Poemas, cuentos y leyendas

Tema en 'Temas de interés (no de plantas)' comenzado por mai^a, 27/2/08.

  1. clause

    clause Claudia

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    Re: ... de poetas, cuentos y leyendas


    EL PSICOANÁLISIS EN FLORES
    Alejandro Dolina
    La historia del psicoanálisis en el barrio de Flores es bastante curiosa.
    Quienes conocen a los Hombres Sensibles ya sospecharan que las teorías de Freud no fueron formuladas pensando en ellos. Y aunque estos varones siempre fueron aventureros y buscadores de sueños, cuesta bastante imaginarlos en el sillón de un psicoanalista.
    Sin embargo, muchos profesionales alcanzaron cierto éxito en el barrio del Ángel Gris.
    Algunos fueron consultados por los Hombres Sensibles y hasta existieron escuelas y corrientes opuestas que dieron lugar a apasionantes polémicas.
    El primer analista que se estableció en Flores fue -según dicen- el doctor Mauricio D. Finkel.
    Los comienzos no fueron fáciles y su consultorio de la avenida Rivadavia permaneció desierto durante meses. Los vecinos creían entender que Finkel adivinaba la suerte o tiraba las cartas o tal vez vendía rifas.
    Con esa idea se presento un día de invierno el primero de sus pacientes.
    Se trataba del poeta Jorge Allen, quien buscaba consuelo a un desengaño amoroso y pensó que no estaba del todo mal intentar alguna solución mágica.
    Finkel lo hizo recostar en su diván y lo invito a hablar. Allen le contó minuciosamente como había sido abandonado por cierta señorita de La Paternal, la forma en que sufría y otros detalles menores. Transcurrido un buen rato, Finkel se levanto y dio por terminada la entrevista.
    - Bien - dijo Allen -. ¿Qué hago?
    - Venga el jueves a la misma hora.
    - ¿Para qué?
    - Vea, se trata de que usted vaya comprendiendo su propio problema.
    La solución la encontrara precisamente en esa misma comprensión.
    Allen regreso varias veces. Comprendió perfectamente su caso, lo cual no le sirvió de nada: la chica de La Paternal se caso con un consignatario de Alberti. Enterado de esta tragedia, el enamorado anuncio a Finkel su decisión de interrumpir el tratamiento.
    - Usted no entiende - sentencio el analista - el punto es ubicarlo a usted ante la realidad para que acepte y supere el dolor.
    - No deseo superar el dolor. Ya he perdido a la mujer que quería:
    ¿Pretende usted dejarme también sin el sufrimiento? Dígame cuanto le debo.
    A pesar de este primer fracaso, Finkel hizo carrera. Cuando los Hombres Sensibles se enteraron de la teoría del subconsciente, creyeron encontrarse ante una hermosa leyenda.
    En la plaza, los Narradores de Historias sorprendían a su auditorio manifestando que todos llevábamos dentro a otro señor, que es en verdad el que domina nuestra persona.
    Agregaban que este señor oculto aparecía en los peores momentos, poniendo en nuestras vidas notas de lujuria, bestialidad y grosería.
    La leyenda del subconsciente se fue transformando vigorosamente y algunas de sus versiones son asombrosas. Durante mucho tiempo se creyó en Flores que todo acto indecoroso era responsabilidad del subconsciente, quedando a salvo la inocencia de quien lo perpetrara. Así, los guarangos de la zona justificaban sus gritos, zafadurías y provocaciones culpando al extraño que llevaban dentro.
    Las personas decentes y rectas se jactaban de no tener subconsciente y muchos padres amenazaban a sus hijos con disponer la extirpación quirúrgica del intruso responsable de sus travesuras.
    Manuel Mandeb afirmó una madrugada que él tenia varios subconscientes, la mayoría de los cuales estaba en contra suya.
    Casi en los confines de Villa del Parque, algunos grupos de fantásticos creyeron que el subconsciente salía de su envoltura carnal en las noches de luna llena para cometer toda clase de perversidades.
    Sea por el auge de esta leyenda, sea por la improbada labor de grupos de lechuguinos procedentes del centro, el caso es que el doctor Finkel y algunos otros psicoanalistas llegaron a disponer de una regular clientela.
    Los Refutadores de Leyendas no se opusieron a esta actividad, pues habían oído decir que se trataba de algo científico. También es cierto que no concurrían a los consultorios, lo cual es una lastima: no debe haber nada más apasionante que los sueños de un racionalista.
    Con la aparición de nuevos profesionales, empezaron también los diferentes enfoques, las herejías y las discusiones.
    Finkel era ortodoxo: no dialogaba con sus pacientes, se ponía lejos de su vista y no les permitía que lo miraran. Sus enemigos afirmaban que el hombre aprovechaba para dormir.
    Otros aseguraban que se iba a la cocina y regresaba sobre el final de la sesión. Y no faltaban los que creían que atendía a dos o más personas al mismo tiempo, dando vueltitas de inspección entre pieza y pieza.
    Otros psicoanalistas prefirieron enfrentar a sus clientes y discutir con ellos. Una rama de la calle Bilbao se llevo esta actitud al extremo. Así nació la Escuela Psicoanalítica de la Mala Sangre.
    Los médicos que siguieron esta novedosa técnica se propusieron reaccionar ante el relato del paciente de un modo evidente y hasta exagerado, para que el enfermo comprendiera que se lo compadecía.
    Por ejemplo: si un señor contaba que su esposa lo tenia harto, el analista lloraba amargamente hasta caer en la desesperación.
    Claro que esta terapia tuvo, algunas veces, consecuencias desagradables.
    Así, cuando alguien contaba que castigaba a sus hijos, no faltaba el psicólogo taura que se plantaba frente al escritorio y gritaba: "Por que no me pegas a mi, sinverguenza".
    Las actividades de la Escuela Psicoanalítica de la Mala Sangre cesaron, más que nada, a causa de las quejas de los vecinos.
    Un negocio bastante interesante fue el de los psicoanalistas a domicilio.
    La idea surgió a partir de la fuerte necesidad que muchos pacientes tenían de sus analistas a toda hora. Ciertos neuróticos pudientes pensaron que una buena solución era contratar a un psicoterapeuta de modo permanente.
    Entonces se hizo bastante frecuente la costumbre de tener un analista en la casa, lo que - de paso - eliminaba la molestia de someterse a una sesión, pues no tenia mayor sentido contarle al profesional lo que este podía ver con sus propios ojos.
    Lo cierto es que, en el caso de los psicoanalistas ortodoxos, su función en el domicilio del enfermo no era mucho más activa que la de un florero.
    Se limitaban a recorrer las habitaciones murmurando "jem" y asintiendo con la cabeza. Muchos de ellos todavía siguen en las casas de familias adineradas, algunos como jardineros, otros como primos o entrenados.
    El auge de la actividad psicoanalítica en el barrio de Flores popularizo sus técnicas más sencillas. Cualquier modista sabia lo que era el complejo de Edipo o una neurosis obsesiva. Los Hombres Sensibles se sintieron fascinados por el juego de la interpretación. Para ellos no se trataba de un ejercicio científico, sino más bien artístico. Y no les faltaba razón.
    Alguien deja un paraguas olvidado en el bar La Pilarica. Interpretación: existe el deseo de volver al establecimiento.
    Alguien cuenta chistes todo el tiempo. Interpretación: hay una pena oculta.
    Alguien siente horror por los cuchillos. Interpretación: Hubo un accidente en la niñez.
    Desde luego, los poetas del barrio acuñaron interpretaciones nuevas muchas de ellas de alto valor literario. Veamos:
    Alguien se mete el dedo en la nariz. Interpretación: Esta buscando su alma.
    Una mujer es demasiado hermosa. Interpretación: se trata del demonio.
    Un hombre come terrones de azúcar. Interpretación: es tucumano.
    Un hombre afila su cuchillo en el cordón de la vereda: venganza segura.
    El mismo mecanismo se observo en la interpretación de los sueños.
    Según los Hombres Sensibles, soñar con una mujer es amarla, soñar con zapatos negros es morirse, soñar con caerse es el cincuenta y seis.
    Otra de las consecuencias de esta vocación psicológica fue el convencimiento general de que todo tiene orígenes mentales. Así, cuando un muchacho se ensartaba un clavo en el pie, algunos médicos aplicaban la vacuna antitetánica y otros preguntaban por la relación del ensartado con sus padres.
    De cualquier modo, el entusiasmo fue decayendo. Tal vez el principal responsable fue Manuel Mandeb. El pensador árabe empezó a desconfiar de quien trataba de abarcar el alma con menesterosas definiciones.
    No le gustaba tampoco la ausencia del pecado en aquellas construcciones donde no había canallas, sino enfermos y donde los sinvergüenzas eran llamados psicóticos.
    De estas inquietudes surge una obtusa monografía titulada "Locos éramos los de antes".
    En realidad el trabajo consiste en la exposición de ciento nueve casos de personas que concurrieron al psicoanalista, sin curarse de nada y - lo que es peor - adquiriendo una espantosa satisfacción de si mismas.
    La verdad es que el trabajo de Mandeb carece de todo rigor científico, pero consigue dejar la extraña sensación de que al psicoanálisis tampoco le sobra este rigor.
    Esto es quizás falso. Pero uno no termina de convencerse, tal es el efecto que los pensadores pasionales, como Manuel Mandeb, producen en las personas razonables.
    Hoy en día, supongo yo, los grandes investigadores del alma transitaran otros caminos menos pintorescos. Ya no parece tener mucho sentido contarle nuestras fantasías a un señor durante veinticinco años para ver si conseguimos dormir tranquilos.
    Mis amigos ilustrados me cuentan que hay nuevas técnicas y que la ciencia adelanta a modo bestial.
    Como quiera que sea, el sencillo propósito de esta nota ha sido llamar la atención sobres aspectos estéticos del psicoanálisis. No importa que no sirva para nada: sus rituales, sus aristas absurdas, sus tiros en la noche, sus metáforas, su solemnidad son elementos que un verdadero artista no debería desechar jamás.
    Tal vez llego tarde y todos han comprendido esto. Quizás los terapeutas y sus pacientes no hacen más que jugar, semana tras semana, un juego apasionante en que las fichas son sueños, ilusiones, fantasías, recuerdos, angustias, amores, des encuentros y frustraciones Esto es casi tan bueno como curar manías persecutorias.
     
  2. Anveri

    Anveri Fanática de nativas -aves

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    Re: ... de poetas, cuentos y leyendas

    :happy: :happy: :happy:

    Me quedo atrasada, pero igual leo.
    [​IMG]

    Punto irlandés.

    [​IMG]
    Encaje de Venecia


    Muchos libros habrán que no leeré nunca.

    No tengo palabras para decir cómo me gusta la poesía de Jorge Luís Borges

    Anita.

    ;)
     
  3. clause

    clause Claudia

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    Re: ... de poetas, cuentos y leyendas

    hola Anveri!!! :beso:
    Que lindo que ilustraste las palabras de Judy , este personaje tan querible, como con palabras sencillas dice tantas verdades!:happy:
    y si Borges , a mi tambien me gusta mucho!
     
  4. Anveri

    Anveri Fanática de nativas -aves

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    Re: ... de poetas, cuentos y leyendas

    Hace referencias a tanto libro leído y yo he leído poquito.
    ¡Qué triste que haya muerto cuando tuvo a su hija! En esos años tener hijos a una edad tardía significaba la muerte.
    Cuando termine Papaíto, seguiré con el libro de Isabel Allende. Para ser sincera no me gusta mucho como escribe esta escritora chilena. Lo que más me ha gustado fue Paula.
    Voy a tratar de leerlo sin prejuicios.

    :beso:
     
  5. clause

    clause Claudia

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    Re: ... de poetas, cuentos y leyendas

    Si Anveri , en otros tiempos dar a luz , era una causa de muerte muy comun ,gracias a Dios la medicina avanza y se toman los recaudos como para que ese momento pueda vivierse con mucha mas seguridad y atenciones.
    Luego pondré la continuación de Papaito Piernas Largas , que es Mi Querido Enemigo ,otro libro semejante de esta misma autora.

    Y por lo de Isabel Allende, si leelo sin prejuicios y disfrutalo , porque es un libro muy lindo! :happy:
     
  6. clause

    clause Claudia

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    Re: ... de poetas, cuentos y leyendas

    Ines del Alma mía
    Isabel Allende


    En ausencia de Juan se me enfriaba la pasión, se me
    calentaba la ira y decidía expulsarlo de mi vida; pero tan
    pronto reaparecía con una excusa leve y sus sabias manos de
    buen amante, volvía a someterme. Y así empezaba otro ciclo
    idéntico: seducción, promesas, entrega, la dicha del amor y
    el sufrimiento de una nueva separación. El primer año se nos
    fue sin fijar la fecha para la boda, el segundo y el tercero
    también. Para entonces mi reputación andaba por el suelo,
    porque la gente comentaba que hacíamos cochinadas detrás de
    las puertas. Era cierto, pero nadie tuvo nunca prueba de
    ello, éramos muy prudentes. La misma gitana que me anunció
    larga vida, me vendió el secreto para no quedar preñada:
    introducirme una esponja empapada en vinagre. Estaba
    enterada, por los consejos de mi hermana Asunción y de mis
    amigas, que la mejor forma de dominar a un hombre era negarle
    favores, pero ni una santa mártir podía hacer eso con Juan de
    Málaga. Era yo quien buscaba ocasiones de estar a solas con
    él para hacer el amor en cualquier sitio, no sólo detrás de
    las puertas. Él tenía la habilidad extraordinaria, que nunca
    encontré en otro hombre, de hacerme feliz en cualquier
    postura y en pocos minutos. Mi placer le importaba más que el
    suyo. Aprendió el mapa de mi cuerpo de memoria y me lo enseñó
    para que disfrutara sola. «Mira qué bella eres, mujer», me
    repetía. Yo no compartía su halagüeña opinión, pero estaba
    orgullosa de provocar deseo en el hombre más majo de
    Extremadura. Si mi abuelo hubiese sabido que hacíamos como
    los conejos hasta en los rincones oscuros de la iglesia, nos
    habría matado a ambos; era muy quisquilloso respecto a su
    honra. Esa honra dependía en buena medida de la virtud de las
    mujeres de su familia, por eso, cuando las primeras
    murmuraciones de la gente llegaron a sus peludas orejas,
    montó en santa cólera y me amenazó con despacharme al
    infierno a palos. «Una mancha en la honra, sólo con sangre se
    lava», dijo. Mi madre se le plantó al frente, con los brazos
    en jarras y esa mirada suya capaz de detener a un toro en
    plena carrera, para hacerle ver que por mi parte existía la
    mejor disposición para el matrimonio, sólo faltaba convencer
    a Juan. Entonces mi abuelo se valió de sus amigos de la
    cofradía de la Vera Cruz, hombres influyentes de Plasencia,
    para doblar el brazo a mi reticente novio, quien ya se había
    hecho de rogar en demasía.
    Nos casamos un luminoso martes de septiembre, día del
    mercado en la plaza Mayor, cuando el aroma de flores, frutas
    y verduras frescas impregnaba la ciudad. Después de la boda,
    Juan me llevó a Málaga, donde nos instalamos en un cuarto de
    alquiler, con ventanas a la calle, que procuré embellecer con
    cortinas de bolillo y muebles hechos por mi abuelo en su
    taller. Juan asumió su papel de marido sin más bienes que su
    fantasiosa ambición pero con entusiasmo de padrillo, a pesar
    de que ya nos conocíamos como un matrimonio antiguo. Había
    días en que las horas volaban haciendo el amor y no
    alcanzábamos ni a vestirnos; hasta comíamos en la cama. A
    pesar de los desafueros de la pasión, pronto me di cuenta de
    que, desde el punto de vista de la conveniencia, ese
    casamiento era un error. Juan no me dio sorpresas, me había
    mostrado su carácter en los años anteriores, pero una cosa
    era ver sus fallas a cierta distancia y otra convivir con
    ellas. Las únicas virtudes de mi marido que puedo recordar
    eran su instinto para darme contento en el lecho y su empaque
    de torero, que no me cansaba de admirar.
    —Este hombre no sirve de mucho —me advirtió mi madre un día
    que fue a visitarnos.
    —Con tal que me dé hijos, lo demás no me importa.
    —¿Y quién va a mantener a los chiquillos? —insistió ella.
    —Yo misma, que para eso tengo hilo y aguja —repliqué,
    desafiante.
    Estaba acostumbrada a trabajar de sol a sol y no faltaban
    clientas para mis costuras y bordados. Además, preparaba
    pasteles de masa, rellenos de carne y cebolla, los cocinaba
    en los hornos públicos del molino y los vendía al amanecer en
    la plaza Mayor. De tanto experimentar, descubrí la proporción
    perfecta de grasa y harina para obtener una masa firme,
    flexible y delgada. Mis pasteles —o empanadas— se hicieron
    muy populares, y al poco tiempo ganaba más cocinando que
    cosiendo.
    Mi madre me regaló una estatuilla tallada en madera de
    Nuestra Señora del Socorro, muy milagrosa, para que bendijera
    mi vientre, pero la Virgen seguramente tenía otros asuntos
    más importantes entre manos, porque desatendió mis súplicas.
    Hacía un par de años que no usaba la esponja con vinagre,
    pero de hijos, nada. La pasión
    que compartía con Juan fue transformándose en disgusto para
    ambas partes. En la medida en que yo le exigía más y le
    perdonaba menos, se fue alejando. Al final, casi no le
    hablaba, y él lo hacía sólo a gritos, pero no se atrevía a
    golpearme, porque en la única ocasión en que me levantó el
    puño le di con una sartén de hierro en la cabeza, tal como
    había hecho mi abuela con mi abuelo y después mi madre con mi
    padre. Dicen que por ese sartenazo mi padre se fue de nuestro
    lado y nunca más le vimos. Al menos en este respecto mi
    familia era diferente: los hombres no pegaban a sus mujeres,
    sólo a los hijos. A Juan le propiné apenas un papirotazo de
    nada, pero el hierro estaba caliente y le dejó una marca en
    la frente. Para un hombre tan presumido como él, esa
    insignificante quemadura resultó una tragedia, pero sirvió
    para que me respetara. El sartenazo puso término a sus
    amenazas, pero admito que no contribuyó a mejorar nuestra
    relación; cada vez que se palpaba la cicatriz, un brillo
    criminal aparecía en sus pupilas. Me castigó negándome el
    placer que antes me daba con magnanimidad. Mi vida cambió,
    las semanas y los meses se arrastraban como una condena a las
    galeras, puro trabajo y más trabajo, siempre afligida por mi
    esterilidad y la pobreza. Los caprichos y las deudas de mi
    marido se convirtieron en una carga pesada que yo asumía para
    evitar la vergüenza de enfrentar a sus acreedores. Se nos
    terminaron las noches largas de besos y las mañanas perezosas
    en el lecho; nuestros abrazos se distanciaron y se volvieron
    breves y brutales, como violaciones. Los soporté sólo por la
    esperanza de un hijo. Ahora, cuando puedo observar mi vida
    completa desde la serenidad de la vejez, comprendo que la
    verdadera bendición de la Virgen fue negarme la maternidad y
    así permitirme cumplir un destino excepcional. Con hijos
    habría estado atada, como siempre lo están las hembras; con
    hijos habría quedado abandonada por Juan de Málaga, cosiendo
    y haciendo empanadas; con hijos no habría conquistado este
    Reino de Chile.
    Mi marido seguía ataviado como un chulo y gastando como un
    hidalgo, seguro de que yo acometería lo imposible por pagar
    sus deudas. Bebía demasiado y visitaba la calle de las
    meretrices, donde solía perderse por varios días, hasta que
    yo pagaba a unos gañanes para que fuesen a buscarlo. Me lo
    traían cubierto de piojos y lleno de vergüenza; yo le quitaba
    los piojos y le alimentaba la vergüenza. Dejé de admirar su
    torso y su perfil de estatua y empecé a envidiar a mi hermana
    Asunción, casada con un hombre con aspecto de jabalí pero
    trabajador y buen padre de sus hijos. Juan se aburría y yo
    desesperaba, por eso no intenté detenerlo cuando al fin
    decidió partir a las Indias en busca de El Dorado, una ciudad
    de oro puro, donde los niños jugaban con topacios y
    esmeraldas. Pocas semanas más tarde partió sin despedirse,
    entre gallos y medianoche, con un atado de ropa y mis últimos
    maravedíes, que sustrajo del escondite detrás del fogón.
    Juan había logrado contagiarme sus sueños, a pesar
    de que nunca me tocó ver de cerca a ningún aventurero
    que volviese de las Indias enriquecido; regresaban,
    por el contrario, miserables, enfermos y locos. Los
    que hacían fortuna, la perdían, y los dueños de
    inmensas haciendas, como se contaba que allá las
    había, no podían llevárselas consigo. Sin embargo,
    estas y otras razones se esfumaban ante la pujante
    atracción del Nuevo Mundo. ¿Acaso no pasaban por las
    calles de Madrid carromatos llenos de barras del oro
    indiano? Yo no creía, como Juan, en la existencia de
    una ciudad de oro, de aguas encantadas que otorgaban
    la eterna juventud, o de amazonas que holgaban con
    los hombres y luego los despedían cargados de joyas,
    pero sospechaba que allá había algo aún más valioso:
    libertad. En las Indias cada uno era su propio amo,
    no había que inclinarse ante nadie, se podían cometer
    errores y comenzar de nuevo, ser otra persona, vivir
    otra vida. Allá nadie cargaba con el deshonor por
    mucho tiempo y hasta el más humilde podía
    encumbrarse. «Por encima de mi cabeza, sólo mi gorra
    emplumada», decía Juan. ¿Cómo podía reprochar a
    mi marido esa aventura, si yo misma, de ser hombre,
    la hubiese emprendido?
    Una vez que Juan se fue, regresé a Plasencia, a vivir con
    la familia de mi hermana y mi madre, porque para entonces mi
    abuelo había fallecido. Me había convertido en otra «viuda de
    Indias», como tantas en Extremadura. De acuerdo con la
    costumbre, debía vestir de luto con velo tupido en la cara,
    renunciar a la vida social y someterme a la vigilancia de mi
    familia, mi confesor y las autoridades. Oración, trabajo y
    soledad, eso me deparaba el futuro, nada más, pero no tengo
    carácter de mártir. Si mal lo pasaban los conquistadores en
    las Indias, mucho peor lo pasaban sus esposas en España. Me
    arreglé para burlar el control de mi hermana y mi cuñado, que
    me temían casi tanto como a mi madre y, con tal de no
    enfrentarme, se abstenían de indagar en mi vida privada; les
    bastaba con que yo no diera un escándalo. Seguí atendiendo a
    mis clientes de las costuras, yendo a vender mis empanadas en
    la plaza Mayor, y hasta me daba el gusto de asistir a fiestas
    populares. También acudía al hospital a ayudar a las monjas
    con los enfermos y las víctimas de peste y cuchillo, porque
    desde joven me interesó el oficio de curar, no sabía que más
    tarde en la vida me sería indispensable, tal como lo sería el
    talento para la cocina y para encontrar agua. Como mi madre,
    nací con el don de ubicar agua subterránea. A menudo, a ella
    y a mí nos tocaba acompañar a un labriego —y a veces a un
    señor— al campo para indicarle dónde hacer el pozo. Es fácil,
    se sostiene con suavidad en las manos una varilla de árbol
    sano y se camina lentamente por el terreno, hasta que la
    varilla, al sentir la presencia de agua, se inclina. Allí se
    debe cavar. La gente decía que con ese talento mi madre y yo
    podíamos enriquecernos, porque un pozo en Extremadura es un
    tesoro, pero lo hacíamos siempre gratis, porque si se cobra
    por ese favor, se pierde el don. Un día ese talento habría de
    servirme para salvar a un ejército.
     
  7. clause

    clause Claudia

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    Re: ... de poetas, cuentos y leyendas

    Jorge Luis Borges
    El tango
    ¿Dónde estarán?, pregunta la elegía
    de quienes ya no son, como si hubiera
    una región en que el Ayer pudiera
    ser el Hoy, el Aún y el Todavía.
    ¿Dónde estará (repito) el malevaje
    que fundó, en polvorientos callejones
    de tierra o en perdidas poblaciones,
    la secta del cuchillo y del coraje?
    ¿Dónde estarán aquellos que pasaron,
    dejando a la epopeya un episodio,
    una fábula al tiempo, y que sin odio,
    lucro o pasión de amor se acuchillaron?
    Los busco en su leyenda, en la postrera
    brasa que, a modo de una vaga rosa,
    guarda algo de esa chusma valerosa
    de los Corrales y de Balvanera. .
    ¿Qué oscuros callejones o qué yermo
    del otro mundo habitará la dura
    sombra de aquel que era una sombra oscura,
    Muraña, ese cuchillo de Palermo?
    ¿Y ese Iberra fatal (de quien los santos
    se apiaden) que en un puente de la vía,
    mató a su hermano el Ñato, que debía
    más muertes que él, y así igualó los tantos?
    Una mitología de puñales
    lentamente se anula en el olvido;
    una canción de gesta se ha perdido
    en sórdidas noticias policiales.
    Hay otra brasa, otra candente rosa
    de la ceniza que los guarda enteros;
    ahí están los soberbios cuchilleros
    y el peso de la daga silenciosa.
    Aunque la daga hostil o esa otra daga,
    el tiempo, los perdieron en el fango,
    hoy, más allá del tiempo y de la aciaga
    muerte, esos muertos viven en el tango.
    En la música están, en el cordaje
    de la terca guitarra trabajosa,
    que trama en la milonga venturosa
    la fiesta y la inocencia del coraje.
    Gira en el hueco la amarilla rueda
    de caballos y leones, y oigo el eco
    de esos tangos de Arolas y de Greco
    que yo he visto bailar en la vereda,
    en un instante que hoy emerge aislado,
    sin antes ni después, contra el olvido,
    y que tiene el sabor de lo perdido,
    de lo perdido y lo recuperado.
    En los acordes hay antiguas cosas:
    el otro patio y la entrevista parra.
    (Detrás de las paredes recelosas
    el Sur guarda un puñal y una guitarra.)
    Esa ráfaga, el tango, esa diablura,
    los atareados años desafía;
    hecho de polvo y tiempo, el hombre dura
    menos que la liviana melodía,
    que sólo es tiempo. El tango crea un turbio
    pasado irreal que de algún modo es cierto,
    un recuerdo imposible de haber muerto
    peleando, en una esquina del suburbio



     
  8. clause

    clause Claudia

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    Re: ... de poetas, cuentos y leyendas

    Ines del Alma mia

    Isabel Allende


    Durante varios años recibí muy pocas noticias de mi marido,
    excepto tres breves mensajes provenientes de Venezuela que el
    cura de la iglesia me leyó y me ayudó a contestar. Juan decía
    que estaba pasando muchos trabajos y peligros, que allí iban
    a parar los hombres más viciosos, que debía andar siempre con
    las armas prontas, vigilando por encima del hombro, que había
    oro en abundancia, aunque él todavía no lo había visto, y que
    regresaría rico a construirme un palacio y darme vida de
    duquesa. Entretanto mis días transcurrían lentos, tediosos y
    muy pobres, porque gastaba apenas lo suficiente para mi
    subsistencia y lo demás lo guardaba en un hoyo en el suelo.
    Sin decírselo a nadie, para no alimentar chismes, me propuse
    seguir a Juan en su aventura, costara lo que costase, no por
    amor, que ya no se lo tenía, ni por lealtad, que él no la
    merecía, sino por el señuelo de ser libre. Allá, lejos de
    quienes me conocían, podría mandarme sola.
    Una hoguera de impaciencia me quemaba el cuerpo. Mis noches eran un
    infierno, me revolcaba en la cama reviviendo los abrazos felices con
    Juan, en la época en que nos deseábamos. Me acaloraba aún en pleno
    invierno, vivía rabiosa conmigo y con el mundo por haber nacido mujer y
    estar condenada a la prisión de las costumbres. Bebía tisanas de
    adormidera, como me aconsejaban las monjas del hospital,
    pero en mí no tenían efecto. Procuraba rezar, como me exigía el
    cura, pero era incapaz de terminar un padrenuestro sin perderme en
    turbados pensamientos, porque el Diablo, que todo lo enreda, se ensañaba
    conmigo. «Necesitas un hombre, Inés. Todo se puede hacer con
    discreción…», suspiró mi madre, siempre práctica. Para una mujer en mi
    situación era fácil conseguirlo; incluso mi confesor, un fraile
    maloliente y lascivo, pretendía que pecáramos juntos en su polvoriento
    confesionario a cambio de indulgencias para acortar mi condena en el
    purgatorio. Nunca accedí; era un viejo maldito. Hombres, de haberlos
    querido, no me habrían faltado; los tuve a veces, cuando el aguijón del
    demonio me atormentaba demasiado, pero eran abrazos de necesidad, sin
    futuro. Estaba atada al fantasma de Juan y presa en la soledad. No era
    realmente viuda, no podía volver a casarme, mi papel era esperar, sólo
    esperar. ¿No era preferible enfrentar los peligros del mar y de tierras
    bárbaras antes que envejecer y morir sin haber vivido?
    Por fin obtuve licencia real para embarcarme a las Indias, después de
    gestionarla por años. La Corona protegía los vínculos matrimoniales y
    procuraba reunir a las familias para poblar el Nuevo Mundo con hogares
    legítimos y cristianos, pero no se daba prisa en sus decisiones; todo es
    muy demorado en España, como bien sabemos. Sólo daban licencia a mujeres
    casadas para juntarse con sus maridos siempre que fuesen acompañadas por
    un familiar o una persona de respeto. En mi caso fue Constanza, mi
    sobrina de quince años, hija de mi hermana Asunción, una muchacha
    tímida, con vocación religiosa, a quien escogí por ser la más sana de la
    familia. El Nuevo Mundo no es para gente delicada. No le preguntamos su
    opinión, pero por la pataleta que tuvo, supongo que no le atraía el
    viaje. Sus padres me la entregaron con la promesa, escrita y sellada
    ante escribano, de que una vez me hubiera reunido con mi marido, la
    enviaría de vuelta a España y la dotaría para que entrara al convento,
    promesa que no pude cumplir, pero no por falta de honradez por mi parte,
    sino por la suya, como se verá más adelante. Para obtener mis papeles,
    dos testigos debieron dar fe de que yo no era de las personas
    prohibidas, ni mora ni judía, sino cristiana vieja. Amenacé al cura con
    denunciar su concupiscencia ante el tribunal eclesiástico y así le
    arranqué un testimonio escrito de mi calidad moral. Con mis ahorros
    compré lo necesario para la travesía, una lista demasiado larga para
    detallarla aquí, aunque la recuerdo completa. Basta decir que llevaba
    alimento para tres meses, incluso una jaula con gallinas, además de ropa
    y enseres de casa para establecerme en las Indias.
    .
     
  9. clause

    clause Claudia

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    Re: ... de poetas, cuentos y leyendas

    Soplaban vientos del sur
    y el hombre emprendió viaje.
    Su orgullo, un poco de fe
    y un regusto amargo fue
    su equipaje.
    Miró hacia atrás y no vio
    más que cadáveres sobre
    unos campos sin color.
    Su jardín sin una flor
    y sus bosques sin un roble.

    Y viejo
    y cansado
    a orillas del mar
    bebióse sorbo a sorbo su pasado.
    Profeta ni mártir
    quiso Antonio ser.
    Y un poco de todo lo fue sin querer.
    Una gruesa losa gris
    vela el sueño del hermano.
    La hierba crece a sus pies
    y le da sombra un ciprés
    en verano.

    El jarrón que alguien llenó
    de flores artificiales,
    unos versos y un clavel
    y unas ramas de laurel
    son las prendas personales,
    del viejo y cansado que
    a orillas del mar
    bebióse sorbo a sorbo su pasado.
    Profeta ni mártir
    quiso Antonio ser.
    Y un poco de todo lo fue sin querer.

    Joan Manuel Serrat

     
  10. clause

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    Poema Sol de Invierno
    de Antonio Machado




    Es mediodía. Un parque.
    Invierno. Blancas sendas;
    simétricos montículos
    y ramas esqueléticas.
    Bajo el invernadero,
    naranjos en maceta,
    y en su tonel, pintado
    de verde, la palmera.
    Un viejecillo dice,
    para su capa vieja:
    «¡El sol, esta hermosura
    de sol!...» Los niños juegan.
    El agua de la fuente
    resbala, corre y sueña
    lamiendo, casi muda,
    la verdinosa piedra.
     
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    clause Claudia

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    La noria
    de Antonio Machado






    La tarde caía
    triste y polvorienta.
    El agua cantaba
    su copla plebeya
    en los cangilones
    de la noria lenta.
    Soñaba la mula,
    ¡pobre mula vieja!,
    al compás de la sombra
    que en el agua suena.
    La tarde caía
    triste y polvorienta.
    Yo no sé qué noble,
    divino poeta,
    unió a la amargura
    de la eterna rueda
    la dulce armonía
    del agua que sueña,
    y vendó tus ojos,
    ¡pobre mula vieja!...
    Mas sé que fue un noble,
    divino poeta,
    corazón maduro
    de sombra y de ciencia.
     
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    clause Claudia

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    Ines del Alma mia
    Isabel Allende


    Pedro de Valdivia se crió en un caserón de piedra en
    Castuera, solar de hidalgos pobres, más o menos a tres
    jornadas de marcha hacia el sur de Plasencia. Lamento que no
    nos conociéramos en nuestra juventud, cuando él era un
    apuesto alférez de paso en mi ciudad, al regreso de una de
    sus campañas militares. Tal vez anduvimos el mismo día por
    las torcidas calles, él ya todo un hombre, con la espada al
    cinto y el vistoso uniforme de los caballeros del rey, yo
    todavía una muchacha de trenzas coloradas, como las tenía
    entonces, aunque después se me oscurecieron. Pudimos haber
    coincidido en la iglesia, su mano pudo rozar la mía en la
    pila de agua bendita y pudieron cruzarse nuestras miradas,
    sin reconocernos. Ni ese recio soldado, curtido por los
    afanes del mundo, ni yo, una niña costurera, podíamos
    adivinar aquello que nos deparaba el destino.
    Pedro provenía de una familia de militares sin fortuna pero
    de abolengo, cuyas proezas se remontaban a la lucha contra el
    ejército romano, antes de Cristo, continuaba por setecientos
    años contra los sarracenos y seguía produciendo varones de
    mucho temple para las eternas guerras entre monarcas de la
    cristiandad. Sus antepasados habían descendido de las
    montañas para instalarse en Extremadura. Creció oyendo a su
    madre contar las hazañas de los siete hermanos del valle de
    Ibia, los Valdivia, que se enfrentaron en cruenta batalla con
    un monstruo pavoroso. Según la inspirada matrona, no se
    trataba
    de un dragón común —cuerpo de lagarto, alas de murciélago,
    dos o tres cabezas de sierpe—, como el de san Jorge, sino de
    una bestia diez veces más grande y feroz, antigua de muchos
    siglos, que encarnaba la maldad de todos los enemigos de
    España, desde los romanos y los árabes, hasta los malvados
    franceses, que en tiempos recientes se atrevían a disputar
    los derechos de nuestro soberano. «¡Imagínate, hijo, nosotros
    hablando francés!», intercalaba siempre la doña en el relato.
    Uno a uno cayeron los hermanos Valdivia, chamuscados por las
    llamaradas que escupía el monstruo o destrozados por sus
    garras de tigre. Cuando seis habían perecido y la batalla
    estaba perdida, el menor de los hermanos, que aún se mantenía
    en pie, cortó una gruesa rama
    de árbol, la afiló en ambos extremos y la introdujo en las
    fauces de la bestia. El dragón empezó a revolcarse de dolor y sus
    formidables coletazos partieron la tierra y levantaron una polvareda que
    llegó por el aire hasta África. Entonces el héroe enarboló su
    espada a dos manos y se la enterró en el corazón, liberando
    así a España. De ese joven, valiente entre valientes,
    descendía Pedro por directa línea materna, y como prueba
    bastaban dos trofeos: la espada, que permanecía en la
    familia, y el escudo de armas, en el que dos serpientes
    mordían un tronco de árbol en un campo de oro. El lema de la
    familia era: «La muerte, menos temida, da más vida». Con
    tales antepasados, es natural que Pedro obedeciera el llamado
    de las armas a temprana edad. Su madre gastó lo que aún
    quedaba de su dote en aperarlo para la empresa: cota de malla
    y armadura completa, armas de caballero, un escudero y dos
    caballos. La legendaria espada de los Valdivia era un hierro
    oxidado, pesado como garrote, que sólo tenía valor decorativo
    e histórico, de modo que le compró otra del mejor acero
    toledano, flexible y liviana. Con ella Pedro habría de luchar
    en los ejércitos de España bajo las banderas de Carlos V,
    habría de conquistar el reino más remoto del Nuevo Mundo, y
    junto a ella, partida y ensangrentada, moriría.
    El joven Pedro de Valdivia, criado entre libros y bajo los
    cuidados de su madre, partió a la guerra con el entusiasmo de
    quien sólo ha visto la carnicería de los cerdos faenados en
    la plaza por un matarife, brutal espectáculo que atraía a
    todo el pueblo. La inocencia le duró tan poco como el
    flamante pendón con el escudo de su familia, que quedó hecho
    jirones en la primera batalla.
    Entre los tercios de España iba otro atrevido hidalgo,
    Francisco de Aguirre, quien se convirtió de inmediato en el
    mejor amigo de Pedro. Tan fanfarrón y bullicioso era
    Francisco, como serio era Pedro, aunque ambos gozaban de
    igual fama de valientes. La familia Aguirre era vasca de
    origen, pero asentada en Talavera de la Reina, cerca de
    Toledo. Desde el principio el joven dio muestras de una
    audacia suicida; buscaba el peligro porque se creía protegido
    por la cruz de oro de su madre que llevaba al cuello. De la
    misma cadenilla colgaba un relicario con una mecha de cabello
    castaño, perteneciente a la hermosa joven que amaba desde
    niño con un amor prohibido, pues eran primos hermanos.
    Francisco había jurado permanecer célibe, ya que no podía
    casarse con su prima, pero eso no le impedía buscar los
    favores de cuanta hembra se pusiera al alcance de su fogoso
    temperamento. Alto, guapo, con risa franca y una sonora voz
    de tenor, perfecta para animar tabernas y enamorar mujeres,
    no había quien se le resistiera. Pedro le advertía que se
    cuidara, porque el mal francés no perdona a moros, judíos ni
    cristianos, pero él confiaba en la cruz de su madre, que si
    había resultado ser infalible protección en la guerra, debía
    serlo también contra las consecuencias de la lujuria.
    Aguirre, amable y galante en sociedad, se transformaba en una
    fiera en la batalla, al contrario de Valdivia, quien se
    mostraba sereno y caballeroso aun ante los más álgidos
    peligros. Ambos jóvenes sabían leer y escribir, habían
    estudiado y poseían más cultura que la mayoría de los
    hidalgos. Pedro había recibido esmerada educación de un
    sacerdote, tío de su madre, con quien él convivió en la
    juventud y de quien se murmuraba en voz baja que era en
    realidad su padre, pero él jamás se atrevió a preguntárselo.
    Habría sido un insulto a su madre. Además, Aguirre y Valdivia
    tenían en común que vinieron al mundo en 1500, el mismo año
    del nacimiento del sacro emperador Carlos V, monarca de
    España, Alemania, Austria, Flandes, las Indias Occidentales,
    parte de África y más y más mundo. Los jóvenes no eran
    supersticiosos, pero se jactaban de estar unidos al rey bajo
    la misma estrella y, por lo tanto, destinados a similares
    hazañas militares. Creían que no había mejor propósito en
    esta vida que ser soldados bajo tan gallardo jefe; admiraban
    la estatura de titán del rey, su valor indomable, su
    habilidad de jinete y espadachín, su talento de estratega en
    la guerra y de hombre estudioso en la paz. Pedro y Francisco
    agradecían la suerte de ser católicos, garantía de salvación
    del alma, y españoles, es decir, superiores al resto de los
    mortales. Eran hidalgos de España, soberana del mundo, larga
    y ancha, más poderosa que el antiguo Imperio romano, señalada
    por Dios para descubrir, conquistar, cristianizar, fundar y
    poblar los más remotos rincones de la Tierra. Contaban con
    veinte años cuando partieron a combatir en Flandes y luego en
    las campañas de Italia, donde aprendieron que en la guerra la
    crueldad es una virtud y, dado que la muerte es una constante
    compañera, más vale tener el alma preparada.
     
  13. clause

    clause Claudia

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    Re: ... de poetas, cuentos y leyendas

    SONETOS

    1

    A las flores

    Éstas que fueron pompa y alegría
    despertando al albor de la mañana,
    a la tarde serán lástima vana
    durmiendo en brazos de la noche fría.

    Este matiz que al cielo desafía,
    Iris listado de oro, nieve y grana,
    será escarmiento de la vida humana:
    ¡tanto se emprende en término de un día!

    A florecer las rosas madrugaron,
    y para envejecerse florecieron:
    cuna y sepulcro en un botón hallaron.

    Tales los hombres sus fortunas vieron:
    en un día nacieron y espiraron;
    que pasados los siglos, horas fueron.


    2

    A las estrellas

    Esos rasgos de luz, esas centellas
    que cobran con amagos superiores
    alimentos del sol en resplandores,
    aquello viven, si se duelen dellas.

    Flores nocturnas son; aunque tan bellas,
    efímeras padecen sus ardores;
    pues si un día es el siglo de las flores,
    una noche es la edad de las estrellas.

    De esa, pues, primavera fugitiva,
    ya nuestro mal, ya nuestro bien se infiere;
    registro es nuestro, o muera el sol o viva.

    ¿Qué duración habrá que el hombre espere,
    o qué mudanza habrá que no reciba
    de astro que cada noche nace y muere.

    Pedro Calderón de la Barca

     
  14. clause

    clause Claudia

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    Re: ... de poetas, cuentos y leyendas

    LA DECADENCIA DE LA BOLITA
    Alejandro Dolina
    Resulta difícil hablar sobre la desaparición del juego de la bolita sin entrar en espinosas controversias.
    Desde luego se trata de un asunto complejo y puede ser examinado según criterios muy diferentes.
    Las personas sencillas afirman simplemente que se trata de una decisión de los chicos, arbitraria, inexplicable y -por lo tanto- indigna de ser discutida.
    Los psicólogos, antropólogos, electrotécnicos y aun los contadores suelen llamar la atención sobre la influencia de otros entretenimientos de emoción más sostenida, como la televisión, el billar japonés, el cerebro mágico o las palabras cruzadas.
    Los Refutadores de Leyendas niegan que haya existido jamás un juego semejante y se oponen con argumentos inexpugnables al mito de la vieja niñez romántica.
    Por el contrario, los Hombres Sensibles aseguran que la desaparición del juego de las bolitas es el resultado de una conjura universal.
    Este punto de vista es muy interesante y vale la pena elucidarlo.
    En su monografía Faltan Bolitas, el pensador de Flores, Manuel Mandeb, plantea un interrogante que nos deja perplejos. Veamos.
    "... Este juego parece haber empezado a languidecer en 1960. Pero puede afirmarse que en ese momento ya hacia por lo menos cincuenta años que se jugaba. Entonces había veinte millones de habitantes en el país, y no era demasiado audaz afirmar que, en el medio siglo de su auge, el juego de la bolita había sido practicado por diez millones de individuos en uno y otro momento de sus vidas. Ahora bien: ¿cuántas bolitas poseía cada niño aficionado, como promedio? Digamos cincuenta. Multipliquemos: cincuenta por diez millones.
    Son quinientos millones de bolitas. Bien, volvamos al presente: ¿alguno de ustedes ha visto una bolita en el ultimo año? Seguramente no. Yo pregunto: ¿dónde están los quinientos millones de bolitas? ¿Quién las tiene?"Y no me digan que el tiempo las destruyo porque el viento y la lluvia no son suficientes para destrozar una bolita...
    "...Las canchas han sido arrasadas y hasta pavimentadas, los hoyos fueron rellenados, los jugadores se han visto tentados por otras disciplinas. Alguien esta borrando todo vestigio del paso de las bolitas por esta tierra..."
    Inspirado quizás en el trabajo de Mandeb, este texto pretende asentar las reglas, la técnica y la estrategia de las bolitas. La tarea no es tan fácil como parece. A favor de la campaña desarrollada por los Refutadores de
    Leyendas y Los Amigos del Olvido, casi nadie recuerda los reglamentos.
    Por lo demás, todos sabemos que en cada cuadra había matices en la interpretación de cada norma lúdica.
    No obstante, luego de la publicación de esta nota, es probable que algún pequeño numero de Pibes Sensibles se ponga a jugar, aunque más no sea a modo de desplante ante el Universo.
    I- LAS BOLITAS
    Se trata de pequeñas esferas, casi siempre de vidrio. Su diámetro es variable: las más chicas se llaman "piojos" o "pininas", las medianas son las más frecuentes y están también las grandes o "bolones", que suelen utilizarse en el juego del Triángulo.
    Años atrás podían reconocerse diferentes pelajes de bolitas.
    Las más hermosas eran las "lecheras". En ellas predominaba el blanco, siempre mezclado con algún otro color. Eran semiopacas, no se podía ver a través de ellas y la variedad de diseños y combinaciones era enorme.
    Estaban también las semitransparentes, de colores fríos, casi siempre verdes o azules. Eran como cachos de sifón. En el interior a veces se adivinaba un filamento gelatinoso y más bien repugnante. Salvo excepciones, eran unas bolitas de porquería.
    Sin embargo, la ultima generación de niños jugadores solo conoció esas bolitas.
    Las lecheras desaparecieron misteriosamente. Miles de personas jamás han visto una. Las más recientes son las llamadas "bolitas japonesas" más livianas que las convencionales, y totalmente inútiles para jugar.
    Su aspecto es el de una esfera transparente con un papelito de color en su interior.
    Todo niño poseía una bolita preferida, que era la que utilizaba para jugar.
    Se la llamaba "puntera". El resto de las bolitas servia para pagar las deudas provenientes del juego. Si acaso una racha adversa obligaba al niño a entregar la puntera, se le otorgaba a esta noble bolita el valor de cuatro o cinco.
    También pueden citarse -como curiosidad- las bolitas de barro, los aceritos y hasta las de plástico (indefectiblemente ovaladas).
    La identidad de los fabricantes de bolitas es un enigma. Nunca hubo marcas, ni envases ni publicidad. Algo muy raro debe haber en todo esto.
    II EL JUEGO DEL HOYO Y LA QUEMA
    Pueden participar dos o más jugadores, El juego tiene lugar en una cancha de unos 5 metros de largo por 2 de ancho. La superficie de este terreno debe ser de tierra, pareja y árida, tal como la de las canchas de bochas aunque no tan blanda.
    Es de buen gusto que un pequeño árbol se sitúe en uno de los costados.
    En realidad, los mejores lugares para instalar canchas de bolitas son los rectángulos de tierra que existen en las veredas del Gran Buenos Aires. En la Capital, como se sabe, las veredas llegan hasta el cordón y los espacios sin baldosas que rodean a los árboles son insuficientes. Por eso los chicos de la Provincia han sido siempre más diestros en este juego.
    Hay cuatro líneas que limitan la cancha y una que la divide en dos, llamada "mita". En el centro exacto de una de esas dos mitades, se encuentra el hoyo.
    Y aquí nos topamos con otro punto de discusión. Algunos prefieren excavar el hoyo con una chapita de naranjin. Otros entierran una bolita y, después de extraerla ensanchan el cráter resultante. Los más desaprensivos clavan el taco en la tierra, y lo hacen girar, obteniendo de este modo enormes cacerolas que desvirtúan el carácter del juego.
    Los jugadores se sitúan detrás de la línea de salida, que es la línea más corta más lejana del hoyo. Uno a uno van lanzando sus bolitas, tratando de colocarlas en el lugar más cercano al citado agujero. Esto es de capital importancia, pues después del tiro de salida, el primero en jugar será quien se encuentre más próximo al hoyo. De este modo, si uno observa que el jugador anterior ha conseguido arrimar demasiado bien, mejor Serra que no trate de superar esa marca y busque los lugares más seguros de la cancha.
    El objeto del juego, aclaremos, es embocar en el hoyo y hacer impacto en las bolitas de los contrarios ("quema"). Los jugadores "quemados" van egresando del juego y pagando a quien los quemo. Cuando queda solamente uno, termina la ronda y comienza otra.
    Cada participante va evolucionando con su bolita conforme a una cierta estrategia. Algunos persiguen a su presa y se van acercando cada vez más, aun a riesgo de quedar ofreciendo un blanco fácil. Otros buscan siempre los lugares lejanos y hacen tiros largos (es decir "rugen"). Si una bolita sale fuera de la cancha debe permanecer en el lugar donde ha quedado para que los otros jugadores le tiren, si así lo desean. Al corresponderle nuevamente el turno, el jugador podrá efectuar su tiro desde cualquier punto de la línea atravesada por su bolita al salir.
    III LA BOLITA Y EL CANTO
    Para obtener prioridades y anunciar decisiones o reclamar la vigencia de ciertas reglas es necesario -en la bolita- pronunciara voz en cuello algunos conjuros predeterminados. Veamos una pequeña colección de ellos.
    "Bolita cola": es en realidad la invitación o desafió a jugar y también la reserva del privilegio de tirar ultimo. También puede decirse "Bolita cola, no puntié", esclarecedora frase que indica que uno no tiene intenciones de someterse a ningún "punteo" o arrimada previa, para establecer el orden de salida.
    "Mita al medio, buena al tiro": canto que sólo puede realizar el que tira último en la salida. Si el tipo considera que alguno de sus rivales esta demasiado cerca del hoyo, le suelta el canto y le da el hoyo por embocado.
    Pero -eso si- lo obliga a poner su bolita en la mita, expuesta a su disparo inicial.
    "Buen repe": ante la proximidad de la pared, se grita este conjuro para indicar que si el impacto se produce de rebote, también Serra valido.
    El canto contrario es "mal repe".
    "Pica paso": declaración de voluntad que asegura la posibilidad de colocar nuestra bolita a un paso de distancia, si un pique traicionero la pone a merced del rival. Algunos niños tahúres suelen retrucar "de hormiguita", para reclamar que el paso sea pequeño. "Voladora", agrega, entonces el primer niño. Y se manda un paso de cuatro metros. También puede aullarse "pica no paso".
    "Cuantas quiera": Como el jugador que emboca en el hoyo o realiza una quema vuelve a tirar, muchos niños proceden a sacudir tres o cuatro quemas seguidas a la misma bolita, con el fin de irse acercando a otros objetivos. Para poder hacerlo debe pronunciar las palabras que encabezan este fragmento.
    "Corta, retira no garpa": Salvedad con que el pequeño que va ganando anuncia su derecho a abandonar el juego en cualquier momento, sin que este raje le resulte oneroso.
    "Bien sonati": exigencia más bien ranfañosa, según la cual se pretende que los impactos hechos en nuestra bolita hagan ruido o no se paguen.
    "Mueve pajita, garpa bolita": pareado pentasílabo que es de lo ultimo y se profiere cuando la bolita contraria esta en medio del pastito.
    Existen infinidad de formulas "buena línea recorrida", "hoyo antes de quema", "buenamengua", etc. Cuando se quieren evitar los rencores que provocan estos cantos, se juega "a todas buenas", es decir, sin cantar.
    IV - COMO EMPUÑAR LA BOLITA
    Para efectuar el disparo, debe colocarse la mano izquierda alzándose sobre sus dedos en el punto exacto donde estaba la bolita. La mano derecha descansara sobre la izquierda y empuñara la bolita. Los zurdos harán exactamente lo contrario.
    Hay dos formas clásicas de tomar la bolita: la antigua, despreciada muchas veces, y la moderna. En la primera la bolita se aloja detrás del índice. En la segunda, detrás del mayor, sirviendo el índice como guía o mira.
    Hay algo más. Algunos pibes muleros suelen extender la mano hacia adelante acercándose a la bolita del adversario. Esta demasía se conoce con el nombre de "ganfia o gañote" y es el origen de innumerables reyertas.
    En este punto conviene aclarar la existencia de otros juegos de bolita:
    "el triangulo, el gallito, la troya, la cuarta". Pasaremos por alto la complicada explicación de sus reglas.
    El pasto ya ha crecido sobre las canchas. Los chicos ya no tienen las rodillas sucias. Los pantalones de medidas infantiles no tienen bolsillos.
    El pavimento y las baldosas lo cubren casi todo. Mandeb quizás tenia razón.
    Existe una conjura universal para impedir el juego de la bolita.
    Alguien tiene que ocuparse de indagar las razones de este complot y -si es posible- desbaratarlo.
    Y hay que encontrar los quinientos millones de bolitas perdidas.
    Hace pocos días, el autor de esta note trato de dar con el frasco donde guardaba unas pocas docenas. No estaba. Tampoco estaba la caja de las chapitas, el álbum de figuritas ni el trompo ni los autitos con masilla.
    Algo malo debe estar ocurriendo.
     
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    clause Claudia

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    Re: ... de poetas, cuentos y leyendas

    A 110 años del nacimiento de Jorge Luis Borges