Poemas, cuentos y leyendas

Tema en 'Temas de interés (no de plantas)' comenzado por mai^a, 27/2/08.

  1. clause

    clause Claudia

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    Re: ... de poetas, cuentos y leyendas

    HAS VUELTO

    Has vuelto, organillo. En la acera
    hay risas. Has vuelto llorón y cansado
    como antes.
    El ciego te espera
    las más de las noches sentado
    a la puerta. Calla y escucha. Borrosas
    memorias de cosas lejanas
    evoca en silencio, de cosas
    de cuando sus ojos tenían mañanas,
    de cuando era joven la novia ¡Quién sabe!
    Alegrías, penas,
    vividas en horas distantes. ¡Qué suave
    se le pone el rostro cada vez que suenas
    algún aire antiguo! ¡Recuerda y suspira!
    Has vuelto, organillo. La gente
    modesta te mira
    pasar, melancólicamente.
    Pianito que cruzas la calle cansado
    moliendo el eterno
    familiar motivo que el año pasado
    gemía a la luna de invierno:
    con tu voz gangosa dirás en la esquina
    la canción ingenua, la de siempre, acaso
    esa preferida de nuestra vecina
    la costurerita que dio aquel mal paso.
    Y luego de un valse te irás como una
    tristeza que cruza la calle desierta,
    y habrá quien se quede mirando la luna
    desde alguna puerta.

    ¡Adiós alma nuestra! Parece
    que dicen las gentes en cuanto te alejas.
    ¡Pianito del dulce motivo que mece
    memorias queridas y viejas!
    Anoche, después que te fuiste,
    cuando todo el barrio volvía al sosiego
    qué triste
    lloraban los ojos del ciego.


    Evaristo Carriego
     
  2. clause

    clause Claudia

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    Evaristo Carriego
    [​IMG]

    Evaristo Carriego nació en Paraná. Provincia de Entre Ríos, el 7 de mayo de 1883, su familia era de largo arraigo en Entre Ríos. Su abuelo, que Carriego recuerda en un relato, Recuerdo de mi tiempo, fue guerrero y legislador de orgullosa trayectoria: "Cuando la legislación del Paraná resolvió levantarle a Justo José de Urquiza una estatua en vida, el único diputado que protesto fue el doctor Carriego, en oración hermosa aunque inútil..." (Jorge Luis Borges, Evaristo Carriego. Buenos Aires, 1930).
    [​IMG]
    Durante su niñez, se traslada junto a su familia al barrio porteño de Palermo (barrio de compadritos).La suya es, desde entonces, una existencia lineal, sin exabruptos, sin hitos memorables. Vivió de ciertos cariños íntimos, del amor de una muchacha muerta, de los amigos seguros. Visitó redacciones y revistas, anarquistas algunas -anarquizantes, como se autoadjetivaría Carriego en un relato-, como La Protesta. Allí conoce a Juan Más y Pi, quien, junto con Marcelo del Mazo, será un amigo cercano y comprensivo. Son años de discusiones sobre las ideas importadas y la literatura que se está haciendo: "...el centro aquel tan curioso -dice Más y Pi-, que se constituía en la redacción de La Protesta, que era entonces, un diario anarquista simple de ideas, donde se hacía más literatura que acracia, y donde el encanto de una bella frase valía más que todas las aseveraciones de Kropotkin o de Jean Grave".


    Carriego vivió en este Buenos Aires con la seguridad de ser poeta y la urgencia del reconocimiento: "Imponía sus versos en el café -dice Jorge Luis Borges en la obra citada-, ladeaba la conversación a temas vecinos de los versificados por él. Participó, con sus urgencias, del ambiente literario de la primera década del siglo XX, frecuentó los cafés famosos, se desveló hasta la madrugada en las reuniones de escritores, pero se iba alejando lentamente, como volviendo hacia un centro único de interés: "En vez de amplificar más cada día su campo de observación -añade Jorge Luis Borges-, Carriego parecía complacerse en reducirlo. Me basta con el corazón de una muchacha que sufre, dijo cierto día en el ardor de una discusión". Su vida se constituyó así como su poesía, con elementos primarios y simples y fue vida breve: muere el poeta, a los 29 años, el 13 de octubre de 1912, tísico.

    Publica su primer libro de poemas, Misas herejes, en 1908. Comienza su vida poética con inevitables influencias que se delatan ya desde el título: ecos del satanismo de moda, de raíz baudelairiana, en esa reducción ad absurdum del misticismo por la paradoja, misas y herejes. Casi todo es herencia y retórica de escuela en este libro, dividido en 5 secciones, de clara tendencia modernista. Luego vienen El alma del suburbio y La canción del barrio en la cual operan todos los arquetipos que constituirán su mitología personal y porteña, donde de destacan los guapos, los cafés, el barrio, etc. Todos ellos publicados póstumamente
     
  3. clause

    clause Claudia

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    Alejandro Dumas (Padre)
    El Conde de Montecristo

    Parte Quinta

    Capítulo sexto

    El desafío

    Cuando Mercedes hubo salido, todo quedó en silencio en casa de Montecristo; su espíritu enérgico se adormeció, como el cuerpo después de una gran fatiga.

    -¡Qué! -dijo entre sí, mientras la lámpara y las bujías se consumían, y sus criados esperaban impacientes en la antecámara-, ¡qué!, ¡el edificio preparado con tanto trabajo, edificado con tanto cuidado, ha venido a tierra de un solo golpe, con una sola mirada, con una palabra! ¡Y qué! Era yo quien me creía algo, quien estaba tan confiado en mí mismo, quien viéndome tan poca cosa en la prisión de If, y quien habiendo sabido llegar a ser tan grande, ¡habré trabajado para ser mañana un poco de polvo! No siendo la muerte del cuerpo, esta destrucción del principio vital ¿no es el reposo al cual todos los desgraciados aspiran? Esa tranquilidad de la materia tras la que he suspirado tanto tiempo y a la que me encaminaba por medio del hambre, cuando Faria se presentó en mi calabozo. ¿Qué es la muerte para mí? Uno o dos grados más en el silencio. No, no es la existencia la que lamento perder, es la ruina de mis proyectos combinados con tanto trabajo, llevados a cabo con tanta constancia. La Providencia que yo creía que les favorecía, les es contraria; Dios no quiere que se cumplan.

    »El peso inmenso que sobre mí echara, inmenso como el mundo y que creí poder llevar hasta el fin era según mi voluntad y no según mis fuerzas, y me será preciso abandonarlo a la mitad de mi carrera. ¡Ahl, ¡me convertiré en fatalista cuando catorce años de desesperación y diez de confianza me habían hecho providencial!

    »Y todo esto, Dios mío, porque mi corazón, que yo creía muerto, estaba solamente amortiguado, porque se ha despertado y ha latido, porque ha cedido al dolor y la impresión que ha causado en mi pecho la voz de una mujer.

    »No obstante -continuó el conde, abismándose cada vez más en la idea del terrible día siguiente que había aceptado Mercedes-, es imposible que esa mujer cuyo corazón es tan noble, haya obrado así por egoísmo, y consentido en que me deje matar yo, lleno de vida y fuerza; es imposible que lleve hasta este punto el amor o delirio maternal; hay virtudes cuya exageración sería un crimen. No, habrá ideado alguna escena patética, vendrá a ponerse entre las dos espadas, y eso será ridículo sobre el terreno, como ha sido sublime aquí.»

    El tinte de orgullo se dejó ver en la frente del conde.

    -¡Ridículo!, y recaería sobre mí... ¡Yo...!, ridículo. Vamos, prefiero morir.

    Y a fuerza de exagerarse así la acción del día siguiente, llegó a decidir:

    -¡Qué tontería! ¡Dárselas de generoso colocándose como un poste a la boca de la pistola que tendrá en la mano aquel joven! Jamás creerá que mi muerte ha sido un suicidio, y con todo, importa por el honor de mi memoria... no es vanidad, Dios mío, sino un justo orgullo; importa que el mundo sepa que he consentido yo, por mi voluntad, por mi libre albedrío en detener mi brazo. Es preciso, y lo haré.

    Y tomando una pluma, sacó un papel de uno de los cajones del secreter, y trazó al final de este papel, que era su testamento, hecho desde su llegada a París una especie de codicilo, en el que hacía comprender su muerte aun a los menos avisados.

    -Hago esto, Dios mío -dijo con los ojos levantados al cielo-, tanto por honor vuestro como por el mío: me he considerado durante diez años como el enviado por vuestra venganza, y es preciso que ese miserable Morcef, y un Danglars y un Villefort no se figuren que la casualidad les ha libertado de su enemigo. Sepan que la Providencia, que había ya decretado su castigo, ha variado, pero que les espera en el otro mundo, y solamente han cambiado el tiempo por la eternidad.

    Mientras se hallaba vacilante entre estas terribles incertidumbres, verdaderos sueños del hombre despierto por el dolor, el día que entraba por los cristales vino a iluminar sus manos pálidas, ahogadas aún en el azulado papel en que acababa de trazar aquella sublime justificación de la Providencia.

    Eran las cinco de la mañana.

    De pronto llegó a su oído un pequeño ruido, creyó haber oído un suspiro; volvió la cabeza, miró alrededor y no vio a nadie; el ruido sí, se repitió bastante claro para que la certidumbre sucediese a la duda.

    Levantóse de su asiento, abrió con cuidado la puerta del salón, y vio sentada en un sillón, con los brazos caídos y su hermosa cabeza indinada atrás, a la bella Haydée, que se había sentado frente a la puerta, a fin de que no pudiese salir sin verla; pero que el desvelo y el cansancio la habían rendido; el ruido que hizo el conde al abrir la puerta no la despertó.

    El conde fijó en ella una mirada llena de dulzura.

    -Ella se ha acordado -dijo- de que tenía un hijo, y yo he olvidado que tenía una hija -y moviendo la cabeza añadió:- Ha querido verme, ¡pobre Haydée!, ha querido hablarme; teme o adivina lo que ha sucedido... No, yo no puedo irme sin decide adiós, no puedo morir sin confiarla a alguien.

    Volvió a entrar en la estancia, y sentándose de nuevo agregó estas líneas:

    Lego a Maximiliano Morrel, capitán de spahis, a hijo de mi antiguo patrón Pedro Morrel, armador de Marsella, veinte millones, de los que dará una parte a su hermana y a su cuñado Manuel, en el caso que no crea que un aumento de fortuna puede perturbar su felicidad; estos veinte millones están enterrados en mi gruta de Montecristo. Bertuccio conoce el secreto.

    Si su corazón está libre, y quiere casarse con Haydée, hija de Alí, bajá de Janina, a la que he educado con el amor de un padre, y que me ha profesado la ternura de una hija, llenará, no diré mi última voluntad, pero sí mi última esperanza.

    El presente testamento ha hecho ya a Haydée heredera del resto de mí fortuna, consistente en tierras, rentas en Inglaterra, Austria y Holanda, muebles de mis diferentes palacios y casas, y que fuera de los legados hechos, asciende aún a más de sesenta millones.

    Apenas había terminado de escribir esta última línea, cuando un grito que resonó a su espalda hizo que se le cayese la pluma de la mano.

    -Haydée -dijo-, ¿habéis leído?

    En efecto, la joven, a quien hizo despertar la luz del día que hería sus párpados, se había levantado, y acercándose al conde sin que se percibiesen sus ligeros pasos sobre la alfombra:

    -¡Oh, mi señor! -dijo juntando las manos-, ¿por qué escribís a estas horas? ¿Por qué me legáis toda vuestra fortuna? ¿Os vais a separar de mí?

    -Tengo que hacer un viaje -dijo Montecristo con una expresión de inefable ternura-, y si me sucediese una desgracia...

    El conde se detuvo.

    -¿Y bien? -preguntó la joven con un tono de autoridad que el conde no le conocía aún.

    -¡Y bien!, si me sucede una desgracia, quiero que mi hija sea dichosa.

    Haydée sonrió con tristeza.

    -Pues bien, si morís -dijo-, legad vuestra fortuna a otros, porque si morís no tengo necesidad de nada.

    Y tomando el papel lo hizo pedazos y lo arrojó en medio del salón; pero aquel esfuerzo la debilitó totalmente y cayó desmayada.

    Montecristo la levantó en los brazos, y viendo sus bellos ojos cerrados y su hermoso semblante inanimado, le ocurrió por primera vez la idea de que quizá le amaba de otro modo distinto del de una hija.

    -¡Ay! -murmuró-, aún hubiera podido ser dichoso.

    Llevó a Haydée hasta su cuarto, y desmayada aún la entregó a sus criadas; volvió a su gabinete, y cerrando la puerta volvió a escribir el testamento.

    Al terminar, oyó el ruido de un coche que entraba; acercóse a la ventana y vio bajar a Maximiliano y Manuel.

    -¡Bueno! -dijo-, ya era tiempo -y cerró su testamento, poniéndole tres sellos. Un momento después se oyó ruido en el salón, y fue él mismo a abrir la puerta; presentóse Morrel, que se había adelantado veinte minutos a la hora de la cita.

    -Quizá vengo muy temprano, señor conde -dijo--, pero os confesaré francamente que no he podido dormir un minuto, y lo mismo ha sucedido a todos los de casa. Tenía necesidad de veros tranquilo y animado tan valiente como siempre, para volver conmigo.

    Montecristo no pudo resistir a esta prueba de afecto, y no fue la mano la que alargó al joven, sino los brazos los que abrió.

    -Morrel -le dijo emocionado-, es un hermoso día para mí, pues que me veo amado de este modo por un hombre como vos. Buenos días, Manuel. ¿Conque venís conmigo, Maximiliano?

    -¡Vive Dios! -dijo el capitán-. ¿Lo habíais dudado?

    -Pero si yo no tuviese razón...

    -Escuchad: ayer os estuve observando durante toda la escena de la provocación; he pensado toda la noche en vuestra serenidad, y he concluido o que la justicia está de vuestra parte, o que mentirá siempre el exterior de los hombres.

    -Sin embargo, Morrel, Alberto es vuestro amigo.

    -Un simple conocido, conde.

    -Le visteis por primera vez el mismo día que a mí.

    -Sí, es verdad, pero ¿qué queréis? Es preciso que me lo recordéis para que lo tenga presente.

    -Gracias, Morrel.

    Dio en seguida un golpe en el timbre.

    -Toma -dijo a Alí, que se presentó inmediatamente-, lleva eso a casa de mi notario. Es mi testamento. Morrel, si muero, iréis a enteraros de él.

    -¡Cómo! -exclamó Morrel-, ¿morir vos?

    -¿Y qué, no es necesario preverlo todo? ¿Pero qué hicisteis ayer después que nos separamos, amigo querido?

    -Fui a casa de Tortoni, adonde encontré a Beauchamp y Chateau-Renaud, y os confieso que les buscaba.

    -¿Para qué, puesto que estábamos de acuerdo en todo?

    -Escuchad, conde; el asunto es grave, inevitable.

    -¿Lo dudabais?

    -No. La ofensa fue pública, y todo el mundo habla de ella.

    -Y bien, ¿qué?

    -Esperaba hacer cambiar las armas, empleando la espada en vez de la pistola; la pistola es ciega.

    -¿Lo habéis conseguido? -preguntó vivamente Montecristo, que entreveía alguna esperanza.

    -No, porque saben lo bien que tiráis el florete.

    -¡Bah! ¿Y quién lo ha descubierto?

    -Los maestros de armas con quienes os habéis batido.

    -¿Y no habéis logrado al fin nada?

    -Han rehusado decididamente.

    -Morrel -dijo el conde-, ¿me habéis visto tirar a la pistola?

    -No.

    -Pues bien, tenemos tiempo; mirad.

    El conde tomó las pistolas que tenía cuando Mercedes entró, y pegando una estrella de papel, más pequeña que un franco contra la placa, de cuatro tiros le quitó seguidos cuatro picos.

    A cada tiro, Morrel palidecía. Examinó las balas con que Montecristo ejecutaba aquel admirable juego, y vio que eran balines.

    -Es espantoso; ved, Manuel -y volviéndose en seguida a Montecristo :

    -No matéis a Alberto, conde -le dijo-, tiene una madre.

    -Es justo -dijo Montecristo-, y yo no tengo...

    Pronunció estas palabras con un tono que hizo estremecer a Morrel.

    -Vos sois el ofendido, conde.

    -Sin duda, ¿y qué queréis decir con eso?

    -Quiero decir que vos tiráis el primero.

    -¿Yo tiro el primero?

    -¡Oh!, eso es lo que yo le he exigido, pues demasiadas concesiones les hemos hecho ya para poder exigir esto.

    -¿Y a cuántos pasos?

    -A veinte.

    Una espantosa sonrisa se asomó a los labios del conde.

    -Morrel -le dijo-, no olvidéis lo que acabáis de ver.

    -Por eso sólo cuento con vuestros sentimientos para salvar a Alberto.

    -¿Mis sentimientos?-dijo Montecrísto.

    -O vuestra generosidad, amigo mío; seguro, como estáis, de vuestro golpe, os diría una cosa que sería ridícula si la dijese a otro.

    -¿Cuál?

    -Rompedle un brazo, heridle, pero no le matéis.

    -Morrel, escuchad aún -dijo el conde-: no tengo necesidad de que intercedan por el señor de Morcef; el señor de Morcef, os lo prevengo, volverá tranquilo con sus dos amigos, mientras que yo...

    -¿Y bien, vos?

    -A mí me traerán.

    -¡Vamos, pues! -gritó Maximiliano exasperado.

    -Como os lo digo, mi querido Morrel, el señor de Morcef me matará.

    Morrel miró al conde como un hombre a quien no se comprende.

    -¿Qué os ha sucedido de ayer tarde acá, conde?

    -Lo que a Bruto la víspera de la batalla de Filipos: he visto un fantasma.

    -¿Y ese fantasma?

    -Ese fantasma, Morrel, me ha dicho que ya he vivido bastante. Maximiliano y Manuel se miraron; Montecristo sacó el reloj.

    -Vámonos -dijo-, son las siete y cinco minutos, y la cita es a las ocho en punto.

    Le esperaba un coche. Montecristo subió a él con sus dos testigos. Al atravesar el corredor, el conde se detuvo a escuchar junto a una puerta, y Maximiliano y Manuel, que, por discreción, siguieron andando, creyeron oírle suspirar.

    A las ocho en punto llegaron al lugar de la cita.

    -Henos aquí -dijo Morrel, asomándose por la ventanilla del coche-, y somos los primeros.

    -El señor me perdonará -dijo Bautista, que había seguido a su amo con un terror indecible-, pero me parece que hay allí un coche entre los árboles.

    Montecristo saltó al suelo con ligereza y dio la mano a Manuel y Maximiliano para ayudarlos a bajar. Maximiliano retuvo entre las suyas la mano del conde.

    -He aquí -dijo-, una mano como me gusta ver en un hombre que confía en la bondad de su causa.

    -En efecto -dijo Manuel-, creo que allí hay dos jóvenes que esperan.

    Montecristo, sin llamar aparte a Morrel, se separó dos o tres pasos de su cuñado.

    -Maximiliano -le preguntó-, ¿tenéis el corazón libre?

    Morrel miró a Montecristo con admiración.

    -No exijo de vos una confesión, mi querido amigo, os hago solamente una sencilla pregunta.

    -Amo a una joven, conde.

    -¿Mucho?

    -Más que a mi propia vida.

    -Vamos -dijo Montecristo-, he aquí una esperanza perdida -y añadió suspirando:- ¡Pobre Haydée...!

    -En verdad, conde, que si no supiese lo valiente que sois, dudaría.

    -¡Porque pienso en alguien que voy a dejar y porque suspiro! Morrel, un soldado debe tener más conocimientos en cuanto a valor. ¿Creéis que siento perder la vida? ¿Qué me importa morir o vivir cuando he pasado veinte años entre la vida y la muerte? Además, estad tranquilo, Morrel; esta debilidad, si lo es, es sólo para vos. Sé que el mundo es un gran salón del que es necesario salir con cortesía, saludando y pagando sus deudas de juego.

    -Sea enhorabuena, eso se llama hablar razonablemente -le dijo Morrel-; a propósito, ¿habéis traído vuestras armas?

    -¡Yo! ¿Para qué? Espero que esos señores traerán las suyas.

    -Voy a informarme -dijo Morrel.

    -Sí; pero nada de negociaciones, ¿entendéis?

    -Sí; descuidad.

    Morrel se dirigió hacia Beauchamp y Chateau-Renaud; éstos, al ver el movimiento de Maximiliano, se adelantaron a su encuentro; saludáronse los tres jóvenes, si no con afabilidad, al menos con cortesía.

    -Perdón, señores -dijo Morrel-, pero no veo al señor Morcef.

    -Esta mañana nos ha avisado que vendría a reunirse con nosotros sobre el terreno.

    -¡Ah! -dijo Morrel.

    -Son las ocho y cinco minutos; todavía no hay tiempo perdido, señor de Morrel -dijo Beauchamp.

    -¡Oh! -dijo Maximiliano-, no lo he dicho con esa intención.

    -Además -añadió Chateau-Renaud-, he allí un carruaje.

    Efectivamente, venía un carruaje al gran trote hacia el sitio en que ellos estaban.

    -Señores -dijo Morrel-,sin duda habréis traído vuestras pistolas. El señor de Montecristo dice que renuncia al derecho que tiene de servirse de las suyas.

    -Habíamos previsto que el conde tendría esta delicadeza, señor de Morrel -dijo Beauchamp-; he traído armas que compré hace ocho días, creyendo las necesitaría para un asunto como éste. Son nuevas, y no han servido aún. ¿Queréis examinarlas?

    -¡Oh!, señor Beauchamp -dijo Morrel-, me aseguráis que el señor de Morcef no conoce esas armas y podéis creer que vuestra palabra me basta.

    -Señores -dijo Chateau-Renaud-, no era Morcef el que llegaba en aquel coche: son Franz y Debray.

    En efecto, se acercaban los dos hombres acabados de nombrar.

    -Vosotros aquí, caballeros -les dijo Chateau-Renaud-, ¿y por qué casualidad?

    -Porque Alberto nos ha rogado que esta mañana nos encontrásemos aquí.

    Beauchamp y Chateau-Renaud se miraron asombrados.

    -Señores -dijo Morrel-, me parece que lo comprendo.

    -Veamos.

    -Ayer a mediodía recibí una carta del señor de Morcef, en la que me rogaba no faltase al teatro.

    -Y yo también -dijo Debray.

    -Y yo -exclamó Franz.

    -Y también nosotros -dijeron Beauchamp y Chateau-Reanud.

    -Sí, eso es -dijeron los jóvenes-; Maximiliano, según todas las probabilidades, habéis acertado.

    -Sin embargo, Alberto no llega, y ya se retrasa de diez minutos -dijo Chateau-Renaud.

    -Allí viene -dijo Beauchamp-, y a caballo; miradlo, corre a escape, y le sigue su criado.

    -¡Qué imprudencia, venir a caballo para batirse a pistola, y yo que le he enseñado lo que debía hacer!

    -Y además -añadió Beauchamp-,con el cuello por encima de la corbata, frac abierto y chaleco blanco; ¿por qué no se ha hecho pintar un blanco en el estómago, y hubiera sido mucho más rápido concluir con él?

    Mientras hacían estos comentarios, Alberto había llegado a diez pasos del grupo que formaban los cinco jóvenes, paró el caballo, se apeó, y alargó la brida a su criado.

    Acercóse, estaba pálido, sus ojos enrojecidos a hinchados; se conocía que no había dormido un minuto en toda la noche.

    -Gracias, señores -les dijo-, porque habéis tenido la bondad de hallaros aquí como os había rogado: os estoy infinitamente reconocido por esta prueba de amistad.

    Al acercarse Morcef, Morrel se había retirado diez o doce pasos, y permanecía aparte.

    -Y a vos también os debo gracias, Morrel -dijo Alberto-, acercaos, pues no estáis de más.

    -¿Ignoráis quizá -dijo Maximiliano-, que soy testigo de Montecristo ?

    -No estaba seguro, pero lo sospechaba; tanto mejor: mientras más hombres de honor haya aquí, más satisfecho estaré.

    -Señor Morrel -dijo Chateau-Renaud-, podéis anunciar al conde de Montecristo que el señor de Morcef ha llegado, y estamos a su disposición.

    Morrel hizo un movimiento como para ir a cumplir su encargo. Al mismo tiempo Beauchamp fue a sacar del coche la caja de las pistolas.

    -Esperad, señores -dijo Alberto-, tengo que decir dos palabras al conde de Montecristo.

    -¿En particular? -preguntó Morrel.

    -No; delante de todos.

    Los testigos de Alberto se miraron sorprendidos, Franz y Debray se dijeron algunas palabras en voz baja; Morrel, contento con este incidente inesperado, fue a buscar al conde, que se paseaba por una cercana alameda, hablando con Manuel.

    -¿Qué quiere de mí? -preguntó Montecristo.

    -Lo ignoro, pero quiere hablaros.

    -¡Oh! -dijo Montecristo-, que no tiente a Dios con un nuevo ultraje.

    -No creo que sea esa su intención -dijo Morrel.

    El conde avanzó acompañado de Maximiliano y de Manuel: su rostro tranquilo y sereno formaba un extraño contraste con la cara descompuesta de Alberto, quien por su parte se acercaba también, seguido de sus cuatro jóvenes amigos; a tres pasos el uno del otro, ambos se detuvieron.

    -Señores -dijo Alberto-, aproximaos: deseo no perdáis una palabra de las que tendré el honor de decir al señor conde de Montecristo , porque deberéis repetirlas a todo el mundo, por extrañas que os parezcan.

    -Espero, caballero... -dijo el conde.

    -Caballero -dijo Alberto, cuya voz conmovida al principio se serenó poco a poco-. Os provoqué porque divulgasteis la conducta del señor de Morcef en Epiro; porque por culpable que fuese el conde de Morcef, no creía que fueseis vos quien tuviese el derecho de castigarle; pero hoy sé que ese derecho os pertenece. No es la traición de Fernando Mondego con Alí-Bajá lo que me hace excusaros; es, sí, la traición del pescador Fernando con vos y las desgracias nunca oídas que produjo; por esto lo digo y lo proclamo. Tenéis razón para vengaros de mi padre, y yo su hijo os doy gracias porque no habéis hecho más.

    El rayo que hubiese caído en medio de los que presenciaban aquella inesperada escena los hubiera admirado menos que la declaración de Alberto.

    El conde de Montecristo había levantado lentamente los ojos al cielo con una expresión indecible de reconocimiento; no sabía admirar bastante esta acción conociendo el carácter fogoso y el valor de Alberto a quien había visto inerme en medio de los bandidos italianos. No se cansaba de pensar cómo se había humillado hasta aquel extremo. Reconoció la influencia de Mercedes y comprendió por qué aquel noble corazón no se había opuesto a un sacrificio que sabía era inútil.

    -Si creéis ahora, caballero -dijo Alberto-, que las excusas que acabo de haceros son suficientes, dadme vuestra mano, os lo ruego. Después del mérito de la infalibilidad, que parece ser el vuestro, el mayor es saber reconocer una sinrazón, pero esta confesión me corresponde a mí únicamente. Yo obraba bien según los hombres, pero vos obrabais bien según Dios. Un ángel sólo podía salvar a uno de los dos de la muerte, y el ángel ha bajado del cielo, si no para hacer de nosotros dos amigos, porque la fatalidad lo hace imposible, al menos dos hombres que se estiman.

    El conde de Montecristo, con los ojos humedecidos, el pecho palpitante y la boca entreabierta, alargó a Alberto una mano, que éste tomó y apretó con un sentimiento de religioso respeto.

    -Caballeros -dijo-, el conde de Montecristo acepta mis excusas; obré con precipitación con respecto a él; ya está reparada mi falta, espero que el mundo no me tendrá por un cobarde por haber hecho lo que me mandaba la conciencia, pero en todo caso, si se engañasen -añadió el joven levantando su cabeza con fiereza, y como si dirigiese un mentís a amigos y enemigos-, procuraré rectificar su opinión.

    -¿Qué sucedió anoche? -preguntó Beauchamp a Chateau-Renaud-, me parece, en todo caso, que hacemos aquí un papel bien triste.

    -En efecto, lo que Alberto acaba de hacer es muy bajo o muy sublime -dijo el barón.

    -¡Ah!, veamos -preguntó Debray a Franz-. ¿Qué significa eso? ¡CÓmo! ¡El conde de Montecristo deshonra al señor de Morcef, y tiene razón a los ojos de su hijo! Aunque tuviese yo diez Janinas en mi familia, no me creería obligado más que a una cosa, a batirme diez veces.

    Con la cabeza inclinada, los brazos caídos, aterrado con el peso de veinticuatro años de recuerdos, Montecristo no pensaba ni en Alberto, ni en Beauchamp, ni en Chateau-Renaud, ni en ninguna de las personas que le rodeaban: pensaba sólo en aquella mujer que había ido a pedirle la vida de su hijo, a la que había ofrecido la suya, y que acababa de libertarla por la confesión de un secreto de familia, capaz de extinguir para siempre en el corazón de aquel joven el sentimiento de piedad filial.

    -Siempre la Providencia -murmuró-, ¡ah!, ¡desde hoy sí que estoy persuadido de que soy el enviado de Dios!
     
  4. clause

    clause Claudia

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    No rechaces los sueños por ser sueños.
    Todos los sueños pueden
    ser realidad, si el sueño no se acaba.
    La realidad es un sueño. Si soñamos
    que la piedra es la piedra, eso es la piedra.
    Lo que corre en los ríos no es un agua,
    es un soñar, el agua, cristalino.
    La realidad disfraza
    su propio sueño, y dice:
    «Yo soy el sol, los cielos, el amor».
    Pero nunca se va, nunca se pasa,
    si fingimos creer que es más que un sueño.
    Y vivimos soñándola. Soñar
    es el modo que el alma
    tiene para que nunca se le escape
    lo que se escaparía si dejamos
    de soñar que es verdad lo que no existe.
    Sólo muere
    un amor que ha dejado de soñarse
    hecho materia y que se busca en tierra.



    Pedro Salinas



    PEDRO SALINAS

    Poeta español nacido en Madrid en 1891 y fallecido en Boston en 1951.
    Estudió Derecho y Filosofía y Letras. Fue profesor en las universidades de Sorbona y Cambridge y conferencista en varias Universidades de América donde vivió desde 1936.
    Está considerado como uno de los grandes exponentes de la Generación del 27.
    De su obra poética se destacan, «Presagios», «Razón de amor» y «Largo lamento





    Tú no las puedes ver...

    Tú no las puedes ver;
    yo, sí.
    Claras, redondas, tibias.
    Despacio
    se van a su destino;
    despacio, por marcharse
    más tarde de tu carne.
    Se van a nada; son
    eso no más, su curso.
    y una huella, a lo largo,
    que se borra en seguida.
    ¿Astros?

    no las puedes besar.
    Las beso yo por ti.
    Saben; tienen sabor
    a los zumos del mundo.
    ¡Qué gusto negro y denso
    a tierra, a sol, a mar!
    Se quedan un momento
    en el beso, indecisas
    entre tu carne fría
    y mis labios; por fin
    las arranco. Y no sé
    si es que eran para mí.
    Porque yo no sé nada.
    ¿Son estrellas, son signos,
    son condenas o auroras?
    Ni en mirar ni en besar
    aprendí lo que eran.
    Lo que quieren se queda
    allá atrás, todo incógnito.
    y su nombre también.
    (Si las llamara lágrimas,
    nadie me entendería.)

    Pedro Salinas
     
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    clause Claudia

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    Alejandro Dumas (Padre)
    El Conde de Montecristo

    Parte Quinta

    Capítulo octavo

    Valentina

    El lector habrá adivinado seguramente dónde tenía Morrel quehacer y en dónde le esperaban; así es que al dejar a Montecristo se encaminó lentamente a casa de Villefort.

    Cuando decimos lentamente es porque Morrel tenía media hora aún para andar quinientos pasos, y sin embargo, se había separado de Montecristo para poder pensar con libertad.

    Bien sabía a la hora que podía hallar a Valentina, que era cuando ésta hacía compañía al señor Noirtier, mientras éste estaba desayunando. El anciano y la joven le habían permitido viniese dos veces a la semana.

    Llegó; Valentina le esperaba inquieta; casi fuera de sí, le cogió por la mano y le llevó delante de su abuelo.

    Aquella inquietud extremada provenía del ruido que la aventura de Morcef había hecho en el mundo elegante; nadie dudaba que un duelo se produciría, y Valentina, con el instinto de la mujer, había adivinado que Morrel sería el testigo del conde de Montecristo; conociendo además el valor del joven y su gran amistad con el conde, temía que no se contentase con la parte pasiva que le correspondía. Cuando le vio fueron infinitas las preguntas, innumerables los detalles dados, y Morrel pudo leer una indecible alegría en los ojos de su amada, cuando supo que el lance había terminado de un modo no menos dichoso que inesperado.

    -Ahora -dijo Valentina, haciendo señas a Morrel para que se sentase al lado del anciano, y colocándose ella en el taburete en que éste apoyaba sus pies- hablemos algo de nuestros asuntos. ¿Sabéis, Morrel, que mi abuelo quiso dejar esta casa para que fuésemos a vivir separados del señor Villefort?

    -Sí, ciertamente, me acuerdo de aquel proyecto, y lo celebré grandemente.

    -Pues bien -dijo Valentina-, celebradlo de nuevo, Maximiliano, porque hemos vuelto a pensar en ello.

    -¡Bravo! -exclamó Maximiliano.

    -¿Y sabéis la razón que da para salir de casa?

    Noirtier miró a su hija para imponerle silencio, pero ésta no lo advirtió, porque sus ojos, sus miradas, sonrisas, todo, todo era para Morrel.

    -¡Oh!, cualquiera que sea la razón que dé el señor Noirtier -dijo Morrel-, creo que ha de ser muy buena.

    -Excelente: pretende que el aire del arrabal San Honoré no es bueno para mí.

    -Y tiene razón, Valentina -dijo Morrel-, hace quince días que vuestra salud se ha alterado.

    -Sí, un poco, es verdad -respondió Valentina-; por eso mi abuelo se ha constituido en mi médico, y como sabe de todo, tengo gran confianza en él.

    -Pero, en fin, ¿es verdad que sufrís, Valentina? -preguntó vivamente Morrel. .

    -¡Oh, Dios mío!, no puede llamarse sufrir; experimento un malestar general, eso es todo; he perdido el apetito y me parece que mi estómago sostiene una lucha como para acostumbrarse a alguna cosa.

    Noirtier no perdía una palabra de cuanto decía Valentina.

    -¿Y qué método seguís para esa enfermedad desconocida?

    -Es muy sencillo -dijo Valentina-, todas las mañanas tomo una cucharada de la poción que traen para mi abuelo; cuando digo una cucharada quiero decir que he empezado por una; ahora ya tomo hasta cuatro.

    Valentina se sonrió, pero había algo de tristeza y sufrimiento en aquella sonrisa.

    Ebrio de amor, Maximiliano la miraba en silencio; era muy hermosa, pero su palidez había aumentado, sus ojos brillaban con un fuego más ardiente que de costumbre, y sus manos, blancas como el nácar, parecían de cera que una tinta pajiza se apodera de ella con el tiempo.

    El joven apartó sus ojos de Valentina y los fijó en el señor Noirtier. Este, con su extraña y profunda inteligencia, contemplaba a la joven absorta en su amor; pero al igual que Morrel, seguía la huella de un sufrimiento secreto y tan poco visible que sólo se revelaba a los ojos del padre y del amante.

    -Pero -dijo Morrel-, esa poción de la que habéis llegado a tomar cuatro cucharadas, la creo preparada para el señor Noirtier.

    -Sé que es muy amarga; tanto, que cuanto bebo después me parece que tiene el mismo gusto.

    Noirtier miró a su nieta con ojos interrogadores.

    -Sí, abuelo -dijo Valentina-, así es; hace un instante, antes de bajar a vuestro cuarto, bebí un vaso de agua con azúcar; pues bien tuve que dejar la mitad, tan amarga me pareció.

    Noirtier palideció, a hizo señas de que quería hablar.

    Valentina se levantó para ir a buscar el diccionario: Noirtier la seguía con la vista con una angustia indecible.

    En efecto, la sangre subía a la cabeza de la joven. Sus mejillas se enrojecieron.

    -Es singular -dijo-, me mareo, parece que el sol ha herido mis ojos.

    Y se apoyó en la ventana.

    -No hay sol -dijo Morrel, más inquieto aún por la expresiva cara de Noirtier que por la indisposición de Valentina, y corrió hacia ella.

    Valentina se sonrió.

    -¡Tranquilízate, abuelo mío! -dijo a Noirtier-. No os inquietéis, Maximiliano, no es nada, ya pasó; pero escuchad..., ¿no oís el ruido de un carruaje en el patio de entrada?

    Abrió la puerta del cuarto de Noirtier, se asomó a la ventana del corredor y regresó precipitadamente.

    -Sí -dijo-, la señora Danglars y su hija que vienen a visitarnos; adiós, me marcho, porque vendrían a buscarme aquí, o mejor dicho, hasta la vuelta; permaneced aquí, Maximiliano, os prometo no tardar.

    Maximiliano la siguió con la vista, la observó mientras cerraba la puerta, y la oyó subir por la escalera que conducía al mismo tiempo al cuarto de la señora de Villefort y al suyo.

    Cuando la joven hubo salido, Noirtier hizo señas a Morrel de que tomase el diccionario.

    Morrel obedeció; guiado por Valentina se había acostumbrado a comprender las señas del anciano, mas como era preciso recorrer las letras del alfabeto y buscar palabra por palabra en el diccionario, sólo al cabo de diez minutos pudo traducir el pensamiento de Noirtier.

    -Buscad el vaso de agua y la botella que están en el cuarto de Valentina.

    Morrel tiró de la campanilla y se presentó el criado que había sustituido a Barrois, al que dio esta orden en nombre de Noirtier.

    El criado volvió al instante; la botella y el vaso estaban vacíos. Noirtier hizo señal de que quería hablar.

    -¿Por qué el vaso y la botella están vacíos? -preguntó-. Valentina dijo que no había bebido más que la mitad del vaso.

    -No sé -respondió el criado-, pero la camarera está en el cuarto de la señorita Valentina, y ella quizá los habrá vaciado.

    -Preguntadle -dijo Morrel, adivinando esta vez el pensamiento del señor Noirtier por su mirada.

    El criado salió y volvió en seguida.

    -La señorita Valentina ha pasado por su cuarto para ir al de la señora de Villefort -dijo-, y teniendo sed bebió lo que quedaba del vaso; la botella la vació el señorito Eduardo para hacer un estanque para sus pájaros.

    Noirtier levantó los ojos al cielo, como hace el jugador que aventura a un solo golpe toda su fortuna.

    A partir de aquel momento, los ojos del anciano se fijaron en la puerta y no se apartaron de aquella dirección.

    Eran la señora Danglars y su hija las que vio Valentina; las hicieron pasar a la habitación de la señora de Villefort, que dijo recibiría en ella y he aquí por qué Valentina había pasado por su cuarto que comunicaba con el de Eduardo y el de la señora de Villefort.

    Las dos mujeres penetraron en el salón con aquella seria frialdad que anunciaba una comunicación oficial.

    Entre las personas del gran mundo, pronto se conoce y se adopta un sistema: la señora de Villefort tomó una actitud igual a la de sus visitas; Valentina se presentó en aquel momento y empezaron de nuevos los cumplidos.

    -Querida amiga -dijo la baronesa, mientras las jóvenes se daban las manos-, vengo con Eugenia a anunciaros su próximo enlace con el príncipe Cavalcanti.

    Danglars daba siempre a éste el título de príncipe; al banquero le parecía que sonaba mejor que el de conde.

    -Permitidme, pues, que os dé mis sinceros parabienes -respondió la señora de Villefort-. El príncipe Cavalcanti parece un joven dotado de excelentes cualidades.

    -Si hablamos como dos amigas -dijo sonriéndose la baronesa-, debo deciros que el príncipe no es aún lo que será: hay todavía en él algunas de aquellas rarezas que hacen que los franceses reconozcamos a primera vista al gentilhombre italiano o alemán. Parece, con todo, que tiene muy buen corazón, bastante talento, y en cuanto a lo demás, dice Danglars, que su fortuna es majestuosa: estas son sus palabras.

    -Y además -añadió Eugenia, pasando las hojas del álbum de la señora de Villefort-, añadid, señora, que tenéis una inclinación particular a ese joven.

    -Y -dijo la señora de Villefort- considero inútil preguntaros si participáis de esa inclinación.

    -¡Yo! -respondió Eugenia con serenidad imperturbable-, ¡oh!, nada de eso, señora, mi vocación no es la de encadenarme, sujetándome a los cuidados de una casa y a los caprichos de un hombre, sea el que quiera: mi vocación es la de artista, y tengo siempre libre el corazón, mi persona y mi pensamiento.

    Eugenia dijo estas palabras con un tono tan enérgico y resuelto que Valentina se sonrojó; la tímida joven no podía comprender aquella naturaleza vigorosa que parecía no participar en nada de la timidez de la mujer.

    -Por lo demás -continuó-, puesto que estoy destinada al matrimonio, debo dar gracias a la Providencia, que me ha procurado los desdenes del señor Alberto de Morcef, porque sin eso me vería hoy convertida en la esposa de un hombre perdido.

    -Es cierto -dijo la baronesa, con aquella extraña sencillez que se encuentra a veces en las señoras, y que el trato con personas de otra esfera no les hace perder- A no ser por las dudas de Morcef, mi hija se casaba con Alberto; el general tenía mucho empeño en ello, y había venido expresamente a ver a Danglars para que consintiese: de buena nos hemos librado.

    -Pero --observó Valentina-, ¿la deshonra del padre recae sobre el hijo? Alberto me parece muy inocente de la traición del general.

    -Escuchadme, mi buena amiga -dijo la implacable Eugenia-. Alberto recibirá y merece su parte; después de haber provocado ayer en la Ópera al conde de Montecristo, hoy le ha presentado sus excusas sobre el terreno.

    -¡Eso es imposible! -dijo la señora de Villefort.

    -¡Ay!, amiga mía --dijo la señora Danglars, con aquella sencillez que ya hemos visto en ella-, es cierto, lo sé por Debray que se halló presente.

    Valentina también sabía la verdad, pero guardó silencio. Aquella conversación llevó su pensamiento a la habitación de Noirtier, adonde la esperaba Morrel.

    Absorta en estas ideas hacía ya un momento que no tomaba parte en la conversación, y aun le hubiera sido imposible el decir de lo que hablaban hacía rato, cuando de pronto la mano de la señora de Danglars, que se apoyaba en su brazo, la sacó de su ensimismamiento.

    -¿Qué hay, señora? -dijo Valentina, como si hubiese recibido una descarga eléctrica.

    -Hay, mi querida Valentina -dijo la baronesa-, que sufrís sin duda alguna.

    -¿Yo? -dijo la joven pasando la mano sobre su frente, que ardía.

    -Sí; miraos en ese espejo. Os habéis puesto encarnada y pálida dos veces en menos de un minuto.

    -Realmente, estáis muy pálida -dijo Eugenia.

    Por poco que lo estuviese, aprovechó la ocasión para retirarse; además, la señora de Villefort vino en su ayuda.

    -Retiraos, Valentina -dijo-, sufrís realmente, y estas señoras tendrán la bondad de excusaros; tomad un vaso de agua pura, que os hará bien.

    Valentina abrazó a Eugenia, saludó a la señora de Danglars, que estaba ya en pie para retirarse, y salió.

    -Esta pobre niña me tiene con cuidado y no me admiraría que le sucediese algún accidente -dijo la señora de Villefort.

    Entretanto Valentina, con una especie de exaltación desconocida para ella, sin responder a unas palabras que le dijo el niño, salió a la escalera. Bajó todos los escalones, menos los tres últimos; oyó la voz de Morrel, cuando de repente perdió la vista, su pie perdió el escalón, sus manos no tuvieron fuerza para sujetarse al pasamano y rodó por la escalera.

    Morrel abrió la puerta, dio un salto y halló a Valentina en el suelo; ésta abrió los ojos.

    -¡Oh! ¡Qué torpe soy! ---dijo-, ya no sé andar, ¡había olvidado que aún me faltaban tres escalones!

    -¿Os habéis lastimado, Valentina? --exclamó Maximiliano--, ¡Dios mío! ¡Dios mío!

    -No, no; os digo que todo ha pasado, no ha sido nada; ahora dejadme que os diga una cosa: dentro de tres días hay un banquete, una comida de boda; todos estamos invitados, mi padre, la señora de Villefort y yo, según he oído.

    -¿Cuándo nos ocuparemos nosotros de esos preparativos? ¡Oh! ¡Valentina! Vos que tanto ascendiente tenéis sobre vuestro abuelo, procurad que diga: muy pronto.

    -Entonces, ¿contáis conmigo para estimular la lentitud y avivar la memoria de mi abuelo?

    -Sí, pero haced que sea pronto; hasta que no seáis mía, Valentina, tengo miedo de perderos.

    -¡Oh! -respondió Valentina con un movimiento convulsivo-. ¡Oh!, de veras, Maximiliano, resultáis muy miedoso para ser oficial; vos de quien se dice que jamás conocisteis el miedo. ¡Ah!, ¡ah!, ¡ah!

    Y prorrumpió en una risa dolorosa, sus brazos se enderezaron retorciéndose, su cabeza cayó sobre el sillón y quedó sin movimiento. El grito de terror que Dios había quitado de los labios del anciano salió de su mirada.

    Morrel comprendió que se trataba de llamar para que la socorriesen.

    El joven tiró fuertemente del cordón de la campanilla. La camarera que estaba en el cuarto de Valentina y el criado que reemplazó a Barrois acudieron al mismo tiempo.

    Valentina estaba tan pálida, fría a inmóvil, que sin escuchar lo que les decían, salieron por el corredor, pidiendo socorro; tal era el miedo que reinaba en aquella casa maldita.

    La señora de Danglars y Eugenia, que salían, pudieron enterarse de la causa de aquel rumor.

    -Ya os lo había dicho -dijo la señora de Villefort-, ¡pobre criatura!

    En el mismo instante, oyóse la voz del señor de Villefort, que gritaba desde su despacho:

    -¿Qué ocurre?

    Morrel consultó con una mirada a Noirtier, que había recobrado su serenidad, y con la vista le indicó el despacho en el que otra vez, en circunstancia semejante, se había refugiado. Apenas tuvo tiempo para coger el sombrero y entrar en el despacho, ya se oían los pasos del procurador del rey en el pasillo.

    Villefort entró precipitadamente en la estancia, corrió hacia Valentina y la tomó en sus brazos.

    -¡Un médico! ¡Un médico!, el señor d'Avrigny... Pero será mejor que vaya yo mismo -y salió del cuarto. Por la otra puerta se escapó Morrel.

    Su corazón acababa de ser herido por un recuerdo terrible. Aquella conversación que oyó entre el doctor y Villefort, la noche en que falleció la señora de Saint-Merán, acudió a su imaginación. Aquellos síntomas, aunque en un grado más espantoso, eran también los que precedieron a la muerte de Barrois.

    Al mismo tiempo, parecióle que resonaba en su oído la voz de Montecristo que le había dicho no hacía aún dos horas:

    -Cualquier cosa que necesitéis, Morrel, acudid a mí, puesto que yo puedo mucho.

    Más veloz que el pensamiento, corrió desde el arrabal San Honoré a la calle de Matignón, y desde allí a la entrada de los Campos Elíseos.

    Al mismo tiempo, el señor de Villefort llegaba en un carruaje de alquiler a la puerta de la casa del doctor d'Avrigny. Llamó con tanta energía que el portero salió asustado; subió la escalera sin fuerzas para hablar; el portero, que le conocía, le dejó pasar gritándole solamente:

    -En su despacho, señor procurador del rey, en su despacho.

    Villefort empujaba ya, o más bien forzaba la puerta.

    -¡Ah! -dijo el doctor-. ¿Sois vos?

    -Sí -dijo Villefort, cerrando la puerta-; sí, doctor, soy yo, que vengo a preguntaros a mi vez si estamos solos. Doctor, mi casa es una casa maldita.

    -¿Qué ocurre? -dijo éste fríamente en apariencia, pero con grande conmoción interior-. ¿Tenéis algún enfermo?

    -Sí, doctor -gritó Villefort mesándose los cabellos con mano convulsiva-; sí, doctor.

    La mirada de d'Avrigny significaba:

    -Os lo había predicho.

    En seguida sus labios pronunciaron lentamente estas palabras:

    -¿Quién va a morir? ¿Qué nueva víctima va a acusaros ante Dios de vuestra debilidad?

    Un suspiro doloroso salió del corazón de Villefort. Se acercó al médico y le agarró por un brazo.

    -¡Valentina! -dijo-. ¡Ha tocado el turno a Valentina!

    -¡Vuestra hija! -exclamó d'Avrigny lleno de dolor y de sorpresa.

    -¿Veis como estabais equivocado? -dijo el magistrado-, venid a verla, y junto a su lecho de dolor pedidle perdón por haber sospechado de ella.

    -Cada vez que me habéis avisado ha sido ya tarde -dijo el doctor-; no importa, voy, pero démonos prisa, no puede perderse tiempo con los enemigos que atacan vuestra casa.

    -¡Oh!, esta vez no me echaréis en cara mi debilidad. Esta vez conoceré al asesino y le castigaré.

    -Tratemos de salvar la vida a la víctima antes de pensar en vengar su muerte. Vamos.

    Y el carruaje en que había ido Villefort le condujo de nuevo rápidamente acompañado de d'Avrigny, al mismo tiempo en que por su parte Morrel llamaba a la puerta de Montecristo.

    El conde se hallaba en su despacho, y pensativo leía dos renglones que Bertuccio acababa de escribirle.

    Al oír anunciar a Morrel, del que no hacía dos horas que se había separado, el conde levantó la cabeza.

    Para él como para el conde, habían ocurrido muchas cosas durante aquellas dos horas, porque el joven que le dejó con la risa en los labios, se presentaba con la fisonomía alterada. El conde se levantó y salió al encuentro de Morrel.

    -¿Qué ocurre, Maximiliano? Estáis pálido y con la frente bañada en sudor.

    Morrel cayó en un sillón.

    -Sí -dijo-; he venido corriendo, tenía necesidad de hablaros.

    -¿Todos están bien en vuestra casa? -preguntó el conde con un tono tan afectuoso que nadie podía dudar de su sinceridad.

    -Gracias, conde, gracias -dijo el joven visiblemente perplejo sobre el modo de iniciar la conversación-. Sí, mi familia está bien.

    -Tanto mejor. ¿Y sin embargo, tenéis algo que decirme? -le dijo el conde cada vez más inquieto.

    -Sí -dijo Morrel-, acabo de salir de una casa en que la muerte ha entrado, para correr a vos.

    -¿Venis de casa de Morcef? -dijo Montecristo.

    -No -dijo Morrel-; ¿es que ha muerto alguien en casa de Morcef?

    -El general se ha saltado la tapa de los sesos -respondió fríamente Montecristo.

    -¡Pobre condesa! -dijo Maximiliano-, es a ellos a quien compadezco.

    -Compadeced también a Alberto, Maximiliano; porque, creedme, es un hijo digno de la condesa. Sin embargo, volvamos a vos: ¿veníais para decirme algo? ¿Tendría la dicha de que necesitaseis de mí?

    -Sí; necesito de vos. Es decir, he creído como un insensato que podríais socorrerme en unas circunstancias en que sólo Dios puede hacerlo.

    -Hablad -respondió Montecristo.

    -¡Oh! -dijo Morrel-, no sé si me será permitido revelar semejante secreto a oídos humanos, pero la fatalidad me conduce y la necesidad me obliga a ello, conde...

    Morrel se detuvo vacilante.

    -¿Creéis que os quiero? -le preguntó Montecristo, cogiéndole cariñosamente la mano.

    -Vos me animáis, y además hay algo aquí -y puso la mano sobre el corazón- que me dice que no debo tener secretos para vos...

    -Tenéis razón, Morrel; Dios habla por vuestro corazón, seguid sus impulsos.

    -Conde, ¿me permitís que mande a Bautista a preguntar de parte vuestra por una persona a quien conocéis?

    -Me he puesto completamente a vuestra disposición, y con mucha mayor razón mis criados.

    -¡Ahl, es que no puedo vivir hasta que no sepa que está mejor. -¿Queréis que llame a Bautista?

    -No; voy a hablarle yo mismo.

    Morrel salió, llamó a Bautista, le dijo en secreto algunas palabras, y el criado salió corriendo.

    -Y bien, ¿le habéis enviado ya? -preguntó Montecristo, viendo entrar a Morrel.

    -Sí; y voy a estar algo más tranquilo.

    -Sabéis que estoy esperando -dijo Montecristo sonriéndose.

    -Sí, y yo hablo: escuchad. Una tarde que estaba en un jardín oculto entre las flores, y que nadie podía pensar que yo me hallaba allí, pasaron dos personas tan cerca, permitid que calle por ahora sus nombres, que pude oír toda su conversación, sin perder una palabra, aunque hablaban en voz baja.

    -Me vais a contar algo terrible, a juzgar por vuestra palidez y vuestro temblor.

    -¡Oh!, sí, muy terrible, amigo mío; acababa de morir uno en la casa del amo del jardín en que yo me hallaba: una de las dos personas cuya conversación oía era el amo del jardín, la otra el médico: el primero confiaba al segundo sus temores y sus penas, porque era la segunda vez en un mes que la muerte, rápida a inesperada, se presentaba en aquella casa que se creería designada por algún ángel exterminador, a la cólera del Señor.

    -¡Ah!, ¡ah! -dijo Montecristo mirando fijamente al joven y volviéndose en su sillón, de modo que su cara quedó en la sombra, mientras la de Morrel quedaba de lleno inundada por la luz.

    -Sí -continuó éste-, la muerte había entrado dos veces en esta casa en un mes.

    -¿Y qué respondía el doctor? -inquirió Montecristo.

    -Respondía... que aquella muerte no era natural, y debía atribuirse...

    -¿A qué?

    -Al veneno.

    -¿De veras? -dijo Montecristo, con aquella tos ligera que en los momentos de gran emoción le servía para disimular, ya sea lo sonrosado o pálido de su rostro, ya la atención misma con que escuchaba-, ¿de veras, Maximiliano, habéis oído todas esas cosas?

    -Sí, querido conde, las he oído, y el doctor añadió que si un suceso como éste se repetía, se creería obligado a dar parte a la justicia.

    Montecristo escuchaba o parecía escuchar con la mayor calma y serenidad.

    -Y bien, la muerte se ha presentado por tercera vez -dijo Maximiliano-, y ni el amo de la casa, ni el doctor han hecho nada. La muerte va a asestar su cuarto golpe, conde, ¿a qué creéis que me obliga el conocimiento de este secreto?

    -Querido amigo -le respondió Montecristo-, me parece que contáis una aventura que todos conocemos. La casa en que habéis oído eso yo la conozco, o al menos una igual, en que hay jardín, padre de familia, doctor y tres muertes extrañas a inesperadas; pues bien, yo que no he interceptado secretos, pero lo sabía como vos, ¿tengo escrúpulos de conciencia? No, nada tengo que ver en todo ello. Decís que un ángel exterminador parece que ha señalado esa casa a la cólera del Señor; ¿y quién os dice que vuestra suposición no es una realidad? No veáis las cosas que no ven los que tienen un interés en ello. Si es la justicia y no la cólera de Dios, la que está en esa casa, Maximiliano, volved la cabeza y dejad paso a la justicia de Dios.

    Morrel tembló: había un no sé qué de terrible, lúgubre y solemne en las palabras de conde.

    -Además -continuó con un cambio de voz tan marcado que habríase dicho que aquellas palabras no salían de la boca del mismo hombre-, ¿quién os ha dicho que volverá a empezar?

    -Empieza de nuevo, conde, y he aquí por qué he venido a buscaros.

    -Y bien, ¿qué queréis que haga, Morrel? ¿Quisierais, por casualidad que avisara al procurador del rey?

    Montecristo articuló estas últimas palabras con tanta claridad y una acentuación tan marcada, que Morrel se levantó gritando:

    -¡Conde!, ¡conde! sabéis de quién quiero hablar, ¿no es verdad?

    -Desde luego, mi buen amigo, y voy a probároslo indicándoos las personas; os paseasteis una tarde, en el jardín del señor de Villefort, y según lo que me habéis dicho, presumo que fue la tarde de la muerte de la señora de Saint-Merán; habéis oído a Villefort hablar con d'Avrigny, de la muerte del señor de Saint-Merán y de la no menos espantosa de la baronesa. El doctor decía que creía ver en aquello un envenenamiento, y he aquí vos, hombre de bien por excelencia, hace dos meses ocupado en sondear vuestro corazón para saber si debéis revelar este secreto o callarlo. No nos encontramos en la Edad Media, amigo querido, y no hay Santa Vehma, ni jueces francos: ¿qué diablos queréis con esa gente? Conciencia, ¿qué me quieres?, como dice Sterne. ¡Eh!, querido mío, dejadles dormir, si duermen; dejadles palidecer en sus insomnios, si tienen insomnios, y por el amor de Dios, dormid vos, que no tenéis remordimientos que os impidan el hacerlo.

    Un dolor espantoso reflejóse en el rostro de Morrel; cogió la mano de Montecristo.

    -¡Pero empieza de nuevo, os he dicho!

    -¡Y bien! -dijo el conde, admirado de aquella tenacidad que no comprendía, y mirando con atención a Maximiliano--, dejad que empiece: es una familia de Atridas. Dios les ha condenado, y sufrirán su sentencia. Todos desaparecerán, como frailes que los niños hacen con las cartas, y que caen con un soplo aunque sean doscientos. Hace tres meses fue el señor de Saint-Merán; poco después, su mujer. Hace pocos días, Barrois; hoy será el viejo Noirtier o la joven Valentina.

    -¡Vos lo sabíais! -exclamó Morrel con un terror tal, que el propio Montecristo, que si hubiese visto hundirse el cielo hubiera permanecido impávido, tuvo que estremecerse y temblar-. ¿Lo sabíais, y nada me habéis dicho?

    -¿Y qué importa? -respondió Montecristo-, ¿conozco yo acaso a esa gente? ¿Y es preciso que pierda a uno por salvar a otro? Por vida mía que entre el culpable y la víctima no sé a quién dar la preferencia.

    -¡Pero yo! ¡Yo! -gritó Morrel fuera de sí-. ¡Yo la amo!

    -¿Vos amáis? ¿A quién? -dijo Montecristo, cogiendo las dos manos que Morrel elevaba hacia el cielo.

    -Amo como un insensato, locamente, como un hombre que daría toda su sangre por evitar que derramase una lágrima; amo a Valentina de Villefort, a quien asesinan en este instante. ¿Lo oís?, la amo, y pido a Dios y a vos que me ayuden a salvarla.

    Montecristo dio un grito parecido al rugido del salvaje, y exclamó:

    -¡Desdichado! ¡Amas a Valentina! ¡A esa hija de una raza maldita!

    Jamás había visto Morrel semejante expresión. Jamás mirada tan terrible se había presentado ante sus ojos; ni el genio del terror, que tantas veces apareciera en los campos de batalla y en las noches homicidas de Argelia, se le había presentado con fulgor más siniestro. Quedóse aterrado.

    Montecristo, después de pronunciar aquellas palabras, cerró un momento los ojos, como alucinado por una revelación interior; durante un instante permaneció recogido en sí, con tal poder que poco a poco viose sosegarse su alterado pecho; aquel silencio, aquella lucha duraron unos veinte segundos.

    En seguida, el conde, levantando su pálida frente, dijo:

    -Ya veis, querido amigo, cómo Dios sabe castigar a los hombres más fanfarrones, a los más indiferentes con los terribles espectáculos que presenta a su vida; yo, que miraba, espectador impasible y curioso, el desenlace de esa lúgubre tragedia; yo, que parecido al ángel malo, reía del mal que hacen los hombres al abrigo del secreto, y el secreto es fácil para los ricos y poderosos, he aquí que a mi vez me siento mordido por la serpiente, cuya tortuosa marcha observaba, y mordido en el mismo corazón.

    Morrel dio un suspiro.

    -Vamos, vamos -continuó el conde-, basta de quejas. Sed hombre, sed fuerte y esperad, porque estoy yo aquí y velo por vos.

    Morrel meneó tristemente la cabeza.

    -Os digo que esperéis, ¿me comprendéis? Habéis de saber que jamás miento y nunca me engaño. Son las doce, querido amigo; dad gracias al cielo que habéis venido a esta hora, en lugar de esta tarde o de mañana por la mañana. Prestad atención a lo que voy a deciros, Morrel: si Valentina no ha muerto a la hora presente, no morirá.

    -¡Oh, Dios mío! ¡Dios mío! -exclamó Morrel-, ¡yo que la dejé expirando!

    El conde puso una mano sobre su frente. ¿Qué ocurriría dentro de aquella cabeza llena de tan espantosos secretos? ¿Qué dijo a aquel espíritu implacable y humano a la vez el ángel de la luz o el de las tinieblas? Dios sólo lo sabe. Montecristo levantó la cabeza, y su fisonomía estaba tranquila como el niño que se despierta.

    -Maximiliano -dijo-. Regresad tranquilamente a vuestra casa; os recomiendo que no deis un paso, que nada intentéis, que no dejéis ver en vuestro semblante la más pequeña sombra de precaución; yo os daré noticias, id.

    -¡Dios mío! -dijo Morrel-, me asustáis, conde, con vuestra sangre fría. ¿Podéis algo contra la muerte? ¿Sois algo más que un hombre? ¿Sois un ángel o un dios?

    Y el joven, a quien ningún peligro había hecho dar un paso atrás, retrocedió ante el conde, lleno de terror indecible.

    -Puedo bastante, amigo mío -respondió el conde-; id, tengo necesidad de estar solo.

    El pobre joven, fascinado por el ascendiente que el conde ejercía sobre cuantos le rodeaban, no procuró sustraerse a él. Estrechóle la mano y salió.

    Detúvose a la puerta, esperando a Bautista, al que vio venir corriendo por la calle de Matignón.

    Entretanto Villefort y d'Avrigny, que habían llegado, encontraron a Valentina desmayada aún; el médico examinó a la enferma con el cuidado que reclamaban las circunstancias y con la profundidad que le daba el conocimiento del secreto. Villefort, pendiente de sus miradas y de sus labios, esperaba el resultado de aquel examen; Noirtier, más pálido que la joven y más ansioso de una solución que el mismo Villefort, esperaba también, y todo era en él impaciencia y ansiedad.

    Al fin, d'Avrigny dijo lentamente estas palabras.

    -Aún vive.

    -¡Aún! -dijo Villefort-, ¡oh!, doctor, ¡qué palabras tan dulces acabáis de pronunciar!

    -Sí -dijo el médico-; repito mi frase; aún vive, y me sorprende mucho.

    -¿Pero se salvará? -preguntó el padre.

    -Sí, puesto que vive aún.

    En aquel momento, la mirada de d'Avrigny se encontró con la de Noirtier; sus ojos brillaban con una alegría extraordinaria; leíase en su vista un pensamiento tan profundo que llamó la atención del facultativo.

    Dejó caer de nuevo en el sillón a la joven, cuyos blanquecinos labios apenas se distinguían de su rostro, y permaneció inmóvil, mirando a Noirtier, por el que todos los movimientos del médico eran comentados y comprendidos.

    -Caballero -dijo d'Avrigny a Villefort-, llamad a la doncella de Valentina, os lo ruego.

    Villefort dejó la cabeza de su hija que sostenía en sus manos, y fue él mismo a llamar a la doncella. En el momento se cerró la puerta; d'Avrigny se acercó a Noirtier.

    -¿Queréis decirme algo? -le preguntó.

    El anciano cerró y abrió prontamente los ojos; era la única señal afirmativa que podía hacer.

    -¿A mí solo?

    -Sí -dijo Noirtier.

    -Bien, entonces me quedaré con vos.

    Villefort entró seguido de la doncella, y tras ésta, la señora de Villefort.

    -¿Pero qué le ocurre a esta niña querida? -dijo-, salió de mi cuarto, se quejaba, decía que estaba indispuesta, pero nunca creí que fuese cosa tan seria.

    Y con los ojos llenos de lágrimas y con todas las señales de amor de una verdadera madre, se acercó a la joven, cuyas manos cogió.

    El médico continuaba mirando a Noirtier. Vio los ojos del anciano dilatarse, abrirse redondos, sus mejillas ponerse cárdenas y temblar, y el sudor inundar su frente.

    -¡Ah! -exclamó involuntariamente, siguiendo la dirección de la mirada de Noirtier, es decir, fijando sus ojos en la señora de Villefort, que repetía:

    -¡Pobre niña! Mejor estará en su cama; venid, Fanny, la acostaremos.

    D'Avrigny, que vio en aquella proposición un medio de quedarse a solas con Noirtier, hizo señal con la cabeza de que efectivamente era lo mejor que podía hacerse, pero prohibió expresamente que tomase nada sin que él lo mandase.

    Lleváronse a Valentina, que había vuelto en sí, pero que no podía moverse ni casi hablar, tal era el estado en que la había dejado aquel ataque.

    Saludó con la vista a su abuelo, al que parecía que le arrancaban el alma al verla salir.

    D'Avrigny siguió a la enferma, terminó sus recetas, mandó a Villefort que tomase un coche, y fuese en persona a la botica a hiciese preparar a su vista los medicamentos recetados, que los trajese él mismo, y le esperase en el cuarto de su hija. Y renovando la prohibición de darle nada, bajó al cuarto de Noirtier, cerró la puerta, y después de asegurarse de que no podía ser oído por nadie de fuera, le dijo:

    -Veamos, ¿sabéis algo de la enfermedad de vuestra nieta?

    -Sí -hizo el anciano.

    -Escuchad, no podemos perder tiempo; voy a preguntaros, vos me responderéis.

    Noirtier hizo señal de que estaba pronto a responder.

    -¿Habíais previsto el accidente que ha sucedido hoy a Valentina?

    -Sí.

    El doctor reflexionó un instante, y luego se acercó a Noirtier.

    -Perdonad lo que voy a deciros, pero en las terribles circunstancias en que estamos, no debe descuidarse el menor indicio. ¿Visteis morir al pobre Barrois?

    Noirtier levantó los ojos al cielo.

    -¿Sabéis de qué murió? -preguntó d'Avrigny, apoyando una mano sobre el hombro de Noirtier.

    -Sí -respondió el anciano.

    -¿Pensáis que su muerte fue natural?

    Algo parecido a una sonrisa quiso asomarse a los inertes labios de Noirtier.

    -¿Entonces habéis creído que Barrois fue envenenado?

    -Sí.

    -¿Creéis que el veneno de que fue víctima se había preparado para él?

    -No.

    -¿Creéis que sea la misma mano que envenenó a Barrois, queriendo hacerlo con otro, la que ha envenenado a Valentina?

    -Sí.

    -¿Entonces va a sucumbir? -preguntó d'Avrigny, fijando en Noirtier una profunda mirada y esperando el efecto que producirían en él estas palabras.

    -¡No! -respondió con un aire de triunfo que hubiese bastado a desbaratar las conjeturas del más hábil adivino.

    -¿Esperáis? -dijo sorprendido d'Avrigny.

    -Sí.

    -¿Qué es lo que esperáis?

    El anciano dio a entender con los ojos que no podía responder.

    -¡Ah!, sí; es verdad -dijo d'Avrigny, y volviéndose a Noirtier, dijo-; ¿Esperáis que el asesino se cansará?

    -No.

    -¿Esperáis que el veneno resulte ineficaz para Valentina?

    -Sí.

    -No creo enseñaros nada de nuevo, si os digo que han tratado de envenenarla, ¿verdad? -añadió d'Avrigny.

    El anciano le hizo seña de que no le quedaba duda de ello.

    -¿Cómo esperáis entonces que Valentina se libre de la muerte?

    Noirtier mantuvo los ojos obstinadamente fijos en el mismo sitio. D'Avrigny siguió la dirección de los ojos del anciano, y vio que se dirigían a una botella que contenía la poción que tomaba todas las mañanas.

    -¡Ah!, ¡ah! -dijo d'Avrigny iluminado por aquella señal-, ¿habéis tenido la idea...?

    Noirtier no le permitió acabar la frase.

    -Sí -expresó con la mirada.

    -De precaverla contra el veneno.

    -Sí.

    -¿Acostumbrándola paulatinamente?

    -Sí, sí, sí -hizo Noirtier con los ojos, encantado de que le comprendiesen.

    -En efecto, ¿me habéis oído decir que entraba en la composición de las pociones que os daba?

    -Sí.

    -Y acostumbrándola a ese veneno, ¿habéis querido neutralizar los efectos de otro semejante?

    La misma alegría del triunfo se dejó ver en el semblante de Noirtier.

    -Y lo habéis conseguido -dijo el doctor-; sin esa precaución, Valentina moriría hoy, sin remedio. El ataque ha sido terrible, pero al menos de este golpe Valentina no morirá.

    Una alegría sobrenatural brillaba en los ojos del anciano, levantados al cielo con una indecible expresión de reconocimiento.

    En aquel momento entró Villefort.

    D'Avrigny tomó la botella, vertió algunas gotas del contenido en su mano, y las bebió.

    -Bien, subamos al cuarto de Valentina -dijo-; daré mis instrucciones a todo el mundo, y cuidad vos mismo, señor de Villefort, de que nadie se aparte de ellas.

    En el instante en que d'Avrigny entraba en el cuarto de Valentina acompañado de Villefort, un sacerdote italiano, con su aire severo, palabras dulces y tranquilas, alquilaba para habitarla la casa inmediata a la de Villefort.

    Ignorábase en virtud de qué transacción se mudaron a las dos horas los tres inquilinos que la ocupaban, pero se dijo en el barrio que la casa no estaba segura y amenazaba ruina, lo cual no fue obstáculo para que el nuevo arrendatario se estableciese en ella la misma noche con sus modestos muebles.

    El arrendamiento fue por tres, seis o nueve años, que según la costumbre establecida por los propietarios, pagó seis meses adelantados el nuevo arrendatario, que se llamaba Giaccomo Busoni.

    En seguida llamaron a unos obreros, y en la misma noche los que se acostaron tarde vieron a los carpinteros empezando las reparaciones necesarias.



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    PROVERBIOS Y CANTARES - XLVII

    Cuatro cosas tiene el hombre
    que no sirven en la mar:
    ancla, gobernalle y remos,
    y miedo de naufragar.


    Antonio Machado
     
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    PROVERBIOS Y CANTARES - LII

    Discutiendo están dos mozos
    si a la fiesta del lugar
    irán por la carretera
    o campo traviesa irán.
    Discutiendo y disputando
    empiezan a pelear.
    Ya con las trancas de pino
    furiosos golpes se dan;
    ya se tiran de las barbas,
    ya se las quieren pelar.
    Ha pasado un carretero,
    que va cantando un cantar:
    «Romero, para ir a Roma,
    lo que importa es caminar;
    a Roma por todas partes,
    por todas partes se va».


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    Alejandro Dumas (Padre)
    El Conde de Montecristo

    Parte Quinta


    Capítulo nueve

    El padre y la hija

    Ya vimos en capítulos anteriores que la señora de Danglars fue a anunciar oficialmente a la de Villefort el próximo enlace matrimonial de Eugenia con Cavalcanti.

    Este anuncio, que indicaba o parecía indicar que se trataba de una decisión tomada por todos los interesados, había sido precedido de una escena de la que vamos a dar cuenta a nuestros lectores.

    Y retrocediendo un poco, volvamos a la mañana misma de aquel día de grandes desastres, al hermoso salón dorado que ya conocemos y que era el orgullo de su propietario, el barón Danglars.

    En aquel salón, hacia las diez de la mañana, se paseaba el banquero, pensativo y visiblemente inquieto, mirando a todas las puertas y deteniéndose al menor ruido; apurada ya la paciencia, llamó a un criado.

    -Esteban -le dijo-, ved por qué la señorita Eugenia me ha rogado la espere en el salón y cuál es la causa de su tardanza.

    Con esto se mitigó un poco su malhumor y recobró en parte su tranquilidad.

    Al despertarse, la señorita Danglars había hecho pedir a su padre una entrevista, para lo cual había señalado el salón dorado. La singularidad de aquel paso y su carácter oficial sobre todo habían sorprendido al banquero, que desde luego accedió a los deseos de su hija, y llegó el primero al salón.

    Esteban volvió de cumplir su encargo.

    -La doncella de la señorita -dijo- me ha encargado diga al señor que la señorita está en el tocador y no tardará en venir.

    Danglars hizo una señal con la cabeza, que indicaba que estaba satisfecho. Para con el mundo y aun con sus criados, Danglars afectaba ser el buen hombre y el padre débil; era un papel que representaba en la comedia de su popularidad, una fisonomía que había adoptado por conveniencia.

    Preciso es decir que en la intimidad de la familia, el hombre débil desaparecía, para dar lugar al marido brutal y al padre absoluto.

    -¿Por qué diantre esa loca que quiere hablarme, según dice -murmuraba Danglars-, no viene a mi despacho, y sobre todo, por qué quiere hablarme?

    Por la vigésima vez se presentaba a su imaginación aquella idea, cuando se abrió la puerta y apareció Eugenia, con un traje de raso negro, sin adornos en la cabeza y con los guantes puestos, como si se tratase de ir a sentarse en una butaca del teatro Italiano.

    -Y bien, Eugenia, ¿qué hay? -dijo el padre-, ¿y por qué esta entrevista en el salón cuando podríamos hablar en mi despacho?

    -Tenéis razón, señor -respondió Eugenia haciendo señal a su padre de que podía sentarse-, y acabáis de hacerme dos preguntas, que resumen toda la conversación que vamos a tener; voy a contestar a las dos, y contra la costumbre, antes a la segunda como a la menos compleja. He elegido este salón a fin de evitar las impresiones desagradables y las influencias del despacho de un banquero: aquellos libros de caja, por dorados que sean; aquellos cajones cerrados, como puertas de fortalezas; aquellos billetes de banco que vienen, ignoro de dónde, la multitud de cartas de Inglaterra, Holanda, España, las Indias, la China y el Perú, ejercen un extraordinario influjo en el ánimo de un padre y le hacen olvidar que hay en el mundo un interés mayor y más sagrado que la posición social y la opinión de sus comitentes; he elegido este salón que veis tan alegre, con sus magníficos cuadros, vuestro retrato, el mío, el de mi madre y toda clase de paisajes. Tengo mucha confianza en el poder de las impresiones externas; tal vez me equivoque con respecto a vos, pero ¿qué queréis?, no sería artista si no tuviese ilusiones.

    -Muy bien -respondió Danglars, que había escuchado aquella relación con una imperturbable sangre fría, pero sin comprender una palabra, absorto en sí mismo, como todo hombre lleno de pensamientos serios, y buscando el hilo de su propia idea en la de su interlocutor.

    -Ahí tenéis explicado el segundo punto -dijo Eugenia sin turbarse y con aquella serenidad masculina que la caracterizaba-, me parece que estáis satisfecho con esta explicación. Ahora volvamos al primer punto: me preguntáis por qué os he pedido esta audiencia: os lo diré en dos palabras. No quiero casarme con el conde Cavalcanti.

    Danglars dio un respingo en el sillón y levantó los ojos y los brazos al cielo.

    -¡Oh! ¡Dios mío! Sí, señor -continuó Eugenia con la misma calma-, os admiráis, bien lo veo, porque desde que se planeó este asunto no he manifestado la más pequeña oposición, porque estaba determinada, al llegar la hora, a oponer francamente a las personas que no me han consultado y a las cosas que me desagradan una voluntad firme y absoluta. Esta vez la tranquilidad, la posibilidad, como dicen los filósofos, tenía otro origen; hija sumisa y obediente... -y una ligera sonrisa asomó a los sonrosados labios de la joven-, quería acostumbrarme a la obediencia.

    -¿Y bien? -preguntó Danglars.

    -Lo he intentado con todas mis fuerzas -respondió Eugenia-, y ahora que ha llegado el momento, a pesar de los esfuerzos que he hecho sobre mí misma, me siento incapaz de obedecer.

    -Pero, en fin -dijo Danglars, que con un talento mediocre parecía abrumado bajo el peso de aquella implacable lógica, cuya calma reflejaba tanta premeditación y firmeza de voluntad-, ¿la razón de vuestra negativa, Eugenia?

    -La razón -replicó la joven- no es que ese hombre sea más feo, tonto o desagradable que otro cualquiera, no. El señor conde Cavalcanti puede pasar entre los que miran a los hombres por la cara y el talle por un buen modelo. No es porque mi corazón esté menos interesado por ése que por otro. Ese sería motivo digno de una chiquilla, que considero como indigno de mí. No amo a nadie, lo sabéis, ¿no es cierto? No veo por qué sin una necesidad absoluta iré a obstaculizar mi vida con un compañero eterno. ¿No dice el sabio: nada de más, y en otra parte: Llevadlo todo con vos mismo? Me enseñaron estos dos aforismos en latín y en griego, el uno creo es de Fedro y el otro de Bias. Pues bien, mi querido padre, en el naufragio de la vida, porque no es otra cosa el naufragio eterno de nuestras esperanzas, arrojo al mar el bajel inútil, me quedo con mi voluntad, dispuesta a vivir perfectamente sola, y por lo tanto, completamente libre.

    -¡Desgraciada! -dijo Danglars palideciendo, porque conocía por experiencia la fuerza del obstáculo que encontraba.

    -¿Desgraciada decís, señor? -repitió Eugenia-, al contrario, y la exclamación me parece teatral y afectada. Más bien dichosa, porque os pregunto, ¿qué me falta? El mundo me encuentra bella, y esto basta para que me acoja favorablemente; me gusta que me reciban bien, eso hace tomar cierta expansión a las fisonomías, y los que me rodean me parecen entonces menos feos. Tengo algo de talento y cierta sensibilidad relativa, que me permite aproveche lo que considero bueno de la existencia general, para hacerlo entrar en la mía como el mono cuando rompe una nuez para sacar lo que contiene. Soy rica, porque poseéis una de las mayores fortunas de Francia, y soy vuestra única hija, y no sois tenaz hasta el punto en que lo son los padres de la Puerta de San Martín y de la Gaité, que desheredan a sus hijas porque no quieren darles nietos. Además, la previsora ley os ha quitado el derecho de desheredarme, al menos del todo, como os ha arrebatado la facultad de obligarme a casarme con éste o con el otro. Así, pues, bella, espiritual, dotada de algún talento, como dicen en las óperas cómicas, y rica, siendo esto la dicha, ¿por que me llamáis desgraciada, señor?

    Viendo Danglars a su hija risueña y altanera hasta la insolencia, no pudo contener un movimiento de brutalidad, que se manifestó con un grito, pero fue el único. Bajo el poder de la inquisitiva mirada de su hija, y ante sus hermosas cejas negras un poco fruncidas, se volvió con prudencia y se calmó, domado por la mano de hierro de la circunspección.

    -En efecto, hija mía, sois todo lo que acabáis de decir excepto una cosa; no quiero deciros bruscamente cuál, prefiero que la adivinéis.

    Eugenia miró a su padre, sorprendida de que quisiese quitarle una flor de las de la corona de orgullo que acababa de poner sobre su cabeza.

    -Hija mía -continuó el banquero--, me habéis explicado muy bien cuáles son los sentimientos que presiden a las descripciones de una joven como vos, cuando ha decidido que no se casará. Ahora voy a deciros los motivos que tiene un padre como yo para decidir que su hija se case.

    Eugenia se inclinó, no como hija sumisa, sino como adversario dispuesto a discutir y que se mantiene a la expectativa.

    -Hija mía -continuó Danglars-, cuando un padre pide a su hija que se case, siempre tiene alguna razón para desear su matrimonio. Los unos tienen la manía que decíais ha un momento, verse renacer en sus nietos. Empezaré por deciros que no tengo esa debilidad, los goces de familia me son casi indiferentes. Puedo confesarlo así a una hija bastante filósofa para comprender esta indiferencia, sin reprocharme por ello como si se tratara de un crimen.

    -Sea en buena hora -dijo Eugenia-, hablemos francamente, así me gusta.

    -¡Oh!, veis que sin participar en tesis general de vuestra simpatía por la franqueza, me someto a ella como creo que las circunstancias lo requieren. Proseguiré, entonces. Os he propuesto un marido, no por vos, porque en verdad era lo que menos pensaba en aquel momento. Amáis la franqueza, pues ya veis. Os lo propuse, porque tengo necesidad de que toméis ese esposo, lo más pronto posible, para ciertas combinaciones comerciales que pienso efectuar en estos momentos.

    Eugenia hizo un movimiento.

    -Como os lo digo, hija mía, y no debéis tomarlo a mal, porque vos misma me obligáis a ello. Es bien a pesar mío que entro en estas explicaciones aritméticas con una artista como vos, que teme penetrar en el despacho de un banquero, por no recibir impresiones desagradables o antipoéticas; pero en aquel despacho de banquero donde entrasteis anteayer para pedirme los mil francos que os entrego mensualmente para vuestros caprichos, sabed, mi querida, que se aprenden mochas cosas útiles, hasta las jóvenes que no quieren casarse. Se aprende, por ejemplo, y os lo diré en este salón por miedo de vuestros nervios, se aprende que el crédito de un banquero es su vida moral y física; que ese crédito sostiene al hombre como el alma anima al cuerpo, y el señor de Montecristo me hizo ayer un discurso que no olvidaré jamás. Se aprende que, a medida que el crédito se retira, el cuerpo llega a ser un cadáver, y eso le sucederá dentro de poco al banquero que se precia de ser padre de una hija de tan buena lógica.

    Eugenia alzó la cabeza con orgullo.

    -¡Arruinado! -dijo.

    -Vos decís la expresión exacta -dijo Danglars metiendo la mano por entre el chaleco, conservando, sin embargo, en su ruda fisonomía la sonrisa de un hombre sin corazón, pero que no carecía de talento-. Arruinado; sí, eso es.

    -¡Ah! -dijo Eugenia.

    -Sí, arruinado; y bien: he aquí conocido ese secreto lleno de horror, como dice el poeta trágico. Ahora escuchad cómo esta desgracia puede no ser tan grande, no diré para mí, sino para vos.

    -¡Oh! -repuso Eugenia-, sois muy mal fisonomista, si os figuráis que siento por mí el desastre que acabáis de contarme. Arruinada yo, ¿y qué me importa? ¿No me queda mí talento? ¿No puedo, como la Pasta, la Malibrán y la Grisi, adquirir lo que vos jamás podríais darme, fuese cual fuese vuestra fortuna? Ciento o ciento cincuenta mil libras de renta, que deberé únicamente a mis propios esfuerzos, y que en lugar de llegar a mis manos como dote esos miserables mil francos que me dais, reprochándome mi prodigalidad, llegarán acompañados de aclamaciones, aplausos y flores. Y aun cuando no tuviese ese talento, del que dudáis, según vuestra sonrisa, ¿no me quedará aún ese furioso amor de independencia, que vale para mí más que todas las riquezas, y que domina en mí hasta el instinto de conservación? No, no lo siento por mí; sabré siempre salir del paso; mis libros, mis pinceles y mi piano, cosas que no cuestan caras, y que podré comprar siempre, me bastan. Pensaréis quizá que me aflijo por la señora Danglars: desengañaos; o estoy muy equivocada, o mi madre ha tornado sus precauciones contra el desastre que os amenaza y que pasará sin alcanzarle; se ha puesto al abrigo, y sus cuidados no le han impedido el pensar seriamente en su fortuna; a mí me ha dejado toda mi independencia, bajo el pretexto de mi amor a la libertad; muchas cosas he visto desde que era niña, y todas las he comprendido; la desgracia no hará en mí más impresión que la que merece; desde que nací no he conocido que me amase nadie, y así a nadie amo; he aquí mi profesión de fe.

    --Conque, entonces, señorita, ¿os empeñáis en querer consumar mi ruina? -dijo Danglars, pálido de una cólera, que no provenía de la autoridad paterna ofendida.

    -¿Consumar vuestra ruina? ¿Yo...? -dijo Eugenia-, no lo entiendo.

    -Tanto mejor; eso me da alguna esperanza. Escuchad.

    -Os escucho -dijo Eugenia, mirando tan fijamente a su padre, que fue necesario que éste hiciese un esfuerzo para no bajar los ojos ante la poderosa mirada de la joven.

    -El señor de Cavalcanti se casa con vos, y al casarse os trae tres millones que coloca en mi banco.

    -¡Ah!, muy bien -dijo Eugenia con olímpico desdén, jugando con sus dedos, y alisando uno contra otro sus guantes.

    -¿Pensáis que os haré un mal si tomo esos tres millones? No; están destinados a producir más de diez; he obtenido con otro banquero, un compañero y amigo, la concesión de un ferrocarril, única industria cuyos resultados son fabulosos hoy día; dentro de ocho días debo depositar cuatro millones, y, os lo repito, me producirán diez o doce.

    -Pero durante la visita que os hice anteayer, y de la que tenéis la bondad de acordaros -dijo Eugenia-, os vi poner en caja cinco millones y medio en dos bonos del Tesoro; y por cierto, os admirabais de que no me llamase la atención un papel que tanto valía.

    -Sí, pero esos cinco millones y medio no son míos únicamente, y sí una prueba de confianza que se tiene en mí; mi título de banquero popular me ha valido la de los hospitales, y a ellos pertenecen los cinco millones y medio; en otro tiempo no hubiera titubeado en emplearlos, pero hoy se saben las grandes pérdidas que he sufrido; y, como os he dicho, el crédito empieza a alejarse de mí. De un momento a otro puede la administración reclamar este depósito, y si lo he empleado, me veo en el caso de hacer una bancarrota vergonzosa. Yo desprecio las bancarrotas, creedlo; pero no las que enriquecen, sino las que arruinan. Si os casáis con Cavalcanti y tomo los tres millones de dote, o si al menos se cree que voy a tomarlos, mi crédito se restablecerá, y mi fortuna, que desde hace uno o dos meses se hunde en un abismo abierto bajo mis pies, por una fatalidad inconcebible, vuelve a consolidarse. ¿Me entendéis?

    -Perfectamente: ¿me empeñáis por tres millones?

    -Cuanto mayor sea la suma, más lisonjero debe ser ello para vos, pues da una idea de vuestro valor.

    -Gracias. Una palabra aún: ¿me prometéis serviros de la dote que debe llevar Cavalcanti, pero sin tocar a la cantidad? No lo hago por egoísmo, sino por delicadeza. Os ayudaré a reedificar vuestra fortuna, pero no quiero ser cómplice en la ruina de otros.

    -Pero si os digo que esos tres millones...

    -Creéis salir adelante sólo con el crédito, y sin tocar a esos tres millones?

    -Así lo espero, pero con la condición de que el matrimonio habrá de consolidar mi crédito.

    -¿Podéis pagar a Cavalcanti los quinientos mil francos que me dais por mi dote?

    -Al volver de la municipalidad los tomará.

    -Bien.

    -¿Qué queréis decir con ese «bien»?

    -Que al pedirme mi firma me dejáis dueña absoluta de mi persona. ¿No es eso?

    -Exacto.

    -Entonces, bien, como os decía, estoy pronta a casarme con Cavalcanti.

    -¿Pero cuáles son vuestros proyectos?

    -¡Ah!, es mi secreto: ¿cómo podría mantenerme en superioridad sobre vos si conociendo el vuestro os revelase el mío?

    Danglars se mordió los labios.

    -Así, pues -dijo-, haced las visitas oficiales que son absolutamente indispensables: ¿Estáis dispuesta?

    -Sí.

    -Ahora me toca deciros: ¡Bien!

    Y Danglars tomó la mano de su hija, que apretó entre las suyas; pero ni el padre osó decir «gracias, hija mía», ni la hija tuvo una sonrisa para su padre.

    -¿La entrevista ha terminado? -preguntó Eugenia levantándose.

    Danglars indicó con la cabeza que no tenía más que decir.

    Cinco minutos después el piano sonaba bajo los dedos de la señorita de Armilly, y Eugenia entonaba « La maldición de Brabancio a Desdémona».

    Al final entró Esteban, y anunció que los caballos estaban enganchados y la baronesa esperaba.

    Hemos visto a las dos ir a casa de Villefort, de donde salieron a proseguir sus visitas.

    Tres días después de la escena que acabamos de referir, es decir, hacia las cinco de la tarde del día fijado para firmar el contrato de la señorita Eugenia Danglars y el conde Cavalcanti, que el banquero se empeñaba en llamar príncipe, una fresca brisa hacía mover las hojas de los árboles del jardín que daba acceso a la casa del conde de Montecristo, y cuando éste se disponía a salir, y sus caballos le esperaban piafando, refrenados por el cochero, sentado hacía ya un cuarto de hora en su sitio, el elegante faetón, que ya conocen nuestros lectores, arrojó, más bien que dejó bajar, al conde de Cavalcanti, tan dorado y pagado de sí mismo como si fuese a casarse con una princesa.

    Preguntó por la salud del conde con aquella franqueza que le era habitual, y subiendo en seguida al primer piso, se encontró con él al fin de la escalera.

    Al ver al joven, se detuvo Montecristo, pero Cavalcanti estaba llamando, y ya nada le detenía.

    -¡Eh!, buenos días, mi querido señor de Montecristo- dijo al conde.

    -¡Ah! -exclamó éste con su voz medio burlona-, señor mío, ¿cómo estáis?

    -Perfectamente, ya lo veis: vengo a hablaros de mil cosas; pero, ante todo, ¿salíais o entrabais?

    -Salía.

    -Entonces, para no deteneros subiré en vuestro carruaje, y Tom nos seguirá conduciendo el mío.

    -No -dijo con una leve sonrisa de desprecio el conde, a quien no gustaba sin duda que el joven le acompañara-, no; prefiero daros audiencia aquí: se habla mejor en un cuarto, y no hay cochero que sorprenda vuestras palabras.

    El conde entró en uno de los salones del primer piso, se sentó y, cruzando sus piernas, hizo señas a Cavalcanti para que acercase un sillón. El joven asumió un aire risueño.

    -¿Sabéis, querido conde -dijo-, que la ceremonia se celebra esta noche? A las nueve se firma el contrato en casa del futuro suegro.

    -¡Ah! ¿De veras? -dijo Montecristo.

    -¡Cómo! ¿No lo sabíais, no os ha prevenido el señor Danglars?

    -Sí; recibí ayer una carta, pero me parece que no indica la hora.

    -Es posible que se le haya olvidado.

    -Y bien -dijo el conde-, ya sois dichoso, señor Cavalcanti; es una de las mejores alianzas, y además, la señorita de Danglars es bonita.

    -Sí -respondió Cavalcanti con modestia.

    -Y, sobre todo, es muy rica; al menos, según creo.

    -¡Muy rica! ¿Vos lo creéis? -repitió el joven.

    -Sin duda; se dice que el señor Danglars oculta por lo menos la mitad de su fortuna.

    -Y confiesa que posee de quince a veinte millones -dijo Cavalcanti, en cuyos ojos brillaba la alegría.

    -Sin contar -añadió Montecristo- que está en vísperas de entrar en una negociación, ya muy usada en los Estados Unidos y en Inglaterra, pero que en Francia es completamente nueva.

    -Sí, sí; sé de lo que queréis hablar, del camino de hierro, cuya adjudicación acaba de obtener, ¿no es eso?

    -Exacto. Ganará en ella por lo menos diez millones.

    -¡Diez millones!, es magnífico -decía Cavalcanti, a quien embriagaban las doradas palabras del conde.

    -Aparte de que toda esa fortuna será vuestra un día, y que es justo, pues la señorita de Danglars es hija única: vuestra fortuna, al menos vuestro padre me lo ha dicho, es casi igual a la de vuestra futura; pero dejemos por un momento las cuestiones de dinero; ¿sabéis, señor Cavalcanti, que habéis conducido admirablemente este asunto?

    -Sí, no muy mal -respondió el joven-; yo había nacido para ser diplomático.

    -Pues bien, entraréis en la diplomacia. Ya sabéis que no es cosa que se aprenda, es instintiva... ¿Tenéis interesado el corazón?

    -En verdad, lo temo -respondió el joven con tono teatral.

    -¿Y os ama?

    -Preciso es que me ame un poco cuando se casa; sin embargo, no olvidemos una cosa esencial.

    -¿Cuál?

    -Que me han ayudado eficazmente en ese asunto.

    -¡Bah!

    -De veras lo digo.

    -¿Las circunstancias?

    -No; vos mismo.

    -¡Yo! Dejadme en paz, príncipe -dijo Montecristo recalcando singularmente el título-. ¿Qué he hecho yo por vos? ¿Vuestro nombre y vuestra posición social no bastan?

    -No -dijo el joven-; no, y por más que digáis, señor conde, yo sostendré que la posición de un hombre como vos ha hecho más que mi nombre, mi posición social y mi mérito.

    -Os equivocáis -dijo con frialdad Montecristo, que conocía la perfidia del joven, y adónde iban a parar sus palabras- mi protección la habéis adquirido merced al nombre de la influencia y fortuna de vuestro padre; jamás os había visto, ni a vos ni a él, y mis dos buenos amigos, lord Wilmore y el abate Busoni, fueron los que me procuraron vuestro conocimiento, que me ha animado, no a serviros de garantía, pero sí a patrocinaros, y el nombre de vuestro padre, tan conocido y respetado en Italia; por lo demás, yo personalmente no os conozco.

    Aquella calma, aquella libertad tan completa, hicieron comprender a Cavalcanti que estaba cogido por una mano fuerte y no era fácil quebrar el lazo.

    -¿Pero mi padre es dueño en realidad de esa gran fortuna, señor conde?

    -Así parece -respondió Montecristo.

    -¿Sabéis si ha llegado la dote que me ha prometido?

    -He recibido carta de aviso.

    -¿Pero los tres millones?

    -Los tres millones están en camino, con toda probabilidad.

    -¿Pero los recibiré efectivamente?

    -Me parece que hasta el presente el dinero no os ha faltado.

    Cavalcanti se sorprendió tanto que permaneció un momento pensativo; luego dijo:

    -Me falta solamente pediros una cosa, y ésa la comprenderéis aun cuando deba no seros agradable.

    -Hablad -dijo Montecristo.

    -Gracias a mi posición, estoy en relaciones con muchas personas de distinción, y en la actualidad tengo una porción de amigos; pero al casarme, como lo hago ante toda la sociedad parisiense, debo ser sostenido por un hombre ilustre, y a falta de mi padre, una mano poderosa debe conducirme al altar; mi padre no vendrá a París, ¿verdad?

    -Es viejo, está cubierto de llagas, y sufre una agonía en un viaje.

    -Lo comprendo; y ¡bien!, vengo a pediros una cosa.

    -¿A mí?

    -Sí, a vos.

    -¿Y cuál? ¡Dios mío!

    -Que le sustituyáis.

    -¡Ah!, mi querido joven; ¿después de las muchas conversaciones que he tenido la dicha de tener con vos, me conocéis tan mal que me pedís semejante cosa? Decidme que os preste medio millón, y aunque sea un préstamo raro, os lo daré. Sabed, y me parece que ya os lo he dicho, que el conde de Montecristo no ha dejado de tener jamás escrúpulos; mejor, las supersticiones de un hombre de Oriente en todas las cosas de este mundo; ahora bien, yo que tengo un serrallo en El Cairo, otro en Constantinopla y otro en Esmirna, ¿que presida un matrimonio?; eso no, jamás.

    -¿De modo que rehusáis?

    -Claro, y aunque fueseis mi hijo, aunque fueseis mi hermano, rehusaría lo mismo.

    -¡Ah! ¡Dios mío! -dijo Cavalcanti desorientado-, ¿cómo haré entonces?

    -Tenéis cien amigos, vos mismo lo habéis dicho.

    -Sí; pero el que me presentó en casa de Danglars, fuisteis vos.

    Nada de eso; rectifiquemos los hechos: os hice comer en mi casa un día en que él comió también en Auteuil, y después os presentasteis solo; es muy diferente.

    -Sí; pero habéis contribuido a mi boda.

    -¡Yo!, en nada, creedlo, y acordaos de lo que os respondí cuando vinisteis a rogarme que pidiese a la joven para vos; jamás contribuyo a ningún matrimonio; es un principio del que nunca me aparto.

    Cavalcanti se mordió los labios.

    -Pero, al fin --dijo-, ¿estaréis presente al menos?

    -¿Todo París estará?

    -Desde luego.

    -Pues estaré como todo París -dijo el conde.

    -¿Firmaréis el contrato?

    -No veo ningún inconveniente; no llegan a tanto mis escrúpulos.

    -En fin, puesto que no queréis concederme más, preciso me será contentarme; pero una palabra aún, conde.

    -¿Qué más?

    -Un consejo.

    -Cuidado, un consejo es más que un favor.

    -¡Oh!, éste podéis dármelo sin comprometeros.

    -Decid.

    -¿La dote de mi mujer es de quinientos mil francos?

    -Eso es lo que me dijo el propio Danglars.

    -¿Debo recibirlo o dejarlo en las manos del notario?

    -Os diré lo que sucede generalmente cuando esas cosas se hacen con delicadeza. Los dos notarios quedan citados el día del contrato para el siguiente; en él cambian los dotes y se entregan mutuamente recibo; después de celebrado el matrimonio los ponen a vuestra disposición, como jefe de la comunidad.

    -Es que yo -dijo el joven con cierta inquietud mal disimulada- he oído decir a mi suegro que tenía intención de colocar nuestros fondos en ese famoso negocio del camino de hierro de que me hablabais hace poco.

    -Y bien -repuso el conde-, según asegura todo el mundo, es un medio de que vuestros capitales se tripliquen en un año. El barón Danglars es buen padre y sabe contar.

    -Vamos, pues, todo va bien, excepto vuestra negativa, que me parte el corazón.

    -Atribuidla solamente a mis escrúpulos, muy naturales en estas circunstancias.

    -Vaya -dijo Cavalcanti-, de todos modos, sea como queréis: hasta esta noche a las nueve.

    -Hasta luego.

    Y a pesar de una ligera resistencia de Montecristo, cuyos labios palidecieron, pero que conservó su sonrisa, el joven cogió una de sus manos, la apretó, montó en su faetón y desapareció.

    Las cuatro o cinco horas que faltaban hasta las nueve, las dedicó Cavalcanti a visitar a sus numerosos amigos, invitándolos a que se hallasen presentes a la ceremonia, y tratando de deslumbrarles con la promesa de acciones, que volvieron locos después a tantos, y cuya iniciativa pertenecía a Danglars.

    En efecto, a las ocho y media de la noche, el gran salón de Danglars, las galerías y tres salones más estaban llenos de una multitud perfumada, a la que no atraía la simpatía, sino la irresistible necesidad de la novedad.

    No hace falta decir que los salones resplandecían con la claridad de mil bujías y dejaban ver aquel lujo de mal gusto que sólo tenía en su favor la riqueza.

    Eugenia Danglars estaba vestida con la sencillez más elegante: un vestido de seda blanco, una rosa blanca medio perdida entre sus cabellos más negros que el ébano, componían todo su adorno, sin que la más pequeña joya hubiese tenido entrada en él. En sus ojos un mentís dado a cuanto podía tener de virginal y sencillo aquel cándido vestido.

    La señora de Danglars, a treinta pasos de su hija, hablaba con Debray, Beauchamp y Chateau-Renaud. Debray había vuelto a entrar en la casa para aquella solemnidad, pero como otro cualquiera y sin ningún privilegio especial.

    Cavalcanti, del brazo de uno de los más elegantes dandys de la Opera, le explicaba impertinentemente, en atención a que era necesario ser bien atrevido para hacerlo, sus futuros proyectos y el progreso de lujo que pensaba hacer con sus ciento setenta y cinco mil libras de renta.

    La multitud se movía en aquellos salones como un flujo y reflujo de turquesas, rubíes y esmeraldas; como sucede siempre, las más viejas eran las más adornadas, y las más feas las que se exhibían con más obstinación. Si había algún blanco lirio o alguna rosa suave y perfumada, era preciso buscarlas en un rincón apartado, custodiadas por una vigilante madre o tía.

    A cada instante, en medio de un tumulto y risas se oía la voz de un servidor, que anunciaba un nombre conocido en la Hacienda, respetado en el Ejército o ilustre en las Letras: veíase entonces un ligero movimiento en los grupos; pero para uno que fijase la atención, cuántos pasaban inadvertidos o burlados.

    En el momento en que la aguja del macizo reloj de bronce, que representaba a Endimión dormido, señalaba las nueve, y la campana daba aquella hora, el nombre del conde de Montecristo resonó también, y como impelida por un rayo eléctrico, toda la concurrencia se volvió hacia la puerta.

    El conde venía vestido de negro, con su sencillez habitual; su chaleco blanco destacaba perfectamente las formas de su hermoso y noble pecho, su corbata negra hacía resaltar la palidez de su rostro; llevaba sobre el chaleco una cadena de oro sumamente fina.

    Formóse inmediatamente un círculo alrededor de la puerta. De una ojeada divisó el conde a la señora de Danglars en un lado del salón, a Danglars en el opuesto, y delante de él a Eugenia.

    Acercóse a la baronesa, que hablaba con la señora de Villefort, que había venido sola, porque Valentina aún no se hallaba restablecida; y sin variar de camino, porque todos le abrían paso, se dirigió de la baronesa a Eugenia, a quien cumplimentó en términos tan rápidos y reservados, que llamaron la atención de la orgullosa artista. Encontrábase a su lado Luisa de Armilly, que dio gracias al conde por las cartas de recomendación que había tenido la bondad de darle para Italia, y de las que pensaba muy pronto hacer uso. Al separarse de aquellas señoras, se encontró con Danglars, que se había acercado para darle la mano.

    Cumplidos aquellos tres deberes de sociedad, se detuvo Montecristo , paseando a su alrededor aquella mirada propia de la gente del gran mundo y que parece decir a los demás: he hecho lo que debía; ahora, que los demás hagan lo que deben.

    Cavalcanti, que se hallaba en un salón contiguo, oyó el murmullo que la presencia de Montecristo había suscitado, y vino a saludar al conde. Hallóle rodeado por la muchedumbre, que se disputaba sus palabras, como sucede siempre con aquellos que hablan poco y jamás dicen una palabra en vano.

    En aquel momento entraron los notarios, y fueron a situarse junto a la dorada mesa cubierta de terciopelo, preparada para firmar el contrato. Sentóse uno de ellos y permaneció el otro a su lado en pie.

    Iban a leer el contrato que la mitad de París presente a aquella solemnidad debía firmar: colocáronse todos; las señoras formaron círculo alrededor de la mesa, mientras los hombres, más indiferentes al estilo enérgico, como dice Boileau, hacían sus comentarios sobre la agitación febril de Cavalcanti, la atención de Danglars, la impasibilidad de Eugenia, y la manera frívola y alegre con que la baronesa trataba aquel importante asunto.

    Leyóse el contrato en medio del silencio más profundo, pero concluida la lectura empezó de nuevo el murmullo, doble de lo que antes era: aquellas inmensas sumas, aquellos millones, que venían a completar los regalos de la esposa y las joyas exhibidas en una sala destinada a aquel objeto, habían doblado la hermosura de Eugenia a los ojos de los jóvenes, y el sol se oscurecía entonces ante ella.

    Las mujeres, codiciando aquellos millones, consideraban, con todo, que no tenían necesidad de ellos para ser bellas.

    Cavalcanti, rodeado de sus amigos, agasajado, adulado, empezaba a creer en la realidad del sueño que se había forjado: poco le faltaba para perder el juicio.

    El notario tomó solemnemente la pluma, se levantó y dijo:

    -Señores, va a firmarse el contrato.

    El barón debía firmar el primero, en seguida el apoderado del señor Cavalcanti padre, la baronesa, los futuros esposos, como se dice en ese lenguaje que es corriente en el papel sellado.

    El barón tomó la pluma y firmó. En seguida lo hizo el apoderado de Cavalcanti padre.

    La baronesa se asió del brazo de la señora de Villefort.

    -Amigo mío -dijo tomando la pluma-, ¿no es algo muy triste que un incidente imprevisto ocurrido en la causa de asesinato y robo de que faltó poco fuese víctima el señor de Montecristo, nos prive del placer de ver al señor de Villefort?

    -¡Oh! ¡Dios mío! -dijo Danglars, de un modo que equivalía a decir: «me es absolutamente indiferente».

    -Tengo motivos -dijo Montecristo acercándose -para temer que soy la causa involuntaria de esta ausencia.

    -¡Cómo! ¿Vos, conde? -dijo la señora Danglars firmando--, cuidado, que si es así no os perdonaré.

    Cavalcanti tenía el oído listo y atento.

    -No será mía la culpa -dijo el conde-, y por esto quiero manifestarla.

    Escuchaban ávidamente a Montecristo, cuyos labios raras veces se desplegaban.

    -¿Recordáis -dijo el conde en medio del más profundo silencio- que el desgraciado que había venido a robarme y murió en mi casa fue asesinado al salir de ella por su cómplice, según creo?

    -Sí -dijo Danglars.

    -Pues bien, al querer auxiliarle, le desnudaron y arrojaron sus vestidos no sé dónde; la justicia los recogió; pero al tomar la chaqueta y el pantalón, olvidó el chaleco.

    Cavalcanti palideció visiblemente; veía formarse una nube en el horizonte, le parecía que la tempestad que en ella se escondía iba a descargar sobre él.

    -Pues bien, aquel chaleco se ha encontrado hoy, todo lleno de sangre y agujereado en el lado del corazón.

    Las señoras dieron un grito; dos o tres se dispusieron a desmayarse.

    -Me lo trajeron, nadie podía adivinar de dónde provenía aquel harapo; solamente yo pensé que sería probablemente el chaleco de la víctima. Dé repente, registrando mi camarero con repugnancia y precaución aquella fúnebre reliquia, encontró un papel en el bolsillo y lo sacó; era una carta dirigida a vos, barón.

    -¿A mí? -dijo Danglars.

    -¡Oh!, a vos; llegué a leer vuestro nombre, a pesar de las manchas de sangre que tenía el papel -respondió Montecristo, en medio de la general sorpresa.

    -Pero -preguntó la señora Danglars mirando a su marido--, cómo impide eso al señor de Villefort...

    -Es muy sencillo, señora -respondió Montecristo-; el chaleco y la carta constituyen lo que se llama piezas de convicción, y los he enviado al procurador del rey. Bien conocéis, mi querido barón, que en materias criminales, las vías legales son las seguras. Quizá sería alguna trama urdida contra vos.

    Cavalcanti miró fijamente a Montecristo y pasó al segundo salón.

    -Es posible -dijo Danglars-; ¿el hombre asesinado, no era un antiguo presidiario?

    -Sí -respondió el conde-, un antiguo presidiario llamado Caderousse.

    Danglars palideció levemente. Cavalcanti salió del segundo salón, y fue a la antecámara.

    -Pero firmad, firmad -dijo Montecristo--. Veo que mis palabras han conmovido a todo el mundo; os pido perdón, señora baronesa, y a vos, señorita Danglars.

    La baronesa, que acababa de estampar su firma, entregó la pluma al notario.

    -El señor príncipe de Cavalcanti -dijo el Tabelión-. Señor príncipe de Cavalcanti, ¿dónde estáis?

    -¡Cavalcanti! ¡Cavalcanti! -repitieron los jóvenes, que habían llegado a tal intimidad con el italiano, que le llamaban por el apellido sin nombrarle por su título.

    -Llamad, pues, al príncipe, advertidle que le toca firmar -dijo Danglars a un criado.

    Pero, en aquel momento, la multitud de amigos retrocedió espantada hacia el salón principal, como si un espantoso monstruo hubiese invadido la habitación. Había motivo para huir, espantarse y gritar.

    Un oficial de gendarmería colocaba a la puerta dos gendarmes, y se dirigía a Danglars precedido de un comisario de policía con su faja puesta.

    La señora Danglars lanzó un grito y se desmayó.

    Danglars, que se creía amenazado, porque ciertas conciencias jamás están tranquilas, ofreció a la vista de sus convidados un rostro descompuesto por el terror.

    -¿Qué ocurre, caballero? -preguntó Montecristo dirigiéndose al comisario.

    -¿Cuál de ustedes, señores -preguntó el magistrado sin responder al conde-, se llama Andrés Cavalcanti.

    Un grito de estupor se dejó oír por doquier.

    Buscaron, preguntaron.

    -¿Pero quién es ese Cavalcanti? -inquirió Danglars casi fuera de sí.

    -Un presidiario escapado de Tolón.

    -¿Y qué crimen ha cometido?

    -Se le acusa --dijo el comisario con su voz impasible- de haber asesinado al llamado Caderousse, su antiguo compañero de cadena, en el instante en que salía de robar en casa del señor conde de Montecristo.

    El conde dio una rápida ojeada alrededor.

    Cavalcanti había desaparecido.

    Unos instantes después de la escena de confusión producida en los salones del señor Danglars por la inesperada aparición del oficial de gendarmería y por la revelación que había seguido, el inmenso palacio se había ido quedando vacío con la misma rapidez que habría ocasionado el anuncio de un caso de peste o de cólera morbo que se hubiera producido entre los invitados. En algunos minutos, por todas las puertas, por todas las escaleras, por todas las salidas, se apresuraron todos a retirarse o, mejor dicho, a huir; porque ésa era una de aquellas circunstancias en que incluso están de más aquellas palabras de consuelo que tan importunos hacen hasta a los mejores amigos en las grandes desgracias.

    En la casa del banquero no había quedado más que el propio Danglars, encerrado en su despacho y prestando su declaración entre las manos del oficial de gendarmería. La señora de Danglars, aterrada en el tocador que ya conocemos, y Eugenia, que con la mirada altanera se había retirado a su cuarto, con su inseparable compañera, la señorita Luisa de Armilly.

    En cuanto a los numerosos criados, todavía más numerosos en esta noche que de costumbre, porque se les había agregado con motivo de la fiesta los encargados de los helados, los cocineros y los reposteros del café de París, formaban corros en las cocinas y en sus cuartos, acusando a sus amos de lo que ellos llamaban su afrenta, cuidándose muy poco del servicio, que por otra parte se encontraba naturalmente interrumpido.

    En medio de todas las personas a quienes hacían estremecer distintos intereses, únicamente dos merecen que nos ocupemos de ellas: Eugenio Danglars y Luisa de Armilly.

    Como hemos dicho, Eugenia retiróse con aire altanero, y con el paso de una reina ultrajada, seguida de su compañera, más pálida y más conmovida que ella. Al llegar a su cuarto, cerró la puerta por dentro, mientras Luisa cayó en su silla.

    -¡Oh! ¡Dios mío! ¡Qué horror! --dijo la joven filarmónica-. ¿Quién lo habría imaginado? El señor Cavalcanti..., un asesino.... un desertor de presidio..., un presidiario...

    Una sonrisa irónica contrajo los labios de Eugenia.

    -Estaba predestinada -dijo- ¡Me escapo de un Morcef para caer en manos de un Cavalcantí!

    -¡Oh!, no confundas a uno con el otro, Eugenia.

    -Calla, todos los hombres son unos niños, y me alegro de tener motivo para hacer algo más que aborrecerlos, ahora los desprecio.

    -¿Qué vamos a hacer? -preguntó Luisa.

    -¿Qué vamos a hacer?

    -Sí.

    -Lo que habíamos de hacer dentro de tres días..., marchar.

    -¡Cómo!, a pesar de que no te cases, ¿quieres...?

    -Escucha, Luisa: detesto esta vida ordenada, acompasada y sujeta a reglas como nuestro papel de música. Lo que siempre he deseado, querido y ambicionado, es la vida de artista, la vida libre, independiente, en que una no depende más que de sí misma, y en que a nadie debe dar cuenta de sus actos. ¿Para qué me he de quedar? ¿Para qué tratar de nuevo de aquí a un mes de casarme? ¿Y con quién? ¿Con el señor Debray, quizá, como ya se pensó en ello? No, Luisa, no; la aventura de esta noche me servirá de pretexto.

    -Qué fuerte y animosa eres -dijo la rubia y delicada joven a su morena compañera.

    -¿No me conocías aún? Vamos. Veamos, Luisa, hablemos de todos nuestros asuntos. La silla de posta.

    -Por suerte, hace tres días que se ha comprado.

    -¿La has hecho llevar al sitio donde debemos tomarla?

    -Sí.

    -¿Nuestro pasaporte?

    -Helo aquí.

    Y Eugenia, con su natural aplomo, desdobló un papel impreso y leyó:

    El señor León de Armilly, edad veinte años; profesión artista, pelo negro, ojos negros, viaja con su hermana.»

    -¡Magnífico! ¿Quién lo ha facilitado ese pasaporte?

    -Cuando fui a pedir al conde de Montecristo cartas para los directores de los teatros de Roma y Nápoles, le manifesté mis temores de viajar en calidad de mujer. El conde los comprendió perfectamente, y se puso a mi disposición, para facilitarme un pasaporte de hombre, y dos días más tarde recibí éste, en el que he añadido de mi letra: viaja con su hermana.

    -¡Bravo! -dijo Eugenia alegremente-, ya sólo se trata de hacer nuestras maletas.

    -Piénsalo bien, Eugenia.

    -¡Oh!, todo está reflexionado. Estoy cansada de oír hablar de fines de mes, de alza, de baja, de fondos españoles, de cuentas, etcétera. En lugar de todo eso, Luisa, el aire, la libertad, el canto de los pájaros, las llanuras de Lombardía, los canales de Venecia, los palacios de Roma y la playa de Nápoles. ¿Cuánto tenemos?

    Luisa sacó de su bolsillo una cartera, que abrió, y que contenía veintitrés billetes de banco.

    -¿Veintitrés mil francos? -dijo.

    -Y por lo menos otro tanto en perlas, diamantes y alhajas -añadió Eugenia-. Somos ricas. Con cuarenta y cinco mil francos tenemos para vivir por espacio de dos años como princesas, o discretamente por espacio de cuatro. Pero antes de medio año habremos doblado nuestro capital, tú con lo música y yo con mi voz. Vamos, encárgate del dinero, yo me encargo de las alhajas. De modo que si una de las dos tuviese la desgracia de perder su tesoro, la otra conservaría el suyo. Ahora las maletas, sin pérdida de tiempo.

    -Aguarda -dijo Luisa, yendo a escuchar a la puerta de la señora de Danglars.

    -¿Qué es lo que temes?

    -Que nos sorprendan.

    -La puerta está cerrada.

    -Que nos manden abrirla.

    -Que lo manden. No obedeceremos.

    -Eres una verdadera amazona, Eugenia.

    Y las dos jóvenes se pusieron con una prodigiosa actividad a colocar en una maleta todos los objetos que creían necesitar.

    -Cierra tú la maleta mientras yo me cambio de vestido -dijo Eugenia.

    Luisa apoyó sus pequeñas y hermosas manos sobre la tapa de la maleta.

    -No puedo -dijo-, no tengo bastante fuerza; ciérrala tú.

    -¡Ah!, verdad -dijo riendo Eugenia-, olvidaba que yo soy Hércules y que tú eres la pálida Onfala.

    Y la joven Eugenia, apoyando la rodilla sobre la maleta, engarrotó sus blancos y musculosos brazos hasta que juntó las dos divisiones de la maleta y la señorita de Armilly echó el candado a la cadena.

    Concluida esta operación, Eugenia abrió una cómoda, cuya llave llevaba siempre consigo, sacó una mantilla de viaje de seda color violeta y dijo:

    -Toma, con esto no tendrás frío. Ya ves que he pensado en todo.

    -Pero ¿y tú?

    -¡Yo! jamás tengo frío, bien lo sabes, y luego con mis vestidos de hombre...

    -¿Vas a vestirte aquí?

    -Desde luego.

    -¿Tendrás tiempo?

    -No temas, cobarde. Todos están ocupados del ruidoso suceso. Además, ¿es extraño que permanezca encerrada, cuando deben suponerme en un estado fatal?

    -Tienes razón, con ello me tranquilizas.

    -Ven, ayúdame.

    Y del mismo cajón de donde sacó la mantilla que acababa de dar a la señorita de Armilly, y que ésta tenía ya puesta, sacó un vestido completo de hombre, desde las botas hasta la levita, con provisión de ropa blanca, y si bien no se veía nada superfluo, tampoco se echaba de menos lo necesario.

    Con una rapidez que indicaba que no era la primera vez que por broma se había puesto los vestidos del sexo contrario, Eugenia se calzó las botas, se puso un pantalón, anudó la corbata, abrochó hasta arriba su chaleco y se puso una levita que dejaba ver su fino talle.

    -Estás muy bien, de veras, muy bien -dijo Luisa contemplándola con admiración-, pero y esos hermosos cabellos negros, y esas trenzas magníficas que hacen respirar de envidia a todas las mujeres, ¿se disimularán en un sombrero de hombre como el que veo allí?

    -Voy a comprobarlo -respondió Eugenia.

    Y cogiendo con la mano izquierda la espesa trenza que no cabía entre sus dedos, tomó con la derecha unas largas tijeras. Pronto rechinó el acero entre aquella hermosa cabellera, que cayó a los pies de la joven.

    Cortada la trenza superior, pasó a las de las sienes, que cortó sucesivamente sin la menor señal de pesar. Sus ojos, por el contrario, brillaron con más alegría que de costumbre, bajo sus negras pestañas.

    -¡Oh! ¡Qué lástima de cabellos tan hermosos! -dijo Luisa.

    -¿Y qué, no estoy cien veces mejor así? -dijo Eugenia alisando sus bucles-, ¿no me encuentras más bonita?

    -Siempre lo eres -respondió Luisa-. ¿Ahora, adónde vamos?

    -A Bruselas, si te parece. Es la frontera más próxima. De allí iremos a Lieja, a Aquisgrán, subiremos al Rin hasta Estrasburgo, y atravesando Suiza bajaremos a Italia por San Gotardo. ¿Te parece bien así?

    -Sí.

    -¿Qué miras?

    -Te miro; estás adorable así. Diríase que me estás raptando.

    -Y, por Dios, tienes razón.

    -¡Oh! Creo que has jurado, Eugenia.

    Y las dos jóvenes, a las que creían anegadas en llanto, la una por sí misma y la otra por amor a su amiga, prorrumpieron en una risa estrepitosa, al mismo tiempo que hacían desaparecer las señales más visibles del desorden que naturalmente había acompañado a sus preparativos de fuga.

    Después apagaron las luces, y con el ojo alerta y el oído atento, las dos fugitivas abrieron la puerta del tocador, que daba a una escalera interior y conducía hasta el patio de entrada. Eugenia iba delante, sosteniendo con una mano la maleta que por el asa opuesta Luisa apenas podía sostener con las dos.

    Estaban dando las doce, y el gran patio estaba solitario. El portero velaba aún, o por lo menos estaba levantado.

    Eugenia se acercó poco a poco y vio al suizo que dormía en su cuarto, tendido en un sillón. Volvióse a Luisa, tomó el pequeño baúl que habían dejado un instante en el suelo, y las dos siguieron la sombra del muro y se dirigieron al arco de entrada.

    Eugenia hizo ocultar a Luisa en el ángulo de la puerta, de modo que el conserje, si se despertaba no viese más que una persona. Luego, colocándose ella en el sitio que daba de lleno el farol que alumbraba la entrada:

    -La puerta -dijo con su bella voz de contralto, tocando al vidrio.

    El conserje se levantó y dio algunos pasos para reconocer al que salía, como Eugenia había previsto, y viendo un joven que golpeaba impaciente su pantalón con el bastón, abrió al momento.

    Luisa se escabulló como una culebra por la puerta entreabierta y saltó fuera. Luego salió Eugenia, tranquila en apariencia, aunque es probable que su corazón latiese con más violencia que de costumbre.

    Pasaba un mandadero y le cargaron con el baúl, le indicaron el sitio adonde debía dirigirse, calle de la Victoria, número 3, y marcharon tras aquel hombre cuya compañía daba ánimo a Luisa. Eugenia era tan fuerte como Judit o Dalila.

    Llegaron al número indicado y Eugenia dio orden al mandadero de que dejase el baúl en el suelo. Pagóle, retiróse aquél, y entonces llamó a una ventanilla. Vivía en el cuarto una costurera que estaba avisada de antemano y no se había acostado todavía.

    -Señorita -dijo Eugenia-, haced sacar por el portero mi silla de posta y enviadle a buscar caballos. Dadle esos cinco francos por su trabajo.

    -De veras te admiro y respeto.

    La costurera miraba asombrada, pero como le dieron veinte luises no hizo observación alguna.

    Al cuarto de hora volvió el conserje con el postillón y los caballos, que éste enganchó, mientras aquél colocaba el baúl en la parte trasera.

    -He aquí el pasaporte -dijo el postillón-, ¿qué camino tomamos, mi joven señor?

    -El de Fontaineblau -respondió Eugenia con una voz casi masculina.

    -¿Qué dices? -preguntó Luisa.

    -Le doy unas señas falsas -respondió Eugenia-. Esa mujer a quien damos veinte luises puede vendernos por cuarenta. Al llegar al Boulevard, tomaremos otra dirección.

    Y la joven subió al carruaje casi sin tocar el estribo.

    -Siempre tienes razón -dijo la maestra de canto, colocándose junto a su amiga.

    Al cuarto de hora el postillón, puesto ya en el camino que debían seguir, pasaba la barrera de San Martín, haciendo resbalar su látigo.

    -¡Ah! -dijo Luisa respirando-, ya estamos fuera de París.

    -Sí, querida mía, el rapto es bello y bien consumado -respondió Eugenia.

    -Sí, pero sin violencia.

    -Lo haré valer como circunstancia atenuante.

    Estás palabras se perdieron en medio del estrépito de las ruedas sobre el camino de La Villete.

    El barón Danglars ya no tenía hija-dijo Luisa-, y casi diría que me inspiras.
     
  9. mai^a

    mai^a My Garden

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    CUENTO MENSUAL



    El enfermero del Tata


    En la mañana de un día lluvioso de marzo, un chico vestido de aldeano,
    calado hasta los huesos y lleno de barro, se presentó en la portería del
    Hospital de los Peregrinos de Nápoles, con un fajo de ropa bajo el brazo,
    para preguntar por su padre. Llevaba una carta en la mano. Tenía una
    agraciada cara ovalada de color moreno pálido, ojos pensativos y gruesos
    labios entreabiertos, que permitían ver sus blanquísimos dientes. Procedía
    de un pueblecito de las cercanías de la ciudad. Su padre había salido de
    casa hacía un año para ir a Francia en busca de trabajo, y había vuelto
    a Italia, desembarcando unos días antes en Nápoles, donde había
    enfermado tan repentinamente, que apenas le dio tiempo para escribir
    unas líneas a la familia anunciándole su regreso y su entrada en el
    hospital. Angustiada por tal noticia y no pudiendo moverse de casa por
    tener una niña enferma y una criatura en pañales, la mujer había
    mandado a Nápoles al hijo mayor para cuidar de su padre, de su tata,
    que es el nombre cariñoso que dan por allí los niños a los padres.

    El muchacho tuvo que recorrer diez leguas de camino.

    El portero, después de dar una ojeada a la carta, llamó a un enfermero
    y le dijo que llevase al muchacho donde estaba su padre.

    -¿Cómo se llama tu padre? -le preguntó el enfermero.

    El chico, temblando ante el temor de recibir una mala noticia, le dijo el
    nombre.

    El enfermero no se acordaba de él.

    -¿Es un viejo trabajador, que ha llegado de fuera? -preguntó.

    -Trabajador, sí -respondió el muchacho cada vez más anhelante-; pero
    no muy viejo. De fuera sí que ha venido.

    -¿Cuándo entró en el hospital? -preguntó el enfermero.

    El muchacho dio una mirada a la carta.

    --Creo que hace cinco días.

    El enfermero se quedó algo pensativo; luego, como recordando de
    pronto:

    -¡Ah! -dijo-, la sala cuarta, la cama del fondo.

    -¿Está muy enfermo? ¿Cómo se encuentra? -preguntó el chico con
    ansiedad.

    El enfermero le miró sin responder. Luego le dijo:

    -Ven conmigo.

    Subieron dos tramos de escalera; fueron al extremo de un amplio
    corredor, hasta hallarse ante la puerta abierta de una sala donde había
    dos largas filas de camas.

    -Ven -repitió el enfermero, entrando.

    El muchacho se armó de valor y le siguió, dirigiendo miradas medrosas
    a derecha e izquierda, sobre los blancos y consumidos semblantes de
    los enfermos, algunos de los cuales tenían los ojos cerrados y parecían
    muertos; otros miraban al espacio con ojos grandes y fijos, como
    espantados. No faltaba quien gemía como un niño. La sala estaba oscura
    y el aire impregnado de penetrante olor de medicamentos.
    Dos Hermanas de la Caridad iban de uno a otro lado con frascos en la
    mano.

    Habiendo llegado al extremo de la sala, el enfermero se detuvo a la
    cabecera de una cama; apartó un poco las cortinillas y dijo:

    -Ahí tienes a tu padre.

    El chico rompió a llorar y, dejando caer el envoltorio que llevaba, reclinó
    su cabeza sobre el hombro del enfermo, cogiéndole con una mano el brazo
    que tenía extendido e inmóvil sobre la cubierta. El enfermo no se movió.


    El muchacho se irguió, miró a su padre y empezó a llorar de nuevo. El
    enfermo le dirigió entonces una larga mirada y pareció reconocerlo. Pero
    sus labios no se movían. Pobre tata, ¡qué cambiado estaba! Su hijo no le
    habría reconocido. Había encanecido, tenía la cara hinchada y enrojecida,
    con la piel tersa y reluciente, los ojos empequeñecidos, los labios abultados,
    toda la fisonomía alterada; tan sólo conservaba iguales la frente y el arco
    de las cejas. Respiraba afanosamente.

    -¡Tata, tata! -dijo el muchacho-. ¡Soy yo! ¿Es que no me conoces? Soy
    Cecilio, tu Cecilio; he venido desde el pueblo por encargo de mamá. Fíjate
    en mí. ¿No me reconoces? Dime aunque sólo sea una palabra.

    Pero el enfermo, después de haberle mirado con atención, cerró los ojos.

    -¡Tata, tata! ¿Qué te pasa? Soy tu hijo, tu Cecilio.

    El hombre no se movió y continuó respirando con dificultad.

    Llorando a lágrima viva, el muchacho tomó entonces una silla y se sentó
    a su lado, esperando sin apartar la vista de su cara. «Pasará algún médico
    haciendo la visita», pensaba. «Algo me dirá.» Y se sumergió en sus tristes
    pensamientos, recordando muchas cosas de su buen padre: el día de su
    partida, cuando le había dado el último adiós desde el barco, las esperanzas
    que la familia había fundado en aquel viaje, la desolación de su madre al
    recibir la carta. Pensó en la muerte. Ya veía a su padre muerto, a la madre
    vestida de luto y la familia en la miseria. Así permaneció mucho tiempo.
    Una suave mano le tocó en el hombro, y él se estremeció. Era una monja.


    -¿Qué tiene mi padre? -le preguntó en seguida.

    -¡Ah! ¿Es tu padre? -le respondió la hermana con gran dulzura.

    -Sí, es mi padre. Acabo de llegar. ¿Qué tiene?

    -¡Animo, muchacho! -le respondió la hermana-. Ahora vendrá el médico.
    -Y se alejó sin decir más.

    Al cabo de media hora se oyó el toque de una campanilla, y vio que por el
    fondo de la sala entraba el médico, acompañado por un practicante. Les
    seguían la hermana y un enfermero. Empezaron la visita, deteniéndose en
    cada cama. La espera se le hacía eterna al muchacho, y su ansiedad
    aumentaba a cada paso del médico. Al fin llegó a la cama inmediata. El
    médico era un señor alto y encorvado, de aspecto respetuoso. Antes de
    que se separara de aquella cama, el chico se levantó y, al acercarse,
    empezó a llorar.

    El médico le miró.

    -Es el hijo del enfermo -dijo la hermana-; ha llegado esta mañana de su
    pueblo.

    El médico le puso una mano en el hombro y luego se inclinó sobre el
    enfermo, le tomó el pulso, le tocó la frente e hizo algunas preguntas a la
    religiosa, que se limitó a responder:

    -Nada de particular.

    Quedó algo pensativo y después dijo:

    -Continúe como hasta ahora.

    El muchacho se armó de valor y preguntó con voz llorosa:

    -¿Qué tiene mi padre?

    -¡Animo, muchacho! -le respondió el médico volviéndole a poner la mano
    en el hombro-. Tiene una erisipela facial. Es cosa de cuidado, pero todavía
    hay esperanzas. No le dejes solo. Tu presencia puede serle beneficiosa.

    -¡No me ha conocido! -exclamó el chico con desolación.

    -Te reconocerá... mañana. ¡Quién sabe! Confiemos que todo vaya bien.
    ¡Valor, hijo!

    El chico hubiera querido preguntarle más, pero no se atrevió. El médico
    siguió adelante y el niño comenzó entonces su papel de enfermero. No
    pudiendo hacer otra cosa, arreglaba la ropa de la cama, tocaba de vez en
    cuando la mano del enfermo, le apartaba los mosquitos, se inclinaba sobre
    él siempre que le oía gemir y, cuando la hermana le llevaba algo de beber,
    le cogía el vaso o la cucharilla y se lo daba él. El enfermo le miraba alguna
    que otra vez, pero sin dar señales de reconocerlo. Sin embargo su mirada
    se detenía cada vez en su cara, sobre todo cuando se limpiaba los ojos
    con el pañuelo.

    Así transcurrió el primer día. Por la noche, el chico durmió sobre dos sillas,
    en un ángulo de la sala y a la mañana siguiente reanudó sus filiales
    atenciones. Aquel día pareció que los ojos del enfermo daban a entender
    que empezaba a darse cuenta de lo que sucedía a su alrededor, porque,
    cuando el chico le hablaba cariñosamente, se advertía en sus pupilas una
    vaga expresión de gratitud, y en cierta ocasión hasta movió un poco los
    labios como queriendo decir algo.

    Después de cada breve intervalo de somnolencia, abriendo los ojos,
    parecía que buscaba a su pequeño enfermero. El médico pasó otras dos
    veces y notó cierta mejoría. Hacia la tarde, al acercarle el muchacho un
    vaso a la boca, creyó advertir en sus hinchados labios el esbozo de una
    ligera sonrisa. Con esto empezó a reanimarse y a tener mayor confianza
    en su restablecimiento. Creyendo que le podría entender, aunque
    confusamente, le hablaba bastante de la madre, de las hermanitas, de
    la vuelta a su casa, y le daba ánimos empleando las palabras más
    encendidas y cariñosas que se le ocurrían.

    Y aunque a menudo dudaba de que pudiera entenderle, le seguía hablando
    por parecerle que el enfermo le escuchaba con cierto agrado, complaciéndole
    aquella desacostumbrada demostración de afecto y de tristeza. De esta
    manera pasaron el segundo, el tercero y el cuarto días en continua
    alternativa de ligeras mejorías y de imprevistos empeoramientos. Tan
    entregado estaba el chico a los cuidados, que apenas tomaba al día otro
    alimento que un poco de pan y queso que le llevaba la hermana, sin apenas
    advertir lo que sucedía en torno suyo: los estertores de los moribundos,
    las presurosas visitas de las hermanas por la noche, los lloros y la desolación
    de los visitantes que salían sin esperanza, todas las dolorosas y tristes
    escenas de la vida de un hospital, que en otras circunstancias le habrían
    aturdido y horrorizado.

    Transcurrían las horas y los días, y él permanecía sin moverse junto al lecho
    de su tata, atento, anhelante, sobresaltado a cada suspiro y mirada, con el
    alma en un hilo entre la esperanza que le ensanchaba el pecho y un
    desaliento que le helaba la sangre en las venas.

    Al quinto día el enfermo se puso repentinamente peor.

    El médico movió la cabeza cuando el chico le preguntó por el estado del
    enfermo, como queriendo decir que se estaba llegando al final, con lo que
    el afligido muchacho se abandonó sobre la silla, rompiendo a sollozar. Sin
    embargo había una cosa que le proporcionaba cierto consuelo: a pesar del
    empeoramiento, parecíale que el enfermo iba recobrando paulatinamente el
    conocimiento. Le miraba cada vez con mayor fijeza y con creciente
    expresión de dulzura; no quería tomar ninguna bebida ni medicina sino de
    su mano, y hacía con mayor frecuencia el movimiento forzado de los labios,
    como queriendo pronunciar alguna palabra; y tan distintamente lo hacía
    algunas veces, que su hijo le sujetaba el brazo con violencia, aliviado por
    repentina esperanza, y le decía con acento casi de alegría:


    -¡Animo, ánimo, tata, te pondrás bien! Volveremos a casa donde nos
    espera mamá. ¡Un poco más de valor!

    Eran las cuatro de la tarde, momento en que el chico se había entregado a
    uno de tales transportes de ternura y de esperanza, cuando por detrás de
    la puerta más próxima de la sala oyó ruido de pasos y luego una fuerte voz
    que dijo tan sólo:

    -Hasta luego, hermana.

    El saltó de su silla, lanzando una exclamación que se ahogó en su garganta.

    En el mismo instante entró en la sala un hombre con un gran envoltorio en
    la mano, seguido de una hermana.

    El chico dio un grito muy agudo y quedó como clavado en su sitio.

    El hombre le miró un instante y lanzó otro grito a su vez:

    -¡Cecilio!- Y corrió hacia él.

    El muchacho cayó en los brazos de su padre como sin sentido. Las religiosas,
    los enfermeros, el practicante acudieron apresuradamente y se quedaron
    estupefactos.

    El chico no podía recobrar la voz.

    -¡Hijo querido! -exclamó el padre, tras haber dirigido una atenta mirada al
    enfermo, y sin parar de besar repetidamente al muchacho-. ¡Cecilio, mi
    querido hijito! ¿Cómo ha podido suceder esto? Te llevaron a la cama de otro
    enfermo. ;Y pensar que me desesperaba por no verte a mi lado después de
    haberme informado mamá por carta de que te había enviado aquí! ¡Pobrecito
    Cecilio! ¿Cuántos días llevas así? ¿Cómo ha podido suceder semejante
    confusión? Yo me he curado en poco tiempo. Estoy perfectamente, ¿sabes?
    ¿Y Conchita? Y la chiquitina, ¿cómo está? Me han dado de alta y me marcho.
    Vámonos, hijo, ¡Santo Dios! ¡Quién lo hubiera dicho!

    El muchacho intentó hilvanar cuatro palabras para dar noticias de la familia:


    -¡Qué contento estoy! -balbuceó-. ¡Pero qué contento! ¡Qué días tan malos
    he pasado!

    Y no paraba de besar a su padre.

    Sin embargo no se movía.

    -Venga, vámonos. ¿Qué haces ahí? -le dijo el padre-. Aún podremos llegar
    esta tarde a casa -y le atrajo hacia sí.

    Mas el chico volvió la vista hacia su enfermo.

    -Pero... ¿vienes o no? -le preguntó su padre muy extrañado.

    El chico continuaba mirando al enfermo, que en aquellos momentos abrió los
    ojos y le miró fijamente.

    Entonces brotó de su alma un torrente de palabras.

    -No, tata, espera... Mira, no puedo. Fíjate en ese viejo. Estoy aquí desde
    hace cinco días, y no deja de mirarme. Yo creía que eras tú y le he tomado
    cariño. Me mira y yo le doy de beber. Quiere que esté a su lado y ahora está
    muy malo; ten paciencia; no me atrevo, no sé, me da mucha lástima; mañana
    iré yo a casa; déjame estar aquí algo más, no debo abandonarlo. No sé quien
    es, pero me quiere y se moriría si me fuera. ¡Déjame estar aquí, querido tata!.


    -¡Bravo, pequeño! -exclamó el practicante.

    El padre quedó perplejo mirando a su hijo; luego se fijó en el enfermo.

    -¿Quién es? -preguntó.

    -Un campesino como usted -respondió el practicante-, que vino de fuera e
    ingresó en el hospital el mismo día que usted. Lo trajeron sin sentido y no
    pudo decir nada. Tal vez esté lejos su familia, quizás tenga hijos. Sin duda
    creerá que éste es uno de ellos.

    El enfermo no cesaba de mirar al muchacho, y el padre dijo a Cecilio:

    -Quédate.

    -Tal vez no tendrá que asistirle mucho tiempo -añadió el practicante.

    -Quédate -repitió el padre-. Tienes buen corazón. Yo me voy en seguida
    para casa, pues tu madre debe estar muy intranquila. Toma una moneda
    para tus gastos. Hasta pronto, hijo mío. ¡Adiós!

    Le abrazó, le miró fijamente con inmensa ternura, le besó repetidas veces
    en la frente y se fue.

    El niño volvió junto a la cama del enfermo y éste pareció consolado.

    Cecilio reanudó su oficio de enfermero, sin llorar, pero con el mismo interés,
    con idéntica paciencia que antes. Le volvió a dar de beber, a arreglarle la
    ropa, a acariciarle la mano, a hablarle dulcemente para darle ánimos.


    Lo asistió aquella tarde y por la noche, y también al día siguiente. Pero el
    enfermo se iba agravando por momentos; su cara se amorataba, su
    respiración se hacía más afanosa y aumentaba su agitación; salíanle de la
    boca sonidos inarticulados y la hinchazón se hacía monstruosa. En la visita
    de la tardé, el médico dijo que no pasaría de aquella noche.

    Cecilio redobló entonces sus cuidados y no lo perdía de vista un solo
    instante. El enfermo le miraba y aun movía los labios de vez en cuando,
    con gran esfuerzo, como queriendo decir algo, y una expresión de infinita
    ternura se le dibujaba en los ojos, que cada vez se empequeñecían más y
    poco a poco, lentamente se le iban velando.

    Aquella noche permaneció el chico en vela hasta que vio clarear por las
    ventanas la luz del alba, y apareció la hermana, quien se aproximó al lecho,
    miró al enfermo y se alejó precipitadamente, volviendo al poco con el médico
    ayudante y un enfermero, que llevaba una linterna.

    -Está en los últimos momentos -dijo el médico.

    El chico tomó la mano del enfermo. Este abrió los ojos, miró al muchacho y
    los volvió a cerrar. Parecióle al chico que le apretaba la mano.

    -¡Me ha apretado la mano! -exclamó.

    El médico permaneció inclinado sobre el enfermo un ratito y luego se
    incorporó. La monja descolgó un crucifijo que pendía de la pared.

    -¿Está muerto? -preguntó el muchacho.

    -Vete, hijo mío -dijo el médico-. Tu obra ha terminado. Vete y que tengas
    mucha suerte, como mereces. Dios te protegerá. ¡Adiós!

    La hermana, que se había alejado un momento antes, volvió con un
    ramillete de violetas que cogió de un vaso que había en la ventana, y se
    lo entregó al muchacho, diciéndole:

    -No tengo otra cosa que darte. Toma esto como recuerdo del hospital.


    -Gracias -respondió el chico, al tiempo que cogía con una mano el ramillete
    y se enjugaba con la otra los ojos-. Pero tengo que andar mucho... y las
    voy a estropear.

    Después desató el ramillete y esparció las violetas por la cama, diciendo:

    -Las dejo como recuerdo a mi querido muerto. Gracias, hermana; muchas
    gracias, señor Doctor.

    Después, dirigiéndose al muerto:

    -¡Adiós!... -Y mientras buscaba qué nombre darle, le vino a la boca el
    cariñoso que le había dado durante cinco días: -¡Adiós... pobre tata!

    Dicho lo cual, se puso el envoltorio de ropa bajo el brazo y a paso lento
    salió de la sala.

    Comenzaba a despuntar el día.
     
  10. clause

    clause Claudia

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    El cuento mensual!!:razz: que bonito!:happy:
     
  11. clause

    clause Claudia

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    Alejandro Dumas (Padre)
    El Conde de Montecristo

    Parte Quinta



    Capítulo diez

    La fonda de la Campana y la Botella

    Dejemos de momento a la señorita de Danglars y su amiga, camino de Bruselas, y volvamos al pobre Cavalcanti, tan desgraciadamente detenido al empezar su fortuna.

    A pesar de sus pocos años, era un joven listo a inteligente, y así es que a los primeros rumores que penetraron en el salón, le vimos ir ganando gradualmente la puerta. Olvidamos una circunstancia que no debe omitirse, y es que en uno de los salones que atravesó Cavalcanti estaban los regalos de la novia: diamantes, chales de Cachemira, encajes de Valenciennes, velos ingleses, y en fin, todos aquellos objetos que sólo el nombrarlos basta para hacer saltar de alegría a una joven.

    Ahora bien, al pasar por aquel cuarto, y esto prueba que Cavalcanti era no solamente un joven diestro a inteligente, sino también previsor, se apoderó del mejor aderezo. Reconfortado con aquel viático, se sintió la mitad más ligero para saltar por una ventana y escaparse de entre las manos, de los gendarmes.

    Alto, bien formado como un gladiador antiguo, y musculoso como un espartano, Cavalcanti corrió un cuarto de hora sin saber adónde iba, y con el solo fin de alejarse del sitio en que faltó muy poco para que le prendiesen. Salió de la calle de Mont-Blanc, y por el instinto que los ladrones tienen a las barreras, como la liebre a su madriguera, se halló sin saber cómo al extremo de la calle de Lafayette.

    Allí se detuvo jadeante. Estaba completamente solo, tenía a su izquierda el campanario de San Lázaro y a su derecha París en toda su profundidad.

    -¿Estoy perdido? -se preguntó a sí mismo-. No, si mi actividad es superior a la de mis enemigos.

    Vio que subía por el arrabal Poissonnière un cabriolé de alquiler, cuyo cochero, fumando su pipa, parecía querer ganar la extremidad del arrabal San Dionisio, donde debía sin duda parar ordinariamente.

    -¡Eh! ¡Amigo! -le gritó Benedetto.

    -¿Qué hay, señor? -preguntó el cochero.

    -¿Vuestro caballo está muy cansado?

    -¿Cansado? ¡Bah! Si no ha hecho nada en todo el santo día. Cuatro miserables viajes, y un franco para beber, siete francos en total, y debo llevar diez al patrón.

    -¿Queréis agregar a esos siete francos otros veinte que veis aquí?

    -Con mucho gusto. Veinte francos no son de despreciar; ¿qué he de hacer para ello? Veamos.

    -Una cosa muy fácil, si vuestro caballo no está cansado.

    -Os aseguro que irá como el viento; basta que me digáis por dónde debo marchar.

    -Por el camino de Louvres.

    -¡Ah! ¡Ah! ¡Pau de ratafía!

    -Exacto. Se trata solamente de alcanzar a uno de mis amigos, con el que debo cazar mañana en la Chapelle-en-Serva; debía esperarme aquí a las once y media con su cabriolé. Son las doce, se habrá marchado solo, cansado de esperar.

    -Es probable.

    -Y bien, ¿queréis ver si lo alcanzamos?

    -¿Cómo no?

    -Pero si no lo alcanzamos hasta Bourget, os daré veinte francos; si tenéis que ir a Louvres, treinta.

    -¿Y si lo alcanzamos?

    --Cuarenta -dijo Cavalcanti, que había reflexionado un instante y comprendió que con prometer no arriesgaba nada.

    -Está bien -dijo el cochero-, subid y adelante. Porrrrruuuu...

    Cavalcanti montó en el cabriolé, atravesaron a la carrera el arrabal San Dionisio, costearon el de San Martín, pasaron la barrera y tomaron el camino de la interminable Villete.

    No se preocupaba de alcanzar al quimérico amigo, pero, con todo, Cavalcanti se informaba al paso ya de los viajeros, ya de las ventas que estaban aún abiertas; preguntaba por un cabriolé verde tirado por un caballo castaño oscuro, y como en el camino de los Países Bajos circulaban siempre millares de cabriolés y las nueve décimas partes son verdes, llovían señales a cada paso. Acababan de verlo pasar, sólo llevaría de ventaja quinientos pasos, doscientos, ciento solamente. Finalmente, lo alcanzaban, pasaban delante, y veían que no era él.

    Una vez le tocó también que pasaran delante de él, pero fue una magnífica silla de posta tirada por cuatro caballos a galope.

    -¡Ah! -dijo entre sí Cavalcanti-, ¡si yo tuviera esa silla, sus buenos caballos, y sobre todo, el pasaporte que ha sido preciso sacar para viajar de ese modo! -y lanzó un profundo suspiro.

    En ella iban las señoritas Danglars y Armilly.

    -Vamos, vamos -dijo Cavalcanti-, no podemos tardar en alcanzarle.

    Y el pobre caballo volvió a emprender el trote veloz que había traído desde la barrera y llegó a Louvres lleno de espuma.

    -Está visto -dijo Cavalcanti- que no alcanzaré a mi amigo y mataré vuestro caballo. Así, es mejor que me detenga aquí. Ahí tenéis vuestros treinta francos, yo me voy a acostar a la fonda del Caballo Rojo, y en la primera diligencia en que halle un asiento lo tomaré. Buenas noches, amigo mío.

    Y poniendo seis piezas de cinco francos en la mano del cochero saltó con presteza del carruaje.

    El auriga metió su dinero en el bolsillo y tomó alegremente, al paso, el camino de París.

    Cavalcanti hizo como que iba a la fonda del Caballo Rojo. Paróse un instante a la puerta, y cuando ya el ruido del carruaje no se oía emprendió el camino, y con paso bastante acelerado anduvo aún dos leguas. Paróse al fin y calculó que debía estar ya muy cerca de la Chapelle-en-Serval, adonde había dicho que iba...

    No se detuvo por cansancio, sino porque convenía tomar una resolución, adoptar un plan. Subir en diligencia era imposible; tomar la posta, todavía más. Para viajar, de uno a otro modo, es preciso un pasaporte. Tampoco era posible quedarse en el departamento del Oise, es decir, en uno de los más descubiertos y vigilados de Francia, sobre todo a un hombre como Cavalcanti, tan experimentado en materia criminal.

    Sentóse al borde de una cuneta, dejó caer la cabeza entre sus manos y reflexionó; a los diez minutos se levantó: había tomado ya su resolución.

    Llenó de polvo un lado de su paletó, que tuvo tiempo de descolgar de la antecámara, y abotonárselo por encima de su traje de baile, y entrando en la Chapelle-en-Serval, fue a llamar resueltamente a la puerta de la única posada que hay en la región. Abrióle el posadero.

    -Amigo -dijo Cavalcanti-, iba de Morfontaine a Sculis, y mi caballo, que es asombradizo, emprendió la fuga, arrojándome a diez pasos; preciso llegar esta noche a Compiègne, so pena de causar sumo cuidado a mi familia; ¿tenéis un caballo que alquilarme?

    Bueno o malo, un posadero dispone siempre de un caballo. El de la Chapelle-en-Serval llamó al mozo de cuadra, y le dijo que ensillara el Blanco; despertó a su hijo, chico de siete años, que debía montar en grupa y volver a traer el cuadrúpedo.

    Cavalcanti dio veinte francos al posadero, y al sacarlos del bolsillo dejó caer una tarjeta; era la de uno de sus amigos del café de París, de suerte que el posadero, cuando Cavalcanti se marchó y recogió la tarjeta que vio en el suelo, se convenció de que había alquilado su caballo al señor conde de Mauleón, calle de Santo Domingo, 25. Era el nombre que había visto en la tarjeta.

    El Blanco no iba ligero, pero llevaba un paso igual y constante. En tres horas y media anduvo Cavalcanti las nueve leguas que le separaban de Compiègne. Daban las cuatro en el reloj del Ayuntamiento cuando llegó a la plaza adonde paran las diligencias.

    Hay en Compiègne una fonda excelente que no olvidan los que en ella se han alojado una vez. Cavalcanti, que había hecho alto allí en una de sus correrías por los alrededores de París, se acordó de la fonda de la Campana y la Botella. Orientóse y vio a la luz de un reverbero la muestra indicadora, y habiendo despedido al chico, al que dio cuanta moneda menuda tenía, llamó a la puerta, pensando con razón que aún disponía de tres o cuatro horas, y que lo mejor que podía hacer era prepararse con un buen sueño y una buena cena para las fatigas del viaje.

    Abrióle un camarero.

    -Amigo -le dijo Cavalcanti-, vengo de Saint-Jean-du-Bois, donde he comido. Creía tomar la diligencia que pasa a medianoche, me he desorientado como un imbécil, y hace cuatro horas que me paseo a la ventura. Dadme uno de esos lindos cuartos que dan al patio y subidme un pollo frito y una botella de Burdeos.

    El camarero no sospechó nada. Cavalcanti hablaba con la mayor tranquilidad. Tenía el cigarro en la boca y las manos en los bolsillos del paletó. Su vestido era elegante y calzaba botas de charol. Parecía un vecino que llegaba un poco tarde.

    Mientras el mozo preparaba el cuarto, se levantó el ama. El joven la recibió con su más lisonjera sonrisa, y le preguntó si no podría darle el número tres, que había ocupado ya otra vez en su último viaje a Compiègne. Desgraciadamente el número tres lo ocupaba un joven que viajaba con su hermana.

    Cavalcanti pareció desesperado, pero se consoló cuando el ama le dijo que el número siete, que le preparaban, tenía absolutamente las mismas condiciones que el número tres, y calentándose los pies y hablando de las últimas carreras de caballos de Chantilly, esperó a que le avisasen que el cuarto estaba preparado.

    No sin razón había hablado Cavalcanti de los lindos cuartos que daban al patio de entrada. Este, con su triple orden de galerías, que le hacen parecer un teatro, con sus jazmines y sus clemátides, que suben enredadas en las delgadas columnas como una decoración natural, es una de las entradas de fonda más encantadoras que existen en el mundo.

    El pollo estaba tierno, el vino era añejo, y en la chimenea ardía un buen fuego. Cavalcanti se quedó sorprendido al ver que cenaba con tan buen apetito, como si nada le hubiese sucedido. Acostóse inmediatamente, y se durmió con aquel sueño que el hombre tiene siempre a los veinte años, aun cuando tenga remordimientos.

    Nos vemos precisados a confesar que Cavalcanti podía haber tenido remordimientos, pero no los tenía. He aquí el plan que le había dado la mayor parte de su seguridad.

    Levantarse tan pronto como amaneciese. Salir de la fonda después de haber pagado rigurosamente su cuenta, internarse en el bosque; comprar, bajo el pretexto de hacer estudios de pintura, la hospitalidad de un campesino, procurarse un traje de leñador y un hacha, despojarse del traje del elegante para vestir el del obrero; luego, con las manos llenas de tierra, oscurecidos los cabellos con un peine de plomo, y ennegrecido el rostro con una receta que le habían dado sus compañeros, ir de bosque en bosque hasta la frontera más cercana, caminando de noche y durmiendo de día, sin acercarse a lugares habitados más que de vez en cuando para comprar un pan.

    Cuando hubiere pasado la frontera, reduciría a dinero sus diamantes, y juntando su importe a unos diez billetes de banco que llevaba siempre consigo para caso de apuro, se hallaba aún con cincuenta mil libras, lo que según su filosofía, no era malo del todo.

    Contaba además con el interés que Danglars tenía en echar tierra a aquel asunto. Por estas razones y por el cansancio, Cavalcanti se durmió en un momento.

    Para despertarse temprano, dejó abierta la ventana, pasó el cerrojo de la puerta y dejó abierto sobre la mesa de noche un cuchillo de aguda punta y excelente temple que llevaba siempre consigo.

    Serían las siete cuando un brillante rayo de sol hirió su rostro, despertándose al mismo tiempo.

    En todo cerebro bien organizado, la idea dominante, y siempre hay una, es la primera que se presenta al despertarse, como es también la última que se tiene al dormirse. Cavalcanti no había aún abierto bien los ojos cuando ya conoció que había dormido más tiempo del que debía. Saltó de la cama y se dirigió a la ventana.

    Un gendarme cruzaba por el patio.

    El gendarme es el objeto que más llama la atención hasta del hombre que no tiene que temer, pero para una conciencia intranquila, y con motivo para estarlo, el pajizo, azul y blanco de que se compone su uniforme, toman unas tintas espantosas.

    -¿Por qué un gendarme? -se preguntó Cavalcanti.

    En seguida se respondió a sí mismo con aquella lógica que el lector ha debido ya observar en él:

    -Un gendarme nada tiene que deba espantar en una fonda. No nos espantemos, pues, pero vistámonos.

    Y el joven se vistió con una rapidez que no había perdido con la costumbre de servirse del ayuda de cámara, durante el tiempo que como un gran señor vivía en París.

    -Bueno -dijo Cavalcanti vistiéndose-, esperaré, y cuando se marche me iré.

    Diciendo estas palabras, acababa de vestirse, se acercó a la ventana y levantó la cortina de muselina.

    No sólo no se había marchado el primer gendarme, sino que el joven vio un segundo uniforme azul, pajizo y blanco, al pie de la escalera, única por donde él podía bajar, mientras que otro tercero, a caballo y con la carabina en la mano, estaba de centinela en la puerta de entrada, única por la que podía salir.

    Este tercer gendarme era muy significativo, pues delante de él había formado un semicírculo por una turba de curiosos que sitiaban la puerta de la fonda.

    «Me buscan a mí -pensó Cavalcanti-, ¡diablo! »

    La palidez se apoderó de su frente, miró en derredor con ansiedad. Su cuarto, como todos los de aquel piso, no tenía más salida que la galería exterior, que estaba precisamente a la vista de todos.

    «Estoy perdido», fue su segundo pensamiento.

    Efectivamente, para un hombre en la situación de Cavalcanti, la prisión significa el jurado, el juicio, la muerte; pero la muerte sin misericordia y sin dilación.

    Durante un momento oprimió su cabeza entre sus manos, y poco le faltó para enloquecer de miedo; pero en seguida, en medio de aquella multitud de ideas contrarias, se dejó ver una, llena de esperanza.

    Dejóse ver una triste sonrisa sobre sus cárdenos labios. Miró nuevamente a su alrededor, y vio sobre una mesa los objetos que necesitaba, pluma, tinta y papel.

    Con mano bastante segura trazó las siguientes líneas:

    No tengo dinero para pagar, peso soy hombre de bien, y dejo empeñado mi alfiler, que vale diez veces más que el gasto que he hecho: He salido al ser de día, porque me daba vergüenza hacer esta declaración personalmente al ama.

    Quitóse el alfiler de la corbata y lo puso sobre el papel. Luego, en lugar de dejar corridos los cerrojos, los abrió, y aun dejó la puerta entornada como si hubiese salido del cuarto olvidándose de cerrar. Encaramóse a la chimenea como hombre acostumbrado a esta suerte de acrobacias, borró las pisadas con anticipación y se preparó a escalar el cañón que le ofrecía el único medio de salvación en que esperaba.

    Tuvo el tiempo preciso para esconderse, pues el primer gendarme subía la escalera, acompañado del comisario de policía, sostenido por el segundo, que estaba al pie de ella, al que a su vez sostenía el colocado en tercera línea a la puerta de la fonda.

    Veamos ahora a qué circunstancia debía Cavalcanti aquella visita que con tanto trabajo trataba de evitar.

    Al despuntar el día el telégrafo había empezado a funcionar en todas direcciones, y cada localidad, prevenida instantáneamente, había despertado a las autoridades y lanzado la fuerza pública en busca del asesino de Caderousse.

    Compiègne, residencia real, pueblo de caza, ciudad de guarnición, está ampliamente provista de autoridades y gendarmes. Las visitas habían empezado tan pronto como llegó la orden telegráfica, y siendo la fonda de la Campana y la Botella la primera de la ciudad, naturalmente fue la primera que visitaron.

    Además, según el parte dado por el centinela que había estado de guardia en la casa del Ayuntamiento, que está junto a la fonda, constaba que muchos viajeros habían llegado durante la noche.

    El centinela que había sido relevado a las seis de la mañana recordaba que en el momento en que acababan de dejarle en su puesto, es decir a las cuatro y algunos minutos, había visto un hombre montado en un caballo blanco, con un chico a la grupa, que se apeó en la plaza, despachó al chico y llamó a la fonda de la Campana, en la que se quedó. Sospechaban, pues, de aquel joven que llegó tan tarde, y éste era precisamente Cavalcanti.

    Con tales antecedentes, el comisario de policía y el gendarme, que era un sargento, se dirigieron al cuarto de Cavalcanti. La puerta estaba entreabierta.

    -¡Vaya! -dijo el sargento, perro viejo y acostumbrado a todos los ardides del oficio-, mal indicio da una puerta abierta. Hubiera preferido verla con tres cerrojos.

    En efecto, el alfiler y la carta, dejados por Cavalcanti encima de la mesa, confirmaron, o mejor dicho, apoyaron esta triste verdad. El sujeto había huido.

    Merced a las precauciones que tomó, no se conocían sus pisadas en las cenizas, pero como era una salida, en aquellas circunstancias debía ser objeto de una seria investigación.

    El sargento hizo traer un manojo de sarmientos y paja, llenó la chimenea y la encendió. El fuego hizo crujir los ladrillos, una espesa columna de humo se levantó hacia el cielo, igual a la que sale de un volcán, pero no vio caer al que buscaba, contrariamente a lo que había pensado.

    Es que Cavalcanti, que desde su infancia había estado en lucha con la sociedad, valía tanto como un gendarme, aunque éste hubiese llegado al respetable grado de sargento. Y previendo lo que había de suceder, había salido al tejado y se escondió junto al cañón.

    Durante un instante conservó la esperanza de escapar, porque oyó al sargento llamar a los gendarmes y gritarles: «No está.» Pero estirando un poco el cuello vio que los gendarmes en lugar de retirarse como era natural a semejante anuncio, vio, decimos, que por el contrario redoblaban su atención.

    Miró a su alrededor, vio a su derecha la casa del Ayuntamiento, edificio colosal, desde cuyas claraboyas se distinguía perfectamente el tejado, como desde una elevada montaña se divisa el valle.

    Comprendió que muy pronto iba a ver asomarse por alguna de las claraboyas la cabeza del sargento. Si le descubrían, estaba perdido; una caza sobre el tejado no le ofrecía favorables perspectivas. Resolvió, pues, bajar, no por el mismo camino por el que había venido, sino por otro parecido.

    Buscó una chimenea que no humease, dirigióse a ella andando a gatas, y se deslizó por ella sin haber sido visto por nadie.

    En el mismo instante, una ventanilla de la casa del Ayuntamiento se abría, y por ella asomaba la cabeza del sargento de gendarmería. Permaneció inmóvil un momento como uno de los relieves de piedra que adornan el edificio, y dando en seguida un gran suspiro, desapareció.

    -¿Y bien? -le preguntaron los dos gendarmes.

    -Hijos míos -respondió el sargento-, preciso es que el tunante se haya marchado esta mañana muy temprano. Vamos a enviar al camino de Villers-Coterete y de Nogon para registrar el bosque, y le hallaremos indudablemente.

    Apenas había pronunciado aquellas palabras el honrado funcionario, cuando un grito, acompañado del agudo sonido de una campanilla tirada con fuerza, dejóse oír en el patio de la fonda.

    -¡Oh! , ¡oh! ¿Qué es eso? -preguntó el sargento.

    -He ahí un viajero que lleva mucha prisa -añadió el amo- ¿En qué número llaman?

    -En el tres.

    -Corre, muchacho, pronto.

    En aquel momento, los gritos y los campanillazos redoblaron, y el mozo echó a correr.

    -No -dijo el sargento deteniendo al criado-, el que llama necesita sin duda algo más que un criado. Vamos a mandarle un gendarme. ¿Quién se aloja en el número tres?

    -Un joven que llegó anoche con su hermana en una silla de posta y pidió un cuarto con dos camas.

    La campanilla resonó por tercera vez, como si la agitase una persona llena de angustia.

    -Venid conmigo, señor comisario -gritó el sargento-, seguidme, y acelerad el paso.

    -Un momento -dijo el amo-, en el cuarto número tres hay dos escaleras, una interior y otra exterior.

    -Bueno -dijo el sargento-, yo tomaré la interior, es mi departamento. ¿Están cargadas las carabinas?

    -Sí, sargento.

    -Pues bien, vigilad vosotros la exterior, y si quiere huir, haced fuego. Es un gran criminal, según dice el telégrafo.

    El sargento, seguido del comisario, desapareció por la escalera interior, acompañado del rumor que sus revelaciones sobre Cavalcanti habían hecho nacer en la multitud de ociosos que presenciaban aquella escena.

    He aquí lo que había sucedido:

    Cavalcanti había bajado diestramente hasta dos tercios de la chimenea; pero al llegar allí le falló un pie, y a pesar del apoyo de sus manos, bajó más rápido, y sobre todo con más ruido del que hubiera querido; nada hubiese importado esto si el cuarto no estuviera ocupado como estaba.

    Dos mujeres dormían en una cama, y el ruido las despertó. Sus miradas se fijaron en el sitio en que habían oído el ruido, y por el hueco de la chimenea vieron aparecer un hombre.

    Una de las dos, la rubia fue la que dio aquel terrible grito que se oyó en toda la casa; mientras que la otra, que era pelinegra, corrió al cordón de la campanilla, y dio la alarma tirando de ella con toda su fuerza.

    Cavalcanti jugaba la partida con desgracia.

    -¡Por piedad! -decía pálido, fuera de sí, sin ver a las personas a las que estaba hablando-, ¡por piedad! ¡No llaméis! ¡Salvadme!, no quiero haceros daño.

    -¡Cavalcanti, el asesino! -gritó una de las dos mujeres.

    -¡Eugenia, señorita Danglars! -dijo Cavalcanti, pasando del miedo al estupor.

    -¡Socorro! ¡Socorro! -gritaba la señorita de Armilly, cogiendo el cordón de la campanilla de manos de Eugenia, y tirando con más fuerza que antes.

    -¡Salvadme, me persiguen! ¡Por piedad! ¡No me entreguéis!

    -Es tarde, ya suben -respondió Eugenia.

    -Pues bien, ocultadme en cualquier parte. Diréis que tuvisteis miedo sin motivo. Haréis desaparecer las sospechas, y me salvaréis la vida.

    Las dos jóvenes, arrimadas la una a la otra y tapándose completamente con las colchas, permanecieron mudas ante aquella voz que les suplicaba. Mil ideas contrarias y la mayor repugnancia se leía en sus ojos.

    -Pues bien, sea -dijo Eugenia-, tomad el camino por el cual habéis venido, y nada diremos. ¡Marchaos, desgraciado!

    -¡Aquí está! ¡Aquí está! -gritó una voz casi ya junto a la puerta-, ¡aquí está!, ya le veo.

    En efecto, mirando el sargento por el ojo de la cerradura, había visto a Cavalcanti en pie y suplicando.

    Un fuerte culatazo hizo saltar la cerradura; otros dos los cerrojos, y cayó la puerta al suelo.

    Cavalcanti corrió a la otra puerta que daba a la galería, y la abrió para precipitarse por ella. Los dos gendarmes que estaban allí se prepararon para hacer fuego.

    Cavalcanti se detuvo, en pie, pálido, con el cuerpo un poco echado hacia atrás, y con su inútil cuchillo en la mano.

    -Huid -le dijo la señorita de Armilly, en cuyo corazón empezaba a entrar la piedad a medida que se retiraba el miedo-. Huid, pues, si podéis.

    -¡Oh!, mataos -dijo Eugenia con un tono semejante al que usaban las vestales al mandar en el circo al gladiador que concluyese con su enemigo vencido.

    Cavalcanti tembló, miró a la joven con una sonrisa de desprecio, que demostraba que su corrupción le impedía conocer la sublime ferocidad del honor.

    -¿Matarme? -dijo, arrojando su cuchillo-, ¿y por qué?

    -¿Pues no habéis dicho -replicóle Eugenia- que os condenarán a muerte y que os ejecutarán inmediatamente como al último de los criminales?

    -¡Bah! -respondió Cavalcanti cruzando los brazos-, de algo servirán los amigos.

    El sargento se dirigió a él sable en mano.

    -Vamos, vamos -dijo Cavalcanti-, guardad ese sable, buen hombre, no hay necesidad de tanto ruido; me rindo.

    Y alargó las manos a las esposas.

    Las jóvenes miraban con terror aquella espantosa metamorfosis que se efectuaba ante su vista. El hombre de mundo, despojándose de su traje y volviendo a ser el hombre de presidio.

    Cavalcanti se volvió hacia ellas y con la sonrisa de la imprudencia les dijo:

    -¿Queréis algo para vuestro padre, señorita Eugenia? Porque según todas las probabilidades vuelvo a París.

    Eugenia ocultó su rostro entre sus manos.

    -¡Oh! ¡Oh!, no hay por qué avergonzarse. No tiene nada de particular que hayáis tomado la posta para correr tras de mí. ¿No era yo casi vuestro marido?

    Después de su burla, Cavalcanti salió, dejando a las dos fugitivas entregadas a la vergüenza y a los chismes de la gente.

    Una hora después, vestidas ambas con su traje de señora, subían a la silla de posta.

    Habían cerrado la puerta de la fonda para librarlas de las primeras miradas, pero con todo fue necesario pasar por medio de dos hileras de curiosos que murmuraban.

    -¡Oh! ¿Por qué el mundo no es un desierto? -dijo Eugenia bajando las persianas de la silla para que no la viesen.

    Al día siguiente se apeaban en la fonda de Flandes, en Bruselas.

    Desde el día anterior, Cavalcanti se hallaba en la cárcel de la Conserjería.

    Hemos visto la tranquilidad con que las señoritas de Danglars y de Armilly habían hecho su transformación y emprendido su fuga. Debieron esta tranquilidad a que cada cual estaba bastante ocupado en sus asuntos para no mezclarse en los de los demás.

    Dejaremos al banquero, con la frente bañada de sudor, alinear, a la vista de la bancarrota, las inmensas columnas de su pasivo, y seguiremos a la baronesa, que después de haber permanecido un instante aterrada con la violencia del golpe que la hiriera, había ido en busca de su consejero ordinario, Luciano Debray.

    Contaba la baronesa con que aquel matrimonio la libraría de una tutela que con una muchacha del carácter de Eugenia no dejaba de ser incómoda, porque en la especie de contrato tácito que sostiene los lazos de la jerarquía social, la madre no es verdaderamente dueña de su hija, sino con la condición de ser continuamente para ella un ejemplo de moralidad y un tipo de perfección.

    Ahora bien, la señora Danglars temía la perspicacia de Eugenia y los consejos de Luisa de Armilly. Había observado ciertas miradas desdeñosas lanzadas por su hija a Debray, las que parecían significar que su hija conocía todo el misterio de sus relaciones amorosas y Pecuniarias con el secretario íntimo, mientras que una interpretación más sagaz y más profunda hubiese, por el contrario, demostrado a la baronesa que Eugenia la detestaba, no porque era la piedra de escándalo de la casa paterna, sino porque la colocaba en la categoría de los bípedos que Platón no llama hombres, y Diógenes designa con la denominación de animales de dos pies y sin plumas.

    La señora Danglars, a su modo de ver, y desgraciadamente todos en el mundo tenemos nuestro modo de ver que nos impide conocer el de los demás, la señora Danglars, decimos, lamentaba infinitamente que el matrimonio de Eugenia se hubiese desbaratado; no porque fuese o dejase de ser conveniente, sino porque la privaba de su entera libertad.

    Corrió, pues, como hemos dicho, a casa de Debray, que después de haber asistido como todo París a la firma del contrato y al escándalo que hubo en ella, se retiró a su club, donde con algunos amigos hablaba del suceso que era tema de todas las conversaciones en las tres cuartas partes de la ciudad eminentemente chismosa, llamada la capital del mundo.

    Cuando la señora Danglars, vestida de negro y cubierta con un velo, subía la escalera que conducía a la habitación de Debray, a pesar de haberle dicho el conserje que no estaba, se ocupaba él en rechazar las insinuaciones de un amigo que procuraba demostrarle que después del suceso escandaloso que se había producido, era su deber, como amigo íntimo de la casa, casarse con Eugenia y sus dos millones.

    Debray se defendía como hombre que quiere ser vencido, porque aquella idea se había presentado muchas veces a su imaginación. Mas como conocía a Eugenia, y sabía su carácter independiente y altanero, tomaba de vez en cuando una actitud defensiva diciendo que aquella unión era imposible, dejándose con todo dominar interiormente por aquella mala idea que, según todos los moralistas, preocupa incesantemente al hombre más puro y honrado, velando en el fondo de su alma cual tras la cruz el diablo.

    El té, el juego y la conversación, interesante como se ve, pues se discutían graves intereses, duraron hasta la una de la madrugada.

    Entretanto, la señora Danglars, introducida por el criado de Luciano en su habitación, esperaba con el velo echado sobre el rostro y con el corazón palpitante, en el pequeño salón verde, entre dos grandes floreros que ella misma le envió por la mañana, y que Debray había arreglado tan cuidadosamente que hizo que la pobre mujer le perdonara su ausencia.

    A las once y cuarenta minutos la señora Danglars, cansada de esperar inútilmente, montó en un carruaje y se hizo conducir a su casa. Las mujeres de cierto rango tienen de común con las grisetas, que no vuelven jamás después de medianoche, cuando van a alguna aventura. La baronesa entró en su casa con la misma precaución con que Eugenia había salido de ella. Subió pronto y con el corazón oprimido la escalera de su cuarto, contiguo, como se sabe, al de Eugenia. Temía dar lugar a comentarios, y creía firmemente la pobre mujer, respetable al menos en este punto, en la inocencia de su hija y en su fidelidad al hogar paterno.

    Cuando llegó a su cuarto, escuchó a la puerta de Eugenia, y no oyendo ruido, quiso entrar, pero estaba corrido el pestillo. Creyó que Eugenia, fatigada de las terribles emociones de la tarde, se había acostado y dormía. Llamó a la camarera y le preguntó:

    -La señorita -respondió ésta- ha entrado en su cuarto con la señorita Luisa, han tomado el té juntas, y me han despedido en seguida, diciéndome que no me necesitaban.

    La camarera había estado desde entonces en la repostería, y creía a las dos jóvenes acostadas.

    La señora Danglars se retiró sin la menor sospecha, pero tranquila en cuanto a las personas, su espíritu se fijó en el hecho mismo. A medida que sus ideas eran más claras, las proporciones de la escena del contrato se engrandecían. Era ya algo más que un escándalo, era no una vergüenza, y sí una ignominia.

    A pesar suyo, la baronesa recordó que no había tenido piedad de la pobre Mercedes, que tanto sufrió con lo ocurrido a su marido y a su hijo.

    -Eugenia -dijo- está perdida y nosotros también. El suceso, tal cual va a contarse, nos cubre de oprobio, porque en una sociedad como la nuestra ciertos ridículos son llagas vivas, sangrantes a incurables. ¡Qué dicha que Dios haya dado a Eugenia ese carácter extravagante que tantas veces me ha hecho temblar!

    Y elevó al cielo una mirada de gratitud hacia aquella Providencia misteriosa que lo dispone todo, según los sucesos que deben tener lugar, y hace que un defecto o un vicio sirvan a veces para nuestra dicha.

    Luego, su imaginación tomó un rápido vuelo, y se detuvo en Cavalcanti.

    Ese era un miserable, un ladrón, un asesino, y con todo, sus maneras indicaban una mediana educación, si no completa. Cavalcanti había hecho su aparición en el mundo con las apariencias de una gran fortuna y el apoyo de hombres ilustres.

    ¿Cómo orientarse en aquel inmenso dédalo? ¿A quién dirigirse para salir de aquella situación?

    Debray, a quien había ido a buscar en el primer impulso de la mujer que ama y quiere ser socorrida y ayudada por el hombre a quien dio su corazón y muchas veces le pierde, Debray no podía darle más que un consejo; debía, pues, dirigirse a persona más poderosa.

    Pensó en Villefort. Este era quien había hecho prender a Cavalcanti y quien sin piedad había venido a turbar la paz en el seno de su familia como si hubiera sido una familia extraña.

    Mas, pensándolo bien, no era un hombre sin piedad el procurador del rey; era un magistrado esclavo de sus deberes, un amigo leal y firme, que brutalmente, pero con mano segura, había dado el golpe de escalpelo en la parte enferma; no era un verdugo, era un cirujano que había visto perder ante el mundo el honor de los Danglars por la ignominia del joven que había presentado al mundo como su yerno.

    Puesto que Villefort, amigo de la familia Danglars, obraba así, era de suponer que el banquero nada sabía de antemano, y era inocente, no teniendo participación alguna en los manejos de Cavalcanti. Reflexionándolo bien, la conducta del procurador del rey se explicaba ventajosamente.

    Pero hasta allí debía llegar su inflexibilidad. Se propuso ir a verle al día siguiente y obtener de él, si no que faltase a sus deberes de magistrado, al menos que tuviera la mayor indulgencia posible.

    La baronesa invocaría el tiempo pasado, rejuvenecería sus recuerdos; suplicaría en nombre de un tiempo culpable, pero dichoso. El señor de Villefort atajaría el asunto, o por lo menos, y para eso le bastaba volver los ojos a otra parte, dejaría escapar a Cavalcanti, y no perseguiría al criminal sino en contumacia. Entonces durmióse más tranquilizada.

    El día siguiente a las nueve se levantó, y sin llamar a su camarera, y sin dar señal de que existía en el mundo, se vistió con la misma sencillez que el día anterior, bajó la escalera, salió de casa, marchó hasta la calle de Provenza, tomó allí un carruaje de alquiler y se dirigió a casa de Villefort.

    Desde hacía un mes, aquella casa maldita presentaba el aspecto lúgubre de un lazareto, en el que se hubiese declarado la peste. Una parte de las habitaciones estaban cerradas por dentro y por fuera, las ventanas encajadas de continuo, sólo se abrían para dejar entrar un poco el aire. Veíase entonces asomarse a ellas la figura de un lacayo, y en seguida se cerraban como la losa que cae sobre el sepulcro. Los vecinos se preguntaban: ¿Veremos salir hoy otro cadáver de la casa del procurador del rey?

    Un temblor se apoderó de la señora Danglars al contemplar aquella casa desolada. Bajó del coche, acercóse a la puerta, que estaba cerrada, y llamó.

    Cuando con lúgubre sonido resonó la campanilla por tres veces, apareció el conserje, entreabriendo la puerta lo suficiente sólo para ver quién llamaba.

    Vio una señora elegantemente vestida, perteneciente, por lo visto, a la alta sociedad, y sin embargo, la puerta permaneció cerrada.

    -Abrid -dijo la baronesa.

    -Ante todo, señora, ¿quién sois? -inquirió el conserje.

    -¿Quién soy? Bien me conocéis.

    -No conocemos ya a nadie, señora.

    -Pero ¿estáis loco? -dijo la baronesa.

    -¿De parte de quién venís?

    -¡Oh!, eso ya es demasiado.

    -Señora, es orden expresa, excusadme. ¿Vuestro nombre?

    -La baronesa de Danglars, a quien habéis visto veinte veces.

    -¡Es posible, señora! Ahora, ¿qué queréis?

    -¡Oh! ¡Qué cosa tan rara!, me quejaré al señor de Villefort de la impertinencia de sus criados.

    -Señora, no es impertinencia, es precaución. Nadie entrará aquí sin una orden del doctor d'Avrigny, o sin haber hablado al señor de Villefort.

    -Pues bien, precisamente quiero ver para un asunto al procurador del rey.

    -¿Es urgente?

    -Bien debéis conocerlo, cuando no he vuelto a tomar el coche, pero concluyamos; he aquí una tarjeta, llevadla a vuestro amo.

    -La señora aguardará mi vuelta.

    -Sí, id.

    El portero cerró, dejando a la señora Danglars en la calle.

    Verdad es que no esperó mucho tiempo; un momento después se abrió la puerta lo suficiente solamente para que entrase la baronesa, cerrándose inmediatamente.

    Una vez hubieron llegado al patio, el conserje, sin perder de vista la puerta un momento, sacó del bolsillo un pito y lo tocó.

    Presentóse a la entrada el ayuda de cámara del señor Villefort.

    -La señora excusará a ese buen hombre -dijo presentándose a la baronesa-, pero sus órdenes con categóricas, y el señor de Villefort me encarga decir a la señora que le ha sido imposible obrar de otro modo.

    Había en el patio un proveedor introducido del mismo modo, y cuyas mercancías examinaban.

    La baronesa subió. Sentíase profundamente impresionada al ver aquella tristeza, y conducida por el ayuda de cámara llegó al despacho del magistrado sin que su guía la perdiese de vista un solo instante.

    Por mucho que preocupase a la señora Danglars el motivo que la conducía, empezó por quejarse de la recepción que le hacían los criados, pero Villefort levantó su cabeza inclinada por el dolor, con tan triste sonrisa, que las quejas expiraron en los labios de la baronesa.

    -Excusad a mis criados de un terror que no puede constituir delito; de sospechosos, se han vuelto suspicaces.

    La señora Danglars había oído hablar varias veces del terror que causaba el magistrado; pero si no lo hubiese visto, jamás hubiera podido creer que llegase hasta aquel extremo.

    -¿Vos también -le dijo- sois desgraciado?

    -Sí -respondió el magistrado.

    -¿Me compadeceréis, entonces?

    -Sí, señora, sinceramente.

    -¿Y comprendéis el motivo de mi visita?

    -¿Vais a hablarme de lo que os ha sucedido?

    -Sí; una gran desgracia.

    -Es decir, un desengaño.

    -¡Un desengaño! -exclamó la baronesa.

    -Desgraciadamente, señora, he llegado a no llamar desgracias más que a las irreparables.

    -¿Y creéis que se olvidará?

    -Todo se olvida -respondió Villefort-; mañana se casará vuestra hija; dentro de ocho días, si no mañana. Y en cuanto al futuro que ha perdido Eugenia, no creo que lo echéis mucho de menos.

    Admirada de aquella calma casi burlona, la señora Danglars miró a Villefort.

    -¿He venido a ver a un amigo? -le preguntó con un tono lleno de dolorosa dignidad.

    -Sabéis que sí -respondió Villefort, cuyas pálidas mejillas se cubrieron de un vivo rubor al dar aquella seguridad que hacía alusión a otros sucesos muy distintos de los que los ocupaban en el momento.

    -Pues bien, entonces sed más afectuoso, mi querido Villefort, y al verme tan desdichada, no me digáis que debo estar contenta.

    Villefort se inclinó.

    -Cuando oigo hablar de desgracias, señora, hace tres meses que he adquirido el vicio, si queréis, de hacer una comparación egoísta con las mías, y al lado de ellas la vuestra no es nada. Ahí tenéis por qué vuestra posición me parece envidiable. ¿Decíais, señora?

    -Venía a saber de vos, amigo mío, ¿en qué estado se halla el asunto de ese impostor?

    -¡Impostor! -repitió Villefort-, estáis resuelta a disminuir ciertas cosas y exagerar otras. ¡Impostor el señor Cavalcanti, o mejor Benedetto! Os engañáis, señora, el señor Benedetto es un hermoso ejemplar de asesino.

    -No niego la rectitud de vuestra enmienda, pero mientras más severo seáis con ese desgraciado, más haréis contra nosotros. Olvidadle un momento, y en lugar de seguirle, dejadle huir.

    -Llegáis tarde, señora, ya están dadas las órdenes.

    -Y si lo prenden... ¿Creéis que lo prenderán?

    -Así lo espero.

    -Si lo prenden, considerar esto, entonces: siempre he oído decir que las prisiones no se desocupan; pues bien, dejadle en ella.

    El procurador del rey hizo un signo negativo.

    -Por lo menos, hasta que esté casada mi hija -añadió la baronesa.

    -Imposible, señora, la justicia tiene sus trámites.

    -¿Los tiene también para mí? -dijo la baronesa medio seria, medio risueña.

    -Para todos -respondió Villefort-, y para mí como para los demás.

    -¡Ah! -exclamó la baronesa, sin añadir con palabras el pensamiento que encerraba esta exclamación.

    Villefort se puso a contemplarla con aquella mirada con que solía sondear el pensamiento de sus interlocutores.

    -Ya; comprendo lo que queréis decir -le dijo-, aludís a esos terribles rumores esparcidos por ahí, de que todas esas muertes que hace tres meses me visten de negro, que esa muerte de que Valentina ha escapado como por milagro, no son naturales, ¿no es eso lo que queréis decir?

    -No pensaba en eso -dijo vivamente la señora Danglars.

    -¡Sí!, pensabais, señora, y con razón, porque no podía ser de otra manera, y decíais para vos misma: «Tú, que persigues el crimen, responde: ¿por qué hay a tu alrededor crímenes que permanecen impunes?» Eso es lo que os decíais, ¿no es así, señora?

    -Verdad es, lo confieso.

    -Ahora voy a contestaros.

    Villefort acercó su sillón a la silla de la señora Danglars, y luego, apoyando ambas manos en su pupitre, y tomando una entonación más sorda que de costumbre, añadió:

    -Hay crímenes que quedan impunes, porque se desconoce a los criminales, y porque se teme herir en una cabeza inocente, en vez de herir en una cabeza culpable; pero cuando sean conocidos esos criminales -Villefort extendió la mano hacia un crucifijo de gran tamaño colocado delante del pupitre-, cuando esos criminales sean conocidos -repitió-, por Dios vivo, señora, morirán, sean quienes fueren. Ahora, pues, después del juramento que acabo de hacer, y que cumpliré, ¡atreveos, señora, a pedirme gracia para ese miserable!

    -¿Y estáis seguro de que sea tan culpable como se dice? -preguntó la señora Danglars.

    -Escuchad, escuchad su registro. Benedetto, condenado primero a cinco años de presidio por falsificador a la edad de dieciséis años: el mozo prometía, según veis. Luego prófugo, después asesino.

    -Pero ¿quién es ese desgraciado?

    -¿Quién lo sabe? Un vagabundo, un corso.

    -¿Y nadie se ha presentado a reclamar por él?

    -Nadie, no se conoce a sus padres.

    -Pero ¿ese hombre que había venido de Luques?

    -Otro tal; su cómplice quizá.

    La baronesa cruzó las manos.

    -¡Villefort! -exclamó con el tono más dulce y cariñoso.

    -¡Por Dios, señora! -respondió el procurador del rey con una firmeza que no carecía de sequedad-, ¡por Dios! jamás me pidáis gracia para un criminal. ¿Qué soy yo?: la ley. ¿Y tiene ojos la ley para ver vuestra tristeza? ¿Tiene oídos la ley para oír vuestra dulce voz? ¿Tiene memoria la ley para comprender con delicadeza vuestro pensamiento? No, señora, la ley manda, y cuando manda la ley, hiere en seguida. Me diréis que yo soy un ser viviente, y no un código, un hombre, y no un libro; pero miradme, mirad, señora, a mi alrededor: ¿me han tratado a mí los hombres como hermano? ¿Me han tenido consideración? ¿Me han perdonado? ¿Ha pedido nadie gracia para Villefort, ni se le ha concedido a nadie esa gracia?

    » No, no; lastimado, siempre lastimado. Todavía insistís vos, que sois ahora una sirena más bien que una mujer, en mirarme con esa mirada encantadora y expresiva que me recuerda que debo avergonzarme. Entonces, sea; sí, ¡avergonzarme de lo que vos sabéis, y tal vez de otra cosa más! Pero al fin, después de que yo he sido culpable, y acaso más culpable que otros, desde que yo he sacudido los vestidos del prójimo para buscar detrás de ellos la llaga, y siempre he encontrado, siempre con gozo, con alegría, ese sello de la debilidad o de la perversidad humana. ¡Cada hombre culpable que hallaba y cada criminal que yo castigaba, me parecía una demostración viva, una nueva prueba de que no era yo una repugnante excepción! ¡Ay!, ¡ay!, ¡ay!, ¡todo el mundo es malo, señora; demostrémoslo, y castiguemos al malo!

    Villefort dijo estas últimas palabras con una rabia nerviosa que confería a su lenguaje una feroz elocuencia.

    -¿Pero decís -continuó la señora Danglars intentando el último esfuerzo-, decís que ese joven es vagabundo, huérfano y desamparado?

    -Sí, y tanto peor, o mejor dicho, tanto mejor; la Providencia lo ha permitido así para que nadie llore por él.

    -Es encarnizarse contra el débil, señor procurador del rey.

    -El débil que asesina.,

    -Su deshonor repercute sobre mi casa.

    -¿No tengo yo la muerte en la mía?

    -¡Oh! -dijo la baronesa-, no tenéis piedad para los demás; pues bien, no la tendrán de vos.

    -¡Así sea! -dijo Villefort levantando al cielo su rostro amenazador.

    -Dejad la causa de ese desgraciado para los jurados venideros; eso nos dará seis meses para que lo olviden.

    -No -dijo Villefort-; todavía me quedan cinco días; la instrucción está terminada; me sobra tiempo. Además, conocéis, señora, que yo también necesito olvidar; pues bien, cuando trabajo noche y día, hay momentos en que nada recuerdo, y soy dichoso como los muertos, pero aún vale más esto que sufrir.

    -Si se ha fugado, dejadle huir; la inercia es una clemencia fácil.

    -Os he dicho que era demasiado tarde, que al ser de día funcionó el telégrafo, y...

    -Señor -dijo el ayuda de cámara entrando-, un soldado trae este despacho del ministro del Interior.

    Villefort tomó la carta y la abrió.

    -Preso, le han apresado en Compiègne. Esto ha terminado.

    -Adiós -dijo la señora Danglars levantándose.

    -Adiós, señora -respondió el procurador del rey, acompañándola hasta la puerta.

    Luego, volviendo a su despacho, añadió:

    -Vamos; tenía un delito de falsificación, tres robos, dos incendios; me faltaba un asesinato, y hele aquí; la sesión será interesante.

    Como había dicho el procurador del rey a la señora Danglars, Valentina no estaba aún restablecida; quebrantada por la fatiga, se hallaba en cama, y en ella, y por la señora de Villefort, supo los sucesos que acabamos de contar, es decir, la huida de Eugenia y la prisión de Cavalcanti o Benedetto y la acusación de asesinato intentada contra él. Pero Valentina se hallaba en un estado tan débil, que no le causó aquélla noticia el efecto que hubiera producido en ella en su estado habitual. En efecto, algunas ideas vagas, algunos fantasmas fugitivos se presentaron al cerebro de la enferma, o pasaron ante su vista, pero bien pronto se borraron, dejando tomar toda su fuerza a las sensaciones personales.

    Durante el día, Valentina se mantenía en la realidad por la presencia del señor Noirtier que se hacía conducir al cuarto de su nieta, y permanecía en él protegiendo a Valentina con su paternal mirada. Después, cuando regresaba del tribunal, era Villefort quien pasaba una hora entre su padre y su hija. A las seis se retiraba el señor de Villefort a su despacho, a las ocho llegaba el señor d'Avrigny, quien preparaba por sí mismo la poción nocturna para la joven. En seguida se llevaban a Noirtier. Una enfermera escogida por el médico reemplazaba a los demás, y no se retiraba hasta las diez o las once, hora en que Valentina quedaba ya dormida. Al bajar, daba las llaves del cuarto al señor Villefort, de suerte que no podía nadie entrar en la habitación de la enferma sin atravesar por la habitación de la señora de Villefort y por el cuarto del pequeño Eduardo.

    Todas las mañanas iba Morrel a la habitación de Noirtier para saber de Valentina, y, ¡cosa extraordinaria!, cada día parecía menos inquieto. Primeramente, porque Valentina, aunque en medio de una grande exaltación, estaba cada día mejor; y después, ¿no le había dicho Montecristo cuando fue a verle que si dentro de dos horas Valentina no había muerto, se salvaría? Valentina vivía, y ya habían transcurrido cuatro días.

    La exaltación nerviosa a que hemos hecho alusión perseguía a Valentina hasta durante el sueño, o más bien en el estado de somnolencia que sucedía a la vigilia. Entonces, en medio del silencio de la noche, y a la débil luz de la lámpara de alabastro puesta sobre la chimenea, veía pasar esas sombras que pueblan el cuarto de los enfermos y que sacude con sus alas la fiebre. Tan pronto se le aparecía su madrastra que la amenazaba, como Morrel que le tendía sus brazos. Veía otras veces extraños a su vida habitual, como el conde de Montecristo. Hasta los muebles parecían animados y errantes; duraba aquel estado hasta las dos o las tres de la madrugada, y entonces un sueño de plomo se apoderaba de la joven y duraba hasta que era de día.

    La noche del día en que supo Valentina la fuga de Eugenia y la prisi6n de Benedetto, y en que después de mezclarse a las sensaciones de su existencia, empezaban a borrarse de su imaginación aquellos sucesos, retirados ya Villefort, Noirtier y d'Avrigny, dando las once en San Felipe de Roul, y que habiendo colocado la enfermera cerca de la cama la poción preparada por el doctor y cerrado la puerta, se retiró a la antecámara, a juzgar por los lúgubres comentarios que en ella se oían desde hacía tres meses, una escena inesperada tenía lugar en aquella habitación tan cuidadosamente cerrada.

    Hacía diez minutos poco más o menos que se había retirado la enfermera. Valentina, atacada de aquella fiebre que se presentaba todas las noches, dejaba que su imaginación, que no podía dominar, continuase aquel trabajo monótono, ímprobo a implacable de un cerebro que reproduce incesantemente los mismos pensamientos o crea las mismas imágenes. Mil y mil rayos de luz, todos llenos de significaciones extrañas, se escapaban de la lámpara, cuando de repente a su reflejo incierto, creyó ver Valentina que su bliblioteca, colocada al lado de la chimenea en un rincón de la pared, se abría poco a poco sin que los goznes hiciesen el menor ruido.

    En cualquier otra ocasión Valentina hubiese tirado de la campanilla, pidiendo ayuda, pero de nada se admiraba en su actual situación. Sabía que todas aquellas visiones que la rodeaban eran hijas de su delirio, y esta convicción se afianzó en ella, porque por la mañana no se veía traza alguna de aquellos fantasmas de la noche que desaparecían con la aurora.

    Detrás de la puerta apareció una figura humana.
    continua
     
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    clause Claudia

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    Re: ... de poetas, cuentos y leyendas

    Hans Christian Andersen
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    [​IMG]

    La suerte puede estar en un palito
    [Cuento infantil. Texto completo]
    Hans Christian Andersen

    Ahora les voy a contar un cuento sobre la suerte.

    Todos conocemos la suerte; algunos la ven durante todo el año, otros sólo ciertos años y en un único día; incluso hay personas que no la ven más que una vez en su vida; pero todos la vemos alguna vez.

    No necesito decir, pues todo el mundo lo sabe, que Dios envía al niñito y lo deposita en el seno de la madre, lo mismo puede ser en el rico palacio y en la vivienda de la familia acomodada, que en pleno campo, donde sopla el frío viento. Lo que no saben todos -y, no obstante, es cierto- es que Nuestro Señor, cuando envía un niño, le da una prenda de buena suerte, sólo que no la pone a su lado de modo visible, sino que la deja en algún punto del mundo, donde menos pueda pensarse; pero siempre se encuentra, y esto es lo más alentador. Puede estar en una manzana, como ocurrió en el caso de un sabio que se llamaba Newton: cayó la manzana, y así encontró él la suerte. Si no conoces la historia, pregunta a los que la saben; yo ahora tengo que contar otra: la de una pera.

    Érase una vez un hombre pobre, nacido en la miseria, criado en ella y en ella casado. Era tornero de oficio, y torneaba principalmente empuñaduras y anillas de paraguas; pero apenas ganaba para vivir.

    -¡Nunca encontraré la suerte! -decía. Adviertan que es una historia verdadera, y que podría decirles el país y el lugar donde residía el hombre, pero no viene al caso.

    Las rojas y ácidas acerolas crecían en torno a su casa y en su jardín, formando un magnífico adorno. En el jardín había también un peral, pero no daba peras; sin embargo, en aquel árbol se ocultaba la suerte, se ocultaba en sus peras invisibles. Una noche hubo una ventolera horrible; en los periódicos vino la noticia de que la gran diligencia había sido volcada y arrastrada por la tempestad como un simple andrajo. No nos extrañará, pues, que también rompiera una de las mayores ramas del peral.

    Pusieron la rama en el taller, y el hombre, por pura broma, torneó con su madera una gruesa pera, luego otra menor, una tercera más pequeña todavía y varias de tamaño minúsculo.

    De esta manera el árbol hubo de llevar forzosamente fruto por una vez siquiera. Luego el hombre dio las peras de madera a los niños para que jugasen con ellas.

    En un país lluvioso, el paraguas es, sin disputa, un objeto de primera necesidad. En aquella casa había uno roto para toda la familia.

    Cuando el viento soplaba con mucha violencia, lo volvía del revés, y dos o tres veces lo rompió, pero el hombre lo reparaba. Lo peor de todo, sin embargo, era que el botón que lo sujetaba cuando estaba cerrado, saltaba con mucha frecuencia, o se rompía la anilla que cerraba el varillaje.

    Un día se cayó el botón; el hombre, buscándolo por el suelo, encontró en su lugar una de aquellas minúsculas peras de madera que había dado a los niños para jugar.

    -No encuentro el botón -dijo el hombre-, pero este chisme podrá servir lo mismo-. Hizo un agujero en él, pasó una cinta a su través, y la perita se adaptó a la anilla rota. Indudablemente era el mejor sujetador que había tenido el paraguas.

    Cuando, al año siguiente, nuestro hombre envió su partida de puños de paraguas a la capital, envió también algunas de las peras de madera torneada con media anilla, rogando que las probasen; y de este modo fueron a parar a América. Allí se dieron muy pronto cuenta de que la perita sujetaba mejor que todos los botones, por lo que solicitaron del comerciante que, en lo sucesivo, todos los paraguas vinieran cerrados con una perita.

    ¡Cómo aumentó el trabajo! ¡Peras por millares! Peras de madera para todos los paraguas. Al hombre no le quedaba un momento de reposo, tornea que tornea. Todo el peral se transformó en pequeñas peras de madera. Llovían los chelines y los escudos.

    -¡En el peral estaba escondida mi suerte! -dijo el hombre. Y montó un gran taller con oficiales y aprendices. Siempre estaba de buen humor y decía:

    -La suerte puede estar en un palito.

    Yo, que cuento la historia, digo lo mismo.

    Ya conocen aquel dicho: «Ponte en la boca un palito blanco, y serás invisible». Pero ha de ser el palito adecuado, el que Nuestro Señor nos dio como prenda de suerte. Yo lo recibí, y como el hombre de la historia puedo sacar de él oro contante y sonante, oro reluciente, el mejor, el que brilla en los ojos infantiles, resuena en la boca del niño y también en la del padre y la madre. Ellos leen las historias y yo estoy a su lado, en el centro de la habitación, pero invisible, pues tengo en la boca el palito blanco. Si observo que les gusta lo que les cuento, entonces digo a mi vez: «¡La suerte puede estar en un palito!».

     
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    Pirata
    [​IMG][​IMG]
    Rafael Alberti

    Pirata de mar y cielo,
    si no fui ya, lo seré.

    Si no robé la aurora de los mares,
    si no la robé,
    ya la robaré.

    Pirata de cielo y mar,
    sobre un cazatorpederos,
    con seis fuertes marineros,
    alternos, de tres en tres.

    Si no robé la aurora de los cielos,
    si no la robé,
    ya la robaré.
     
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    clause Claudia

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    Alejandro Dumas (Padre)
    El Conde de Montecristo

    Parte Quinta

    Valentina, merced a su fiebre, estaba demasiado familiarizada con aquellos fantasmas para espantarse de ellos; abrió solamente los ojos esperando ver a Morrel.

    La figura continuó avanzando hacia su cama, detúvose, y pareció escuchar con una atención profunda.

    Un rayo de luz dio entonces de lleno en el rostro de la nocturna visita.

    -No es él-dijo Valentina

    Esperaba, convencida de que soñaba, que aquel hombre, como sucede en los sueños, desapareciese o se cambiase en otro.

    Solamente tocó su pulso, y sintiéndolo latir con violencia, recordó que el mejor medio para hacer desaparecer aquellas visiones importunas era beber: la frescura de la bebida, compuesta con el fin de calmar las agitaciones de Valentina, que se había quejado de ellas al doctor, haciendo disminuir la calentura, renovaba las sensaciones del cerebro, y después de haber bebido se sentía durante un rato más sosegada.

    Extendió el brazo con el fin de coger el vaso que estaba junto a la cama, y en aquel instante y con bastante viveza la aparición dio dos pasos hacia la cama, y llegó tan cerca de la joven, que le pareció oír su respiración, y creyó sentir la presión de su mano.

    Esta vez la ilusión, o mejor dicho la realidad, sobrepujaba a cuanto Valentina había experimentado hasta entonces. Sintió que estaba despierta y viva, vio que gozaba de toda su razón y se echó a temblar.

    La presión que Valentina había sentido tenía por objeto detenerle el brazo, y ella lo retiró lentamente.

    Entonces aquella figura, de la que no podía apartar su vista, y que más bien parecía protegerla que amenazarla, tomó el vaso, se acercó a la lámpara y examinó el contenido, como si hubiese querido juzgar su colorido y transparencia.

    Pero aquella primera prueba no fue suficiente. Aquel hombre o fantasma, porque caminaba de un modo que sus pasos no resonaban en la alfombra, tomó una cucharada de la poción y la tragó.

    Valentina contemplaba lo que ocurría ante sus ojos con una sensación indefinible. Creía que todo aquello iba a desaparecer para dar lugar a otra escena, pero el hombre, en lugar de desvanecerse como una sombra, se acercó a ella y alargándole la mano con el vaso le dijo con una voz en la que vibraba la emoción:

    -Ahora, bebed.

    Valentina tembló. Era la primera vez que una de sus visiones le hablaba de aquel modo. Abrió la boca para dar un grito. El hombre puso un dedo sobre sus labios.

    -¡El conde de Montecristo! -murmuró Valentina.

    Al miedo que se pintó en los ojos de la joven, al temblor de sus manos y al movimiento que hizo para ocultarse entre las sábanas, se reconocía la última lucha de la duda contra la convicción. Con todo, la presencia de Montecristo en su cuarto a semejante hora, su entrada misteriosa, fantasmagórica a inexplicable, a través de un muro, parecía imposible a la quebrantada razón de Valentina.

    -No llaméis a nadie, ni os espantéis -le dijo el conde-, no tengáis el menor recelo ni la más pequeña inquietud en el fondo de vuestro corazón. El hombre que veis delante de vos, porque esta vez tenéis razón, Valentina, y no es una ilusión, es el padre más tierno y el más respetuoso amigo que podáis desear.

    Valentina no respondió. Tenía un miedo tan grande a aquella voz que le revelaba la presencia real del que hablaba, que temió asociar a ella la suya, pero su mirada espantada quería decir: «Si vuestras intenciones son puras, ¿por qué estáis aquí?»

    El conde, con su maravillosa sagacidad, comprendió cuanto sucedía en el corazón de la joven.

    -Escuchadme -le dijo-, o mejor, miradme: ¿veis mis ojos enrojecidos y mi cara más pálida aún que de costumbre? Es porque desde hace cuatro noches no he podido dormir un instante. Hace cuatro noches que velo sobre vos, que os protejo y os conservo a nuestro amigo Maximiliano.

    La sangre coloreó rápidamente las mejillas de la enferma, porque el nombre que acababa de pronunciar el conde desvanecía el resto de desconfianza que le había inspirado.

    -¡Maximiliano... ! -repitió Valentina; tan dulce le era pronunciar aquel nombre-. ¡Maximiliano! ¿Os lo ha contado todo?

    -Todo: me ha dicho que vuestra vida era la suya, y le he prometido que viviríais.

    -¿Le habéis prometido que viviría?

    -Sí.

    -En efecto, señor, acabáis de hablar de vigilancia y protección. ¿Sois médico, acaso?

    -Sí, y el mejor que el cielo pudiera enviaros en este momento, creedme.

    -¿Decís que habéis velado? -preguntó Valentina, inquieta-. ¿Adónde? Yo no os he visto.

    Montecristo señaló la biblioteca.

    -He estado escondido tras esa puerta que da a la casa inmediata que he alquilado.

    Valentina, por un movimiento de púdico orgullo, apartó sus ojos con terror.

    -Caballero -dijo-, lo que habéis hecho es de una demencia sin ejemplo, y la protección que me concedéis se asemeja mucho a un insulto.

    -Valentina -dijo---, durante esta larga vigilia, esto es lo único que he visto: qué personas venían a vuestro cuarto, qué alimentos os preparaban, qué bebidas os han dado, y cuando éstas me parecían peligrosas, entraba, como acabo de entrar, vaciaba vuestro vaso, y sustituía el veneno por una poción bienhechora, que en lugar de la muerte que os habían preparado, hacía circular la vida en vuestras venas.

    -¡El veneno! ¡La muerte! -dijo Valentina, creyéndose de nuevo bajo el poder de alguna fiebre alucinadora-. ¿Qué estáis diciendo, caballero?

    -Silencio, hija mía -dijo Montecristo, volviendo a poner un dedo sobre sus labios-; he dicho el veneno, sí, he dicho la muerte, y repito, la muerte; pero ante todo, bebed esto -y el conde sacó de su bolsillo un fresco de cristal que contenía un licor rojo, del que vertió algunas gotas en el vaso-, y cuando hayáis bebido esto no toméis nada más en toda la noche.

    La joven alargó la mano; pero apenas tocó el vaso, cuando volvió a retirar la mano llena de miedo.

    Montecristo tomó el vaso, bebió un poco y lo presentó a Valentina, que tragó sonriendo el licor que contenía.

    -¡Oh!, sí -dijo-; reconozco el gusto de mis bebidas nocturnas, de aquella agua que refrescaba un poco mi pecho y calmaba mi cerebro. Gracias, señor, gracias.

    -Considerad cómo habéis vivido hace cuatro noches, Valentina -dijo el conde. -Yo, en cambio, ¿cómo vivía? ¡Ah!, ¡qué horas tan crueles me habéis hecho pasar! ¡Qué tormentos no he sufrido al ver verter en vuestro vaso el mortífero veneno, temblando siempre de que tuvieseis tiempo para beberlo antes que yo pudiese derramarlo en la chimenea!

    -Decís, señor -respondió Valentina en el colmo del terror-, ¿que habéis sufrido mil martirios viendo derramar en mi vaso un mortífero veneno? Pero si lo habéis visto, ¿también debisteis ver quién lo derramaba?

    -Sí.

    Valentina se incorporó en la cama, y echando sobre su pálido pecho la batista bordada, mojada aún con el sudor del delirio, al que se mezclaba ahora el del terror, repitió:

    -¿Lo habéis visto?

    -Sí -repitió el conde.

    -Lo que me decís, señor, es horroroso; queréis hacerme creer en algo infernal. ¡Cómo! ¡En la casa de mi padre! ¡En mi cuarto! ¡En el lecho del dolor continúan asesinándome! ¡Oh!, retiraos, tentáis mi conciencia; blasfemáis de la bondad divina. Es imposible, no puede ser.

    -¿Sois la primera a quien ha herido esa mano, Valentina? ¿No habéis visto caer junto a vos al señor y la señora de Saint-Merán y a Barrois? ¿No hubiera sucedido lo mismo al señor Noirtier sin el método que sigue hace tres años? En él la costumbre del veneno le ha protegido contra el veneno.

    -¡Ay! ¡Dios mío! -dijo Valentina-, ahora comprendo por qué mi abuelo exigía de mí hace un mes que tomase de todas sus bebidas.

    -Y tenían un sabor amargo como el de la cáscara de naranja medio seca, ¿es verdad?

    -Sí, Dios mío, sí.

    -¡Oh!, todo lo explica eso -dijo Montecristo-, él sabe que aquí envenenan y quizá quién: ha querido preservaros a vos, su hija amada, contra la mortal sustancia, y ésta ha venido a estrellarse contra ese principio de costumbre. Ved por lo que vivís aún, cosa que me admiraba habiéndoos envenenado hace cuatro días con un veneno que por lo general no tiene remedio.

    -Pero ¿quién es el asesino?

    -Dejadme que os pregunte: ¿No habéis visto entrar a nadie de noche en vuestro cuarto?

    -Sí; muchas veces he creído ver pasar como unas sombras, acercarse, retirarse, y finalmente desaparecer; pero creía que eran visiones de mi calentura, y hace un instante, cuando entrasteis, creía estar soñando o delirando.

    -Así, ¿no conocéis a la persona que atenta contra vuestra vida?

    -No. ¿Por qué desea mi muerte?

    -Vais a conocerla entonces -dijo Montecristo aplicando el oído.

    -¿Cómo? -preguntó Valentina, mirando con terror a su alrededor.

    -Porque esta noche no tenéis fiebre ni delirio, estáis bien despierta, son las doce, y es la hora de los asesinos.

    -¡Dios mío! ¡Dios mío! -dijo Valentina enjugando el sudor que inundaba su frente.

    En efecto, las doce daban lenta y tristemente. Podía decirse que cada golpe del martinete sobre el bronce daba en el corazón de la joven.

    -Valentina -continuó el conde-, llamad todas vuestras fuerzas en vuestro socorro, comprimid vuestro corazón en vuestro pecho, detened vuestra voz en vuestra garganta, fingid que dormís, y veréis.

    Valentina tomó la mano del conde.

    -Me parece que oigo ruido -le dijo-, retiraos.

    -Adiós. Hasta más ver -le dijo el conde.

    Luego, con una sonrisa tan triste y paternal que llenó de gratitud el corazón de la joven, se dirigió el conde a la puerta de la biblioteca; pero volviéndose antes de cerrarla, dijo:

    -No hagáis un gesto, no digáis una palabra, que os crea dormida; si no, os mataría antes que tuviese tiempo para socorreros.

    El conde desapareció en seguida, cerrando la puerta tras de sí.

    Valentina se quedó sola. Otros dos relojes más atrasados que el de San Felipe de Roul dieron aún las doce a repetidos intervalos, y aparte el lejano ruido de tal o cual carruaje, todo quedó de nuevo sumido en silencio.

    Toda la atención de Valentina se fijó en el reloj de su cuarto, cuya aguja marcaba hasta los segundos. Empezó a contarlos, y notó que eran dobles, doblemente más lentos que los latidos de su corazón.

    Y con todo, dudaba aún. La inocente no podía figurarse que nadie desease su muerte. ¿Por qué? ¿Con qué fin? ¿Qué mal había hecho que pudiese suscitarle un enemigo?

    No había que temer que se durmiese. Una sola idea, una idea terrible la tenía despierta. Existía una persona en el mundo que había intentado asesinarla y lo intentaría aún. Si esta vez aquella persona, cansada de ver la ineficacia del veneno, recurría, como lo había insinuado Montecristo, al hierro: ¡si habría llegado su último momento!, ¡si no debía ver más a Morrel!

    Ante aquella idea, que la cubrió a la vez de una palidez lívida y de un sudor helado, le faltó poco para coger el cordón de la campanilla y pedir socorro. Pero le pareció que por entre la cerradura de la biblioteca veía el ojo del conde, que velaba sobre su porvenir, y que cuando pensaba en ello le causaba tal vergüenza, que se preguntaba a sí misma si su gratitud llegaría a borrar el penoso efecto que producía la indiscreta amistad del conde.

    Veinte minutos, veinte eternidades pasaron de este modo, y otros diez en seguida; finalmente, el reloj dio las doce y media. En aquel momento, un ruido casi imperceptible de la uña que rascaba la puerta de la biblioteca, le dio a entender que el conde velaba, y le recomendaba que velase.

    En efecto, por la parte opuesta, es decir, hacia el cuarto de Eduardo, le pareció que oía pisadas; prestó oído atento reteniendo su respiración. Levantóse el pestillo y se abrió la puerta.

    Valentina, que se había incorporado sobre el corazón, apenas tuvo tiempo para volverse a acostar y ocultar sus brazos.

    Temblando, agitada y con el corazón oprimido, esperó.

    Acercóse una persona a la cama y entreabrió las cortinas.

    Valentina hizo un esfuerzo, y dejó oír el murmullo acompasado de la respiración que anuncia un sueño tranquilo.

    -Valentina -dijo muy bajo una voz.

    La joven tembló hasta el fondo de su corazón, pero no respondió.

    -Valentina -repitió la misma voz.

    El mismo silencio. Valentina había prometido no despertarse.

    Todo volvió a quedar inmóvil. Solamente Valentina oyó el ruido casi imperceptible de un licor que caía en el vaso que acababan de vaciar.

    Atrevióse entonces a entreabrir sus párpados, poniendo sobre ellos su brazo. Vio a una mujer con un peinador blanco que vaciaba en su vaso un licor preparado de antemano que tenía en un frasco.

    Durante aquel breve instante, Valentina detuvo su respiración e hizo algún pequeño movimiento, porque la mujer se detuvo inquieta, y se puso de bruces sobre su lecho para ver si dormía. Era la esposa del procurador del rey.

    Valentina, al reconocer a su madrastra, tembló de tal modo que debió comunicar algún movimiento a su cama. La señora de Villefort desapareció en seguida a lo largo de la pared, y allí, escondida en la colgadura de la cama, muda y atenta, espiaba el menor movimiento de Valentina.

    Esta se acordó de las terribles palabras de Montecristo. Parecióle que en una mano tenía el frasco y en la otra un largo y afilado cuchillo.

    Haciendo entonces un extraordinario esfuerzo, Valentina procuró cerrar los ojos, pero aquella operación tan sencilla del más temeroso de nuestros sentidos, aquella operación tan común, era en aquel momento imposible. Tales eran los esfuerzos de la ávida curiosidad para rechazar aquellos párpados y observar lo que ocurría en realidad.

    Sin embargo, asegurada por el ruido acompasado de la respiración de Valentina, de que ésta dormía, la señora de Villefort extendió de nuevo el brazo, y medio oculta por las cortinas, acabó de vaciar el contenido del frasco en el vaso de la enferma.

    Retiróse en seguida, sin que el menor ruido advirtiese a ésta de que se había marchado. Vio desaparecer el brazo, nada más, aquel brazo fresco y torneado de una mujer de veinticinco años, joven y bella, y que derramaba la muerte.

    Es imposible describir lo que Valentina sufrió durante el minuto y medio que permaneció en su cuarto la señora de Villefort.

    El ruido de la uña que rascaba a la puerta sacó a la joven de aquel estado de abatimiento. Levantó con trabajo la cabeza; la puerta siempre silenciosa se abrió de nuevo, y apareció por segunda vez el conde de Montecristo.

    -¿Y bien? -preguntó el conde-, ¿todavía dudáis?

    -¡Oh! ¡Dios mío! -murmuró la joven.

    -¿La habéis visto?

    -¡Desdichada!

    -¿La habéis conocido?

    Valentina lanzó un gemido.

    -Sí -dijo-, pero no puedo creerlo.

    -¿Entonces, preferís morir y hacer que muera también Maximiliano... ?

    -¡Dios mío! ¡Dios mío! -repitió la joven fuera de sí-, ¿pero no podría yo salir de casa? ¿Salvarme?

    -Valentina, la mano que os persigue os alcanzará en todas partes, a fuerza de oro seducirán a vuestros criados, y la muerte se os aparecerá disfrazada bajo todos aspectos. En el agua que bebiereis, en la fuente y en la fruta que cogiereis del árbol.

    -Sin embargo, ¿no me habéis dicho que la precaución de mi abuelo me preservó del veneno?

    -Contra un veneno, y no empleado en fuerte dosis. Cambiarán de veneno o aumentarán la dosis.

    Tomó el vaso y lo acercó a sus labios.

    -Mirad -dijo-, ya lo han hecho: ya no es la brucina: es con un simple narcótico con lo que os envenenan. Reconozco el sabor del alcohol en que lo han disuelto. Si hubieseis bebido lo que la señora de Villefort ha echado en vuestro vaso, Valentina, ¡estabais perdida!

    -¡Pero Dios mío! -dijo la joven-, ¿por qué me persigue así?

    -¡Cómo! ¿Sois tan ingenua, tan dulce, tan buena, creéis tan poco en el mal, que no lo habéis comprendido, Valentina?

    -No -dijo la joven-, jamás he hecho mal a nadie.

    -Pero sois rica, Valentina, tenéis doscientas mil libras de renta, y se las quitáis al hijo de esa mujer.

    -¿Y cómo es eso? Mi fortuna no es la suya, proviene de mis abuelos maternos.

    -Sin duda, y he ahí por qué el señor y la señora de Saint-Merán han muerto; para que los heredaseis vos; he ahí por qué el día que el señor de Noirtier os constituyó su heredera, fue condenado a muerte: ved por qué vos debéis morir, Valentina, para que vuestro padre herede de vos, y vuestro hermano, siendo hijo único, herede a vuestro padre.

    -¡Eduardo!, pobre niño. ¿Y por él se cometen tantos crímenes?

    -¡Ah!, veo que comprendéis al fin.

    -¡Ay! ¡Dios mío!, con tal que todo esto no caiga sobre él.

    -Sois un ángel, Valentina.

    -¿Pero han renunciado a matar a mi abuelo?

    -Han pensado que muerta vos, si no invalidan el testamento, la fortuna era de vuestro hermano; y han reflexionado que el crimen al fin era inútil y doblemente peligroso al cometerlo.

    -¡Y de la cabeza de una mujer ha salido semejante combinación! ¡Dios mío! ¡Dios mío!

    -¿Os acordáis de Perusa, de la fonda de postas, del hombre con capa oscura a quien vuestra madrastra preguntaba sobre el agua tofana? Pues desde entonces meditaba este infernal proyecto.

    -¡Oh!, señor -dijo la joven-, veo bien que si es así, estoy condenada a morir.

    -No, Valentina, no, porque he previsto todos los complots; porque nuestra enemiga está vencida, puesto que se la conoce. No, Valentina, viviréis para amar y ser amada; viviréis para ser feliz y para hacer feliz a un noble corazón, pero para vivir, Valentina, es preciso que tengáis en mí ilimitada confianza.

    -Mandad, señor, ¿qué debo hacer?

    -Es necesario que toméis ciegamente lo que yo os dé.

    -¡Oh!, Dios es testigo -dijo Valentina-, de que si estuviese sola preferiría dejarme morir.

    -No os confiaréis a nadie, ni aun a vuestro padre. No, y sin embargo, vuestro padre, hombre acostumbrado a las acusaciones criminales, debe sospechar que todas estas muertes no son naturales. El era el que debía velar sobre vos y encontrarse en el sitio que yo estoy ocupando. El debía haber vaciado ya ese vaso y levantándose contra el asesino. Espectro contra espectro -añadió muy bajo.

    -Señor -dijo Valentina-, haré cuanto sea preciso para vivir, porque hay dos seres en el mundo que me aman más que la vida, y morirían si yo muriese: ¡mi abuelo, y Maximiliano!

    -Velaré sobre ellos como sobre vos.

    -Pues bien, señor, disponed de mí -dijo Valentina, y añadió muy bajo:- ¡Dios mío! ¿Qué va a sucederme?

    -Suceda lo que suceda, Valentina, no tengáis miedo. Si sufrís, si perdéis la vista, el oído, el tacto, no temáis. Si os despertáis sin saber donde estáis, no tengáis miedo, aunque os halléis en un sepulcro o encerrada en una caja mortuoria. Recordad en seguida y decid: En este instante, un amigo, un padre, un hombre que quiere mi felicidad y la de Maximiliano, vela sobre mí.

    -¡Desdichada! ¡A qué terrible extremo es preciso llegar!

    -¡Valentina! ¿Preferís denunciar a vuestra madrastra?

    -Preferiría morir cien veces, ¡oh!, sí, morir.

    -No; no moriréis, y sea lo que quiera lo que os suceda, no os quejaréis, esperaréis: ¿me lo prometéis, Valentina?

    -Pensaré en Maximiliano.

    -Sois mi hija querida, Valentina; solamente yo puedo salvaros, y os salvaré.

    En el colmo del terror, Valentina juntó las manos, porque conoció que había llegado el momento de pedir a Dios valor. Incorporóse para orar, pronunciando palabras inconexas, y olvidándose de que sus largas espaldas no tenían más velo que sus largos cabellos y que se veía latir su corazón bajo el delicado encaje de su bata de noche.

    El conde apoyó ligeramente su mano en el brazo de la joven, estiró hasta taparle el cuello la colcha de terciopelo, y con una sonrisa paternal le dijo:

    -Hija mía, creed en mis promesas y en mi afecto, como creéis en Dios, en su bondad y en el amor de Maximiliano.

    Valentina fijó en él una mirada de gratitud, y se prestó a todo, dócil como una niña.

    El conde sacó del bolsillo del chaleco una cajita de esmeralda, levantó la tapa de oro, y puso en la mano de Valentina una pastilla del tamaño de un garbanzo.

    La joven la tomó con la otra mano, y miró atentamente al conde.

    Había en la fisonomía de aquel intrépido protector un reflejo de la majestad y el poder divino. Era evidente que Valentina le estaba interrogando con su mirada.

    -Sí -dijo él.

    Valentina llevó la pastilla a sus labios y la tragó.

    -Y ahora, hasta que nos veamos, hija mía. Voy a descansar, porque ya os he salvado.

    -Id -dijo Valentina-, ocurra lo que ocurra, os prometo no tener miedo.

    Montecristo tuvo sus ojos fijos en la joven, que se dormía poco a poco, vencida por el poder del narcótico que el conde acababa de darle.

    Tomó entonces el vaso, vació las tres cuartas partes en la chimenea, para que creyesen que la enferma había bebido lo que faltaba, volvió a ponerlo sobre la mesa de noche, y se dirigió a la puerta de la biblioteca, no sin antes dar una mirada a Valentina, que se dormía con la confianza y el candor de un ángel acostado a los pies del Señor.

    La lámpara continuaba ardiendo sobre la chimenea del cuarto, apurando las últimas gotas de aceite que flotaban aún sobre el agua; ya un círculo rojo coloreaba el alabastro del globo y ya la llama más viva dejaba escapar aquellos últimos reflejos que en los seres inanimados son las últimas convulsiones de la agonía, que tantas veces se han comparado a las de las pobres criaturas humanas; una claridad siniestra teñía con un triste reflejo opaco la colgadura blanca y las sábanas de la cama de la joven.

    El ruido de la calle había cesado, y el silencio interior de la casa era completo.

    Abrióse la puerta del cuarto de Eduardo y apareció una cabeza que ya conocemos y que se reflejó en el espejo de enfrente. Era la señora de Villefort que volvía para ver el efecto de la bebida.

    Detúvose a la entrada, y escuchó el chisporroteo de la lámpara que se apagaba, ruido sólo perceptible en aquella estancia que se hubiera creído desierta; avanzó después poco a poco hasta la mesa de noche para ver si el vaso de Valentina estaba vacío; estaba aún con la cuarta parte de la bebida, como hemos dicho.

    Lo tomó y fue a vaciarlo en las cenizas, que procuró remover bien para facilitar la absorción del licor; limpió en seguida cuidadosamente el cristal y lo enjugó con su mismo pañuelo, colocándolo sobre la mesa de noche.

    Cualquiera que hubiese podido observar el interior de la cámara, habría visto las dudas que tenía la señora de Villefort para fijar su vista en la enferma y acercarse a la cama.

    La enferma no respiraba ya; sus dientes entreabiertos no dejaban escapar el pequeño átomo que revela la vida. Todo movimiento había cesado en sus blanquecinos labios. Sus ojos, anegados en un vapor violeta que parecía haber penetrado bajo la piel, presentaban como un punto blanco en el sitio en que el glóbulo hacía resaltar el párpado, y sus largas cejas negras parecían puestas sobre una figura de cera.

    La señora de Villefort contempló aquel rostro tan elocuente en su inmovilidad. Más animada entonces, levantó la colcha y puso la mano sobre el corazón de la joven. No latía, y el movimiento que sentía bajo su mano era la circulación de la propia sangre; retiró la mano con un ligero temblor.

    El brazo de Valentina pendía fuera de su lecho. De una perfección completa, aquel brazo se veía un poco crispado, como igualmente los dedos que se apoyaban sobre la caoba; las uñas estaban azuladas hacia su nacimiento.

    La envenenadora, que nada tenía ya que hacer en aquella habitación, se retiró con tanta precaución que veíase claramente que temía que el ruido de sus pasos se dejara sentir sobre la alfombra; pero retirándose tenía aún la colgadura levantada en aquel espectáculo de la muerte, que tiene una irresistible atracción mientras la muerte es la inmovilidad y no la corrupción.

    Los minutos pasaban, y la señora de Villefort no podía, al parecer, dejar aquella colgadura que tenía suspendida como una mortaja. Sobre la cabeza de Valentina pagaba su tributo a la meditación; la meditación del crimen debe ser el remordimiento.

    En aquel instante aumentaron los chisporroteos de la lámpara.

    La señora de Villefort al oír aquel ruido tembló y dejó caer la colgadura. Apagóse la lámpara y quedó la habitación en la oscuridad más profunda. En medio de ella dio el reloj las cuatro y media.

    La envenenadora, espantada, buscó a tientas la puerta y entró en su cuarto con el sudor y la angustia en la frente.

    La oscuridad continuó aún durante dos horas.

    Poco a poco fue penetrando la claridad en la habitación, pero sin que pudiera permitir aún reconocer los objetos; aumentó y dióles entonces forma sensible.

    En la escalera resonó la tos de la enfermera, que entró en el cuarto de Valentina con una taza en la mano.

    La primera mirada de un padre o de un amante hubiera sido decisiva. Valentina había muerto. Para aquella mercenaria, Valentina dormía.

    -Bueno -dijo acercándose a la mesa de noche-, ha bebido una parte de la poción, el vaso está vacío en sus dos terceras partes.

    Fue a la chimenea, encendió fuego, se instaló en un sillón, y aunque salía del lecho, aprovechóse del sueño de Valentina para dormir otras dos horas.

    El reloj, que daba las ocho, la despertó.

    Extrañada del obstinado sueño en que permanecía la joven, espantada de aquel brazo que colgaba fuera de la cama y que permanecía siempre en la misma postura, se acercó a la cama, y entonces notó que sus labios estaban fríos y helado su pecho.

    Trató de levantar el brazo y ponerlo junto al cuerpo, pero el brazo no obedeció; tan tieso estaba ya que no le quedó duda a la enfermera. Dio un espantoso grito y corrió a la puerta.

    -¡Auxilio! -gritaba-. ¡Auxilio!

    -¡Cómo! ¿Auxilio? -respondió desde abajo la voz de d'Avrigny.

    Era la hora en que el doctor tenía costumbre de venir.

    -¡Cómo! ¿Auxilio? -gritaba Villefort saliendo precipitadamente de su despacho-. Doctor, ¿habéis oído gritos de socorro?

    -Sí, sí, subamos -respondió d'Avrigny-; es en el cuarto de Valentina.

    Pero antes de que el padre y el doctor Regasen, los criados que estaban en el mismo piso, en los corredores o aposentos inmediatos, entraron todos, y viendo a Valentina pálida a inmóvil sobre su lecho, levantaron sus manos al cielo y temblaron como azogados.

    -Llamad a la señora de Villefort, despertadla -gritaba el procurador del rey desde la puerta, sin atreverse a entrar.

    Pero los criados, en lugar de responder, miraban al doctor, que había entrado y corrido hacia Valentina, a la que sostenía en sus brazos.

    -¡Aun ésta! -murmuró, dejándola caer-. ¡Dios mío! ¡Dios mío. .. ! ¿Cuándo os daréis por satisfecho?

    Villefort entró en el cuarto.

    -¡Qué decís! ¡Dios mío! -dijo, levantando las manos al cielo-. ¡Doctor!, ¡doctor!

    -Digo que vuestra hija ha muerto -repuso el médico con voz solemne y terrible en su solemnidad.

    El procurador del rey cayó cual si le hubiesen quebrado las piernas y su cabeza se posó sobre el lecho de Valentina. Ningún sonido.

    A las palabras del doctor, al grito del padre, los criados huyeron despavoridos, profiriendo sordas imprecaciones. Oyéronse en las escaleras y corredores sus precipitados pasos. En seguida un gran movimiento en el patio extinguióse al poco tiempo. Todos habían abandonado la casa maldita.

    En aquel instante, la señora de Villefort, con un peinador a medio poner. Vaciló y se sostuvo contra la puerta.

    Mientras tanto, en la habitación del anciano Noirtier se hallaba Morrel. Escucharon los llamados de auxilio. Noirtier señaló en seguida a la puerta.

    -Sí, sí -continuó el anciano.

    Maximiliano se lanzó a la escalera, cuyos escalones subió de dos en dos, mientras le parecía que el anciano le decía con los ojos:

    -Más de prisa, más de prisa.

    Un minuto le bastó para atravesar varias habitaciones solitarias como el resto de la casa, y llegar hasta la de Valentina.

    No tuvo necesidad de abrir la puerta, pues estaba abierta de par en par.

    Un suspiro fue lo primero que oyó. Vio una figura arrodillada y medio oculta entre la blanca colgadura. El temor y el espanto le clavaron junto a la puerta.

    Entonces fue cuando oyó una voz que decía: ¡Valentina ha muerto!, y otra que repetía como un eco:

    -¡Muerta! ¡Muerta!

    El señor de Villefort levantóse casi avergonzado de haber sido sorprendido en aquel exceso de dolor. La terrible posición que ocupaba hacía veinticinco años había llegado a hacer de él más o menos un hombre. Su mirada, un instante incierta, se fijó en Morrel.

    -¿Quién sois -le dijo-, que olvidáis que no se entra así en una casa en que habita la muerte? ¡Salid, caballero, salid!

    Pero Morrel permaneció inmóvil, incapaz de apartar los ojos del espantoso espectáculo que presentaba aquella cama en desorden y de la pálida mujer que estaba acostada en ella.

    -¡Salid! ¿No oís? -gritaba Villefort, mientras d'Avrigny se adelantaba por su parte para hacer que Morrel se marchase.

    Este miraba con aire espantado aquel cadáver, aquellos dos hombres y toda la habitación. Pareció titubear un instante, abrió la boca, y finalmente, no hallando qué responder, a pesar de la multitud de ideas que se agolpaban en su cerebro, volvió atrás cogiéndose los cabellos de tal suerte que Villefort y d'Avrigny, distraídos un momento de su preocupación, le siguieron con la vista y se miraron el uno al otro como diciendo:

    -¡Está loco!

    Pero no habían transcurrido aún cinco minutos cuando oyeron ruido en la escalera, y vieron a Morrel, que con fuerza sobrenatural traía en brazos el sillón de Noirtier avanzando hacia la cama de Valentina. El rostro de aquel anciano, en el que la inteligencia desplegaba todos sus recursos, cuyos ojos reunían todo el poder del alma para suplir a las demás facultades; la aparición de aquel pálido semblante y de aquella ardiente mirada fue aterradora para Villefort.

    -¡Ved lo que han hecho! -gritó Morrel teniendo aún una mano apoyada en el respaldo del sillón que acababa de aproximar al lecho, y la otra extendida hacia la cama de Valentina-. ¡Ved, padre mío, ved!

    Villefort retrocedió espantado y miró a aquel joven que le era casi desconocido y que llamaba padre a Noirtier.

    En aquel momento, el alma del anciano pasó toda a sus ojos, que inmediatamente se llenaron del rojo de la sangre. Después se le hincharon las venas del cuello, una tinta azulada como la que invade la piel del epiléptico cubrió sus mejillas y sus sienes.

    A aquella violenta explosión interior de todo su ser sólo le faltaba un grito.

    Este salió, por decirlo así, de todos los poros, horrible en su mutismo, desgarrador en su silencio.

    D'Avrigny se precipitó hacia el anciano y le hizo aspirar un violento revulsivo.

    -¡Señor! -dijo entonces Morrel tomando la mano inerte del paralítico--, me preguntan quién soy y con qué derecho estoy aquí. ¡Oh!, decidlo, vos, que lo sabéis -y los sollozos ahogaron la voz del joven.

    La respiración intensa y jadeante del anciano levantaba su pecho. Al verle parecía sufrir una de aquellas convulsiones que preceden a la agonía.

    Al fin, sus ojos se llenaron de lágrimas, más feliz en esto que el joven, que sollozaba sin poder llorar. No pudiendo inclinar la cabeza, cerró los ojos.

    -Decid -continuó Morrel con voz ahogada-, ¡decid que yo era su prometido! ¡Decid que ella era mi noble amiga! ¡Mi único amor sobre la tierra! ¡Decid, decid, decid... que ese cadáver me pertenece!

    Y el joven, dando el terrible espectáculo de una gran energía que de pronto se desploma, cayó pesadamente de rodillas ante aquel lecho que sus crispados dedos apretaron con fuerza.

    Aquel dolor era tan agudo que d'Avrigny se volvió para ocultar su emoción, y Villefort, sin pedir ninguna explicación, atraído por el magnetismo que nos impele hacia aquellos que aman a los que lloramos, alargó la mano al joven.

    Pero Morrel nada veía. Había cogido la helada mano de Valentina, y no pudiendo llorar mordía la colcha dando rugidos.

    Durante algún tiempo no se oyeron en aquella habitación más que suspiros, lágrimas, imprecaciones y oraciones.

    Y sin embargo, un ruido dominaba a los demás. El de la tarda y ronca respiración de Noirtier, en quien cada aspiración parecía que iba a romper dentro de su pecho los resortes de la vida.

    En fin, Villefort, más dueño de sí que los demás, después de haber cedido durante algún tiempo su lugar a Maximiliano, tomó la palabra.

    -Caballero -le dijo-, ¿amabais a Valentina, decís? ¿Erais su prometido? Ignoraba este amor, no tenía noticia de semejante compromiso, y con todo, yo, su padre, os lo perdono, porque veo que vuestro dolor es grande, real y verdadero. Además, el mío es muy grande para que quede en mi corazón lugar para otro sentimiento. Sin embargo, como veis, el ángel que esperabais ha abandonado la tierra, y nada tiene que hacer ya de las adoraciones de los hombres, la que a esta hora adora ella misma al Señor. Decid, pues, adiós a esos tristes restos. Tomad por última vez esa mano que esperabais, y separaos de ella para siempre. Valentina sólo necesita ya al sacerdote que la ha de bendecir.

    -Os equivocáis, señor -dijo Morrel, quedándose con una rodilla en tierra, y atravesado el corazón con un dolor más agudo que cuantos había sentido-, os equivocáis. Valentina, muerta como ha muerto, necesita no sólo el sacerdote que la bendiga, sino también un vengador. Enviad a buscar el sacerdote, el vengador seré yo.

    -¿Qué queréis decir, caballero? -murmuró Villefort, temblando ante esta nueva inspiración del delirio de Morrel.

    -Quiero decir -prosiguió Maximiliano- que hay dos hombres en vos, señor. El padre ha llorado bastante; que el procurador del rey empiece a cumplir su deber.

    Los ojos de Noirtier se animaron y d'Avrigny se acercó.

    -Señor -prosiguió el joven, recorriendo de una mirada los sentimientos que se retrataban en los semblantes de todos-, sé lo que digo, y sabéis tan bien como yo lo que quiero decir. ¡Valentina ha muerto asesinada!

    Villefort bajó la cabeza. D'Avrigny avanzó un paso. Noirtier hizo sí con los ojos.

    -Ahora bien -dijo Morrel-, en nuestros días, una criatura aunque no fuese joven, bella, adorable, como era Valentina, no desaparece violentamente del mundo sin que se pida cuenta de su desaparición. ¡Vamos!, señor procurador del rey -añadió Morrel con una vehemencia que cada vez iba en aumento-, ¡no haya piedad! Os denuncio el crimen. Buscad al asesino.

    Y sus ojos implacables interrogaban a Villefort, quien a su vez solicitaba con sus miradas tan pronto a d'Avrigny como a Noirtier, pero en lugar de hallar socorro en las miradas de su padre o del doctor, Villefort encontró en ellos la misma inflexibilidad que en Maximiliano.

    -Sí -expresó el anciano con los ojos.

    -Cierto-dijo el doctor.

    -Caballero -repuso Villefort, procurando luchar aún contra aquella triple voluntad y hasta contra su propia emoción-, os engañáis. No se cometen crímenes en mi casa. La fatalidad me persigue. Dios me prueba, ¡es horroroso pensarlo! , pero no se asesina a nadie.

    Los ojos de Noirtier relampaguearon. D'Avrigny abrió la boca para hablar, pero Morrel, extendiendo el brazo, hizo señal de que callasen todos.

    -Y yo afirmo que aquí se asesina -gritó Morrel, cuya voz bajó sin perder nada de su vibración acostumbrada-. Os digo: ¡ved aquí la cuarta víctima en cuatro meses! Afirmo que intentaron hace cuatro días envenenar a Valentina, y que no lo consiguieron, gracias a las precauciones que tomó el señor Noirtier.

    »Afirmo que esta vez han doblado la dosis o cambiado el veneno, y han conseguido su objeto. Añadiré en fin, que sabéis esto tan bien como yo, pues el señor os ha prevenido como médico y como amigo.

    -¡Oh!, deliráis, caballero -dijo Villefort, procurando evadirse del círculo en que se encontraba encerrado.

    -¡Que estoy delirando! -gritó Morrel-. Apelo al señor d'Avrigny. Preguntadle si se acuerda de las palabras que pronunció en vuestro jardín la noche de la muerte de la señora de Saint-Merán, cuando los dos, creyéndoos solos, os ocupabais de ella, y en la que esa fatalidad de quien habláis, y Dios, a quien acusáis injustamente, no tuvieron más parte que haber criado al asesino de Valentina.

    Villeford y d'Avrigny se miraron.

    -Sí, sí -dijo Morrel-. Recordadlo, porque aquellas palabras que creíais pronunciadas en el silencio de la soledad, cayeron en mis oídos. Ciertamente, al ver aquella noche la culpable condescendencia del señor de Villefort para con los suyos, debía haberlo puesto todo en conocimiento de la autoridad, y no sería cómplice como lo soy en este momento de tu muerte, Valentina, ¡mi Valentina querida! Pero el cómplice será el vengador, porque esta cuarta muerte es in fraganti, visible a los ojos de todos, y si tu padre te abandona, ¡oh, mi Valentina!, lo juro, yo perseguiré a tu asesino.

    Y esta vez, como si la naturaleza se apiadase de aquel vigoroso organismo próximo a destrozarse por su excesiva fuerza, las últimas palabras de Morrel expiraron en sus labios, mil suspiros lanzó su pecho, y sus lágrimas, tanto tiempo rebeldes, corrieron en abundancia. Cayó de nuevo, llorando amargamente cerca del lecho de Valentina.

    Entonces tomó la palabra d'Avrigny.

    -Y yo también -dijo con voz fuerte-, yo también me uno al señor Morrel para pedir justicia contra el crimen, porque mi corazón se levanta contra mí, a la sola idea de que mi cobarde complacencia ha alentado al asesino.

    -¡Dios mío! ¡Dios mío! -murmuró Villefort aterrado.

    Morrel levantó la cabeza, leyendo en los ojos del anciano que lanzaban chispas.

    -Mirad, mirad -dijo-, el señor Noirtier quiere decirnos algo. -Sí -hizo Noirtier con una expresión tanto más terrible, cuanto que todas las facultades de aquel pobre anciano impotente se concentraban en su mirada.

    -¿Conocéis al asesino? -dijo Morrel.

    -Sí.

    -¿Y vais a guiarnos? -dijo-; escuchemos, señor d'Avrigny, escuchemos.

    Noirtier miró a Morrel con una melancólica sonrisa, una de aquellas que tantas veces habían hecho feliz a Valentina, y fijó con esto sus ojos.

    Después, mirando fijamente a su interlocutor, señaló hacia la puerta.

    -¿Queréis que salga? -dijo dolorosamente Morrel.

    -Sí -hizo Noirtier.

    -No me mandéis eso, ¡tened piedad de mí!

    Los ojos del anciano permanecieron fijos en la puerta.

    -¿Podré volver, al menos? -preguntó Morrel.

    -Sí.

    -¿Debo irme solo?

    -No.

    -¿Quién ha de venir conmigo, el procurador del rey?

    -No.

    -¿El doctor?

    -Sí.

    -¿Queréis quedaros a solas con el señor de Villefort?

    -Sí.

    -¿Podrá entenderos?

    -Sí.

    -¡Oh! -dijo Villefort casi contento, porque la conversación iba a tener lugar solamente entre los dos-, estad tranquilo, comprendo muy bien a mi padre.

    Y al hablar con esta expresión de alegría, sus dientes daban unos contra otros.

    D'Avrigny tomó del brazo a Morrel y salieron juntos.

    Un silencio más profundo que el de la muerte reinaba entonces en aquella casa. Al cabo de un cuarto de hora se oyeron pasos, y Villefort apareció a la puerta del salón donde se encontraban Maximiliano y d'Avrigny, absorto éste, sofocado aquél.

    -Venid -les dijo.

    Y les llevó junto al sillón de Noirtier.

    Morrel miró atentamente a Villefort.

    La cara del procurador del rey estaba lívida. Varias manchas azules se veían en su frente. Tenía en la mano una pluma, que torcida en mil sentidos diferentes, chillaba al hacerse pedazos.

    -Señores -dijo con voz ahogada al médico y a Morrel-, señores, ¿me dais vuestra palabra de honor de que este secreto permanecerá sepultado entre nosotros?

    Los dos hicieron un movimiento.

    -Os lo suplico... -continuó Villefort.

    -Pero... -dijo Morrel-, el culpable..., el matador..., el asesino...

    =Tranquilizaos, caballero, se hará justicia -dijo Villefort-, mi padre me ha revelado el nombre del culpable, mi padre tiene sed de venganza como vos, y sin embargo, mi padre os conjura también a que guardéis el secreto del crimen. ¿No es cierto, padre?

    -Sí -hizo Noirtier.

    Morrel dejó escapar un movimiento de horror y de incredulidad.

    -¡Oh! -dijo Villefort, deteniendo a Maximiliano por el brazo-, si mi padre, hombre inflexible como conocéis, os lo pide, es porque sabe que Valentina será terriblemente vengada. ¿Es verdad, padre?

    -Sí -dijo Noirtier.

    Villefort prosiguió:

    -El me conoce, y le he dado mi palabra. ¡Tranquilizaos, señores, sólo tres días! ¡Os pido tres días!, es menos de lo que pediría la justicia, y la venganza que tome de la muerte de mi hija hará temblar hasta lo íntimo del corazón al más indiferente de los hombres. ¿No es verdad, padre mío?

    Al decir estas palabras rechinaba los dientes, y sacudió con fuerza la muerta mano del anciano.

    -¿Cumplirá todas sus promesas el señor de Villefort? -preguntó Morrel, mientras d'Avrigny le interrogaba con su mirada.

    -Sí -dijo Noirtier con una mirada de siniestra alegría.

    -¿Juráis, pues, caballeros -dijo Villefort juntando las manos de d'Avrígny y de Morrel-, juráis apiadaros del honor de mi casa, y que me dejaréis el cuidado de vengarlo?

    D'Avrigny se volvió, y pronunció un sí muy débil; pero Morrél arrancó sus manos de las del magistrado, se precipitó hacia la cama, imprimió un beso en los helados labios de Valentina y huyó con el profundo gemido de un alma consumida por la desesperación.

    Hemos dicho que todos los criados habían desaparecido. El señor de Villefort se vio obligado a rogar a d'Avrigny que se encargase de las numerosas y delicadas comisiones que acarrea la muerte en nuestras grandes poblaciones, sobre todo cuando acompañan a la muerte circunstancias tan sospechosas.

    Era terrible ver aquel dolor sin movimiento de Noirtier, aquella desesperación sin gestos y aquellas lágrimas sin voz.

    Villefort entró en su despacho. D'Avrigny fue a buscar al médico de la ciudad, que desempeñaba las funciones de inspector de muertos, y a quien con bastante razón llaman el médico de los muertos.

    Noirtier no quiso apartarse de su nieta.

    A la media hora, d'Avrigny volvió con su compañero. Habían cerrado la puerta de la calle, y como el portero había desaparecido con los demás criados, Villefort fue a abrir, pero se detuvo después en la escalera. Le faltaba valor para entrar en el cuarto mortuorio.

    Los dos doctores llegaron solos hasta Valentina.

    Noirtier permanecía junto a la cama, inmóvil como la muerte, pálido y mudo como ella.

    El médico de los muertos se acercó con la indiferencia del hombre que pasa la mitad de su vida con los cadáveres, levantó la sábana que cubría a la joven y le entreabrió los labios.

    -¡Oh! -dijo d'Avrigny suspirando-, ¡pobre joven!, está bien muerta.

    -Sí -dijo lacónicamente el médico, dejando caer las sábanas.

    Noirtier respiró intensamente, se volvió d'Avrigny y vio que los ojos del anciano estaban encendidos y fijos en la cama. El buen doctor comprendió que Noirtier quería ver a su nieta. Acercóle a la cama, y mientras el otro médico mojaba en agua clorurada los dedos que habían tocado los labios de la joven muerta, descubrió aquel tranquilo y pálido rostro que parecía el de un ángel dormido.

    Una lágrima que se asomó a los ojos del anciano fueron las gracias que recibió el doctor.

    El médico extendió el acta en la misma habitación de Valentina, y cumplida aquella formalidad se retiró acompañado de d'Avrigny.

    Villefort los oyó bajar, asomóse a la puerta de su despacho, dio las gracias al médico en pocas palabras, y dirigiéndose a d'Avrigny le dijo:

    -¿Y ahora, el sacerdote?

    -¿Conocéis a algún eclesiástico a quien queráis encargar con preferencia que vele cerca de Valentina? -preguntó el doctor.

    -No -dijo Villefort-, id al más próximo.

    -El más próximo -dijo el doctor- es un buen abate italiano que ha venido a vivir a la casa inmediata a la vuestra. ¿Queréis que le avise al pasar?

    -D'Avrigny -dijo Villefort-, os ruego que acompañéis a este caballero. Aquí tenéis la llave para que podáis entrar y salir. Traeréis al sacerdote, y os encargaréis de instalarlo en el cuarto de mi pobre hija.

    -¿Deseáis hablarle, amigo mío?

    -Deseo estar solo. Me disculparéis, ¿verdad? Un sacerdote debe comprender todos los dolores, hasta el de un padre.

    Y Villefort dio una llave a d'Avrigny, saludó al otro médico y entró en su despacho, poniéndose en seguida a trabajar.

    Para ciertos organismos, el trabajo es el remedio de todos los males. Al bajar a la calle vieron un hombre con sotana que estaba a la puerta de la casa inmediata.

    -Ved al eclesiástico de que os he hablado -dijo el médico de los muertos a d'Avrigny.

    Este se acercó al sacerdote.

    -Caballero -le dijo-, ¿estáis dispuesto a hacer un gran favor a un desgraciado padre que acaba de perder a su hija, al señor procurador del rey, Villefort?

    -¡Ah! -respondió el eclesiástico con un acento italiano sumamente marcado-, sí; lo sé, la muerte está en esa casa.

    -Entonces no tengo necesidad de deciros qué clase de favor se espera de vos.

    -Iba a ofrecerme, caballero; nuestra misión es ir al encuentro de nuestros deberes.

    -Es una joven.

    -Sí, lo sé; lo he oído decir a los criados que huían de la casa. Llamábase Valentina, y ya he rogado a Dios por ella.

    -Gracias, gracias -respondió d'Avrigny-, y puesto que habéis empezado a ejercer vuestro santo ministerio, dignaos continuarlo. Venid a sentaros junto a la difunta, y toda una familia sumida en el dolor os estará agradecida.

    -Voy en seguida, caballero, y me atrevo a decir que jamás votos más fervientes subieron al trono del Altísimo.

    D'Avrigny tomó por la mano al abate, y sin encontrar a Villefort, que permanecía encerrado en su despacho, le condujo hasta el cuarto de Valentina, de la que los sepultureros no debían encargarse hasta la noche siguiente. Al penetrar en el despacho, la mirada de Noirtier se encontró con la del abate, y sin duda creyó leer algo de particular en ella, porque no se separó de él. D'Avrigny le recomendó no solamente la muerta, sino también el vivo. El sacerdote ofreció rogar por la una y cuidar al otro. Se comprometió solemnemente a hacerlo, y sin duda para que no le estorbasen en el momento en que d'Avrigny salió, corrió el cerrojo de la puerta por la que se marchó el doctor, y el de la que daba a la habitación de la señora de Villefort.
     
  15. clause

    clause Claudia

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    ALA Y RAÍZ

    Ala y raíz: la eternidad es eso.
    Y aquí, de frente al mar, en la ribera,
    la vida es como un fruto que cayera
    de un alto gajo, por su propio peso.

    Ala y raíz. Y el ala, sin regreso,
    a la raíz, con sed de primavera:
    que así el confín de la emoción viajera
    duerme a la sombra del follaje espeso.

    (El mar corre descalzo por la arena.
    Mi corazón ya casi es sólo mío.
    El ancla está aprendiendo a ser antena

    y el latido unicorde se hace escala.
    Después, libre del tiempo, en el vacío,
    Así: ¡mitad raíz y mitad ala!)


    José Ángel Buesa