Re: ... de poetas, cuentos y leyendas Ines del Alma mia Isabel Allende Los dos oficiales servían bajo las órdenes de un extraordinario soldado, el marqués de Pescara, cuya apariencia algo afeminada podía ser engañosa, ya que bajo la armadura de oro y los atavíos de seda bordados de perlas, con que se presentaba al campo de batalla, había un raro genio militar, como demostró una y mil veces. En 1524, en medio de la guerra entre Francia y España, que se disputaban el control de Italia, el marqués y dos mil de los mejores soldados españoles desaparecieron de manera misteriosa, tragados por la bruma invernal. Se corrió la voz de que habían desertado, y circulaban coplas burlonas que los acusaban de traidores y cobardes, mientras ellos, ocultos en un castillo, se preparaban con el mayor sigilo. Estaban en noviembre y el frío congelaba el alma de los desventurados soldados acampados en el patio. No comprendían por qué los tenían allí, entumecidos y ansiosos, en vez de llevarlos a luchar contra los franceses. El marqués de Pescara no se daba prisa, esperaba el momento adecuado con la paciencia de un avezado cazador. Por fin, cuando ya habían pasado varias semanas, dio la señal a sus oficiales de aprontarse para la acción. Pedro de Valdivia ordenó a los hombres de su batallón que se colocaran las armaduras sobre sus refajos de lana, tarea difícil, porque al tocar el gélido metal los dedos se pegaban en él, y luego les entregó sábanas para que se cubrieran. Así, como blancos espectros, marcharon en total silencio, tiritando de frío, durante la noche entera, hasta que al alba llegaron a las proximidades de la fortaleza enemiga. Los vigías en las almenas percibieron cierto movimiento sobre la nieve, pero creyeron que se trataba de las sombras de los árboles mecidos por el viento. No vieron a los españoles arrastrándose en blancas oleadas sobre el suelo blanco hasta el último instante, cuando éstos se lanzaron al ataque y los fulminaron por sorpresa. Esa victoria aplastante convirtió al marqués de Pescara en el militar más célebre de su tiempo. Un año más tarde Valdivia y Aguirre participaron en la batalla de Pavía, la hermosa ciudad de cien torres, donde también los franceses fueron derrotados. El rey de Francia, que se batía a la desesperada, fue hecho prisionero por un soldado de la compañía de Pedro de Valdivia, que lo derribó del caballo sin saber quién era y estuvo a punto de rebanarle el cuello. La oportuna intervención de Valdivia lo impidió, modificando así el curso de la Historia. Sobre el campo de lid quedaron más de diez mil muertos; durante semanas el aire estuvo infestado de moscas y la tierra de ratas. Dicen que todavía los repollos y las coliflores de la región suelen traer huesos astillados entre las hojas. Valdivia comprendió que por primera vez la caballería no había sido el factor fundamental para el triunfo, sino dos nuevas armas: los arcabuces, complicados de cargar pero de largo alcance, y los cañones de bronce, más livianos y móviles que los de hierro forjado. Otro elemento decisivo fue la participación de miles de mercenarios, suizos y lansquenetes alemanes, famosos por su brutalidad y a los que Valdivia despreciaba, porque para él la guerra, como todo lo demás, era una cuestión de honor. El combate de Pavía lo llevó a meditar sobre la importancia de la estrategia y las armas modernas: no bastaba el coraje demente de hombres como Francisco de Aguirre, la guerra era una ciencia que requería estudio y lógica. Después de la contienda de Pavía, agotado y cojeando por un lanzazo en la cadera, que le curaron con aceite hirviendo, aunque la herida volvía a abrirse al menor esfuerzo, Pedro de Valdivia regresó a su casa en Castuera. Estaba en edad de casarse, perpetuar su apellido y hacerse cargo de sus tierras, yermas de tanta ausencia y descuido, como no se cansaba de repetirle su madre. El ideal era una novia que aportase una dote considerable, ya que la empobrecida hacienda de los Valdivia mucho la necesitaba. Había varias candidatas elegidas por la familia y el cura, todas de buen nombre y fortuna, a las que él iría conociendo mientras convalecía de su herida. Pero los planes no resultaron como se esperaba. Pedro vio a Marina Ortiz de Gaete en el único sitio donde podía encontrarla en público: a la salida de misa. Marina tenía trece años y todavía la vestían con las crinolinas almidonadas de la infancia. Iba acompañada por su dueña y una esclava, que sostenía un parasol sobre su cabeza, aunque el día estaba nublado; jamás un rayo de luz directa había tocado la piel translúcida de aquella muchacha pálida. Tenía el rostro de un ángel, el cabello rubio y luminoso, el andar vacilante de quien carga con demasiadas enaguas, y tal aire de inocencia, que Pedro olvidó al punto los propósitos de mejorar su hacienda. No era hombre de mezquinos cálculos; la belleza y virtud de la joven lo sedujeron al punto. Aunque ella carecía de dinero y su dote estaba muy por debajo de sus méritos, apenas averiguó que no estaba prometida a otro comenzó a cortejarla. La familia Ortiz de Gaete también deseaba para su hija una unión con beneficios económicos, pero no pudo rechazar a un caballero de nombre tan ilustre y probado valor como Pedro de Valdivia, y puso como única condición que la boda se llevara a cabo después de que la chica cumpliera catorce años. Entretanto, Marina se dejó agasajar por su pretendiente con la timidez de un conejo, aunque se las arregló para hacerle saber que ella también contaba los días para casarse. Pedro estaba en el apogeo de su virilidad, era de buena estatura, pecho fuerte, bien proporcionado, de noble estampa, nariz prominente, mentón autoritario y ojos azules, muy expresivos. Ya entonces llevaba el cabello hacia atrás, cogido en una cola corta en la nuca, mejillas afeitadas, bigote engomado y la barbita angosta que lo caracterizó toda su vida. Se vestía con elegancia, empleaba gestos categóricos, era de hablar pausado e imponía respeto, pero también podía ser galante y tierno. Marina se preguntaba, admirada, por qué ese hombre de gran orgullo y bizarría se había fijado en ella. Se casaron al año siguiente, cuando la chica comenzó a menstruar, y se instalaron en el modesto solar de los Valdivia. Marina entró a su condición de casada con las mejores intenciones, pero era demasiado joven, y ese marido de temperamento sobrio y estudioso la asustaba. No tenían de qué hablar. Ella aceptaba, turbada, los libros que él le sugería, sin atreverse a confesarle que apenas sabía leer un par de frases elementales y firmar su nombre con trazo vacilante. Había vivido preservada del contacto con el mundo y deseaba continuar así; las peroratas de su marido sobre política o geografía la aterraban. Lo suyo era la oración y el bordado de preciosas casullas de cura. Carecía de experiencia para hacerse cargo de la casa, y los sirvientes no atendían sus órdenes, impartidas con voz de infante, de modo que su suegra siguió mandando, mientras ella era tratada como la niña que era. Se propuso aprender las fastidiosas tareas del hogar, asesorada por las mujeres mayores de la familia, pero no había a quién preguntarle sobre otro aspecto de la vida matrimonial, más importante que disponer la comida o llevar las cuentas.
Re: ... de poetas, cuentos y leyendas Oda a los poetas populares POETAS naturales de la tierra, escondidos en surcos, cantando en las esquinas, ciegos de callejón, oh trovadores de las praderas y los almacenes, si al agua comprendiéramos tal vez corno vosotros hablaría, si las piedras dijeran su lamento o su silencio, con vuestra voz, hermanos, hablarían. Numerosos sois, como las raíces. En el antiguo corazón del pueblo habéis nacido y de allí viene vuestra voz sencilla. Tenéis la jerarquía del silencioso cántaro de greda perdido en los rincones, de pronto canta cuando se desborda y es sencillo su canto, es sólo tierra y agua. Así quiero que canten mis poemas, que lleven tierra y agua, fertilidad y canto, a todo el mundo. Por eso, poetas de mi pueblo, saludo la antigua luz que sale de la tierra. El eterno hilo en que se juntaron pueblo y poesía, nunca se cortó este profundo hilo de piedra, viene desde tan lejos como la memoria del hombre. Vio con los ojos ciegos de los vates nacer la tumultuosa primavera, la sociedad humana, el primer beso, y en la guerra cantó sobre la sangre, allí estaba mi hermano barba roja, cabeza ensangrentada y ojos ciegos, con su lira, allí estaba cantando entre los muertos, Homero se llamaba o Pastor Pérez, o Reinaldo Donoso. Sus endechas eran allí y ahora un vuelo blanco, una paloma, eran la paz, la rama del árbol del aceite, y la continuidad de la hermosura. Más tarde los absorbió la calle, la campiña, los encontré cantando entre las reses, en la celebración del desafío, relatando las penas de los pobres, llevando las noticias de las inundaciones, detallando las ruinas del incendio o la noche nefanda de los asesinatos. Ellos, los poetas de mi pueblo, errantes, pobres entre los pobres, sostuvieron sobre sus canciones la sonrisa, criticaron con sorna a los explotadores, contaron la miseria del minero y el destino implacable del soldado. Ellos, los poetas del pueblo, con guitarra harapienta y ojos conocedores de la vida, sostuvieron en su canto una rosa y la mostraron en los callejones para que se supiera que la vida no será siempre triste. Payadores, poetas humildemente altivos, a través de la historia y sus reveses, a través de la paz y de la guerra, de la noche y la aurora, sois vosotros los depositarios, los tejedores de la poesía, y ahora aquí en mi patria está el tesoro, el cristal de Castilla, la soledad de Chile, la pícara inocencia, y la guitarra contra el infortunio, la mano solidaria en el camino, la palabra repetida en el canto y transmitida, la voz de piedra y agua entre raíces, la rapsodia del viento, la voz que no requiere librerías, todo lo que debemos aprender los orgullosos: con la verdad del pueblo la eternidad del canto. Pablo Neruda
Re: ... de poetas, cuentos y leyendas Ines del Alma mia Isabel Allende Mientras la relación con Pedro consistió en visitas vigiladas por una dueña y esquelas gentiles, Marina fue feliz, pero el entusiasmo se esfumó al hallarse en la cama con su marido. Ignoraba por completo lo que iba a ocurrir en la primera noche de desposada; nadie la había preparado para la deplorable sorpresa que se llevó. En su ajuar había varios camisones de batista, largos hasta los tobillos, cerrados en el cuello y los puños con cintas de raso, y con un ojal en forma de cruz delante. No se le ocurrió preguntar para qué servía aquella apertura, y nadie le explicó que por allí tendría contacto con las partes más íntimas de su marido. Nunca había visto a un varón desnudo y creía que las diferencias entre los hombres y las mujeres eran el vello en la cara y el tono de voz. Cuando sintió en la oscuridad el aliento de Pedro y sus manos grandes tanteando entre los pliegues de su camisa en busca del primoroso ojal bordado, le dio un empujón de mula y salió dando alaridos por los corredores de la casona de piedra. A pesar de sus buenas intenciones, Pedro no era un amante cuidadoso, su experiencia se limitaba a abrazos breves con mujeres de virtud negociable, pero comprendió que necesitaría una gran paciencia. Su esposa era todavía una niña y su cuerpo apenas empezaba a desarrollarse, no convenía forzarla. Intentó iniciarla de a poco, pero pronto la inocencia de Marina, que tanto le atrajo al principio, se convirtió en un obstáculo imposible de salvar. Las noches eran frustrantes para él y un tormento para ella, y ninguno de los dos se atrevía a hablar del asunto a la luz del alba. Pedro se volcó en sus estudios y en el cuidado de sus tierras y labriegos, mientras quemaba energía en la práctica de la esgrima y la equitación. En el fondo se estaba preparando y despidiendo. Cuando el llamado de la aventura se volvió irresistible, se alistó de nuevo bajo los estandartes de Carlos V, con el sueño secreto de alcanzar la gloria militar del marqués de Pescara. En febrero de 1527 las tropas españolas se hallaban, bajo las órdenes del condestable de Borbón, ante las murallas de Roma. Los españoles, secundados por quince compañías de feroces mercenarios suizo-alemanes, esperaban la oportunidad de entrar a la ciudad de los césares y resarcirse de muchos meses sin sueldo. Era una horda de soldados hambrientos e insubordinados, dispuestos a vaciar los tesoros de Roma y el Vaticano. Pero no todos eran bribones y mercenarios; entre los tercios de España iban un par de recios oficiales, Pedro de Valdivia y Francisco de Aguirre, quienes se habían reencontrado después de dos años de separación. Tras abrazarse como hermanos, se pusieron al tanto sobre las novedades en sus respectivas vidas. Valdivia exhibió un medallón con el rostro de Marina pintado por un miniaturista portugués, un judío converso que había logrado burlar a la Inquisición. —No hemos tenido hijos todavía porque Marina es muy joven, pero habrá tiempo para ello, si Dios quiere —comentó. —¡Dirás mejor si antes no nos matan! —exclamó su amigo. A su vez, Francisco confesó que seguía en amores platónicos y secretos con su prima, quien había amenazado con hacerse monja si su padre insistía en casarla con otro. Valdivia opinó que no era una idea descabellada, ya que para muchas mujeres nobles el convento, adonde entraban con su séquito completo de sirvientas, su propio dinero y los lujos a los que estaban acostumbradas, resultaba preferible a una boda impuesta a la fuerza. —En el caso de mi prima sería un lamentable desperdicio, amigo mío. Una joven tan hermosa y pletórica de salud, creada para el amor y la maternidad, no debe amortajarse en vida dentro de un hábito. Pero tienes razón, prefiero verla convertida en monja que casada con otro. No podría permitirlo, tendríamos que quitarnos la vida juntos —aseguró Francisco, enfático. —¿Y condenaros ambos a las pailas del infierno? Estoy seguro de que tu prima optará por el convento. ¿Y tú? ¿Qué planes tienes para el futuro? —preguntó Valdivia. —Continuar guerreando, mientras pueda, y visitar a mi prima en su celda de monja al amparo de la noche —se rió Francisco, tocándose la cruz y el relicario en el pecho. Roma estaba mal defendida por el papa Clemente VII, hombre más apto para enredos políticos que para estrategias de guerra. Apenas las huestes enemigas se aproximaron a los puentes de la ciudad, en medio de una densa niebla, el Pontífice escapó del Vaticano, por un pasadizo secreto, al castillo de Sant Angelo, erizado de cañones. Lo acompañaban tres mil personas, entre ellas el célebre escultor y orfebre Benvenuto Cellini, tan conocido por su insigne talento de artista como por su terrible carácter; el Papa delegó en él las decisiones militares porque dedujo que si él mismo temblaba ante el artista no había razón para que los ejércitos del condestable de Borbón no temblaran también. En el primer asalto a Roma, el condestable recibió un fatal tiro de mosquete en un ojo. Benvenuto Cellini se jactaría más tarde de haber disparado la bala que lo mató, aunque en realidad ni siquiera estuvo cerca de él, pero ¿quién se hubiese atrevido a contradecirlo? Antes de que los capitanes lograran imponer orden, las tropas, sin control, se lanzaron a hierro y pólvora hacia la indefensa ciudad y la tomaron en cuestión de horas. Durante los primeros ocho días fue tan cruel la matanza, que la sangre corría por las calles y se coagulaba entre las piedras milenarias. Huyeron más de cuarenta y cinco mil personas, y el resto de la aterrorizada población se sumió en el infierno. Los voraces invasores quemaron iglesias, conventos, hospitales, palacios y casas particulares. Mataron a destajo, incluso a los locos y enfermos del hospicio y a los animales domésticos; torturaron a los hombres para obligarlos a entregar lo que podían haber escondido; violaron a cuanta mujer y niña hallaron; asesinaron desde a las criaturas de pecho hasta a los ancianos. El saqueo, como una interminable orgía, continuó por semanas. Los soldados, ebrios de sangre y alcohol, arrastraban por las calles las destrozadas obras de arte y reliquias religiosas, decapitaban por igual estatuas y personas, se robaban lo que podían echar en sus bolsas y lo demás lo hacían polvo. Se salvaron los famosos frescos de la Capilla Sixtina porque allí velaron el cuerpo del condestable de Borbón. En el río Tíber flotaban miles de cadáveres y el olor a carne descompuesta infestaba el aire. Perros y cuervos devoraban los cuerpos tirados por doquier; después llegaron las fieles compañeras de la guerra, el hambre y la peste, que atacaron por igual a los desventurados romanos y a sus victimarios. Durante esos días aciagos, Pedro de Valdivia recorría Roma con la espada en la mano, furioso, procurando inútilmente evitar el pillaje y la matanza e imponer algo de orden entre la soldadesca, pero los quince mil lansquenetes no reconocían jefe ni ley y estaban dispuestos a liquidar a quien intentara detenerlos. A Valdivia le tocó hallarse por casualidad ante las puertas de un convento cuando éste fue atacado por una docena de los mercenarios alemanes. Las monjas, sabiendo que ninguna mujer escapaba a las violaciones, se habían reunido en el patio formando un círculo en torno a una cruz, en el centro del cual estaban las jóvenes novicias, inmóviles, tomadas de las manos, con las cabezas bajas y rezando en un murmullo. De lejos parecían palomas. Pedían que el Señor las librara de ser mancilladas, que se apiadara de ellas enviándoles una muerte rápida. —¡Atrás! ¡Quien se atreva a cruzar este umbral tendrá que vérselas conmigo! —rugió Pedro de Valdivia blandiendo su espada en la diestra y un sable corto en la siniestra. Varios de los lansquenetes se detuvieron sorprendidos, calculando acaso si valía la pena enfrentarse a ese imponente y determinado oficial español o era más conveniente pasar a la casa de al lado, pero otros se lanzaron en tropel al ataque. Valdivia tenía a su favor que era el único soldado sobrio y de cuatro estocadas certeras puso fuera de combate a otros tantos alemanes, pero para entonces los demás del grupo se habían repuesto del desconcierto inicial y también se le fueron encima. Aunque tenían la mente nublada por el alcohol, los alemanes eran guerreros tan formidables como Valdivia y pronto lo rodearon. Tal vez ése habría sido el último día del oficial extremeño si no hubiera aparecido por azar Francisco de Aguirre y se le hubiera puesto al lado. —¡A mí, teutones hijos de puta! —gritaba aquel vasco tremendo, rojo de ira, enorme, blandiendo la espada como un garrote.
Re: ... de poetas, cuentos y leyendas Del libro de "DON QUIJOTE DE LA MANCHA" SONETOS El Monicongo, académico de la Argamasilla, a la sepultura de don Quijote Epitafio El calvatrueno que adornó a la Mancha de más despojos que Jasón decreta; el jüicio que tuvo la veleta aguda donde fuera mejor ancha, el brazo que su fuerza tanto ensancha, que llegó del Catay hasta Gaeta, la musa más horrenda y más discreta que grabó versos en la broncínea plancha, el que a cola dejó los Amadises, y en muy poquito a Galaores tuvo, estribando en su amor y bizarría, el que hizo callar los Belianises, aquel que en Rocinante errando anduvo, yace debajo de esta losa fría. Del Paniaguado, académico de la Argamasilla, In laudem Dulcinæ del Toboso Esta que veis de rostro amondongado, alta de pechos y ademán brioso, es Dulcinea, reina del Toboso, de quien fue el gran Quijote aficionado. Pisó por ella el uno y otro lado de la gran Sierra Negra, y el famoso campo de Montïel, hasta el herboso llano de Aranjüez, a pie y cansado. Culpa de Rocinante, ¡oh dura estrella!, que esta manchega dama, y este invito andante caballero, en tiernos años, ella dejó, muriendo, de ser bella; y él, aunque queda en mármoles escrito, no pudo huir de amor, iras y engaños. Del caprichoso, discretísimo académico de la Argamasilla, en loor de Rocinante, caballo de don Quijote de la Mancha (Soneto con estrambote) En el soberbio trono diamantino que con sangrientas plantas huella Marte, frenético, el Manchego su estandarte tremola con esfuerzo peregrino. Cuelga las armas y el acero fino con que destroza, asuela, raja y parte: ¡nuevas proezas!, pero inventa el arte un nuevo estilo al nuevo paladino. Y si de su Amadís se precia Gaula, por cuyos bravos descendientes Grecia triunfó mil veces y su fama ensancha, hoy a Quijote le corona el aula do Belona preside, y de él se precia, más que Grecia ni Gaula, la alta Mancha. Nunca sus glorias el olvido mancha, pues hasta Rocinante, en ser gallardo, excede a Brilladoro y a Bayardo. Del burlador, académico argamasillesco, a Sancho Panza Sancho Panza es aquéste, en cuerpo chico, pero grande en valor, ¡milagro extraño! Escudero el más simple y sin engaño que tuvo el mundo, os juro y certifico. De ser conde no estuvo en un tantico, si no se conjuraran en su daño insolencias y agravios del tacaño siglo, que aun no perdonan a un borrico. Sobre él anduvo -con perdón se miente- este manso escudero, tras el manso caballo Rocinante y tras su dueño. ¡Oh vanas esperanzas de la gente; cómo pasáis con prometer descanso, y al fin paráis en sombra, en humo, en sueño! Amadís de Gaula a don Quijote de la Mancha Tú, que imitaste la llorosa vida Que tuve ausente y desdeñado sobre El gran ribazo de la Peña Pobre, De alegre a penitencia reducida, Tú, a quien los ojos dieron la bebida De abundante licor, aunque salobre, Y alzándote la plata, estaño y cobre, Te dio la tierra en tierra la comida, Vive seguro de que eternamente, En tanto, al menos, que en la cuarta esfera, Sus caballos aguije el rubio Apolo, Tendrás claro renombre de valiente; Tu patria será en todas la primera; Tu sabi autor, al mundo único y solo. Don Bellanís de Grecia a don Quijote de la Mancha Rompí, corté, abollé, y dije y hice Más que en el orbe caballero andante; Fui diestro, fui valiente, fui arrogante; Mil agravios vengué, cien mil deshice. Hazañas di a la Fama que eternice; Fui comedido y regalado amante; Fue enano para mí todo gigante Y al duelo en cualquier punto satisfice. Tuve a mis pies postrada la Fortuna, Y trajo del copeta mi cordura A la calva Ocasión al estricote. Mas, aunque sobre el cuerno de la luna Siempre se vio encumbrada mi ventura, Tus proezas envidio, ¡oh gran Quijote! La señora Oriana a Dulcinea del Toboso ¡Oh, quién tuviera, hermosa Dulcinea, por más comodidad y más reposo, a Miraflores puesto en el Toboso, y trocara sus Londres con tu aldea! ¡Oh, quién de tus deseos y librea alma y cuerpo adornara, y del famoso caballero que hiciste venturoso mirara alguna desigual pelea! ¡Oh, quién tan castamente se escapara del señor Amadís como tú hiciste del comedido hidalgo don Quijote! Que así envidiada fuera, y no envidiara, Y fuera alegre el tiempo que fue triste, Y gozara los gustos sin escotes. Gandalín, escudero de Amadís de Gaula, a Sancho Panza, escudero de don Quijote Salve, varón famoso, a quien Fortuna, Cuando en el trato escuderil te puso, Tan blanda y cuerdamente lo dispuso, Que lo pasaste sin desgracia alguna. Ya la azada o la hoz poco repugna Al andante ejercicio; ya está en uso La llaneza escudera, con que acuso Al soberbio que intenta hollar la luna. Envidio a tu jumento y a tu nombre, Y a tus alforjas igualmente envidio, Que mostraron tu cuerda providencia. Salve otra vez, ¡oh Sancho!, tan buen hombre, Que a solo tú nuestro español Ovidio, Con buzcorona te hace reverencia. Orlando Furioso a don Quijote de la Mancha Si no eres par, tampoco le has tenido: que par pudieras ser entre mil pares; ni puede haberle donde tú te hallares, invicto vencedor, jamás vencido. Orlando soy, Quijote, que, perdido por Angélica, vi remotos mares, ofreciendo a la Fama en sus altares aquel valor que respetó el olvido. No puedo ser tu igual; que este decoro se debe a tus proezas y a tu fama, puesto que, como yo, perdiste el seso. Mas serlo has mío, si al soberbio moro y cita fiero domas, que hoy nos llama, iguales en amor con mal suceso. El caballero del Febo a don Quijote de la Mancha A vuestra espada no igualó la mía, Febo español, curioso cortesano, ni a la alta gloria de valor mi mano, que rayo fue do nace y muere el día. Imperios desprecié; la monarquía que me ofreció el Oriente rojo en vano dejé, por ver el rostro soberano de Claridiana, aurora hermosa mía. Améla por milagro único y raro, y, ausente en su desgracia, el propio infierno temió mi brazo, que domó su rabia. Mas vos, godo Quijote, ilustre y claro, por Dulcinea sois al mundo eterno, y ella, por vos, famosa, honesta y sabia. De Solisdán a don Quijote de la Mancha Maguer,(1) señor Quijote, que sandeces vos(2) tengan el cerbelo(3) derrumbado, nunca seréis de alguno reprochado por home(4) de obras viles y soeces. Serán vuesas(5) fazañas(6) los joeces(7), pues tuertos( desfaciendo(9) habéis andado, siendo vegadas(10) mil apaleado por follones(11) cautivos y raheces(12). Y si la vuesa linda Dulcinea desaguisado contra vos comete, ni a vuesas cuitas muestra buen talante, en tal desmán, vueso conorte(13) sea que Sancho Panza fue mal alcagüete(14), necio él, dura ella, y vos no amante. Este soneto está escrito en lenguaje arcaizante, a imitación del de los libros de caballerías de la época: (1) aunque (2) os (3) cerebro (4) hombre (5) vuestras (6) hazañas (7) jueces ( injusticias (9) deshaciendo (10) veces (11) maleantes (12) viles (13) consuelo (14) alcahuete. Diálogo entre Babieca y Rocinante B. ¿Cómo estáis, Rocinante, tan delgado? R. Porque nunca se come, y se trabaja. B. Pues, ¿qué es de la cebada y de la paja? R. No me deja mi amo ni un bocado. B. Andá, señor, que estáis muy mal criado, pues vuestra lengua de asno al amo ultraja. R. Asno se es de la cuna a la mortaja. ¿Queréislo ver? Miraldo enamorado. B. ¿Es necedad amar? R. No es gran prudencia. B. Metafísico estáis. R. Es que no como. B. Quejaos del escudero. R. No es bastante. ¿Cómo me he de quejar en mi dolencia, si el amo y escudero o mayordomo son tan rocines como Rocinante? Miguel de Cervantes Saavedra ========================================
Re: ... de poetas, cuentos y leyendas Ines del Alma mia Isabel Allende La trifulca atrajo la atención de otros españoles que pasaban por allí y vieron a sus compatriotas en grave peligro. En menos que demoro en contarlo, se armó una batalla campal frente al edificio. Media hora después los asaltantes se retiraron, dejando a varios desangrándose en la calle, y los oficiales pudieron atrancar las puertas del convento. La madre superiora pidió a las monjas de más carácter que recogieran a las que se habían desmayado y se colocaran a las órdenes de Francisco de Aguirre, quien se había ofrecido para organizar la defensa fortificando los muros. —Nadie está seguro en Roma. Por el momento los mercenarios se han retirado, pero sin duda regresarán, y entonces más vale que os encuentren preparadas —les advirtió Aguirre. —Conseguiré unos arcabuces y Francisco os enseñará a usarlos —decidió Valdivia, a quien no se le escapó el brillo picaresco en la mirada de su amigo al imaginarse solo con una veintena de virginales novicias y un puñado de monjas maduras pero agradecidas y aún apetecibles. Sesenta días más tarde terminó por fin el horroroso saqueo de Roma, que puso fin a una época —el papado renacentista en Italia— y quedaría para la Historia como una mancha infame en la vida de nuestro emperador Carlos V, aunque él se encontraba muy lejos de allí. Su santidad el Papa pudo abandonar su refugio en el castillo de Sant Angelo, pero fue arrestado y recibió el maltrato de los presos comunes, incluso le arrebataron el anillo pontificio y le dieron una patada en el trasero que lo lanzó de bruces en el suelo entre las carcajadas de los soldados. A Benvenuto Cellini se le podía acusar de muchos defectos, pero no era de los que olvidan devolver favores, por eso cuando la madre superiora del convento lo visitó para contarle cómo un joven oficial español había salvado a su congregación y se había quedado durante semanas en el edificio para defenderlas, quiso conocerlo. Horas después la monja acompañó a Francisco de Aguirre al palacio. Cellini lo recibió en uno de los salones del Vaticano, entre cascotes y muebles despanzurrados por los asaltantes. Los dos hombres intercambiaron cortesías muy breves. —Decidme, señor, ¿qué deseáis a cambio de vuestra valiente intervención? —preguntó a boca de jarro Cellini, quien no se andaba con rodeos. Rojo de ira, Aguirre se llevó instintivamente la mano a la empuñadura de la espada. —¡Me insultáis! —exclamó. La madre superiora se colocó entre ellos con el peso de su autoridad y los apartó con un gesto despectivo, no tenía tiempo para bravuconadas. Pertenecía a la familia del condotiero genovés Andrea Doria, era una mujer de fortuna y linaje, acostumbrada a mandar. —¡Basta! Os ruego que disculpéis esta ofensa involuntaria, don Francisco de Aguirre. Vivimos malos tiempos, ha corrido mucha sangre, se han cometido espantosos pecados, no es raro que hasta los correctos modales queden relegados a segundo término. El señor Cellini sabe que no defendisteis nuestro convento por interés de una recompensa, sino por rectitud de corazón. Lo último que desea el señor Cellini es injuriaros. Sería un privilegio para nosotros que aceptarais una muestra de aprecio y gratitud… La madre superiora hizo un gesto al escultor para que aguardara, luego tomó a Aguirre por una manga y lo arrastró al otro extremo del salón. Cellini los oyó cuchichear por largo tiempo. Cuando ya se terminaba su escasa paciencia, los dos regresaron y la madre superiora expuso la petición del joven oficial, mientras éste, con los ojos fijos en las puntas de sus botas, sudaba. Y así es como Benvenuto Cellini obtuvo autorización del papa Clemente VII, antes de que éste fuese conducido al destierro, para que Francisco de Aguirre se casara con su prima hermana. El joven vasco corrió alborozado donde su amigo Pedro de Valdivia para contarle lo ocurrido. Tenía los ojos húmedos y le temblaba su vozarrón de gigante, incrédulo ante semejante prodigio. —No sé si ésta es una buena noticia, Francisco. Tú coleccionas conquistas como nuestro sacro emperador colecciona relojes. No te imagino convertido en esposo — apuntó Valdivia. —¡Mi prima es la única mujer a la que he amado! Las otras son seres sin rostro, sólo existen por un momento para satisfacer el apetito que el Diablo puso en mí. —El Diablo pone en nosotros muchos y muy variados apetitos, pero Dios nos da claridad moral para controlarlos. Eso nos diferencia de los animales. —Has sido soldado por muchos años, Pedro, y todavía crees que nos diferenciamos de los animales… —se burló Aguirre. —Sin duda. El destino del hombre es elevarse por encima de la bestialidad, conducir su vida según los más nobles ideales y salvar su alma. —Me asustas, Pedro, hablas como un fraile. Si no conociera tu hombría como la conozco, pensaría que careces del instinto primordial que anima a los machos. —No carezco de ese instinto, te lo aseguro, pero no permito que determine mi conducta. —No soy tan noble como tú, pero me redime el amor casto y puro que siento por mi prima. —Menudo problema se te presenta ahora que vas a casarte con esa joven idealizada. ¿Cómo reconciliarás ese amor con tus hábitos rijosos? —sonrió Valdivia, socarrón. — N o h a b r á p r o b l e m a , P e d r o . B a j a r é a m i p r i m a a b e s o s d e s u a l t a r d e s a n t a y l a a m a r é c o n i n m e n s a p a s i ó n — r e p l i c ó A g u i r r e , m u e r t o d e r i s a . —¿Y la fidelidad? —Mi prima se encargará de que no falte en nuestro matrimonio, pero yo no puedo renunciar a las mujeres, tal como no puedo renunciar al vino ni a la espada. Francisco de Aguirre viajó deprisa a España a casarse antes de que el indeciso pontífice cambiara de parecer. Seguramente reconcilió el sentimiento platónico por su prima con su indomable sensualidad y ella respondió sin asomo de timidez, porque el ardor de estos esposos llegó a ser legendario. Dicen que los vecinos se juntaban en la calle, frente a la casa de los Aguirre, para deleitarse con el escándalo y cruzar apuestas sobre el número de asaltos amorosos que habría esa noche. Al cabo de mucha guerra, sangre, pólvora y lodo, Pedro de Valdivia regresó también a su tierra natal, precedido por la fama de sus campañas militares, con bien ganada experiencia y una bolsa de oro que pensaba destinar a poner en pie su empobrecido patrimonio. Marina lo aguardaba transformada en mujer. Atrás habían quedado sus mohínes de niña mimada; contaba diecisiete años, y su belleza, etérea y serena, invitaba a contemplarla como a una obra de arte. Tenía un aire distante de sonámbula, como si presintiera que su vida iba a ser una eterna espera. En la primera noche que pasaron juntos, ambos repitieron, como autómatas, los mismos gestos y silencios de antes. En la oscuridad de la habitación se unieron los cuerpos sin alegría; él temía asustarla y ella temía pecar; él deseaba enamorarla y ella deseaba que amaneciera pronto. Durante el día, cada uno asumía el papel que tenía asignado, convivían en el mismo espacio sin rozarse. Marina acogió a su marido con un cariño ansioso y solícito que a él, lejos de halagarle, le molestaba. No necesitaba tantas atenciones, sino algo de pasión, pero no se atrevía a pedirla, porque suponía que la pasión no era propia de una mujer decente y religiosa, como ella. Se sentía vigilado por Marina, preso en los lazos invisibles de un sentimiento que no sabía corresponder. Le disgustaban la mirada suplicante con que ella lo seguía por la casa, su muda tristeza al despedirlo, su expresión de velado reproche al recibirlo después de una breve ausencia. Marina le parecía intocable, sólo cabía deleitarse observándola a cierta distancia, mientras ella bordaba, absorta en sus pensamientos y oraciones, iluminada como una santa de catedral por la luz dorada de la ventana. Para Pedro, los encuentros tras los pesados y polvorientos cortinajes del lecho conyugal, que había servido a tres generaciones de los Valdivia, perdieron su atracción, porque ella se negó a reemplazar la camisa con el ojal en forma de cruz por una prenda menos intimidatoria. Pedro le sugirió que consultara con otras mujeres, pero Marina no podía hablar de ese asunto con nadie. Después de cada abrazo permanecía horas rezando arrodillada en el suelo de piedra de esa casona barrida por corrientes de aire, inmóvil, humillada por no ser capaz de satisfacer a su marido. Secretamente, sin embargo, se complacía en ese sufrimiento que la distinguía de las mujeres ordinarias y la acercaba a la santidad. Pedro le había explicado que no hay pecado de lascivia entre esposos, ya que el propósito de la copulación son los hijos, pero Marina no podía evitar helarse hasta la médula cuando él la tocaba. No en vano su confesor le había machacado a fondo el temor al infierno y la vergüenza del cuerpo. Desde que Pedro la conocía, sólo había visto la cara, las manos y a veces los pies de su mujer. Tentado estaba de arrancarle a tirones el maldito camisón, pero le frenaba el terror que reflejaban las pupilas de ella cuando se le acercaba, terror que contrastaba con la ternura de su mirada durante el día, cuando ambos estaban vestidos. Marina no tenía iniciativa en el amor ni en ningún otro aspecto de la vida en común, tampoco cambiaba de expresión o de ánimo, era una oveja quieta. Tanta sumisión irritaba a Pedro, a pesar de que la consideraba una característica femenina. No comprendía sus propios sentimientos. Al desposarla, cuando ella era todavía una niña, quiso retenerla en el estado de inocencia y pureza que lo sedujo al principio, pero ahora sólo deseaba que ella se rebelara y lo desafiara.
Re: ... de poetas, cuentos y leyendas TÓMATE TIEMPO Tómate tiempo para pensar, es la fuente de poder. Tómate tiempo para rezar, es el mayor poder de la tierra. Tómate tiempo para reír, es la música del alma. Tómate tiempo para jugar, es el secreto de la perpetua juventud. Tómate tiempo para amar y ser amado, es el privilegio que nos da Dios. Tómate tiempo para dar, el día es demasiado corto para ser egoísta. Tómate tiempo para leer, es la fuente de la sabiduría. Tómate tiempo para trabajar, es el precio del éxito. Tómate tiempo para hacer caridad, es la llave del Cielo. Madre Teresa de Calcuta
Re: ... de poetas, cuentos y leyendas AMISTAD —Mi amigo no ha regresado del campo de batalla, señor. Solicito permiso para ir a buscarlo —dijo un soldado a su teniente. —¡Permiso denegado! —replicó el oficial—. No quiero que arriesgue usted su vida por un hombre que probablemente ha muerto. El soldado, haciendo caso omiso de la prohibición, salió, y una hora más tarde regresó mortalmente herido, transportando el cadáver de su amigo. El oficial estaba furioso: —¡Ya le dije yo que había muerto! ¡Ahora he perdido a dos hombres! Dígame, ¿merecía la pena ir allá para traer un cadáver? Y el soldado, moribundo, respondió: —¡Claro que sí, señor! Cuando lo encontré, todavía estaba vivo y pudo decirme: Juan… ¡estaba seguro de que vendrías! Anthony de Mello
Re: ... de poetas, cuentos y leyendas El soñador Le aserraron el cráneo; le estrujaron los sesos, y el corazón ya frío le arrancaron del pecho. Todo lo examinaron los oficiales médicos mas no hallaron la causa de la muerte de Pedro; de aquel soñador pálido que escribió tantos versos, como el espacio azules y como el mar acerbos. ¡Oíd! Cuando yo muera, cuando sucumba, ¡oh, médicos! ni me aserréis el cráneo ni me estrujéis los sesos, ni el corazón ya frío me arrebatéis del pecho, que jamás hasta el alma, llegó vuestro escalpelo. Y mi mal es el mismo, es el mismo de Pedro; de aquel soñador pálido que escribió tantos versos, y como el espacio azules y como el mar acerbos. Pedro Bonifacio Palacios
Re: ... de poetas, cuentos y leyendas Ines del Alma mìa Isabel Allende Valdivia había llegado al grado de capitán con gran rapidez debido a su excepcional valor y su capacidad de mando, pero a pesar de su brillante carrera no estaba orgulloso de su pasado. Después del saqueo de Roma lo atormentaban recurrentes pesadillas en las que aparecía una joven madre, abrazada a sus hijos, dispuesta a saltar de un puente a un río de sangre. Conocía los límites de la abyección humana y el fondo oscuro del alma, sabía que los hombres expuestos a la brutalidad de la guerra son capaces de cometer acciones terribles y él no se sentía diferente a los demás. Se confesaba, por supuesto, y el sacerdote lo absolvía siempre con una penitencia mínima, porque las faltas cometidas en nombre de España y la Iglesia no podían considerarse pecados. ¿Acaso no obedecía órdenes de sus superiores? ¿Acaso el enemigo no merecía una suerte vil? Ego te absolvo ab omnibus censuris et peccatis, in nomine Patri, et Filii, et Spiritus Sancti, Amen. Para quien ha probado la exaltación de matar no hay escapatoria ni absolución, pensaba Pedro. Le había tomado gusto a la violencia, ése era el secreto vicio de todo soldado, de otro modo no sería posible hacer la guerra. La ruda camaradería de las barracas, el coro de rugidos viscerales con que los hombres se lanzaban juntos a la batalla, la común indiferencia ante el dolor y el miedo, le hacían sentirse vivo. Ese placer feroz al traspasar un cuerpo con la espada, ese satánico poder al cercenar la vida de otro hombre, esa fascinación ante la sangre derramada, eran adicciones muy poderosas. Se empieza matando por deber y se termina haciéndolo por ensañamiento. Nada podía compararse a eso. Aun en él, que temía a Dios y se preciaba de ser capaz de controlar sus pasiones, el instinto de matar, una vez suelto, era más fuerte que el de vivir. Comer, fornicar y matar, a eso se reducía el hombre, según su amigo Francisco de Aguirre. La única salvación para su alma era evitar la tentación de la espada. De rodillas ante el altar mayor de la catedral juró dedicar el resto de su existencia a hacer el bien, servir a la Iglesia y a España, no cometer excesos y regir su vida por severos principios morales. Había estado a punto de morir en varias ocasiones y Dios le había permitido conservar la vida para expiar sus culpas. Colgó su espada toledana junto a la antigua espada de su antepasado y se dispuso a sentar cabeza. El capitán se convirtió en un apacible vecino preocupado por asuntos plebeyos, el ganado y las cosechas, las sequías y las heladas, los contubernios y envidias del pueblo. Lecturas, juegos de cartas, misas y más misas. Como era estudioso de la ley escrita y el derecho, la gente le consultaba sobre asuntos legales y hasta las autoridades judiciales se inclinaban ante su consejo. Su mayor deleite eran los libros, en especial las crónicas de viajes y los mapas, que estudiaba al detalle. Había aprendido de memoria el poema del Cid Campeador, se había deleitado con las crónicas fantásticas de Solino y los viajes imaginarios de John Mandeville, pero la lectura que realmente prefería eran las noticias del Nuevo Mundo que se publicaban en España. Las proezas de Cristóbal Colón, Fernando de Magallanes, Américo Vespucio, Hernán Cortés y tantos otros lo dejaban sin dormir por las noches; con la vista clavada en el baldaquín de brocado de su cama, soñaba despierto con descubrir apartados rincones del planeta, conquistarlos, fundar ciudades, llevar la Cruz a tierras bárbaras para gloria de Dios, grabar el propio nombre a fuego y acero en la Historia. Entretanto su esposa bordaba casullas con hilos de oro y rezaba un rosario tras otro en inacabable letanía. A pesar de que Pedro se aventuraba varias veces por semana a través de la humillante apertura del camisón de Marina, los hijos tan deseados no llegaron. Así pasaron años tediosos y lentos, en el sopor del ardiente verano y el recogimiento del invierno. Dureza extremada, Extremadura. Varios años más tarde, cuando Pedro de Valdivia ya se había resignado a envejecer sin gloria junto a su mujer en la silenciosa casa de Castuera, llegó de visita un viajero de paso que llevaba una carta de Francisco de Aguirre. Su nombre era Jerónimo de Alderete y era oriundo de Olmedo. Tenía rostro agradable, una mata de pelo rizado color miel, bigote turco con las puntas engomadas hacia arriba y los ojos incandescentes de un soñador. Valdivia lo recibió con la hospitalidad obligada del buen español, ofreciéndole su casa, que carecía de lujos pero resultaba más cómoda y segura que las posadas. Era invierno y Marina había ordenado encender fuego en el hogar de la sala principal, pero los leños no disipaban las corrientes de aire ni las sombras. En esa espartana habitación, casi desprovista de muebles y adornos, transcurría la vida de la pareja; allí él leía y ella se afanaba con la aguja, allí comían y allí, en los dos reclinatorios enfrentados al altar adosado a la pared, ambos rezaban. Marina sirvió a los hombres un vino áspero, hecho en casa, salchichón, queso y pan, luego se retiró a su rincón a bordar a la luz de un candelabro, mientras ellos hablaban. Jerónimo de Alderete tenía la misión de reclutar hombres para llevarlos a las Indias, y para tentarlos exhibía en tabernas y plazas un collar de gruesas cuentas de oro labrado y unidas con un firme hilo de plata. La carta enviada por Francisco de Aguirre a su amigo Pedro trataba sobre el Nuevo Mundo. Exultante, Alderete le habló a su anfitrión de las fabulosas posibilidades de ese continente, que andaban de boca en boca. Dijo que ya no había lugar para nobles hazañas en Europa, corrupta, envejecida, desgarrada por conspiraciones políticas, intrigas cortesanas y prédicas de herejes, como los luteranos, que dividían a la cristiandad. El futuro estaba al otro lado del océano, aseguró. Había mucho por hacer en las Indias o América, nombre que dio a esas tierras un cartógrafo alemán en honor a Américo Vespucio, un jactancioso navegante florentino que no tuvo el mérito de descubrirlas, como Cristóbal Colón. Según Alderete, debieron haberlas nombrado Cristóbalas o Colónicas. En fin, ya estaba hecho y no era ése el punto, añadió. Lo que más se necesitaba en el Nuevo Mundo eran hidalgos de corazón indómito, con la espada en una mano y la cruz en la otra, dispuestos a descubrir y conquistar. Era imposible imaginar la vastedad de esos lugares, el verde infinito de sus selvas, la abundancia de sus ríos cristalinos, la profundidad de sus lagos de aguas mansas, la opulencia de las minas de oro y plata. Soñar no tanto con tesoros como con la gloria, vivir una vida plena, combatir a los salvajes, cumplir un destino superior y, con el favor de Dios, fundar una dinastía. Eso y más era posible en las nuevas fronteras del imperio, dijo, donde había aves de plumaje enjoyado y mujeres de color miel, desnudas y complacientes. «Perdonadme, doña Marina, es una forma de hablar…», añadió. No alcanzaban las palabras del idioma castellano para describir la abundancia de lo que allí se daba: perlas como huevos de codorniz, oro caído de los árboles y tanta tierra e indios disponibles, que cualquier soldado podía convertirse en amo de una hacienda del tamaño de una provincia española. Lo más importante, aseguró, era que numerosos pueblos aguardaban la palabra del Dios Único y Verdadero y las bondades de la noble civilización castellana. Agregó que Francisco de Aguirre, el amigo común, también deseaba embarcarse, y era tanta su sed de aventura, que estaba dispuesto a dejar a su amada esposa y a los cinco hijos que ésta le había dado en esos años.
Re: ... de poetas, cuentos y leyendas Vera Violeta En pos de su nivel se lanza el río por el gran desnivel de los breñales; el aire es vendaval, y hay vendavales por la ley del no fin, del no vacio; la más hermosa espiga del estío ni sueña con el pan en los trigales; el más dulce panal de los panales no declaró jamás: yo no soy mío; y el sol, el padre sol, es raudo foco que fomenta la vida en la Natura, por calentar los polos no se apura, ni se desvía un ápice tampoco: Todo lo alcanzarás solemne loco... ¡siempre que lo permita tu estatura! Pedro Bonifacio Palacios
Re: ... de poetas, cuentos y leyendas ATLAS DEL INFIERNO Alejandro Dolina Enzo Lucione, el predicador, creía que la intimidación era el mejor recurso para que los pecadores se arrepintieran. Durante toda su vida había recorrido el barrio de Flores, casa por casa, anunciando que se venía el fin del mundo, que el Juicio Final nos iba a agarrar a todos inconfesos y que el Diablo se estaba frotando las manos. Era un hombre brutal. Resuelto a defender la causa del bien, lo hacía sin misericordia. Muchas veces, agotados sus escasos argumentos, procedía a la conversión de impíos con una pistola ballester-Molina que - según Lucione - era más eficaz que la Biblia. Lo habían echado del Ejército de Salvación, de los Testigos de Jehová y de los mormones. Junto a un grupo de amigos aficionados al tango fundó la secta Los Esparos del Ñorse. Todos los sábados recorrían las milongas y mientras bailaban les murmuraban amenazas bíblicas a las muchachas, tratando de redimirlas, o en todo caso, de seducirlas. Lucione carecía de todo encanto. Su lenguaje era muy limitado y sus conocimientos casi nulos. Aconsejado por un chofer de camionetas, resolvió reemplazar sus discursos de compadrito por un folleto explicativo, cuya redacción encargó al bibliotecario Vicente Peluffo. Peluffo, que era ateo, tardó seis años en terminar el trabajo. En realidad, lo que hizo fue un brevísimo atlas del Infierno, prolijo, austero, despojado de toda grandilocuencia. Lucione protestó alegando que las calles que él recorría eran tan horribles que se necesitaba un Infierno muy riguroso para que los vecinos no lo sintieran como una mejora. Peluffo prometió corregirlo, pero nunca lo hizo. Transcribimos su texto completo. Descripción del infierno 1) Ubicación Las opiniones son muchísimas. Los romanos los situaban bajo el Polo Norte. Gregorio Magno hablaba de un volcán de las islas Lípari. Otros han señalado el Etna, o el centro de la Tierra, o las Antípodas, o el Sol, o el valle de Josafat. En el Huon de Bordeaux se dice que el infierno es una isla llamada Moysant. Hugo de Auvernia jura que encontró la puerta del infierno en el lejano Oriente. Acerca de las puertas, se conocen varias: el pozo de San Patricio, en una de las islas del lago Derg, en Irlanda; el fondo de un lago cerca de Pozzuoli; la que se llama Averno, ubicada en el camino del cabo Tenaro, que fue la que utilizó Heracles para raptar a Cerbero; en la vecindad de Heraclea del Ponto, en Trecén; debajo de Jerusalém; en la boca de los volcanes; en ceram, una de las islas Molucas. La principal de las entradas tiene nueve puertas: tres de bronce, tres de acero y tres de diamante. En general se coincide en que el Infierno está bajo la corteza de la Tierra. Los sabios de la Antigüedad creían que bajo los ínfimos sótanos estaban las raíces del Árbol de la vida y del Árbol del Conocimiento, cuyas ramas superiores rozan el Trono del Señor. Los griegos decían que bajo el infierno había otra instalación aún más profunda: el Tártaro. La distancia entre la Tierra y el Infierno era la misma que entre el Infierno y el Tártaro. Esta distancia fue precisada en distintas ocasiones y era exactamente la longitud recorrida en caída libre por cualquier cuerpo al cabo de nueve días. Sin embargo, la palabra egea tar se relaciona siempre con la idea de occidentalidad, así como salma indica la orientalidad. De este modo tar-tar significaría "muy, muy al oeste". 2) Extensión El propio Satanás midió una vez el Infierno, por orden de Cristo, y calculó que desde la puerta hasta el fondo había 100.000 millas. Resulta extraño que un establecimiento situado en el interior de la Tierra sea mucho más largo que el diámetro de ésta. Otra cuestión aparece: si el Infierno es eterno, la Tierra también debe serlo. Pero hay dictámenes en disidencia: Milton no ubica al Infierno en el centro de la Tierra sino a una distancia tres veces mayor que la que nos separa del planeta más lejano (unos 990.000.000 de leguas); el jesuita Cornelio Lapide calcula unos 200 nudos. El ruso Salzman, que es jugador de dados, conjeturó que un lugar destinado a desagradar debía ser ante todo chico. Los réprobos debían estar amontonados unos sobre otros, sin privacidad, porque la privacidad es también libertad. Salzman sostenía que así como en el cielo (o en el amor) el deleite está dado por quien nos acompaña, en el infierno el principal tormento consiste en la vecindad de personas poco recomendables. 3) Centros urbanos Emmanuel Swedenborg, que recorrió prolijamente el cielo y el infierno, declara que las ciudades terrestres tienen su doble en las alturas y su triple en el abismo. Existe una Londres celeste y una Montevideo infernal, para deleite de los bienaventurados ingleses y para tormento de los réprobos uruguayos. En todo caso Swedenborg juraba que la vida de ultratumba no era una condena ni una recompensa, sino una elección. Los malvados elegían el infierno. O mejor dicho, el lugar que elegían los malvados se convertía por esa misma razón en el infierno. Dante representa la ciudad de Dite, rodeada de fosos hediondos, torres de fuego y murallas de hierro. San Buenaventura cree que el Infierno es enteramente urbano. Sin embargo, innumerables cronistas consignan la existencia del continente helado, al este del Orco. Allí viven las arpías, las hidras, las gorgonas y las quimeras. Es una región de tempestades perpetuas, de huracanes y de granizo. La capital del infierno es Pandemonium, que más que una ciudad es el castillo y cuartel privado del Diablo. Esta construcción puede considerarse una criatura, pues responde a las órdenes de Satán. Con sólo decir una palabra aparecen o desaparecen habitaciones, se abren o cierran puertas, etc. El Pandemonium manifiesta el mayor de los lujos, pero también el más tremendo horror. Desde sus torres más altas es posible ver todo el Infierno. Además de las habitaciones del Príncipe del Mal, están los aposentos de los demonios principales: Asmodeo, Abadón, Mamón, Belial, Leviatán, Mefistófeles, Belcebú, Astaroth. Se trata de antiguos Serafines y Querubines, que después de la Caída se convirtieron en ministros y alcahuetes de Satán. A pesar de los esfuerzos que se hacen por conservarlo, el Pandemonium muestra un aspecto bastante ruinoso. Esto sucede en todas las construcciones del Infierno. Otros hablan de la Babilonia infernal, perpetuamente incendiada, recorrida por aguas turbias y cubiertas por un cielo de hielo y bronce. Los vientos son helados y abrasadores. Las plantas son siempre venenosas y los animales son monstruosos cuya razón de existir es atormentar a los condenados. 4) Hidrografía Hagamos mención de los principales ríos: * Cosito: también es llamado Río de los Lamentos, a causa de los lastimeros sonidos que en sus orillas resuenan. Su corriente es muy fría y se dice que sus aguas no son otra cosa que las lágrimas de los condenados. Se une con el Flegeronte, que es el río de las llamas, en una gran cascada de la que nace el Aqueronte. * Aqueronte: es el río que atraviesan las almas para llegar al reino de los muertos. Es un río lento, negro y profundo, de aguas amargas y orillas imprecisas, cubiertas de cañaverales. Los romanos lo situaban en las cercanías del Polo Sur. El barquero Caronte se ocupa de cruzar a las almas hasta la orilla opuesta del río. Se trata de un viejo horripilante que conduce la barca, pero no rema. En verdad, obliga a las mismas a hacerlo. Por cada viaje cobra un óbolo y es por eso que los antiguos sepultaban a los puertos con una moneda en la boca. Cuando Heracles visitó los infiernos, le dio una soberana paliza y lo obligó a pasearlo. * Leteo: es el río del que bebían los muertos para olvidar su vida terrestre. Se le llama también Fuente del Olvido. Algunos dicen que el famoso licor que limpia los ayeres no es otra cosa que agua del Leteo. Su curso es silencioso y apacible, aunque lleno de caprichosas sinuosidades. Los condenados procuran inútilmente mojarse con una gota de estas aguas para perder en dulce olvido el sentimiento de todos sus males. Pero jamás lo logran. La mismísima Medusa custodia esta corriente. * Estigia: sus aguas tienen propiedades mágicas. Es el río en el que Tetis sumergió a su hijo Aquiles para hacerlo invulnerable. Los dioses los usaban para comprometerse por juramento. El procedimiento usual era el siguiente: Zeus enviaba a Iris a llenar una jarra, ante la cual se juraba. Si el dios cometía perjurio le esperaba un castigo horroroso. Permanecía un año sin respiración. Tampoco podía comer ni beber. Finalizado ese año, quedaba durante otros nueve al margen de los dioses, sin participar de sus reuniones y festines. El río Estigia tiene origen en una fuente de la Arcadia, cerca de Nonacris, que tal vez quiere decir "nueve precipicios". Sir James Frazer visitó el lugar en 1895 y explicó la descripción de Hesíodo, que habla de pilares de plata, observando que durante el invierno enormes carámbanos cuelgan sobre los desfiladeros. La fuente brota de una roca y luego se pierde bajo la tierra. Sus aguas son venenosas, quiebran el hierro y los metales y no es posible llenar con ella ninguna vasija o recipiente sin que se rompa. Sólo los cascos de los caballos la resisten. Suele contarse que Alejandro de Macedonia murió envenenado por esa agua. Sin embargo, Frazer declaró que un análisis químico había revelado la ausencia de sustancias venenosas. 5) Población La raza diabólica es muy numerosa. Algunos calculan que llegan a sumar 10.000 billones. En 1273, el cardenal de Tusculum recibió una revelación divina, conforme a la cual los demonios serían 133.306.668. La tradición hebrea hablaba de una cantidad menor: apenas 200, según el libro de Enoc. Además de los demonios viven en el Infierno numerosos monstruos adjuntos que ayudan en las torturas y - por supuesto - los condenados. El número de estos último se obtiene calculando la cantidad de personas que han muerto desde Adán y restando a la cifra obtenida la suma de los que han ido al Cielo y al Purgatorio. 6) Decadencia del Infierno El poder del Diablo es limitado. No puede estar presente mucho tiempo en un lugar. Aparenta belleza, pero siempre alguna parte de su cuerpo presenta alguna deformación. Lo quema el agua bendita. Lo sigue siempre una estela de olor inmundo. Pero tal vez la peor de sus limitaciones sea la imposibilidad de ordenar y mantener una estructura tan enorme y compleja como el Infierno. Todos están demasiado viejos. Los ministros se han vuelto perezosos. Los demonios activos se cansaron ya. Las tentaciones tienden a la ineficacia. Los pactos diabólicos son cada vez más escasos. Los hombres se condenan solos, por mera estupidez o malevolencia, sin que haga falta la intervención demoníaca. Una vez muertos, tampoco es necesario ocuparse de atormentarlos, pues ellos mismo cumplen esta tarea con insólita eficacia. De este modo, el Infierno está lleno de legiones ociosas que vagan entre las llamas sin saber qué hacer. 7) Ventajas del Infierno Sin caer en el consuelo insolvente, hay que decir que el condenado puede hallar alivio a sus dolores merced al poder de adaptación que es proverbial en la raza humana. Al cabo de mil años ardiendo, uno empieza a acostumbrarse. Es esencial en un gran dolor su carácter sorpresivo. En otro orden de cosas, quien se halla en el abismo no puede ser amenazado, ya que la amenaza consiste en prometer un mal. El mismo razonamiento nos hace advertir que en el Infierno nadie tiene miedo. Y una cosa más: toda noticia es buena. Caprichos jurídicos Conviene que los espíritus leguleyos anoten estas normas extravagantes. Es posible salir del Infierno, salvo que uno haya cometido algo en él. Después del primer bocado, las puertas se cierran para siempre. Los tormento son perpetuos e incesantes, pero Dios concede recreos. Tal vez el Día de Navidad. Una leyenda de finales del siglo IV relata la visita de San pablo y el arcángel Miguel al reino de la perdición. Al ver el sufrimiento de los pecadores rogaron a Dios misericordia. Jesús se presentó en persona en el Infierno y concedió a todas las almas la gracia de no sufrir tormento alguno desde la hora nona del sábado hasta la prima del lunes. San Pedro Damián cuenta que cerca de Pozzuoli hay unas aguas pestíferas desde donde surgen unos pájaros espantosos que sólo son visibles desde la noche del sábado a la mañana del lunes. Jamás se alimentan. No es posible cazarlos. Algunos creen que son almas de condenados que disfrutan del consuelo concedido por Cristo. Sin embargo, los ruegos de los santos no deben ser muy frecuentes: suele afirmarse que los huéspedes del Paraíso hallan deleite en contemplar el sufrimiento de las almas en el Averno. Cualquier puede imaginar la escena: una morralla de papanatas celestiales asomada al abismo, burlándose con gritos chuscos, arrojando porquerías y escupiendo. Abajo, ente las llamas, los condenados alzan puños como brasas, mientras gritan: - ¡Hijos de puta! Dios mismo pone fin a la vergonzosa escena, echando a patadas a la patota de santurrones. El hombre moderno, ansioso de mediciones exactas, desea saber qué posibilidades tiene de salvarse. Julián Loriot, célebre orador del siglo XVII, elaboró estadísticas consultando a un resucitado: de cada sesenta mil muertos uno va al Paraíso, trea al purgatorio y 59.996 almas marchan al Infierno. Juan Crisóstomo calculaba que no había más de cien elegidos en toda la población de Constantinopla. Un eremita se le apareció a San Bernardo en su lecho de muerte y le aseguró que de los treinta mil muerto de aquel día se salvarían sólo dos. En cuanto al Juicio Final, debe recordarse que tendrá lugar en el valle de Josafat, no lejos de Jerusalén, y después de la resurrección, que habrá puesto a los condenados en posición de sus hediondos y deformados cuerpos. Cristo dictará la sentencia en lengua siríaca. En 1274, el Concilio de Lyón fundó el purgatorio. Allí van los que no son malos del todo y pueden beneficiarse con las oraciones y actos piadosos de los vivos. Enzo Lucione repartió entre los vecinos el folleto creado por Peluffo pensando que una amenaza impresa es más eficaz que una verbal. Sin embargo, la gente siguió pecando. Los vigilantes, que saben de amenazas, enseñaban que el mal prometido debe parecer inminente. No importa tanto la aspereza de una castigo como la certeza y proximidad de su ejecución. Los delincuentes menos dotados sometidos a interrogatorio suelen confesar sus crímenes sólo para terminar con las presiones y los cachetazos. No calculan que el precio de ese alivio será una terrible condena. Las mentes pobres no reaccionan sino ante peligros inmediatos. El Infierno es lejano y acaso inexistente. Agotados los folletos, Lucione abandonó su misión de salvar almas y se perdió en el olvido.
Re: ... de poetas, cuentos y leyendas Inés del Alma Mía Isabel Allende —¿Creéis que aún hay oportunidades para hombres como nosotros en la Terra Nova? —preguntó Valdivia—. Han transcurrido cuarenta y tres años desde el arribo de Colón y veintiséis desde que Cortés conquistó México… —Y veintiséis también desde que Fernando de Magallanes inició su viaje alrededor del mundo. Como veis, la Tierra está en expansión, las oportunidades son infinitas. No sólo el Nuevo Mundo está abierto a la exploración, también África, India, las islas Filipinas y mucho más —insistió el joven Alderete. Le repitió lo que ya se comentaba en cada rincón de España: la conquista del Perú y su fastuoso tesoro. Unos años antes, dos soldados desconocidos, Francisco Pizarro y Diego de Almagro, se asociaron en la empresa de llegar hasta el Perú. Desafiando homéricos peligros en mar y tierra realizaron dos viajes: partieron de Panamá en sus naves y avanzaron por la despedazada costa del Pacífico a tientas, sin mapas, rumbo al sur, siempre el sur. Se guiaban por los rumores oídos a los indios de diversas tribus sobre un lugar donde los utensilios de cocina y labranza tenían esmeraldas incrustadas, por los arroyos fluía plata líquida, y las hojas de los árboles y los escarabajos eran de oro vivo. Como no sabían con precisión adónde iban, debían detenerse y bajar a tierra para explorar esas regiones, nunca antes pisadas por planta europea. En el camino murieron muchos castellanos y otros sobrevivieron alimentándose de culebras y sabandijas. En el tercer viaje, en el que no participó Diego de Almagro porque estaba reclutando soldados y consiguiendo financiamiento para otra nave, Pizarro y sus hombres alcanzaron por fin el territorio de los incas. Sonámbulos de fatiga y sudor, extraviados de mar y cielo, los españoles descendieron de sus maltrechas embarcaciones en una tierra benigna de valles fértiles y majestuosas montañas, muy distinta a las junglas envenenadas del norte. Eran sesenta y dos zaparrastrosos caballeros y ciento seis exhaustos soldados de a pie. Echaron a andar con cautela en sus pesadas armaduras, llevando una cruz delante, los arcabuces cargados y las espadas desnudas. Les salieron al encuentro gentes color madera, vestidas con finas telas de colores, que hablaban una lengua de vocales dulces y se mostraban asustadas porque nunca habían visto nada como esos seres barbudos, mitad bestia y mitad hombre. La sorpresa debió de ser similar por ambas partes, ya que los navegantes no esperaban hallar una civilización como aquélla. Quedaron perplejos ante las obras de arquitectura e ingeniería, los tejidos y las joyas. El inca Atahualpa, soberano de aquel imperio, se encontraba entonces en unas termas de aguas curativas, donde acampaba con un lujo comparable al de Solimán el Magnífico, en compañía de miles de cortesanos. Has-ta allí llegó uno de los capitanes de Pizarro para invitarlo a conferenciar. El Inca lo recibió con su fastuoso séquito en una tienda blanca, rodeado de flores y árboles frutales, plantados en maceteros de metales preciosos, y entre piscinas de agua caliente, donde jugaban centenares de princesas y nubes de niños. Estaba oculto por una cortina, porque nadie podía mirarlo a la cara, pero la curiosidad pudo más que el protocolo y Atahualpa hizo quitar la cortina para observar de cerca al extranjero barbudo. El capitán se encontró frente a un monarca aún joven y de agradables facciones, sentado en un trono de oro macizo, bajo un baldaquín de plumas de papagayo. A pesar de las extrañas circunstancias, una chispa de simpatía mutua surgió entre el soldado español y el noble quechua. Atahualpa ofreció al pequeño grupo de visitantes un banquete en vajillas de oro y plata con incrustaciones de amatistas y esmeraldas. El capitán transmitió al Inca la invitación de Pizarro, pero se sentía acongojado porque sabía que era una trampa para hacerlo prisionero, de acuerdo con la estrategia habitual de los conquistadores en esos casos. Le bastaron pocas horas para aprender a respetar a esos indígenas; nada tenían de salvajes, al contrario, eran más civilizados que muchos pueblos de Europa. Comprobó, admirado, que los incas tenían conocimientos avanzados de astronomía y habían elaborado un calendario solar; además, llevaban el censo de los millones de habitantes de su extenso imperio, que controlaban con impecable organización social y militar. Sin embargo, carecían de escritura, sus armas eran primitivas, no usaban la rueda ni tenían animales de carga o de montar, sólo unas delicadas ovejas de patas largas y ojos de novia, las llamas. Adoraban al Sol, que sólo exigía sacrificios humanos en ocasiones trágicas, como una enfermedad del Inca o reveses en la guerra, entonces era necesario aplacarlo con ofrendas de vírgenes o niños. Engañados por falsas promesas de amistad, el Inca y su extensa corte llegaron sin armas a la ciudad de Cajamarca, donde Pizarro había preparado una encerrona. El soberano viajaba en un palanquín de oro llevado en andas por sus ministros; le seguía su serrallo de hermosas doncellas. Los españoles, después de dar muerte a miles de sus cortesanos, que intentaron protegerlo con sus cuerpos, hicieron prisionero a Atahualpa. —No se habla de otra cosa que del tesoro del Perú. La noticia es como fiebre, ha contagiado a media España. Decidme, ¿es cierto lo que se cuenta? —preguntó Valdivia. —Cierto, aunque parezca increíble. A cambio de su libertad, el Inca ofreció a Pizarro el contenido en oro de una habitación de veintidós pies de largo por diecisiete de ancho y nueve de altura. —¡Es una suma imposible! —Es el rescate más alto de la Historia. Llegó en forma de joyas, estatuas y vasos, pero fueron derretidos para convertirlos en barras marcadas con el sello real de España. De nada le sirvió a Atahualpa entregar semejante fortuna, que sus súbditos trajeron desde los más apartados lugares del imperio como diligentes hormigas; Pizarro, después de tenerlo prisionero durante nueve meses, lo condenó a ser quemado vivo. A última hora conmutó la sentencia por una muerte más amable, el garrote vil, a cambio de que el Inca accediese a ser bautizado —explicó Alderete. Agregó que Pizarro creía tener buenas razones para hacerlo, ya que supuestamente el cautivo había instigado desde su celda una sublevación. Según decían los espías, había doscientos mil quechuas provenientes de Quito y treinta mil caribes, que comían carne humana, listos para marchar contra los conquistadores en Cajamarca, pero la muerte del Inca los obligó a desistir. Más tarde se supo que aquel inmenso ejército no existía.
Re: ... de poetas, cuentos y leyendas Especialmente en abril se echa a la calle la vida. Cicatrizan las heridas y al corazón, como al sol, se le alegra la mirada y se abre paso entre las nubes. Al paisaje se le suben los colores a la cara. Y apetece ir donde cubre a nadar contra corriente. En abril especialmente –en Buenos Aires, octubre –. Se ruega al señor «fulano de tal» –dice la voz de la conciencia malherida– que haga el favor de personarse urgentemente en la salida. Que el día más insospechado y de cualquier manera, en el lugar más imprevisto se puede aparecer la primavera. Especialmente en abril la razón se indisciplina y como una serpentina se enmaraña por ahí. Van buscando los rincones, sofocadas, las parejas Hacen planes y se dejan llevar por las emociones. Sin atender, imprudentes, el consejo de Neruda: «que las nieves son más crudas en abril, especialmente». Se ruega al señor «fulano de tal» –dice la voz de la conciencia malherida– que haga el favor de personarse urgentemente en la salida. Que el día más insospechado y de cualquier manera, en el lugar más imprevisto se puede aparecer la primavera. Especialmente en abril...
Re: ... de poetas, cuentos y leyendas La rana y el príncipe (Joan Manuel Serrat) Él era un auténtico príncipe azul más estirado y puesto que un maniquí, que habitaba un palacio como el de Sissí y salía en las revistas del corazón, que cuando tomaba dos copas de más la emprendía a romper maleficios a besos. Más de una vez, con anterioridad, tuvo Su Alteza problemas por eso. Un reflejo que a la luna se le escapó, en la palma de un nenúfar la descubrió; y como en él era frecuente, inmediatamente la reconoció. Ella era una auténtica rana común que vivía ignorante de tal redentor, cazando al vuelo insectos de su alrededor sin importarle un rábano el porvenir. Escuchaba absorta a un macho croar con la sangre alterada por la primavera, cuando a traición aquel monstruoso animal en un descuido la hizo prisionera. A la luz de las estrellas le acarició tiernamente la papada y la besó. Pero salió rana la rana y Su Alteza en rana se convirtió. Con el agua a la altura de la nariz descubrió horrorizado que para una vez que ocurren esas cosas, funcionó al revés; y desde entonces sólo hace que brincar y brincar. Es difícil su reinserción social. No se adapta a la vida de los batracios y la servidumbre, como es natural, no le permite la entrada en palacio. Y en el jardín frondoso de sus papás, hoy hay un príncipe menos y una rana más.
Re: ... de poetas, cuentos y leyendas Ines del Alma mía Isabel Allende —De todos modos, cuesta explicarse cómo un puñado de españoles pudo derrotar a la refinada civilización que describís. Estamos hablando de un territorio mayor que Europa —dijo Pedro de Valdivia. —Era un imperio muy vasto, pero frágil y joven. Cuando llegó Pizarro, tenía sólo un siglo de existencia. Además, los incas vivían en la molicie, nada pudieron hacer frente a nuestro coraje, las armas y los caballos. —Supongo que Pizarro se alió con los enemigos del Inca, como hizo Hernán Cortés en México. —Así es. Atahualpa y su hermano Huáscar mantenían una guerra fratricida, y de eso se valieron Pizarro y luego Almagro, quien llegó al Perú poco después, para derrotar a ambos. Alderete explicó que en el imperio del Perú no se movía una hoja sin conocimiento de las autoridades, todos eran siervos. Con parte del tributo que pagaban los súbditos, el Inca alimentaba y protegía a huérfanos, viudas, enfermos y ancianos, y guardaba reservas para los malos tiempos. Pero, a pesar de estas razonables medidas, inexistentes en España, el pueblo detestaba al soberano y a su corte, porque vivía sometido a la servidumbre por las castas de los militares y religiosos, los orejones. Según dijo, al pueblo le daba lo mismo hallarse bajo el dominio de los incas o de los españoles, por eso no opuso mucha resistencia a los invasores. En todo caso, la muerte de Atahualpa dio la victoria a Pizarro; al descabezar el cuerpo del imperio, éste se desmoronó. —Esos dos hombres, Pizarro y Almagro, bastardos sin educación ni fortuna, son el mejor ejemplo de lo que puede alcanzarse en el Nuevo Mundo. No sólo se han hecho riquísimos, sino que han sido colmados de honores y títulos por nuestro emperador —agregó Alderete. —Sólo se habla de fama y riqueza, sólo se cuentan las empresas exitosas: oro, perlas, esmeraldas, tierras y pueblos sometidos, nada se dice de los peligros —arguyó Valdivia. —Tenéis razón. Y los peligros son infinitos. Para conquistar esos suelos vírgenes se requieren hombres de mucho temple. Valdivia enrojeció. ¿Acaso ese joven dudaba de su temple? Pero enseguida razonó que, de ser así, estaba en su derecho. Hasta él mismo dudaba; hacía mucho tiempo que no ponía a prueba su propio coraje. El mundo estaba cambiando a pasos de gigante. Le había tocado nacer en una época espléndida en la que por fin se revelaban los misterios del Universo: no sólo la Tierra había resultado ser redonda, también había quienes sugerían que ésta giraba en torno al Sol y no a la inversa. ¿Y qué hacía él mientras todo eso ocurría? Contaba corderos y cabras, recolectaba bellotas y aceitunas. Una vez más Valdivia tuvo conciencia de su hastío. Estaba harto de ganado y labradíos, de jugar a los naipes con los vecinos, de misas y rosarios, de releer los mismos libros —casi todos prohibidos por la Inquisición— y de varios años de abrazos obligados y estériles con su mujer. El destino, encarnado en ese joven de refulgente entusiasmo, golpeaba una vez más a su puerta, tal como lo hiciera en los tiempos de Lombardía, Flandes, Pavía, Milán, Roma. —¿Cuándo partís a las Indias, Jerónimo? —Este mismo año, si Dios me lo permite. —Podéis contar conmigo —dijo Pedro de Valdivia en un susurro, para que Marina no le oyera. Tenía la mirada fija en su espada toledana, que colgaba sobre la chimenea. En 1537 me despedí de mi familia, a quien ya no volvería a ver, y viajé con mi sobrina Constanza a la hermosa Sevilla, perfumada de azahar y jazmín, y de allí, navegando por las claras aguas del Guadalquivir, llegamos al bullicioso puerto de Cádiz, con sus callejuelas de adoquines y sus cúpulas moriscas. Nos embarcamos en la nave del maestro Manuel Martín, de tres mástiles y doscientas cuarenta toneladas, lenta y pesada, pero segura. Una fila de hombres llevó a bordo la carga: barriles de agua, cerveza, vino y aceite, sacos de harina, carne seca, aves vivas, una vaca y dos cerdos para consumir en el viaje, además de varios caballos, que en el Nuevo Mundo se vendían a precio de oro. Vigilé que mis bultos, bien amarrados, fuesen dispuestos en el espacio que el maestro Martín me asignó. Lo primero que hice al instalarme con mi sobrina en nuestra pequeña cabina fue disponer un altar para Nuestra Señora del Socorro. —Tenéis mucho valor al emprender este viaje, doña Inés. ¿Dónde os espera vuestro marido? —quiso saber Manuel Martín. —En verdad lo ignoro, maestro. —¿Cómo? ¿No os espera en Nueva Granada? — M e e n v i ó s u ú l t i m a c a r t a d e s d e u n l u g a r q u e l l a m a n C o r o , e n V e n e z u e l a , p e r o e s o f u e h a c e t i e m p o y p u e d e s e r q u e y a n o s e e n c u e n t r e a l l í . —Las Indias son un territorio más vasto que todo el resto del mundo conocido. No os será fácil hallar a vuestro marido. —Lo buscaré hasta encontrarlo. —¿Cómo, señora mía? —Como es habitual, preguntando… —Os deseo suerte, entonces. Ésta es la primera vez que viajo con mujeres. Os ruego, a vos y a vuestra sobrina, que seáis prudentes —agregó el maestro. —¿Qué queréis decir? —Ambas sois jóvenes y nada mal parecidas. Sin duda adivináis a qué me refiero. Tras una semana en alta mar, la tripulación comenzará a padecer la falta de mujer y, habiendo dos a bordo, la tentación será fuerte. Además, los marineros creen que la presencia femenina atrae tormentas y otras desgracias. Por vuestro bien y mi tranquilidad, preferiría que no tuvierais trato con mis hombres. El maestro era un gallego bajo, de anchas espaldas y piernas cortas, con una nariz prominente, ojillos de roedor y la piel curtida, como el cuero, por la sal y los vientos de las travesías. Se había embarcado de grumete a los trece años y podía contar en una mano los años que había pasado en tierra firme. Su aspecto tosco contrastaba con la gentileza de sus modales y la bondad de su alma, como sería evidente más tarde, cuando vino en mi ayuda en un momento de mucha necesidad. Es una lástima que entonces yo no supiese escribir, porque habría comenzado a tomar notas. Aunque no sospechaba aún que mi vida merecería ser contada, aquel viaje debió ser registrado en detalle, ya que muy poca gente ha cruzado la salada extensión del océano, aguas de plomo, hirvientes de vida secreta, pura abundancia y terror, espuma, viento y soledad. En este relato, escrito muchos años después de los hechos, deseo ser lo más fiel a la verdad posible, pero la memoria es siempre caprichosa, fruto de lo vivido, lo deseado y la fantasía. La línea que divide la realidad de la imaginación es muy tenue, y a mi edad ya no interesa porque todo es subjetivo. La memoria también está teñida por la vanidad. Ahora la Muerte está sentada en una silla cerca de mi mesa, esperando, pero todavía me alcanza la vanidad no sólo para ponerme carmín en las mejillas cuando vienen visitas, sino para escribir mi historia. ¿Hay algo más pretencioso que una autobiografía? Yo nunca había visto el océano; creía que era un río muy ancho, pero no imaginé que no se vislumbraba la otra orilla. Me abstuve de hacer comentarios para disimular mi ignorancia y el miedo que me heló los huesos cuando la nave salió a aguas abiertas y comenzó a menearse. Éramos siete pasajeros, y todos, menos Constanza, quien tenía el estómago muy firme, nos mareamos. Tanto fue mi malestar, que al segundo día le rogué al maestro Martín que me facilitara un bote para remar de vuelta a España. Lanzó una carcajada y me obligó a tragar una pinta de ron que tuvo la virtud de transportarme a otro mundo durante treinta horas, al cabo de las cuales resucité, demacrada y verde; sólo entonces pude beber un caldo que mi gentil sobrina me dio a cucharaditas. Habíamos dejado atrás la tierra firme y navegábamos en aguas oscuras, bajo un cielo infinito, en el mayor desamparo. No podía imaginar cómo el piloto se orientaba en ese paisaje siempre idéntico, guiándose con su astrolabio y las estrellas en el firmamento. Me aseguró que podía estar tranquila, pues había hecho el viaje muchas veces y la ruta era bien conocida por españoles y portugueses, que llevaban décadas recorriéndola. Las cartas de navegación ya no eran secretos bien guardados, hasta los malditos ingleses las poseían. Otra cosa eran las cartas del estrecho de Magallanes o de la costa del Pacífico, me aclaró; los pilotos las cuidaban con sus vidas, pues eran más valiosas que cualquier tesoro del Nuevo Mundo. Nunca me acostumbré al movimiento de las olas, el crujido de las tablas, el rechinar de los hierros, el golpeteo incesante de las velas azotadas por el viento. De noche apenas podía dormir. De día me atormentaban la falta de espacio y, sobre todo, los ojos de perro en celo con que me miraban los hombres. Debía conquistar mi turno en el fogón para colocar nuestra olla, así como la privacidad para usar la letrina, un cajón con un orificio suspendido sobre el océano. Constanza, por el contrario, jamás se quejaba y hasta parecía contenta. Cuando llevábamos un mes de viaje, los alimentos empezaron a escasear y el agua, ya descompuesta, fue racionada. Trasladé la jaula con las gallinas a nuestro camarote porque me robaban los huevos, y dos veces al día las sacaba a tomar el aire atadas con un cordel por una pata. En una ocasión tuve que usar mi sartén de hierro para defenderme de un marinero más osado que los demás, un tal Sebastián Romero, cuyo nombre no he olvidado porque sé que nos encontraremos en el purgatorio. En la promiscuidad de la nave, este hombre aprovechaba la menor ocasión para echarse encima de mí, pretextando el movimiento natural de las olas. Le advertí una y otra vez que me dejara en paz, pero eso aún lo excitaba más. Una noche me sorprendió sola en el reducido espacio bajo el puente destinado a la cocina. Antes de que alcanzara a darme un zarpazo, sentí su aliento fétido en la nuca y, sin pensarlo dos veces, di media vuelta y le mandé un sartenazo en la cabeza, tal como años antes había hecho con el pobre Juan de Málaga, cuando intentó golpearme. Sebastián Romero tenía el cráneo más blando que Juan y cayó despatarrado al suelo, donde permaneció dormido por varios minutos, mientras yo buscaba unos trapos para vendarlo. No derramó tanta sangre como cabía esperar, aunque después se le hinchó la cara y se le volvió color de berenjena. Lo ayudé a ponerse de pie y, como a ninguno de los dos nos convenía dar a conocer la verdad, acordamos que se había golpeado contra una viga. Entre los pasajeros de la nave iba un cronista y dibujante, Daniel Belalcázar, enviado por la Corona con la misión de trazar mapas y dejar testimonio de sus observaciones. Era un hombre de unos treinta y tantos años, delgado y fuerte, de rostro anguloso y piel cetrina, como un andaluz. Trotaba de proa a popa y de vuelta durante horas, para ejercitar los músculos, se peinaba con una trenza corta y llevaba un aro de oro en la oreja izquierda. La única vez que un miembro de la tripulación se burló de él, lo derribó de un puñetazo en la nariz y ya no volvieron a molestarlo. Belalcázar, quien había comenzado sus viajes muy joven y conocía las costas remotas de África y Asia, nos contó que en una ocasión fue hecho prisionero por Barbarroja, el temible pirata turco, y vendido como esclavo en Argelia, de donde pudo escapar al cabo de dos años, después de muchos sufrimientos. Llevaba siempre bajo el brazo un grueso cuaderno, envuelto en una tela encerada, donde escribía sus pensamientos con una letra minúscula, como las hormigas. Se entretenía dibujando a los marineros en sus tareas y en especial a mi sobrina. En preparación para el convento, Constanza se vestía como una novicia, con un hábito de tela burda cosido por ella misma, y se cubría la cabeza con un triángulo de la misma tela, que no le dejaba un solo cabello a la vista, le tapaba la mitad de la frente y se cerraba bajo el mentón. Sin embargo, este horroroso atuendo no ocultaba su porte altivo ni sus espléndidos ojos, negros y relucientes, como aceitunas. Belalcázar consiguió primero que posara para él, luego que se quitara el trapo de la cabeza y por fin que se soltara el moño de anciana y permitiera que la brisa alborotara sus rizos negros. Digan lo que digan los documentos con sellos oficiales sobre la pureza de sangre de nuestra familia, sospecho que por nuestras venas corre bastante sangre sarracena. Constanza, sin el hábito, parecía una de esas odaliscas de tapicería otomana. Llegó un día en que empezamos a pasar hambre. Entonces me acordé de las empanadas y convencí al cocinero, un negro del norte de África con el rostro bordado de cicatrices, para que me facilitara harina, grasa y un poco de carne seca, que puse a remojar en agua de mar antes de cocinarla. De mis propias reservas aporté aceitunas, pasas, unos huevos cocidos, picados en trocitos, para que cundieran, y comino, una especia barata que da un sabor peculiar al guiso. Habría dado cualquier cosa por unas cebollas, de esas que sobraban en Plasencia, pero no quedaba ninguna en la bodega. Cociné el relleno, sobé la masa y preparé empanadas fritas, porque no había horno. Tuvieron tanto éxito, que a partir de ese día todos contribuían con algo de sus provisiones para el relleno. Hice empanadas de lentejas, garbanzos, pescado, gallina, salchichón, queso, pulpo y tiburón, y me gané así la consideración de los tripulantes y pasajeros. El respeto lo obtuve, después de una tormenta, cauterizando heridas y componiendo huesos quebrados de un par de marineros, como había aprendido a hacer en el hospital de las monjas, en Plasencia. Ése fue el único incidente digno de mención, aparte de haber escapado de corsarios franceses que acechaban las naves de España. Si nos hubiesen dado alcance —como explicó el maestro Manuel Martín—, habríamos sufrido un terrible fin, porque estaban muy bien armados. Al conocer el peligro que se cernía sobre nosotros, mi sobrina y yo nos arrodillamos ante la imagen de Nuestra Señora del Socorro a rogarle con fervor por nuestra salvación, y ella nos hizo el milagro de una neblina tan densa, que los franceses nos perdieron de vista. Daniel Belalcázar dijo que la neblina estaba allí antes de que empezáramos a rezar; el timonel sólo tuvo que enfilar hacia ella. Este Belalcázar era hombre de poca fe pero muy entretenido. Por las tardes nos deleitaba con relatos de sus viajes y de lo que veríamos en el Nuevo Mundo. «Nada de cíclopes, ni gigantes, ni hombres con cuatro brazos y cabeza de perro, pero encontraréis con seguridad seres primitivos y malvados, especialmente entre los castellanos», se burlaba. Nos aseguró que los habitantes del Nuevo Mundo no eran todos salvajes; aztecas, mayas e incas eran más refinados que nosotros, al menos se bañaban y no andaban cubiertos de piojos.