Historias y tradiciones

Tema en 'Temas de interés (no de plantas)' comenzado por mai^a, 5/12/08.

  1. -----......

    -----...... Hogar Nuestro.

    Mensajes:
    1.613
    Re: ... de Historias y Tradiciones

    10 DE JULIO DE 1883

    La batalla de Huamachuco fue una batalla ocurrido en la andes peruanos el 10 de julio de 1883 entre fuerzas peruanas bajo el mando del General Andrés Avelino Cáceres y del Ejército de Chile, comandadas por el Coronel Alejandro Gorostiaga, en el marco de la Guerra del Pacífico.

    Luego de la batalla Cáceres se retira a Ayacucho para reorganizar sus fuerzas y continuar la resistencia junto al Coronel Justo Pastor Dávila.

    El triunfo chileno permitió establecer en Lima el gobierno de Miguel Iglesias, siendo este enfrentamiento el fin de las acciones bélicas de relevancia durante la Guerra del Pacífico.

    Después de la Batalla de San Pablo, el Coronel Miguel Iglesias emite un manifiesto desde la hacienda Montán el 31 de agosto de 1882, llamando a firmar la paz entre Chile y Perú aceptando la cesión territorial como parte del acuerdo. Andrés Avelino Cáceres estaba en contra de una paz de este tipo. Iglesias contaba con el apoyo de las provincias del norte del Perú y otras fuerzas peruanas en Lima como el Coronel Manuel de la Encarnación Vento que se encontraba en Canta con una fuerza de 300 hombres. En enero de 1883 Iglesias se autoproclama "Presidente Regenerador de la República". Los enviados de Iglesias a cargo de Juan de Lavalle inician un proyecto de paz con los negociadores chilenos a cargo de Jovino Novoa en Chorrillos. Con el presidente Francisco García Calderón desterrado en Santiago, Lizardo Montero como primer vicepresidente asume el gobierno del Perú desde el 28 de septiembre de 1881 y organiza el congreso en Arequipa.

    El 9 de febrero de 1883, Patricio Lynch recibe la orden del Presidente Santa María para que refuerze el mando de Miguel Iglesias,en el norte convencido que con Iglesias podría firmar la paz según sus intereses, y que Lizardo Montero Flores y Francisco García Calderón no aceptarían la cesión territorial.

    La retirada del Coronel Del Canto a fines de julio de 1882, permitió a Cáceres mantener la sierra central sin tropas chilenas y establecer un cuartel general en Tarma. El 31 de marzo de 1883 Cáceres llega a Canta, derrotando a las fuerzas de Vento quien se refugia en Lima. Desde Arequipa llegó primero a Tarma y luego a Canta el Coronel Isaac Recavarren junto a 200 hombres que provenían del ejército de Lizardo Montero. Cáceres envía a Recavarren a Huaraz junto al batallón Pucará de 250 hombres para que organice tropas y luego marchar al norte a deponer el gobierno de Iglesias. Acompaña a Recavarren el Coronel Leoncio Prado. El 3 de abril de 1883 Cáceres llega a la costa de Chancay y el Coronel Urriola embarca en la Corbeta Chacabuco recibiendo luego refuerzos desde Lima por lo cual Cáceres se retira hacia Canta y luego a Tarma.

    El 3 de mayo de 1883 la base del Tratado de Ancón ya estaba acordada entre Patricio Lynch y Miguel Iglesias quien firma este convenio inicial desde Cajamarca.

    Lynch planea atacar a Cáceres cercarlo y envía a León García con 2.000 hombres por Canta (batallones Buin, 4º de Línea, Curicó, Aconcagua y 150 jinetes del Granaderos), a Del Canto con 1.500 por Lurín (batallones 2º de Línea, Coquimbo y Granaderos). Las dos fuerzas confluyen en Chicla el 5 de mayo de 1883. Acompañaban a las tropas de García dos coroneles peruanos afines a Iglesias: Manuel Vento y Luis Milón Duarte.También Lynch había realizado un préstamo en mayo de 1883 al negociador Mariano Castro Saldívar para la compra de suministros que armen fuerzas leales a Iglesias como Vidal García en Trujillo con 200 hombres, Genaro Carrasco en Piura con 480 hombres y estas no sean atacadas por guerrillas de Cáceres.

    El 16 de mayo de 1883, Cáceres realiza un consejo de guerra en Tarma y decide marchar hacia el norte. El 21 de mayo de 1883 León García llega a Tarma y el 26 de mayo llega Del Canto, pero Cáceres ya no se encontraba en el pueblo sino en dirección a Huaraz a reunirse con Recavarren. Cáceres con 2.300 hombres llega a Cerro de Pasco el 30 de mayo y cruzando la Cordillera Blanca en Arguaycancha, llega a Huaraz el 15 de junio de 1883.

    Ante los problemas de mando entre García y Del Canto en Tarma, Lynch nombra como nuevo jefe de la expedición a Marco Aurelio Arriagada quien parte de Lima y llega a Aguamiro en Huánuco el 12 de junio de 1883, tomando el mando de las tropas de Del Canto y García.

    Movimientos para la batalla

    Con el fin de proteger a Miguel Iglesias y su gobierno con una fuerza de 400 hombres en Cajamarca, Patricio Lynch envía a Alejandro Gorostiaga desde Trujillo a Huamachuco el 3 de mayo de 1883 (Talca, Concepción, Zapadores y Cazadores de Yungay), para evitar que Recavarren ataque el gobierno de Iglesias. En Trujillo quedaba Herminio González junto a 600 hombres.

    El 5 de junio de 1883 Cáceres es elegido Segundo Vicepresidente de la República por el congreso de Arequipa y el gobierno de Lizardo Montero.

    Gorostiaga deja Huamachuco y marcha en dirección de Huaraz con 1.000 hombres y 4 cañones para enfrentar a Recavarren.

    Ante la marcha de Cáceres a Huaraz, Arriagada con 3.000 hombres lo sigue por la sierra sur, mientras Gorostiaga se encontraba en la sierra norte. Arriagada cruza la cordillera de Guaramarca y llega Recuay el 17 de junio de 1883.

    El 20 de junio se reúnen las fuerzas de Cáceres y las de Recavarren en Yungay. Cáceres decide rodear la posición de Gorostiaga marchando hacia el oriente y cruzar la cordillera por la Laguna de Llanganuco, llegando a Pomabamba el 26 de junio de 1883. Las inclemencias de la cordillera y la falta de víveres reducen su tropa.

    Conocidos estos planes, Cáceres envía falsas noticias a Yungay, que decían replegaría sus fuerzas por la sierra sur, detrás de la Cordillera Blanca. Arriagada, llega a Huaraz y luego a Yungay el 23 de junio de 1883, decide dejar la ruta norte y enrumbar hacia el sur, pasando por Huánuco, Cerro de Pasco, allí se reúne con las tropas de Urriola enviada por Lynch el 12 de julio, no encontrando a Cáceres y finalmente llegan a Lima el 5 de agosto de 1883. En el parte que Arriagada elevo a Patricio Lynch a su llegada a la capital manifestó que de los 2.870 hombres que partieron de Lima se perdieron en campaña 571 a pesar de no haber tenido encuentro alguno con el ejército de Cáceres sino unicamente con partidas de montoneros, estas bajas se debieron principalmente a muertos por enfermedad y deserción.

    Gorostiaga llega a Sihuas el 25 de junio de 1883, pero al ver los caminos y puentes inhabilitados decide retornar a Huamachuco, además se entera de la reunión de las fuerzas de Recavarren y Cáceres. Gorostiaga deja Sihuas y pasa por Corongo arribando a Pallasca y enterado que Cáceres se encontraba en Pomabamba se retira de Pallasca con dirección a Mollepata para llegar a Huamachuco y esperar a González.

    Con el fin de apoyar a Gorostiaga, González parte desde Trujillo y llega a Santiago de Chuco con 600 hombres, consigo llevaba suministros y municiones. Pasan por Mollepata, Tres Ríos sin detenerse llegando a Huamachuco el 6 de julio de 1883. A esa fecha las fuerzas chilenas reunidas contaban con 1.500 hombres de las tres armas. A finales de mayo de 1883 ocupan Trujillo las fuerzas del coronel José Mercedes Puga quien había organizado sus fuerzas en Cajamarca y era leal a Cáceres.

    Cáceres pasa por Conchucos y llega a Mollepata y conocido el avance de González decide enviar a Recavarren para atacarlo en Tres Ríos, pero las tropas de González no descansan y continúan su marcha sin encontrarse con Recavarren.

    Cáceres llega a Tres Rios el 7 de julio de 1883 donde realiza un consejo de guerra y decide enfrentar las fuerzas chilenas. En esa fecha las fuerzas de Cáceres llegaban a 1.440 hombres armados con fusiles Peabody y Remington, sin bayonetas, con escasez de municiones (30.000 unidades) y poca caballería. Contaba con 11 cañones de diversas fabricaciones y calibres.

    Fuerzas enfrentadas

    Las fuerzas estaban formadas de la siguiente manera:
    Fuerzas Peruanas
    General en Jefe: Andrés Avelino Cáceres

    Destacamento del Norte (Coronel Isaac Recavarren)

    1ª División (Coronel Aragonés)
    Batallones Pucará N° 4 y Pisagua N° 5
    2ª División (Coronel Salazar)
    Batallones Tarma N° 11 y Huallaga N° 12

    Ejército del Centro (Coronel Francisco de Paula Secada)

    1ª División (Coronel M. Cáceres)
    Batallones Tarapacá Nº 1 y Zepita Nº 2
    2ª División (Coronel Juan Gastó)
    Batallones Marcavalle Nº 6 y Concepción Nº 7
    3ª División (Coronel Máximo Tafur)
    Batallones Jauja Nº 9 y Junín Nº 3
    4ª División (Capitán de navío Luís Germán Astete)
    Batallones Apata Nº 8 y San Jerónimo Nº 10
    Caballería
    Escuadrón Cazadores del Perú (Sargento Mayor Zavala)
    Escuadrón Tarma (escolta) (Sargento Mayor Zapatel)
    Artillería (Coronel Ríos)

    Fuerzas Chilenas

    Comandante en Jefe: Coronel Alejandro Gorostiaga

    Batallón Concepción (Teniente Coronel Herminio González)
    Batallón Talca (Teniente Coronel Alejandro Cruz)
    Compañías del Batallón Zapadores (Capitán Canales)
    Piquete del Victoria (Parque) (Teniente Coronel García)
    Escuadrón Cazadores a Caballo (Teniente Coronel Novoa)
    Brigada de Artillería (Sargento Mayor Fontecilla)

    El efectivo chileno era de 1.736 hombres, incluyendo jefes, oficiales y el efectivo del parque. La infantería estaba armada con fusiles Gras repotenciado a bala Comblain y bayonetas. La caballería y artilleros con carabinas Winchester modelo 1873, sables ingleses y 7 cañones de montaña Krupp de calibre 75 mm.

    El efectivo peruano era de 1.380 hombres el ejército del centro y no más de 500 el destacamento del norte. La infantería estaba armada con fusiles Peabody Martini, Remington, Gras repotenciado a bala Comblain (capturado a los chilenos en combates anteriores) y viejos de avancarga Minié, pero carecían de bayonetas. La caballería estaba armada con carabinas Peabody Martini, Spencer y Minié, pero sólo la escolta tenía sables. Los artilleros estaba armados de carabinas Winchester modelo 1866, 8 cañones de bronce y 4 de acero, de diversos sistemas y calibres.
    [editar] La batalla

    El 8 de julio de 1883, Cáceres decide no tomar el camino de Santiago de Chuco para llegar al poblado sino el camino de Escalerillas para llegar al sur de Huamachuco por la cordillera del Huaylillas y van ocupando las alturas del Cuyulga al sureste. Cáceres ordena al coronel Francisco de Paula Secada atacar la plaza desde el cerro Santa Bárbara, al coronel Pedro Silva atacar la derecha del poblado y al coronel Isaac Recabarren la izquierda capturando suministros dejados por la tropas chilenas.

    Las fuerzas de Gorostiaga se retiran del poblado de Huamachuco al encontrarse en posición desventajosa, perdiendo vestuario y municiones. Con ello ocupan las alturas del cerro Sazón al norte en donde encuentran fortificaciones de la época inca que les sirven como defensa.

    El 9 de julio de 1883, algunas compañías de Cáceres que ocupaban el pueblo de Huamachuco y se acercan al cerro Sazón intercambiando fuego de fusilería con las fuerzas chilenas que se encontraban parapetadas en las alturas. La plana mayor de Cáceres decide iniciar el enfrentamiento el día 11 de julio.

    El 10 de julio de 1883, Gorostiaga inicia el desplazamiento de dos regimientos en dirección hacia el cerro Cuyulga antes que las fuerzas del coronel Puga, que se encontraba en Trujillo, se reúnan con las divisiones de Cáceres.
    En la noche del 9, calculando que las fuerzas de Puga, que habían sido llamadas, podían llegar al día siguiente y engrosar las filas enemigas y no habiendo, por otra parte, podido formarnos una idea exacta del numero de sus fuerzas por haber permanecido ocultas en su mayor parte tras las quebradas, recibí emprender en la mañana un reconocimiento sobre la derecha enemiga, llevando por ese lado un simulacro de ataque en forma a fin de hacerlas salir de sus trincheras.

    Alejandro Gorostiaga

    Protegidos por la neblina bajan del cerro Sazón una compañía del Zapadores al mando del capitán Amador Moreira y después otra al mando del Capitán Ricardo Canales, en dirección al Santa Bárbara. Para enfrentarlos, Cáceres envía una compañía del Junín y del Jauja haciendo retroceder a las compañías chilenas.

    Para cortarles la retirada a los Zapadores, Cáceres envía a compañías del Cazadores de Concepción y del Marcavalle al mando del coronel Juan Gastó, buscando envolver las tropas chilenas en retirada. Para proteger a éstas últimas, Gorostiaga envía a una compañía del batallón Concepción al mando del Capitán Luis Dell'Orto. Además, envía al flanco izquierdo chileno a otras dos compañías del Concepción y del Talca que se enfrentan a la división de German Astete.

    Ante la carga peruana las tropas chilenas retroceden hasta el cerro Sazón, su punto de partida. Una tras otra las compañías chilenas entran en combate, a medida que entraban en la batalla nuevos batallones peruanos. El combate se entabla hasta la izquierda chilena en el cerro Conochugo hacia donde Gorostiaga envía nuevas fuerzas para proteger la caballería y la artillería. El ala derecha chilena era defendida por la segunda companía del regimiento Talca, al mando de Julio Meza, el cual se batía contra las compañías de Manuel Cáceres.

    A las 12:00 las fuerzas peruanas avanzan escalando el cerro Sazón ocupando su base y las laderas. El combate se libra en la pendiente del cerro. Cáceres envía a la artillería para apuntar hacia la cima del cerro para tomarlo. Las fuerzas de Cáceres ya no contaban con municiones y sin bayonetas se enfrentan con las culatas y en ascenso del cerro.
    ...arrollado el enemigo hasta la cumbre del Sazón, fugando ya en dirección de Condebamba; descendiendo su artillería para rodar desordenadamente, dueño el ejército peruano de la línea ¡diminuyeron repentinamente sus fuegos!... Faltaron municiones y cesando el denodado ataque ofensivo comenzó a defenderse...... Apercibido el enemigo de lo débil de nuestros fuegos, volvió a envalentonarse y reorganizado cargó sobre la izquierda de nuestra línea, teniendo los soldados peruanos que defenderse a culatazos, pues sus rifles carecían de bayonetas...
    Abelardo Gamarra. Teniente del Ejército del Centro

    Gorostiaga instruye una carga del escuadrón Cazadores a Caballo, comandado por el Sargento Mayor Sofanor Parra, junto a una carga general a la bayoneta de su infantería contra la línea peruana. La infantería peruana es rechazada en toda la línea, ante esta nueva situación Cáceres ordena a la artillería regresar a su posición original para cubrir la retirada pero cuando se encontraba realizando esta maniobra es tomada por la caballería chilena.
    ...Dos horas después, cuando ya hacía tiempo se había comprometido el combate por toda la fuerza de la división y el enemigo volvía a tomar su primera línea de defensa, según instrucciones que recibí, ordené que el Sargento Mayor Sofanor Parra cargase con un escuadrón hacia donde se encontraba la artillería enemiga. Ejecutada dicha carga destruyó aquella fuerza y le quitó siete piezas que ahí tenía con todas sus municiones. Al mismo tiempo dispuse que el Teniente don Benjamín Allende, con los 25 hombres de su mitad, cargase a la derecha de la misma línea.
    Alberto Novoa Gormaz. Regimiento de Cazadores a Caballo

    Mientras tanto Cáceres, seguido por su escolta, se dirige al campo donde se consumaba la dispersión de la infantería peruana logrando reagrupar al batallón Tarma y arengándolo para realizar una última resistencia.[16] Atacados por la infantería y caballería chilena el batallón fue deshecho y la escolta del general muerta en su mayor parte. El teniente Gamarra refiere así esta última fase de la batalla
    ...Sangriento fue el combate del Tarma, que hecho pedazos en una lucha desigual, vio al cuadillo sereno y valeroso que le conducia hasta aquella tumba de gloria, abrirse paso revólver en mano en medio de la caballería enemiga, acompañado de su secretario Florentino Portugal, después de haber visto caer a su ordenanza Oppenheimer...
    Abelardo Gamarra. Teniente del Ejército del Centro
    Al general se le creía muerto, porque después de darme la orden de contramarchar se lanzó en medio de los fuegos enemigos y no se le volvió a ver, y como en ese momento ya la caballería enemiga interceptó el camino descendiendo por un flanco el general quedo cortado sin poderse unir a nosotros.
    Coronel Francisco de Paula Secada. Comandante del Ejército del Centro

    Consumada la derrota peruana las tropas chilenas iniciaron la persecución de los dispersos, los coroneles Isaac Recavarren y Leoncio Prado que se encontraban heridos fueron retirados del campo por sus soldados, el segundo sería capturado poco después. Finalmente la infantería chilena apoyada con dos piezas de artillería ocupa la posición del cerro Cuyulga. La caballería trató infructuosamente de capturar al general Cáceres:
    Si nuestra caballería después de las marchas por la sierra y de las cargas que tuvo que dar durante la batalla no hubiera estado en la imposibilidad absoluta de dar siquiera un galope, el héroe cae en nuestras manos...Cáceres que montaba un excelente caballo pudo ganar distancia cuando nuestros soldados lo llevaban talvez a un cuarto de cuadra de distancia, el famoso guerrillero logró asi escapar acompañado de dos o tres oficiales.
    Carta anónima de un oficial chileno, fechada en Cajabamba 17 de julio de 1883. Publicada por Ahumada Moreno

    Resultado de la batalla
    Tras la batalla el repase de heridos y el fusilamiento de prisioneros peruanos fue total.

    Las fuerzas de Cáceres sufrieron la pérdida del 50% de sus efectivos, traduciéndose esta cifra en alrededor de 800 bajas. El parte del coronel Gorostiaga indica que encontró 500 muertos en el campo de batalla y 300 en las alturas; además el mismo Gorostiaga, a decir del historiador chileno Encina, hablaría años más tarde de alrededor de 200 chilenos ejecutados posteriormente a la batalla, principalmente desertores enrolados en el ejército peruano aunque esto no ha sido confirmado por fuentes peruanas. Cáceres indica que los muertos peruanos llegaron a 900. Por orden de Gorostiaga los prisioneros y heridos peruanos fueron ejecutados sin excepción aduciendo que formaban parte de un ejército irregular o montonera por lo que no merecían ser considerados como prisioneros de guerra.

    El parte del coronel Gorostiaga indica que sus bajas sumaron el 10% de su tropa, es decir 150 hombres. Según el jefe del servicio sanitario del ejército chileno el cirujano Carlos Vargas Clark las bajas contabilizaron un total de 164 hombres: 68 muertos y 96 heridos, entre estos últimos 5 oficiales.

    Consecuencias


    [​IMG]
    Fusilamiento del coronel Leoncio Prado según un grabado peruano de la época.

    Después de la batalla Cáceres se retira a Ayacucho donde organizó un nuevo ejército junto a Justo Pastor Dávila Lynch envía una expedición de 1.500 hombres al mando del Coronel Martiniano Urriola para enfrentarlo, quién sostiene varias escaramuzas con las guerrillas en Huanta en septiembre de 1883.Las tropas de Cáceres se encontraban en Andahuaylas con 1000 hombres armados y una nueva guerrilla. El 20 de octubre de 1883 se firma el Tratado de Ancón y estaba pendiente la promulgación por el congreso peruano. El 25 de octubre una revuelta popular y militar depone el gobierno de Lizardo Montero en Arequipa quien se retira a La Paz, con lo cual tropas chilenas al mando de José Velásquez ocupan la ciudad. Cáceres como segundo Vicepresidente asume el Gobierno del Perú. Cáceres se aproxima a Ayacucho para enfrentar a Urriola. El 12 de noviembre Urriola se retira de Ayacucho siendo atacado por las guerrillas.El 8 de marzo de 1884 el gobierno de Miguel Iglesias promulga el Tratado de Ancón. El ejército de Cáceres se enfrentan en diferentes batallas a las fuerzas de Iglesias que contaban con el apoyo del gobierno de Chile.

    Divergencias

    Parte de la historiografía chilena considera que esta batalla fue decisiva para el término del conflicto, ya que habría sido eliminada la última fuerza peruana de consideración. En cambio Gonzalo Bulnes indica que en Arequipa se encontraba Montero con un ejército de 4.000 hombres y una numerosa guardia nacional y que había sido armado por el gobierno de La Paz. Contra ellos parte en octubre de 1883 una expedición al mando del coronel José Velasquez y 5.200 hombres.

    El autor Luis Guzmán Palomino indica que con el resultado de la batalla se iniciaba una nueva etapa en la Campaña de la Breña ya que se alistaron nuevas guerrillas en todo el Perú con el fin de apoyar al nuevo ejército de Cáceres. Este esfuerzo fue contrario a la firma del Tratado de Ancón realizado por Miguel Iglesias.
     
  2. MellamoEarl

    MellamoEarl PocoYo

    Mensajes:
    39
    Ubicación:
    España
    Re: ... de Historias y Tradiciones

    Y DE COMO NOS ILUSTRAN NUESTROS REFRANES

    A buen entendedor pocas palabras bastan;
     
  3. -----......

    -----...... Hogar Nuestro.

    Mensajes:
    1.613
    Re: ... de Historias y Tradiciones

    8 DE AGOSTO DE 1883


    EL HOMBRE DE LA BANDERA
    Enrique López Albújar (*)​

    Fue en los días que pesaba sobre Huánuco una enorme vergüenza. No sólo era ya el sentimiento de la derrota, entrevista a la distancia como un desmedido y trágico incendio, ni el pavor que causan los ecos de la catástrofe, percibidos a través de la gran muralla andina, lo que los patriotas huanuqueños devoraban en el silencio conventual de sus casas solariegas; era el dolor de ver impuesta y sustentada por las bayonetas chilenas a una autoridad peruana, en nombre de una paz que rechazaba la conciencia pública. La lógica provinciana, rectilínea, como la de todos los pueblos de alma ingenua, no podía admitir, sin escandalizarse, esta clase de consorcios, en los que el vencido, por fuerte que sea, tiene que sentir a cada instante el contacto depresivo del vencedor. ¿Qué significaban esos pantalones rojos y esas botas amarillas en Huánuco, si la paz estaba ya en marcha y en la capital había un gobierno que nombraba autoridades peruanas en nombre de ella?

    El patriotismo no sabía responder a estas preguntas. Sólo sabía que en torno de esa autoridad, caída en Huánuco de repente, se agitaban hombres que días antes habían cometido, al amparo de la fuerza, todos los vandalismos que la barbarie triunfante podía imaginar. Un viento de humillación soplaba sobre las almas. Habríase preferido la invasión franca, como la primera vez; el vivir angustioso bajo el imperio de la ley marcial del chileno; la hostilidad de todas las horas, de todos los instantes; el estado de guerra, en una palabra, con todas sus brutalidades y exacciones. ¡Pero un prefecto peruano amparado por fuerzas chilenas!... Era demasiado para un pueblo, cuyo virilidad y soberbia castellana estuvieron siempre al servicio de las más nobles rebeldías. Era lo suficiente para que a la vergüenza sobreviniera la irritación, la protesta, el levantamiento.

    Pero en esos momentos faltaba un corazón que sintiera por todos, un pensamiento que unificase a las almas, una voluntad que arrastrase a la acción. La derrota había sido demasiado dura y elocuente para entibiar el entusiasmo y el celo patrióticos. La razón hacía sus cálculos y de ellos resultaba siempre, como guarismos fatales, la inutilidad del esfuerzo, la esterilidad ante la irremediable. Y al lado del espíritu de rebeldía se alzaba el del desaliento, el del pesimismo, un pesimismo que se intensificaba al verse a ciertos hombres de esos que en todas partes y en las horas de las grandes desventuras saben extraer de la desgracia un beneficio o una conveniencia,paseando y bebiendo con el vencedor.

    II​

    Pero lo que Huánuco no podía hacer iban a hacerlo los pueblos. Una noche de agosto de 1883, cuando todas las comunidades de Obas, Pachas, Chavinillo y Chupán habían lanzado ya sobre el valle millares de indios, llamados al son de los cuernos y de los bronces, todos los cabecillas una media centena de aquella abigarrada multitud, reunidos al amparo de un canchón y a la luz de las fogatas, chacchaban (1) silenciosamente, mientras uno de ellos, alto, bizarro y de mirada vivaz e inteligente, de pie dentro del círculo, les dirigía la palabra.

    Quizás ninguno de ustedes se acuerde ya de mí. Soy Aparicio Pomares, de Chupán, indio como ustedes, pero con el corazón muy peruano. Los he hecho bajar para decirles que un gran peligro amenaza a todos estos pueblos, pues hace quince días que han llegado a Huánuco como doscientos soldados chilenos. ¿Y saben ustedes quiénes son esos hombres? Les diré. Esos son los que hace tres años han entrado al Perú a sangre y fuego. Son supaypa-huachashgan (2) y es preciso exterminarlos. Esos hombres incendian los pueblos por donde pasan, rematan a los heridos, fusilan a los prisioneros, violan a las mujeres, ensartan en sus bayonetas a los niños, se meten a caballo en las iglesias, roban las custodias y las alhajas de los santos y después viven en las casas de Dios sin respeto alguno, convirtiendo las capillas en pesebreras y los altares en fogones. En varias partes me he batido con ellos... En Pisagua, en San Francisco, en Tacna, en Tarapacá, en Miraflores... Y he visto que como soldados valen menos que nosotros. Lo que pasa es que ellos son siempre más en el combate y tienen mejores armas que las nuestras. En Pisagua, que fue el primer lugar en que me batí con ellos, los vi muy cobardes. Y nosotros éramos apenas un puñado así. Tomaron al fin el puerto y lo quemaron. Pero ustedes no saben dónde queda Pisagua, ni qué cosa es un puerto. Les diré. Pisagua está muy lejos de aquí, a más de trescientas leguas, al otro lado de estas montañas, al sur... Y se llama puerto porque está al pie del mar.

    ¿Cómo es el mar, taita (3)? exclamó uno de los jefes.

    ¿Cómo es el mar...? Una inmensa pampa de agua azul y verde, dos mil, tres mil veces más grande que la laguna Tuctu-gocha, y en la que puede caminarse días enteros sin tocar en ninguna parte, viéndose apenas tierra por un lado y por el otro no. Se viaja en buque, que es como una gran batea llena de pisos, y de cuartos y escaleras, movida por unos hornos de fierro que tragan mucho carbón. Y una vez adentro se siente uno mareado, como si se hubiese tomado mucha chacta (4).


    El auditorio dejó de chacchar y estalló en una estrepitosa carcajada. ¡Qué cosas las que les contaba este Pomares!... Habría que verlas. Y el orador, después de dejarles comentar a sus anchas lo del mar, lo de la batea y lo del puerto, reanudó su discurso.

    Como les decía, esos hombres, a quienes nuestros hermanos del otro lado llaman chilenos, desembarcaron en Pisagua y lo incendiaron. Y lo mismo vienen haciendo en todas partes. Montan unos caballos muy grandes, dos veces nuestros caballitos, y tienen cañones que matan gente por docenas, y traen escondido en las botas unos cuchillos curvos, con los que les abren el vientre a los heridos y prisioneros.

    ¿Y por qué chilenos hacen cosas con piruanos? interrogó el cabecilla de los Obas. ¿No son los mismos mistis (5) ?

    No, esos son otros hombres. Son mistis de otras tierras, en las que no mandan los peruanos. Su tierra se llama Chile.

    ¿Y por qué pelean con los piruanos? volvió a interrogar el de Obas.

    Porque les ha entrado codicia por nuestras riquezas, porque saben que el Perú es muy rico y ellos muy pobres. Son unos piojos hambrientos.

    El auditorio volvió a estallar en carcajadas. Ahora se explicaban por qué eran tan ladrones aquellos hombres: tenían hambre. Pero el de Obas, a quien la frase nuestras riquezas no le sonaba bien, pidió una explicación.

    ¿Por qué has dicho Pomares, nuestras riquezas? ¿Nuestras riquezas son, acaso, las de los mistis? ¿Y qué riquezas tenemos nosotros? Nosotros sólo tenemos carneros, vacas, terrenitos y papas y trigo para comer. ¿Valdrán todas estas cosas tanto para que esos hombres vengan de tan lejos a querérnoslas quitar?

    Les hablaré más claro replicó Pomares. Ellos no vienen ahora por nuestros ganados, pero sí vienen por nuestras tierras, por las tierras que están allá en el sur. Primero se agarrarán esas, después se agarrarán las de acá. ¿Qué se creen ustedes? En la guerra el que puede más le quita todo al que puede menos.

    Pero las tierras del sur son de los mistis, son tierras con las que nada tenemos que hacer nosotros argulló nuevamente el obasino. ¿Qué tienen que hacer las tierras de Pisagua, como dices tú, con las de Obas, Chupán, Chavinillo, Pachas y las demás? Mucho. Ustedes olvidan que en esas tierras está el Cusco, la ciudad sagrada de nuestros abuelos. Y decir que el misti chileno nada tiene que hacer con nosotros es como decir que si mañana, por ejemplo, unos bandoleros atacaran Obas y quemaran unas cuantas casas, los moradores de las otras, a quienes no se les hubiera hecho daño, dijeran que no tenían por qué meterse con los bandoleros ni por qué perseguirlos. ¿Así piensan ustedes desde que yo falto de aquí?

    ¡No! contestaron a un tiempo los cabecillas, Y el obasino, casi convencido, añadió:

    El que daña a uno de nuestra comunidad daña a todos.
    Así es. ¿Y el Perú no es una comunidad? gritó Pomares.
    ¿Qué cosa creen ustedes que es Perú? Perú es muy grande. Las tierras que están al otro lado de la cordillera son Perú; las que caen a este lado, también Perú. Y Perú también es Pachas, Obas, Chupán, Chavinillo, Margos, Chaulán... y Panao, y Llata, y Ambo y Huánuco. ¿Quieren más? ¿Por qué, pues, vamos a permitir que mistis chilenos, que son los peores hombres de la tierra, que son de otra parte, vengan y se lleven mañana lo nuestro? ¿Acaso les tendrán ustedes miedo? Que se levante el que le tenga miedo al chileno.

    Nadie se levantó. En medio del silencio profundo que sobrevino a esta pregunta, sólo se veía en los semblantes el reflejo de la emoción que en ese instante embargaba a todos; una emoción extraña, jamás sentida, que parecía poner delante de los ojos de aquellos hombres la imagen de un ideal hasta entonces desconocido, al mismo tiempo que la voz del orgullo elevaba en sus corazones una protesta contra todo asomo de cobardía.

    Pero el viejo Cusasquiche, que era el jefe de los de Chavinillo, viejo de cabeza venerable y mirada de esfinge, dejando de acariciar la escopeta que tenía sobre los muslos, dijo, con fogosidad impropia de sus años:

    Tú sabes bien, Aparicio, que entre nosotros no hay cobardes, sino prudentes. El indio es muy prudente y muy sufrido, y cuando se le acaba la paciencia embiste, muerde y despedaza. Tu pregunta no tiene razón. En cambio yo te pregunto ¿por qué vamos a hacer causa común con mistis piruanos? Mistis piruanos nos han tratado siempre mal. No hay año en que esos hombres no vengan por acá y nos saquen contribuciones y nos roben nuestros animales y también nuestros hijos, unas veces para hacerlos soldados y otras para hacerlos pongos (6). ¿Te has olvidado de esto, Pomares?

    No, Cusasquiche. Cómo voy a olvidar si conmigo ha pasado eso. Hace cuatro años que me tomaron en Huánuco y me metieron al ejército y me mandaron a pelear al sur con los chilenos. Y fui a pelear llevando a mi mujer y a mis hijos colgados del corazón. ¿Qué iba ser de ellos sin mí? Todos los días pensaba lo mismo y todos los días intentaba desertarme. Pero se nos vigilaba mucho. Y en el sur, una vez que supe por el sargento de mi batallón por qué peleábamos, y vi que otros compañeros, que no eran indios como yo, pero seguramente de mi misma condición, cantaban, bailaban y reían en el mismo cuartel, y en el combate se batían como leones, gritando ¡Viva el Perú! y retando al enemigo, tuve vergüenza de mi pena y me resolví a pelear como ellos. ¿Acaso ellos no tendrían también mujer y guaguas como yo? Y como oí que todos se llamaban peruanos, yo también me llamé peruano. Unos, peruanos de Lima; otros, peruanos de Trujillo; otros, peruanos de Arequipa; otros, peruanos de Tacna. Yo era peruano de Chupán... de Huánuco. Entonces perdoné a los mistis peruanos que me hubieran metido al ejército, en donde aprendí muchas cosas. Aprendí que Perú es una nación y Chile otra nación; que el Perú es la patria de los mistis y de los indios; que los indios vivimos ignorando muchas cosas porque vivimos pegados a nuestras tierras y despreciando el saber de los mistis siendo así que los mistis saben más que nosotros. Y aprendí que cuando la patria está en peligro, es decir, cuando los hombres de otra nación la atacan, todos sus hijos deben defenderla. Ni más ni menos que lo que hacemos por acá cuando alguna comunidad nos ataca. ¿Que los mistis peruanos nos tratan mal? ¡Verdad! Pero peor nos tratarían los mistis chilenos. Los peruanos son, al fin, hermanos nuestros; los otros son nuestros enemigos. Y entre unos y otros, elijan ustedes.

    Y Pomares, exaltado por su discurso y comprendiendo que había logrado reducir y conmover a su auditorio, se apresuró a desenvolver, con mano febril, el atado que tenía a su espalda, y sacó de él, religiosamente, una gran bandera, que, después de anudarla a una asta y enarbolarla, la batió por encima de las cabezas de todos, diciendo:

    Compañeros valientes: esta bandera es Perú; esta bandera ha estado en Miraflores. Véanla bien. Es blanca y roja, y en donde ustedes vean una bandera igual allí estará el Perú. Es la bandera de los mistis que viven allá en las ciudades y también de los que vivimos en estas tierras. No importa que allá los hombres sean mistis y acá sean indios; que ellos sean a veces pumas y nosotros ovejas. Ya llegará el día en que seamos iguales. No hay que mirar esta bandera con odio sino con amor y respeto, como vemos en la procesión a la Virgen Santísima. Así ven los chilenos la suya. ¿Me han entendido? Ahora levántense todos y bésenla, como la beso yo.

    Y después de haber besado Pomares la bandera con unción de creyente, todos aquellos hombres sencillos, sugestionados por el fervor patriótico de aquél, se levantaron y, movidos por la misma inspiración, comenzaron a desfilar, descubiertos, mudos, solemnes, delante de la bandera, besándola cada uno, después de hacerle una humilde genuflexión y de rozar con la desnuda cabeza la roja franja del bicolor sagrado. Sin saberlo, aquellos hombres habían hecho su comunión en el altar de la patria.

    Pero Pomares, que todavía no estaba satisfecho de la ceremonia, una vez que vio a todos en sus puestos, exclamó:

    ¡Viva el Perú!

    ¡Viva! respondieron las cincuenta voces.

    ¡Muera Chile!

    ¡Muera!

    ¡A Huánuco todos!

    ¡A Huánuco! ¡A Huánuco!

    Había bastado la voz de un hombre para hacer vibrar el alma adormecida del indio y para que surgiera, enhiesto y vibrante, el sentimiento de la patria, no sentido hasta entonces.

    III​
    Y al día siguiente de la noche solemne, al conjuro del nuevo sentimiento, difundido ya entre todos por sus capitanes, dos mil indios prepararon las hondas, afilaron las hachas y los cuchillos, aguzaron las picas, limpiaron las escopetas y revisaron los garrotes. Nadie se detuvo a reflexionar sobre la superioridad de las armas del invasor. Se sabía que un puñado de hombres extraños, odiosos, rapaces, sanguinarios y violentos, venidos de un país remoto, había invadido por segunda vez su capital, y esto les bastaba. Aquella invasión era un peligro, como muy bien había dicho Pomares, que despertaba en ellos el recuerdo de los abusos pasados. La paz de que se hablaba en Huánuco era una mentira, una celada que el genio diabólico de esos hombres tendía a su credulidad, para sorprenderles y despojarles de sus tierras, incendiarles sus chozas, devorarles sus ganados y violarles a sus mujeres. Las mismas violencias cometidas con ellos secularmente por todos los hombres venidos del otro lado de los Andes, del mar, desde el wiracocha
    (7) barbudo y codicioso, que les arrasó su imperio, hasta este soldado de calzón rojo y botas amarillas de hoy, que iba dejando a su paso un reguero de cadáveres y ruinas.

    Era preciso, pues, destruir ese peligro, levantarse todos contra él, ya que el misti peruano, vencido y anonadado por la derrota, se había resignado, como la bestia de carga, a llevar sobre sus lomos el peso del misti vencedor.
    Después de dos días de marcha, recta y arrolladora, por quebradas y cumbres marcha de utacas (:icon_cool:aquel torrente humano, que, más que hombres en son de guerra, parecía el éxodo de una horda, guiado por la bandera de Aparicio Pomares, coronó en la mañana del ocho de agosto las alturas del Jactay, es decir, vino a acampar en las mismas puertas de Huánuco, y, una vez allí, comenzó a retar al orgulloso vencedor.

    Aquel reto envolvía una insólita audacia; la audacia de la carne contra el hierro, de la honda contra el plomo, del cuchillo contra la bayoneta, de la confusión contra la disciplina. Pero era un rasgo que vindicaba a la raza y que venía a percutir hondamente en el corazón de un pueblo, dolorido y desconcertado por la derrota.

    IV​

    La aparición de aquellos sitiadores extraños fue una sorpresa, no sólo para los huanuqueños sino para la misma fuerza enemiga. Los primeros, hartos de tentativas infructuosas, de fracasos, de decepciones, en todo pensaban en esos momentos menos en la realidad de una reacción de los pueblos del interior; la segunda, ensoberbecida por la victoria, confiada en la ausencia de todo peligro y en el amparo moral de una autoridad peruana, que acababa de imponer en nombre de la paz, apenas si se detuvo a recoger los vagos rumores de un levantamiento.

    Aquella aparición produjo, pues, como era natural, el entusiasmo en unos y el desconcierto en otros. Mientras las autoridades políticas preparaban la resistencia y el jefe chileno se decidía a combatir, el vecindario entero, hombres y mujeres, viejos y niños, desde los balcones, desde las puertas, desde los tejados, desde las torres, desde los árboles, desde las tapias, curiosos unos, alegres, otros, como en un día de fiesta, se aprestaban a presenciar el trágico encuentro.

    Serían las diez de la mañana cuando éste se inició. La mitad de la fuerza chilena, con su jefe montado a la cabeza, comenzó a escalar el Jactay con resolución. Los indios, que en las primeras horas de la mañana no habían hecho otra cosa que levantar ligeros parapetos de piedra y agitarse de un lado a otro, batiendo sus banderines blancos y rojos, rastrallando sus hondas y lanzando atronadores gritos, al ver avanzar al enemigo, precipitáronse a su encuentro en oleadas compactas, guiados, como en los días de marcha, por la gran bandera de Aparicio Pomares. Éste, con agilidad y resistencia increíbles, recorría las filas, daba un vítor aquí, ordenaba otra cosa allá, salvaba de un salto formidable un obstáculo, retrocedía rápidamente y volvía a saltar, saludaba con el sombrero las descargas de la fusilería, se detenía un instante y disparaba su escopeta, y en seguida, mientras un compañero se la volvía a cargar, empuñaba la honda y la disparaba también. Y todo esto sin soltar su querida bandera, paseándola triunfal por entre la lluvia del plomo enemigo, asombrando a éste y exaltando a la ciudad, que veía en ese hombre y en esa bandera la resurrección de sus esperanzas.

    Y el asalto duró más de dos horas, con alternativas de avances y retrocesos por ambas partes, hasta que habiendo sido derribado el jefe chileno de un tiro de escopeta, disparado desde un matorral, sus soldados, desconcertados, vacilantes, acabaron por retirarse definitivamente.

    Esta pequeña victoria, humilde por sus proporciones y casi ignorada, pero grande por sus efectos morales, bastó para que, horas después, al amparo de la noche, los hombres de la paz y los hombres del saqueo evacuaran furtivamente la ciudad. Huánuco, cuna de héroes y de hidalgos, acababa de ser libertada por los humildes shucuyes (9) del Dos de Mayo.

    V​

    Al día siguiente, cuando los indios, triunfantes, desfilaron por las calles, precedidos de trofeos sangrientos y de banderines blancos y rojos, una pregunta, llena de ansiedad y orgullo patriótico, corría de boca en boca: ¿Dónde está el hombre de la bandera?¿Por qué no ha bajado el hombre de la bandera?Todos querían conocerle, abrazarle, aplaudirle, admirarle.

    Uno de los cabecillas respondió:

    Pomares no ha podido bajar; se ha quedado herido en Rondos.

    Efectivamente, el hombre de la bandera, como ya le llamaban todos, había recibido durante el combate una bala en el muslo derecho. Su gente optó por conducirlo a Rondos y de allí, a Chupán, a petición suya, en donde, días después, fallecía devorado por la gangrena.

    Antes de morir tuvo todavía el indio esta última frase de amor para su bandera:

    Ya sabes, Marta; que me envuelvan en mi bandera y que me entierren así.

    Y así fue enterrado el indio chupán Aparicio Pomares, el hombre de la bandera, que supo, en una hora de inspiración feliz, sacudir el alma adormecida de la raza.

    De eso sólo queda allá, en un ruinoso cementerio, sobre una tumba, una pobre cruz de madera, desvencijada y cubierta de líquenes, que la costumbre o la piedad de algún deudo renueva todos los años en el día de difuntos.



    (1) Chacchar: mascar coca.
    (2) Supaypa-huachashgan: hijo del diablo.
    (3) Taita: papá, papito.
    (4) Chacta: aguardiente de caña.
    (5) Misti: persona de tez blanca.
    (6) Pongo: esclavo.
    (7) Wiracocha: conquistador español.
    (:icon_cool: Utaca: hormiga. Especie de hormiga-león.
    (9) Shucuy: especie de calzado rústico de piel sin curtir, doblado y cosido en los bordes, muy parecido a la babucha. Al que lo usa se le dice, por antonomasia, shucuy.
     
  4. MellamoEarl

    MellamoEarl PocoYo

    Mensajes:
    39
    Ubicación:
    España
    Re: ... de Historias y Tradiciones

    Y de como nos ilustran nuestro refranes

    Vive y deja vivir;
     
  5. -----......

    -----...... Hogar Nuestro.

    Mensajes:
    1.613
    Re: ... de Historias y Tradiciones

    EL PROFESOR SUPLENTE.


    bfi1313766860u.jpg


    Hacia el atardecer, cuando Matías y su mujer sorbían un triste té y se quejaban de la miseria de la clase media, de la necesidad de tener que andar siempre con la camisa limpia, del precio de los transportes, de los aumentos de la ley, en fin, de lo que hablan a la hora del crepúsculo los matrimonios pobres, se escucharon en la puerta unos golpes estrepitosos y cuando la abrieron irrumpió el doctor Valencia, bastón en mano, sofocado por el cuello duro.

    — ¡Mi querido Matías! ¡Vengo a darte una gran noticia! De ahora en adelante serás profesor. No me digas que no… ¡Espera! Como tengo que ausentarme unos meses del país, he decidido dejarte mis clases de historia en el colegio. No se trata de un gran puesto y los emolumentos no son grandiosos pero es una magnífica ocasión para iniciarte en la enseñanza. Con el tiempo podrás conseguir otras horas de clase, se te abrirán las puertas de otros colegios, quién sabe si podrás llegar a la Universidad… Eso depende de ti. Yo siempre te he tenido una gran confianza. Es injusto que un hombre de tu calidad, un hombre ilustrado, que ha cursado estudios superiores, tenga que ganarse la vida como cobrador… No señor, eso no está bien, soy el primero en reconocerlo. Tu puesto está en el magisterio. No lo pienses dos veces. En el acto llamo al director para decirle que ya he encontrado un reemplazo. No hay tiempo que perder, un taxi me espera en la puerta… ¡Y abrázame, Matías, dime que soy tu amigo!

    Antes de que Matías tuviera tiempo de emitir su opinión, el doctor Valencia, había llamado al colegio, había hablado con el director, había abrazado por cuarta vez a su amigo y había partido como un celaje, sin quitarse siquiera el sombrero.

    Durante unos minutos, Matías quedó pensativo, acariciando esa bella calva que hacía las delicias de los niños y el terror de las amas de casa. Con un gesto enérgico, impidió que su mujer intercalara un comentario y, silenciosamente, se acercó al aparador, se sirvió del oporto reservado a las visitas y lo paladeó sin prisa, luego de haberlo observado contra luz de la farola.

    — Todo esto no me sorprende – dijo al fin —. Un hombre de mi calidad no podía quedar sepultado en el olvido.

    Después de la cena se encerró en el comedor, se hizo llevar una cafetera, desempolvó sus viejos textos de estudio y ordenó a su mujer que nadie lo interrumpiera, ni siquiera Baltazar y Luciano, sus colegas del trabajo, con quienes acostumbraba reunirse por las noches para jugar a las cartas y hacer chistes procaces contra sus patrones de la oficina.

    A las diez de la mañana, Matías abandonaba su departamento, la lección inaugural bien aprendida, rechazando con un poco de impaciencia la solicitud de su mujer, quien lo seguía por el corredor de la quinta, quitándole las últimas pelusillas de su terno de ceremonia.

    — No te olvides de poner la tarjeta en la puerta – recomendó Matías antes de partir —. Que se lea bien: Matías Palomino, profesor de historia.

    En el camino se entretuvo repasando mentalmente los párrafos de su lección. Durante la noche anterior no había podido evitar un temblorcito de gozo cuando, para designar a Luis XVI, había descubierto el epíteto de Hidra. El epíteto pertenecía al siglo XIX y había caído un poco en desuso pero Matías, por su porte y sus lecturas, seguía perteneciendo al siglo XIX y su inteligencia, por donde se la mirara, era una inteligencia en desuso. Desde hacía doce años, cuando por dos veces consecutivas fue aplazado en el examen de bachillerato, no había vuelto a hojear un solo libro de estudios ni a someterse una sola cogitación al apetito un poco lánguido de su espíritu. Él siempre achacó sus fracasos académicos a la malevolencia del jurado y a esa especie de amnesia repentina que lo asaltaba sin remisión cada vez que tenía que poner en evidencia sus conocimientos. Pero si no había podido optar al título de abogado, había elegido la prosa y el corbatín del notario: si no por ciencia, al menos por apariencia, quedaba siempre dentro de los límites de la profesión.

    Cuando llegó ante la fachada del colegio, se sobreparó en seco y quedó un poco perplejo. El gran reloj del frontis le indicó que llevaba un adelanto de diez minutos. Ser demasiado puntual le pareció poco elegante y resolvió que bien valía la pena caminar hasta la esquina. Al cruzar delante de la verja escolar, divisó un portero de semblante hosco, que vigilaba la calzada, las manos cruzadas a la espalda.

    En la esquina del parque se detuvo, sacó un pañuelo y se enjugó la frente. Hacía un poco de calor. Un pino y una palmera, confundiendo sus sombras, le recordaron un verso, cuyo autor trató en vano de identificar. Se disponía a regresar –el reloj del Municipio acababa de dar las once– cuando detrás de la vidriera de una tienda de discos distinguió a un hombre pálido que lo espiaba. Con sorpresa constató que ese hombre no era otra cosa que su propio reflejo. Observándose con disimulo, hizo un guiño, como para disipar esa expresión un poco lóbrega que la mala noche de estudio y de café había grabado en sus facciones. Pero la expresión, lejos de desaparecer, desplegó nuevos signos y Matías comprobó que su calva convalecía tristemente entre los mechones de las sienes y que su bigote caía sobre sus labios con un gesto de absoluto vencimiento.

    Un poco mortificado por la observación, se retiró con ímpetu de la vidriera. Una sofocación de mañana estival hizo que aflojara su corbatín de raso. Pero cuando llegó ante la fachada del colegio, sin que en apariencia nada lo provocara, una duda tremenda le asaltó: en ese momento no podía precisar si la Hidra era un animal marino, un monstruo mitológico o una invención de ese doctor Valencia, quien empleaba figuras semejantes para demoler a sus enemigos del Parlamento. Confundido, abrió su maletín para revisar sus apuntes, cuando se percató que el portero no le quitaba el ojo de encima. Esta mirada, viniendo de un hombre uniformado, despertó en su conciencia de pequeño contribuyente tenebrosas asociaciones y, sin poder evitarlo, prosiguió su marcha hasta la esquina opuesta.

    Allí se detuvo resollando. Ya el problema de Hidra no le interesaba: esta duda había arrastrado otras muchísimo más urgentes. Ahora en su cabeza todo se confundía. Hacía de Colbert un ministro inglés, la joroba de Marat la colocaba sobre los hombros de Robespierre y por un artificio de su imaginación, los finos alejandrinos de Chenier iban a parar a los labios del verdugo Sansón. Aterrado por tal deslizamiento de ideas, giró los ojos locamente en busca de una pulpería. Una sed impostergable lo abrasaba.

    Durante un cuarto de hora recorrió inútilmente las calles adyacentes. En ese barrio residencial sólo se encontraban salones de peinado. Luego de infinitas vueltas se dio de bruces con la tienda de discos y su imagen volvió a surgir del fondo de la vidriera. Esta vez Matías lo examinó: alrededor de los ojos habían aparecido dos anillos negros que describían sutilmente un círculo que no podía ser otro que el círculo del terror.

    Desconcertado, se volvió y quedó contemplando el panorama del parque. El corazón le cabeceaba como un pájaro enjaulado. A pesar de que las agujas del reloj continuaban girando, Matías se mantuvo rígido, testarudamente ocupado en cosas insignificantes, como en contar las ramas de un árbol, y luego en descifrar las letras de un aviso comercial perdido en el follaje.

    Un campanazo parroquial lo hizo volver en sí. Matías se dio cuenta de que aún estaba en la hora. Echando mano a todas sus virtudes, incluso a aquellas virtudes equívocas como la terquedad, logró componer algo que podría ser una convicción y, ofuscado por tanto tiempo perdido, se lanzó al colegio. Con el movimiento aumentó el coraje. Al divisar la verja asumió el aire profundo y atareado de un hombre de negocios. Se disponía a cruzarla cuando, al levantar la vista, distinguió al lado del portero a un cónclave de hombres canosos y ensotanados que lo espiaban, inquietos. Esta inesperada composición –que le recordó a los jurados de su infancia– fue suficiente para desatar una profusión de reflejos de defensa y, virando con rapidez, se escapó hacia la avenida.

    A los veinte pasos se dio cuenta de que alguien lo seguía. Una voz sonaba a sus espaldas. Era el portero.

    — Por favor –decía— ¿No es usted el señor Palomino, el nuevo profesor de historia? Los hermanos lo están esperando. Matías se volvió, rojo de ira.

    — ¡Yo soy cobrador! – Contestó brutalmente, como si hubiera sido víctima de alguna vergonzosa confusión.

    El portero le pidió excusas y se retiró. Matías prosiguió su camino, llegó a la avenida, torció al parque, anduvo sin rumbo entre la gente que iba de compras, se resbaló en un sardinel, estuvo a punto de derribar a un ciego y cayó finalmente en una banca, abochornado, entorpecido, como si tuviera un queso por cerebro.

    Cuando los niños que salían del colegio comenzaron a retozar a su alrededor, despertó de su letargo. Confundido aún, bajo la impresión de haber sido objeto de una humillante estafa, se incorporó y tomó el camino de su casa. Inconscientemente eligió una ruta llena de meandros. Se distraía. La realidad se le escapaba por todas las fisuras de su imaginación. Pensaba que algún día sería millonario por un golpe de azar. Solamente cuando llegó a la quinta y vio a que su mujer lo esperaba en la puerta del departamento, con el delantal amarrado a su cintura, tomó conciencia de su enorme frustración. No obstante se repuso, tentó una sonrisa y se aprestó a recibir a su mujer, que ya corría por el pasillo con los brazos abiertos.
    — ¿Qué tal te ha ido? ¿Dictaste tu clase? ¿Qué han dicho los alumnos?
    — ¡Magnífico!… ¡Todo ha sido magnífico! – Balbuceó Matías —. ¡Me aplaudieron! – pero al sentir los brazos de su mujer que lo enlazaban del cuello y al ver en sus ojos, por primera vez, una llama de invencible orgullo, inclinó con violencia la cabeza y se echó desconsoladamente a llorar.


    JULIO RAMON RIBEYRO (Lima, 31 de agosto de 1929 - Lima, 4 de diciembre de 1994)
     
  6. MellamoEarl

    MellamoEarl PocoYo

    Mensajes:
    39
    Ubicación:
    España
    Re: ... de Historias y Tradiciones

    Y de como nos ilustran nuestros refranes

    Una cosa es saber y otra saber enseñar.
     
  7. -----......

    -----...... Hogar Nuestro.

    Mensajes:
    1.613
    Re: ... de Historias y Tradiciones

    30 DE AGOSTO

    SANTA ROSA DE LIMA


    [​IMG]
    "Santa Rosa de Lima",Coello Claudio



    Nombre Isabel Flores de Oliva
    Nacimiento 20 de abril de 1586 Lima, Perú
    Fallecimiento 24 de agosto de 1617 (31 años) Lima,Perú
    Venerado en Iglesia Católica e Iglesia anglicana.
    Beatificación 15 de abril de 1668 por el Papa Clemente IX
    Canonización 2 de abril de 1671 por el Papa Clemente X
    Festividad 30 de agosto
    Atributos Rosa y Ancla
    Patronazgo Perú Filipinas El Salvador.
    Venta de Baños Baños de Montemayor Rabanera del Pinar Policía Nacional del Perú Guardia Civil del Perú Pontificia Universidad Católica del Perú​
     
  8. -----......

    -----...... Hogar Nuestro.

    Mensajes:
    1.613
    Re: ... de Historias y Tradiciones

    LOS GOBIERNOS DEL PERU.

    Perdone Don Modesto de La Fuente; pero lo que él da en sus chispeantes capilladas como coloquio entre Santa Teresa y Cristo, se lo oí referir a mi abuela la tuerta como pasado entre Santa Rosa de Lima y el Rey de cielos y tierra. Fray Gerundio cuenta la escena con el aticismo que le es propio; mas no por eso he de privarme de contar, a mi manera, historieta que en mi tierra es tradicional. Si hay plagio en ello, como alguna vez se me dijo, decídalo el buen criterio del lector.

    Un día en que estaba el buen Dios dispuesto a prodigar mercedes, tuvo con él un coloquio Santa Rosa de Lima. Mi paisana, que al vuelo conoció la benévola disposición de ánimo del Señor, aprovechó la coyuntura para pedirle gracias, no para ella (que harta tuvo con nacer predestinada para los altares), sino para esta su patria.

    -¡Señor! Haz que la benignidad del clima de mi tierra llegue a ser proverbial.

    -Concedido, Rosa. No habrá en Lima exceso de calor ni de frío, lluvia ni tempestades.

    -Ruégote, Señor, que hagas del Perú un país muy rico.

    -Corriente, Rosa, corriente. Si no bastasen la feracidad del terrenó, la abundancia de producciones y los tesoros de las minas, le daré, cuando llegue la oportunidad, guano y salitre.

    -Pídote, Señor, que des belleza y virtud a las mujeres de Lima y a los hombres clara inteligencia.

    Como se ve, la santa se despachaba a su gusto.

    La pretensión era gorda, y el Señor empezó a ponerse de mal humor.

    Era ya mucho pedir; pero, en fin, después de meditarlo un segundo, contestó sin sonreírse:

    -Está bien, Rosa, está bien.

    A la pedigüeña le faltó tacto para conocer que con tanto pedir se iba haciendo empalagosa. Al fin mujer. Así son todas. Les da usted la mano y quieren hasta el codo.

    El Señor hizo un movimiento para retirarse, pero la santa se interpuso:

    -¡Señor! ¡Señor!

    -¡Cómo! ¡Qué! ¿Todavía quieres más?

    -Sí, Señor. Dale a mi patria buen gobierno.

    Aquí, amoscado el buen Dios, la volvió la espalda diciendo:

    -¡Rosita! ¡Rosita! ¿Quieres irte a freír buñuelos?

    Y cata por qué el Perú anda siempre mal gobernado, que otro gallo nos cantara si la santa hubiera comenzado a pedir por donde concluyó.

    De Tradiciones Peruanas,Ricardo Palma.
     
  9. MellamoEarl

    MellamoEarl PocoYo

    Mensajes:
    39
    Ubicación:
    España
    Re: ... de Historias y Tradiciones

    Y de como nuestros refranes nos ilustran;

    Dos no riñen si uno no quiere
    :meparto:
     
  10. -----......

    -----...... Hogar Nuestro.

    Mensajes:
    1.613
    Re: ... de Historias y Tradiciones

    UN ARTISTA DEL HAMBRE

    Franz Kafka.​

    En los últimos decenios, el interés por los ayunadores ha disminuido muchísimo. Antes era un buen negocio organizar grandes exhibiciones de este género como espectáculo independiente, cosa que hoy, en cambio, es imposible del todo. Eran otros los tiempos. Entonces, toda la ciudad se ocupaba del ayunador; aumentaba su interés a cada día de ayuno; todos querían verlo siquiera una vez al día; en los últimos del ayuno no faltaba quien se estuviera días enteros sentado ante la pequeña jaula del ayunador; había, además, exhibiciones nocturnas, cuyo efecto era realzado por medio de antorchas; en los días buenos, se sacaba la jaula al aire libre, y era entonces cuando les mostraban el ayunador a los niños. Para los adultos aquello solía no ser más que una broma, en la que tomaban parte medio por moda; pero los niños, cogidos de las manos por prudencia, miraban asombrados y boquiabiertos a aquel hombre pálido, con camiseta oscura, de costillas salientes, que, desdeñando un asiento, permanecía tendido en la paja esparcida por el suelo, y saludaba, a veces, cortésmente o respondía con forzada sonrisa a las preguntas que se le dirigían o sacaba, quizá, un brazo por entre los hierros para hacer notar su delgadez, y volvía después a sumirse en su propio interior, sin preocuparse de nadie ni de nada, ni siquiera de la marcha del reloj, para él tan importante, única pieza de mobiliario que se veía en su jaula. Entonces se quedaba mirando al vacío, delante de sí, con ojos semicerrados, y sólo de cuando en cuando bebía en un diminuto vaso un sorbito de agua para humedecerse los labios.
    Aparte de los espectadores que sin cesar se renovaban, había allí vigilantes permanentes, designados por el público (los cuales, y no deja de ser curioso, solían ser carniceros); siempre debían estar tres al mismo tiempo, y tenían la misión de observar día y noche al ayunador para evitar que, por cualquier recóndito método, pudiera tomar alimento. Pero esto era sólo una formalidad introducida para tranquilidad de las masas, pues los iniciados sabían muy bien que el ayunador, durante el tiempo del ayuno, en ninguna circunstancia, ni aun a la fuerza, tomaría la más mínima porción de alimento; el honor de su profesión se lo prohibía.

    A la verdad, no todos los vigilantes eran capaces de comprender tal cosa; muchas veces había grupos de vigilantes nocturnos que ejercían su vigilancia muy débilmente, se juntaban adrede en cualquier rincón y allí se sumían en los lances de un juego de cartas con la manifiesta intención de otorgar al ayunador un pequeño respiro, durante el cual, a su modo de ver, podría sacar secretas provisiones, no se sabía de dónde. Nada atormentaba tanto al ayunador como tales vigilantes; lo atribulaban; le hacían espantosamente difícil su ayuno. A veces, sobreponíase a su debilidad y cantaba durante todo el tiempo que duraba aquella guardia, mientras le quedase aliento, para mostrar a aquellas gentes la injusticia de sus sospechas. Pero de poco le servía, porque entonces se admiraban de su habilidad que hasta le permitía comer mientras cantaba.

    Muy preferibles eran, para él, los vigilantes que se pegaban a las rejas, y que, no contentándose con la turbia iluminación nocturna de la sala, le lanzaban a cada momento el rayo de las lámparas eléctricas de bolsillo que ponía a su disposición el empresario. La luz cruda no lo molestaba; en general no llegaba a dormir, pero quedar traspuesto un poco podía hacerlo con cualquier luz, a cualquier hora y hasta con la sala llena de una estrepitosa muchedumbre. Estaba siempre dispuesto a pasar toda la noche en vela con tales vigilantes; estaba dispuesto a bromear con ellos, a contarles historias de su vida vagabunda y a oír, en cambio, las suyas, sólo para mantenerse despierto, para poder mostrarles de nuevo que no tenía en la jaula nada comestible y que soportaba el hambre como no podría hacerlo ninguno de ellos. Pero cuando se sentía más dichoso era al llegar la mañana, y por su cuenta les era servido a los vigilantes un abundante desayuno, sobre el cual se arrojaban con el apetito de hombres robustos que han pasado una noche de trabajosa vigilia. Cierto que no faltaban gentes que quisieran ver en este desayuno un grosero soborno de los vigilantes, pero la cosa seguía haciéndose, y si se les preguntaba si querían tomar a su cargo, sin desayuno, la guardia nocturna, no renunciaban a él, pero conservaban siempre sus sospechas.

    Pero éstas pertenecían ya a las sospechas inherentes a la profesión del ayunador. Nadie estaba en situación de poder pasar, ininterrumpidamente, días y noches como vigilante junto al ayunador; nadie, por tanto, podía saber por experiencia propia si realmente había ayunado sin interrupción y sin falta; sólo el ayunador podía saberlo, ya que él era, al mismo tiempo, un espectador de su hambre completamente satisfecho. Aunque, por otro motivo, tampoco lo estaba nunca. Acaso no era el ayuno la causa de su enflaquecimiento, tan atroz que muchos, con gran pena suya, tenían que abstenerse de frecuentar las exhibiciones por no poder sufrir su vista; tal vez su esquelética delgadez procedía de su descontento consigo mismo. Sólo él sabía -sólo él y ninguno de sus adeptos- qué fácil cosa era el suyo. Era la cosa más fácil del mundo. Verdad que no lo ocultaba, pero no le creían; en el caso más favorable, lo tomaban por modesto, pero, en general, lo juzgaban un reclamista, o un vil farsante para quien el ayuno era cosa fácil porque sabía la manera de hacerlo fácil y que tenía, además, el cinismo de dejarlo entrever. Había de aguantar todo esto, y, en el curso de los años, ya se había acostumbrado a ello; pero, en su interior, siempre le recomía este descontento y ni una sola vez, al fin de su ayuno -esta justicia había que hacérsela-, había abandonado su jaula voluntariamente.

    El empresario había fijado cuarenta días como el plazo máximo de ayuno, más allá del cual no le permitía ayunar ni siquiera en las capitales de primer orden. Y no dejaba de tener sus buenas razones para ello. Según le había enseñado su experiencia, durante cuarenta días, valiéndose de toda suerte de anuncios que fueran concentrando el interés, podía quizá aguijonearse progresivamente la curiosidad de un pueblo; mas pasado este plazo, el público se negaba a visitarle, disminuía el crédito de que gozaba el artista del hambre. Claro que en este punto podían observarse pequeñas diferencias según las ciudades y las naciones; pero, por regla general, los cuarenta días eran el período de ayuno más dilatado posible. Por esta razón, a los cuarenta días era abierta la puerta de la jaula, ornada con una guirnalda de flores; un público entusiasmado llenaba el anfiteatro; sonaban los acordes de una banda militar, dos médicos entraban en la jaula para medir al ayunador, según normas científicas, y el resultado de la medición se anunciaba a la sala por medio de un altavoz; por último, dos señoritas, felices de haber sido elegidas para desempeñar aquel papel mediante sorteo, llegaban a la jaula y pretendían sacar de ella al ayunador y hacerle bajar un par de peldaños para conducirle ante una mesilla en la que estaba servida una comidita de enfermo cuidadosamente escogida. Y en este momento, el ayunador siempre se resistía.

    Cierto que colocaba voluntariamente sus huesudos brazos en las manos que las dos damas, inclinadas sobre él, le tendían dispuestas a auxiliarle, pero no quería levantarse. ¿Por qué suspender el ayuno precisamente entonces, a los cuarenta días? Podía resistir aún mucho tiempo más, un tiempo ilimitado; ¿por qué cesar entonces, cuando estaba en lo mejor del ayuno? ¿Por qué arrebatarle la gloria de seguir ayunando, y no sólo la de llegar a ser el mayor ayunador de todos los tiempos, cosa que probablemente ya lo era, sino también la de sobrepujarse a sí mismo hasta lo inconcebible, pues no sentía límite alguno a su capacidad de ayunar? ¿Por qué aquella gente que fingía admirarlo tenía tan poca paciencia con él? Si aún podía seguir ayunando, ¿por qué no querían permitírselo? Además, estaba cansado, se hallaba muy a gusto tendido en la paja, y ahora tenía que ponerse en pie cuan largo era, y acercarse a una comida, cuando con sólo pensar en ella sentía náuseas que contenía difícilmente por respeto a las damas. Y alzaba la vista para mirar los ojos de las señoritas, en apariencia tan amables, en realidad tan crueles, y movía después negativamente, sobre su débil cuello, la cabeza, que le pesaba como si fuese de plomo. Pero entonces ocurría lo de siempre; ocurría que se acercaba el empresario silenciosamente -con la música no se podía hablar-, alzaba los brazos sobre el ayunador, como si invitara al cielo a contemplar el estado en que se encontraba, sobre el montón de paja, aquel mártir digno de compasión, cosa que el pobre hombre, aunque en otro sentido, lo era; agarraba al ayunador por la sutil cintura, tomando al hacerlo exageradas precauciones, como si quisiera hacer creer que tenía entre las manos algo tan quebradizo como el vidrio; y, no sin darle una disimulada sacudida, en forma que al ayunador, sin poderlo remediar, se le iban a un lado y otro las piernas y el tronco, se lo entregaba a las damas, que se habían puesto entretanto mortalmente pálidas.

    Entonces el ayunador sufría todos sus males: la cabeza le caía sobre el pecho, como si le diera vueltas, y, sin saber cómo, hubiera quedado en aquella postura; el cuerpo estaba como vacío; las piernas, en su afán de mantenerse en pie, apretaban sus rodillas una contra otra; los pies rascaban el suelo como si no fuera el verdadero y buscaran a éste bajo aquél; y todo el peso del cuerpo, por lo demás muy leve, caía sobre una de las damas, la cual, buscando auxilio, con cortado aliento -jamás se hubiera imaginado de este modo aquella misión honorífica-, alargaba todo lo posible su cuello para librar siquiera su rostro del contacto con el ayunador. Pero después, como no lo lograba, y su compañera, más feliz que ella, no venía en su ayuda, sino que se limitaba a llevar entre las suyas, temblorosas, el pequeño haz de huesos de la mano del ayunador, la portadora, en medio de las divertidas carcajadas de toda la sala, rompía a llorar y tenía que ser librada de su carga por un criado, de largo tiempo atrás preparado para ello.

    Después venía la comida, en la cual el empresario, en el semisueño del desenjaulado, más parecido a un desmayo que a un sueño, le hacía tragar alguna cosa, en medio de una divertida charla con que apartaba la atención de los espectadores del estado en que se hallaba el ayunador. Después venía un brindis dirigido al público, que el empresario fingía dictado por el ayunador; la orquesta recalcaba todo con un gran trompeteo, marchábase el público y nadie quedaba descontento de lo que había visto, nadie, salvo el ayunador, el artista del hambre; nadie, excepto él.

    Vivió así muchos años, cortados por periódicos descansos, respetado por el mundo, en una situación de aparente esplendor; mas, no obstante, casi siempre estaba de un humor melancólico, que se acentuaba cada vez más, ya que no había nadie que supiera tomarlo en serio. ¿ Con qué, además, podrían consolarle? ¿Qué más podía apetecer? Y si alguna vez surgía alguien, de piadoso ánimo, que lo compadecía y quería hacerle comprender que, probablemente, su tristeza procedía del hambre, bien podía ocurrir, sobre todo si estaba ya muy avanzado el ayuno, que el ayunador le respondiera con una explosión de furia, y, con espanto de todos, comenzaba a sacudir como una fiera los hierros de la jaula. Mas para tales cosas tenía el empresario un castigo que le gustaba emplear. Disculpaba al ayunador ante el congregado público; añadía que sólo la irritabilidad provocada por el hambre, irritabilidad incomprensible en hombres bien alimentados, podía hacer disculpable la conducta del ayunador. Después, tratando de este tema, para explicarlo pasaba a rebatir la afirmación del ayunador de que le era posible ayunar mucho más tiempo del que ayunaba; alababa la noble ambición, la buena voluntad, el gran olvido de sí mismo, que claramente se revelaban en esta afirmación; pero en seguida procuraba echarla abajo sólo con mostrar unas fotografías, que eran vendidas al mismo tiempo, pues en el retrato se veía al ayunador en la cama, casi muerto de inanición, a los cuarenta días de su ayuno. Todo esto lo sabía muy bien el ayunador, pero era cada vez más intolerable para él aquella enervante deformación de la verdad. ¡Presentábase allí como causa lo que sólo era consecuencia de la precoz terminación del ayuno! Era imposible luchar contra aquella incomprensión, contra aquel universo de estulticia. Lleno de buena fe, escuchaba ansiosamente desde su reja las palabras del empresario; pero al aparecer las fotografías, soltábase siempre de la reja, y, sollozando, volvía a dejarse caer en la paja. El ya calmado público podía acercarse otra vez a la jaula y examinarlo a su sabor.

    Unos años más tarde, si los testigos de tales escenas volvían a acordarse de ellas, notaban que se habían hecho incomprensibles hasta para ellos mismos. Es que mientras tanto se había operado el famoso cambio; sobrevino casi de repente; debía haber razones profundas para ello; pero ¿quién es capaz de hallarlas?

    El caso es que cierto día, el tan mimado artista del hambre se vio abandonado por la muchedumbre ansiosa de diversiones, que prefería otros espectáculos. El empresario recorrió otra vez con él media Europa, para ver si en algún sitio hallarían aún el antiguo interés. Todo en vano: como por obra de un pacto, había nacido al mismo tiempo, en todas partes, una repulsión hacia el espectáculo del hambre. Claro que, en realidad, este fenómeno no podía haberse dado así, de repente, y, meditabundos y compungidos, recordaban ahora muchas cosas que en el tiempo de la embriaguez del triunfo no habían considerado suficientemente, presagios no atendidos como merecían serlo. Pero ahora era demasiado tarde para intentar algo en contra. Cierto que era indudable que alguna vez volvería a presentarse la época de los ayunadores; pero para los ahora vivientes, eso no era consuelo. ¿Qué debía hacer, pues, el ayunador? Aquel que había sido aclamado por las multitudes, no podía mostrarse en barracas por las ferias rurales; y para adoptar otro oficio, no sólo era el ayunador demasiado viejo, sino que estaba fanáticamente enamorado del hambre. Por tanto, se despidió del empresario, compañero de una carrera incomparable, y se hizo contratar en un gran circo, sin examinar siquiera las condiciones del contrato.

    Un gran circo, con su infinidad de hombres, animales y aparatos que sin cesar se sustituyen y se complementan unos a otros, puede, en cualquier momento, utilizar a cualquier artista, aunque sea a un ayunador, si sus pretensiones son modestas, naturalmente. Además, en este caso especial, no era sólo el mismo ayunador quien era contratado, sino su antiguo y famoso nombre; y ni siquiera se podía decir, dada la singularidad de su arte, que, como al crecer la edad mengua la capacidad, un artista veterano, que ya no está en la cumbre de su poder, trata de refugiarse en un tranquilo puesto de circo; al contrario, el ayunador aseguraba, y era plenamente creíble, que lo mismo podía ayunar entonces que antes, y hasta aseguraba que si lo dejaban hacer su voluntad, cosa que al momento le prometieron, sería aquella la vez en que había de llenar al mundo de justa admiración; afirmación que provocaba una sonrisa en las gentes del oficio, que conocían el espíritu de los tiempos, del cual, en su entusiasmo, habíase olvidado el ayunador.

    Mas, allá en su fondo, el ayunador no dejó de hacerse cargo de las circunstancias, y aceptó sin dificultad que no fuera colocada su jaula en el centro de la pista, como número sobresaliente, sino que se la dejara fuera, cerca de las cuadras, sitio, por lo demás, bastante concurrido. Grandes carteles, de colores chillones, rodeaban la jaula y anunciaban lo que había que admirar en ella. En los intermedios del espectáculo, cuando el público se dirigía hacia las cuadras para ver los animales, era casi inevitable que pasaran por delante del ayunador y se detuvieran allí un momento; acaso habrían permanecido más tiempo junto a él si no hicieran imposible una contemplación más larga y tranquila los empujones de los que venían detrás por el estrecho corredor, y que no comprendían que se hiciera aquella parada en el camino de las interesantes cuadras.

    Por este motivo, el ayunador temía aquella hora de visitas, que, por otra parte, anhelaba como el objeto de su vida. En los primeros tiempos apenas había tenido paciencia para esperar el momento del intermedio; había contemplado, con entusiasmo, la muchedumbre que se extendía y venia hacia él, hasta que muy pronto -ni la más obstinada y casi consciente voluntad de engañarse a sí mismo se salvaba de aquella experiencia- tuvo que convencerse de que la mayor parte de aquella gente, sin excepción, no traía otro propósito que el de visitar las cuadras. Y siempre era lo mejor el ver aquella masa, así, desde lejos. Porque cuando llegaban junto a su jaula, en seguida lo aturdían los gritos e insultos de los dos partidos que inmediatamente se formaban: el de los que querían verlo cómodamente (y bien pronto llegó a ser este bando el que más apenaba al ayunador, porque se paraban, no porque les interesara lo que tenían ante los ojos, sino por llevar la contraria y fastidiar a los otros) y el de los que sólo apetecían llegar lo antes posible a las cuadras. Una vez que había pasado el gran tropel, venían los rezagados, y también éstos, en vez de quedarse mirándolo cuanto tiempo les apeteciera, pues ya era cosa no impedida por nadie, pasaban de prisa, a paso largo, apenas concediéndole una mirada de reojo, para llegar con tiempo de ver los animales. Y era caso insólito el que viniera un padre de familia con sus hijos, mostrando con el dedo al ayunador y explicando extensamente de qué se trataba, y hablara de tiempos pasados, cuando había estado él en una exhibición análoga, pero incomparablemente más lucida que aquélla; y entonces los niños, que, a causa de su insuficiente preparación escolar y general -¿qué sabían ellos lo que era ayunar?-, seguían sin comprender lo que contemplaban, tenían un brillo en sus inquisidores ojos, en que se traslucían futuros tiempos más piadosos. Quizá estarían un poco mejor las cosas -decíase a veces el ayunador- si el lugar de la exhibición no se hallase tan cerca de las cuadras. Entonces les habría sido más fácil a las gentes elegir lo que prefirieran; aparte de que le molestaban mucho y acababan por deprimir sus fuerzas las emanaciones de las cuadras, la nocturna inquietud de los animales, el paso por delante de su jaula de los sangrientos trozos de carne con que alimentaban a los animales de presa, y los rugidos y gritos de éstos durante su comida. Pero no se atrevía a decirlo a la Dirección, pues, si bien lo pensaba, siempre tenía que agradecer a los animales la muchedumbre de visitantes que pasaban ante él, entre los cuales, de cuando en cuando, bien se podía encontrar alguno que viniera especialmente a verle. Quién sabe en qué rincón lo meterían, si al decir algo les recordaba que aún vivía y les hacía ver, en resumidas cuentas, que no venía a ser más que un estorbo en el camino de las cuadras.

    Un pequeño estorbo en todo caso, un estorbo que cada vez se hacía más diminuto. Las gentes se iban acostumbrando a la rara manía de pretender llamar la atención como ayunador en los tiempos actuales, y adquirido este hábito, quedó ya pronunciada la sentencia de muerte del ayunador. Podía ayunar cuanto quisiera, y así lo hacía. Pero nada podía ya salvarle; la gente pasaba por su lado sin verle. ¿Y si intentara explicarle a alguien el arte del ayuno? A quien no lo siente, no es posible hacérselo comprender.

    Los más hermosos rótulos llegaron a ponerse sucios e ilegibles, fueron arrancados, y a nadie se le ocurrió renovarlos. La tablilla con el número de los días transcurridos desde que había comenzado el ayuno, que en los primeros tiempos era cuidadosamente mudada todos los días, hacía ya mucho tiempo que era la misma, pues al cabo de algunas semanas este pequeño trabajo habíase hecho desagradable para el personal; y de este modo, cierto que el ayunador continuó ayunando, como siempre había anhelado, y que lo hacía sin molestia, tal como en otro tiempo lo había anunciado; pero nadie contaba ya el tiempo que pasaba; nadie, ni siquiera el mismo ayunador, sabía qué número de días de ayuno llevaba alcanzados, y su corazón sé llenaba de melancolía. Y así, cierta vez, durante aquel tiempo, en que un ocioso se detuvo ante su jaula y se rió del viejo número de días consignado en la tablilla, pareciéndole imposible, y habló de engañifa y de estafa, fue ésta la más estúpida mentira que pudieron inventar la indiferencia y la malicia innata, pues no era el ayunador quien engañaba: él trabajaba honradamente, pero era el mundo quien se engañaba en cuanto a sus merecimientos.

    *

    Volvieron a pasar muchos días, pero llegó uno en que también aquello tuvo su fin. Cierta vez, un inspector se fijó en la jaula y preguntó a los criados por qué dejaban sin aprovechar aquella jaula tan utilizable que sólo contenía un podrido montón de paja. Todos lo ignoraban, hasta que, por fin, uno, al ver la tablilla del número de días, se acordó del ayunador. Removieron con horcas la paja, y en medio de ella hallaron al ayunador.

    -¿Ayunas todavía? -preguntole el inspector-. ¿Cuándo vas a cesar de una vez?

    -Perdónenme todos -musitó el ayunador, pero sólo lo comprendió el inspector, que tenía el oído pegado a la reja.

    -Sin duda -dijo el inspector, poniéndose el índice en la sien para indicar con ello al personal el estado mental del ayunador-, todos te perdonamos.

    -Había deseado toda la vida que admiraran mi resistencia al hambre -dijo el ayunador.

    -Y la admiramos -repúsole el inspector.

    -Pero no deberían admirarla -dijo el ayunador.

    -Bueno, pues entonces no la admiraremos -dijo el inspector-; pero ¿por qué no debemos admirarte?

    -Porque me es forzoso ayunar, no puedo evitarlo -dijo el ayunador.

    -Eso ya se ve -dijo el inspector-; pero ¿ por qué no puedes evitarlo?

    -Porque -dijo el artista del hambre levantando un poco la cabeza y hablando en la misma oreja del inspector para que no se perdieran sus palabras, con labios alargados como si fuera a dar un beso-, porque no pude encontrar comida que me gustara. Si la hubiera encontrado, puedes creerlo, no habría hecho ningún cumplido y me habría hartado como tú y como todos.

    Estas fueron sus últimas palabras, pero todavía, en sus ojos quebrados, mostrábase la firme convicción, aunque ya no orgullosa, de que seguiría ayunando.

    -¡Limpien aquí! -ordenó el inspector, y enterraron al ayunador junto con la paja. Mas en la jaula pusieron una pantera joven. Era un gran placer, hasta para el más obtuso de sentidos, ver en aquella jaula, tanto tiempo vacía, la hermosa fiera que se revolcaba y daba saltos. Nada le faltaba. La comida que le gustaba traíansela sin largas cavilaciones sus guardianes. Ni siquiera parecía añorar la libertad. Aquel noble cuerpo, provisto de todo lo necesario para desgarrar lo que se le pusiera por delante, parecía llevar consigo la propia libertad; parecía estar escondida en cualquier rincón de su dentadura. Y la alegría de vivir brotaba con tan fuerte ardor de sus fauces, que no les era fácil a los espectadores poder hacerle frente. Pero se sobreponían a su temor, se apretaban contra la jaula y en modo alguno querían apartarse de allí.
     
  11. MellamoEarl

    MellamoEarl PocoYo

    Mensajes:
    39
    Ubicación:
    España
    Re: ... de Historias y Tradiciones

    Y de como nuestros refranes nos ilustran

    El que a buen árbol se arrima, si no le ve nadie, le orina, :meparto:
    ¿En esta web española cuanta gente hay que le interese la historia del Perú?
    ¿Pretendo saber cuant@s amig@s tiene este?
    ¿Quien sabe?
    :meparto:
    Huyhuyhuy metamorfosis, me huele mal. ​
     
  12. -----......

    -----...... Hogar Nuestro.

    Mensajes:
    1.613
    Re: ... de Historias y Tradiciones

    The Raven


    Una vez, en una taciturna media noche,

    mientras meditaba débil y fatigado,

    sobre un curioso y extraño volumen

    de sabiduría antigua,

    mientras cabeceaba, soñoliento,

    de repente algo sonó,

    como el rumor de alguien llamando

    suavemente a la puerta de mi habitación.

    >> Es alguien que viene a visitarme - murmuré

    y llama a la puerta de mi habitación.

    Sólo eso, nada más. <<



    Ah, recuerdo claramente

    que era en el negro Diciembre.

    Y que cada chispazo de los truenos hacía

    danzar en el suelo su espectro.

    Ardientemente deseaba la aurora;

    vagamente me proponía extraer

    de mis libros una distracción para mi tristeza,

    para mi tristeza para mi Leonor perdida,

    la rara y radiante joven

    a quien los ángeles llamaban Leonor,

    para quien, aquí, nunca más habrá nombre.



    Y el incierto y triste crujir de la seda

    de cada cortinaje de púrpura

    me estremecía, me llenaba

    de fantásticos temores nunca sentidos,

    por lo que, a fin de calmar los latidos

    de mi corazón, me embelesaba repitiendo:

    >> Será un visitante que quiere entrar

    y llama a la puerta de mi habitación.

    Algún visitante retrasado que quiere entrar

    y llama a la puerta de mi habitación.

    Eso debe ser, y nada más <<.



    De repente, mi alma, se revistió de fuerza;

    y sin dudar más

    dije:

    >> Señor, o señora,

    les pido en verdad perdón;

    pero lo cierto es que me adormecí y

    habéis llamado tan suavemente

    y tan débilmente habéis llamado

    a la puerta de mi habitación

    que no estaba seguro de haberos oído <<.

    Abrí la puerta.

    Oscuridad y nada más.



    Mirando a través de la sombra,

    estuve mucho rato maravillado,

    extrañado dudando, soñando más sueños que

    ningún mortal se habría atrevido a soñar,

    pero el silencio se rompió

    y la quietud no hizo ninguna señal,

    y la única palabra allí hablada fue

    la palabra dicha en un susurro >>¡Leonor!<<.

    Esto dije susurrando, y el eco respondió

    en un murmullo la palabra >>¡Leonor!<<.

    Simplemente esto y nada más.



    Al entrar de nuevo en mi habitación,

    toda mi alma abrasándose,

    muy pronto de nuevo, oí una llamada

    más fuerte que antes.

    >> Seguramente -dije-, seguramente es

    alguien en la persiana de mi ventana.

    Déjame ver, entonces, lo que es,

    y resolver este misterio;

    que mi corazón se calme un momento

    y averigüe este misterio.

    ¡ Es el viento y nada más.<<



    Empujé la ventana hacia afuera,

    cuando, con una gran agitación

    y movimientos de alas

    irrumpió un majestuoso cuervo

    de los santos días de antaño.

    No hizo ninguna reverencia;

    no se paró ni dudó un momento;

    pero, con una actitud de Lord o de Lady,

    trepó sobre la puerta de mi habitación,

    encima de un busto de Blas,

    encima de la puerta de mi habitación.

    Se posó y nada más.



    Entonces aquel pájaro de ébano,

    induciendo a sonreír mi triste ilusión

    a causa de la grave y severa

    solemnidad de su aspecto.

    >> Aunque tu cresta sea lisa y rasa

    -le dije-, tú no eres un cobarde <<.

    Un torvo espectral y antiguo cuervo,

    que errando llegas de la orilla de la noche.

    Dime: >> ¿Cual es tu nombre señorial

    en las orillas plutónicas de la noche?

    El cuervo dijo: >> Nunca más <<.



    Me maravillé al escuchar aquel desgarbado

    volátil expresarse tan claramente,

    aunque su respuesta tuviera

    poco sentido y poca oportunidad;

    porque hay que reconocer

    que ningún humano o viviente

    nunca se hubiera preciado de ver

    un pájaro encima de la puerta de su habitación.

    Con un nombre como >> Nunca más <<.



    Pero el cuervo, sentado en solitario

    en el plácido busto, sólo dijo

    con aquellas palabras, como si con ellas

    desparramara su alma.

    No dijo entonces nada más,

    no movió entonces ni una sola pluma.

    Hasta que yo murmuré: >> Otros amigos

    han volado ya antes <<.



    En la madrugada me abandonará,

    como antes mis esperanzas han volado.

    Entonces el pájaro dijo: >> Nunca más <<.



    Estremecido por la calma,

    rota por una réplica tan bien dada,

    dije: >> Sin duda <<.

    Esto que ha dicho

    es todo su fondo y su bagaje,

    tomado de cualquier infeliz maestro

    al que el impío desastre

    siguió rápido y siguió más rápido

    hasta que sus acciones fueron

    un refrán único.



    Hasta que los cánticos fúnebres

    de su esperanza, llevaran la melancólica carga de

    >> Nunca - nunca más <<.

    Pero el cuervo, induciendo todavía

    mi ilusión a sonreír,

    me impulsó a empujar de súbito

    una silla de cojines delante del pájaro,

    del busto y la puerta;

    entonces, sumergido en el terciopelo,

    empecé yo mismo a encadenar

    ilusión tras ilusión, pensando

    en lo que aquel siniestro pájaro de antaño

    quería decir al gemir >> Nunca más <<.



    Me senté, ocupado en averiguarlo,

    pero sin pronunciar una sílaba

    frente al ave cuyos fieros ojos, ahora,

    quemaban lo más profundo de mi pecho;

    esto y más conjeturaba,

    sentado con la cabeza reclinada cómodamente.

    Tendido en los cojines de terciopelo

    que reflejaban la luz de la lámpara.

    Pero en cuyo terciopelo violeta,

    reflejando la luz de la lámpara,

    ella no se sentará ¡ ah, nunca más!



    Entonces, creo, el aire se volvió

    más denso, perfumado por un invisible incienso

    brindado por serafines cuyas pisadas

    sonaban en el alfombrado.

    >> Miserable -grité-. Tu dios te ha permitido,

    a través de estos ángeles te ha dado un descanso.

    Descanso y olvido de las memorias de Leonor.

    Bebe, oh bebe este buen filtro,

    y olvida esa Leonor perdida.

    El cuervo dijo: >> Nunca más <<.



    >> Profeta -dije- ser maligno,

    pájaro o demonio, siempre profeta,

    si el tentador te ha enviado,

    o la tempestad te ha empujado hacia estas costas,

    desolado, aunque intrépido,

    hacia esta desierta tierra encantada,

    hacia esta casa tan frecuentada

    por el honor. Dime la verdad, te lo imploro.



    ¿ Hay, hay bálsamo en Galad? ¡Dime,

    dime, te lo ruego ! <<.

    El cuervo dijo: >> Nunca más <<.



    >> Profeta -dije-, ser maligno,

    pájaro o demonio, siempre profeta,

    por ese cielo que se cierne sobre nosotros,

    por ese dios que ambos adoramos,

    dile a esta pobre alma cargada

    de angustia, si en el lejano Edén

    podré abrazar a una joven santificada

    a quien los ángeles llaman Leonor,

    abrazar a una preciosa y radiante

    doncella a quien los ángeles llaman Leonor <<.

    El cuervo dijo: >> Nunca más <<.



    >> Que esta palabra sea la señal de nuestra separación,

    pájaro o demonio - grité

    incorporándome.

    ¡ Vuelve a la tempestad

    y la ribera plutoniana de la noche!

    No dejes ni una pluma negra como prenda

    de la mentira que ha dicho tu alma.

    ¡ Deja intacta mi soledad!

    ¡ Aparta tu busto de mi puerta!

    ¡ Aparta tu pico de mi corazón,

    aleja tu forma de mi puerta! <<.

    El cuervo dijo: >> Nunca más <<.



    Y el cuervo sin revolotear, todavía posado,

    todavía posado,

    en el pálido busto de Palas

    encima de la puerta de mi habitación,

    sus ojos teniendo todo el parecido

    del demonio en que está soñando,

    y la luz de la lámpara que le cae encima,

    proyecta en el suelo su sombra.

    Y mi alma, de la sombra que yace flotando

    en el suelo no se levantará...

    ¡ Nunca más !

    Edgar A. Poe (Boston, Estados Unidos, 19 de enero de 1809 – Baltimore, Estados Unidos, 7 de octubre de 1849)​
     
  13. MellamoEarl

    MellamoEarl PocoYo

    Mensajes:
    39
    Ubicación:
    España
    Re: ... de Historias y Tradiciones

    Y DE COMO NUESTROS REFRANES NOS ILUSTRAN

    Ave que vuela a la cazuela :meparto:
     
  14. -----......

    -----...... Hogar Nuestro.

    Mensajes:
    1.613
    Re: ... de Historias y Tradiciones

    NUEVO ORDEN DE LAS PALABRAS (1)

    Linton Kwesi Johnson


    Los asesinos de Kigale (2)
    deben ser trabajadores sanitarios
    los carniceros de Butare (3)
    deben ser trabajadores sanitarios
    los salvajes de Shatila (4)
    deben ser trabajadores sanitarios
    las bestias de Bosnia (5)
    deben ser trabajadores sanitarios
    en el nuevo orden de las palabras

    como una vieja venda sucia
    sobre la cara podrida de la humanidad
    el viejo orden desata y revela
    una vieja cicatriz que acaba de reventar en una nueva llaga
    una herida primitiva que el tiempo no curará
    y con la antigua moneda de la sangre
    tiranos tribales arreglan el marcador

    los asesinos de Kigale
    deben ser trabajadores sanitarios
    los carniceros de Butare
    deben ser trabajadores sanitarios
    los salvajes de Shatila
    deben ser trabajadores sanitarios
    las bestias de Bosnia
    deben ser trabajadores sanitarios
    en el nuevo orden de las palabras

    es el mismo viejo síndrome de caín y abel
    mucho más antiguo que la caída de Roma
    pero en el nuevo orden mundial de la atrocidad
    es un nuevo idioma de la barbarie

    asesino en masa
    normaliza
    programa
    racionaliza
    genocida
    sanea
    y el antiguo pecado de un clan
    se llama ahora limpieza étnica

    los asesinos de Kigale
    deben ser trabajadores sanitarios
    los carniceros de Butare
    deben ser trabajadores sanitarios
    los salvajes de Shatila
    deben ser trabajadores sanitarios
    las bestias de Bosnia
    deben ser trabajadores sanitarios
    para-pam-pam
    en el nuevo orden de las palabras
    Febrero 1998


    (1) Juego de palabras entre las expresiones «new world order» (nuevo orden mundial) y «new word order» (nuevo orden de las palabras).
    (2) Región en Rwanda donde Hutus llevaron a cabo un genocidio contra Tutsis.
    (3) Región en Rwanda donde Hutus llevaron a cabo un genocidio contra Tutsis.
    (4) Campo de asilados palestinos donde la Milicia Falangista Cristiana del Líbano asesinó refugiados.
    (5) Parte de la antigua Yugoslavia con vasta población musulmana, cuyo genocidio fue efectuado por Serbia.​
     
  15. gema19842

    gema19842

    Mensajes:
    1
    Ubicación:
    venezuela
    AVVION DE GRACIAS A POMBA GIRA MARIA PADHILA POR FAVOR CONCEDIDO

    ORACION A POMBA GIRA MARIA PADILHA
    Por los poderes de la tierra, por la presencia del fuego, por la inspiración del aire, por las virtudes del agua, invoco y conjuro a Pomba Gira María Padilha, por la fuerza de los corazones sagrados y de las lágrimas derramadas por amor, para que se dirija a _____ donde está trayendo su espíritu ante mi ____, amarrándolo definitivamente al mío.
    Que su espíritu se bañe en la esencia de mi amor y me devuelva el amor en cuádruple. Que ____ jamás quiera a otra persona y que su cuerpo solo a mi ____ me pertenezca. Que __ no beba, no coma, no hable, no escuche, no cante a no ser en mi presencia. Que mis grilletes lo apresen para siempre, por los poderes de esta Oración. Minhas pombas gira use su poder y aleje a __ de cualquier mujer con que el este en este momento; y si estuviera que llame mi nombre. Quiero amarrar el espíritu y cuerpo de __; porque lo quiero amarrado y enamorado de mi __ quiero que __ quede dependiente de mi amor, quiero verlo loco por mi __, deseándome como si yo fuese la última persona de la faz de la tierra. Quiero su corazón prendido a mi eternamente, que en nombre de la gran Reina María Padilha florezca este sentimiento dentro de __ dejándole preso a mi __, 24 horas por día. OH Pomba gira Reina María Padilha has de traer a __, para mi __, pues yo a el deseo, y lo quiero deprisa. Por tus poderes ocultos, que __ comience a amarme a mi __ a partir de este exacto instante y que el piense sólo en mi __, como si yo fuese la única persona del mundo.
    Que __ venga corriendo hacia mi, lleno de esperanzas y deseo, que __ no tenga sosiego hasta que venga a buscarme, y vuelva a mi __. Reina María Padilha yo te imploro para que me traigas a __. que __ me ame mucho, venga manso y como yo deseo.
    Yo le agradezco a la gran Rainha María Padilha. Y prometo siempre llevar su nombre conmigo. OH! Poderosa Pomba Gira Siete Exus, quiero de vuelta mi amado __ que me entristece con su desprecio, que __ olvide y deje de una vez y por todas todos los otros amores y a los que nos quieran apartar. Que __ sea desanimado y frío con otras personas, que desanime y sea frío con todas las otras mujeres, que cualquier otra mujer que este con __ se estrese con el, pelee con el y salga inmediatamente de la vida de el y le tome enojo, odio, aversión y rabia de el y no se retracte de nada. Y que __ tome enojo, odio, aversión y rabia de cualquier otra mujer que ande con el ahora y que ellos terminen esa relación urgentemente. Que __ se sienta solo, humillado, avergonzado de todo y por todos. Que El venga a mi __, pida mi amor y mi perdón. Oh! Linda Poderosa Pomba Gira Sete Exus, que en ese momento __ no quiera mas andar con nadie ni con sus amigos. Que quede sólo pensando en mí y pensando cómo va a hacer para HACERME FELIZ. Necesito reina, de una señal, una llamada telefónica, cualquier contacto para yo saber si __ piensa en mi y que me quiere, y me quite de esa oscuridad. Que __ hable conmigo, que sienta que me echa de menos. Usted es fuerte y poderosa, traiga a __ a mis pies, para no mas salir, y que venga Corriendo, que deje todo y a todos Y que sólo piense en mi __. Linda Poderosa Pomba Gira Siete Exus que con su grande y fuerte poder quite todas las barreras que están impidiendo que __ ME AME LOCAMENTE y desee unirse a mi __. Quiero mi amado, amándome y admirándome siempre. Que el no sienta mas deseos sexuales por ninguna otra persona. Que sus deseos sean sólo para mi __, que sus pensamientos, gentilezas y bondades sean sólo para mi ___. Que __ quiera mucho de verdad que yo __ me Quede Con el. Pero además, quiero que usted, Linda Poderosa Pomba Gira Sete Exus, aleje de __ toda y cualquier otra mujer. Y Que podamos ser felices juntitos. Que el sólo sienta atracción y deseo sexual por mi __. Que el me llame por teléfono, desde ya y a todo instante. Que sienta nostalgia por mi persona, y que sufra lejos de mi __ y no aguante mas sufrir. Quiero que el me busque hoy y ahora. Quiero oír la voz de el, pidiendo verme para quedarse conmigo y volviendo a mi __ para siempre, diciendo que me ama y que me quiere solo a mi. Gracias por el favor concedido.
    Copie y pegue un pedido igual a este aquí en 7 altares diferentes y dentro de 7 días su pedido será realizado.