Poemas, cuentos y leyendas

Tema en 'Temas de interés (no de plantas)' comenzado por mai^a, 27/2/08.

  1. clause

    clause Claudia

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    Ines del Alma mia

    Isabel Allende

    Los dos oficiales servían bajo las órdenes de un
    extraordinario soldado, el marqués de Pescara, cuya
    apariencia algo afeminada podía ser engañosa, ya que bajo la
    armadura de oro y los atavíos de seda bordados de perlas, con
    que se presentaba al campo de batalla, había un raro genio
    militar, como demostró una y mil veces. En 1524, en medio de
    la guerra entre Francia y España, que se disputaban el
    control de Italia, el marqués y dos mil de los mejores
    soldados españoles desaparecieron de manera misteriosa, tragados por
    la bruma invernal. Se corrió la voz de que habían desertado, y
    circulaban coplas burlonas que los acusaban de traidores y
    cobardes, mientras ellos, ocultos en un castillo, se
    preparaban con el mayor sigilo. Estaban en noviembre y el
    frío congelaba el alma de los desventurados soldados
    acampados en el patio. No comprendían por qué los tenían
    allí, entumecidos y ansiosos, en vez de llevarlos a luchar
    contra los franceses. El marqués de Pescara no se daba prisa,
    esperaba el momento adecuado con la paciencia de un avezado
    cazador. Por fin, cuando ya habían pasado varias semanas, dio
    la señal a sus oficiales de aprontarse para la acción. Pedro
    de Valdivia ordenó a los hombres de su batallón que se
    colocaran las armaduras sobre sus refajos de lana, tarea
    difícil, porque al tocar el gélido metal los dedos se pegaban
    en él, y luego les entregó sábanas para que se cubrieran.
    Así, como blancos espectros, marcharon en total silencio,
    tiritando de frío, durante la noche entera, hasta que al alba
    llegaron a las proximidades de la fortaleza enemiga. Los
    vigías en las almenas percibieron cierto movimiento sobre la
    nieve, pero creyeron que se trataba de las sombras de los
    árboles mecidos por el viento. No vieron a los españoles
    arrastrándose en blancas oleadas sobre el suelo blanco hasta
    el último instante, cuando éstos se lanzaron al ataque y los
    fulminaron por sorpresa. Esa victoria aplastante convirtió al
    marqués de Pescara en el militar más célebre de su tiempo.
    Un año más tarde Valdivia y Aguirre participaron en la batalla de Pavía, la hermosa ciudad de
    cien torres, donde también los franceses fueron derrotados. El rey de Francia, que se batía a la
    desesperada, fue hecho prisionero por un soldado de la compañía de Pedro de Valdivia, que lo
    derribó del caballo sin saber quién era y estuvo a punto de rebanarle el cuello. La oportuna
    intervención de Valdivia lo impidió, modificando así el curso de la Historia. Sobre el campo de lid
    quedaron más de diez mil muertos; durante semanas el aire estuvo infestado de moscas y la tierra de
    ratas. Dicen que todavía los repollos y las coliflores de la región suelen traer huesos astillados
    entre las hojas. Valdivia comprendió que por primera vez la caballería no había sido el factor
    fundamental para el triunfo, sino dos nuevas armas: los arcabuces, complicados de cargar pero de
    largo alcance, y los cañones de bronce, más livianos y móviles que los de hierro forjado. Otro
    elemento decisivo fue la participación de miles de mercenarios, suizos y lansquenetes alemanes,
    famosos por su brutalidad y a los que Valdivia despreciaba, porque para él la guerra, como todo lo
    demás, era una cuestión de honor. El combate de Pavía lo llevó a meditar sobre la importancia de la
    estrategia y las armas modernas: no bastaba el coraje demente de hombres como Francisco de Aguirre,
    la guerra era una ciencia que requería estudio y lógica.
    Después de la contienda de Pavía, agotado y cojeando por un
    lanzazo en la cadera, que le curaron con aceite hirviendo,
    aunque la herida volvía a abrirse al menor esfuerzo, Pedro de
    Valdivia regresó a su casa en Castuera. Estaba en edad de
    casarse, perpetuar su apellido y hacerse cargo de sus
    tierras, yermas de tanta ausencia y descuido, como no se
    cansaba de repetirle su madre. El ideal era una novia que
    aportase una dote considerable, ya que la empobrecida
    hacienda de los Valdivia mucho la necesitaba. Había varias
    candidatas elegidas por la familia y el cura, todas de buen
    nombre y fortuna, a las que él iría conociendo mientras
    convalecía de su herida. Pero los planes no resultaron como
    se esperaba. Pedro vio a Marina Ortiz de Gaete en el único
    sitio donde podía encontrarla en público: a la salida de
    misa. Marina tenía trece años y todavía la vestían con las
    crinolinas almidonadas de la infancia. Iba acompañada por su
    dueña y una esclava, que sostenía un parasol sobre su cabeza,
    aunque el día estaba nublado; jamás un rayo de luz directa
    había tocado la piel translúcida de aquella muchacha pálida.
    Tenía el rostro de un ángel, el cabello rubio y luminoso, el
    andar vacilante de quien carga con demasiadas enaguas, y tal
    aire de inocencia, que Pedro olvidó al punto los propósitos
    de mejorar su hacienda. No era hombre de mezquinos cálculos;
    la belleza y virtud de la joven lo sedujeron al punto. Aunque
    ella carecía de dinero y su dote estaba muy por debajo de sus
    méritos, apenas averiguó que no estaba prometida a otro
    comenzó a cortejarla. La familia Ortiz de Gaete también
    deseaba para su hija una unión con beneficios económicos,
    pero no pudo rechazar a un caballero de nombre tan ilustre y
    probado valor como Pedro de Valdivia, y puso como única
    condición que la boda se llevara a cabo después de que la
    chica cumpliera catorce años. Entretanto, Marina se dejó
    agasajar por su pretendiente con la timidez de un conejo,
    aunque se las arregló para hacerle saber que ella también
    contaba los días para casarse. Pedro estaba en el apogeo de
    su virilidad, era de buena estatura, pecho fuerte, bien
    proporcionado, de noble estampa, nariz prominente, mentón
    autoritario y ojos azules, muy expresivos. Ya entonces
    llevaba el cabello hacia atrás, cogido en una cola corta en
    la nuca, mejillas afeitadas, bigote engomado y la barbita
    angosta que lo caracterizó toda su vida. Se vestía con
    elegancia, empleaba gestos categóricos, era de hablar pausado
    e imponía respeto, pero también podía ser galante y tierno.
    Marina se preguntaba, admirada, por qué ese hombre de gran
    orgullo y bizarría se había fijado en ella. Se casaron al año
    siguiente, cuando la chica comenzó a menstruar, y se
    instalaron en el modesto solar de los Valdivia.
    Marina entró a su condición de casada con las mejores
    intenciones, pero era demasiado joven, y ese marido de
    temperamento sobrio y estudioso la asustaba. No tenían de qué
    hablar. Ella aceptaba, turbada, los libros que él le sugería,
    sin atreverse a confesarle que apenas sabía leer un par de
    frases elementales y firmar su nombre con trazo vacilante.
    Había vivido preservada del contacto con el mundo y deseaba
    continuar así; las peroratas de su marido sobre política o
    geografía la aterraban. Lo suyo era la oración y el bordado
    de preciosas casullas de cura. Carecía de experiencia para
    hacerse cargo de la casa, y los sirvientes no atendían sus
    órdenes, impartidas con voz de infante, de modo que su suegra
    siguió mandando, mientras ella era tratada como la niña que
    era. Se propuso aprender las fastidiosas tareas del hogar,
    asesorada por las mujeres mayores de la familia, pero no
    había a quién preguntarle sobre otro aspecto de la vida
    matrimonial, más importante que disponer la comida o llevar
    las cuentas.
     
  2. clause

    clause Claudia

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    Oda a los poetas populares

    POETAS naturales de la tierra,
    escondidos en surcos,
    cantando en las esquinas,
    ciegos de callejón, oh trovadores
    de las praderas y los almacenes,
    si al agua
    comprendiéramos
    tal vez corno vosotros hablaría,
    si las piedras
    dijeran su lamento
    o su silencio,
    con vuestra voz, hermanos,
    hablarían.
    Numerosos
    sois, como las raíces.
    En el antiguo corazón
    del pueblo
    habéis nacido
    y de allí viene
    vuestra voz sencilla.
    Tenéis la jerarquía
    del silencioso cántaro de greda
    perdido en los rincones,
    de pronto canta
    cuando se desborda
    y es sencillo
    su canto,
    es sólo tierra y agua.

    Así quiero que canten
    mis poemas,
    que lleven
    tierra y agua,
    fertilidad y canto,
    a todo el mundo.
    Por eso,
    poetas
    de mi pueblo,
    saludo
    la antigua luz que sale
    de la tierra.
    El eterno
    hilo en que se juntaron
    pueblo
    y
    poesía,
    nunca
    se cortó
    este profundo
    hilo de piedra,
    viene
    desde tan lejos
    como
    la memoria
    del hombre.
    Vio
    con los ojos ciegos
    de los vates
    nacer la tumultuosa
    primavera,
    la sociedad humana,
    el primer beso,
    y en la guerra
    cantó sobre la sangre,
    allí estaba mi hermano
    barba roja,
    cabeza ensangrentada
    y ojos ciegos,
    con su lira,
    allí estaba
    cantando
    entre los muertos,
    Homero
    se llamaba
    o Pastor Pérez,
    o Reinaldo Donoso.
    Sus endechas
    eran allí y ahora
    un vuelo blanco,
    una paloma,
    eran la paz, la rama
    del árbol del aceite,
    y la continuidad de la hermosura.
    Más tarde
    los absorbió la calle,
    la campiña,
    los encontré cantando
    entre las reses,
    en la celebración
    del desafío,
    relatando las penas
    de los pobres,
    llevando las noticias
    de las inundaciones,
    detallando las ruinas
    del incendio
    o la noche nefanda
    de los asesinatos.

    Ellos,
    los poetas
    de mi pueblo,
    errantes,
    pobres entre los pobres,
    sostuvieron
    sobre sus canciones
    la sonrisa,
    criticaron con sorna
    a los explotadores,
    contaron la miseria
    del minero
    y el destino implacable
    del soldado.
    Ellos,
    los poetas
    del pueblo,
    con guitarra harapienta
    y ojos conocedores
    de la vida,
    sostuvieron
    en su canto
    una rosa
    y la mostraron en los callejones
    para que se supiera
    que la vida
    no será siempre triste.
    Payadores, poetas
    humildemente altivos,
    a través
    de la historia
    y sus reveses,
    a través
    de la paz y de la guerra,
    de la noche y la aurora,
    sois vosotros
    los depositarios,
    los tejedores
    de la poesía,
    y ahora
    aquí en mi patria
    está el tesoro,
    el cristal de Castilla,
    la soledad de Chile,
    la pícara inocencia,
    y la guitarra contra el infortunio,
    la mano solidaria
    en el camino,
    la palabra
    repetida en el canto
    y transmitida,
    la voz de piedra y agua
    entre raíces,
    la rapsodia del viento,
    la voz que no requiere librerías,
    todo lo que debemos aprender
    los orgullosos:
    con la verdad del pueblo
    la eternidad del canto.




    Pablo Neruda
     
  3. clause

    clause Claudia

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    Ines del Alma mia
    Isabel Allende

    Mientras la relación con Pedro consistió en visitas vigiladas por una dueña
    y esquelas gentiles, Marina fue feliz, pero el entusiasmo se esfumó al hallarse
    en la cama con su marido. Ignoraba por completo lo que iba a ocurrir en la
    primera noche de desposada; nadie la había preparado para la deplorable
    sorpresa que se llevó. En su ajuar había varios camisones de batista, largos
    hasta los tobillos, cerrados en el cuello y los puños con cintas de raso, y con
    un ojal en forma de cruz delante. No se le ocurrió preguntar para qué servía
    aquella apertura, y nadie le explicó que por allí tendría contacto con las
    partes más íntimas de su marido. Nunca había visto a un varón desnudo y creía
    que las diferencias entre los hombres y las mujeres eran el vello en la cara y
    el tono de voz. Cuando sintió en la oscuridad el aliento de Pedro y sus manos
    grandes tanteando entre los pliegues de su camisa en busca del primoroso ojal
    bordado, le dio un empujón de mula y salió dando alaridos por los corredores de
    la casona de piedra. A pesar de sus buenas intenciones, Pedro no era un amante
    cuidadoso, su experiencia se limitaba a abrazos breves con mujeres de virtud
    negociable, pero comprendió que necesitaría una gran paciencia. Su esposa era
    todavía una niña y su cuerpo apenas empezaba a desarrollarse, no convenía
    forzarla. Intentó iniciarla de a poco, pero pronto la inocencia de Marina, que
    tanto le atrajo al principio, se convirtió en un obstáculo imposible de salvar.
    Las noches eran frustrantes para él y un tormento para ella, y ninguno de los
    dos se atrevía a hablar del asunto a la luz del alba. Pedro se volcó en sus
    estudios y en el cuidado de sus tierras y labriegos, mientras quemaba energía
    en la práctica de la esgrima y la equitación. En el fondo se estaba preparando
    y despidiendo. Cuando el llamado de la aventura se volvió irresistible, se
    alistó de nuevo bajo los estandartes de Carlos V, con el sueño secreto de
    alcanzar la gloria militar del marqués de Pescara.
    En febrero de 1527 las tropas españolas se hallaban, bajo las órdenes
    del condestable de Borbón, ante las murallas de Roma. Los españoles,
    secundados por quince compañías de feroces mercenarios suizo-alemanes,
    esperaban la oportunidad de entrar a la ciudad de los césares y
    resarcirse de muchos meses sin sueldo. Era una horda de soldados
    hambrientos e insubordinados, dispuestos a vaciar los tesoros de Roma y
    el Vaticano. Pero no todos eran bribones y mercenarios; entre los
    tercios de España iban un par de recios oficiales, Pedro de Valdivia y
    Francisco de Aguirre, quienes se habían reencontrado después de dos años
    de separación. Tras abrazarse como hermanos, se pusieron al tanto sobre
    las novedades en sus respectivas vidas. Valdivia exhibió un medallón con
    el rostro de Marina pintado por un miniaturista portugués, un judío
    converso que había logrado burlar a la Inquisición.
    —No hemos tenido hijos todavía porque Marina es muy joven,
    pero habrá tiempo para ello, si Dios quiere —comentó.
    —¡Dirás mejor si antes no nos matan! —exclamó su amigo.
    A su vez, Francisco confesó que seguía en amores platónicos
    y secretos con su prima, quien había amenazado con hacerse
    monja si su padre insistía en casarla con otro. Valdivia
    opinó que no era una idea descabellada, ya que para muchas
    mujeres nobles el convento, adonde entraban con su séquito
    completo de sirvientas, su propio dinero y los lujos a los
    que estaban acostumbradas, resultaba preferible a una boda
    impuesta a la fuerza.
    —En el caso de mi prima sería un lamentable desperdicio,
    amigo mío. Una joven tan hermosa y pletórica de salud, creada
    para el amor y la maternidad, no debe amortajarse en vida
    dentro de un hábito. Pero tienes razón, prefiero verla
    convertida en monja que casada con otro. No podría
    permitirlo, tendríamos que quitarnos la vida juntos
    —aseguró Francisco, enfático.
    —¿Y condenaros ambos a las pailas del infierno? Estoy
    seguro de que tu prima optará por el convento. ¿Y tú? ¿Qué
    planes tienes para el futuro? —preguntó Valdivia.
    —Continuar guerreando, mientras pueda, y visitar a mi prima
    en su celda de monja al amparo de la noche —se rió Francisco,
    tocándose la cruz y el relicario en el pecho.
    Roma estaba mal defendida por el papa Clemente VII, hombre
    más apto para enredos políticos que para estrategias de
    guerra. Apenas las huestes enemigas se aproximaron a los
    puentes de la ciudad, en medio de una densa niebla, el
    Pontífice escapó del Vaticano, por un pasadizo secreto, al
    castillo de Sant Angelo, erizado de cañones. Lo acompañaban
    tres mil personas, entre ellas el célebre escultor y orfebre
    Benvenuto Cellini, tan conocido por su insigne talento de
    artista como por su terrible carácter; el Papa delegó en él
    las decisiones militares porque dedujo que si él mismo
    temblaba ante el artista no había razón para que los
    ejércitos del condestable de Borbón no temblaran también.
    En el primer asalto a Roma, el condestable recibió un fatal
    tiro de mosquete en un ojo. Benvenuto Cellini se jactaría más
    tarde de haber disparado la bala que lo mató, aunque en
    realidad ni siquiera estuvo cerca de él, pero ¿quién se
    hubiese atrevido a contradecirlo? Antes de que los capitanes
    lograran imponer orden, las tropas, sin control, se lanzaron
    a hierro y pólvora hacia la indefensa ciudad y la tomaron en
    cuestión de horas. Durante los primeros ocho días fue tan
    cruel la matanza, que la sangre corría por las calles y se
    coagulaba entre las piedras milenarias. Huyeron más de
    cuarenta y cinco mil personas, y el resto de la aterrorizada
    población se sumió en el infierno. Los voraces invasores
    quemaron iglesias, conventos, hospitales, palacios y casas
    particulares. Mataron a destajo, incluso a los locos y
    enfermos del hospicio y a los animales domésticos; torturaron
    a los hombres para obligarlos a entregar lo que podían haber
    escondido; violaron a cuanta mujer y niña hallaron;
    asesinaron desde a las criaturas de pecho hasta a los
    ancianos. El saqueo, como una interminable orgía, continuó
    por semanas. Los soldados, ebrios de sangre y alcohol,
    arrastraban por las calles las destrozadas obras de arte y
    reliquias religiosas, decapitaban por igual estatuas y
    personas, se robaban lo que podían echar en sus bolsas y lo
    demás lo hacían polvo. Se salvaron los famosos frescos de la
    Capilla Sixtina porque allí velaron el cuerpo del condestable
    de Borbón. En el río Tíber flotaban miles de cadáveres y el
    olor a carne descompuesta infestaba el aire. Perros y cuervos
    devoraban los cuerpos tirados por doquier; después llegaron
    las fieles compañeras de la guerra, el hambre y la peste, que
    atacaron por igual a los desventurados romanos y a sus
    victimarios.
    Durante esos días aciagos, Pedro de Valdivia recorría
    Roma con la espada en la mano, furioso, procurando
    inútilmente evitar el pillaje y la matanza e imponer
    algo de orden entre la soldadesca, pero los quince
    mil lansquenetes no reconocían jefe ni ley y estaban
    dispuestos a liquidar a quien intentara detenerlos. A
    Valdivia le tocó hallarse por casualidad ante las
    puertas de un convento cuando éste fue atacado por
    una docena de los mercenarios alemanes. Las monjas,
    sabiendo que ninguna mujer escapaba a las
    violaciones, se habían reunido en el patio formando
    un círculo en torno a una cruz, en el centro del cual
    estaban las jóvenes novicias, inmóviles, tomadas de
    las manos, con las cabezas bajas y rezando en un
    murmullo. De lejos parecían palomas. Pedían que el
    Señor las librara de ser mancilladas, que se apiadara
    de ellas enviándoles una muerte rápida.
    —¡Atrás! ¡Quien se atreva a cruzar este umbral tendrá que
    vérselas conmigo! —rugió Pedro de Valdivia blandiendo su
    espada en la diestra y un sable corto en la siniestra.
    Varios de los lansquenetes se detuvieron sorprendidos,
    calculando acaso si valía la pena enfrentarse a ese imponente
    y determinado oficial español o era más conveniente pasar a
    la casa de al lado, pero otros se lanzaron en tropel al
    ataque. Valdivia tenía a su favor que era el único soldado
    sobrio y de cuatro estocadas certeras puso fuera de combate a
    otros tantos alemanes, pero para entonces los demás del grupo
    se habían repuesto del desconcierto inicial y también se le
    fueron encima. Aunque tenían la mente nublada por el alcohol,
    los alemanes eran guerreros tan formidables como Valdivia y
    pronto lo rodearon. Tal vez ése habría sido el último día del
    oficial extremeño si no hubiera aparecido por azar Francisco
    de Aguirre y se le hubiera puesto al lado.
    —¡A mí, teutones hijos de puta! —gritaba aquel vasco
    tremendo, rojo de ira, enorme, blandiendo la espada como un
    garrote.
     
  4. clause

    clause Claudia

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    Del libro de "DON QUIJOTE DE LA MANCHA"
    SONETOS

    El Monicongo, académico de la Argamasilla, a la sepultura de don Quijote

    Epitafio

    El calvatrueno que adornó a la Mancha
    de más despojos que Jasón decreta;
    el jüicio que tuvo la veleta
    aguda donde fuera mejor ancha,

    el brazo que su fuerza tanto ensancha,
    que llegó del Catay hasta Gaeta,
    la musa más horrenda y más discreta
    que grabó versos en la broncínea plancha,

    el que a cola dejó los Amadises,
    y en muy poquito a Galaores tuvo,
    estribando en su amor y bizarría,

    el que hizo callar los Belianises,
    aquel que en Rocinante errando anduvo,
    yace debajo de esta losa fría.


    Del Paniaguado, académico de la Argamasilla,
    In laudem Dulcinæ del Toboso

    Esta que veis de rostro amondongado,
    alta de pechos y ademán brioso,
    es Dulcinea, reina del Toboso,
    de quien fue el gran Quijote aficionado.

    Pisó por ella el uno y otro lado
    de la gran Sierra Negra, y el famoso
    campo de Montïel, hasta el herboso
    llano de Aranjüez, a pie y cansado.

    Culpa de Rocinante, ¡oh dura estrella!,
    que esta manchega dama, y este invito
    andante caballero, en tiernos años,

    ella dejó, muriendo, de ser bella;
    y él, aunque queda en mármoles escrito,
    no pudo huir de amor, iras y engaños.


    Del caprichoso, discretísimo académico de la Argamasilla, en loor de Rocinante, caballo de don Quijote de la Mancha

    (Soneto con estrambote)

    En el soberbio trono diamantino
    que con sangrientas plantas huella Marte,
    frenético, el Manchego su estandarte
    tremola con esfuerzo peregrino.

    Cuelga las armas y el acero fino
    con que destroza, asuela, raja y parte:
    ¡nuevas proezas!, pero inventa el arte
    un nuevo estilo al nuevo paladino.

    Y si de su Amadís se precia Gaula,
    por cuyos bravos descendientes Grecia
    triunfó mil veces y su fama ensancha,

    hoy a Quijote le corona el aula
    do Belona preside, y de él se precia,
    más que Grecia ni Gaula, la alta Mancha.

    Nunca sus glorias el olvido mancha,
    pues hasta Rocinante, en ser gallardo,
    excede a Brilladoro y a Bayardo.


    Del burlador, académico argamasillesco, a Sancho Panza

    Sancho Panza es aquéste, en cuerpo chico,
    pero grande en valor, ¡milagro extraño!
    Escudero el más simple y sin engaño
    que tuvo el mundo, os juro y certifico.

    De ser conde no estuvo en un tantico,
    si no se conjuraran en su daño
    insolencias y agravios del tacaño
    siglo, que aun no perdonan a un borrico.

    Sobre él anduvo -con perdón se miente-
    este manso escudero, tras el manso
    caballo Rocinante y tras su dueño.

    ¡Oh vanas esperanzas de la gente;
    cómo pasáis con prometer descanso,
    y al fin paráis en sombra, en humo, en sueño!


    Amadís de Gaula a don Quijote de la Mancha

    Tú, que imitaste la llorosa vida
    Que tuve ausente y desdeñado sobre
    El gran ribazo de la Peña Pobre,
    De alegre a penitencia reducida,

    Tú, a quien los ojos dieron la bebida
    De abundante licor, aunque salobre,
    Y alzándote la plata, estaño y cobre,
    Te dio la tierra en tierra la comida,

    Vive seguro de que eternamente,
    En tanto, al menos, que en la cuarta esfera,
    Sus caballos aguije el rubio Apolo,

    Tendrás claro renombre de valiente;
    Tu patria será en todas la primera;
    Tu sabi autor, al mundo único y solo.


    Don Bellanís de Grecia a don Quijote de la Mancha

    Rompí, corté, abollé, y dije y hice
    Más que en el orbe caballero andante;
    Fui diestro, fui valiente, fui arrogante;
    Mil agravios vengué, cien mil deshice.

    Hazañas di a la Fama que eternice;
    Fui comedido y regalado amante;
    Fue enano para mí todo gigante
    Y al duelo en cualquier punto satisfice.

    Tuve a mis pies postrada la Fortuna,
    Y trajo del copeta mi cordura
    A la calva Ocasión al estricote.

    Mas, aunque sobre el cuerno de la luna
    Siempre se vio encumbrada mi ventura,
    Tus proezas envidio, ¡oh gran Quijote!


    La señora Oriana a Dulcinea del Toboso

    ¡Oh, quién tuviera, hermosa Dulcinea,
    por más comodidad y más reposo,
    a Miraflores puesto en el Toboso,
    y trocara sus Londres con tu aldea!

    ¡Oh, quién de tus deseos y librea
    alma y cuerpo adornara, y del famoso
    caballero que hiciste venturoso
    mirara alguna desigual pelea!

    ¡Oh, quién tan castamente se escapara
    del señor Amadís como tú hiciste
    del comedido hidalgo don Quijote!

    Que así envidiada fuera, y no envidiara,
    Y fuera alegre el tiempo que fue triste,
    Y gozara los gustos sin escotes.


    Gandalín, escudero de Amadís de Gaula, a Sancho Panza, escudero de don Quijote

    Salve, varón famoso, a quien Fortuna,
    Cuando en el trato escuderil te puso,
    Tan blanda y cuerdamente lo dispuso,
    Que lo pasaste sin desgracia alguna.

    Ya la azada o la hoz poco repugna
    Al andante ejercicio; ya está en uso
    La llaneza escudera, con que acuso
    Al soberbio que intenta hollar la luna.

    Envidio a tu jumento y a tu nombre,
    Y a tus alforjas igualmente envidio,
    Que mostraron tu cuerda providencia.

    Salve otra vez, ¡oh Sancho!, tan buen hombre,
    Que a solo tú nuestro español Ovidio,
    Con buzcorona te hace reverencia.


    Orlando Furioso a don Quijote de la Mancha

    Si no eres par, tampoco le has tenido:
    que par pudieras ser entre mil pares;
    ni puede haberle donde tú te hallares,
    invicto vencedor, jamás vencido.

    Orlando soy, Quijote, que, perdido
    por Angélica, vi remotos mares,
    ofreciendo a la Fama en sus altares
    aquel valor que respetó el olvido.

    No puedo ser tu igual; que este decoro
    se debe a tus proezas y a tu fama,
    puesto que, como yo, perdiste el seso.

    Mas serlo has mío, si al soberbio moro
    y cita fiero domas, que hoy nos llama,
    iguales en amor con mal suceso.


    El caballero del Febo a don Quijote de la Mancha

    A vuestra espada no igualó la mía,
    Febo español, curioso cortesano,
    ni a la alta gloria de valor mi mano,
    que rayo fue do nace y muere el día.

    Imperios desprecié; la monarquía
    que me ofreció el Oriente rojo en vano
    dejé, por ver el rostro soberano
    de Claridiana, aurora hermosa mía.

    Améla por milagro único y raro,
    y, ausente en su desgracia, el propio infierno
    temió mi brazo, que domó su rabia.

    Mas vos, godo Quijote, ilustre y claro,
    por Dulcinea sois al mundo eterno,
    y ella, por vos, famosa, honesta y sabia.


    De Solisdán a don Quijote de la Mancha

    Maguer,(1) señor Quijote, que sandeces
    vos(2) tengan el cerbelo(3) derrumbado,
    nunca seréis de alguno reprochado
    por home(4) de obras viles y soeces.

    Serán vuesas(5) fazañas(6) los joeces(7),
    pues tuertos(:icon_cool: desfaciendo(9) habéis andado,
    siendo vegadas(10) mil apaleado
    por follones(11) cautivos y raheces(12).

    Y si la vuesa linda Dulcinea
    desaguisado contra vos comete,
    ni a vuesas cuitas muestra buen talante,

    en tal desmán, vueso conorte(13) sea
    que Sancho Panza fue mal alcagüete(14),
    necio él, dura ella, y vos no amante.

    Este soneto está escrito en lenguaje arcaizante, a imitación del de los libros de caballerías de la época: (1) aunque (2) os (3) cerebro (4) hombre (5) vuestras (6) hazañas (7) jueces (:icon_cool: injusticias (9) deshaciendo (10) veces (11) maleantes (12) viles (13) consuelo (14) alcahuete.

    Diálogo entre Babieca y Rocinante

    B. ¿Cómo estáis, Rocinante, tan delgado?
    R. Porque nunca se come, y se trabaja.
    B. Pues, ¿qué es de la cebada y de la paja?
    R. No me deja mi amo ni un bocado.

    B. Andá, señor, que estáis muy mal criado,
    pues vuestra lengua de asno al amo ultraja.
    R. Asno se es de la cuna a la mortaja.
    ¿Queréislo ver? Miraldo enamorado.

    B. ¿Es necedad amar? R. No es gran prudencia.
    B. Metafísico estáis. R. Es que no como.
    B. Quejaos del escudero. R. No es bastante.

    ¿Cómo me he de quejar en mi dolencia,
    si el amo y escudero o mayordomo
    son tan rocines como Rocinante?

    Miguel de Cervantes Saavedra
    ========================================
     
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    Re: ... de poetas, cuentos y leyendas


    Ines del Alma mia
    Isabel Allende


    La trifulca atrajo la atención de otros españoles que
    pasaban por allí y vieron a sus compatriotas en grave
    peligro. En menos que demoro en contarlo, se armó una batalla
    campal frente al edificio. Media hora después los asaltantes
    se retiraron, dejando a varios desangrándose en la calle, y
    los oficiales pudieron atrancar las puertas del convento. La
    madre superiora pidió a las monjas de más carácter que
    recogieran a las que se habían desmayado y se colocaran a las
    órdenes de Francisco de Aguirre, quien se había ofrecido para
    organizar la defensa fortificando los muros.
    —Nadie está seguro en Roma. Por el momento los mercenarios
    se han retirado, pero sin duda regresarán, y entonces más
    vale que os encuentren preparadas —les advirtió Aguirre.
    —Conseguiré unos arcabuces y Francisco os enseñará a
    usarlos
    —decidió Valdivia, a quien no se le escapó el brillo
    picaresco en la mirada de su amigo al imaginarse solo con una
    veintena de virginales novicias y un puñado de monjas maduras
    pero agradecidas y aún apetecibles.
    Sesenta días más tarde terminó por fin el horroroso saqueo
    de Roma, que puso fin a una época —el papado renacentista en
    Italia— y quedaría para la Historia como una mancha infame en
    la vida de nuestro emperador Carlos V, aunque él se
    encontraba muy lejos de allí.
    Su santidad el Papa pudo abandonar su refugio en el
    castillo de Sant Angelo, pero fue arrestado y recibió el
    maltrato de los presos comunes, incluso le arrebataron el
    anillo pontificio y le dieron una patada en el trasero que lo
    lanzó de bruces en el suelo entre las carcajadas de los
    soldados.
    A Benvenuto Cellini se le podía acusar de muchos defectos,
    pero no era de los que olvidan devolver favores, por eso
    cuando la madre superiora del convento lo visitó para
    contarle cómo un joven oficial español había salvado a su
    congregación y se había quedado durante semanas en el
    edificio para defenderlas, quiso conocerlo. Horas después la
    monja acompañó a Francisco de Aguirre al palacio. Cellini lo
    recibió en uno de los salones del Vaticano, entre cascotes y
    muebles despanzurrados por los asaltantes. Los dos hombres
    intercambiaron cortesías muy breves.
    —Decidme, señor, ¿qué deseáis a cambio de vuestra valiente
    intervención? —preguntó a boca de jarro Cellini, quien no se
    andaba con rodeos.
    Rojo de ira, Aguirre se llevó instintivamente la mano a la
    empuñadura de la espada.
    —¡Me insultáis! —exclamó.
    La madre superiora se colocó entre ellos con el peso de su
    autoridad y los apartó con un gesto despectivo, no tenía
    tiempo para bravuconadas. Pertenecía a la familia del
    condotiero genovés Andrea Doria, era una mujer de fortuna y
    linaje, acostumbrada a mandar.
    —¡Basta! Os ruego que disculpéis esta ofensa involuntaria,
    don Francisco de Aguirre. Vivimos malos tiempos, ha corrido
    mucha sangre, se han cometido espantosos pecados, no es raro
    que hasta los correctos modales queden relegados a segundo
    término. El señor Cellini sabe que no defendisteis nuestro
    convento por interés de una recompensa, sino por rectitud de
    corazón. Lo último que desea el señor Cellini es injuriaros.
    Sería un privilegio para nosotros que aceptarais una muestra
    de aprecio y gratitud…
    La madre superiora hizo un gesto al escultor para que
    aguardara, luego tomó a Aguirre por una manga y lo arrastró
    al otro extremo del salón. Cellini los oyó cuchichear por
    largo tiempo. Cuando ya se terminaba su escasa paciencia, los
    dos regresaron y la madre superiora expuso la petición del
    joven oficial, mientras éste, con los ojos fijos en las
    puntas de sus botas, sudaba.
    Y así es como Benvenuto Cellini obtuvo autorización del
    papa Clemente VII, antes de que éste fuese conducido al
    destierro, para que Francisco de Aguirre se casara con su
    prima hermana. El joven vasco corrió alborozado donde su
    amigo Pedro de Valdivia para contarle lo ocurrido. Tenía los
    ojos húmedos y le temblaba su vozarrón de gigante, incrédulo
    ante semejante prodigio.
    —No sé si ésta es una buena noticia, Francisco. Tú
    coleccionas conquistas como nuestro sacro emperador
    colecciona relojes. No te imagino convertido en esposo —
    apuntó Valdivia.
    —¡Mi prima es la única mujer a la que he amado! Las otras
    son seres sin rostro, sólo existen por un momento para
    satisfacer el apetito que el Diablo puso en mí.
    —El Diablo pone en nosotros muchos y muy variados apetitos,
    pero Dios nos da claridad moral para controlarlos. Eso nos
    diferencia de los animales.
    —Has sido soldado por muchos años, Pedro, y todavía crees
    que nos diferenciamos de los animales… —se burló Aguirre.
    —Sin duda. El destino del hombre es elevarse por encima de la bestialidad, conducir
    su vida según los más nobles ideales y salvar su alma.
    —Me asustas, Pedro, hablas como un fraile. Si no conociera
    tu hombría como la conozco, pensaría que careces del instinto
    primordial que anima a los machos.
    —No carezco de ese instinto, te lo aseguro, pero no permito
    que determine mi conducta.
    —No soy tan noble como tú, pero me redime el amor casto y
    puro que siento por mi prima.
    —Menudo problema se te presenta ahora que vas a casarte con
    esa joven idealizada. ¿Cómo reconciliarás ese amor con tus
    hábitos rijosos? —sonrió Valdivia, socarrón.
    — N o h a b r á p r o b l e m a , P e d r o . B a j a r é a m i p r i m a
    a b e s o s d e s u a l t a r d e s a n t a y l a a m a r é c o n
    i n m e n s a p a s i ó n — r e p l i c ó A g u i r r e , m u e r t o d e
    r i s a .
    —¿Y la fidelidad?
    —Mi prima se encargará de que no falte en nuestro
    matrimonio, pero yo no puedo renunciar a las mujeres, tal
    como no puedo renunciar al vino ni a la espada.
    Francisco de Aguirre viajó deprisa a España a casarse antes de que el indeciso
    pontífice cambiara de parecer. Seguramente reconcilió el sentimiento platónico por su
    prima con su indomable sensualidad y ella respondió sin asomo de timidez, porque el
    ardor de estos esposos llegó a ser legendario. Dicen que los vecinos se juntaban en la
    calle, frente a la casa de los Aguirre, para deleitarse con el escándalo y cruzar
    apuestas sobre el número de asaltos amorosos que habría esa noche.
    Al cabo de mucha guerra, sangre, pólvora y lodo, Pedro de
    Valdivia regresó también a su tierra natal, precedido por la
    fama de sus campañas militares, con bien ganada experiencia y
    una bolsa de oro que pensaba destinar a poner en pie su
    empobrecido patrimonio. Marina lo aguardaba transformada en
    mujer. Atrás habían quedado sus mohínes de niña mimada;
    contaba diecisiete años, y su belleza, etérea y serena,
    invitaba a contemplarla como a una obra de arte. Tenía un
    aire distante de sonámbula, como si presintiera que su vida
    iba a ser una eterna espera. En la primera noche que pasaron
    juntos, ambos repitieron, como autómatas, los mismos gestos y
    silencios de antes. En la oscuridad de la habitación se
    unieron los cuerpos sin alegría; él temía asustarla y ella
    temía pecar; él deseaba enamorarla y ella deseaba que
    amaneciera pronto. Durante el día, cada uno asumía el papel
    que tenía asignado, convivían en el mismo espacio sin
    rozarse. Marina acogió a su marido con un cariño ansioso y
    solícito que a él, lejos de halagarle, le molestaba. No
    necesitaba tantas atenciones, sino algo de pasión, pero no se
    atrevía a pedirla, porque suponía que la pasión no era propia
    de una mujer decente y religiosa, como ella. Se sentía
    vigilado por Marina, preso en los lazos invisibles de un sentimiento que
    no sabía corresponder. Le disgustaban la mirada suplicante con
    que ella lo seguía por la casa, su muda tristeza al
    despedirlo, su expresión de velado reproche al recibirlo
    después de una breve ausencia. Marina
    le parecía intocable, sólo cabía deleitarse observándola a
    cierta distancia, mientras ella bordaba, absorta en sus
    pensamientos y oraciones, iluminada como una santa de
    catedral por la luz dorada de la ventana. Para Pedro, los
    encuentros tras los pesados y polvorientos cortinajes del
    lecho conyugal, que había servido a tres generaciones de los
    Valdivia, perdieron su atracción, porque ella se negó a
    reemplazar la camisa con el ojal en forma de cruz por una
    prenda menos intimidatoria. Pedro le sugirió que consultara
    con otras mujeres, pero Marina no podía hablar de ese asunto
    con nadie. Después de cada abrazo permanecía horas rezando
    arrodillada en el suelo de piedra de esa casona barrida por
    corrientes de aire, inmóvil, humillada por no ser capaz de
    satisfacer a su marido. Secretamente, sin embargo, se
    complacía en ese sufrimiento que la distinguía de las mujeres
    ordinarias y la acercaba a la santidad. Pedro le había
    explicado que no hay pecado de lascivia entre esposos, ya que
    el propósito de la copulación son los hijos, pero Marina no
    podía evitar helarse hasta la médula cuando él la tocaba. No
    en vano su confesor le había machacado a fondo el temor al
    infierno y la vergüenza del cuerpo. Desde que Pedro la
    conocía, sólo había visto la cara, las manos y a veces los
    pies de su mujer. Tentado estaba de arrancarle a tirones el
    maldito camisón, pero le frenaba el terror que reflejaban las
    pupilas de ella cuando se le acercaba, terror que contrastaba
    con la ternura de su mirada durante el día, cuando ambos
    estaban vestidos. Marina no tenía iniciativa en el amor ni en
    ningún otro aspecto de la vida en común, tampoco cambiaba de
    expresión o de ánimo, era una oveja quieta. Tanta sumisión
    irritaba a Pedro, a pesar de que la consideraba una
    característica femenina. No comprendía sus propios
    sentimientos. Al desposarla, cuando ella era todavía una
    niña, quiso retenerla en el estado de inocencia y pureza que
    lo sedujo al principio, pero ahora sólo deseaba que ella se
    rebelara y lo desafiara.
     
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    Re: ... de poetas, cuentos y leyendas

    TÓMATE TIEMPO

    Tómate tiempo para pensar, es la fuente de poder.
    Tómate tiempo para rezar, es el mayor poder de la tierra.
    Tómate tiempo para reír, es la música del alma.
    Tómate tiempo para jugar, es el secreto de la perpetua juventud.
    Tómate tiempo para amar y ser amado, es el privilegio que nos da Dios.
    Tómate tiempo para dar, el día es demasiado corto para ser egoísta.
    Tómate tiempo para leer, es la fuente de la sabiduría.
    Tómate tiempo para trabajar, es el precio del éxito.
    Tómate tiempo para hacer caridad, es la llave del Cielo.

    Madre Teresa de Calcuta
     
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    clause Claudia

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    AMISTAD

    —Mi amigo no ha regresado del campo de batalla, señor.
    Solicito permiso para ir a buscarlo —dijo un soldado a su teniente.

    —¡Permiso denegado! —replicó el oficial—. No quiero que arriesgue usted su vida por un hombre que probablemente ha muerto.

    El soldado, haciendo caso omiso de la prohibición, salió, y una hora más tarde regresó mortalmente herido, transportando el cadáver de su amigo.

    El oficial estaba furioso:
    —¡Ya le dije yo que había muerto! ¡Ahora he perdido a dos hombres!
    Dígame, ¿merecía la pena ir allá para traer un cadáver?

    Y el soldado, moribundo, respondió: —¡Claro que sí, señor!
    Cuando lo encontré, todavía estaba vivo y pudo decirme:

    Juan… ¡estaba seguro de que vendrías!

    Anthony de Mello
     
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    clause Claudia

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    El soñador

    Le aserraron el cráneo;
    le estrujaron los sesos,
    y el corazón ya frío
    le arrancaron del pecho.
    Todo lo examinaron
    los oficiales médicos
    mas no hallaron la causa
    de la muerte de Pedro;
    de aquel soñador pálido
    que escribió tantos versos,
    como el espacio azules
    y como el mar acerbos.
    ¡Oíd! Cuando yo muera,
    cuando sucumba, ¡oh, médicos!
    ni me aserréis el cráneo
    ni me estrujéis los sesos,
    ni el corazón ya frío
    me arrebatéis del pecho,
    que jamás hasta el alma,
    llegó vuestro escalpelo.
    Y mi mal es el mismo,
    es el mismo de Pedro;
    de aquel soñador pálido
    que escribió tantos versos,
    y como el espacio azules
    y como el mar acerbos.

    Pedro Bonifacio Palacios
     
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    Ines del Alma mìa
    Isabel Allende

    Valdivia había llegado al grado de capitán con gran rapidez
    debido a su excepcional valor y su capacidad de mando, pero a
    pesar de su brillante carrera no estaba orgulloso de su
    pasado. Después del saqueo de Roma lo atormentaban
    recurrentes pesadillas en las que aparecía una joven madre,
    abrazada a sus hijos, dispuesta a saltar de un puente a un
    río de sangre. Conocía los límites de la abyección humana y
    el fondo oscuro del alma, sabía que los hombres expuestos a
    la brutalidad de la guerra son capaces de cometer acciones
    terribles y él no se sentía diferente a los demás. Se
    confesaba, por supuesto, y el sacerdote lo absolvía siempre
    con una penitencia mínima, porque las faltas cometidas en
    nombre de España y la Iglesia no podían considerarse pecados.
    ¿Acaso no obedecía órdenes de sus superiores? ¿Acaso el
    enemigo no merecía una suerte vil? Ego te absolvo ab omnibus
    censuris et peccatis, in nomine Patri, et Filii, et Spiritus
    Sancti, Amen. Para quien ha probado la exaltación de matar no
    hay escapatoria ni absolución, pensaba Pedro. Le había tomado
    gusto a la violencia, ése era el secreto vicio de todo
    soldado, de otro modo no sería posible hacer la guerra. La
    ruda camaradería de las barracas, el coro de rugidos
    viscerales con que los hombres se lanzaban juntos a la
    batalla, la común indiferencia ante el dolor y el miedo, le
    hacían sentirse vivo. Ese placer feroz al traspasar un cuerpo
    con la espada, ese satánico poder al cercenar la vida de otro
    hombre, esa fascinación ante la sangre derramada, eran
    adicciones muy poderosas. Se empieza matando por deber y se
    termina haciéndolo por ensañamiento. Nada podía compararse a
    eso. Aun en él, que temía a Dios y se preciaba de ser capaz
    de controlar sus pasiones, el instinto de matar, una vez
    suelto, era más fuerte que el de vivir. Comer, fornicar y
    matar, a eso se reducía el hombre, según su amigo Francisco
    de Aguirre. La única salvación para su alma era evitar la
    tentación de la espada. De rodillas ante el altar mayor de la
    catedral juró dedicar el resto de su existencia a hacer el
    bien, servir a la Iglesia y a España, no cometer excesos y
    regir su vida por severos principios morales. Había estado a
    punto de morir en varias ocasiones y Dios le había permitido
    conservar la vida para expiar sus culpas. Colgó su espada
    toledana junto a la antigua espada de su antepasado y se
    dispuso a sentar cabeza.
    El capitán se convirtió en un apacible vecino preocupado
    por asuntos plebeyos, el ganado y las cosechas, las sequías y
    las heladas, los contubernios y envidias del pueblo.
    Lecturas, juegos de cartas, misas y más misas. Como era
    estudioso de la ley escrita y el derecho, la gente le
    consultaba sobre asuntos legales y hasta las autoridades
    judiciales se inclinaban ante su consejo. Su mayor deleite
    eran los libros, en especial las crónicas de viajes y los
    mapas, que estudiaba al detalle. Había aprendido de memoria
    el poema del Cid Campeador, se había deleitado con las
    crónicas fantásticas de Solino y los viajes imaginarios de
    John Mandeville, pero la lectura que realmente prefería eran
    las noticias del Nuevo Mundo que se publicaban en España. Las
    proezas de Cristóbal Colón, Fernando de Magallanes, Américo
    Vespucio, Hernán Cortés y tantos otros lo dejaban sin dormir
    por las noches; con la vista clavada en el baldaquín de
    brocado de su cama, soñaba despierto con descubrir apartados
    rincones del planeta, conquistarlos, fundar ciudades, llevar
    la Cruz a tierras bárbaras para gloria de Dios, grabar el
    propio nombre a fuego y acero en la Historia. Entretanto su
    esposa bordaba casullas con hilos de oro y rezaba un rosario
    tras otro en
    inacabable letanía. A pesar de que Pedro se aventuraba varias
    veces por semana a través de la humillante apertura del
    camisón de Marina, los hijos tan deseados no llegaron. Así
    pasaron años tediosos y lentos, en el sopor del ardiente
    verano y el recogimiento del invierno. Dureza extremada,
    Extremadura.
    Varios años más tarde, cuando Pedro de Valdivia ya se había
    resignado a envejecer sin gloria junto a su mujer en la
    silenciosa casa
    de Castuera, llegó de visita un viajero de paso que llevaba una carta de
    Francisco de Aguirre. Su nombre era Jerónimo de Alderete y
    era oriundo de Olmedo. Tenía rostro agradable, una mata de
    pelo rizado color miel, bigote turco con las puntas engomadas
    hacia arriba y los ojos incandescentes de un soñador.
    Valdivia lo recibió con la hospitalidad obligada del buen
    español, ofreciéndole su casa, que carecía de lujos pero
    resultaba más cómoda y segura que las posadas. Era invierno y
    Marina había ordenado encender fuego en el hogar de la sala
    principal, pero los leños no disipaban las corrientes de aire
    ni las sombras. En esa espartana habitación, casi desprovista
    de muebles y adornos, transcurría la vida de la pareja; allí
    él leía y ella se afanaba con la aguja, allí comían y allí,
    en los dos reclinatorios enfrentados al altar adosado a la
    pared, ambos rezaban. Marina sirvió a los hombres un vino
    áspero, hecho en casa, salchichón, queso y pan, luego se
    retiró a su rincón a bordar a la luz de un candelabro,
    mientras ellos hablaban.
    Jerónimo de Alderete tenía la misión de reclutar
    hombres para llevarlos a las Indias, y para tentarlos
    exhibía en tabernas y plazas un collar de gruesas
    cuentas de oro labrado y unidas con un firme hilo de
    plata. La carta enviada por Francisco de Aguirre a su
    amigo Pedro trataba sobre el Nuevo Mundo. Exultante,
    Alderete le habló a su anfitrión de las fabulosas
    posibilidades de ese continente, que andaban de boca
    en boca. Dijo que ya no había lugar para nobles
    hazañas en Europa, corrupta, envejecida, desgarrada
    por conspiraciones políticas, intrigas cortesanas y
    prédicas de herejes, como los luteranos, que dividían
    a la cristiandad. El futuro estaba al otro lado del
    océano, aseguró. Había mucho por hacer en las Indias
    o América, nombre que dio a esas tierras un
    cartógrafo alemán en honor a Américo Vespucio, un
    jactancioso navegante florentino que no tuvo el
    mérito de descubrirlas, como Cristóbal Colón. Según
    Alderete, debieron haberlas nombrado Cristóbalas o
    Colónicas. En fin, ya estaba hecho y no era ése el
    punto, añadió. Lo que más se necesitaba en el Nuevo
    Mundo eran hidalgos de corazón indómito, con la
    espada en una mano y la cruz en la otra, dispuestos a
    descubrir y conquistar. Era imposible imaginar la
    vastedad de esos lugares, el verde infinito de sus
    selvas, la abundancia de sus ríos cristalinos, la
    profundidad de sus lagos de aguas mansas, la
    opulencia de las minas de oro y plata. Soñar no tanto
    con tesoros como con la gloria, vivir una vida plena,
    combatir a los salvajes, cumplir un destino superior
    y, con el favor de Dios, fundar una dinastía. Eso y
    más era posible en las nuevas fronteras del imperio,
    dijo, donde había aves de plumaje enjoyado y mujeres
    de color miel, desnudas y complacientes. «Perdonadme,
    doña Marina, es una forma de hablar…», añadió. No
    alcanzaban las palabras del idioma castellano para
    describir la abundancia de lo que allí se daba:
    perlas como huevos de codorniz, oro caído de los
    árboles y tanta tierra e indios disponibles, que
    cualquier soldado podía convertirse en amo de una
    hacienda del tamaño de una provincia española. Lo más
    importante, aseguró, era que numerosos pueblos
    aguardaban la palabra del Dios Único y Verdadero y
    las bondades de la noble civilización castellana.
    Agregó que Francisco de Aguirre, el amigo común,
    también deseaba embarcarse, y era tanta su sed de
    aventura, que estaba dispuesto a dejar a su amada
    esposa y a los cinco hijos que ésta le había dado en
    esos años.
     
  10. clause

    clause Claudia

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    Re: ... de poetas, cuentos y leyendas

    Vera Violeta

    En pos de su nivel se lanza el río
    por el gran desnivel de los breñales;
    el aire es vendaval, y hay vendavales
    por la ley del no fin, del no vacio;

    la más hermosa espiga del estío
    ni sueña con el pan en los trigales;
    el más dulce panal de los panales
    no declaró jamás: yo no soy mío;

    y el sol, el padre sol, es raudo foco
    que fomenta la vida en la Natura,
    por calentar los polos no se apura,
    ni se desvía un ápice tampoco:

    Todo lo alcanzarás solemne loco...
    ¡siempre que lo permita tu estatura!


    Pedro Bonifacio Palacios
     
  11. clause

    clause Claudia

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    Re: ... de poetas, cuentos y leyendas

    ATLAS DEL INFIERNO
    Alejandro Dolina
    Enzo Lucione, el predicador, creía que la intimidación era el mejor recurso para que los pecadores se arrepintieran. Durante toda su vida había recorrido el barrio de Flores, casa por casa, anunciando que se venía el fin del mundo, que el Juicio Final nos iba a agarrar a todos inconfesos y que el Diablo se estaba frotando las manos.
    Era un hombre brutal. Resuelto a defender la causa del bien, lo hacía sin misericordia. Muchas veces, agotados sus escasos argumentos, procedía a la conversión de impíos con una pistola ballester-Molina que - según Lucione - era más eficaz que la Biblia.
    Lo habían echado del Ejército de Salvación, de los Testigos de Jehová y de los mormones. Junto a un grupo de amigos aficionados al tango fundó la secta Los Esparos del Ñorse. Todos los sábados recorrían las milongas y mientras bailaban les murmuraban amenazas bíblicas a las muchachas, tratando de redimirlas, o en todo caso, de seducirlas.
    Lucione carecía de todo encanto. Su lenguaje era muy limitado y sus conocimientos casi nulos. Aconsejado por un chofer de camionetas, resolvió reemplazar sus discursos de compadrito por un folleto explicativo, cuya redacción encargó al bibliotecario Vicente Peluffo.
    Peluffo, que era ateo, tardó seis años en terminar el trabajo. En realidad, lo que hizo fue un brevísimo atlas del Infierno, prolijo, austero, despojado de toda grandilocuencia. Lucione protestó alegando que las calles que él recorría eran tan horribles que se necesitaba un Infierno muy riguroso para que los vecinos no lo sintieran como una mejora. Peluffo prometió corregirlo, pero nunca lo hizo.
    Transcribimos su texto completo.
    Descripción del infierno
    1) Ubicación
    Las opiniones son muchísimas. Los romanos los situaban bajo el Polo Norte. Gregorio Magno hablaba de un volcán de las islas Lípari. Otros han señalado el Etna, o el centro de la Tierra, o las Antípodas, o el Sol, o el valle de Josafat.
    En el Huon de Bordeaux se dice que el infierno es una isla llamada Moysant. Hugo de Auvernia jura que encontró la puerta del infierno en el lejano Oriente. Acerca de las puertas, se conocen varias: el pozo de San Patricio, en una de las islas del lago Derg, en Irlanda; el fondo de un lago cerca de Pozzuoli; la que se llama Averno, ubicada en el camino del cabo Tenaro, que fue la que utilizó Heracles para raptar a Cerbero; en la vecindad de Heraclea del Ponto, en Trecén; debajo de Jerusalém; en la boca de los volcanes; en ceram, una de las islas Molucas. La principal de las entradas tiene nueve puertas: tres de bronce, tres de acero y tres de diamante.
    En general se coincide en que el Infierno está bajo la corteza de la Tierra. Los sabios de la Antigüedad creían que bajo los ínfimos sótanos estaban las raíces del Árbol de la vida y del Árbol del Conocimiento, cuyas ramas superiores rozan el Trono del Señor.
    Los griegos decían que bajo el infierno había otra instalación aún más profunda: el Tártaro. La distancia entre la Tierra y el Infierno era la misma que entre el Infierno y el Tártaro. Esta distancia fue precisada en distintas ocasiones y era exactamente la longitud recorrida en caída libre por cualquier cuerpo al cabo de nueve días. Sin embargo, la palabra egea tar se relaciona siempre con la idea de occidentalidad, así como salma indica la orientalidad. De este modo tar-tar significaría "muy, muy al oeste".
    2) Extensión
    El propio Satanás midió una vez el Infierno, por orden de Cristo, y calculó que desde la puerta hasta el fondo había 100.000 millas. Resulta extraño que un establecimiento situado en el interior de la Tierra sea mucho más largo que el diámetro de ésta. Otra cuestión aparece: si el Infierno es eterno, la Tierra también debe serlo.
    Pero hay dictámenes en disidencia: Milton no ubica al Infierno en el centro de la Tierra sino a una distancia tres veces mayor que la que nos separa del planeta más lejano (unos 990.000.000 de leguas); el jesuita Cornelio Lapide calcula unos 200 nudos.
    El ruso Salzman, que es jugador de dados, conjeturó que un lugar destinado a desagradar debía ser ante todo chico. Los réprobos debían estar amontonados unos sobre otros, sin privacidad, porque la privacidad es también libertad. Salzman sostenía que así como en el cielo (o en el amor) el deleite está dado por quien nos acompaña, en el infierno el principal tormento consiste en la vecindad de personas poco recomendables.
    3) Centros urbanos
    Emmanuel Swedenborg, que recorrió prolijamente el cielo y el infierno, declara que las ciudades terrestres tienen su doble en las alturas y su triple en el abismo. Existe una Londres celeste y una Montevideo infernal, para deleite de los bienaventurados ingleses y para tormento de los réprobos uruguayos. En todo caso Swedenborg juraba que la vida de ultratumba no era una condena ni una recompensa, sino una elección. Los malvados elegían el infierno. O mejor dicho, el lugar que elegían los malvados se convertía por esa misma razón en el infierno.
    Dante representa la ciudad de Dite, rodeada de fosos hediondos, torres de fuego y murallas de hierro. San Buenaventura cree que el Infierno es enteramente urbano. Sin embargo, innumerables cronistas consignan la existencia del continente helado, al este del Orco. Allí viven las arpías, las hidras, las gorgonas y las quimeras. Es una región de tempestades perpetuas, de huracanes y de granizo.
    La capital del infierno es Pandemonium, que más que una ciudad es el castillo y cuartel privado del Diablo. Esta construcción puede considerarse una criatura, pues responde a las órdenes de Satán. Con sólo decir una palabra aparecen o desaparecen habitaciones, se abren o cierran puertas, etc. El Pandemonium manifiesta el mayor de los lujos, pero también el más tremendo horror. Desde sus torres más altas es posible ver todo el Infierno.
    Además de las habitaciones del Príncipe del Mal, están los aposentos de los demonios principales: Asmodeo, Abadón, Mamón, Belial, Leviatán, Mefistófeles, Belcebú, Astaroth. Se trata de antiguos Serafines y Querubines, que después de la Caída se convirtieron en ministros y alcahuetes de Satán.
    A pesar de los esfuerzos que se hacen por conservarlo, el Pandemonium muestra un aspecto bastante ruinoso. Esto sucede en todas las construcciones del Infierno.
    Otros hablan de la Babilonia infernal, perpetuamente incendiada, recorrida por aguas turbias y cubiertas por un cielo de hielo y bronce. Los vientos son helados y abrasadores. Las plantas son siempre venenosas y los animales son monstruosos cuya razón de existir es atormentar a los condenados.
    4) Hidrografía
    Hagamos mención de los principales ríos:
    * Cosito: también es llamado Río de los Lamentos, a causa de los lastimeros sonidos que en sus orillas resuenan. Su corriente es muy fría y se dice que sus aguas no son otra cosa que las lágrimas de los condenados. Se une con el Flegeronte, que es el río de las llamas, en una gran cascada de la que nace el Aqueronte.
    * Aqueronte: es el río que atraviesan las almas para llegar al reino de los muertos. Es un río lento, negro y profundo, de aguas amargas y orillas imprecisas, cubiertas de cañaverales. Los romanos lo situaban en las cercanías del Polo Sur. El barquero Caronte se ocupa de cruzar a las almas hasta la orilla opuesta del río. Se trata de un viejo horripilante que conduce la barca, pero no rema. En verdad, obliga a las mismas a hacerlo. Por cada viaje cobra un óbolo y es por eso que los antiguos sepultaban a los puertos con una moneda en la boca. Cuando Heracles visitó los infiernos, le dio una soberana paliza y lo obligó a pasearlo.
    * Leteo: es el río del que bebían los muertos para olvidar su vida terrestre. Se le llama también Fuente del Olvido. Algunos dicen que el famoso licor que limpia los ayeres no es otra cosa que agua del Leteo. Su curso es silencioso y apacible, aunque lleno de caprichosas sinuosidades. Los condenados procuran inútilmente mojarse con una gota de estas aguas para perder en dulce olvido el sentimiento de todos sus males. Pero jamás lo logran. La mismísima Medusa custodia esta corriente.
    * Estigia: sus aguas tienen propiedades mágicas. Es el río en el que Tetis sumergió a su hijo Aquiles para hacerlo invulnerable. Los dioses los usaban para comprometerse por juramento. El procedimiento usual era el siguiente: Zeus enviaba a Iris a llenar una jarra, ante la cual se juraba. Si el dios cometía perjurio le esperaba un castigo horroroso. Permanecía un año sin respiración. Tampoco podía comer ni beber. Finalizado ese año, quedaba durante otros nueve al margen de los dioses, sin participar de sus reuniones y festines.
    El río Estigia tiene origen en una fuente de la Arcadia, cerca de Nonacris, que tal vez quiere decir "nueve precipicios". Sir James Frazer visitó el lugar en 1895 y explicó la descripción de Hesíodo, que habla de pilares de plata, observando que durante el invierno enormes carámbanos cuelgan sobre los desfiladeros.
    La fuente brota de una roca y luego se pierde bajo la tierra. Sus aguas son venenosas, quiebran el hierro y los metales y no es posible llenar con ella ninguna vasija o recipiente sin que se rompa. Sólo los cascos de los caballos la resisten.
    Suele contarse que Alejandro de Macedonia murió envenenado por esa agua. Sin embargo, Frazer declaró que un análisis químico había revelado la ausencia de sustancias venenosas.
    5) Población
    La raza diabólica es muy numerosa. Algunos calculan que llegan a sumar 10.000 billones.
    En 1273, el cardenal de Tusculum recibió una revelación divina, conforme a la cual los demonios serían 133.306.668. La tradición hebrea hablaba de una cantidad menor: apenas 200, según el libro de Enoc.
    Además de los demonios viven en el Infierno numerosos monstruos adjuntos que ayudan en las torturas y - por supuesto - los condenados. El número de estos último se obtiene calculando la cantidad de personas que han muerto desde Adán y restando a la cifra obtenida la suma de los que han ido al Cielo y al Purgatorio.
    6) Decadencia del Infierno
    El poder del Diablo es limitado. No puede estar presente mucho tiempo en un lugar. Aparenta belleza, pero siempre alguna parte de su cuerpo presenta alguna deformación. Lo quema el agua bendita. Lo sigue siempre una estela de olor inmundo. Pero tal vez la peor de sus limitaciones sea la imposibilidad de ordenar y mantener una estructura tan enorme y compleja como el Infierno.
    Todos están demasiado viejos. Los ministros se han vuelto perezosos. Los demonios activos se cansaron ya. Las tentaciones tienden a la ineficacia. Los pactos diabólicos son cada vez más escasos. Los hombres se condenan solos, por mera estupidez o malevolencia, sin que haga falta la intervención demoníaca. Una vez muertos, tampoco es necesario ocuparse de atormentarlos, pues ellos mismo cumplen esta tarea con insólita eficacia. De este modo, el Infierno está lleno de legiones ociosas que vagan entre las llamas sin saber qué hacer.
    7) Ventajas del Infierno
    Sin caer en el consuelo insolvente, hay que decir que el condenado puede hallar alivio a sus dolores merced al poder de adaptación que es proverbial en la raza humana. Al cabo de mil años ardiendo, uno empieza a acostumbrarse. Es esencial en un gran dolor su carácter sorpresivo.
    En otro orden de cosas, quien se halla en el abismo no puede ser amenazado, ya que la amenaza consiste en prometer un mal. El mismo razonamiento nos hace advertir que en el Infierno nadie tiene miedo. Y una cosa más: toda noticia es buena.
    :icon_cool: Caprichos jurídicos
    Conviene que los espíritus leguleyos anoten estas normas extravagantes.
    Es posible salir del Infierno, salvo que uno haya cometido algo en él. Después del primer bocado, las puertas se cierran para siempre.
    Los tormento son perpetuos e incesantes, pero Dios concede recreos. Tal vez el Día de Navidad.
    Una leyenda de finales del siglo IV relata la visita de San pablo y el arcángel Miguel al reino de la perdición. Al ver el sufrimiento de los pecadores rogaron a Dios misericordia. Jesús se presentó en persona en el Infierno y concedió a todas las almas la gracia de no sufrir tormento alguno desde la hora nona del sábado hasta la prima del lunes.
    San Pedro Damián cuenta que cerca de Pozzuoli hay unas aguas pestíferas desde donde surgen unos pájaros espantosos que sólo son visibles desde la noche del sábado a la mañana del lunes. Jamás se alimentan. No es posible cazarlos. Algunos creen que son almas de condenados que disfrutan del consuelo concedido por Cristo.
    Sin embargo, los ruegos de los santos no deben ser muy frecuentes: suele afirmarse que los huéspedes del Paraíso hallan deleite en contemplar el sufrimiento de las almas en el Averno. Cualquier puede imaginar la escena: una morralla de papanatas celestiales asomada al abismo, burlándose con gritos chuscos, arrojando porquerías y escupiendo. Abajo, ente las llamas, los condenados alzan puños como brasas, mientras gritan:
    - ¡Hijos de puta!
    Dios mismo pone fin a la vergonzosa escena, echando a patadas a la patota de santurrones.
    El hombre moderno, ansioso de mediciones exactas, desea saber qué posibilidades tiene de salvarse. Julián Loriot, célebre orador del siglo XVII, elaboró estadísticas consultando a un resucitado: de cada sesenta mil muertos uno va al Paraíso, trea al purgatorio y 59.996 almas marchan al Infierno. Juan Crisóstomo calculaba que no había más de cien elegidos en toda la población de Constantinopla. Un eremita se le apareció a San Bernardo en su lecho de muerte y le aseguró que de los treinta mil muerto de aquel día se salvarían sólo dos.
    En cuanto al Juicio Final, debe recordarse que tendrá lugar en el valle de Josafat, no lejos de Jerusalén, y después de la resurrección, que habrá puesto a los condenados en posición de sus hediondos y deformados cuerpos. Cristo dictará la sentencia en lengua siríaca.
    En 1274, el Concilio de Lyón fundó el purgatorio. Allí van los que no son malos del todo y pueden beneficiarse con las oraciones y actos piadosos de los vivos.
    Enzo Lucione repartió entre los vecinos el folleto creado por Peluffo pensando que una amenaza impresa es más eficaz que una verbal. Sin embargo, la gente siguió pecando.
    Los vigilantes, que saben de amenazas, enseñaban que el mal prometido debe parecer inminente. No importa tanto la aspereza de una castigo como la certeza y proximidad de su ejecución. Los delincuentes menos dotados sometidos a interrogatorio suelen confesar sus crímenes sólo para terminar con las presiones y los cachetazos. No calculan que el precio de ese alivio será una terrible condena. Las mentes pobres no reaccionan sino ante peligros inmediatos. El Infierno es lejano y acaso inexistente.
    Agotados los folletos, Lucione abandonó su misión de salvar almas y se perdió en el olvido.
     
  12. clause

    clause Claudia

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    Inés del Alma Mía
    Isabel Allende


    —¿Creéis que aún hay oportunidades para hombres como
    nosotros en la Terra Nova? —preguntó Valdivia—. Han
    transcurrido cuarenta y tres años desde el arribo de Colón y
    veintiséis desde que Cortés conquistó México…
    —Y veintiséis también desde que Fernando de Magallanes
    inició su viaje alrededor del mundo. Como veis, la Tierra
    está en expansión, las oportunidades son infinitas. No sólo
    el Nuevo Mundo está abierto a la exploración, también África,
    India, las islas Filipinas y mucho más —insistió el joven
    Alderete.
    Le repitió lo que ya se comentaba en cada rincón de España:
    la conquista del Perú y su fastuoso tesoro. Unos años antes,
    dos soldados desconocidos, Francisco Pizarro y Diego de
    Almagro, se asociaron en la empresa de llegar hasta el Perú.
    Desafiando homéricos peligros
    en mar y tierra realizaron dos viajes: partieron de Panamá en sus naves
    y avanzaron por la despedazada costa del Pacífico a tientas, sin
    mapas, rumbo al sur, siempre el sur. Se guiaban por los
    rumores oídos a los indios de diversas tribus sobre un lugar
    donde los utensilios de cocina y labranza tenían esmeraldas
    incrustadas, por los arroyos fluía plata líquida, y las hojas
    de los árboles y los escarabajos eran de oro vivo. Como no
    sabían con precisión adónde iban, debían detenerse y bajar a
    tierra para explorar esas regiones, nunca antes pisadas por
    planta
    europea. En el camino murieron muchos castellanos y otros
    sobrevivieron alimentándose de culebras y sabandijas. En el
    tercer viaje, en el que no participó Diego de Almagro porque
    estaba reclutando soldados y consiguiendo financiamiento para
    otra nave, Pizarro y sus hombres alcanzaron por fin el
    territorio de los incas. Sonámbulos de fatiga y sudor,
    extraviados de mar y cielo, los españoles descendieron de sus
    maltrechas embarcaciones en una tierra benigna de valles
    fértiles y majestuosas montañas, muy distinta a las junglas
    envenenadas del norte. Eran sesenta y dos zaparrastrosos
    caballeros y ciento seis exhaustos soldados de a pie. Echaron
    a andar con cautela en sus pesadas armaduras, llevando una
    cruz delante, los arcabuces cargados y las espadas desnudas.
    Les salieron al encuentro gentes color madera, vestidas con
    finas telas de colores, que hablaban una lengua de vocales
    dulces y se mostraban asustadas porque nunca habían visto
    nada como esos seres barbudos, mitad bestia y mitad hombre.
    La sorpresa debió de ser similar por ambas partes, ya que los
    navegantes no esperaban hallar una civilización como aquélla.
    Quedaron perplejos ante las obras de arquitectura e
    ingeniería, los tejidos y las joyas. El inca Atahualpa,
    soberano de aquel imperio, se encontraba entonces en unas
    termas de aguas curativas, donde acampaba con un lujo
    comparable al de Solimán el Magnífico, en compañía de miles
    de cortesanos. Has-ta allí llegó uno de los capitanes de
    Pizarro para invitarlo a conferenciar. El Inca lo recibió con
    su fastuoso séquito en una tienda blanca, rodeado de flores y
    árboles frutales, plantados en maceteros de metales
    preciosos, y entre piscinas de agua caliente, donde jugaban
    centenares de princesas y nubes de niños. Estaba oculto por
    una cortina, porque nadie podía mirarlo a la cara, pero la
    curiosidad pudo más que el protocolo y Atahualpa hizo quitar
    la cortina para observar de cerca al extranjero barbudo. El
    capitán se encontró frente a un monarca aún joven y de
    agradables facciones, sentado en un trono de oro macizo, bajo
    un baldaquín de plumas de papagayo. A pesar de las extrañas
    circunstancias, una chispa de simpatía mutua surgió entre el
    soldado español y el noble quechua. Atahualpa ofreció al
    pequeño grupo de visitantes un banquete en vajillas de oro y
    plata con incrustaciones de amatistas y esmeraldas. El
    capitán transmitió al Inca la invitación
    de Pizarro, pero se sentía acongojado porque sabía que era
    una trampa para hacerlo prisionero, de acuerdo con la
    estrategia habitual de los conquistadores en esos casos. Le
    bastaron pocas horas para aprender a respetar a esos
    indígenas; nada tenían de salvajes, al contrario, eran más
    civilizados que muchos pueblos de Europa. Comprobó, admirado,
    que los incas tenían conocimientos avanzados de astronomía y
    habían elaborado un calendario solar; además, llevaban el
    censo de los millones de habitantes de su extenso imperio,
    que controlaban con impecable organización social y militar.
    Sin embargo, carecían de escritura, sus armas eran
    primitivas, no usaban la rueda ni tenían animales de carga o
    de montar, sólo unas delicadas ovejas de patas largas y ojos
    de novia, las llamas. Adoraban al Sol, que sólo exigía
    sacrificios humanos en ocasiones trágicas, como una
    enfermedad del Inca o reveses en la guerra, entonces era
    necesario aplacarlo con ofrendas de vírgenes o niños.
    Engañados por falsas promesas de amistad, el Inca y su
    extensa corte llegaron sin armas a la ciudad de Cajamarca,
    donde Pizarro había preparado una encerrona. El soberano
    viajaba en un palanquín de oro llevado en andas por sus
    ministros; le seguía su serrallo de hermosas doncellas. Los
    españoles, después de dar muerte a miles de sus cortesanos,
    que intentaron protegerlo con sus cuerpos, hicieron
    prisionero a Atahualpa.
    —No se habla de otra cosa que del tesoro del Perú. La
    noticia es como fiebre, ha contagiado a media España.
    Decidme, ¿es cierto lo que se cuenta? —preguntó Valdivia.
    —Cierto, aunque parezca increíble. A cambio de su libertad,
    el Inca ofreció a Pizarro el contenido en oro de una
    habitación de veintidós pies de largo por diecisiete de ancho
    y nueve de altura.
    —¡Es una suma imposible!
    —Es el rescate más alto de la Historia. Llegó en forma de
    joyas, estatuas y vasos, pero fueron derretidos para
    convertirlos en barras marcadas con el sello real de España.
    De nada le sirvió a Atahualpa entregar semejante fortuna, que
    sus súbditos trajeron desde los más apartados lugares del
    imperio como diligentes hormigas; Pizarro, después de tenerlo
    prisionero durante nueve meses, lo condenó a ser quemado
    vivo. A última hora conmutó la sentencia por una muerte más
    amable, el garrote vil, a cambio de que el Inca accediese a
    ser bautizado —explicó Alderete. Agregó que Pizarro creía
    tener buenas razones para hacerlo, ya que supuestamente el
    cautivo había instigado desde su celda una sublevación. Según
    decían los espías, había doscientos mil quechuas provenientes
    de Quito y treinta mil caribes, que comían carne humana,
    listos para marchar contra los conquistadores en Cajamarca,
    pero la muerte del Inca los obligó a desistir. Más tarde se
    supo que aquel inmenso ejército no existía.
     
  13. clause

    clause Claudia

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    Re: ... de poetas, cuentos y leyendas



    Especialmente en abril
    se echa a la calle la vida.
    Cicatrizan las heridas
    y al corazón, como al sol,
    se le alegra la mirada
    y se abre paso entre las nubes.
    Al paisaje se le suben
    los colores a la cara.
    Y apetece ir donde cubre
    a nadar contra corriente.
    En abril especialmente
    –en Buenos Aires, octubre –.
    Se ruega al señor «fulano de tal»
    –dice la voz de la conciencia malherida–

    que haga el favor de personarse
    urgentemente en la salida.
    Que el día más insospechado
    y de cualquier manera,
    en el lugar más imprevisto
    se puede aparecer la primavera.
    Especialmente en abril
    la razón se indisciplina
    y como una serpentina
    se enmaraña por ahí.
    Van buscando los rincones,
    sofocadas, las parejas




    Hacen planes y se dejan
    llevar por las emociones.
    Sin atender, imprudentes,
    el consejo de Neruda:
    «que las nieves son más crudas
    en abril, especialmente».
    Se ruega al señor «fulano de tal»
    –dice la voz de la conciencia malherida–
    que haga el favor de personarse
    urgentemente en la salida.
    Que el día más insospechado
    y de cualquier manera,
    en el lugar más imprevisto
    se puede aparecer la primavera.
    Especialmente en abril...
     
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    clause Claudia

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    Re: ... de poetas, cuentos y leyendas

    La rana y el príncipe
    (Joan Manuel Serrat)

    Él era un auténtico príncipe azul
    más estirado y puesto que un maniquí,
    que habitaba un palacio como el de Sissí
    y salía en las revistas del corazón,

    que cuando tomaba dos copas de más
    la emprendía a romper maleficios a besos.
    Más de una vez, con anterioridad,
    tuvo Su Alteza problemas por eso.

    Un reflejo que a la luna
    se le escapó,
    en la palma de un nenúfar
    la descubrió;

    y como en él era frecuente,
    inmediatamente
    la reconoció.

    Ella era una auténtica rana común
    que vivía ignorante de tal redentor,
    cazando al vuelo insectos de su alrededor
    sin importarle un rábano el porvenir.

    Escuchaba absorta a un macho croar
    con la sangre alterada por la primavera,
    cuando a traición aquel monstruoso animal
    en un descuido la hizo prisionera.

    A la luz de las estrellas
    le acarició
    tiernamente la papada
    y la besó.

    Pero salió rana la rana
    y Su Alteza en rana
    se convirtió.

    Con el agua a la altura de la nariz
    descubrió horrorizado que para una vez
    que ocurren esas cosas, funcionó al revés;
    y desde entonces sólo hace que brincar y brincar.

    Es difícil su reinserción social.
    No se adapta a la vida de los batracios
    y la servidumbre, como es natural,
    no le permite la entrada en palacio.

    Y en el jardín frondoso
    de sus papás,
    hoy hay un príncipe menos
    y una rana más.

     
  15. clause

    clause Claudia

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    Re: ... de poetas, cuentos y leyendas

    Ines del Alma mía
    Isabel Allende


    —De todos modos, cuesta explicarse cómo un puñado de
    españoles pudo derrotar a la refinada civilización que
    describís. Estamos hablando de un territorio mayor que Europa
    —dijo Pedro de Valdivia.
    —Era un imperio muy vasto, pero frágil y joven. Cuando
    llegó Pizarro, tenía sólo un siglo de existencia. Además, los
    incas vivían en la molicie, nada pudieron hacer frente a
    nuestro coraje, las armas y los caballos.
    —Supongo que Pizarro se alió con los enemigos del Inca,
    como hizo Hernán Cortés en México.
    —Así es. Atahualpa y su hermano Huáscar mantenían una
    guerra fratricida, y de eso se valieron Pizarro y luego
    Almagro, quien llegó al Perú poco después, para derrotar a
    ambos.
    Alderete explicó que en el imperio del Perú no se
    movía una hoja sin conocimiento de las autoridades,
    todos eran siervos. Con parte del tributo que pagaban
    los súbditos, el Inca alimentaba y protegía a
    huérfanos, viudas, enfermos y ancianos, y guardaba
    reservas para los malos tiempos. Pero, a pesar de
    estas razonables medidas, inexistentes en España, el
    pueblo detestaba al soberano y a su corte, porque
    vivía sometido a la servidumbre por las castas de los
    militares y religiosos, los orejones. Según dijo, al
    pueblo le daba lo mismo hallarse bajo el dominio de
    los incas o de los españoles, por eso no opuso mucha
    resistencia a los invasores. En todo caso, la muerte
    de Atahualpa dio la victoria a Pizarro; al descabezar
    el cuerpo del imperio, éste se desmoronó.
    —Esos dos hombres, Pizarro y Almagro, bastardos sin educación ni
    fortuna, son el mejor ejemplo de lo que puede alcanzarse en el Nuevo
    Mundo. No sólo se han hecho riquísimos, sino que han sido colmados de
    honores y títulos por nuestro emperador —agregó Alderete.
    —Sólo se habla de fama y riqueza, sólo se cuentan las
    empresas exitosas: oro, perlas, esmeraldas, tierras y pueblos
    sometidos, nada se dice de los peligros —arguyó Valdivia.
    —Tenéis razón. Y los peligros son infinitos. Para
    conquistar esos suelos vírgenes se requieren hombres de mucho
    temple.
    Valdivia enrojeció. ¿Acaso ese joven dudaba de su temple?
    Pero enseguida razonó que, de ser así, estaba en su derecho.
    Hasta él mismo dudaba; hacía mucho tiempo que no ponía a
    prueba su propio coraje. El mundo estaba cambiando a pasos de
    gigante. Le había tocado nacer en una época espléndida en la
    que por fin se revelaban los misterios del Universo: no sólo
    la Tierra había resultado ser redonda, también había quienes
    sugerían que ésta giraba en torno al Sol y no a la inversa.
    ¿Y qué hacía él mientras todo eso ocurría? Contaba corderos y
    cabras, recolectaba bellotas y aceitunas. Una vez más
    Valdivia tuvo conciencia de su hastío. Estaba harto de ganado
    y labradíos, de jugar a los naipes con los vecinos, de misas
    y rosarios, de releer los mismos libros —casi todos
    prohibidos por la Inquisición— y de varios años de abrazos
    obligados y estériles con su mujer. El destino, encarnado en
    ese joven de refulgente entusiasmo, golpeaba una vez más a su
    puerta, tal como lo hiciera en los tiempos de Lombardía,
    Flandes, Pavía, Milán, Roma.
    —¿Cuándo partís a las Indias, Jerónimo?
    —Este mismo año, si Dios me lo permite.
    —Podéis contar conmigo —dijo Pedro de Valdivia en un
    susurro, para que Marina no le oyera. Tenía la mirada fija en
    su espada toledana, que colgaba sobre la chimenea.
    En 1537 me despedí de mi familia, a quien ya no volvería a
    ver, y viajé con mi sobrina Constanza a la hermosa Sevilla,
    perfumada de azahar y jazmín, y de allí, navegando por las
    claras aguas del Guadalquivir, llegamos al bullicioso puerto
    de Cádiz, con sus callejuelas de adoquines y sus cúpulas
    moriscas. Nos embarcamos en la nave del maestro Manuel
    Martín, de tres mástiles y doscientas cuarenta toneladas,
    lenta y pesada, pero segura. Una fila de hombres llevó a
    bordo la carga: barriles de agua, cerveza, vino y aceite,
    sacos de harina, carne seca, aves vivas, una vaca y dos
    cerdos para consumir en el viaje, además de varios caballos,
    que en el Nuevo Mundo se vendían a precio de oro. Vigilé que
    mis bultos, bien amarrados, fuesen dispuestos en el espacio
    que el maestro Martín me asignó. Lo primero que hice al
    instalarme con mi sobrina en nuestra pequeña cabina fue
    disponer un altar para Nuestra Señora del Socorro.
    —Tenéis mucho valor al emprender este viaje, doña Inés.
    ¿Dónde os espera vuestro marido? —quiso saber Manuel Martín.
    —En verdad lo ignoro, maestro.
    —¿Cómo? ¿No os espera en Nueva Granada?
    — M e e n v i ó s u ú l t i m a c a r t a d e s d e u n l u g a r q u e
    l l a m a n C o r o , e n V e n e z u e l a , p e r o e s o f u e h a c e
    t i e m p o y p u e d e s e r q u e y a n o s e e n c u e n t r e a l l í .
    —Las Indias son un territorio más vasto que todo el resto
    del mundo conocido. No os será fácil hallar a vuestro marido.
    —Lo buscaré hasta encontrarlo.
    —¿Cómo, señora mía?
    —Como es habitual, preguntando…
    —Os deseo suerte, entonces. Ésta es la primera vez que
    viajo con mujeres. Os ruego, a vos y a vuestra sobrina, que
    seáis prudentes
    —agregó el maestro.
    —¿Qué queréis decir?
    —Ambas sois jóvenes y nada mal parecidas. Sin duda
    adivináis a qué me refiero. Tras una semana en alta mar, la
    tripulación comenzará a padecer la falta de mujer y, habiendo
    dos a bordo, la tentación será fuerte. Además, los marineros
    creen que la presencia femenina atrae tormentas y otras
    desgracias. Por vuestro bien y mi tranquilidad, preferiría
    que no tuvierais trato con mis hombres.
    El maestro era un gallego bajo, de anchas espaldas y
    piernas cortas, con una nariz prominente, ojillos de roedor y
    la piel curtida, como el cuero, por la sal y los vientos de
    las travesías. Se había embarcado de grumete a los trece años
    y podía contar en una mano los años que había pasado en
    tierra firme. Su aspecto tosco contrastaba con la gentileza
    de sus modales y la bondad de su alma, como sería evidente
    más tarde, cuando vino en mi ayuda en un momento de mucha
    necesidad.
    Es una lástima que entonces yo no supiese escribir, porque
    habría comenzado a tomar notas. Aunque no sospechaba aún que
    mi vida merecería ser contada, aquel viaje debió ser
    registrado en detalle, ya que muy poca gente ha cruzado
    la salada extensión del océano, aguas de plomo,
    hirvientes de vida secreta, pura abundancia y terror,
    espuma, viento y soledad. En este relato, escrito
    muchos años después de los hechos, deseo ser lo más
    fiel a la verdad posible, pero la memoria es siempre
    caprichosa, fruto de lo vivido, lo deseado y la
    fantasía. La línea que divide la realidad de la
    imaginación es muy tenue, y a mi edad ya no interesa
    porque todo es subjetivo. La memoria también está
    teñida por la vanidad. Ahora la Muerte está sentada
    en una silla cerca de mi mesa, esperando, pero
    todavía me alcanza la vanidad no sólo para ponerme
    carmín en las mejillas cuando vienen visitas, sino
    para escribir mi historia. ¿Hay algo más pretencioso
    que una autobiografía?
    Yo nunca había visto el océano; creía que era un río muy
    ancho, pero no imaginé que no se vislumbraba la otra orilla.
    Me abstuve de hacer comentarios para disimular mi ignorancia
    y el miedo que me heló los huesos cuando la nave salió a
    aguas abiertas y comenzó a menearse. Éramos siete pasajeros,
    y todos, menos Constanza, quien tenía el estómago muy firme,
    nos mareamos. Tanto fue mi malestar, que al segundo día le
    rogué al maestro Martín que me facilitara un bote para remar
    de vuelta a España. Lanzó una carcajada y me obligó a tragar
    una pinta de ron que tuvo la virtud de transportarme a otro
    mundo durante treinta horas, al cabo de las cuales resucité,
    demacrada y verde; sólo entonces pude beber un caldo que mi
    gentil sobrina me dio a cucharaditas. Habíamos dejado atrás
    la tierra firme y navegábamos en aguas oscuras, bajo un cielo
    infinito, en el mayor desamparo. No podía imaginar cómo el
    piloto se orientaba en ese paisaje siempre idéntico,
    guiándose con su astrolabio y las estrellas en el firmamento.
    Me aseguró que podía estar tranquila, pues había hecho el
    viaje muchas veces y la ruta era bien conocida por españoles
    y portugueses, que llevaban décadas recorriéndola. Las cartas
    de navegación ya no eran secretos bien guardados, hasta los
    malditos ingleses las poseían. Otra cosa eran las cartas del
    estrecho de Magallanes o de la costa del Pacífico, me aclaró;
    los pilotos las cuidaban con sus vidas, pues eran más
    valiosas que cualquier tesoro del Nuevo Mundo.
    Nunca me acostumbré al movimiento de las olas, el crujido
    de las tablas, el rechinar de los hierros, el golpeteo
    incesante de las velas azotadas por el viento. De noche
    apenas podía dormir. De día me atormentaban la falta de
    espacio y, sobre todo, los ojos de perro en celo con que me
    miraban los hombres. Debía conquistar mi turno en el fogón
    para colocar nuestra olla, así como la privacidad para usar
    la letrina, un cajón con un orificio suspendido sobre el
    océano. Constanza, por el contrario, jamás se quejaba y hasta
    parecía contenta. Cuando llevábamos un mes de viaje, los
    alimentos empezaron a escasear y el agua, ya descompuesta,
    fue racionada. Trasladé la jaula con las gallinas a nuestro
    camarote porque me robaban los huevos, y dos veces al día las
    sacaba a tomar el aire atadas con un cordel por una pata.
    En una ocasión tuve que usar mi sartén de hierro para
    defenderme de un marinero más osado que los demás, un tal
    Sebastián Romero, cuyo nombre no he olvidado porque sé que
    nos encontraremos en el purgatorio. En la promiscuidad de la
    nave, este hombre aprovechaba la menor ocasión para echarse
    encima de mí, pretextando el movimiento natural de las olas.
    Le advertí una y otra vez que me dejara en paz, pero eso aún
    lo excitaba más. Una noche me sorprendió sola
    en el reducido espacio bajo el puente destinado a la cocina.
    Antes de que alcanzara a darme un zarpazo, sentí su aliento
    fétido en la nuca y, sin pensarlo dos veces, di media vuelta
    y le mandé un sartenazo en la cabeza, tal como años antes
    había hecho con el pobre Juan de Málaga,
    cuando intentó golpearme. Sebastián Romero tenía el
    cráneo más blando que Juan y cayó despatarrado al suelo,
    donde permaneció dormido por varios minutos, mientras yo
    buscaba unos trapos para vendarlo. No derramó tanta sangre
    como cabía esperar, aunque después se le hinchó la cara y se
    le volvió color de berenjena. Lo ayudé a ponerse de pie y,
    como a ninguno de los dos nos convenía dar a conocer la
    verdad, acordamos que se había golpeado contra una viga.
    Entre los pasajeros de la nave iba un cronista y dibujante,
    Daniel Belalcázar, enviado por la Corona con la misión de
    trazar mapas y dejar testimonio de sus observaciones. Era un
    hombre de unos treinta y tantos años, delgado y fuerte, de
    rostro anguloso y piel cetrina, como un andaluz. Trotaba de
    proa a popa y de vuelta durante horas, para ejercitar los
    músculos, se peinaba con una trenza corta y llevaba un aro de
    oro en la oreja izquierda. La única vez que un miembro de la
    tripulación se burló de él, lo derribó de un puñetazo en la
    nariz y ya no volvieron a molestarlo. Belalcázar, quien había
    comenzado sus viajes muy joven y conocía las costas remotas
    de África y Asia, nos contó que en una ocasión fue hecho
    prisionero por Barbarroja, el temible pirata turco, y vendido
    como esclavo en Argelia, de donde pudo escapar al cabo de dos
    años, después de muchos sufrimientos. Llevaba siempre bajo el
    brazo un grueso cuaderno, envuelto en una tela encerada,
    donde escribía sus pensamientos con una letra minúscula, como
    las hormigas. Se entretenía dibujando a los marineros en sus
    tareas y en especial a mi sobrina. En preparación para el
    convento, Constanza se vestía como una novicia, con un hábito
    de tela burda cosido por ella misma, y se cubría la cabeza
    con un triángulo de la misma tela, que no le dejaba un solo
    cabello a la vista, le tapaba la mitad de la frente y se
    cerraba bajo el mentón. Sin embargo, este horroroso atuendo
    no ocultaba su porte altivo ni sus espléndidos ojos, negros y
    relucientes, como aceitunas. Belalcázar consiguió primero que
    posara para él, luego que se quitara el trapo de la cabeza y
    por fin que se soltara el moño de anciana y permitiera que la
    brisa alborotara sus rizos negros. Digan lo que digan los
    documentos con sellos oficiales sobre la pureza de sangre de
    nuestra familia, sospecho que por nuestras venas corre
    bastante sangre sarracena. Constanza, sin el hábito, parecía
    una de esas odaliscas de tapicería otomana.
    Llegó un día en que empezamos a pasar hambre. Entonces me
    acordé de las empanadas y convencí al cocinero, un negro del
    norte de África con el rostro bordado de cicatrices, para que
    me facilitara harina, grasa y un poco de carne seca, que puse
    a remojar en agua de mar antes de cocinarla. De mis propias
    reservas aporté aceitunas, pasas, unos huevos cocidos,
    picados en trocitos, para que cundieran, y comino, una
    especia barata que da un sabor peculiar al guiso. Habría dado
    cualquier cosa por unas cebollas, de esas que sobraban en
    Plasencia, pero no quedaba ninguna en la bodega. Cociné el
    relleno, sobé la masa y preparé empanadas fritas, porque no
    había horno. Tuvieron tanto éxito, que a partir de ese día
    todos contribuían con algo de sus provisiones para el
    relleno. Hice empanadas de lentejas, garbanzos, pescado,
    gallina, salchichón, queso, pulpo y tiburón, y me gané así la
    consideración de los tripulantes y pasajeros. El respeto lo
    obtuve, después de una tormenta, cauterizando heridas y
    componiendo huesos quebrados de un par de marineros, como
    había aprendido a hacer en el hospital de las monjas, en
    Plasencia. Ése fue el único incidente digno de mención,
    aparte de haber escapado de corsarios franceses que acechaban
    las naves de España. Si nos hubiesen dado alcance —como
    explicó el maestro Manuel Martín—, habríamos sufrido un
    terrible fin, porque estaban muy bien armados. Al conocer el
    peligro que se cernía sobre nosotros, mi sobrina y yo nos
    arrodillamos ante la imagen de Nuestra Señora del Socorro a
    rogarle con fervor por nuestra salvación, y ella nos hizo el
    milagro de una neblina tan densa, que los franceses nos
    perdieron de vista. Daniel Belalcázar dijo que la neblina
    estaba allí antes de que empezáramos a rezar; el timonel sólo
    tuvo que enfilar hacia ella.
    Este Belalcázar era hombre de poca fe pero muy entretenido.
    Por las tardes nos deleitaba con relatos de sus viajes y de
    lo que veríamos en el Nuevo Mundo. «Nada de cíclopes, ni
    gigantes, ni hombres con cuatro brazos y cabeza de perro,
    pero encontraréis con seguridad
    seres primitivos y malvados, especialmente entre los
    castellanos», se burlaba. Nos aseguró que los habitantes del
    Nuevo Mundo no eran todos salvajes; aztecas, mayas e incas
    eran más refinados que nosotros, al menos se bañaban y no
    andaban cubiertos de piojos.