de los párpados del conde, pero aquellas dos lágrimas desaparecieron muy pronto, porque sin duda Dios había enviado un ángel para recogerlas, siendo mucho más preciosas a los ojos del Señor que las más hermosas perlas de Guzarate y de Ofir.

    -¡Ah! -dijo Mercedes tomando la mano de Montecristo y llevándola a sus labios-, ¡ah!, gracias, gracias, Edmundo, lo veo cual siempre lo he visto, cual siempre lo he amado: sí, ahora puedo decírtelo.

    -Sobre todo, porque el pobre Edmundo no tendrá ya mucho tiempo que hacerse amar de vos.

    -¿Qué decís, Edmundo?

    -Digo que, puesto que lo ordenáis, es preciso morir.

    -¡Morir! ¿Y quién dice eso? ¿Quién habla de morir? ¿De dónde vienen esas ideas de muerte?

    No supondréis que ultrajado públicamente, en presencia de una sala entera, en presencia de vuestros amigos y de los de vuestro hijo, provocado por un niño, que se enorgullecerá de un perdón como de una victoria; no supondréis, digo, que me queda un solo instante el deseo de vivir. Después de vos, Mercedes, lo que más he amado es a mí mismo, quiero decir, mi dignidad; esta fuerza que me hace superior a los demás hombres, esta fuerza es mi vida. En una palabra, vos la destruís; yo muero.

    -Pero este duelo no se efectuará, Edmundo, puesto que me perdonáis.

    -Se efectuará, señora -dijo solemnemente Montecristo-; sólo que en lugar de la sangre de vuestro hijo que debía beber la tierra, será la mía la que correrá.

    Mercedes dio un gran grito, acercóse a Montecristo, pero de repente se detuvo.

    -Edmundo -dijo-, hay un Dios sobre nosotros; puesto que vivís y que os he vuelto a ver, a él me confío de todo corazón; esperando su apoyo, descanso en vuestra palabra; habéis dicho que mi hijo vivirá. Y vivirá, ¿es verdad?

    -Vivirá, sí, señora -dijo Montecristo, sorprendido de que sin otra exclamación, sin otra sorpresa, Mercedes hubiese aceptado el sacrificio que le hacía.

    Mercedes dio su mano al conde.

    -Edmundo -le dijo con los ojos arrasados de lágrimas-, ¡cuán hermosa, cuán grande es la acción que acabáis de hacer! Es sublime haber tenido piedad de una pobre mujer que se presentaba a vos con todas las probabilidades contrarias a sus esperanzas. ¡Desdichada!, he envejecido más a causa de los disgustos que por la edad, y ni siquiera puedo recordar a mi Edmundo con una sonrisa, con una mirada; aquella Mercedes que otras veces ha pasado tantas horas contemplándole. Creedme, os he declarado que yo también había sufrido mucho, y os lo repito, es muy triste pasar la vida sin un solo goce, sin conservar una sola esperanza; pero eso prueba que todo no ha concluido aún sobre la tierra. No, todo no ha terminado, y me lo demuestra lo que me queda aún en el corazón; os lo repito, Edmundo, es hermoso, grande, sublime, perdonar como lo habéis hecho ahora.

    -Decís eso, Mercedes, ¿y qué diríais si conocieseis la extensión del sacrificio que os hago? Imaginad que el Hacedor Supremo, después de haber creado el mundo y fertilizado el caos, se hubiese detenido en la tercera parte de la creación, para ahorrar a un ángel las lágrimas que nuestros crímenes debían hacer correr un día de sus ojos inmortales; suponed que después de prepararlo y fecundizarlo todo, en el instante de admirar su obra, Dios hubiese apagado el sol, y rechazado con el pie el mundo en la noche eterna; entonces podréis tener una idea o mejor, no, no, ni aun así podéis tenerla, de lo que yo pierdo, perdiendo la vida en este momento.

    Mercedes miró al conde con un aire que revelaba su admiración y su gratitud. El conde apoyó su frente sobre sus manos, como si no pudiese soportar el peso de sus ideas.

    -Edmundo -dijo Mercedes-, sólo me resta una palabra que deciros.

    Montecristo se sonrió con tristeza.

    -Edmundo -continuó ella-, veréis que si mi frente ha palidecido, si el brillo de mis ojos se ha apagado, si mi hermosura se ha marchitado, que si Mercedes, en fin, no se parece a ella, más que en los rasgos de su fisonomía, veréis que su corazón es siempre el mismo... Adiós, pues, Edmundo; nada tengo ya que pedir al cielo... Os he vuelto a ver, y os hallo tan noble y grande como otras veces. ¡Adiós, Edmundo, adiós y gracias!

    Montecristo no respondió.

    Mercedes abrió la puerta del despacho y había desaparecido antes que él volviese del profundo letargo en que su malograda venganza le había sumido.

    Daba la una en el reloj de los Inválidos, cuando el ruido del coche que se llevaba a la señora de Morcef hizo levantar la cabeza al conde de Montecristo.

    -Fui un insensato -dijo- en no haberme arrancado el corazón el día que juré vengarme.
     
  14. mai^a

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    Re: ... de poetas, cuentos y leyendas



    He aquí el suceso quizá más extraño de todo el año.

    En la mañana de ayer me llevó mi padre a los alrededores de Moncalieri
    para ver una casa que quería tomar en renta durante el próximo verano,
    porque este año no vamos a Chieri. Tenía las llaves de la finca el
    maestro, que, aparte de su labor escolar, llevaba la administración de
    los bienes del dueño. Nos hizo ver la casa y luego nos acompañó a su
    despacho, donde nos obsequió con unas copas.

    Sobre la mesa escritorio había un tintero de madera, de forma cónica,
    tallado de forma singular. Viendo que mi padre lo miraba, le dijo el
    maestro:

    -Ese tintero es algo preciado para mí. ¡Si usted supiese su historia... !
    -Y nos la refirió:

    -Hace algunos años, siendo yo maestro en Turín, fui a dar clase todo
    un invierno a los presos de la cárcel. Explicaba las lecciones en la capilla
    del establecimiento penitenciario, una estancia redonda, de pare des
    altas y desnudas con muchas ventanitas cuadradas, cerradas por dos
    barras de hierro cruzadas, cada una de las cuales daba al interior de
    una reducida celda. Explicaba las lecciones paseando por la fría y
    oscura capilla, estando los escolares asomados por sus
    correspondientes agujeros, con sus cuadernos apoyados en los hierros,
    sin que se les viera más que los rostros entre sombras, unas caras
    escuálidas y ceñudas, con barbas enmarañadas y grises, con ojos
    fijos de homicidas y ladrones. Entre todos, en el número 78, había
    uno que prestaba mayor atención, estudiaba mucho y me miraba con
    muestras de respeto y hasta de gratitud. Era un joven de barba negra,
    más desgraciado que malvado, un ebanista que, en un momento de
    arrebato, había dado con un cepillo a su patrón, que desde algún
    tiempo le perseguía de mil maneras, dejándole mortalmente herido,
    por lo cual le habían condenado a varios años de reclusión.

    En tres meses aprendió a leer y escribir, y no cesaba de leer; cuanto
    más aprendía tanto más parecía que se hacía mejor y se arrepentía de
    su delito. Un día, al terminar la clase, me hizo señas para que me
    acercase a su ventanita, y me dijo con tristeza que al día siguiente lo
    sacarían de Turín para llevarlo a Venecia a terminar de cumplir su
    reclusión. Después de darme el adiós de despedida me suplicó con
    acento sumiso y conmovido que le dejase tocar mi mano. Yo se la
    alargué y él me la besó. Me dio las gracias y desapareció.
    Cuando retiré la mano comprobé que estaba cubierta de lágrimas.
    Desde entonces lo perdí de vista. Pasaron seis años. Lo que menos
    pensaba yo era en aquel desventurado, cuando ayer por la mañana
    veo que se presenta en mi casa un desconocido, con gran barba
    negra, un poco entrecana y pobremente vestido.


    -¿Es usted -me dijo- el maestro que daba clase en la cárcel de Turín?

    -El mismo. Pero, ¿quién es usted? -le pregunté.

    -Yo soy -me dijo-el preso del número 78. Usted me enseñó a leer y
    escribir hace ahora seis años. Si se recuerda, en la última lección me
    dio usted su mano; ahora, que he cumplido la condena, vengo a verle...
    y le ruego que haga el favor de aceptar un recuerdo mío, una baratija
    que he hecho en la cárcel. ¿Quiere recibirla como recuerdo mío, señor maestro?

    Me quedé sin saber qué decir. El creyó que no quería aceptar el regalo,
    y me miró como queriendo decirme: «¡Seis años de padecimientos no
    han bastado, pues, para purificar mis manos!» Fue tal y tan vivo el
    dolor de su mirada, que tendí la mano y tomé inmediatamente lo que me
    traía. Y aquí lo tiene.

    Examinamos atentamente el tintero; parecía haber sido trabajado con
    la punta de un clavo, a fuerza de grandísima paciencia. Tenía tallada
    una pluma atravesando un cuaderno y aparecía escrito a su alrededor:
    A mi maestro. - Recuerdo del número 78. - ¡Seis años! Y por debajo,
    en pequeños caracteres: Estudio y esperanza... El maestro no dijo
    nada más y nos marchamos.

    En todo el trayecto, desde Moncalieri a Turín, yo no podía quitarme
    de la cabeza aquel preso asomado a la ventanita, el adiós de despedida,
    el tintero labrado en la cárcel, que tantas cosas revelaba. Por la noche
    soñé con él y esta mañana todavía pensaba que lo tenía delante...
    iCuán lejos estaba de imaginar la sorpresa que me esperaba en la escuela!
    Entretanto apenas me había colocado en mi nuevo banco, junto a Derossi,
    después de copiar el problema de Matemáticas para el examen mensual,
    conté a mi compañero toda la historia del preso y del tintero, refiriéndole
    cómo estaba hecho, con la pluma atravesando el cuaderno y la inscripción
    grabada a su alrededor: ¡Seis años! Derossi se sobresaltó ante semejantes
    palabras y empezó a mirar tan pronto a mí como a Crossi, el hijo de la
    verdulera, que estaba en el banco de delante, dándonos la espalda,
    enteramente absorto en el problema.


    -¡Cállate! -me dijo en voz baja, cogiéndome un brazo-. Crossi me dijo
    anteayer que había visto por casualidad un tintero de madera en las manos
    de su padre, recién llegado de América; un tintero cónico, hecho a mano,
    con un cuaderno y una pluma. ¡Es el mismo del que me has hablado! ¡Seis
    años! El decía que su padre estaba en América, pero lo cierto es que se
    hallaba en la cárcel. Crossi era muy pequeño cuando se cometió el delito;
    no lo recuerda. Su madre le ha venido engañando, y él no sabe nada.
    ¡Pero que no se te escape ni una sola palabra de esto! Yo me quedé sin
    habla, mirando fijamente a Crossi. Derossi resolvió el problema y lo pasó a
    Crossi por debajo del banco. Le entregó una hoja de papel, le quitó de las
    manos El enfermero del Tata, cuento mensual que el maestro le había dado
    a copiar, para escribirlo él; le regaló plumas, le dio unos golpecitos cariñosos
    en la espalda, me hizo prometer bajo palabra de honor que no diría nada a
    nadie y, cuando salimos de clase, me dijo apresuradamente:


    -Ayer vino su padre por él; seguramente habrá venido ahora a esperarlo;
    tú haz lo que haga yo.

    Al salir a la calle, vimos que, efectivamente, estaba el padre de Crossi en
    lugar algo separado. Era un hombre de barba negra, con algunas canas, mal
    vestido, de semblante pálido y pensativo. Derossi estrechó la mano de
    Crossi, para que le viese, y le dijo en voz alta:
    -Hasta mañana, Crossi -y le pasó la mano por debajo de la barbilla. Yo hice
    lo mismo. Pero Derossi, al hacer aquello, se puso rojo como una amapola,
    y yo también. El padre de Crossi nos miró atentamente, con ojos de
    benevolencia, pero en ellos se traslucía una expresión de inquietud y de
    sospecha, que nos heló el corazón.
     
  15. clause

    clause Claudia

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    Re: ... de poetas, cuentos y leyendas

    EL HOMBRE QUE TIENE UN SECRETO

    Algunos se hacen malas suposiciones
    cada vez que el pobre hombre dobla la esquina
    y franquea la puerta de la cantina,
    donde busca el silencio de los rincones.

    Eco de las diversas murmuraciones
    de los más insidiosos, una vecina
    dice que nunca dejan de darle espina
    esas muy sospechosas ocultaciones.

    Hoy y esto es explicable la buena gente
    se halla un tanto intrigada, pues casualmente
    hace cinco minutos, al regresar

    de la calle, cumplido cierto mandato,
    el hijo de la viuda que vive al lado
    acodado en la mesa lo vio llorar.


    Evaristo Carriego