Poemas, cuentos y leyendas

Tema en 'Temas de interés (no de plantas)' comenzado por mai^a, 27/2/08.

  1. clause

    clause Claudia

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    Re: ... de poetas, cuentos y leyendas

    :11risotada: que lindo!!!Asi como sabe llegar con las poesias , es con los cuentos! ...y la verdad ,de cuentos muy pocos había leido de el!
    Gracias Maia!!:razz:
     
  2. clause

    clause Claudia

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    Re: ... de poetas, cuentos y leyendas

    :razz: :razz: que bonito!
     
  3. clause

    clause Claudia

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    Re: ... de poetas, cuentos y leyendas

    Alejandro Dumas (Padre)
    El Conde de Montecristo
    Segunda Parte
    Capítulo quince
    Las catacumbas de San Sebastián

    Ningún otro momento de su vida había sido para Franz tan impresionable, tan vivo, como el paso rápido que de la alegría a la tristeza sintió en aquel instante. Hubiérase dicho que Roma, bajo el soplo mágico de algún demonio nocturno, acababa de cambiarse en una vasta tumba. Por una casualidad que aumentaba aún las tinieblas, la luna se encontraba en su cuarto menguante, no debía salir hasta las doce de la noche. Las calles que el joven atravesaba estaban sumergidas en la mayor oscuridad, pero como el trayecto era corto, al cabo de diez minutos su carruaje, o más bien el del conde, se detuvo delante de la fonda de Londres.
    La comida estaba preparada, pero como Alberto había avisado que no le esperasen, Franz se sentó solo a la mesa. Maese Pastrini, que acostumbraba verlos comer juntos, se informó de la causa de su ausencia, pero Franz limitóse a responder que Alberto había recibido una invitación, a la cual había acudido.
    La súbita extinción de los moccoletti, aquella oscuridad que había reemplazado a la luz, aquel silencio que había sucedido al ruido, habían dejado en el espíritu de Franz cierta tristeza que participaba también de alguna inquietud. Comió, pues, sin decir una palabra, a pesar de la oficiosa solicitud- de su posadero, que entró dos o tres veces para informarse de si tenía necesidad de algo.
    Franz estaba resuelto a esperar a Alberto hasta bastante tarde. Pidió, pues, el carruaje para las once, rogando a maese Pastrini que le avisase al instante mismo en que volviese Alberto, pero transcurrieron las horas una tras otra, y al dar las once Alberto no había llegado aún. Franz se vistió y partió, avisando a su posadero de que pasaría la noche en casa del duque de Bracciano.
    La casa del duque de Bracciano es una de las mejores de Roma; su esposa, una de las últimas herederas de los Colonna, hace los honores de ella de una manera perfecta, y de esto resulta que las fiestas que da tienen una celebridad europea.
    Franz y Alberto habían llegado a Roma con cartas de recomendación para él; así, pues, su primera pregunta fue interrogar a Franz qué había sido de su compañero de viaje. Franz le respondió que se había separado de él en el momento de apagar los moccoletti, y le había perdido de vista en la Vía Macello.
    -¿Entonces no habrá vuelto? -preguntó el duque.
    -Hasta ahora le he estado aguardando -respondió Franz.
    -¿Y sabéis dónde iba?
    -No, exactamente. Sin embargo, creo que se trataba de una cita.
    -¡Diablo! -dijo el duque-. Mal día es éste o mala noche para tardar de ese modo, ¿verdad, señora condesa?
    Estas últimas palabras se dirigían a la condesa de G..., que acababa de llegar y que se paseaba apoyada en el brazo del señor de Torlonia, hermano del duque.
    -Creo, por el contrario, que es una noche encantadora -respondió la condesa-, y los que están aquí no se quejarán más que de una cosa; de que pasará demasiado pronto.
    -Pero -replicó el duque, sonriendo-, yo no hablo de las personas que están aquí, porque de ellas no corren más peligro los hombres que el de enamorarse de vos, y las mujeres que el de caer enfermas de celos al contemplar vuestra hermosura. Hablo de los que recorren las calles de Roma.
    -¡Oh! -preguntó la condesa-. ¿Y quién recorre las calles de Roma a esta hora, como no sea para venir a este baile?
    -Nuestro amigo, el vizconde de Morcef, señora condesa, de quien me separé dejándole con su desconocida hacia las siete de la noche -dijo Franz--, y a quien no he visto después.
    -¡Qué! ¿Y no sabéis dónde está?
    -Ni lo sospecho.
    -¿Y tiene armas?
    -¿Cómo iba a tenerlas, si estaba disfrazado?
    -No deberíais haberle dejado ir --dijo el duque a Franz-, vos que conocéis mejor a Roma.
    -Sí, sí, lo mismo hubiera adelantado que si hubiese intentado detener al número tres de los barberi que ha ganado hoy el premio de la carrera -respondió Franz-; además, ¿qué queréis que le ocurra?
    -¡Quién sabe! La noche está sombría, y el Tíber está cerca de la Via Marcello.
    Franz estremecióse al ver que el duque y la condesa estaban tan acordes en sus inquietudes personales.
    -También he dejado dicho en la fonda que tenía el honor de pa-
    sar la noche en vuestra casa, señor duque -dijo Franz-, y deben venir a anunciarme su vuelta.
    -Mirad -dijo el duque-, creo que alli viene buscándoos uno de mis criados.
    El duque no se engañaba. Al ver a Franz, el criado se acercó a él.
    -Excelencia -dijo-, el dueño de la fonda de Londres os manda avisar que un hombre os espera en su casa con una carta del vizconde de Morcef.
    -¡Con una carta del vizconde! -exclamó Franz.
    -Sí.
    -¿Y quién es ese hombre?
    -No lo sé.
    -¿Por qué no ha venido a traerla aquí?
    -El mensajero no ha dado ninguna explicación.
    -¿Y dónde está el mensajero?
    -En cuanto me vio entrar en el salón del baile para avisaros, se marchó.
    -¡Oh, Dios mío! -dijo la condesa a Franz--. Id pronto, ¡pobre joven! Tal vez le habrá sucedido alguna desgracia.
    -Voy volando -dijo Franz.
    -¿Os volveremos a ver para saber de él? -preguntó la condesa.
    -Sí, si la cosa no es grave; si no, no respondo de lo que será de mí mismo.
    -En todo caso, prudencia -dijo la condesa.
    -Descuidad.
    Franz tomó el sombrero y partió inmediatamente. Había mandado venir su carruaje a las dos, pero por fortuna el palacio Bracciano, que da por un lado a la calle del Corso, y por otro a la plaza de los Santos Apóstoles, está a diez minutos de la fonda de Londres. Al acercarse a ésta, Franz vio un hombre en pie en medio de la calle, y no dudó un solo instante de que era el mensajero de Alberto. Se dirigió a él, pero con gran asombro de Franz, el desconocido fue quien primero le dirigió la palabra.
    -¿Qué me queréis, excelencia? -dijo, dando un paso atrás como un hombre que desea estar siempre en guardia.
    -¿No sois vos -preguntó Franz-- quien me trae una carta del vizconde de Morcef?
    -¿Es vuestra excelencia quien vive en la fonda de Pastrini?
    -Sí.
    -¿Es vuestra excelencia el compañero de viaje del vizconde?
    -Sí.
    -¿Cómo se llama vuestra excelencia?
    -El barón Franz d'Epinay.
    -Muy bien; entonces es a vuestra excelencia a quien va dirigida esta carta.
    -¿Exige respuesta? -preguntó Franz, tomándole la carta de las manos.
    -Sí; al menos, vuestro amigo la espera.
    -Subid a mi habitación; a11í os la daré.
    -Prefiero esperar aquí -dijo riéndose el mensajero.
    -¿Por qué?
    -Vuestra excelencia lo comprenderá cuando haya leído la carta.
    -¿Entonces os encontraré aquí mismo?
    -Sin duda alguna.
    Franz entró; en la escalera encontró a maese Pastrini.
    -¡Y bien! -le preguntó.
    -Y bien, ¿qué? -le respondió Franz.
    -¿Visteis al hombre que desea hablaros de parte de vuestro amigo? -le preguntó a Franz.
    -Sí; le vi -respondió éste-, y me entregó esta carta. Haced que traigan una luz a mi cuarto.
    El posadero transmitió esta orden a un criado.
    El joven había encontrado a maese Pastrini muy asustado, y esto había aumentado naturalmente su deseo de leer la carta. Acercóse a la bujía, así que estuvo encendida, y desdobló el papel. La misiva estaba escrita de mano de Alberto, firmada por él mismo, y Franz la leyó dos o tres veces una tras otra, tan lejos estaba de esperar su contenido.
    He aquí lo que decía:

    Querido amigo: En el mismo instante que recibáis la presente, tened la bondad de tomar mi cartera, que hallaréis en el cajón cuadrado del escritorio; la letra de crédito, unidla a la vuestra. Si ello no basta, corred a casa de Torlonia, tomad inmediatamente cuatro mil piastras y entregadlas al portador. Es urgente que esta suma me sea dirigida sin tardanza. No quiero encareceros más la puntualidad, porque cuento con vuestra eficacia, como en caso igual podríais contar con la mía.

    . P. D. I believe now lo be Italian banditti.
    Vuestro amigo,
    Alberto de Morcef

    Debajo de estos renglones había escritas, con una letra extraña, estas palabras italianas:

    Se alle sei della mattina, le quattro mille piastre non sono nelle mie mani, alle sette il conte Alberto avrà cessato di vivere.
    Luigi Vampa

    Esta segunda firma fue para Franz sumamente elocuente, y entonces comprendió la repugnancia del mensajero en subir a su cuarto. La calle le parecía más segura. Alberto había caído en manos del famoso jefe de bandidos cuya existencia tan fabulosa le había parecido.
    No había tiempo que perder. Corrió al escritorio, lo abrió, halló en el cajón indicado la consabida cartera, y en ella la carta de crédito que era de valor de seis mil piastras, pero a cuenta de la cual Alberto había ya tornado y gastado la mitad, es decir, tres mil. Por lo que a Franz se refiere, no tenía ninguna letra de crédito. Como vivía en Florencia y había venido a Roma para pasar en ella siete a ocho días solamente, había tornado unos cien luises, y de esos cien luises le quedaban cincuenta a lo sumo. Necesitaba, de consiguiente, siete a ochocientas piastras para que entre los dos pudiesen reunir la soma pedida. Es verdad que Franz podía montar en un caso semejante con la bondad del señor Torlonia. Así, pues, se disponía a volver al palacio Bracciano sin perder un instante, cuando de súbito una idea cruzó por su imaginación.
    Pensó en el conde de Montecristo.
    Franz iba a dar la orden de que avisasen a maese Pastrini, cuando éste en persona se presentó a la puerta.
    -Querido señor Pastrini -le dijo ansiosamente-, ¿creéis que el conde esté en su cuarto?
    -Sí, excelencia, acaba de entrar.
    -¿Habrá tenido tiempo de acostarse?
    -Lo dudo.
    -Llamad entonces a su puerta, y pedidle en mi nombre permiso para presentarme en su habitación.
    Maese Pastrini se apresuró a seguir las instrucciones que le daban. Cinco minutos después estaba de vuelta.
    -El conde está esperando a vuestra excelencia -dijo.
    Franz atravesó el corredor, y un criado le introdujo en la habitación del conde. Hallábase en un pequeño gabinete que Franz no había visto aún, y que estaba rodeado de divanes. El mismo conde le salió al encuentro.
    -¡Oh! ¿A qué debo el honor de esta visita? -le preguntó-. ¿Vendríais a cenar conmigo? Si así fuera, me complacería en extremo vuestra franqueza.
    -No; vengo a hablaros de un grave asunto.
    -¡De un asunto! -dijo el conde mirando a Franz con la fijeza y atención que le eran habituales-. ¿Y de qué asunto?
    -¿Estamos solos?
    El conde se dirigió a la puerta y volvió.
    -Completamente -dijo.
    Franz le mostró la carta de Alberto.
    -Leed -le dijo.
    El conde leyó la carta.
    -¡Ya, ya! -exclamó cuando hubo terminado la lectura.
    -¿Habéis leído la posdata?
    -Sí, la he leído también.

    Se alle sei della mattina le quattro mille piastre non sono nelle mie mani, alle sette il conte Alberto avrà cessato di vivere.
    Luigi Vampa

    -¿Qué decís a esto? -preguntó Franz.
    -¿Tenéis la suma que os pide?
    -Sí; menos ochocientas piastras.
    El conde se dirigió a su gaveta, la abrió, y tiró de un cajón lleno de oro que se abrió por medio de un resorte.
    -Espero -dijo a Franz-, que no me haréis la injuria de dirigiros a otro que a mí.
    -Bien veis -dijo éste- que a vos me he dirigido primero que a otro.
    -Lo que os agradezco mucho. Tomad.
    E hizo señas a Franz de que tomase del cajón cuanto necesitase.
    -¿Es necesario enviar esta suma a Luigi Vampa? -preguntó el joven, mirando a su vez fijamente al conde.
    -¿Que si es preciso? Juzgadlo vos mismo por la postdata, que ni puede ser más concisa ni más terminante.
    -Creo que vos podríais hallar algún medio que simplificase mucho el negocio -dijo Franz.
    -¿Y cuál? -preguntó el conde, asombrado.
    -Por ejemplo, si fuésemos a ver a Luigi Vampa juntos, estoy persuadido de que no os rehusaría la libertad de Alberto.
    -¿A mí? ¿Y qué influencia queréis que tenga yo sobre ese bandido?
    -¿No acabáis de hacerle uno de esos servicios que jamás pueden olvidarse?
    -¿Cuál?
    -¿No acabáis de salvar la vida a Pepino?
    -¡Ah, ah! -dijo el conde-. ¿Quién os ha dicho eso?
    -¿Qué importa, si lo sé?
    El conde permaneció un instante silencioso y con las cejas fruncidas.
    -Y si yo fuese a ver a Vampa, ¿me acompañaríais?
    -Si no os fuese desagradable mi compañía, ¿por qué no?
    -Pues bien; vámosnos al instante. El tiempo es hermoso, y un paseo por el campo de Roma no puede menos de aprovecharnos.
    -¿Llevaremos armas?
    -¿Para qué?
    -¿Dinero?
    -Es en vano. ¿Dónde está el hombre que os ha traído este billete?
    -En la calle.
    -¿En la calle?
    -Sí.
    -Voy a llamarle, porque preciso será que averigüemos hacia dónde hemos de dirigirnos.
    -Podéis ahorraros este trabajo, pues por más que se lo dije, no ha querido subir.
    -Si yo le llamo, veréis como no opone dificultad.
    El conde se asomó a la ventana del gabinete que caía a la calle, y emitió cierto silbido peculiar. El hombre de la capa se separó de la pared y se plantó en medio de la calle.
    -¡Salite! -dijo el conde con el mismo tono que si hubiera dado una orden a su criado.
    El mensajero obedeció sin vacilar, más bien con prisa, y subiendo la escalera, entró en la fonda; cinco minutos después estaba a la puerta del gabinete.
    -¡Ah! ¿Eres tú, Pepino? -dijo el conde.
    Pero Pepino, en lugar de responder, se postró de hinojos, cogió una mano del conde y la aplicó a sus labios repetidas veces.
    -¡Ah, ah! -dijo el conde-, ¡aún no has olvidado que lo he salvado la vida! Eso es extraño, porque hace ya ocho días.
    -No, excelencia, y no lo olvidaré en toda mi vida -respondió Pepino, con el acento de un profundo reconocimiento.
    -¡Nunca! Eso es mucho decir, pero en fin, bueno es que así lo creas. Levántate y responde.
    Pepino dirigió a Franz una mirada inquieta.
    -¡Oh! , puedes hablar delante de su excelencia -dijo-, es uno de mis amigos. ¿Permitís que os dé este título? -dijo en francés el conde, volviéndose hacia Franz-, es necesario, para excitar la confianza de este hombre.
    -Podéis hablar delante de mí -exclamó Franz, dirigiéndose al mensajero-,soy un amigo del conde.
    -Enhorabuena -dijo Pepino volviéndose a su vez hacia el conde-; interrógueme su excelencia, que yo responderé.
    -¿Cómo fue a parar el conde Alberto a manos de Luigi?
    -Excelencia, el carruaje del francés se ha encontrado muchas veces con aquel en que iba Teresa.
    -¿La querida del jefe?
    -Sí, excelencia. El francés la empezó a mirar y a hacer señas; Teresa se divertía en dar a entender que no le disgustaban, el francés le arrojó unos ramilletes y ella hizo otro tanto, pero todo con el consentimiento del jefe, que iba en el coche.
    -¡Cómo! -exclamó Franz-. ¿Luigi Vampa iba en el mismo carruaje de las aldeanas romanas?
    -Era el que le conducía disfrazado de cochero -respondió Pepino.
    -¿Y después? -preguntó el conde.
    -Luego el francés se quitó la máscara. Teresa, siempre con consentimiento del jefe, hizo otro tanto, el francés pidió una cita, Teresa concedió la cita pedida, pero en lugar de Teresa, fue Beppo quien estuvo en las gradas de San Giacomo.
    -¡Cómo! -interrumpió Franz-, ¿aquella aldeana que le arrancó el moccoletto...?
    -Era un muchacho de quince años -respondió Pepino-, pero no debe de ningún modo avergonzarse el amigo de su excelencia de haber caído en el lazo, porque no es el primero a quien Beppo ha echado el guante de esté modo.
    -¿Y qué hizo Beppo? ¿Le condujo fuera de la ciudad? -preguntó el conde.
    -Exactamente. Un carruaje esperaba al extremo de la Vía Macello. Beppo subió invitando al francés a que subiera también, el cual no aguardó a que se lo repitiera. Beppo le anunció que iba a conducirle a una población que estaba a una legua de Roma, y el francés dijo que estaba a punto de seguirle al fin del mundo. El cochero dirigióse en seguida a la calle de Ripetta, llegó a la puerta de San Pablo, y a unos doscientos pasos de la misma, estando ya en el campo, como el francés redoblase sus instancias amorosas, siempre persuadido de que iba junto a una mujer, Beppo se levantó y le puso en el pecho los cañones de dos pistolas. Al punto el cochero detuvo los caballos, se volvió sobre su asiento a hizo otro tanto. Al propio tiempo, cuatro de los nuestros que estaban ocultos en las orillas del Almo se lanzaron a las portezuelas. El francés tenía, por lo que se vio, bastantes deseos de defenderse, y aun estranguló un poquillo a Beppo, según he oído decir, pero nada podía contra cinco hombres completamente armados, y no tuvo por consiguiente más remedio que rendirse. Le hicieron bajar del carruaje, siguieron la orilla del río y le condujeron ante Teresa y Luigi, que le esperaban en las catacumbas de San Sebastián.
    -¿Qué tal -dijo el conde dirigiéndose a Franz-. ¿Qué os parece de esta historia?
    -Que la encontraría muy chistosa -contestó-, si no fuese el pobre Alberto su protagonista.
    -El caso es -dijo el conde- que si no llegáis a encontrarme en casa, hubiera sido una aventura que hubiese costado bastante cara a vuestro amigo, pero tranquilizaos, tan sólo le costará el susto.
    -¿Conque vamos en su busca en seguida? -preguntó Franz.
    -Sí por cierto, y tanto más cuanto que se halla en un lugar no muy pintoresco. ¿Habéis visitado alguna vez las catacumbas de San Sebastián?
    -No; jamás he descendido a ellas, pero me había propuesto hacerlo algún día.
    -Pues he aquí que se os presenta una buena ocasión, ocasión la más oportuna que desearse pueda.
    -¿Tenéis a punto vuestro coche?
    -No; pero poco importa, porque es mi costumbre el tener siempre uno prevenido y enganchado noche y día.
    -¿Enganchado?
    -Sí; soy muy caprichoso, preciso es confesarlo; muchas veces al levantarme, al acabar de comer, a medianoche, me ocurre marchar a un punto cualquiera, y parto en seguida.
    El conde tiró de la campanilla y se presentó su ayuda de cámara.
    -Que saquen el coche y sacad las pistolas de las bolsas. En cuanto al cochero, es inútil que se le despierte, porque Alí lo conducirá.
    Al cabo de un instante oyóse el ruido del carruaje, que se detuvo delante de la puerta. El conde sacó su reloj.
    -Las doce y media -dijo-; hubiéramos tenido tiempo hasta las cinco de la mañana para marchar, aún habríamos llegado a tiempo, pero tal vez esta demora hubiese hecho pasar una mala noche a vuestro compañero. Vale más que vayamos en seguida a arrancarle del poder de los infieles. ¿Estáis aún decidido a acompañarme?
    -Más que nunca.
    -Venid, pues.

    Continua
     
  4. mai^a

    mai^a My Garden

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    Re: ... de poetas, cuentos y leyendas

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    En casa del chico herido

    Domingo, 18



    El sobrinillo del anciano empleado que resultó herido en un ojo por la bola
    de nieve que lanzara Garoffi está con la maestra de la pluma roja; lo hemos
    visto hoy en casa de su tío, que lo tiene como a un hijo. Yo había terminado
    de escribir el cuento mensual para la próxima semana, titulado El pequeño
    escribiente florentino, que me había dado el maestro a copiar, cuando me ha
    dicho mi padre:

    -Vamos a subir al cuarto piso para 'ver cómo tiene el ojo aquel señor.

    Hemos entrado en una habitación casi oscura, donde estaba acomodado el
    viejo, sentado en la cama, teniendo varios almohadones por detrás. A la
    cabecera se hallaba su mujer, y el sobrinillo se encontraba a un lado,
    entreteniéndose con unos juguetes.

    El viejo tenía un ojo vendado.

    Se ha alegrado mucho al ver a mi padre; le ha hecho sentarse y le ha dicho
    que se encuentra mejor, que no perderá el ojo y que le había asegurado el
    médico que dentro de unos días estará curado del todo.

    -Fue una desgracia -añadió-. Siento el susto que debió llevarse aquel chiquito.

    Después nos ha hablado del médico, que debía venir a esa hora. En ese
    preciso momento suena el timbre.

    -Debe ser el médico -dijo el ama.

    Se abre la puerta... y ¿qué veo? Al mismísimo Garoffi, con su capote largo,
    la cabeza gacha y sin atreverse a entrar.

    -¿Quién es? -pregunta el enfermo.

    -El chico que tiró la bola de nieve -dice mi padre.

    El viejo exclama entonces:

    -¡Pobre criatura! Ven aquí. Has venido a preguntar cómo estoy, ¿verdad?
    Pues estáte tranquilo, que me encuentro mucho mejor y casi curado.
    Acércate.

    Garoffi, cada vez más confuso, se aproxima a la cama, esforzándose por no
    llorar; el viejo le acaricia, pero sin poder hablar.

    -Gracias -le dice al fin el anciano-; puedes decir a tu padre y a tu madre
    que todo va bien y que no tienen que preocuparse.

    Pero Garoffi no se mueve, pareciendo querer decir algo, a lo que no se
    atreve.

    -¿Tienes algo que decirme?

    -Yo, nada.

    -Está bien, chiquito. Puedes irte en paz.

    Garoffi se ha ido hasta la puerta; allí se ha detenido y luego se ha acercado
    donde está el sobrinillo, que le ha seguido y mirado con curiosidad. De
    pronto se saca algo de debajo del capote y se lo ofrece al pequeño, diciéndole:

    -Esto para ti.

    El niño enseña el regalo a sus tíos y todos nosotros quedamos asombrados.

    Es el famoso álbum, con su colección de sellos, lo que el pobre Garoffi acaba
    de dejar, el tesoro sobre el que tantas esperanzas tenía fundadas y que tanto
    esfuerzo le ha costado conseguir.

    ¡Pobre muchacho! Ha regalado la mitad de su propia vida a cambio del perdón
     
  5. clause

    clause Claudia

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    Re: ... de poetas, cuentos y leyendas

    Que bonito !!!:razz: :razz: :razz:
     
  6. clause

    clause Claudia

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    Re: ... de poetas, cuentos y leyendas

    LLENALO DE AMOR

    Siempre que haya un hueco en tu vida,
    llénalo de amor.
    Adolescente, joven, viejo:
    siempre que haya un hueco en tu vida,
    llénalo de amor.
    En cuanto sepas que tienes delante de ti un tiempo baldío,
    ve a buscar amor.
    No pienses: Sufriré.
    No pienses: Me engañarán.
    No pienses: Dudaré.
    Ve, simplemente, diáfanamente, regocijadamente,
    en busca del amor.
    Qué índole de amor?
    No importa.
    Todo amor está lleno de excelencia y de nobleza.
    Ama como puedas, ama a quien puedas, ama todo lo que puedas...
    pero ama siempre.
    No te preocupes de la finalidad del amor.
    Él lleva en sí mismo su finalidad.
    No te juzgues incompleto porque no responden a tus ternuras;
    el amor lleva en sí su propia plenitud.


    Siempre que haya un hueco en tu vida,
    llénalo de amor!

    Amado Nervo
     
  7. Anveri

    Anveri Fanática de nativas -aves

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    Re: ... de poetas, cuentos y leyendas

    :happy: :happy: :happy:

    Me conmueve hasta el fondo del alma esta foto:

    [​IMG]

    Anita

    ;) ;) ;)
     
  8. clause

    clause Claudia

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    Re: ... de poetas, cuentos y leyendas

    Si , Anveri,es conmovedora!!!!:happy:
     
  9. clause

    clause Claudia

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    Re: ... de poetas, cuentos y leyendas

    Alejandro Dumas (Padre)
    El Conde de Montecristo


    Segunda Parte

    Capítulo 15
    Continuacion
    Franz y el conde salieron, seguidos de Pepino. A la puerta encontraron el carruaje. A1í estaba ya en el pescante y Franz reconoció en él al esclavo mudo de la gruta de Montecristo. Franz y el conde montaron en el carruaje, Pepino fue a sentarse al lado de Alí, y los caballos arrancaron a escape. Seguramente había recibido instrucciones de antemano, puesto que se dirigió a la calle del Corso, atravesó el campo Vacciano, subió por la Vía de San Gregorio y llegó a la Puerta de San Sebastián. Al llegar a ella el conserje quiso oponer dificultades, mas el conde de Montecristo le presentó un permiso del gobernador de Roma para entrar y salir de la ciudad a cualquier hora, así de día como de noche. Abrióse, pues, el rastrillo, recibió el conserje un luis por este trabajo, y pasaron.
    El camino que siguió el coche fue la antigua Vía Appia, que ostenta una pared de tumbas a uno y otro lado. De trecho en trecho, a la luz de la luna que comenzaba a salir, parecíale a Franz ver un centinela destacarse de las ruinas, mas al punto, a una señal de Pepino, volvía a ocultarse en la sombra y desaparecía. Un poco antes de llegar al circo de Caracalla, el carruaje se paró. Pepino fue a abrir la portezuela, y el conde y Franz se apearon.
    -Dentro de diez minutos -dijo el conde a su compañero- habremos llegado al término de nuestro viaje.
    Llamó a Pepino aparte, le dio una orden en voz baja, y Pepino se marchó después de haberse provisto de una antorcha que sacó del cajón del coche. Transcurrieron cinco minutos, durante los cuales Franz vio al pastor entrar por un estrecho y tortuoso sendero practicado en el movedizo terreno que forma el piso de la llanura de Roma, desapareciendo tras los gigantescos arbustos rojizos, que parecen las erizadas melenas de algún enorme león.
    -Ahora -dijo el conde-, sigámosle.
    Franz y el conde avanzaron a su vez por el mismo sendero, el que, a unos cien pasos, declinando notablemente el terreno, les condujo al fondo de un pequeño valle, en el que divisaron dos hombres platicando a la sombra de los arbustos.
    -¿Hemos de seguir avanzando -preguntó Franz al conde- o será preciso esperar?
    -Avancemos, porque Pepino debe haber comunicado al centinela nuestra llegada.
    En efecto, uno de aquellos dos hombres era Pepino, el otro un bandido que estaba de centinela. Franz y el conde se le acercaron, y el bandido les saludó.
    -Excelencia -dijo Pepino dirigiéndose al conde-, si queréis seguirme, la entrada que conduce a las catacumbas está a dos pasos de aquí.
    -No tengo inconveniente -contestó el conde-, marcha delante.
    En efecto, detrás de un espeso matorral y en medio de unas rocas veíase una abertura por la que apenas podía pasar un hombre.
    Pepino se deslizó el primero por aquella hendidura, mas apenas se internó algunos pasos, el subterráneo fue ensanchándose. Entonces se detuvo, encendió su antorcha y volvió el rostro para ver si le seguían.
    El conde fue el primero que se introdujo por aquella especie de lumbrera y Franz siguió tras él. El terreno se inclinaba en una pendiente suave, y a medida que se iba uno internando, mayores dimensiones presentaba aquel conducto subterráneo, mas Franz y el conde se veían aún precisados a caminar agachados y en manera alguna podían avanzar dos personas a la vez. Anduvieron así trabajosamente como unos cincuenta pasos, cuando se vieron detenidos por un ¡quién vive!, viendo al mismo instante brillar en medio de la oscuridad sobre el cañón de una carabina el reflejo de su propia antorcha.
    -¡Amigos! -dijo Pepino.
    Y adelantándose solo, dijo en voz baja algunas palabras a este segundo centinela, quien, como el primero, saludó a los nocturnos visitantes, dando a entender con un gesto que podían continuar su camino. El centinela guardaba la entrada de una escalera, que contendría unas veinte gradas, por las que bajaron el conde y Franz, hallándose en una especie de encrucijada de edificios mortuorios. Cinco caminos diferentes salían divergentes de aquel punto como los rayos de una estrella, y las paredes que los limitaban, llenas de nichos sobrepuestos y que guardaban la forma del ataúd, indicaban que habían por fin entrado en las catacumbas. En una de aquellas cavidades cuya extensión era imposible apreciar, divísábase una luz, o por lo menos sus reflejos. El conde golpeó amigablemente con una mano el hombro de Franz.
    -¿Queréis ver un campamento de bandidos? -le dijo.
    -Con muchísimo gusto -contestó Franz.
    -Pues bien, venid conmigo... ¡Pepino, apaga la antorcha!
    Pepino obedeció y Franz y el conde se hallaron sumidos en la más profunda oscuridad; tan sólo a unos cincuenta pasos de distancia continuaban reflejándose en las paredes algunos destellos rojizos, que se habían hecho más visibles cuando Pepino hubo apagado la antorcha. Avanzaron, pues, silenciosamente, guiando el conde a Franz como si hubiese tenido la singular facultad de distinguir los objetos a través de las tinieblas. Al fin, Franz empezaba a distinguir con mayor claridad los lugares por los que pasaba, a medida que se aproximaban a los reflejos que les servían de orientación.
    Tres arcos, de los cuales el del centro servía de puerta de entrada, les daban paso. Estos arcos daban por un lado al corredor en que estaba Franz y el conde, y por el otro a un grande espacio cuadrado, enteramente cuajadas sus paredes de nichos semejantes a los de que ya hemos hablado. En medio de este aposento se elevaban cuatro piedras que probablemente en otro tiempo sirvieron de altar, como lo indicaba la cruz en que terminaban. Una sola lámpara colocada sobre el pedestal de una columna iluminaba con su pálida y vacilante luz la extraña escena que se ofreció a la vista de los dos visitantes ocultos en la sombra.
    Un hombre estaba sentado, apoyando el codo en dicha columna, leyendo, vuelto de espaldas a los arcos, por cuya abertura le observaban los recién llegados. Este era el jefe de la banda, Luigi Vampa. A su alrededor, agrupados a su capricho, envueltos en sus capas o tendidos sobre una especie de banco de piedra que circuía todo aquel Columbarium, se distinguían una veintena de bandidos, todos con las armas junto a sí. En el fondo, silencioso, apenas visible, y semejante a una sombra, paseábase un centinela por delante de una especie de agujero que apenas se distinguía, porque parecían ser en aquel punto las tinieblas mucho más densas.
    Cuando el conde creyó que Franz había contemplado bastante este pintoresco cuadro, aplicó el dedo sobre sus labios para recomendarle silencio, y subiendo los tres escalones que mediaban entre el corredor y el Columbarium, entró en la sala por el arco del centro, dirigiéndose a Vampa, el cual estaba tan embebido en su lectura que ni tan siquiera oyó el ruido de sus pasos.
    -¿Quién vive? -gritó el centinela, menos preocupado, y que distinguió a la luz de la lámpara una especie de sombra que aumentaba de tamaño a medida que se acercaba por detrás a su jefe.
    A este grito, Vampa se levantó con prontitud, sacando al propio tiempo una pistola que llevaba en su cinturón. En un abrir y cerrar de ojos todos los bandidos estuvieron en pie, y veinte bocas de carabinas apuntaron al conde.
    -¿Qué es eso? -dijo tranquilamente éste, con voz enteramente segura y sin que se contrajese un solo músculo de su rostro-. ¿Qué es eso, mi querido Vampa? ¡Creo que movéis mucho estrépito para recibir a un amigo!
    -¡Abajo las armas! -gritó el jefe, haciendo con la mano un ademán imperativo, mientras que con la otra se quitaba respetuosamente el sombrero, y luego, dirigiéndose al singular personaje que dominaba
    en esta escena-: Perdonad, señor conde -le dijo-, pero estaba tan lejos de esperar el honor de vuestra visita que no os había reconocido.
    -Creo, Vampa, que sois falto de memoria en muchas cosas -dijo el conde-, y que no tan sólo olvidáis las facciones de ciertos sujetos, sino también los pactos que median entre vos y ellos.
    -¿Y qué pactos he olvidado, señor conde? -preguntó el bandido con un tono que demostraba estar dispuesto a reparar el error, caso de haberlo cometido.
    -¿No habíamos convenido -dijo el conde-, en que no tan sólo mi persona, sino también las de mis amigos, os serían sagradas?
    -¿Y en qué he faltado a tales pactos, excelencia?
    -Habéis hecho prisionero esta noche y transportado aquí al vizconde Alberto de Morcef -añadió el conde con un timbre tal de voz que hizo estremecer a Franz-, que es uno de mis amigos, vive en la misma fonda que yo, ha paseado el Corso los ocho días de Carnaval en mi propio coche y, sin embargo, os lo repito, le habéis hecho prisionero, le habéis transportado aquí y -añadió el conde sacando una carta de su bolsillo- le habéis puesto el precio como si fuese una persona cualquiera.
    -¿Por qué no me informasteis de todas estas circunstancias, vosotros? -dijo el jefe dirigiéndose hacia aquellos hombres, que retrocedían ante su mirada-. ¿Por qué me habéis expuesto de este modo a faltar a mi palabra con un sujeto como el señor conde, que tiene nuestra vida en sus manos? ¡Por la sangre de Cristo! Si llegase a sospechar que alguno de vosotros sabía que el joven era amigo de su excelencia, yo mismo le levantaría la tapa de los sesos.
    -¿Lo veis? -dijo el conde dirigiéndose a Franz-. ¿No os había dicho yo que en esto había alguna equivocación?
    -¿Qué, no venís solo? -preguntó Vampa con inquietud.
    -He venido con la persona a quien iba dirigida esta carta, y a quien he querido probar que Luigi Vampa es un hombre que sabe guardar su palabra. Aproximaos, excelencia -dijo a Franz-, aquí tenéis a Luigi Vampa, que va a deciros lo contrariado que le tiene el error que ha cometido.
    Franz se acercó, el jefe se adelantó unos pasos.
    -Sed bien venido entre nosotros, excelencia -le dijo-; ya habéis oído lo que acaba de decir el señor conde y lo que yo he respondido. Ahora os añadiré que desearía, aunque me costara las cuatro mil piastras en que había fijado el rescate de vuestro amigo, que no hubiese acontecido semejante suceso.
    -Pero -dijo Franz, mirando con inquietud a su alrededor-, no veo al prisionero... ¿Dónde está?
    -Supongo que no le habrá sobrevenido alguna desgracia -preguntó el conde frunciendo las cejas casi imperceptiblemente.
    -El prisionero está allí -dijo Vampa señalando con la mano el agujero ante cuya entrada se paseaba el bandido de centinela-, y voy yo mismo a anunciarle que está en libertad.
    El jefe se adelantó seguido del conde y de Franz hacia el sitio que había destinado como cárcel de Alberto.
    -¿Qué hace el prisionero? -preguntó Vampa al centinela.
    -Os juro, capitán, que no lo sé -contestó éste-. Hace más de una hora que ni siquiera le he oído moverse.
    -Venid, excelencias -dijo Vampa.
    El conde y Franz subieron siete a ocho escalones, precedidos por el jefe, que descorrió un cerrojo y empujó una puerta. Entonces, a la luz de una lámpara, semejante a la que iluminaba el Columbarium, vieron a Alberto que, envuelto en una capa que le prestara uno de los bandidos, estaba tendido en un rincón gozando las dulzuras del sueño más profundo y pacífico.
    -Vaya -dijo el conde sonriendo del modo que le era peculiar-, no me parece mal para un hombre que había de ser fusilado a las siete de la mañana.
    Vampa miraba al dormido joven con cierta admiración, pudiéndose deducir muy bien de su mirada que no era en verdad insensible a una prueba, si no de valor, cuando menos de serenidad.
    -Tenéis razón, señor conde -dijo-, este hombre debe ser uno de vuestros amigos.
    Luego acercóse a Alberto y le tocó en un hombro.
    -Excelencia -dijo-, haced el favor de despertaros, si os place.
    Alberto extendió los brazos, se frotó los párpados y abrió los ojos.
    -¡Ah! --dijo- ¿Sois vos, capitán? Pardiez, que hubierais hecho muy bien en dejarme dormir. Tenía un sueño muy agradable y creía que bailaba un galop en casa de Torlonia con la condesa G...
    Dicho esto, sacó el reloj y lo miró para saber el tiempo que había transcurrido.
    -La una y media de la madrugada, ¿por qué diablos me despertáis a esta hora?
    -Para deciros que estáis en libertad, excelencia.
    -Amigo mío -dijo Alberto con perfecta serenidad-, en lo sucesivo guardad bien en la memoria esta máxima del gran Napoleón: «No me despertéis sino para las malas nuevas.» Si me hubieseis dejado dormir, hubiera acabado mi galop y os hubiera estado reconocido toda mi vida... Pero, puesto que decís que estoy libre, quiere decir que habrán pagado mi rescate, ¿no es esto?
    -No, excelencia.
    -¿Pues cómo me ponéis en libertad?
    -Un individuo al que nada puede negarse ha venido a reclamaros.
    -¿Hasta aquí?
    -Hasta aquí.
    -¡Oh! ¡Por Cristo, que es una tremenda galantería!
    Alberto miró a su alrededor y descubrió a Franz.
    -¡Cómo! -le dijo-, ¿sois vos, mi querido Franz? ¿Es posible que vuestra amistad para conmigo haya llegado a tal extremo?
    -No -contestó éste-; a quien se lo debéis es a nuestro vecino, el conde de Montecristo.
    -Pardiez, señor conde -dijo con jovialidad Alberto, ajustándose el corbatín y arreglándose el traje-, que sois un hombre magnífico en todos conceptos. Espero que me consideraréis ligado a vos con los vínculos de una eterna gratitud, primero por la cesión de vuestro carruaje, luego, por este suceso -y tendió al conde su mano, que éste vaciló un momento en estrechar, pero se la estrechó al fin del modo más cordial.
    El bandido contemplaba esta escena con aire estupefacto. Hallábase acostumbrado a ver temblar en su presencia a los prisioneros, pero ahora había encontrado a uno cuyo humor festivo no sufriera la menor alteración. Por lo que hace a Franz, estaba altamente satisfecho y halagado al considerar que Alberto había sabido sostener el honor nacional ante toda una reunión de bandidos.
    -Mi querido Alberto -le dijo-, si queréis daros prisa, todavía llegaremos a tiempo de poder acabar la noche en casa de Torlonia. Continuaréis vuestro galop en el punto mismo en que lo suspendisteis, y de este modo no guardaréis rencor alguno al señor Luigi, que realmente se ha portado en este asunto con una extremada galantería.
    -Tenéis razón, en efecto, puesto que si nos apresuramos podemos llegar casi antes de las dos. Señor Luigi -continuó Alberto-, ¿hay que cumplir alguna otra formalidad antes de marcharse?
    -Ninguna, caballero -contestó el bandido-, sois tan libre como el aire.
    -En este caso, que lo paséis bien. Vamos, señores, vamos.
    Y Alberto, seguido de Franz y del conde, bajó la escalera y atravesó la gran sala cuadrada. Todos los bandidos estaban de pie, sombrero en mano.
    -Pepino -dijo el jefe-, dadme la antorcha.
    -¿Qué vais a hacer? -inquirió Montecristo.
    -Conduciros hasta fuera -dijo el capitán-, es la más pequeña prueba que puedo dar de mi adhesión a vuestra excelencia.
    Dichas estas palabras, tomando la antorcha encendida de las manos del pastor, marchó delante de sus huéspedes, no como un criado que ejecuta un acto de servidumbre, sino como un rey que precede a los embajadores. Al llegar a la puerta se inclinó.
    -Ahora, señor conde -dijo-, os renuevo mis protestas y espero que no me guardéis ningún resentimiento por lo que acaba de suceder.
    -No, mi querido Vampa. Por otra parte, enmendáis vuestros errores con tanta galantería, que casi uno se ve tentado a agradecer el que los hayáis cometido.
    -Señores -repuso el jefe, dirigiéndose a los dos jóvenes-, tal vez la oferta os presentará poco atractivo, mas si algún día llegaseis a tener deseos de hacerme una nueva visita, estad seguros de que seréis bien recibidos dondequiera que me encuentre.
    Franz y Alberto saludaron. El conde salió el primero, Alberto en seguida, Franz quedó el último.
    -¿Vuestra excelencia tiene algo que mandarme? -dijo Vampa sonriendo.
    -Sí -contestó Franz-, deseo, quiero decir, tengo curiosidad por saber qué obra era la que leíais con tanta atención cuando hemos llegado.
    -Los Comentarios de César -dijo el bandido-, es mi libro predilecto.
    -¡Qué hacéis! -preguntó Alberto-. ¿Nos seguís a os quedáis?
    -Al momento, heme aquí -contestó Franz.
    Y salió a su vez del pasadizo. Habrían andado ya algunos pasos, cuando Alberto les detuvo para volver atrás.
    -¿Me permitís, capitán?
    Y encendió tranquilamente un cigarro en la antorcha de Luigi Vampa.
    -Ahora, señor conde -dijo, así que hubo concluido-, apresurémonos cuanto sea posible, porque deseo con viva impaciencia terminar la noche en casa del duque Bracciano.
    Hallaron el coche en el punto en que lo dejaron. El conde dijo una sola palabra en árabe a Alí y los caballos partieron a escape. Marcaba las dos en punto el reloj de Alberto cuando los dos amigos entraban en el salón de baile. Su regreso llamó altamente la atención, mas como entraron juntos, todas las inquietudes que la ausencia de Alberto motivara, cesaron en seguida.
    -Señora -dijo Morcef dirigiéndose a la condesa-, ayer tuvisteis la bondad de prometerme un galop; cierto es que vengo algo tarde a reclamaros tan satisfactoria promesa, pero aquí está mi amigo,
    cuya veracidad conocéis, que os dirá que la tardanza no ha sido por culpa mía.
    Y como en este instante la música preludiaba un galop, Alberto ciñó con su brazo el talle de la condesa y desapareció con ella entre el torbellino de danzantes.
    En todo el resto de la noche, Franz no pudo apartar de su imaginación el singular estremecimiento que recorrió todo el cuerpo del conde de Montecristo en el instante en que se vio precisado a estrechar la mano que Alberto le tendiera.
     
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    Poema éxtasis
    de Amado Nervo




    Cada rosa gentil ayer nacida,
    cada aurora que apunta entre sonrojos,
    dejan mi alma en el éxtasis sumida...
    ¡Nunca se cansan de mirar mis ojos
    el perpetuo milagro de la vida!

    Años ha que contemplo las estrellas
    en las diáfanas noches españolas
    y las encuentro cada vez mas bellas.
    Años ha que en el mar, conmigo a solas,
    de las olas escucho las querellas,
    y aun me pasma el prodigio de las olas!

    Cada vez hallo la Naturaleza
    más sobrenatural, más pura y santa,
    Para mí, en rededor, todo es belleza;
    y con la misma plenitud me encanta
    la boca de la madre cuando reza
    que la boca del niño cuando canta.

    Quiero ser inmortal, con sed intensa,
    porque es maravilloso el panorama
    con que nos brinda la creación inmensa;
    porque cada lucero me reclama,
    diciéndome, al brillar: «Aquí se piensa,
    también aquí se lucha, aquí se ama».
     
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    Alejandro Dumas (Padre)
    El Conde de Montecristo
    Segunda Parte
    Capítulo dieciséis

    La cita

    Al día siguiente, las primeras palabras que pronunció Alberto fueron para proponer a Franz el ir a visitar al conde. Ya le había dado las gracias la víspera, pero creía que por un servicio como aquél valía la pena repetírselas. Franz, a quien una atracción mezclada de terror le atraía hacia el conde de Montecristo, no quiso dejarle ir solo a casa de aquel hombre y decidió acompañarle. Ambos fueron introducidos y cinco minutos después se presentó el conde.

    -Señor conde -le dijo Alberto-, permitidme que os repita hoy lo que ayer os expresé mal, y es que no olvidaré jamás en qué circunstancia me habéis socorrido, y que siempre recordaré que os debo casi mi vida.

    -Querido vecino -respondió el conde riendo-, exageráis vuestro agradecimiento. Me debéis una pequeña economía de unos veinte mil francos en vuestra cartera de viaje, y nada más. Bien veis que no merece la pena volver a hablar de ello, y por mi parte os felicito cordialmente, pues habéis estado admirable en valor y en sangre fría.

    -¡Qué queréis, conde! -dijo Alberto-, me he figurado que había tenido una disputa, que a ella había seguido un duelo, y he querido hacer comprender una cosa a esos bandidos, que aunque en todos los países del mundo se baten, sólo los franceses se baten riendo. Sin embargo, como mi agradecimiento para con vos no es menos grande, vengo a preguntaros si yo, mis amigos o mis conocidos os podrían ser útiles en algo. Mi padre, el conde de Morcef, que es de origen español, ocupa una elevada posición en Francia y en España; vengo, pues, a ponerme yo y las personas que me aprecian, a vuestra disposición.

    -Para que os deis cuenta de hasta qué punto llega mi franqueza -dijo el conde-, os confieso, señor de Morcef, que esperaba vuestra oferta y la acepto de todo corazón. Ya había yo contado con vos para pediros un servicio.

    -¿Cuál?

    -Jamás he estado en París.

    -¡Cómo! -exclamó Alberto-, ¿habéis podido vivir sin ver París? Parece increíble.

    -Y, sin embargo, ya veis que no lo es. Pero reconozco como vos que continuar por más tiempo en la ignorancia de la capital del mundo inteligente es cosa imposible. Aún hay más; tal vez hubiera hecho ese indispensable viaje hace tiempo, si hubiese conocido a alguno que pudiera introducirme en ese mundo, en el que no tengo relación ninguna.

    -¡Oh! ¡Un hombre como vos! -exclamó Alberto.

    -Me halagáis demasiado, pero como yo no conozco en mí mismo otro mérito que el de poder competir, en cuanto a millones, con vuestros más ricos banqueros, y puesto que mi viaje a París no es para jugar a la bolsa, quiere decir que esto es lo único que me ha detenido. Ahora me decide vuestra oferta. Veamos: ¿os comprometéis, mi querido señor de Morcef -y el conde acompañó estas palabras con una sonrisa singular-, os comprometéis cuando vaya a Francia, a abrirme las puertas de ese mundo, al que seré tan extraño como un hurón o conchinchino?

    -¡Oh!, por lo que a eso se refiere, señor conde, con sumo gusto me tendréis a vuestras órdenes -respondió Alberto-, y tanto más, cuanto que por una carta que esta misma mañana he recibido, se me llama a París, donde se trata de una alianza con una de las familias de más prestigio y de mejores relaciones en el mundo parisiense.

    -¿Alianza por casamiento? -dijo Franz, riendo.

    -¿Y por qué no? Así, pues, cuando vayáis a París, me hallaréis convertido en un hombre de juicio, un padre de familia. ¿No se hallará esta nueva posición social en armonía con mi natural gravedad? En todo caso, conde, os lo repito, yo y los míos estamos a vuestra disposición.

    -Acepto -dijo Montecristo-, porque os juro que sólo me faltaba esta ocasión para realizar ciertos planes que proyecto hace mucho tiempo.

    Franz no dudó que estos proyectos serían los mismos acerca de los cuales el conde había dejado escapar una palabra en la gruta de Monte-

    Cristo, y miró al conde mientras decía estas palabras, tratando de leer en sus facciones alguna revelación de aquellos planes que le conducían a París, pero era muy difícil penetrar en el alma de aquel hombre, sobre todo cuando encubría con una sonrisa sus sensaciones.

    -Pero seamos francos, conde -dijo Alberto, cuyo amor propio no dejaba de sentirse halagado con la misión de introducir a MonteCristo en los salones de París-, seamos francos. ¿Es acaso lo que decís sólo uno de esos proyectos que, edificados sobre arena, son destruidos por el primer soplo de viento?

    -No, os lo aseguro -dijo el conde-; deseo ir a París, y no sólo lo deseo, sino que hasta es indispensable que vaya.

    -¿Y cuándo?

    -¿Cuándo estaréis allí vos?

    -¡Yo! Dentro de quince días o tres semanas a más tardar, sólo el tiempo para llegar allá.

    -¡Pues bien! -dijo el conde-. Os doy de término tres meses. Bien veis que no ando indeciso en señalaros el plazo que debe mediar hasta nuestra próxima entrevista.

    -Y dentro de tres meses -exclamó Alberto lleno de gozo-, ¿iréis a llamar a mi puerta?

    -¿Queréis mejor una cita de día y hora? -dijo el conde-. Os prevengo que soy muy exacto.

    -Perfectamente -respondió Alberto.

    -¡Pues bien, sea!

    Y tendió la mano hacia un calendario colgado junto a un espejo.

    -Hoy estamos a 21 de febrero; son las diez y media de la mañana -dijo sacando el reloj-. ¿Queréis esperarme el 21 de mayo próximo a las diez y media de la mañana?

    -Sí, sí -exclamó Alberto-; el almuerzo estará preparado.

    -¿Dónde vivís?

    -Calle de Helder, número 27.

    -¿Vivís en vuestra casa... solo? ¿Tendré que incomodar a alguien?

    -Vivo en el palacio de mi padre, pero en un pabellón en el fondo del patio, enteramente separado del resto de la casa.

    -Bien.

    Montecristo sacó su cartera y escribió: «Calle Helder, número 27 - 21 de mayo, a las diez y media de la mañana.»

    -Y ahora -dijo el conde, guardando su cartera en el bolsillo-, perded cuidado, porque os advierto que la aguja de vuestro reloj no será más exacta que la del mío.

    -¿Os volveré a ver antes de mi partida? -preguntó Alberto.

    -Depende, ¿cuándo partís?

    -Mañana, a las cinco de la tarde.

    -En ese caso me despido de vos. Porque tengo que irme a Nápoles y no estaré aquí de vuelta hasta el sábado por la noche o el domingo por la mañana. Y vos -preguntó el conde a Franz-, ¿partís también, señor barón?

    -Sí.

    -¿Para Francia?

    -No, por Venecia. Me quedo todavía un año o dos en Italia.

    -¿Entonces, no nos veremos en París?

    -Temo que no podré tener ese honor.

    -Vamos, señores, buen viaje -dijo el conde a los dos amigos, presentándoles una mano a cada uno.

    Era la primera vez que Franz tocaba la mano de aquel hombre, y al hacerlo se estremeció, porque aquella mano estaba helada como la de un muerto.

    -Por última vez -dijo Alberto-, queda dicho bajo palabra de honor, ¿no es verdad? Calle de Helder, número 27, el día 21 de mayo, a las diez y media de la mañana.

    -El 21 de mayo, a las diez y media de la mañana, calle de Helder, número 27 -respondió Montecristo.

    Después de esto, los dos jóvenes saludaron al conde y salieron.

    -¿Qué os ocurre? -dijo Alberto a Franz al entrar en su cuarto-, parecéis disgustado.

    -Sí -dijo Franz-, os lo confieso, el conde es un hombre singular y me causa inquietud esa cita que os ha dado en París.

    -Esa cita... ¡con inquietud!, ¡ja!, ¡ja!, ¡ja!, estáis loco, mi querido Franz -exclamó Alberto.

    -¡Qué queréis! -dijo Franz-,loco o no, tal es mi idea.

    -Escuchad -dijo Alberto-, y me alegro que se presente ocasión de decíroslo, siempre os he encontrado muy frío, con relación al conde, quien por su parte no puede haber estado más fino y expresivo para con nosotros. ¿Tenéis algún motivo particular de resentimiento contra él?

    -Quizás.

    -¿Le habéis visto ya en alguna parte antes de encontrarle aquí?

    -Sí.

    -¿Dónde?

    -¿Me prometéis no decir una palabra a nadie de lo que voy a contaros?

    -Prometido.

    -Está bien. Escuchad, pues.

    Y entonces Franz contó a Alberto su excursión a la isla de Montecristo, cómo había encontrado allí una tripulación de contrabandistas, y entre ellos dos bandidos corsos. Contó la hospitalidad mágica que el conde le dio en su gruta de las mil y una noches; habló de la cena, no pasó por alto el hachís, las estatuas, la realidad y el sueño. Le dijo que al despertar, por única prueba de tan extraños acontecimientos, ya no quedaba más que aquel pequeño yate, en alta mar, muy lejos, envuelto entre la niebla que se desprende del horizonte y encaminándose a toda vela a Porto-Vecchio. Habló luego de Roma, de la noche del Coliseo, de la conversación que había oído entre él y Vampa, conversación relativa a Pepino, y en la cual el conde había prometido obtener el perdón del bandido, promesa que tan bien había cumplido, como habrán podido juzgar nuestros lectores.

    Al fin llegó a la aventura de la noche precedente, al apuro en que se había encontrado al ver que le faltaban para completar la suma seis a ochocientas piastras, en fin, a la idea que le ocurriera de dirigirse al conde, idea que había tenido a la vez un resultado tan novelesco y tan satisfactorio.

    Alberto escuchó a Franz con la más profunda atención.

    -¡Y bien! -le dijo cuando hubo concluido-. ¿Qué encontráis en todo eso de particular? El conde es viajero, el conde tiene un buque suyo, porque es rico. Id a Portsmouth y a Southampton, veréis los puertos atestados de yates pertenecientes a ricos ingleses que tienen el mismo capricho. Para saber dónde hospedarse en sus excursiones, para no probar nada de esa espantosa cocina, a que estoy sujeto yo hace cuatro meses y vos cuatro años, para no dormir en esas detestables camas donde no puede uno cerrar los ojos, hace amueblar una habitación en Montecristo; cuando su habitación está amueblada teme que el gobierno toscano le despida y sus gastos sean perdidos; entonces compra la isla y toma el nombre de ella. Amigo mío, buscad en vuestra memoria, y decidme, ¿cuántas personas conocidas de nosotros toman el nombre de una propiedad que jamás fue suya?

    -¿Pero -dijo Franz a Alberto-, esos bandidos corsos que se hallan entre su tripulación...?

    -Vuelvo a preguntaros, ¿qué veis en todo eso de particular? Sabéis mejor que nadie que los bandidos corsos no son ladrones, sino pura y sencillamente fugitivos a quienes alguna vendetta ha proscrito de su ciudad o de su aldea; bien puede uno verlos sin comprometerse. En cuanto a mí, os aseguro que si alguna vez voy a Córcega, antes de hacerme presentar al gobernador y al prefecto, me hago presentar a los bandidos de Colomba, por lo que pueda suceder; simpatizo mucho con ellos.

    -Pero Vampa y su banda -dijo Franz- son bandidos que detienen para robar, no lo negaréis, ya que tenemos muchas pruebas de ello; ¿qué diréis, pues, de la influencia que ejerce el conde sobre semejantes hombres?

    -Diré, querido, que, como según toda probabilidad, debe la vida a esa influencia no debo juzgarla con rigidez. Así, pues, en lugar de acusarle como vos, de un crimen capital, deberé excusarle, si no por haberme salvado la vida, lo cual es exagerar mucho las cosas, por haberme al menos ahorrado cuatro mil piastras, que son veinticuatro mil de nuestra moneda, suma en la que seguramente no me hubieran estimado en Francia, lo cual demuestra -añadió Alberto- que nadie es profeta en su tierra.

    -A propósito, decidme, ¿de qué país es el conde? ¿Cuáles son sus medios de existencia? ¿De dónde le ha venido esa inmensa fortuna? ¿Cuál ha sido esa primera parte de su vida misteriosa y desconocida? ¿Quién ha esparcido en la segunda esa tinta sombría y misantrópica? Eso es lo que quisiera saber.

    -Querido Franz -dijo Alberto-, al recibir mi carta y ver que teníamos necesidad de la influencia del conde, habéis ido a decirle: «Alberto de Morcef, mi amigo, corre un gran peligro, ayudadme a sacarle de él», ¿no es verdad?

    -Sí.

    -Entonces os preguntó: ¿Quién es ese Alberto de Morcef? ¿De dónde le viene ese nombre, su fortuna? ¿Cuáles son sus medios de existencia? ¿Cuál es su país? ¿Dónde ha nacido? ¿Os ha preguntado todo eso? Decid.

    -No; es cierto.

    -Fue y me libró de las manos de Vampa, donde a pesar de mi apariencia desenvuelta, como decís, hacía una triste figura, lo confieso. Pues bien, querido, cuando a cambio de semejante servicio, me pide que haga por él lo que se hace todos los días por el príncipe ruso o italiano que pasa por París, es decir, presentarlo en sociedad, ¿queréis que se lo rehúse? ¡Vamos, Franz, estáis loco!

    Preciso es decir que, contra su costumbre, la razón estaba entonces de parte de Alberto.

    -En fin -repuso Franz dando un suspiro-, haced lo que os plazca, querido vizconde; todo cuanto me estáis diciendo es muy convincente, pero no por eso dejo de creer que el conde de Montecristo es un hombre extraño.

    -El conde de Montecristo es un filántropo, ¿no os ha dicho qué objeto le guiaba a París?, pues estoy convencido de que va para concurrir al premio Montyon, y si sólo necesita mi voto para obtenerlo, se lo daré. De modo que, mi querido Franz, no hablemos de esto,

    sentémonos a la mesa, y vamos en seguida a hacer la última visita a San Pedro.

    Así lo hicieron, y al día siguiente, a las cinco de la tarde, los dos jóvenes se separaban. Alberto de Morcef para volver a París, y Franz d'Epinay para ir a pasar unos quince días en Venecia.

    Sin embargo, pocos momentos antes de subir al carruaje, Alberto entregó al mozo de la fonda -tanto temía que su convidado faltase a la cita- una tarjeta para el conde de Montecristo, en la cual, bajo estas palabras: «Vizconde Alberto de Morcef », había escrito con lápiz: «21 de mayo, a las diez y media de la mañana, número 27, calle de Helder. »
     
  12. clause

    clause Claudia

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    Re: ... de poetas, cuentos y leyendas

    OTRA VERSIÓN DE PROTEO

    Habitador de arenas recelosas,
    mitad dios y mitad bestia marina,
    ignoró la memoria, que se inclina
    sobre el ayer y las perdidas cosas.

    Otro tormento padeció Proteo
    no menos cruel, saber lo que ya encierra
    el porvenir: la puerta que se cierra
    para siempre, el troyano y el aqueo.

    Atrapado, asumía la inasible
    forma del huracán o de la hoguera
    o del tigre de oro o la pantera

    o de agua que en el agua es invisible.
    Tú también estás hecho de inconstantes
    ayeres y mañanas. Mientras, antes…


    Jorge Luis Borges
     
  13. clause

    clause Claudia

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    LA FAMA

    Haber visto crecer a Buenos Aires, crecer y declinar.
    Recordar el patio de tierra y la parra, el zaguán y el aljibe.
    Haber heredado el inglés, haber interrogado el sajón.
    Profesar el amor del alemán y la nostalgia del latín.
    Haber conversado en Palermo con un viejo asesino.
    Agradecer el ajedrez y el jazmín, los tigres y el hexámetro.
    Leer a Macedonio Fernández con la voz que fue suya.
    Conocer las ilustres incertidumbres que son la metafísica.
    Haber honrado espadas y razonablemente querer la paz.
    No ser codicioso de islas.
    No haber salido de mi biblioteca.
    Ser Alonso Quijano y no atreverme a ser don Quijote.
    Haber enseñado lo que no sé a quienes sabrán más que yo.
    Agradecer los dones de la luna y de Paul Verlaine.
    Haber urdido algún endecasílabo.
    Haber vuelto a contar antiguas historias.
    Haber ordenado en el dialecto de nuestro tiempo las cinco o seis metáforas.
    Haber eludido sobornos.
    Ser ciudadano de Ginebra, de Montevideo, de Austin y (como todos los hombres) de Roma.
    Ser devoto de Conrad.
    Ser esa cosa que nadie puede definir: argentino.
    Ser ciego.
    Ninguna de esas cosas es rara y su conjunto me depara una fama que no acabo de comprender.


    Jorge Luis Borges, 1981
     
  14. clause

    clause Claudia

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    Re: ... de poetas, cuentos y leyendas

    ELEGÍA DEL RECUERDO IMPOSIBLE
    [​IMG]
    Qué no daría yo por la memoria
    de una calle de tierra con tapias bajas
    y de un alto jinete llenando el alba
    (largo y raído el poncho)
    en uno de los días de la llanura,
    en un día sin fecha.
    Qué no daría yo por la memoria
    de mi madre mirando la mañana
    en la estancia de Santa Irene,
    sin saber que su nombre iba a ser Borges.
    Qué no daría yo por la memoria
    de haber combatido en Cepeda
    y de haber visto a Estanislao del Campo
    saludando la primer bala
    con la alegría del coraje.
    Qué no daría yo por la memoria
    de un portón de quinta secreta
    que mi padre empujaba cada noche
    antes de perderse en el sueño
    y que empujó por última vez
    el 14 de febrero del 38.
    Qué no daría yo por la memoria
    de las barcas de Hengist,
    zarpando de la arena de Dinamarca
    para debelar una isla
    que aún no era Inglaterra.
    Qué no daría yo por la memoria
    (la tuve y la he perdido)
    de una tela de oro de Turner,
    vasta como la música.
    Qué no daría yo por la memoria
    de haber oído a Sócrates
    que, en la tarde la cicuta,
    examinó serenamente el problema
    de la inmortalidad,
    alternando los mitos y las razones
    mientras la muerte azul iba subiendo
    desde los pies ya fríos.
    Qué no daría yo por la memoria
    de que me hubieras dicho que me querías
    y de no haber dormido hasta la aurora,
    desgarrado y feliz.


    Jorge Luis Borges
     
  15. clause

    clause Claudia

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    La salvación
    [Cuento. Texto completo]
    Adolfo Bioy Casares

    Ésta es una historia de tiempos y de reinos pretéritos. El escultor paseaba con el tirano por los jardines del palacio. Más allá del laberinto para los extranjeros ilustres, en el extremo de la alameda de los filósofos decapitados, el escultor presentó su última obra: una náyade que era una fuente. Mientras abundaba en explicaciones técnicas y disfrutaba de la embriaguez del triunfo, el artista advirtió en el hermoso rostro de su protector una sombra amenazadora. Comprendió la causa. "¿Cómo un ser tan ínfimo" -sin duda estaba pensando el tirano- "es capaz de lo que yo, pastor de pueblos, soy incapaz?" Entonces un pájaro, que bebía en la fuente, huyó alborozado por el aire y el escultor discurrió la idea que lo salvaría. "Por humildes que sean" -dijo indicando al pájaro- "hay que reconocer que vuelan mejor que nosotros".
    FIN