Poemas, cuentos y leyendas

Tema en 'Temas de interés (no de plantas)' comenzado por mai^a, 27/2/08.

  1. clause

    clause Claudia

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    Re: ... de poetas, cuentos y leyendas

    Que ternura estos cuentos Maia!! cuánto sentimiento!!:razz:
     
  2. clause

    clause Claudia

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    Re: ... de poetas, cuentos y leyendas

    Alejandro Dumas (Padre)
    El Conde de Montecristo

    Cuarta parte
    Capítulo quinto

    El gabinete del procurador del rey

    Dejemos al banquero que se dirija apresuradamente a su casa, y sigamos a la señora Danglars en su paseo matutino.

    Ya hemos dicho que a las doce y media la señora Danglars pidió sus caballos y salió en su carruaje.

    Dirigióse al barrio de Saint-Germain, tomó por la calle Mazarino e hizo parar junto al Puente Nuevo.

    Bajó y atravesó el puente: Iba vestida con suma sencillez, como conviene a una mujer de gusto que sale por la mañana.

    En la calle de Guenegand subió a un coche de alquiler, diciendo al cochero que parase en la calle de Harlay.

    No bien estuvo dentro, sacó de su bolsillo un velo muy espeso que colocó sobre su sombrero de paja; se lo puso después, y vio con placer, al mirarse en un espejito de bolsillo, que no se distinguían en absoluto sus facciones.

    El coche entró por la plaza Dampline en el patio de Harlay; fue pagado el cochero al abrir la portezuela, y la señora Danglars, lanzándose hacia la escalera, que subió ligeramente, llegó sin tardanza a la sala de los Pasos Perdidos.

    Debido a que por la mañana hay siempre muchos asuntos y ocupaciones en el palacio, los empleados y porteros apenas repararon en aquella mujer; la señora Danglars atravesó la sala de los Pasos Perdidos sin ser observada más que de otras diez o doce mujeres que esperaban a su abogado.

    Apenas llegó a la antesala del gabinete del señor de Villefort no tuvo necesidad la señora Danglars de decir su nombre; tan pronto como la vieron, se presentó un ujier, se levantó, dirigióse a ella, le preguntó si era la persona que esperaba el señor procurador del rey, y ante su respuesta afirmativa, la condujo por un pasadizo reservado al gabinete del señor de Villefort.

    El magistrado escribía sentado en un sillón, vuelto de espaldas a la puerta; oyó abrir la puerta, oyó también al ujier pronunciar estas palabras: H ¡Entrad, señora! », y oyó volverse a cerrar la puerta, sin hacer un solo movimiento; pero tan pronto como sintió perderse los pasos del ujier que se alejaba, se volvió vivamente, corrió los cerrojos y las cortinillas, a inspeccionó cada rincón del gabinete.

    Cuando se hubo cerciorado de que no podía ser visto ni oído, quedó al parecer tranquilo, y dijo:

    -Gracias, señora, gracias, por vuestra puntualidad.

    Y le ofreció un sillón, que la señora Danglars aceptó, porque se sentía tan turbada que temía caerse.

    -Mucho tiempo hace, señora, que no tengo la dicha de hablar a solas con vos, y con gran sentimiento mío nos volvemos a encontrar para tratar de un asunto muy penoso.

    -No obstante, caballero, bien veis que he acudido al punto a la cita, a pesar de que seguramente esta conversación es más penosa para mí que para vos.

    Villefort se sonrió amargamente.

    -Verdad es, señora -dijo respondiendo más bien a su propio pensamiento que a las palabras de su interlocutora-; ¡verdad es que todas nuestras acciones dejan huellas, las unas sombrías, las otras luminosas, en nuestro pasado! ¡Verdad es también que nuestros pasos en esta vida se asemejan a la marcha del reptil sobre la arena y dejan un surco! ¡Ay!, para muchos este surco es el de sus lágrimas.

    -Caballero, vos comprendéis mi emoción, ¿no es verdad? -dijo la señora Danglars-, ¡pues bien!, este despacho por donde han pasado tantos culpables temblorosos y avergonzados, ese sillón donde yo me siento a mi vez temblorosa y turbada... ¡Oh!, necesito de toda mi razón para no ver en mí una mujer muy culpable y en vos un juez amenazador.

    Villefort dejó caer la cabeza sobre el sillón y exhaló un suspiro.

    -Y yo -repuso-, yo digo que mi lugar no es el sillón del juez..., sino el del acusado.

    -¿Vos? -dijo la señora Danglars asombrada.

    -Sí, yo.

    -Me parece que exageráis la situación, caballero -dijo la señora Danglars, cuyos ojos se iluminaron por un fugitivo resplandor-. Esos surcos de que hablabais hace un instante han sido trazados por todas las juventudes ardientes. En el fondo de las pasiones, más allá del placer, hay siempre un poco de remordimiento; por esto el Evangelio, ese recurso eterno de los desgraciados, nos ha dado por sostén a nosotras, pobres mujeres, la hermosa parábola de la pecadora y de la mujer adúltera. Así, pues, os lo confieso, recordando esos delirios de m¡ juventud, pienso algunas veces que Dios me los perdonará, porque, si no la excusa, al menos se ha encontrado la compensación en mis sufrimientos; pero vos, ¿qué tenéis que temer en todo esto, vosotros los hombres a quienes el mundo disculpa todo, y a quienes el escándalo ennoblece?

    -Señora -repuso Villefort-, vos me conocéis; yo no soy hipócrita, o por lo menos no lo soy sin razón. Si mi frente es severa, es porque muchas desgracias la han oscurecido; si mi corazón se ha petrificado, es a fin de poder sobrellevar las fuertes emociones que ha recibido. No era yo así en mi juventud, no era yo así aquella noche de bodas en que todos estábamos sentados alrededor de una mesa en la calle del Cours de Marsella... Pero después todo ha cambiado en mí y a mi alrededor; mi vida ha transcurrido en perseguir cosas difíciles y en destruir en las dificultades a los que voluntaria o involuntariamente, por su libre albedrío o debido al azar, se cruzaban en mi camino. Es raro que lo que uno desea ardientemente no les esté prohibido a las personas de quienes quiere uno obtenerlo, o a quienes piensa arrancárselo. Así, pues, la mayor parte de las malas acciones de los hombres les salen al encuentro disfrazadas bajo la forma que el caso requiere; una vez cometida la mala acción en un momento de exaltación, de temor o delirio, se comprende que uno habría podido evitarla. El medio que se debiera emplear en aquel momento se presenta entonces a vuestros ojos fácil y sencillo, decís: ¿cómo no he hecho esto en lugar de hacer aquello? Vosotras, al contrario, rara vez sois atormentadas por los remordimientos, porque rara vez sois las que decidís; vuestras desgracias os son impuestas casi siempre; vuestras faltas son casi siempre la culpa de otros.

    -Pero, al menos, caballero, convenid en que, si yo he cometido una falta personal, ayer recibí un severo castigo.

    -¡Pobre mujer! -dijo Villefort estrechándole la mano-, muy severo para vuestras fuerzas, porque dos veces estuvisteis a punto de sucumbir, y sin embargo...

    -¿Qué?

    -Debo deciros..., haced acopio de ánimo y valor, señora, ¡porque aún no lo sabéis todo... !

    -¡Dios mío! -exclamó la señora Danglars aterrada-, ¿qué más hay?

    -Vos no miráis más que lo pasado, y seguramente es sombrío. ¡Pues bien!, figuraos un porvenir más sombrío aún..., espantoso..., ¡sangriento tal vez!

    La baronesa conocía la serenidad de Villefort, y se asombró tanto de su exaltación, que abrió la boca para gritar, pero el grito murió en su garganta y preguntó:

    -¿Cómo ha resucitado ese pasado terrible?

    -¿Cómo? -exclamó Villefort-. ¡Del fondo de la tumba y del fondo de nuestros corazones, donde dormía, ha salido como un fantasma, para hacer palidecer nuestras mejillas y enrojecer nuestras frentes!

    Herminia dijo:

    -¡Ayl, ¡sin duda por casualidad!

    -¡Por casualidad! -repuso Villefort-; ¡no, no, señora, no existe la casualidad!

    -¿Pero no es una casualidad la que ha conducido esto? ¿No ha sido una casualidad que el conde de Montecristo comprase aquella casa? ¿No hizo cavar la tierra en aquel mismo sitio por casualidad? ¿No ha sido casualidad que aquel desgraciado niño fuese enterrado debajo de los árboles? ¡Pobre inocente criatura, a quien jamás he podido dar un beso y a quien tantas lágrimas he dedicado! ¡Ah!, mi corazón palpitó fuertemente cuando oí hablar al conde de aquella infeliz criatura cuyos despojos encontró debajo de las flores.

    -¡Pues bien!, ahí está el error, señora.

    -¡Cómo!

    -Sí -respondió Villefort con voz sorda-, esto es la terrible noticia que tenía que comunicaros; no, no ha habido tales despojos debajo de las flores; no, no se le debe llorar; no, no se debe gemir, sino temblar.

    -¿Qué queréis decir...? -exclamó la señora Danglars estremeciéndose convulsivamente-, ¡explicaos, por Dios!, aclarad el misterio que encierran vuestras palabras.

    -Me refiero a que el conde de Montecristo, al cavar al pie de aquellos árboles, no ha podido encontrar ni esqueleto de niño, ni cofre..., porque debajo de aquellos árboles no había una cosa ni otra.

    -¡Que no había una cosa ni otra! -repitió la señora Danglars fijando en el señor de Villefort sus ojos, cuyas pupilas dilatándose espantosamente indicaban un extraño terror-, ¡no había una cosa ni otra! -volvió a decir con el tono de una persona que procura fijar con el sonido de sus palabras y de su voz, sus ideas prontas a huir de su mente.

    -¡No! -dijo Villefort dejando caer su frente sobre sus manos-; no, ¡cien veces no!

    -¿Pero no fue allí donde dejasteis a la pobre criatura, caballero? ¿Por qué me habéis engañado? ¿Con qué objeto, decid?

    -Allí fue, pero escuchadme, escuchadme, señora, y me compadeceréis; ¡preparaos a recibir un golpe fatal!

    -¡Dios mío! ¡Me asustáis!, pero no importa, hablad, ya os escucho.

    -Ya sabéis lo que ocurrió aquella dolorosa noche en que estabais en vuestra cama casi expirando, en aquel cuarto forrado de damasco rojo, mientras que yo casi sufriendo tanto como vos esperaba vuestra libertad. Recibí al niño en mis brazos sin movimiento, sin voz; le creímos muerto.

    La señora Danglars hizo un movimiento rápido, como si quisiera lanzarse fuera del sillón. Pero Villefort la detuvo cruzando las manos como para implorar su atención.

    -Le creímos muerto -repitió-, le puse en un cofre que había de hacer las veces de ataúd, bajé al jardín, cavé una fosa y le enterré apresuradamente. Apenas acababa de cubrirle de tierra, se extendió hacia mí el brazo del corso. Vi elevarse una sombra, vi relucir un relámpago. Sentí un dolor agudo, quise gritar, un estremecimiento helado me recorrió todo el cuerpo y se me ahogó la voz en la garganta..., caí moribundo y me creí muerto. Jamás olvidaré vuestro sublime valor; cuando una vez vuelto en mí me arrastré expirante hasta el pie de la escalera, donde expirante vos también me salisteis a recibir. Era preciso guardar silencio acerca de la horrible desgracia; vos tuvisteis valor para volver a vuestra casa, sostenida por vuestra nodriza; un duelo fue el pretexto de mi herida. Contra lo que vos y yo esperábamos, el secreto permaneció oculto, me transportaron a Versalles; durante tres meses luché contra la muerte; al fin, cuando ya parecía volver a la vida, me recomendaron el sol y los aires del Mediodía.

    Cuatro hombres me llevaron de París a Chalons, andando seis leguas al día. La señora de Villefort seguía la camilla en su carruaje; en Chalons, me pusieron en el Saona, después pasé al Ródano; con la fuerza de la corriente llegamos hasta Arlés; desde Arlés tomé mi litera y proseguí mi viaje hasta Marsella. Mi convalecencia duró diez meses; no oí pronunciar vuestro nombre, no me atreví a informarme de lo que había sido de vos. Cuando volví a París supe que, viuda del señor Nargonne, habíais contraído nuevas nupcias con el señor Danglars.

    »¿En qué había yo pensado desde que recobré el conocimiento? Siempre en la misma cosa, siempre en aquel cadáver del niño que en mis sueños se elevaba del seno de la tierra y se me aparecía amenazándome con su gesto y su mirada; así, pues, apenas estuve de vuelta en París me informé, la casa no había sido habitada desde que salimos de ella, pero acababa de ser alquilada por nueve años. Fui a ver al inquilino, fingí tener un gran deseo de no ver pasar a manos extrañas aquella casa que pertenecía al padre y a la madre de mi mujer; ofrecí una indemnización por que rescindiesen la escritura de arrendamiento; me pidieron seis mil francos, yo hubiera dado diez mil, veinte mil. Los tenía en mi mano; hice firmar en seguida y delante de mí el permiso, y apenas me lo entregaron, partí a galope con dirección a Auteuil. Nadie había entrado en la casa desde que yo había salido de ella.

    »Eran las cinco de la tarde, subí a la alcoba de damasco encarnado, y esperé a que se hiciera de noche.

    »Allí se presentó a mi imaginación todo lo que me había ocurrido

    »El mes de noviembre tocaba a su fin; todo el verdor del jardín había desaparecido.

    »Los árboles se asemejaban a esqueletos con brazos descarnados, y oíase el crujir de las hojas secas a cada Paso mío...

    »Era tal mi espanto, que al acercarme al árbol, saqué mi pistola y la monté.

    »Siempre creía ver aparecer a través de las camas la figura amenazadora del torso...

    »Dirigí la luz de mi linterna al árbol: no había nadie...

    »Miré en derredor; me hallaba completamente solo...

    »Ningún ruido turbaba el silencio de la noche, salvo el lúgubre canto de la lechuza que parecía evocar los fantasmas de la noche.

    »Coloqué mi linterna en el suelo, en el mismo sitio donde la colocara un año antes para cavar la fosa.

    »La hierba había brotado más espesa hacia aquel punto en el otoño, y nadie se había cuidado de arrancarla. Sin embargo había un sitio en que no había casi nada: era evidente que allí fue donde le enterré. Así pues, puse manos a la obra.

    »¡Al fin había llegado aquella hora tan esperada hacía un año!

    Seguía trabajando, creyendo sentir una resistencia cada vez que dejaba caer el azadón, ¡pero nada!, y no obstante hice un hoyo dos veces mayor que el primero. Creí haberme equivocado de sitio; miré los árboles, procuré reconocer los detalles que se habían quedado grabados en mi imaginación; una brisa fría y aguda silbaba a través de las camas despojadas de sus hojas, y, sin embargo, mi frente estaba bañada en sudor. ¡Recordé haber recibido la puñalada en el momento de estar apisonando la tierra para volver a cubrir la fosa! Haciendo esta operación, me apoyé contra un sauce; detrás de mí había una roca artificial destinada a servir de banco a los paseantes, porque al dejar caer la mano, sentí el frío de aquella piedra; a mi derecha estaba el sauce, detrás de mí, la roca. Caí aniquilado sobre la piedra, me volví a levantar, y me puse a ensanchar el agujero; nada, siempre nada; el cofre no estaba allí.»

    -¡No estaba el cofre! -murmuró la señora Danglars sofocada por el espanto.

    -No creáis que me limité a esta sola tentativa -continuó Villefort-; no: registré perfectamente todo aquel lugar; yo pensaba que el asesino, habiendo desenterrado el cofre y creyendo que era un tesoro, querría apoderarse de él y se lo llevó; dándose cuenta después de su error, haría a su vez otro hoyo donde lo depositase, pero nada.

    »Aquel torso que había jurado vengarse, que me había seguido de Nimes a París, aquel torso, que estaba escondido en el jardín, que me había herido, me había visto cavar la fosa, me había visto enterrar al niño, podía conoceros, tal vez os conocía... ¿No podía hacer pagar algún día el secreto de aquella terrible escena? ¿No sería una venganza más dulce para él, cuando se enterase de que yo no había muerto de su puñalada? ¡Era, pues, urgente que antes de nada hiciese yo desaparecer las huellas de aquel pasado, destruyese todo vestigio material; demasiada realidad había en mi imaginación y en mis recuerdos!

    »Por esto había anulado la escritura de arrendamiento, por esto había ido al jardín, por esto esperaba.

    »Llegó la noche, dejé que transcurrieran varias horas; yo estaba sin luz en aquel cuarto, donde las ráfagas de viento hacían temblar las vidrieras y las puertas, detrás de las cuales creía yo ver siempre emboscado algún espía; de vez en cuando, me estremecía, me parecía oír detrás de mí vuestros lastimeros quejidos, y no me atrevía a volverme.

    »Mi corazón latía en silencio, y yo lo sentía latir tan violentamente que temía volviese a abrirse mi herida; al fin fueron extinguiéndose, uno tras otro, todos esos diversos ruidos del campo.

    »Conocí que no tenía nada que temer, que no podía ser visto ni oído, y me decidí a bajar.

    »Escuchad, Herminia -prosiguió Villefort-, me considero tan valiente como el que más, pero cuando saqué de mi pecho aquella llavecita de la escalera, aquella llave a la que tanto cariño profesábamos, cuando abrí la puerta, cuando a través de las ventanas vi el pálido reflejo de la luna caer sobre los escalones en espiral como una ráfaga blanca parecida a un espectro, me apoyé en la pared y estuve a punto de gritar.

    »¡Creí volverme loco!

    »Al fin supe dominar mis nervios.

    »Bajé la escalera, escalón por escalón: lo único que no pude contener fue un extraño temblor en las rodillas. Me agarré al pasamanos, puesto que si le suelto un instante habría rodado por la escalera.

    »Llegué a la puerta que está al pie de la escalera; un azadón estaba apoyado contra la misma. Lo cogí y me adelanté hacia la alameda que está enfrente de la puerta. Yo llevaba una linterna sorda; me detuve

    Después me ocurrió la idea de que tal vez no habría tomado tantas precauciones y lo habría arrojado a algún rincón. Así, pues, para cerciorarme de ello, tenía que esperar a que llegase el día: volví a la alcoba y esperé.

    -¡Oh! ¡Dios mío!

    -Cuando amaneció, bajé de nuevo. Mi primera visita fue al árbol; esperaba encontrar en él algunas señales que me hubieran pasado inadvertidas durante la oscuridad. Yo había levantado la tierra sobre una superficie de más de veinte pies cuadrados y sobre una profundidad de más de dos pies. Apenas hubiera sido suficiente un día a un jornalero para lo que yo había hecho en una hora. Nada, no vi absolutamente nada.

    »Entonces me puse a buscar el cofre por donde yo había supuesto que tal vez estaría. Por lo tanto, me dirigí al camino que conducía a la puerta de salida; pero esta nueva investigación fue tan inútil como la primera, y me volví al árbol con el corazón oprimido.»

    -¡Oh! -exclamó angustiada la señora Danglars-, ¡era para volverse loco...!

    -Es lo que por un momento pensé que iba a ocurrirme; pero no tuve esa dicha; sin embargo, reuniendo mis fuerzas y por consiguiente mis ideas:

    < ¿Para qué se habrá llevado ese hombre el cadáver? », me pregunté a mí mismo.

    -Vos mismo lo habéis dicho -repuso la señora Danglars-; para tener una prueba.

    -No, señora, no podía ser así; no se guarda un cadáver un año; se le muestra a un magistrado y se le hace una declaración. Ahora, pues, nada de esto había sucedido.

    -¿Entonces...? -inquirió Herminia, anhelante.

    -Entonces hay una cosa más terrible, más fatal, más espantosa para nosotros: que el niño estaba vivo tal vez y que el asesino le salvó la vida.

    La señora Danglars lanzó un grito terrible, y agarrando las dos manos de Villefort:

    -¡Mi hijo estaba vivo! -exclamó-; ¡enterrasteis vivo a mi hijo, caballero! ¡No teníais seguridad de que estaba muerto, y le habéis enterrado. .. ! ¡Ah. .. !

    La señora Danglars se había levantado y estaba en pie delante del procurador del rey, cuyas manos estrechaba entre las suyas con ademán amenazador.

    -¿Qué sé yo? Os digo esto como podría deciros otra cosa -respondió Villefort con una mirada que indicaba que aquel hombre tan poderoso estaba rozando... los límites de la desesperación y de la locura.

    -¡Ah! ¡Hijo mío! ¡Pobre hijo mío! -exclamó la baronesa, cayendo sobre su silla y ahogando en su pañuelo los sollozos.

    Villefort volvió en sí, y comprendió que, para aplacar la tempestad maternal que le amenazaba, era preciso comunicar a la señora Danglars el terror que él mismo experimentaba.

    -Ya podéis figuraros que si es así -dijo levantándose y acercándose a la señora Danglars para hablarle en voz más baja-, estamos perdidos. Ese niño vive, alguien lo sabe, y alguien sabe nuestro secreto, y teniendo en cuenta que Montecristo habla delante de nosotros de un niño desenterrado, siendo así que este niño no estaba, él es quien posee el secreto.

    -¡Dios! ¡Dios justo! ¡Dios vengador! -murmuró la baronesa.

    Villefort no respondió más que con una especie de rugido.

    -¿Pero ese niño, ese niño, caballero? -repuso aquélla con obstinación.

    -¡Oh! ¡Cuánto le he buscado! -prosiguió Villefort retorciéndose los brazos-. ¡Cuántas veces le he llamado en mis largas noches de insomnio! ¡Cuántas veces he deseado una riqueza real para comprar un millón de secretos a un millón de hombres, y para encontrar mi secreto entre los suyos! En fin, un día que por centésima vez tomaba mi azadón, me pregunté por la centésima vez, ¿qué podía haber hecho el corso con el niño? Un recién nacido estorba mucho a un fugitivo; ¡tal vez, al reparar que estaba vivo, lo habría arrojado al río!

    -¡Oh, imposible! -exclamó la señora Danglars-; se asesina a un hombre por venganza; ¡pero no se ahoga a un niño a sangre fría!

    -Tal vez -continuó Villefort-, ¿lo habría puesto en el torno de la inclusa?

    -¡Oh!, sí, sí -exclamó la baronesa-, ¡mi hijo está allí, caballero!

    -Corrí al. hospicio, y me enteré de que aquella noche misma, la del 20 de septiembre, había sido depositado un niño en el torno; estaba envuelto en la mitad de una toalla de tela fina, cortada con intención. Esta mitad de toalla llevaba la parte de una corona de barón y la letra H.

    -¡Eso es!, ¡eso es! -exclamó la señora Danglars-, toda mi ropa estaba marcada así; el señor de Nargonne era barón y yo me llamo Herminia. ¡Gracias, Dios mío! ¡Mi hijo no había muerto!

    -No, no había muerto.

    -¡Y me lo decís así! ¿Sin temor de matarme de alegría, caballero? ¿Dónde está, dónde está mi hijo?

    Villefort se encogió de hombros.

    -¿Lo sé yo acaso? -dijo-; ¿y creéis que si lo supiera os haría sufrir todas estas pruebas? ¡No!, ¡ay!, no lo sé. Me informaron de que una mujer fue a reclamarlo hacía seis meses con la otra mitad de la toalla, y habiendo presentado todas las garantías que exige la ley, se lo entregaron.

    -Pero vos debíais haberos informado de aquella mujer, debíais haberla descubierto.

    -¿Y qué es lo que creéis que hice, señora? Fingí una instrucción criminal, y empleé todos los medios de la policía para descubrirla. Siguieron sus huellas hasta Chalons, en donde las perdieron.

    -¿Las perdieron?

    -Sí, las perdieron para siempre.

    La señora Danglars había escuchado esta relación sin proferir un grito, sin derramar una lágrima, pero al llegar a este punto no pudo contenerse y rompió en amargo llanto.

    -¿Y no habéis hecho más? -dijo- ¿Os habéis limitado únicamente a eso... ?

    -¡Oh!, no -dijo Villefort-, jamás he cesado de averiguar, de buscar, de informarme. Sin embargo, hacía unos cuantos años que habían cesado mis pesquisas. Pero hoy voy a volver a empezar con más perseverancia y encarnizamiento que nunca, y triunfaré, porque no es sólo la conciencia la que me remuerde y la que me impele, es el miedo.

    -Pero el conde de Montecristo -replicó la señora Danglars- no sabe nada; si así no fuera, no obraría como lo hace, es decir, que haría su declaración.

    -¡Oh!, ¡la maldad de los hombres es muy profunda! -dijo Villefort-, puesto que es más profunda que la bondad de Dios. ¿Habéis notado las miradas de aquel hombre mientras nos hablaba?

    -No.

    -¿Pero le habéis examinado detenidamente?

    -Sin duda es extraño, pero nada más; una cosa me ha admirado notablemente, y es que de toda aquella exquisita comida que nos ofreció, él no probó ningún plato.

    -Sí, sí -dijo Villefort-, también yo lo he notado. Si yo hubiera sabido lo que sé ahora, no hubiera probado tampoco ningún plato; hubiera creído que nos había querido envenenar.

    -Y os hubierais engañado, como veis.

    -Sí, sin duda; pero, creedme, ese hombre lleva otras intenciones; por esto he querido veros, por esto os he pedido una conferencia, por esto he querido preveniros contra todo el mundo, pero contra él sobre todo. Decidme -continuó Villefort, fijando más profundamente sus ojos en la baronesa-; ¿no habéis hablado a nadie de nuestras relaciones?

    -Jamás, a nadie.

    -Me comprendéis -replicó afectuosamente Villefort-, cuando digo a nadie, perdonadme esta insistencia, a nadie en el mundo, ¿no es verdad?

    -¡Oh!, sí, sí, comprendo muy bien -dijo la baronesa sonrojándose-; nunca, os lo juro.

    -¿No acostumbráis escribir por la noche lo que hacéis durante el día? ¿No escribís vuestro diario?

    -¡No!, mi vida es arrastrada por la frivolidad; yo misma me olvido luego de lo que hago.

    -¿No soñáis en voz alta, al menos, que sepáis?

    -Tengo un sueño de niño..., ¿no os acordáis?

    Sonrojóse la baronesa, y el rostro de Villefort se cubrió de una viva palidez.

    -Es verdad -dijo en voz tan baja que apenas se oyó.

    La baronesa inquirió:

    -¿Y bien?

    -¡Y bien!, comprendo lo que tengo que hacer -respondió el procurador del rey-; antes de ocho días sabré quién es el conde de Montecristo, de dónde viene, adónde va, y por qué habla delante de nosotros de niños desenterrados en su jardín.

    Villefort dijo estas palabras con un acento que hubiera hecho estremecer al conde si hubiera podido oírlas.

    Estrechó después la mano, que la baronesa vacilaba en darle, y la condujo con respeto hasta la puerta.

    La señora Danglars tomó otro coche de alquiler que la condujo al Puente Nuevo, cerca del cual encontró su carruaje y su cochero, que la esperaba durmiendo apaciblemente sobre el pescante.

    El mismo día, a la hora en que la señora Danglars acudía a la cita que hemos referido en el despacho del señor de Villefort, un coche de viaje, entrando por la calle Helder, atravesaba la puerta de la casa número 27, y se detenía en el patio.

    Un instante después se abrió la portezuela y la señora de Morcef bajó apoyada en el brazo de su hijo.

    Apenas hubo conducido Alberto a su madre a su habitación, mandando que diesen un baño a sus caballos, y después de cambiar de vestido, se hizo conducir a los Campos Elíseos, a casa del conde de Montecristo.

    Recibióle éste con su sonrisa habitual. Era una cosa extraña; nunca se podía adelantar un paso en el corazón o en el espíritu de aquel hombre. Los que intentaban, por decirlo así, atravesar la barrera de su intimidad, tropezaban con un muro.

    Morcef, que corría a su encuentro con los brazos abiertos, los dejó caer al verle, a pesar de su sonrisa amistosa, y se atrevió todo lo más a darle la mano.

    Montecristo, por su parte, tocó como siempre aquella mano pero sin estrecharla.

    -¡Y bien!, aquí me tenéis, querido conde-dijo.

    -Muy bien venido seáis.

    -He llegado hace cosa de una hora.

    -¿De Dieppe?

    -De Treport.

    -¡Ah!. ¡es verdad!

    -Y mi primera visita es para vos.

    -Sois muy amable --dijo Montecristo con indiferencia.

    -Y bien, veamos, ¿qué noticias hay?

    -¡Noticias! ¿Me las pedís a mí, a un extranjero?

    -Yo me entiendo; cuando os pregunto si hay noticias, pregunto si habéis hecho algo por mí.

    -¿Pues qué? ¿Me habíais encargado alguna comisión? -dijo Montecristo fingiendo sorpresa.

    -¡Vamos, vamos --dijo Alberto-, no os hagáis el indiferente! Dicen que hay avisos simpáticos que atraviesan la distancia: pues bien, en Treport he recibido una sacudida eléctrica; vos habéis, si no trabajado, al menos pensado en mí.

    -Es muy posible -dijo Montecristo-. En efecto he pensado en vos; pero la corriente magnética de que yo era conductor reconozco que obraba independientemente de mi voluntad.

    -¡De veras! ¡Contadme eso, os lo suplico...!

    -Nada más fácil; el señor Danglars ha comido en mi casa.

    -¡Eso ya lo sé, puesto que mi madre y yo nos marchamos huyendo de su presencia!

    -Pero ha comido con el señor Andrés Cavalcanti.

    -¿Vuestro príncipe italiano?

    -No exageremos. El señor Andrés se da sólo el título de conde. -¿Se da, decís?

    -Se da, es lo que digo.

    -¿Acaso no lo es?

    -¡Eh!, qué sé yo, él se da el título de conde; yo se lo doy, todos se lo dan; ¿no es lo mismo que si lo tuviera?

    -Qué hombre tan extraño sois, ¿y bien?

    -¡Y bien... ! , ¿qué queréis decir?

    -¿Ha comido aquí el señor Danglars?

    -Sí.

    -¿Con vuestro conde Andrés Cavalcanti?

    -Con el conde Andrés, con el marqués su padre, con el señor Danglars, los señores de Villefort, el señor Debray, Maximiliano Morrel, ¿y quién más...?, esperad... ¡Ah!, ¡ya...!, el señor de ChateauRenaud.

    -¿Hablaron de mí?

    -Ni una palabra siquiera.

    -Tanto peor.

    -¿Por qué? Yo creo que si os han olvidado no han hecho sino lo que vos deseabais.

    -Si no hablaban de mí es porque pensaban mucho, querido conde, y por eso estoy desesperado.

    -¿Qué os importa, puesto que la señora Danglars no era del número de los que pensaban así? ¡Ah!, verdad es que podía pensar en su casa.

    -¡Oh!, en cuanto a eso no, estoy seguro, o si pensaba, seguramente era del mismo modo que yo.

    -¡Oh!, ¡tierna simpatía...! -dijo el conde-. ¿De modo que tanto os detestáis?

    -Escuchad -dijo Morcef-, si la señorita Danglars se apiadase del martirio que yo no sufro por ella, y me recompensase sin casarse conmigo, me vendría a las mil maravillas; para abreviar, yo creo que la señorita Danglars sería como amante, encantadora; ¡pero como mujer...!, ¡diablo!

    -¡Vaya! -dijo Montecristo-, ¿es ese vuestro modo de pensar respecto a vuestra futura?

    -¡Oh!, sí, esto es una barbaridad, pero es exacto. Mas como no se puede hacer de este sueño una realidad, como para alcanzar cierto objeto... es preciso que la señorita Danglars sea mi mujer, es decir, que viva conmigo, que piense a mi lado, que haga versos y componga música también a mi lado, y durante toda mi vida, esto me espanta; a una querida se la puede dejar cuando uno quiere; ¡pero a una esposa, demonio!, eso es otra cosa: preciso es quedarse con ella eternamente, teniéndola cerca o lejos, y sería horrible tener que quedarse con la señorita Danglars siempre, aunque fuese de lejos.

    Continua
     
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    ANDANDO

    Andando, andando.
    Que quiero oír cada grano
    de la arena que voy pisando.

    Andando.
    Dejad atrás los caballos,
    que yo quiero llegar tardando
    (andando, andando)
    dar mi alma a cada grano
    de la tierra que voy rozando.

    Andando, andando.
    ¡Qué dulce entrada en mi campo,
    noche inmensa que vas bajando!

    Andando.
    Mi corazón ya es remanso;
    ya soy lo que me está esperando
    (andando, andando)
    y mi pie parece, cálido,
    que me va el corazón besando.

    Andando, andando.
    ¡Que quiero ver el fiel llanto
    del camino que voy dejando!


    Juan Ramón Jiménez
     
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    clause Claudia

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    Re: ... de poetas, cuentos y leyendas

    Alejandro Dumas (Padre)
    El Conde de Montecristo

    Cuarta Parte
    Continuacion
    Capitulo quinto

    Sois muy descontentadizo, vizconde.

    -Sí, porque no dejo de pensar en una cosa irrealizable.

    -¿Cuál?

    -El encontrar una mujer como mi padre ha encontrado para él.

    Montecristo palideció y miró a Alberto, mientras jugaba con unas pistolas magníficas, cuyos gatillos montaba y desmontaba rápidamente.

    -¿De modo que vuestro padre ha sido muy feliz? -dijo.

    -Ya sabéis mi opinión acerca de mi madre, señor conde; un ángel del cielo; ahí la tenéis hermosa aún, siempre espiritual, más buena que nunca. Acabo de llegar de Treport; para otro hijo cualquiera acompañar a su madre habría sido una condescendencia o una gabela; pues bien, yo he pasado cuatro días en conversación con ella, más satisfecho, más contento, más poético que si hubiera llevado conmigo a Treport a la reina Mak o a Tirania.

    -¡Esa es una perfección y una cualidad bellísima! Y hacéis entrar a los que os escuchan en deseos de permanecer en el celibato.

    -Exacto -dijo Morcef-; porque sé que existe en el mundo una mujer perfecta, no tengo ganas de casarme con la señorita Danglars. ¿No habéis notado algunas veces cómo siembra nuestro egoísmo de colores brillantes todo lo que nos pertenece? El diamante que poseían Marlé o Fossin es mucho más hermoso desde que es nuestro; pero si la evidencia os enseña que existe un brillo más puro, y vos os veis obligado a llevar eternamente el inferior al otro, ¿comprendéis lo que se debe sufrir?

    -¡Mundano! -murmuró el conde.

    -Por eso mismo saltaré de alegría el día en que la señorita Eugenia se dé cuenta de que yo no soy tan rico como ella, y de que apenas tengo tantos cientos de miles de francos como ella millones.

    Montecristo se sonrió.

    -Yo había pensado en una cosa -continuó Alberto-; Franz ama todo lo excéntrico; yo he querido hacer que se enamorase de la señorita Danglars, pero a pesar de cuatro cartas que he escrito en el estilo más entusiasta y ponderativo, Franz me ha respondido imperturbablemente:

    «Es verdad que soy excéntrico, pero mi excentricidad no se extiende hasta retirar mi palabra cuando ya la he dado.»

    -Eso es lo que se llama un sacrificio de amistad; endosar a otro la mujer que uno no desea sino para querida.

    Alberto se sonrió.

    -A propósito -prosiguió-, dentro de pocos días llega ese querido Franz, pero a vos os importa poco, no le queréis, según creo.

    -¡Yo! -dijo Montecristo-, querido vizconde, ¿quién os ha contado que yo no le quiero? Yo quiero a todo el mundo.

    -Y a mí me englobáis en todo el mundo... Gracias.

    -¡Oh!, no nos confundamos -dijo Montecristo-; yo amo a todo el mundo como Dios manda que amemos al prójimo, cristianamente, pero no aborrezco más que a ciertas personas. Volvamos al señor Franz d'Epinay. Decís que va a llegar.

    _.Sí, mandado llamar por el señor de Villefort, que tiene tanta impaciencia por casar a la señorita Valentina, como el señor Danglars por casar a la señorita Eugenia. Decididamente, no parece sino que es un oficio muy fatigoso el de padre de hijas casaderas. Creen que no pueden vivir hasta verlas casadas, y que su pulso late noventa veces por minuto hasta verse libres de tal carga.

    -Pero el señor Franz no se parece a vos; yo creo que lleva su mal con paciencia.

    -Mejor todavía, él lo toma por lo grave; se pone corbata blanca y habla ya de su familia. Además, tiene en grande estima a todos los Villefort.

    -Estima merecida, ¿no es cierto?

    -Ya lo creo; el señor de Villefort ha pasado siempre por un hombre severo, pero justo.

    -Enhorabuena -dijo Montecristo-, al fin encontré a uno al que no tratáis como a ese pobre señor Danglars.

    -Eso consistirá quizás en que no tengo que casarme con su hija -respondió Alberto riendo.

    -Es cierto, amigo mío -dijo Montecristo-, sois un inocente.

    -¡Yo!

    -Sí, vos. Tomad un cigarro.

    -Con mucho gusto. ¿Y por qué decís que soy un inocente?

    -Porque no hacéis más que defenderos y hacer por evitar el casamiento con la señorita Danglars. ¡Oh! ¡Dios mío!, dejad marchar las cosas, y probablemente no seréis vos quien retire primero su palabra.

    -¡Bah! -exclamó Alberto estremeciéndose de gozo.

    -Sin duda, querido vizconde, no os harán casar a la fuerza, ¡qué diablo!, pero hablando en serio, ¿tenéis ganas de una ruptura?

    -Daría por ello cien mil francos.

    -¡Pues bien!, alegraos: el señor Danglars está pronto a dar el doble por el mismo deseo.

    -¿Será verdad? -dijo Alberto, que no pudo, sin embargo, al decir esto, impedir que pasase por su frente una nube imperceptible-. Pero mi querido conde, ¿tiene el señor Danglars razones para ello?

    -¡Ah! ¡Ya lo encontré, naturaleza orgullosa y egoísta! Enhorabuena, tengo delante al hombre que quiere agujerear el amor propio de otro a fuerza de hachazos, y que gime y grita cuando intentan hacer lo mismo al suyo con una aguja.

    -No, no, pero me parece que el señor Danglars...

    -¿Debía estar encantado de vos, no es verdad? Pues bien, el señor Danglars es un hombre de mal gusto, está más encantado de otro...

    -¿De quién?

    -Lo ignoro; estudiad, mirad, coged al paso las alusiones, y aprovechaos de ellas.

    -Bueno, comprendo; escuchad, mi madre..., no; mi madre no, me engaño; a mi padre le ha ocurrido la idea de dar un baile.

    -¡Un baile en este tiempo!

    -Los bailes en verano están de moda.

    -Aunque así no fuera, si la condesa quisiera, se pondrían de moda.

    -Gracias; son bailes puramente parisienses; los que se quedan en París en el mes de julio son verdaderos parisienses. ¿Queréis encargaros de invitar a los señores Cavalcanti?

    -¿Cuándo será el baile?

    -El sábado.

    -Quizá se haya marchado el señor Cavalcanti padre.

    -Pero se queda aquí su hijo. ¿Queréis encargaros de llevar al señor Andrés Cavalcanti?

    -Escuchad, vizconde, yo no le conozco.

    -¿Decís que no le conocéis?

    -No; le he visto por primera vez hará tres o cuatro días, y no respondo de nada.

    -¿Pero le recibís?

    -Eso es otra cosa; me fue recomendado por un buen abate que también pudo haberse engañado. Invitarle indirectamente, bien; pero no me digáis que le presente; si fuese luego a casarse con la señorita Danglars, me acusaríais de entrometido, y querríais romperos la cabeza conmigo; por otra parte yo tampoco sé si iré.

    -¿Adónde?

    -A vuestro baile.

    -¿Por qué no?

    -En primer lugar, porque aún no me habéis invitado.

    -Pues precisamente he venido a invitaros.

    -¡Oh!, sois muy amable; pero puedo estar ocupado.

    -Cuando os haya dicho una cosa, creo que seréis tan amable que asistáis.

    -Decid.

    -Mi madre os lo suplica.

    -¿La señora condesa de Morcef? -repuso Montecristo estremeciéndose.

    .-¡Ah, conde! -dijo Alberto-, os advierto que la señora de Morcef habla libremente conmigo; y si vos no habéis sentido latir en vuestro cuerpo las fibras simpáticas de que os hablaba yo hace poco, es porque no tenéis esas fibras, porque hace cuatro días que no hablamos más que de vos.

    -¡De mí! , en verdad que me hacéis demasiado honor...

    -Nada de eso, escuchad: ése es el privilegio de vuestro empleo, ¡como sois un problema viviente... !

    -¡Ah! ¿También soy problema para vuestra madre? ¡Oh!, yo no la creía tan falta de juicio que fuese a creer tamaños desvaríos.

    -Problema, mi querido conde, problema para todos, lo mismo para mi madre que para los demás, problema aceptado, pero no adivinado; seguís siendo un enigma, y mi madre no hace más que preguntar cómo sois tan joven. Yo creo que en el fondo, mientras que la condesa G... os toma por lord Ruthwen, mi madre os toma por Cagliostro o el conde San Germán. La primera vez que vayáis a ver a la señora de Morcef, confirmadla en esta opinión; no os será difícil, poseéis la fisonomía del uno y el talento del otro.

    -Gracias por habérmelo advertido -dijo el conde sonriendo-, procuraré hacer lo posible para confirmarlo, como decís, en su opinión.

    -¿De modo que iréis el sábado?

    -Puesto que la señora de Morcef me lo suplica...

    -Sois muy galante.

    -¿Y el señor Danglars?

    -¡Oh!, ya habrá recibido su invitación; mi padre se encargó de ello. Procuraremos también que vaya el señor de Villefort, pero no le esperamos.

    -No hay que desesperar de nada, dice el proverbio.

    -¿Bailáis, querido conde?

    -¿Yo?

    -Sí, vos. ¿Qué tiene eso de extraño?

    -¡Ah!, en efecto, cuando todavía no se ha llegado a los cuarenta... No, no bailo, pero me gusta ver bailar. ¿Y la señora de Morcef, baila?

    -Nunca; hablaréis, tanto mejor; ¡tiene tantos deseos de hablar con vos!

    -¿De veras?

    -Palabra de honor. Y os declaro que sois el primer hombre por quien haya manifestado curiosidad mi madre.

    Alberto tomó su sombrero y se levantó; el conde lo condujo hasta la puerta.

    -Una cosa me estoy reprochando -dijo, deteniéndole en medio de la escalera.

    -¿Cuál?

    -He sido indiscreto; no debía hablaros del señor Danglars.

    -Al contrario, habladme, habladme de él siempre; pero del mismo modo que lo habéis hecho.

    -Bien; me tranquilizáis. A propósito, ¿cuándo llega el señor d'Epinay?

    -¡Psch!, dentro de cinco o seis días a más tardar.

    -¿Y cuándo se casa?

    -En cuanto lleguen el señor y la señora de Saint-Merán.

    -Traédmele en cuanto esté en París. Aunque digáis que no le quiero, tendré sumo gusto en verle.

    -Vuestras órdenes serán cumplidas.

    -Hasta la vista.

    -Si no os veo antes, hasta el sábado, ¿no es cierto?

    -¡Oh!, sí, sí; he dado mi palabra.

    El conde siguió con la vista a Alberto, saludándole con la mano.

    Así que subió en su tílbury, se volvió y vio detrás de él a Bertuccio.

    -¿Y bien? -inquirió.

    -Ha ido al palacio -respondió el mayordomo.

    -¿Ha permanecido allí mucho tiempo?

    -Hora y media.

    -¿Y ha vuelto a su casa?

    -Directamente.

    -Pues bien, mi querido Bertuccio -dijo el conde-, si queréis seguir mi consejo, creo que debierais ir a Normandía, a ver si encontráis aquel terreno de que ya os he hablado.

    Bertuccio saludó, y como sus deseos estaban en perfecta armonía con la orden que había recibido, partió aquella misma noche.

    El señor de Villefort cumplió la palabra dada a Danglars, procurando averiguar de qué modo había podido saber Montecristo la historia de la casa de Auteuil.

    Aquel mismo día escribió a un tal señor Boville, que, después de haber sido inspector de prisiones, adquirió un grado superior en la Policía de Seguridad, para tener los informes que deseaba, y éste pidió dos días de plazo para saber de seguro los informes que pudiera obtener.

    Expirado el plazo, el señor de Villefort recibió la nota siguiente:

    «La persona llamada el conde de Montecristo es conocido muy particularmente de Lord Wilmore, rico extranjero que viene a París algunas veces, y que está en él hace algunos meses; es también conocido del abate Busoni, sacerdote siciliano de gran reputación en Oriente, y he aquí los informes que recibió:

    El abate, que no se encontraba en París más que por un mes, vivía detrás de San Sulpicio, en una casita compuesta de un solo piso y unos bajos; cuatro piezas, dos arriba y dos abajo, formaban toda la morada, de la que él era el único inquilino.

    Las dos piezas bajas constaban de un comedor con mesas, sillas y un bufete de nogal, y un salón blanqueado, sin adornos, sin tapices y sin reloj. Se conocía que el abate no se servía sino de los objetos que le eran más necesarios.

    Verdad es que el abate habitaba con preferencia el salón del piso principal. Este salón, en el que abundaban los libros de teología y los pergaminos, en medio de los cuales se le veía enterrarse, según decía su criado, meses enteros, era en realidad, más una biblioteca que un salón.

    Este criado miraba a través de un ventanillo a las personas que iban a visitar a su señor, y cuando su fisonomía le era desconocida, o no le agradaba, respondía que el señor abate no estaba en París, con lo cual muchos quedaban satisfechos, pues sabían que viajaba a menudo y permanecía largo tiempo de viaje.

    Además, ora estuviese en su casa o no estuviese, ora se hallase en París o en El Cairo, el abate daba siempre, por el ventanillo que servía de torno, limosnas que el criado repartía en nombre de su amo.

    El otro aposento, situado junto a la biblioteca, era una alcoba. Una cama sin cortinas, cuatro sillones y un sofá de terciopelo de Utrecht amarillo eran, junto con un reclinatorio, todos los muebles de la pieza.

    En cuanto a lord Wilmore, vivía en la calle de Fontaine-SaintGeorges. Era uno de esos ingleses ambulantes que gastan toda su fortuna en viajes.

    Tenía alquilada la habitación a la cual iba a pasar dos o tres horas al día, y donde rara vez dormía.

    Una de sus manías era la de no querer absolutamente hablar la lengua francesa, que, sin embargo, escribía con extraordinaria perfección. >

    Al día siguiente en que fueron entregados estos informes al procurador del rey, un hombre que se apeaba de un coche de alquiler en la esquina de la calle de Feron, detrás de San Sulpicio, fue a llamar a una puerta pintada de verde, y preguntó por el abate Busoni.

    -Ya os he dicho que no está -repitió el criado.

    -Entonces, cuando vuelva, dadle esta carta y este papel. ¿Estará el señor abate esta tarde a las ocho?

    -¡Oh!, sin falta, caballero, a no ser que esté trabajando, y entonces es lo mismo que si hubiese salido.

    -Volveré esta noche a la hora convenida -repuso el desconocido.

    Y se retiró.

    En efecto, a la hora indicada, el mismo hombre volvió en otro coche, que en vez de pararse esta vez en la esquina de la calle de Feron, se detuvo delante de la puerta verde.

    Llamó, le abrieron y entró.

    En las señales de respeto que prodigó el criado al desconocido conoció éste que su carta había hecho el efecto deseado.

    -¿Está en casa el señor abate? -inquirió.

    -Sí; trabaja en su biblioteca, pero os espera -respondió el criado.

    El desconocido subió una escalera bastante angosta, y delante de una mesa cuya superficie estaba iluminada por la luz que despedía una gran lámpara, mientras que el resto de la habitación se hallaba sumergida en la sombra, vio al abate con traje eclesiástico y cubierta la cabeza con un sombrero negro de anchas alas.

    -¿Es al señor Busoni a quien tengo el honor de hablar? -preguntó el desconocido.

    -Sí, señor -respondió el abate-; ¿y vos sois la persona que el señor de Boville me envía de parte del señor prefecto de policía?

    -Exacto, caballero.

    -¡Uno de los agentes de Seguridad de París!

    -Sí, señor -respondió el desconocido con cierta indecisión y sonrojándose.

    El abate se puso sus anteojos, que no sólo cubrían los ojos, sino las sienes, y volviéndose a sentar, hizo señas de que se sentase el agente.

    -Os escucho, caballero -dijo el abate con un pronunciado acento italiano.

    -El encargo que me han hecho, señor abate, se reduce a saber de parte del señor prefecto de policía, como magistrado que es, una cosa que interesa a la seguridad pública, en nombre de la cual vengo a informarme. Confiamos, pues, que no habrá lazos de amistad, ni consideración humana, que puedan induciros a ocultar la verdad a la justicia.

    -Con tal que las cosas que queréis saber no perjudiquen a los escrúpulos de la conciencia. Soy sacerdote, y los secretos de la confesión deben permanecer callados, como fácilmente concebiréis.

    -¡Oh!, tranquilizaos, señor abate -dijo el desconocido-; en todo caso, pondremos a cubierto vuestra conciencia.

    A estas palabras el abate acercó hacia sí la pantalla, la levantó del lado opuesto, de suerte que, iluminando de lleno el rostro del desconocido, el suyo permanecía siempre en la sombra.

    -Disculpadme, señor abate -dijo el enviado del prefecto-; pero esta luz me fatiga horriblemente la vista.

    El abate bajó la pantalla verde.

    -Ahora, caballero, os escucho, hablad.

    -¿Conocéis al señor conde de Montecristo?

    -¿Supongo que queréis hablar del señor de Zaccone?

    -¡Zaccone... ! ¿No se llama Montecristo?

    -Montecristo es un nombre de tierra, o más bien un nombre de roca, y no un nombre de familia.

    -Pues bien, sea; no discutamos más, y puesto que el señor de Montecristo y el señor Zaccone son el mismo hombre...

    -El mismo, absolutamente.

    -Hablemos del señor de Zaccone.

    -Bien.

    -Os preguntaba si le conocíais.

    -Mucho.

    -¿Qué es?

    -Es hijo de un rico naviero de Malta.

    -Sí, ya lo sé; eso se dice, pero ya comprenderéis que la policía no se puede contentar con un «se dice».

    -No obstante -repuso el abate con una sonrisa afable-, cuando ese se dice es la verdad, es preciso que todo el mundo se contente, y que la policía haga lo mismo que todo el mundo.

    -¿Pero estáis seguro de lo que decís?

    -¡Cómo que si estoy seguro!

    -Caballero, os repito, que yo no sospecho de vuestra buena fe y os digo: ¿estáis seguro?

    -Escuchad, yo he conocido al señor Zaccone padre.

    -¡Ah!, ¡ah...!

    -Sí, cuando era niño he jugado muchas veces con su hijo.

    -No obstante, ¿ese título de conde...?

    -Ya sabéis que se compra...

    -¿En Italia...?

    -En todas partes.

    -Pero según todo el mundo asegura, esas riquezas son inmensas.

    -Inmensas, sí, ésa es la palabra.

    -¿Cuánto creéis que poseerá, vos que le conocéis?

    -¡Oh! Tendrá de ciento cincuenta a doscientas mil libras de renta.

    -¡Ah!, eso es algo -dijo el agente-; ¡pero decían que de tres a cuatro millones... !

    -Doscientas mil libras de renta, caballero, son cuatro millones justos de capital.

    -Pero aseguraban que de tres a cuatro millones de renta.

    -¡Oh!, eso no es creíble.

    -¿Y conocéis su isla de Montecristo?

    -Seguramente; todo el que haya venido de Palermo, de Nápoles o de Roma a Francia por mar, la conoce, puesto que tiene que pasar junto a ella.

    -¿Es una morada encantadora, según se dice?

    -Es una roca.

    -¿Y por qué ha comprado el conde una roca?

    -Precisamente para poder ser conde. En Italia, para ser conde, se necesita un condado.

    -¿Sin duda habéis oído hablar de las aventuras del señor Zaccone?

    -¿El padre?

    -No, el hijo.

    -¡Ah!, aquí empiezan mis incertidumbres, porque aquí he perdido de vista a mi joven camarada.

    -¿Ha sido militar?

    -Creo que sí.

    -¿En qué cuerpo?

    -En el de marina.

    -Veamos: ¿no sois su confesor?

    -No señor: me parece que es luterano.

    -¿Cómo, luterano?

    -Digo que creo; no lo afirmo. Por otra parte, yo creía restablecida en Francia la libertad de cultos.

    -Sin duda; pero no nos ocupamos de sus creencias, sino de sus acciones; en nombre del señor prefecto de policía, decidme todo lo que sepáis.

    . -Dícese que es un hombre muy caritativo. Nuestro Santo Padre el Papa le ha hecho Caballero de Cristo, favor que no concede más que a los príncipes, por los servicios eminentes que ha hecho a los cristianos de Oriente; tiene cinco o seis cordones conquistados por los servicios hechos a los príncipes o a los Estados.

    -¿Y los lleva?

    -No, pero se siente muy orgulloso de ellos; dice que quiere mejor las recompensas concedidas a los bienhechores de la humanidad que las que se conceden a los destructores de los hombres.

    -¿Ese hombre es algún cuáquero?

    -Una cosa por el estilo.

    -¿Sabéis si tiene algunos amigos?

    -Para él todos los que conoce son amigos suyos.

    -Pero, en fin, ¿tiene algún enemigo?

    -Uno solo.

    -¿Cuál es su nombre?

    -Lord Wilmore.

    -¿Dónde está?

    -En París en este momento.

    -¿Y puede darme informes...?

    -Preciosos. Estaba en la India al mismo tiempo que el señor Zaccone.

    -¿Conocéis sus señas?

    -En la Chaussée d'Antin; pero ignoro la calle y el número.

    -¿No os lleváis bien con ese inglés?

    -Le aprecio y le detesto: nos tratamos con mucha frialdad.

    -Señor abate, ¿creéis que haya venido otra vez a Francia Montecristo antes de ahora?

    -¡Ah!, en cuanto a eso puedo responderos positivamente. No, señor, no ha venido nunca, puesto que se dirigió a mí hace seis meses para adquirir las noticias que deseaba. Pero como yo ignoraba en qué época estaría yo en París a punto fijo, le dirigí al señor Cavalcanti.

    -¿Andrés?

    -No, Bartolomé, el padre.

    -Muy bien, señor abate; no me resta ahora preguntaros más que una cosa, y os suplico en nombre del honor de la humanidad y de la religión, que me respondáis pronto.

    -Hablad, caballero.

    -¿Sabéis con qué objeto ha comprado el señor de Montecristo una casa en Auteuil?

    -Cierto que sí, pues me ha hablado de ello.

    -¿Con qué objeto?

    -Con el de hacer un hospital de locos semejante al que ha fundado el barón de Pisani en Palermo. ¿Conocéis ese hospital?

    -He oído hablar de él, señor abate.

    -Es una institución magnífica.

    Y dichas estas palabras, el abate saludó al desconocido como con deseo de que le dejase proseguir su interrumpido trabajo. El agente, ya sea que hubiera comprendido los deseos del abate, ya que hubiese acabado su interrogatorio, se levantó. El abate le condujo hasta la puerta.

    -Dais limosnas a menudo, y limosnas bastante crecidas -dijo el agente-, y aunque seáis rico, me atreveré a ofreceros algo para vuestros pobres; ¿tendréis a bien aceptar mi oferta?

    -No, gracias, caballero, pues deseo que todo el bien que haga provenga de mí.

    -Sin embargo...

    -Nada, es una resolución invariable. Además, caballero, buscad; ¡ay!, ¡habrá tantos por el camino que tengan necesidad de vuestro socorro!

    El abate saludó por última vez abriendo la puerta; el desconocido respondió a su saludo y salió.

    El carruaje le condujo a casa del señor de Villefort.

    Una hora después, el carruaje salió de nuevo, y esta vez se dirigió a la calle de Fontaine-Saint-Georges. Detúvose en el número 5.

    Aquí vivía lord Wilmore.

    El desconocido había escrito a lord Wilmore para pedirle una cita, que éste fijó a las diez. Así, pues, como el enviado del prefecto de policía llegó a las diez menos diez minutos, le respondieron que lord Wilmore, que era sumamente puntual no había vuelto todavía, pero que volvería a las diez en punto.

    El desconocido aguardó en el salón.

    Este salón nada tenía de notable, y era como todos los salones de las fondas.

    Una chimenea con dos jarrones de Sèvres modernos, un reloj con un cupido extendiendo su arco, un espejo roto en dos pedazos; a cada lado de este espejo dos grabados representando el uno a Homero con su guía, el otro a Belisario pidiendo limosna; un papel gris; sillería de paño en encarnado labrado de negro; tal era el salón de lord Wilmore.

    Estaba iluminado por globos de cristal deslustrado que esparcían un débil reflejo muy a propósito para la fatigada vista del enviado del prefecto de policía.

    Después de esperar diez minutos, el reloj dio las diez: a la quinta campanada se abrió la puerta y apareció lord Wilmore.

    Era éste un hombre más alto que bajo, con unas patillas pequeñas y rojas, la tez blanca, y los cabellos también rojos. Vestía con toda la excentricidad inglesa; es decir, que llevaba un frac azul con botones de oro y un cuello sumamente alto, un chaleco de casimir blanco y un pantalón de nankin, cuatro pulgadas más corto de lo regular, pero al que unas trabillas de la misma tela impedían que llegase a la rodilla.

    Las primeras palabras que pronunció al entrar fueron éstas:

    -Ya sabéis, caballero, que yo no hablo francés.

    -Sé al menos que no os gusta nuestro idioma -respondió el enviado del prefecto de policía.

    -Pero vos podéis expresaros en esa lengua -repuso lord Wilmore-, porque si yo no la hablo, la comprendo.

    -Y yo -respondió el enviado del prefecto cambiando de idioma- hablo el inglés con bastante soltura para sostener la conversación en esta lengua. No os incomodéis, pues, caballero.

    -¡Hallo! -exclamó lord Wilmore con esa entonación que no pertenece más que a los naturales de la Gran Bretaña.

    El desconocido presentó a lord Wilmore su carta de introducción. Este la leyó con esa flema particular de los ingleses, y así que hubo terminado su lectura:

    -Comprendo -dijo el inglés-, comprendo perfectamente.

    Entonces empezaron las interrogaciones.

    Fueron poco más o menos las mismas que las que había dirigido al abate Busoni. Pero como lord Wilmore, en su calidad de enemigo del conde de Montecristo, no tenía tanta reserva, fueron más extensas; contó la juventud de Montecristo, que había entrado a la edad de diez años al servicio de uno de esos pequeños soberanos de la India que hacen la guerra a los ingleses; allí se encontraron y combatieron uno contra otro; en aquella guerra Zaccone fue hecho prisionero, enviado a Inglaterra y arrojado a presidio, de donde se escapó a nado. Luego empezaron sus viajes, sus duelos, sus pasiones; entonces aconteció la insurrección de Grecia, y sirvió en las filas de los griegos. Mientras estaba a su servicio, descubrió una mina de plata en las montañas de Tesalia, pero se guardó muy bien de hablar a nadie de tal descubrimiento.

    Después de Navarino, y así que hubo consolidado el gobierno griego, pidió al rey Otón un privilegio para explotar aquella mina, el cual se lo concedió. De aquí provenía aquella inmensa fortuna, que según lord Wilmore, podría ascender a uno o dos millones de renta, fortuna que podía agotarse de repente, si la mina dejaba de producir.

    -Pero -preguntó el desconocido- ¿para qué ha venido a Francia?

    -Ha venido a especular en los caminos de hierro -dijo lord Wilmore-; y después, como es hábil químico y físico no menos distinguido, ha descubierto un nuevo telégrafo cuya aplicación prosigue.

    -¿Cuánto gastará al año? -preguntó el enviado.

    -¡Oh!, quinientos o seiscientos mil francos a lo sumo -dijo lord Wilmore-; es avaro.

    Era evidente que el odio hacía hablar al inglés, y no teniendo nada que achacar al conde, le acusaba de avaro.

    -¿Sabéis algo de su casa de Auteuil?

    -Sí, señor.

    -¡Y bien! ¿Qué sabéis? ¿Querréis decirme con qué objeto la ha comprado?

    -El conde es un especulador que seguramente se va a arruinar en pruebas y descubrimientos; ha creído que hay en Auteuil, en los alrededores de la casa que acaba de adquirir, una corriente de agua mineral que puede rivalizar con las de Bagnéres, de Luchón y de Cauterest. Quiere hacer de su adquisición un bad-haus, como dicen los alemanes. Varias veces ha mandado ya remover la tierra de su jardín para encontrar la famosa corriente de agua, y como no la ha descubierto, no tardará en comprar las casas de los alrededores. Ahora, pues, como yo le detesto y ando buscando una ocasión de burlarme de él, le observo para ver si se acaba de arruinar un día a otro con ese descubrimiento y otras especulaciones, lo cual tiene que suceder de todos modos.

    -¿Y por qué le detestáis? -preguntó el desconocido.

    -Porque... porque al pasar por Inglaterra sedujo a la mujer de uno de mis amigos.

    -¿Y por qué no os vengáis...?

    -Ya me he batido tres veces con él -dijo el inglés-: la primera vez a pistola, la segunda a espada y la tercera a sable.

    -Y el resultado de esos duelos ha sido...

    -Que la primera vez me rompió un brazo, la segunda estuvo a punto de atravesarme el pulmón, y la tercera me hizo esta herida.

    El inglés bajó el cuello de su camisa, que le llegaba a las orejas, y mostró una cicatriz, cuyo color rojo indicaba que no había sido hecha hacía mucho tiempo.

    -De suerte que le detesto hasta más no poder -repitió el inglés-, y seguramente morirá a mis manos.

    -Pues según veo no lleváis el mejor camino -dijo el enviado del prefecto.

    -¡Hallo! -dijo el inglés-, cada día voy al tiro, y cada dos días viene a mi casa Grisier.

    Esto era cuanto quería saber el desconocido, o más bien lo que parecía saber el inglés. El agente se levantó, y se retiró después de haber saludado a lord Wilmore, que por su parte le respondió con la gravedad y cortesía que son peculiares de los habitantes de su país.

    Lord Wilmore, después de haber oído cerrar la puerta de la calle habiendo dado paso al agente, entró en su gabinete donde en menos de dos minutos desaparecieron sus cabellos rubios, sus patillas rajas y su cicatriz, para dar lugar a los cabellos negros, a la blanca tez y los dientes de perla del conde de Montecristo. Verdad es que tampoco fue el enviado del prefecto de policía quien entró en casa de Villefort, sino el señor de Villefort en persona. El procurador del rey quedó algo tranquilizado con esta doble visita que nada le había revelado de seguro, pero que, sin embargo, le hizo dormir con algún sosiego después de la comida de Auteuil.
     
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    DESAFÍO AL OTOÑO

    Soñar es ver la vida de otro modo,
    y es olvidar un poco lo que es.
    Un sueño es casi nada y más que todo;
    más que todo al soñarlo... Casi nada después.


    José Ángel Buesa
     
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    DEVOCIONARIO (POEMA 257)

    Vengo creyendo en la pasión onírica
    como un tierno regalo de las hadas.
    Me han dicho: Usted escriba de lo real.
    Yo nunca le hice caso a los dogmáticos.
    Le hice caso a mis sueños más rebeldes;
    es decir, le hice caso a mis insomnios.


    David Escobar Galindo
     
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    David Escobar Galindo


    David Escobar Galindo (4 de octubre de 1943) es un poeta, novelista y jurista salvadoreño nacido en Santa Ana, El Salvador. Es Doctor en Jurisprudencia y Ciencias Sociales, graduado de la Universidad de El Salvador, Fundador y Rector de la Universidad "Dr. José Matías Delgado", y columnista habitual del diario La Prensa Gráfica. Entre 1990 y 1992 participó en la Comisión gubernamental negociadora del proceso de paz que puso fin a la Guerra Civil de El Salvador.

    Es miembro de número de la Academia Salvadoreña de la Lengua; ganador de los Juegos Florales de Quezaltenango, Guatemala en la rama de Poesía en 1980,1981 y 1983; y ha sido nombrado Hijo Meritísimo de la Ciudad de Santa Ana.

    Es considerado uno de los autores más prolijos y reconocidos de la literatura salvadoreña. Su obra publicada comprende los poemarios Cornamusa (1975), El Libro de Lilian (1976), Sonetos penitenciales (1980), Árbol sin Tregua (1996), Oración en la Guerra (1989) El venado y el colibrí (1996) y la novela Una Grieta en el Agua (1972). Además ha preparado varias antologías poéticas como El Árbol de Todos, Lecturas Hispanoamericanas (1979) y Páginas Patrióticas Salvadoreñas (198:icon_cool:.




    DEVOCIONARIO (POEMA 14:icon_cool:

    Estoy sentado frente a un vaso de agua.
    Es igual que sentarse ante un océano.
    La eternidad se ahoga en una gota,
    pero el tiempo es un pálido velero.
    Sentado en popa miro el sol que nace.
    Sentado en proa miro el sol que muere.


    David Escobar Galindo
     
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    Alejandro Dumas (Padre)
    El Conde de Montecristo

    Cuarta Parte


    Capítulo sexto

    El baile

    El verano había llegado a su punto más caluroso cuando llegó el sábado designado para el baile del señor de Morcef.

    Eran las diez de la noche: los corpulentos árboles del jardín de la casa del conde se destacaban vivamente sobre un cielo en que se deslizaban, mostrando un inmenso manto azul sembrado de estrellas doradas de oro, los últimos vapores de una tempestad que había rugido amenazadora durante todo el día.

    En los salones del piso bajo se oía una música estrepitosa; sucedíanse los valses a los galopes, mientras numerosas y deslumbradoras ráfagas de luz penetraban en el jardín a través de las persianas.

    En este momento, el jardín estaba a merced de una docena de criados, a los que la dueña de la casa, tranquilizada en cuanto al tiempo, cada vez más sereno, había dado orden de disponer la mesa para la cena.

    Hasta entonces se vacilaba entre cenar en el comedor o debajo de una larga tienda de cutí que se había erigido en una verdadera alameda. Aquel hermoso cielo sembrado de estrellas acababa de decidir el pleito en favor de la tienda y de la alameda.

    Las calles del jardín se habían iluminado con faroles de colores, como se acostumbra en Italia, y estaban cargando de bujías y de flores la mesa, como se hace en todos los países donde se comprende un poco este lujo de mesa, el más raro de todos cuando se le quiere completo.

    Cuando la condesa de Morcef entró en los salones, después de dar sus últimas órdenes, empezaban éstos a llenarse de convidados atraídos más por la encantadora hospitalidad de la condesa de Morcef, que por la posición distinguida del conde; porque todos estaban seguros de antemano de que aquella fiesta ofrecería algunos detalles dignos de ser contados.

    La señora Danglars, a quien los sucesos de que hemos hablado habían inspirado profundas inquietudes, vacilaba en ir a casa de la señora de Morcef, cuando se encontró por la mañana su carruaje con el del señor de Villefort. Villefort le hizo una seña, los dos carruajes se habían acercado, y a través de las portezuelas entablaron el siguiente diálogo:

    -Vais a casa de la señora de Morcef, ¿no es verdad? -preguntó el procurador del rey.

    -No -respondió la señora Danglars-, me encuentro aún muy afectada.

    -Hacéis mal -repuso Villefort con una mirada significativa-, sería importante que os viesen en ella.

    -¡Ah! ¿Lo creéis así? -preguntó la baronesa.

    -Sí.

    -En tal caso, iré.

    -¿Qué queréis decir?

    -Quiero decir que esto marcha muy bien -repuso el vizconde riendo-, y que ya me han preguntado diecisiete veces por él; ¡diablo con el conde... !, ya le daré mi parabién.

    -¿Y a todo el mundo respondéis lo mismo que a mí?

    -¡Ah!, tenéis razón, aún no os he respondido, tranquilizaos, señora; tendremos aquí esta noche al hombre de moda, somos de sus privilegiados.

    -¿Estabais ayer en la ópera?

    -No.

    -Pues él estaba.

    -Sí..., el excéntrico conde hizo alguna de sus originalidades.

    -¿Puede acaso prescindir de ellas? Essler bailaba en «El Diablo enamorado»; la princesa griega estaba deslumbrante. Después de la Cachucha, ató una magnífica sortija a un ramillete, y lo arrojó a la encantadora bailarina, que en el tercer acto se presentó para darle las gracias con su sortija en un dedo. ¿Y vendrá también su princesa griega?

    -No, no vendrá; su posición en casa del conde no se conoce aún a punto fijo.

    -Mirad, dejadme; id a saludar a la señora de Villefort -dijo la baronesa-; veo que está deseando hablaros.

    Alberto saludó a la señora de Danglars, se dirigió a la de Villefort, que abrió la boca a medida que se acercaba.

    -Apostaría -dijo Alberto interrumpiéndola- a que sé lo que me vais a preguntar.

    -Me parece que no -dijo la señora de Villefort.

    -¿Me lo confesaréis si lo adivino?

    -Sí.

    -¿Palabra de honor?

    -Palabra de honor.

    -Ibais a preguntarme si había entrado el conde de Montecristo, o si vendría.

    -No era eso. No me ocupo de él en este momento. Os iba a preguntar si habíais recibido noticias del señor Franz.

    -Sí, ayer.

    -¿Qué os decía?

    -Que salía para París al mismo tiempo que su carta.

    -Decidme, pues, ahora, ¿y el conde?

    -El conde vendrá, tranquilizaos.

    -¿Sabéis que tiene otro nombre, además de Montecristo?

    -Lo ignoraba.

    -Montecristo es un nombre de isla, y él tiene un nombre de familia.

    -No lo he oído pronunciar.

    -¡Pues bien! Yo estoy más enterada que vos; se llama Zaccone.

    -Es posible.

    -Es maltés.

    -Muy posible también.

    -Hijo de un armador.

    -¡Oh!, os aseguro que debíais referir esas cosas en voz alta, tendríais el éxito más feliz.

    -Ha servido en la India, explota en la Tesalia una mina de plata, y viene a París para abrir en Auteuil un establecimiento de aguas minerales.

    -¡Bien!, enhorabuena -dijo Morcef-, buenas noticias; ¿me permitís que las repita por ahí?

    -Sí, pero poco a poco, una a una, sin decir que yo os las he contado.

    -¿Por qué?

    -Porque es un secreto.

    -¿De quién?

    -De la policía.

    -Entonces esas noticias corrían...

    -Ayer noche, en casa del prefecto. Todo París se había conmovido, como sabéis, a la vista de ese lujo inusitado, y la policía obtuvo informes...

    -¡Bien...!, sólo les falta prender al conde como un vagabundo, so pretexto de que es demasiado rico.

    -A fe mía, os aseguro que eso le habría podido suceder, si los informes no hubieran sido tan favorables.

    -¡Pobre conde! ¿Y sospecha el peligro que ha corrido?

    -Creo que no.

    -Entonces es una obra de caridad advertírselo. En cuanto llegue, no dejaré de hacerlo.

    En este momento, un gallardo joven de ojos negros y vivos, de cabellos negros, de negro y lustroso bigote, fue a saludar respetuosamente a la señora de Villefort. Alberto le estrechó una mano.

    -Señora -dijo Alberto-, tengo el honor de presentaros al señor Maximiliano Morrel, capitán de spahis, uno de nuestros mejores y más distinguidos oficiales.

    -Ya he tenido el gusto de encontrar a este caballero en Auteuil en casa del conde de Montecristo -respondió la señora de Villefort, volviéndose con marcada frialdad.

    Esta respuesta, y sobre todo, el tono con que fue pronunciada, dejaron helado a Morrel; pero le estaba preparada una compensación; al volverse vio en el quicio de la puerta un hermoso y blanco rostro, cuyos ojos azules, dilatados y sin expresión aparente, se fijaban en él mientras el ramillete de jazmines subía lentamente a sus labios.

    Fue tan bien comprendido este saludo, que Morrel, con la misma expresión de mirada, acercó a su vez su pañuelo a la boca, y las dos estatuas vivas, cuyo corazón latía con tanta violencia bajo el mármol de su rostro, separadas por toda la longitud de la sala, se olvidaron un instante o más bien olvidaron el mundo en aquella muda contemplación.

    Habrían podido permanecer más tiempo de este modo, perdidas una en otra, sin que nadie notase su olvido de cuanto los rodeaba, pues... el conde de Montecristo acababa de entrar.

    Como hemos dicho anteriormente, el conde, fuese prestigio ficticio, fuese prestigio natural, llamaba la atención en todas partes donde se hallaba; no era su frac negro, sencillo y sin condecoraciones; no era su chaleco blanco sin ningún bordado; no era su pantalón, de cuyo botín salía un pie de la forma más delicada, los que llamaban la atención; eran, sí, su blanca tez, sus cabellos negros y rizados ligeramente, su rostro sereno y puro, sus ojos profundos y melancólicos, en fin, su boca dibujada con una delicadeza maravillosa, y que sabía tomar tan fácilmente la expresión del mayor desdén, lo que hacía fijar en él todas las miradas.

    Podía haber hombres más apuestos; pero seguramente no los habría más significativos (permítasenos esta expresión); todo en el conde quería decir algo y tenía su valor; porque la costumbre del pensamiento útil había dado a sus facciones, a la expresión de su rostro, y a sus gestos insignificantes, una flexibilidad y una firmeza incomparables.

    Y además, el mundo parisiense es tan raro, que no hubiera dado a esto ninguna importancia, si no hubiese habido debajo de todo ello una historia dorada por una inmensa fortuna.

    Finalmente, el conde se adelantó bajo el peso de las miradas y a través de los saludos, hasta la señora de Morcef, que estaba en pie delante de una chimenea; le había visto en un espejo que estaba frente de la puerta y se preparó a recibirle.

    Volvióse hacia él con una sonrisa encantadora, y en el momento en que se inclinaba delante de ella.

    Sin duda creyó que el conde le iba a hablar; sin duda el conde por su parte creyó que iba a dirigirle la palabra; pero ambos permanecieron mudos, y después de saludarse mutuamente, el conde de Montecristo se dirigió hacia Alberto, que corría hacia él con la mano abierta.

    -¿Habéis visto a mi madre? -preguntó Alberto.

    -Acabo de tener el honor de saludarla -dijo el conde-, pero no he visto a vuestro padre.

    -Vedle, allí está hablando, en aquel grupo de grandes celebridades.

    -¡Ah! -dijo Montecristo-, ¿aquellos señores que hay allí son celebridades? No sabía nada. ¿Y de qué género? Hay celebridades de toda especie, como sabéis.

    -Allí tenéis primeramente un gran sabio, aquel señor alto y flaco; ha descubierto en la campiña de Roma una especie de lagarto que tiene una vértebra más que los otros, y ha venido a participar este descubrimiento al Instituto. Al principio hubo sus disputas. La vértebra causó mucha sensación en el mundo erudito; el señor alto y flaco no era más que caballero de la Legión de Honor y le nombraron oficial.

    -¡Enhorabuena! -dijo Montecristo-, esa es una cruz perfectamente merecida; entonces, si encuentra una segunda vértebra ¿le harán comendador?

    -Es probable -dijo Morcef.

    -¿Y aquel otro que ha tenido la feliz ocurrencia de ponerse un frac azul bordado de verde, quién podrá ser?

    -La ocurrencia no fue de él, sino de la República, la cual, como sabéis, era tan poco artista que, queriendo dar un uniforme a los académicos, suplicó a David que les dibujase un traje.

    -¡Ah, ya! -dijo Montecristo-. ¿Conque ese caballero es un académico?

    -Hace ocho días que forma parte de la docta corporación.

    -¿Y cuál es su mérito, su especialidad?

    -¿Su especialidad? Yo creo que introduce alfileres en la cabeza de los conejos, que hace comer rubia a las gallinas y yo no sé cuántos otros méritos.

    -¿Y por eso ha de pertenecer a la Academia de Ciencias?

    -No, a la Academia Francesa.. .

    -Pero ¿qué tiene que ver con eso la Academia Francesa?

    -Voy a deciros, parece...

    -Que sus experimentos han fomentado sin duda el progreso de la ciencia.

    -No, pero escribe en muy buen estilo.

    -¡Oh! -dijo Montecristo-, eso debe lisonjear soberanamente el amor propio de los conejos en cuyas cabezas introduce alfileres, a las gallinas cuyos huevos tiñe de encarnado, y, etc...

    Alberto soltó una carcajada.

    -¿Y aquel otro? -inquirió el conde.

    -¿Aquel otro?

    -Sí, el tercero.

    -¡Ah!, el del frac azul.

    -Eso es.

    -Ese es un colega del conde, el que tan encarnizadamente se opuso a que la cámara de los Pares tenga uniforme; ha tenido un gran éxito de tribuna respecto a este punto: se dice que le van a nombrar embajador.

    -¿Y cuáles son sus méritos?

    -Ha escrito dos o tres óperas bufas; ha adquirido cuatro o cinco acciones en el Siècle, y ha votado cinco o seis veces con el ministerio.

    -¡Bravo!, vizconde -dijo Montecristo riendo-, sois un cicerone encantador: ahora me haréis un favor, ¿no es cierto?

    -¿Cuál?

    -No me presentaréis a esos señores, y si os lo piden, me avisaréis.

    En este momento el vizconde sintió que alguien apoyaba la mano en su brazo, se volvió y vio a Danglars.

    -¡Ah! ¡Sois vos, barón! -dijo.

    -¿Por qué me llamáis barón? -dijo Danglars-; bien sabéis que no use mi título. No soy como vos, vizconde, vos lo usáis, ¿no es verdad?

    -Desde luego -respondió Alberto-, porque si no fuese vizconde no sería nada, mientras que vos, aunque sacrifiquéis vuestro título de barón, siempre quedaréis millonario.

    -Ese título me parece el más hermoso, en estos tiempos por lo menos -dijo Danglars.

    -Por desgracia -dijo Montecristo- no dura tanto ese título como el de barón, el de par de Francia o el de académico; díganlo si no los millonarios de Franck y Polmaun, de Francfort, que acaban de quebrar.

    -¿Cómo? -dijo Danglars palideciendo.

    -Esta tarde he recibido la noticia; yo tendría aproximadamente un millón en su casa; pero, habiendo sido avisado a tiempo, exigí el reembolso hará un mes.

    -¡Ah! ¡Dios mío! -dijo Danglars-, por lo menos me hacen perder doscientos mil francos.

    -Pero ya estáis avisado, su firma vale un cinco por ciento.

    -Sí, pero avisado demasiado tarde -dijo Danglars-, he hecho honor a su firma.

    -¡Bueno! -dijo Montecristo-, juntando esos doscientos mil francos con...

    -¡Chist!, ¡silencio! -dijo Danglars-, no habléis de esas cosas -y acercándose a Montecristo...-, sobre todo delante de Cavalcanti hijo -añadió el banquero, que al pronunciar estas palabras se volvió sonriendo hacia el joven.

    Morcef se separó del conde para ir a hablar con su madre.

    Danglars le dejó también para ir a saludar a Cavalcanti hijo.

    Montecristo se quedó solo un instante.

    El calor era excesivo. Los criados circulaban por los salones con bandejas cargadas de dulces, frutas y helados.

    Montecristo se enjugó con su pañuelo el rostro bañado en sudor; pero se retiró cuando el criado le presentó una bandeja y no tomó nada para refrescarse.

    La señora de Morcef no perdía de vista a Montecristo. Vio pasar la bandeja sin que tomase nada de ella; también observó el movimiento que hizo cuando el criado le presentó la bandeja.

    -Alberto -dijo-, ¿no habéis reparado en una cosa?

    -¿Qué es ello, madre mía?

    -Que el conde no acepta la comida en casa del señor de Morcef.

    -Sí, pero aceptó el almuerzo en mi casa, puesto que por ese almuerzo hizo su entrada en el mundo.

    -Vuestra casa no es la del conde -murmuró Mercedes-, y desde que está aquí, no le pierdo de vista.

    -¿Y qué?

    -Que no ha tomado nada.

    -El conde es muy sobrio.

    Mercedes se sonrió tristemente.

    -Acercaos a él, y a la primera bandeja que pase, insistid.

    -¿Por qué motivo, madre mía?

    -Hacedme ese favor, Alberto -dijo Mercedes.

    Alberto besó la mano de su madre y fue a colocarse junto al conde.

    Pasó otra bandeja cargada como las precedentes: Alberto insistió aún, tomó un helado y se lo presentó, pero rehusó obstinadamente.

    Alberto volvió al lado de su madre; la condesa estaba muy pálida.

    -¡Y bien! -dijo-, ya veis como no ha querido tomar nada.

    -Sí, ¿pero por qué os preocupa esto tanto?

    -Bien lo sabéis, Alberto; las mujeres somos muy singulares. Hubiera visto con placer tomar al conde algo en mi casa, aunque no fuese más que un grano de granada. Quizá no esté al corriente de las costumbres francesas, tal vez tiene preferencia por alguna cosa.

    -¡Oh!, no, no, yo le he visto en Italia comer de todo; sin duda está indispuesto esta noche.

    -¡Oh!, tal vez -dijo la condesa-, como ha habitado siempre climas ardientes, es menos sensible que cualquier otro al calor.

    -No lo creo así, porque se quejaba de que se ahogaba de calor, y preguntaba por qué no han abierto las celosías, puesto que han abierto las ventanas.

    -En efecto -dijo Mercedes-, ése es un medio de asegurarme si esa abstinencia es algo premeditado o no.

    Y salió del salón.

    Un instante después, las persianas se abrieron y a través de los jazmines que rodeaban las ventanas, pudo verse todo el jardín iluminado con linternas, y la cena servida debajo de una tienda.

    Los bailadores y los jugadores lanzaron un grito de alegría; todos aquellos pulmones medio sofocados aspiraban con delicia el aire que entraba en abundancia.

    Al momento volvió a entrar Mercedes más pálida que había salido, pero con la seriedad que era de notar en ella en ciertas circunstancias. Se dirigió al grupo en medio del cual se hallaba su marido.

    -No encadenéis a estos señores, señor conde -dijo-; preferirán tal vez respirar el aire del jardín a ahogarse aquí.

    -¡Ah!, señora -dijo un viejo general muy galante-, no creo que iremos solos al jardín.

    -Bien-dijo Mercedes-, yo voy a daros el ejemplo.

    Y dirigiéndose a Montecristo:

    -Señor conde --dijo-, hacedme el honor de ofrecerme vuestro brazo.

    El conde vaciló al oír estas sencillas palabras; después miró a Mercedes un momento, rápido como el relámpago, y sin embargo, este momento fue un siglo para la condesa, tantos pensamientos reflejaba aquella mirada.

    Ofreció su brazo a la condesa; ella apoyó ligeramente en él su pequeña mano, y los dos bajaron una de las escaleras limitada a un lado y a otro por heliotropos y camelias.

    Detrás de ellos y por otra escalera, se lanzaron al jardín, con estrepitosas exclamaciones de alegría, unos veinte convidados.

    La señora de Morcef entró con su compañero debajo de una bóveda de follaje; era un paseo de tilos en dirección a un invernadero.

    -Hacía mucho calor en el salón, ¿no es verdad, señor conde? -dijo.

    -Sí, señora, y vuestra idea de abrir las puertas y las ventanas ha sido excelente.

    Al decir estas palabras, el conde notó que la mano de Mercedes temblaba.

    -Pero vos -dijo-, con ere vestido tan ligero y con el cuello al aire, tendréis frío, sin duda.

    -¿Sabéis adónde os llevo? -dijo la condesa, sin responder a la pregunta de Montecristo.

    -No, señora -dijo éste-, pero ya veis que no hago ninguna resistencia.

    -Al invernadero, que está al final del paseo que seguimos.

    El conde miró a Mercedes como para interrogarla; pero ella siguió su camino sin decir nada, y Montecristo permaneció callado. Llegaron al lugar indicado, lleno de flores y frutas magníficas, que desde el principio de julio, llegaban a su madurez bajo aquella temperatura calculada siempre para reemplazar el calor del sol. La condesa soltó el brazo de Montecristo y fue a coger de una parra un racimo de uva moscatel.

    -Tomad, señor conde -dijo con una triste sonrisa, tan triste que casi asomaron dos lágrimas a sus párpados-; tomad, ya sé que nuestros racimos de Francia no son comparables a los de Sicilia o a los de Chipre, más espero que seréis indulgente con nuestro pobre sol del Norte.

    El conde se inclinó y dio un paso atrás.

    -¿Me despreciáis? -dijo Mercedes con voz temblorosa.

    -Señora -dijo Montecristo-, os suplico que me disculpéis, pero no como nunca moscatel.

    Mercedes dejó caer el racimo, suspirando. Un precioso albaricoque colgaba de un árbol próximo, calentado lo mismo que la parra, por aquel calor artificial del invernadero. Mercedes se acercó a la fruta y la cogió.

    -Tomad entonces ere albaricoque -dijo.

    Pero el conde hizo el mismo ademán negativo.

    -¡Oh!, ¡tampoco! -dijo con un acento tan doloroso que evidentemente ahogaba un gemido-; en verdad tengo desgracia.

    Un largo silencio siguió a esta escena; el albaricoque, lo mismo que el racimo de uvas, rodó por la arena.

    -Señor conde -repuso Mercedes mirando a Montecristo con ojos suplicantes-, hay una tierna costumbre árabe que hace eternamente amigos a los que han comido el pan y la sal juntos bajo el mismo techo.

    -Lo sé, señora -respondió el conde-; pero estamos en Francia y no en Arabia, y en Francia ni se parten el pan y la sal, ni hay amistades eternas.

    -Pero, en fin -dijo la condesa, palpitante, y con los ojos fijos en el conde de Montecristo, cuyo brazo estrechó convulsivamente entre sus manos-; somos amigos, ¿no es verdad?

    Toda la sangre se agolpó al corazón del conde, que se quedó pálido como la muerte, subiendo después del corazón a la garganta, invadió sus mejillas y sus ojos se abrieron desorbitadamente durante algunos segundos.

    -Claro que somos amigos, señora -replicó-; ¿por qué no habíamos de serlo?

    Este tono estaba tan lejos de ser el que deseaba la señora de Morcef que se volvió para dejar escapar un suspiro que más bien parecía un gemido.

    -Gracias -dijo.

    Y empezó a andar.

    Dieron una vuelta al jardín sin pronunciar una palabra.

    -Caballero -exclamó de repente la condesa después de diez minutos de paseo silencioso-, ¿es verdad que habéis visto y viajado tanto, que tanto habéis sufrido?

    -Es verdad, señora, he sufrido mucho -respondió Montecristo.

    -¿Sois feliz ahora?

    -Sin duda -respondió el conde-, puesto que nadie me oye quejarme.

    -¿Y os dulcifica el alma vuestra felicidad presente?

    -Mi felicidad presente iguala a mi miseria pasada -dijo el conde.

    -¿No estáis casado? -inquirió la condesa.

    -¡Yo casado! -respondió Montecristo estremeciéndose-, ¿quién ha podido deciros tal cola?

    No me lo han dicho, pero muchas veces os han visto conducir a la ópera a una hermosísima joven.

    -Es una esclava que he comprado en Constantinopla, señora; una hija de príncipe a quien miro como hija mía, porque no me liga al mundo ningún otro vínculo.

    -¿De modo que vivís solo?

    -Solo.

    -¿No tenéis hermana..., hijo..., padre?

    -No tengo a nadie en el mundo.

    -¿Cómo podéis vivir así, sin nada que os haga apreciar la vida?

    -No es culpa mía, señora. En Malta amé a una joven; estaba a punto de casarme cuando vino la guerra, y me arrastró lejos de ella como un torbellino. Yo había creído que me amaría bastante para esperarme, para serme fiel aun después de la muerte. Cuando volví, estaba casada. Esta es la historia de todo hombre que ha pasado por la edad de veinte años. Quizá tenía yo el corazón más débil que otro cualquiera, y he sufrido más que otros en mi lugar.

    Continua
     
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    Re: ... de poetas, cuentos y leyendas

    El que lee escribe. Escribe y reescribe al leer lo que lee. Destroza y derrumba lo que lee, porque eso en cierta forma se llama interpretar, adecuar, acomodar. El que lee destruye lo escrito a medida que lo va leyendo y casi simultáneamente lo tipea en su cerebro, en su intelecto, a su manera. El que lee decodifica continuamente lo que lee para entenderlo y comprenderlo y si no le gusta o no entiende lo que lee lo tritura, lo reprocesa y lo arma otra vez y de otra manera que le sirva. Entonces... ¿sirve escribir? Sí, por supuesto que sirve, porque algo siempre queda y algo siempre le gusta al que lee. Lo que me pregunto es si sirve de manera didáctica, si sirve para hacer y hacerse entender, si sirve para que el que escribe se explique y explique lo que tenía en la cabeza… porque no es un secreto, el que escribe se va explicando y va explicando para tratar de entender lo que acaso nunca escribió. El que escribe tira de sus pensamientos, los baja al corazón, los imprime, los plasma y los dibuja con firuletes llamados letras para luego leer y entenderse. ¿El que escribe logra en algún momento entender lo que escribió? ¿El que escribe destruye y demuele lo que escribió al leerlo como el que lee? Tal vez lo que escribo parezca un trabalenguas o un intríngulis, y en cierta forma sí lo es. Es un misterio y nunca creo que podamos saber qué es lo que finalmente queda en el papel. Qué es lo que el que lee lee y que es lo que el que escribe trató de escribir. El escritor pulsea y lucha con la lapicera o con los botones para hacerse entender y luego reza para que el lector lo destruya y lo reescriba lo menos posible. El lector es a veces piadoso y trata de entender sin cambiar las palabras, sin destruir y sin disentir hasta que termina de leer lo escrito. ¡Atención!, muchísimas veces el que escribe tiene suerte porque el que lee embellece lo que lee, lo mejora y lo readapta a beneficio del que escribe.

    ¿Se dieron cuenta de la desesperación que emana a veces el que escribe? Muchas veces leo, sobre todo en diarios, columnas, escritos, editoriales e informes que chorrean ansiedad, sangre y sudor. Palabras que luchan entre sí, que se enredan, que se contradicen, que se autorizan y se desautorizan. Palabras que se empujan y se codean como si una quisiera estar antes de la otra. Frases que gritan y se desgañitan. Frases que tienen un altoparlante en la mano pegado al oído del lector para gritarles hasta hacerles volar el cerebro, limpiarlo de ideas para luego instalarse como nueva frase. Hay escritos desesperados que ruegan y reclaman ser entendidos y sobre todo obedecidos: “¡Hagan esto urgente!”, gritan los escritos como si quisieran que todo la manada adhiera para que el mundo no se acabe o para tener un mundo mejor. Hay escritos y escritores que sacuden y zamarrean desesperadamente a los lectores para que los sigan, para que confíen en ellos y en los escritos ciegamente. Hay lectores y lecturas que hacen esto y se tiñen lentamente del color del escritor y del escrito, eso pasa muchas veces en la sección de política, por ejemplo, cuando el lector es convencido no como sinónimo de lavado de la cabeza, sino como sinónimo de haberle explicado bien las cosas.

    ¿Para qué lee el que lee? ¿Porque está aburrido? ¿Por qué quiere entender algo? ¿Por qué está solo? Muchas veces el que lee lee porque está enojado y quiere entender, quiere que alguien le explique urgente lo que no entiende, quiere que alguien lo acompañe en su soledad de no entender, ya sea la vida, una traición, un amor, un decreto de un diputado.

    También sucede muchas veces que el escritor está enojado o aburrido… y por qué no solo, y por eso escribe. Escribir y leer son casi la misma cosa. Escribir y leer son cosas totalmente distintas. Escribir y leer son a veces un baile que se va desarrollando en cámara lenta desde que el escritor va tramando las palabras, las imprime, las registra, el papel se desprende de las manos del que escribe, inicia su viaje al lector y el lector empieza a leer. Miles de lectores leen lo que uno solo escribió y al final del día las opiniones de esos miles son millones. El escrito se multiplica, se reproduce, a veces se alarga, se le producen apéndices, posdatas, epígrafes, aclaraciones. El escrito renace, pare otro escrito, florece y se abre en la cabeza del lector transformándose en otro escrito, con otra intención, con otra entidad… un escrito que nunca quiso ser escrito, pero el que lee logra estos fenómenos.

    Las millones de opiniones, los millones de corazones, los millones de cerebros y de almas a los que llegan los escritos son culpables de su deformación y de su nueva intención en muchos casos, sea para mejor o para peor esto es inevitable.

    Los malentendidos se producen todo el tiempo, hay millones de malos entendidos por segundo. Hay millones de mensajes mal recibidos por segundo y también hay millones de escritores y lectores que trabajan y se esfuerzan por entender y hacerse entender.

    Me llena de esperanza que siga habiendo escritos, escritores, lectores y lecturas; eso significa que estamos tratando de hacernos entender, estamos tratando de salvarnos mutuamente. Me llena de esperanza ver a alguien escribiendo y ver a alguien leyendo. Me alegra y me emociona el acto de leer y de escribir. Aplaudo al que escribe, me pongo de pie ante el que lee, a lo mejor algún día ocurre un milagro y todos nos hacemos entender. A lo mejor algún día todo se aclara, el que lee entiende y el que escribe se hace entender. Me conmueve ver diarios, revistas, libros, cartas, papelitos, grafittis, mensajes, textos, mails y palomas mensajeras que todos los días y a cada minuto van y vienen, se cruzan, corren y vuelan para comunicar al que lee con el que escribe y viceversa. Me aterra el malentendido, la destrucción del lector, lo que el que lee reescribe. Me da pánico que el que lee escriba otra cosa, otra idea. Me aterra que el que lee haga de mí un nuevo ser, una nueva persona, un nuevo escritor. Me angustia que el que lee tenga una idea errónea y desprenda sus propias palabras de mi pluma. Que me haga de una idea nueva, que me reconstruya y que me haga de principios o ideales que no tengo.

    Me tranquiliza no tener control sobre eso, me calma y me relaja no saber quién es el que lee. Tiemblo también porque muchas veces quiero matar al que leo, porque lo que leo no me gusta. Tengo miedo de que me toquen la puerta, me muestren el escrito, me digan que no les gusta y me peguen un tiro. Pero eso está fuera de mi control y me tranquiliza. Releo lo que escribo y estoy nervioso. Me tranquilizo. Tal vez el que lo lee lo disfruta y le gusta. Tal vez el que lo lee desconfía de mi firma. Tal vez el que lo lee lo reescribe y nunca leyó lo que quise escribir.


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    Fernando Gabriel González Peña
    (31 de Enero de 1963-17 de junio de 2009)
     
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    clause Claudia

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    Re: ... de poetas, cuentos y leyendas

    Alejandro Dumas (Padre)
    El Conde de Montecristo

    Cuarta Parte
    Capítulo sexto

    El baile
    Continuacion
    La condesa se detuvo un momento, como si hubiese tenido necesidad de ello para respirar.

    -Sí -dijo-, y os ha quedado en el corazón ese amor..., no se ama verdaderamente más que una vez..., ¿y habéis vuelto a ver a esa mujer?

    -Nunca.

    -¡Nunca!

    -No he vuelto al país donde ella vivía.

    -¿A Malta?

    -Sí, a Malta.

    -¿De modo que está en Malta?

    -Creo que sí.

    -¿Y le habéis perdonado lo que os ha hecho sufrir?

    -A ella sí.

    -Pero a ella solamente; ¿seguís odiando a los que os alejaron de su lado?

    -Yo no: ¿por qué había de odiarlos?

    La condesa se colocó frente a Montecristo y volvió a ofrecerle otro racimo de uvas.

    -Tomad -dijo.

    -No como nunca moscatel, señora -respondió Montecristo, como si fuera la primera vez que la condesa le hacía aquel ofrecimiento.

    La condesa arrojó las uvas contra la arena con un ademán lleno de desesperación.

    -¡Sois inflexible! -murmuró.

    Montecristo permaneció tan impasible como si aquella queja no hubiera sido dirigida a él.

    En este momento Alberto corría hacia ellos.

    -¡Oh!, ¡madre mía! -dijo-, una gran desgracia.

    -¿Qué ha sucedido? -preguntó la condesa como si después de un sueño se despertase y conociese la realidad-; ¡una desgracia!, en efecto, ¡muchas desgracias deben suceder!

    -Está aquí el señor de Villefort.

    -¿Y bien?

    -Viene a buscar a su mujer y a su hija.

    -¿Por qué?

    -Porque la señora marquesa de Saint-Merán ha llegado a París, ha traído la noticia de que el señor de Saint-Merán ha muerto al salir de Marsella, en la primera parada. La señora de Villefort, que estaba muy alegre, no quería comprender ni dar crédito a aquella desgracia, aunque su padre tomó algunas precauciones, todo lo adivinó; este golpe la aterró como si la hubiese herido un rayo, y cayó desmayada.

    -Y el señor de Saint-Merán, ¿qué es de la señorita de Villefort? -preguntó el conde.

    -Su abuelo materno. Venía para acelerar el casamiento de Franz y de su nieta.

    -¡Ah!, ya...

    -He aquí aplazada la boda. ¡Qué lástima que el señor de SaintMerán no fuese también abuelo de la señorita Danglars!

    -¡Alberto! ¡Alberto! -dijo la señora de Morcef con un tono de dulce reproche-, ¿qué decís? ¡Ah!, señor conde, vos, a quien él tiene tanta consideración, decidle que eso está mal.

    Y dio unos pasos hacia adelante.

    Montecristo la miró de un modo tan extraño y con una expresión tan pensativa y llena de una admiración tan afectuosa, que Mercedes se volvió.

    Cogióle entonces una mano mientras estrechaba la de su hijo, y mirándole exclamó:

    -Somos amigos, ¿no es verdad?

    -¡Oh!, vuestro amigo, señora; no aspiro a tanto; pero, en todo caso, soy vuestro más respetuoso servidor.

    La condesa se separó de ellos con el corazón tan lastimado y tan conmovido, que antes de haber andado diez pasos, el conde la vio acercarse su pañuelo a los ojos.

    -¿Cómo? ¿Os habéis disgustado con mi madre? -preguntó Alberto asombrado.

    El conde respondió:

    -Al contrario, puesto que acaba de decirme delante de vos que éramos amigos.

    Y volvieron al salón, del cual acababan de salir Valentina y el señor y la señora de Villefort.

    Excusado es decir que Morrel salió detrás de ellos.

    En efecto, tal como había dicho Alberto, acababa de desarrollarse en la casa de Villefort una lúgubre escena.

    Después de la partida de las dos mujeres para el baile, adonde por más que insistió la señora de Villefort, no pudo hacer que su marido la acompañase, el procurador del rey se había encerrado, como acostumbraba, en su despacho, adornado de estantes de libros que hubieran espantado a cualquier otro, pero que en sus tiempos apenas bastaban a satisfacer su apetito de hombre estudioso.

    Pero esta vez los libros eran inútiles, pues Villefort no se encerraba para estudiar, sino para reflexionar; y una vez cerrada la puerta y dada la orden de que no le incomodasen sino para asuntos de importancia, se sentó en un sillón y empezó a repasar otra vez en su memoria todo lo que, después de siete a ocho días, hacía derramarse la copa de sus sombríos pesares y de sus amargos recuerdos.

    Entonces, en vez de atacar a los libros amontonados en derredor suyo, abrió un cajón de su bufete, tocó un resorte y sacó una infinidad de cuadernos con sus notas personales, manuscritos preciosos, entre los cuales había clasificado y anotado con cifras, conocidas de él solo, los nombres de todos los que en su carrera política, en sus asuntos de intereses, en sus persecuciones o en sus misteriosos amores se habían hecho enemigos suyos.

    El número era formidable, y, sin embargo, todos aquellos hombres, por poderosos y terribles que fuesen, le habían hecho sonreírse más de una vez, como se sonríe el viajero que desde la elevada cumbre de la montaña mira a sus pies los agudos picachos, los caminos impracticables y los bordes de los precipicios, junto a los cuales ha tenido que caminar largo tiempo para llegar a ella.

    Cuando hubo repasado en su memorial todos estos nombres, cuando los hubo leído y vuelto a leer, estudiado y comentado, movió la cabeza a un lado y a otro.

    -No -murmuró-, ninguno de estos enemigos hubiera esperado con paciencia hasta este día para aniquilarme con su secreto. Algunas veces, como dice Hamlet, el ruido de las cosas más fuertemente escondidas sale de la tierra, y, como los fuegos fosforescentes, corren por el aire; pero son llamas que iluminan un instante. La historia habrá sido contada por el corso a algún sacerdote, que la habrá propalado a su vez. El señor de Montecristo la habrá sabido, y para enterarse...

    -¿Y para qué quería enterarse? -prosiguió el procurador del rey después de un instante de reflexión-; ¿qué interés puede tener el señor de Montecristo, señor Zaccone, hijo de un naviero de Malta, explotador de una mina de plata en Tesalia, que viene a Francia por primera vez, en saber un hecho sombrío, misterioso a inútil para él? De los informes incoherentes que me han proporcionado el abate Busoni y lord Wilmore, aquél amigo y éste enemigo, una sola cosa resulta a mis ojos clara, precisa, patente, y es que en ningún tiempo, en ningún caso, en ninguna circunstancia, ha podido haber el menor punto de contacto entre él y yo.

    Sin embargo, Villefort decía estas palabras sin creer él mismo lo que decía. Lo más terrible para él no era la revelación, porque podía negar o responder; le inquietaba poco aquel Mané, Thecel, Pharés, que aparecía de repente en letras de sangre en la pared; lo que le inquietaba era conocer el cuerpo a que pertenecía la mano que los había trazado.

    En el momento en que trataba de calmarse, y en que en lugar de aquel porvenir político que había visto algunas veces en sus sueños de ambición, se proponía un porvenir limitado al hogar doméstico, el ruido de un carruaje resonó en el patio; después oyó en la escalera los pasos de una persona de edad, y después gemidos y ayes que tan bien saben fingir los criados cuando quieren aparentar que participan del dolor de sus amos.

    Apresuróse a descorrer el cerrojo de su despacho, y al poco rato, sin anunciarse, una señora anciana entró en el mismo con su chal en el brazo y su sombrero en la mano. Sus cabellos canos descubrían una frente mate como el amarillento marfil, y sus ojos, cuyos ángulos había surcado de arrugas la edad, desaparecían casi bajo las lágrimas.

    -¡Oh, caballero! -dijo-; ¡ah, qué desgracia!, yo también me moriré; ¡oh, sí, estoy segura de que voy a morirme!

    Y cayendo sobre el sillón más próximo a la puerta rompió de nuevo a llorar.

    Los criados, en pie en el cancel, y no atreviéndose a ir más lejos, miraban al antiguo criado de Noirtier, que, habiendo oído ruido en la habitación de su señor, se mantenía detrás de los demás.

    Villefort se levantó y corrió hacia su suegra, pues era ella.

    -¡Oh, Dios mío!, señora -preguntó-, ¿qué ha ocurrido? ¿Por qué estáis tan desazonada? ¿Y por qué no os acompaña el señor de Saint-Merán?

    -El señor de Saint-Merán ha muerto -dijo la anciana marquesa sin preámbulos, y con una especie de estupor.

    Villefort dio un paso atrás, y dando una palmada:

    -¡Muerto! -murmuró-, ¡muerto..., así..., súbitamente!

    -Hace ocho días -continuó la señora de Saint-Merán-, subimos juntos al carruaje después de comer. El señor Saint-Merán padecía muchísimo desde hacía algunos días; sin embargo, la idea de ver a mi querida Valentina le animaba, y a pesar de sus dolores quiso partir, cuando a seis leguas de Marsella se apoderó de él, después de haber tomado sus pastillas habituales, un sueño tan profundo que no me parecía natural; sin embargo, yo no quería despertarle, cuando me pareció que su rostro se amorataba, que las venas de sus sienes latían con más violencia que de costumbre. Como había anochecido, yo no veía casi nada y le dejé dormir; al poco rato lanzó un grito sordo y desgarrador, como el de un hombre que sufre en sueños, y dejó caer bruscamente su cabeza hacia atrás. Llamé al camarero, hice parar al postillón, llamé al señor de Saint-Merán, le hice respirar mi frasco de esencias; todo había acabado, estaba muerto, y al lado de su cadáver llegué a Aix.

    Villefort quedó estupefacto.

    -¿Y llamasteis a un médico, seguramente?

    -En seguida; pero como os he dicho, era demasiado tarde.

    -Sin duda; pero, al menos, podía conocer de qué enfermedad había muerto.

    -¡Oh!, sí, señor, me lo dijo; según parece fue una apoplejía fulminante.

    -¿Y entonces, qué hicisteis?

    -El señor de Saint-Merán había dicho siempre que si moría lejos de París, deseaba que su cuerpo fuese conducido al panteón de la familia. Yo hice colocarle en un ataúd de plomo y le precedo sólo algunos días.

    -¡Oh! Dios mío, ¡pobre madre! -dijo Villefort-; ¡semejantes preocupaciones después de tal golpe..., y a vuestra edad!

    -Dios me dio fuerzas hasta el fin; por otra parte él hubiera hecho por mí lo que yo hago por él. Es verdad que desde que le dejé, creo que estoy loca. No puedo llorar, ¿dónde está Valentina, caballero? Por ella es por quien veníamos. Quiero verla.

    Villefort pensó que sería espantoso responder que la joven se encontraba en un baile; dijo solamente a la marquesa que su nieta había salido con su madrastra, y que la avisarían en seguida.

    -Al instante, caballero, al instante, os lo suplico -dijo la anciana.

    Villefort tomó del brazo a la señora de Saint-Merán y la condujo a su habitación.

    -Descansad -dijo-, madre mía.

    La marquesa levantó la cabeza al oír esta palabra, y al ver a aquel hombre que le recordaba a su tan llorada hija, rompió a llorar de nuevo y cayó de rodillas en un sillón, donde sepultó su venerable cabeza.

    Villefort la recomendó a los cuidados de las doncellas, mientras el viejo Barrois subía asustado al cuarto de su amo, porque nada intimida tanto a los ancianos como la muerte, que se aparta un instante de su lado para herir a otro anciano.

    Mientras la señora de Saint-Merán, todavía arrodillada, oraba en el fondo de su corazón, Villefort envió a buscar un coche de alquiler,

    y fue él mismo a casa de la señora de Morcef a recoger a su mujer y a su hija para traerlas a casa.

    Tan pálido estaba cuando se presentó en la puerta del salón, que Valentina corrió hacia él, exclamando:

    -¡Oh!, padre mío, ¿ha sucedido alguna desgracia?

    -Acaba de llegar vuestra abuela, Valentina --dijo el señor de Villefort.

    -¿Y mi abuelo? -preguntó la joven temblando.

    El señor de Villefort no respondió sino ofreciendo el brazo a su hija.

    Lo hizo a tiempo, pues Valentina, sobrecogida de vértigo, vaciló y estuvo a punto de caerse; la señora de Villefort se apresuró a sostenerla, y ayudó a su marido a conducirla a su carruaje, diciendo:

    -¡Qué extraño es eso! ¿Quién lo hubiera sospechado? ¡Oh!, sí, sí; es muy extraño.

    Y toda esta desolada familia desapareció así, comunicando la tristeza como un velo negro al resto de los convidados.

    Al pie de la escalera, Valentina encontró a Barrois esperándola.

    -El señor Noirtier desea veros esta noche -dijo en voz baja.

    -Decidle que iré en cuanto salga del cuarto de mi abuelita -dijo Valentina.

    Con la delicadeza de su alma, la joven había comprendido que quien tenía necesidad de ella entonces era la señora de Saint-Merán.

    Halló acostada a su abuela; mudas caricias, gemidos, suspiros ahogados, lágrimas ardientes, tales fueron los detalles que se pueden contar de esta entrevista a la que asistía del brazo de su marido la señora de Villefort, llena de respeto, en la apariencia, hacia la pobre viuda.

    Al cabo de un instante, se inclinó hacia su marido y le dijo al oído:

    -Con vuestro permiso, es mejor que yo me retire, porque mi presencia parece afligir aún más a vuestra suegra.

    La señora de Saint-Merán la oyó.

    -Sí, sí -dijo a Valentina también al oído- que se vaya, pero quédate tú; sí, quédate.

    Salió la señora de Villefort y Valentina se quedó sola junto a la cama de su abuela, porque el procurador del rey, consternado con aquella muerte imprevista, siguió a su mujer.

    Entretanto, Barrois había subido por primera vez al cuarto de Noirtier; éste había oído todo el ruido que había en la casa, y envió a su criado a que se informase.

    A su vez, aquellos ojos tan vivos y sobre todo tan inteligentes, interrogaron al mensajero.

    -¡Ay!, señor -dijo Barrois-, acaba de ocurrir una tremenda desgracia. La señora de Saint-Merán ha llegado y su marido ha muerto.

    El señor de Saint-Merán y Noirtier no habían estado nunca unidos por los lazos de una gran amistad; no obstante, ya se sabe el efecto que produce siempre en un anciano el anuncio de la muerte de otro.

    Noirtier dejó caer la cabeza sobre el pecho como un hombre abatido o pensativo, y después cerró un ojo solo.

    -¿La señorita Valentina? -dijo Barrois.

    Noirtier hizo señas afirmativas.

    -Está en el baile, el señor lo sabe bien, puesto que vino a despedirse de vos con su precioso vestido.

    Noirtier cerró de nuevo el ojo izquierdo.

    -Sí, ¿queréis verla?

    El anciano hizo ver que esto era lo que deseaba.

    -Entonces, voy a buscarla, estará sin duda en casa del señor de Morcef; la esperaré hasta que salga, le diré que queréis hablarle, ¿no es esto?

    -Sí -respondió el paralítico.

    Barrois esperó que volviese Valentina, y como hemos visto, le comunicó el deseo de su abuelo.

    Valentina subió, pues, al cuarto de Noirtier cuando salió de las habitaciones de la señora de Saint-Merán, que aún muy agitada, sucumbió a la fatiga y quedóse dormida con un sueño febril.

    Habían acercado al alcance de su brazo una mesita, sobre la que había un gran jarro de naranjada y un vaso.

    Como hemos dicho, la joven subió al cuarto del señor Noirtier tan pronto como abandonó la estancia de la marquesa.

    Valentina abrazó al anciano, que la miró con tanta ternura, que la joven sintió de nuevo anegarse sus ojos en lágrimas.

    El anciano insistía con su mirada.

    -Sí, sí -dijo Valentina-, tú quieres decir que todavía me queda un abuelo, ¿no es verdad?

    El anciano respondió que esto era justamente lo que quería decir.

    -¡Ay! -repuso Valentina-, a no ser así, ¿qué sería de mí ?

    Era la una de la madrugada. Barrois, que deseaba acostarse, hizo observar que después de una noche tan dolorosa, todo el mundo tenía necesidad de reposo. El anciano no quiso decir que el reposo suyo era ver a su nieta. Despidió a Valentina a quien efectivamente el dolor y la fatiga daban un aire de sufrimiento.

    Al día siguiente, al entrar a ver a su abuela, encontró a ésta en la cama; la fiebre no se había calmado; al contrario, un fuego sombrío brillaba en los ojos de la anciana marquesa, y parecía poseída de una violenta irritación nerviosa.

    -¡Oh, Dios mío!, mamá, ¿sufrís mucho? -exclamó Valentina percibiendo todos estos síntomas de agitación.

    -No, hija mía, no -dijo la señora de Saint-Merán-; pero esperaba con impaciencia que hubieseis llegado para mandar llamar a tu padre.

    -¿A mi padre? -preguntó Valentina con inquietud.

    -Sí, quiero hablarle.

    Valentina no se atrevió a oponerse al deseo de su abuela, cuya causa ignoraba, y un instante después entró Villefort.

    -Caballero ---dijo la señora de Saint-Merán, sin más preámbulos, y como si temiese que le había de faltar tiempo-, ¿se trata, me habéis dicho, de casar a mi nieta?

    -Sí, señora -respondió Villefort-, es más que un proyecto, es ya una cosa formal.

    -¿Vuestro yerno es el señor Franz d'Epinay?

    -Sí, señora.

    -¿Es hijo del general Epinay, que era de los nuestros, y que fue asesinado algunos días antes de que el usurpador volviese de la isla de Elba?

    -Ese mismo.

    -¿No le repugna esa alianza con la nieta de un jacobino?

    -Nuestras discrepancias civiles se han desvanecido felizmente, madre -dijo Villefort-; el señor d'Epinay era muy niño cuando murió su padre, conoce muy poco al señor Noirtier, y le verá, si no con placer, con indiferencia al menos.

    -¿Es un buen partido?

    -Bajo todos los conceptos.

    -¿El joven...?

    -Goza de general consideración.

    -¿Es decoroso?

    -Es uno de los hombres más distinguidos que conozco.

    Durante esta conversación Valentina había permanecido silenciosa.

    -¡Y bien!, caballero -dijo tras unos minutos de reflexión la señora de Saint-Merán-, es preciso que os deis prisa, porque me quedan pocos momentos de vida.

    -¡A vos!, ¡señora!; ¡a vos!, ¡mamá! -exclamaron a un tiempo Villefort y Valentina.

    -Yo sé lo que me digo -repuso la marquesa-; es preciso que os deis prisa, a fin de que, no teniendo madre, tenga al menos a su abuela para bendecir su unión. Yo soy la única que le queda por parte de mi pobre Renata, a quien tan pronto habéis olvidado.

    -¡Ah!, señora -dijo Villefort-, ¿no conocéis que era preciso dar una madre a esta pobre niña, que había perdido a la suya?

    -Una madrastra no es una madre, caballero. Pero no se trata ahora de esto, se trata de Valentina; dejemos en paz a los muertos.

    Todo esto había sido dicho con tal acento, que había algo que se asemejaba a los síntomas de un delirio.

    -Se hará como deseáis, señora -dijo Villefort-, y tanto más, cuanto que vuestro deseo está de acuerdo con el mío; y en cuanto llegue el señor d'Epinay a París...

    -Mamá ---dijo Valentina-, las murmuraciones, el luto reciente..., ¿queréis, en fin, celebrar una boda bajo tan tristes auspicios?

    -Hija mía -interrumpió vivamente la abuela-, no me des esas razones que impiden a los espíritus débiles tener un porvenir feliz. Yo también he sido casada en el lecho de la muerte de mi madre, y no he sido desgraciada por eso.

    -¡Siempre esa idea de muerte!, señora-replicó Villefort.

    -¡Siempre...! Os digo que voy a morir, ¿me escucháis? ¡Pues bien! ¡Antes de morir quiero haber visto a mi yerno; quiero mandarle que haga feliz a mi nieta; quiero ver en sus ojos si piensa obedecerme; quiero conocerle, en fin, sí! -prosiguió la anciana con una expresión espantosa-, para venir a buscarle desde el fondo de mi tumba si no hace lo que debe.

    -Señora -dijo Villefort-, es preciso que alejéis esas ideas exaltadas que casi rayan en locura. Los muertos, una vez colocados en su tumba, duermen sin despertarse jamás.

    -¡Oh, sí, sí, mamá, cálmate! -dijo Valentina.

    -Y yo, caballero, os digo que no es como vos creéis. Esta noche he dormido y he tenido un sueño terrible, porque dormía como si mi alma hubiese salido ya del cuerpo: mis ojos, que me esforzaba por abrir, se cerraban a mi pesar, y no obstante yo sé bien que esto os parecerá imposible, a vos sobre todo; pues bien, con mis ojos cerrados he visto en el mismo sitio en que estáis y viniendo del ángulo donde hay una puerta que comunica con el gabinete tocador de la señora de Villefort, he visto entrar sin ruido una forma blanca.

    Valentina lanzó un grito.

    -Era la fiebre que os agitaba -dijo Villefort.

    -Dudad cuanto queráis, pero yo estoy segura de lo que digo; he visto una forma blanca; y como si Dios hubiese temido que no la percibiese bien, he oído mover mi vaso, mirad, ese mismo que está aquí sobre la mesa.

    -¡Oh, abuelita, era un sueño!

    -No era un sueño, no; porque extendí la mano hacia la campanilla, y al ver este movimiento, la sombra desapareció. La camarera entró con una luz.

    -¿Pero no visteis a nadie?

    -Los fantasmas no se muestran sino a los que deben: era el alma de mi marido. Pues bien, si el alma de mi marido vuelve a llamarme, ¿por qué mi alma no había de venir para defender a mi nieta?

    -¡Oh, señora! -dijo Villefort aterrado-, no deis crédito a esas lúgubres ideas; viviréis con nosotros, viviréis mucho tiempo feliz, querida, honrada, y os haremos olvidar...

    -¡Jamás, jamás, jamás! -dijo la marquesa-. ¿Cuándo vuelve el señor d'Epinay?

    -Le estamos esperando de un momento a otro.

    -Está bien, en cuanto llegue, avisadme. Apresurémonos, apresurémonos. Además, quisiera que viniese un notario para asegurarme de que todos nuestros bienes irán a parar a Valentina.

    -¡Oh, madre mía! -murmuró Valentina, apoyando sus labios sobre la abrasada frente de su abuela-; ¿queréis que muera? ¡Dios mío!, tenéis fiebre. ¡No es un notario el que se debe llamar, es un médico!

    -¡Un médico! -dijo la abuela encogiéndose de hombros-, no sufro; tengo sed.

    -¿Qué bebéis, abuelita?

    -Como siempre, ya sabéis, mi naranjada. Mi vaso está ahí sobre la mesa; dádmelo, Valentina.

    Está llenó de naranjada de la jarra un vaso, y lo tomó con cierto espanto porque era el mismo que suponía ella que había tocado la sombra.

    La marquesa se bebió la naranjada.

    En seguida se volvió sobre su almohada, exclamando:

    -¡Un notario! ¡Un notario!

    El señor de Villefort salió; Valentina se sentó al lado de la cama. La desgraciada joven parecía tener necesidad de aquel médico que había recomendado a su abuela. Un vivo carmín semejante a una llama abrasaba sus mejillas, su respiración era entrecortada y fatigosa, y el pulso le latía como si tuviese fiebre.

    La joven pensaba en la desesperación de Maximiliano cuando supiese que la señora de Saint-Merán, en lugar de ser una aliada, obraba sin saberlo, como si hubiese sido una enemiga.

    Más de una vez Valentina había pensado decírselo todo a su abuela, y no hubiera vacilado un instante si Morrel se hubiera llamado Alberto de Morcef, o Raúl de Chateau-Renaud; pero Morrel era de origen plebeyo, y Valentina sabía cuán grande era el desprecio de la señora de Saint-Merán para con todos los que no pertenecían a su nobleza. Cada vez que iba a revelar su secreto, se detenía, porque poseía la triste certeza de que iba a descubrirse inútilmente, y entonces todo se habría perdido.

    Así transcurrieron dos horas. La señora de Saint-Merán dormía con un sueño agitado y febril.

    En este momento anunciaron al notario.

    Aunque este anuncio hubiese sido hecho en voz muy baja, la señora de Saint-Merán se incorporó en la cama.

    -¡El notario! -dijo-, ¡que venga! ¡Venga!

    El notario se hallaba junto a la puerta y penetró en la estancia.

    -Vete, Valentina -dijo la señora de Saint-Merán-, y déjame con el señor.

    -Pero, madre mía...

    -Anda, anda.

    La joven besó a su abuela en la frente y salió con el pañuelo sobre los ojos.

    En la puerta se encontró con el criado, que le dijo que el médico esperaba en el salón.

    Valentina bajó rápidamente. El médico era un amigo de la familia, y al mismo tiempo uno de los hombres más hábiles de la época; amaba mucho a Valentina, a quien casi había visto nacer. Tenía una hija de la edad de la señorita de Villefort, pero su madre padecía del pecho y se temía continuamente por la vida de su hija.

    -¡Oh! -dijo Valentina-, querido señor de Avrigny, os esperábamos con impaciencia. Pero, antes de todo, ¿cómo siguen Magdalena y Luisa?

    Magdalena era la hija del señor de Avrigny; Luisa, su sobrina.

    El señor de Avrigny se sonrió tristemente.

    -Luisa, muy bien -dijo-; Magdalena, la pobre, bastante bien. Pero me habéis mandado llamar, según creo -dijo- No será vuestro padre ni la señora de Villefort, supongo. En cuanto a vos, no podemos quitaros el mal de los nervios; pero os recomiendo muy particularmente que no entreguéis con demasía vuestra imaginación a los placeres del campo.

    Valentina se puso colorada como la grana, el señor de Avrigny llevaba la ciencia de adivinar casi hasta hacer milagros, porque era uno de esos médicos que tratan lo físico por lo moral.

    -No -dijo-, es para mi abuela. Sabréis seguramente la desgracia que ha sucedido.

    -No sé nada -respondió el señor Avrigny.

    -¡Ay! -dijo Valentina esforzándose por contener las lágrimas-, ¡mi abuelo ha muerto!

    -¿El señor de Saint-Merán?

    -Sí.

    -¿De repente?

    -De un ataque de apoplejía fulminante.

    -¿De una apoplejía? -repitió el médico.

    -Sí; de suerte que mi pobre abuela está tan desconsolada que no piensa más que en ir a reunirse con él. ¡Oh!, señor de Avrigny, os recomiendo a mi pobre abuelita.

    -¿Dónde está?

    -En su cuarto, con el notario.

    -¿Y el señor Noirtier?

    -Como siempre, con una perfecta lucidez mental, pero la misma inmovilidad, el mismo silencio.

    -Y el mismo amor hacia vos, ¿no es cierto, hija mía?

    -Sí -dijo Valentina suspirando-, él me ama mucho.

    -¿Quién no os amaría?

    Valentina se sonrió tristemente.

    -¿Y qué le ocurre a vuestra abuela?

    -Una singular excitación nerviosa, un sueño agitado y extraño; esta mañana decía que durante su sueño había visto entrar un fantasma en su cuarto, y haber oído el ruido que hizo al tocar su vaso.

    -Es singular --dijo el doctor-, yo no sabía que la señora de Saint-Merán estuviera sujeta a esas alucinaciones.

    -Es la primera vez que la he visto así -dijo Valentina-, y esta mañana me dio un gran susto, la creí loca, y mi padre también parecía fuertemente afectado.

    -Vamos a ver -dijo el señor de Avrigny-, me parece muy extraño todo lo que me estáis diciendo.

    El notario bajaba, y avisaron a Valentina de que su abuela estaba sola.

    -Subid --dijo al doctor.

    -¿Y vos?

    -¡Oh!, yo no me atrevo, me había prohibido que os mandase llamar, y como decís, yo misma estoy fatigada, febril, indispuesta, voy a dar una vuelta por el jardín.

    El doctor estrechó la mano de Valentina, y mientras él subía al cuarto de la anciana, la joven bajó la escalera que conducía al jardín.

    No tenemos necesidad de decir qué parte del jardín era el paseo favorito de Valentina. Después de haber dado dos o tres vueltas por el parterre que rodeaba la casa, cogió una rosa para ponerla en su cintura o en sus cabellos y se dirigió a la umbrosa alameda que conducía al banco, y del banco a la reja.

    Valentina dio esta vez, según su costumbre, dos o tres vueltas en medio de sus flores, pero sin coger ninguna; su corazón dolorido, que aún no había tenido tiempo de desahogarse con nadie, repelía este sencillo adorno; después se encaminó hacia la alameda. A medida que avanzaba, le parecía oír una voz que pronunciaba su nombre y se detuvo asombrada.

    Entonces esta voz llegó más claramente a sus oídos, y reconoció la voz de Maximiliano.
     
  11. mai^a

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    Medalla bien concedida

    Sábado, 4

    Esta mañana vino a repartir los premios el Inspector, un señor de barba
    blanca y vestido de negro. Entró con el Director poco antes de terminar
    las clases y tomó asiento al lado del maestro. Hizo algunas preguntas y
    luego entregó la primera medalla a Derossi. Antes de dar la segunda,
    estuvo oyendo al Director y al maestro, que le hablaban en voz baja.
    Todos nos preguntábamos para quién sería la segunda.

    El Inspector dijo en voz alta:

    -Esta vez se ha hecho merecedor de la segunda medalla el alumno
    Pedro Precossi por lo que ha trabajado en su casa, por las lecciones, la
    caligrafía, el comportamiento y todo en general.

    Todos miramos a Precossi, pudiéndose apreciar que aprobábamos tal
    distinción en la expresión de nuestros rostros. Precossi se levantó, pero
    estaba tan confuso que no sabía a dónde ir. El Inspector lo llamó y él
    salió del banco, yendo a situarse al lado del maestro.

    El Inspector se fijó en la cara color de cera, en el desmedrado cuerpo
    enfundado en ropa no hecha a su medida de nuestro ejemplar compañero,
    así como en sus bondadosos y tristones ojos que rehuían enfrentarse con
    los suyos, dejando adivinar una historia de grandes sufrimientos.
    Al prenderle después la medalla en el pecho, le dijo con voz llena de cariño:


    -Precossi, te concedo la medalla. Nadie más digno que tú para llevarla, no
    sólo por tu clara inteligencia y la buena voluntad de que has dado pruebas,
    sino también por tu corazón, por tu valor, por ser un hijo magnífico. ¿No es
    verdad -añadió, dirigiéndose a nosotros- que también la merece por eso?


    -Sí, sí -respondimos a coro.

    Precossi movió su garganta como para tragar algo, y giró la mirada por los
    bancos para expresarnos su gratitud.

    -Puedes retirarte, querido muchacho -le dijo el Inspector-, y que Dios te
    proteja.

    Era la hora de salir, y los de mi clase fuimos los primeros. Apenas salimos,
    ¡quién lo dijera!, vimos en el gran zaguán, precisamente junto a la puerta,
    al padre de Precossi, el herrero, pálido como de costumbre, con su torva
    mirada, con el pelo hasta los ojos, la gorra ladeada y tambaleándose.


    El maestro lo reconoció en seguida y dijo unas palabras al oído del
    Inspector, quien se fue presuroso en busca de Precossi, le tomó de la
    mano y lo llevó a su padre. El chico temblaba. También se acercaron el
    maestro y el Director, y muchos niños les hicieron corro.


    -Usted es el padre dé éste chico, ¿no es verdad? -preguntó el Inspector
    al herrero con aire jovial, como si hubiesen sido amigos. Sin esperar la
    respuesta, añadió:

    -Le felicito. Mire, ha ganado la segunda medalla a cincuenta y cuatro de
    sus compañeros; se la ha merecido por la Redacción, la Aritmética y por
    todo. Es un muchacho de inteligencia despierta y de gran voluntad, que,
    sin duda, hará carrera; todos lo aprecian; le aseguro que puede usted
    estar orgulloso de él.


    El herrero, que había permanecido escuchando con la boca abierta, miró
    fijamente al Inspector y al Director, y luego a su hijo, que estaba delante
    de él con la vista baja, sin parar de temblar; y como si recordase o
    comprendiese entonces por primera vez lo que había hecho padecer a su
    hijo, así como la bondad y la heroica perseverancia con que le había
    aguantado, se le advirtió de pronto en su cara cierta estupefacta
    admiración, luego una amarga pena, y por fin, una ternura violenta y triste;
    agarró con rápido gesto al muchacho por la cabeza y lo estrechó
    fuertemente contra su pecho. Todos nosotros pasamos por delante de él.

    Yo le invité a que viniese a casa el jueves con Garrone y Crossi: otros le
    saludaron; unos le daban golpecitos cariñosos, otros se limitaban a tocar
    la medalla; todos le decían algo. El padre nos miraba con cara de asombro,
    apretando contra su pecho la cabeza del hijo, que no paraba de sollozar.
     
  12. clause

    clause Claudia

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    Buenos Aires. Argentina
    Re: ... de poetas, cuentos y leyendas

    Que historias tan llenas de ternura!:razz:
     
  13. Cloe28

    Cloe28

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    Re: ... de poetas, cuentos y leyendas

    En cierto momento,2 fetos,dentro del vientre materno, se pusieron a hablar:
    Amigo mío,que tal te va?
    -No se,me siento mal,creo que la vida se me escapa...
    -¿Por qué dices eso,amigo mío?...
    -No lo sé,pero parece como si una espada me atravesara y no me dejara seguir adelante....
    -Lo siento,amigo mío,creo que este es tu final..
    _Pero por que?,yo tan solo quiero vivir,quiero descubrir el mundo,hacer miles de cosas...
    -Lo se,pero ahora mismo para tu madre solo ers un estorbo,entiendelo,no te necesita,solo sería una carga y por eso te destruye...
    -Pero eso es injusto!!!!,quiero decirle a mi madre que yo la quiero,que quiero hacer grandes cosas en el mundo,que quiero vivir!!!!...
    -Amigo mío,para ella solo eres un obstáculo.nada más,de nada le sirven tus sueños y esperanzas...
    -Pero no lo entiendo!!!!por qué tú vas a vivir y por qué yo he de morir?....
    -Porque amigo mío,mi madre es un perro.

    Texto sacado de un libro de J.J.Benitez.
     
  14. clause

    clause Claudia

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    Re: ... de poetas, cuentos y leyendas

    BUENOS AIRES

    Antes yo te buscaba en tus confines
    que lindan con la tarde y la llanura
    y en la verja que guarda una frescura
    antigua de cedrones y jazmines.

    En la memoria de Palermo estabas,
    en su mitología de un pasado
    de baraja y puñal y en el dorado
    bronce de las inútiles aldabas,

    con su mano y sortija. Te sentía
    en los patios del Sur y en la creciente
    sombra que desdibuja lentamente

    su larga recta, al declinar el día.
    Ahora estás en mí. Eres mi vaga
    suerte, esas cosas que la muerte apaga.


    Jorge Luis Borges
     
  15. clause

    clause Claudia

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    Re: ... de poetas, cuentos y leyendas

    EL ÁPICE

    No te habrá de salvar lo que dejaron
    Escrito aquellos que tu miedo implora;
    No eres los otros y te ves ahora
    Centro del laberinto que tramaron

    Tus pasos. No te salva la agonía
    De Jesús o de Sócrates ni el fuerte
    Siddharta de oro que aceptó la muerte
    En un jardín, al declinar el día.

    Polvo también es la palabra escrita
    Por tu mano o el verbo pronunciado
    Por tu boca. No hay lástima en el Hado

    Y la noche de Dios es infinita.
    Tu materia es el tiempo, el incesante
    Tiempo. Eres cada solitario instante.


    Jorge Luis Borges