Poemas, cuentos y leyendas

Tema en 'Temas de interés (no de plantas)' comenzado por mai^a, 27/2/08.

  1. clause

    clause Claudia

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    Re: ... de poetas, cuentos y leyendas



    Parao
    Ruben Blades
    Hay quien ve la luz al final de su tunel
    Y construye un nuevo tunel, pa´ no ver,
    Y se queda entre lo oscuro, y se consume,
    Lamentando lo que nunca llegó a ser.
    Yo no fui el mejor ejemplo y te lo admito,
    Fácil es juzgar la noche al otro día;
    Pero fui sincero, y éso sí lo grito,
    Que yo nunca he hipotecado al alma mía!
    Si yo he vivido parao, ay que me entierren parao;
    Si pagué el precio que paga el que no vive arrodillao!
    La vida me ha restregao, pero jamás me ha planchao.
    En la buena y en la mala, voy con los dientes pelaos!
    Sonriendo y de pie: siempre parao!

    Las desgracias hacen fuerte al sentimiento
    Si asimila cada golpe que ha aguantao.
    La memoria se convierte en un sustento,
    Celebrando cada rio que se ha cruzao.
    Me pregunto, cómo puede creerse vivo,
    El que existe pa´ culpar a los demás?
    Que se calle y que se salga del camino,
    Y que deje al resto del mundo caminar!
    A mí me entierran parao.
    Ay, que me entierren parao!
    Ahí te dejo mi sonrisa y todo lo que me han quitao.
    Lo que perdí no he llorao, si yo he vivido sobrao,
    Dando gracias por las cosas
    Que en la ruta me he encontrao.
    Sumo y resto en carne propia,
    De mi conciencia abrazao.
    Parao! aunque me haya equivocao,

    Aunque me hayan señalao,
    Parao! en agua de luna mojao,
    Disfrutando la memoria de los rios que he cruzao,
    Aunque casi me haya ahogao, sigo parao!

    Parao!
     
  2. clause

    clause Claudia

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    Re: ... de poetas, cuentos y leyendas

    Razón de vivir
    (Víctor Heredia)

    Para decidir si sigo poniendo
    Esta sangre en tierra
    Este corazón que bate su parche
    Sol y tinieblas.

    Para continuar caminando al sol
    Por estos desiertos
    Para recalcar que estoy vivo
    En medio de tantos muertos.

    Para decidir
    Para continuar
    Para recalcar y considerar
    Sólo me hace falta que estés aquí
    Con tus ojos claros.

    ¡Ay! Fogata de amor y guía
    Razón de vivir mi vida.

    Para aligerar este duro peso
    De nuestros días
    Esta soledad que llevamos todos
    Islas perdidas.

    Para descartar esta sensación
    De perderlo todo
    Para analizar por donde seguir
    Y elegir el modo.

    Para aligerar
    Para descartar
    Para analizar y considerar
    Sólo me hace falta que estés aquí
    Con tus ojos claros.

    ¡Ay! Fogata de amor y guía
    Razón de vivir mi vida.

    Para combinar lo bello y la luz
    Sin perder distancia
    Para estar con vos sin perder el ángel
    De la nostalgia.

    Para descubrir que la vida va
    Sin pedirnos nada
    Y considerar que todo es hermoso
    Y no cuesta nada.

    Para combinar
    Para estar con vos
    Para descubrir y considerar
    Sólo me hace falta que estés aquí
    Con tus ojos claros.

    ¡Ay! Fogata de amor y guía
    Razón de vivir mi vida.


     
  3. clause

    clause Claudia

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    Re: ... de poetas, cuentos y leyendas

    Ines del Alma mía
    Isabel Allende

    —Codicia, sólo codicia —agregó—. El día que los españoles
    pisamos el Nuevo Mundo, fue el fin de esas culturas. Al
    comienzo nos recibieron bien. Su curiosidad superó a la
    prudencia. Como vieron que a los extraños barbudos salidos
    del mar les gustaba el oro, ese metal blando e inútil que a
    ellos les sobraba, se lo regalaron a manos llenas. Sin
    embargo, pronto nuestro insaciable apetito y brutal orgullo
    les resultaron ofensivos. ¡Y cómo no! Nuestros soldados
    abusan de sus mujeres, entran a sus casas y toman sin permiso
    lo que se les antoja, y al primero que osa ponerse por delante lo
    despachan de un sablazo. Proclaman que esa tierra, adonde recién han llegado,
    pertenece a un soberano que vive al otro lado del mar y pretenden
    que los nativos adoren unos palos cruzados.
    —¡Que no os oigan hablar así, señor Belalcázar! Os acusarán
    de traidor al emperador y de hereje —le advertí.
    —No digo sino la verdad. Comprobaréis, señora, que los
    conquistadores carecen de vergüenza: llegan como mendigos, se
    comportan como ladrones y se creen señores.
    Esos tres meses de travesía fueron largos como tres años, pero me sirvieron para saborear la libertad. No
    había familia —salvo la tímida Constanza—, ni vecinos ni frailes observándome; no debía rendir cuentas a nadie.
    Me despojé de los vestidos negros de viuda y de la cotilla que me aprisionaba las carnes. A su vez, Daniel
    Belalcázar convenció a Constanza para que se desprendiera del hábito monjil y usara mis sayas.
    Los días parecían interminables, y las noches, aún más. La
    suciedad, la estrechez, la escasa y pésima comida, el mal
    humor de los hombres, todo contribuía al purgatorio que fue
    la travesía, pero al menos nos salvamos de las serpientes
    marinas capaces de tragarse una nave, los monstruos, los
    tritones, las sirenas que enloquecen a los marineros, las
    ánimas de los ahogados, los barcos fantasmas y los fuegos
    fatuos. La tripulación nos advirtió de estos y otros peligros
    habituales en los mares, pero Belálcazar aseguró que jamás
    había visto nada de eso.
    Un sábado de agosto arribamos a tierra. El agua del océano,
    antes negra y profunda, se volvió celeste y cristalina. El
    bote nos condujo a una playa de arenas ondulantes lamida por
    olas mansas. Los tripulantes se ofrecieron para cargarnos,
    pero Constanza y yo nos alzamos las sayas y vadeamos el agua;
    preferimos mostrar las pantorrillas a ir como sacos de harina
    sobre las espaldas de los hombres. Nunca imaginé que el mar
    fuese tibio; desde el barco parecía muy frío.
    La aldea consistía en unas chozas de cañabrava y techo de
    palma; la única calle que había era un lodazal, y la iglesia
    no existía; sólo una cruz de palo sobre un promontorio
    marcaba la casa de Dios. Los escasos habitantes de aquel
    villorrio perdido eran una mezcla de marineros de paso,
    negros y pardos, además de los indios, a los que yo veía por
    primera vez, unas pobres gentes casi desnudas, miserables.
    Nos envolvió una naturaleza densa, verde, caliente. La
    humedad empapaba hasta los pensamientos y el sol se abatía
    implacable sobre nosotros. La ropa resultaba insoportable, y
    nos quitamos los cuellos, los puños, las medias y el calzado.
    Pronto averigüé que Juan de Málaga no estaba allí. El único
    que lo recordaba era el padre Gregorio, un infortunado fraile
    dominico, enfermo de malaria y convertido en anciano antes de
    tiempo, ya que apenas había cumplido los cuarenta años y
    parecía tener setenta. Llevaba dos décadas en la selva con la
    misión de enseñar y propagar la fe de Cristo, y en sus
    andanzas se había topado un par de veces con mi marido. Me
    confirmó que, como tantos españoles alucinados, Juan buscaba
    la mítica ciudad de oro.
    —Alto, guapo, amigo de apuestas y del vino. Simpático —
    dijo.
    No podía ser otro.
    —El Dorado es una invención de los indios para librarse de
    los extranjeros, que yendo tras el oro acaban muertos —agregó
    el fraile.
    E l p a d r e G r e g o r i o n o s c e d i ó a C o n s t a n z a y a
    m í s u c h o z a , d o n d e p u d i m o s d e s c a n s a r , m i e n t r a s
    l a m a r i n e r í a s e e m b r i a g a b a c o n u n f u e r t e l i c o r
    d e p a l m a y a r r a s t r a b a a l a s i n d i a s , c o n t r a s u
    v o l u n t a d , a l a e s p e s u r a q u e c e r c a b a e l p o b l a d o .
    A p e s a r d e l o s t i b u r o n e s , q u e h a b í a n s e g u i d o a l
    b a r c o d u r a n t e d í a s , D a n i e l B e l a l c á z a r s e r e m o j ó
    e n e s e m a r l í m p i d o d u r a n t e h o r a s . C u a n d o s e
    q u i t ó l a c a m i s a , v i m o s q u e t e n í a l a e s p a l d a
    c r u z a d a d e c i c a t r i c e s d e a z o t e s , p e r o é l n o d i o
    e x p l i c a c i o n e s y n a d i e s e a t r e v i ó a p e d í r s e l a s .
    E n e l v i a j e h a b í a m o s c o m p r o b a d o q u e e s e h o m b r e
    t e n í a l a m a n í a d e l a v a r s e , p o r l o v i s t o c o n o c í a
    o t r o s p u e b l o s q u e l o h a c í a n . Q u i s o q u e
    C o n s t a n z a e n t r a r a e n e l m a r c o n é l , i n c l u s o
    v e s t i d a , p e r o y o n o s e l o p e r m i t í ; h a b í a
    p r o m e t i d o a s u s p a d r e s q u e l a d e v o l v e r í a e n t e r a
    y n o m o r d i d a p o r u n t i b u r ó n .
    Cuando el sol se puso, los indios encendieron fogatas de
    leña verde para combatir a los mosquitos que se volcaron
    sobre el villorrio. El humo nos cegaba y apenas nos permitía
    respirar, pero la alternativa era peor, porque tan pronto nos
    alejábamos del fuego nos caía encima la nube de bichos.
    Cenamos carne de danta, un animal parecido al cerdo, y una
    papilla blanda que llaman mandioca; eran sabores extraños,
    pero después de tres meses de pescado y empanadas la cena nos
    pareció principesca. También probé por primera vez una
    espumosa bebida de cacao, un poco amarga a pesar de las
    especias con que la habían sazonado. Según el padre Gregorio,
    los aztecas y otros indios americanos usan las semillas de
    cacao como nosotros usamos las monedas, así son de preciosas
    para ellos.
    La tarde se nos fue oyendo las aventuras del religioso,
    quien se había internado varias veces en la selva para
    convertir almas. Admitió que en su juventud también había
    perseguido el sueño terrible de El Dorado. Había navegado por
    el río Orinoco, plácido como una laguna a veces, torrentoso e
    indignado en otros tramos. Nos contó de inmensas cascadas que
    nacen de las nubes y revientan abajo en un arco iris de
    espuma, y de verdes túneles en el bosque, eterno crepúsculo
    de la vegetación apenas tocada por la luz del día. Dijo que
    crecían flores carnívoras con olor a cadáver y otras
    delicadas y fragantes pero ponzoñosas; también nos habló de
    aves con fastuoso plumaje, y de pueblos de monos con rostro
    humano que espiaban a los intrusos desde el denso follaje.
    —Para nosotras, que venimos de Extremadura, sobria y seca,
    piedra y polvo, ese paraíso es imposible de imaginar —
    comenté.
    —Es un paraíso sólo en apariencia, doña Inés. En ese mundo
    caliente, pantanoso y voraz, infestado de reptiles e insectos
    venenosos, todo se corrompe rápidamente, sobre todo el alma.
    La selva transforma a los hombres en rufianes y asesinos.
    — Q u i e n e s s e i n t e r n a n a l l í s ó l o p o r c o d i c i a y a
    e s t á n c o r r o m p i d o s , p a d r e . L a s e l v a s ó l o p o n e e n
    e v i d e n c i a l o q u e l o s h o m b r e s y a s o n
    — r e p l i c ó D a n i e l B e l a l c á z a r , m i e n t r a s a n o t a b a
    f e b r i l m e n t e l a s p a l a b r a s d e l f r a i l e e n s u
    c u a d e r n o p o r q u e s u i n t e n c i ó n e r a s e g u i r l a r u t a
    d e l O r i n o c o .
    Esa primera noche en tierra firme, el maestro Manuel Martín y
    algunos marineros fueron a dormir a la nave para cuidar la
    carga; eso dijeron, pero se me ocurre que en verdad temían
    las serpientes y sabandijas de la selva. Los demás, hartos
    del confinamiento de los minúsculos camarotes, preferimos
    acomodarnos en la aldea. Constanza, extenuada, se durmió al
    punto en la hamaca que nos habían asignado, protegida por un
    inmundo mosquitero de tela, pero yo me preparé para pasar
    varias horas de insomnio. La noche allí era muy negra, estaba
    poblada de misteriosas presencias, era ruidosa, aromática y
    temible. Me parecía hallarme rodeada de las criaturas que
    había mencionado el padre Gregorio: insectos enormes, víboras
    que mataban de lejos, fieras desconocidas. Sin embargo, más
    que esos peligros naturales me inquietaba la maldad de los
    hombres embriagados. No podía cerrar los ojos.
    Transcurrieron dos o tres horas largas y, cuando por fin
    empezaba a dormitar, escuché algo o a alguien que rondaba la
    choza. Mi primera sospecha fue que se trataba de un animal,
    pero enseguida recordé que Sebastián Romero se había quedado
    en tierra y deduje que, lejos de la autoridad del maestro
    Manuel Martín, el hombre podía ser de cuidado. No me
    equivoqué. Si hubiese estado dormida, tal vez Romero habría
    conseguido su propósito, pero, para su desgracia, yo lo
    aguardaba con una daga morisca, pequeña y afilada como una
    aguja, que había comprado en Cádiz. La única luz en el
    interior de la choza provenía del reflejo de las brasas que
    morían en la fogata donde habían asado la danta. Un hueco sin
    puerta nos separaba del exterior, y mis ojos se habían
    acostumbrado a la penumbra. Romero entró a gatas, husmeando,
    como un perro, y se acercó a la hamaca donde yo debía estar
    tendida con Constanza. Alcanzó a estirar la mano para separar
    el mosquitero, pero se le heló el gesto al sentir la
    punta de mi daga en el cuello, detrás de la oreja.
    —Veo que no aprendes, bribón —le dije sin levantar la voz,
    para no hacer escándalo.
    — ¡ Q u e e l D i a b l o t e l l e v e , r a m e r a ! H a s j u g a d o
    c o n m i g o d u r a n t e t r e s m e s e s y a h o r a f i n g e s q u e
    n o q u i e r e s l o m i s m o q u e y o — m a s c u l l ó , f u r i o s o .
    C o n s t a n z a d e s p e r t ó a s u s t a d a y s u s g r i t o s
    a t r a j e r o n a l p a d r e G r e g o r i o , a D a n i e l
    B e l a l c á z a r y a o t r o s q u e d o r m í a n c e r c a . A l g u i e n
    e n c e n d i ó u n a a n t o r c h a y e n t r e t o d o s s a c a r o n a
    v i v a f u e r z a a l h o m b r e d e n u e s t r a v i v i e n d a . E l
    p a d r e G r e g o r i o o r d e n ó q u e l o a t a r a n a u n á r b o l
    h a s t a q u e s e l e p a s a r a l a d e m e n c i a d e l a l c o h o l
    d e p a l m a , y a l l í e s t u v o g r i t a n d o a m e n a z a s y
    m a l d i c i o n e s d u r a n t e u n b u e n r a t o , h a s t a q u e p o r
    f i n , a l a m a n e c e r , c a y ó r e n d i d o p o r l a f a t i g a y
    l o s d e m á s p u d i m o s d o r m i r .
    Unos días más tarde, después de cargar agua fresca, frutos
    tropicales y carne salada, la nave del maestro Manuel Martín
    nos condujo hacia el puerto de Cartagena, que ya entonces era
    de importancia fundamental, porque allí se embarcaban los
    tesoros del Nuevo Mundo rumbo a España. Las aguas del mar
    Caribe eran azules y limpias como las piletas de los palacios
    de los moros. El aire tenía un olor intoxicante de flores,
    fruta y sudor. La muralla, construida con piedras unidas por
    una mezcla de cal y sangre de toro, brillaba bajo un sol
    implacable. Centenares de indígenas, desnudos y con cadenas,
    acarreaban grandes piedras, azuzados a latigazos por los
    capataces. Ese murallón y una fortaleza protegían a la flota
    española de los piratas y otros enemigos del imperio. En el
    mar se mecían varias naves ancladas en la bahía, algunas de
    guerra y otras mercantes, incluso un barco negrero que
    transportaba su carga del África para ser rematada en la
    feria de negros. Se distinguía de los otros por el olor que
    emanaba a miseria humana y maldad. Comparada con cualquiera
    de las viejas ciudades de España, Cartagena era todavía una
    aldea, pero contaba con iglesia, calles bien trazadas,
    viviendas enjalbegadas, edificios sólidos de gobernación,
    bodegas de carga, mercado y tabernas. La fortaleza, todavía
    en construcción, presidía desde lo alto de una colina, con
    los cañones ya instalados y apuntando a la bahía. La
    población era muy variada, y las mujeres, descotadas y
    atrevidas, me parecieron bellas, sobre todo
    las mulatas. Decidí quedarme un tiempo porque averigüé que mi
    marido había estado allí hacía poco más de un año. En un
    almacén tenían un atado de ropa que Juan había dejado en
    prenda con la promesa de que a su regreso pagaría el dinero
    adeudado.
    En la única posada de Cartagena no aceptaban a mujeres
    solas, pero el maestro Manuel Martín, que conocía a mucha
    gente, nos consiguió una vivienda en alquiler. Consistía en
    una pieza bastante amplia, aunque casi vacía, con una puerta
    a la calle y una ventana angosta, sin más mobiliario que un
    camastro, una mesa y una banqueta, donde mi sobrina y yo
    acomodamos nuestros bártulos. De inmediato empecé a ofrecer
    mis servicios como costurera y a buscar un horno público para
    hacer empanadas, porque mis ahorros estaban desapareciendo
    más rápido de lo calculado.
    Apenas nos instalamos, apareció Daniel Belalcázar a hacernos una visita. La pieza
    estaba atiborrada de bultos, así es que debió sentarse en la cama, con su sombrero en la
    mano. Sólo teníamos agua para ofrecerle y se bebió dos vasos seguidos; estaba sudando.
    Pasó un rato largo en silencio, escudriñando el suelo de tierra apisonada con
    desmesurada atención, mientras nosotras esperábamos, tan incómodas como él.
    —Doña Inés, vengo a solicitaros, con el mayor respeto, la
    mano de vuestra sobrina —soltó al fin.
    La sorpresa casi me aturde. Nunca había visto entre ellos
    algo que indicara un romance, y por un momento pensé que el
    calor había trastornado a Belalcázar, pero la expresión
    embobada de Constanza me obligó a recapacitar.
    —¡La niña tiene quince años! —exclamé, espantada.
    —Aquí las muchachas se casan jóvenes, señora.
    —Constanza no tiene dote.
    —Eso no tiene importancia. Nunca he aprobado esa costumbre,
    y aunque Constanza tuviese una dote de reina, yo no la
    aceptaría.
    —¡Mi sobrina desea ser monja!
    —Deseaba, señora, pero ya no —murmuró Belalcázar, y ella lo
    confirmó con voz clara y rotunda.
    Les hice ver que yo carecía de autoridad para entregarla en
    matrimonio, y menos a un aventurero desconocido, un hombre
    sin residencia fija que se pasaba la vida anotando tonterías
    en un cuaderno y la doblaba en edad. ¿Cómo pensaba
    mantenerla? ¿Acaso pretendía que ella lo siguiera al Orinoco
    a retratar caníbales? Constanza me interrumpió para anunciar,
    roja de vergüenza, que era demasiado tarde para oponerme,
    porque en realidad ya estaban casados ante Dios, aunque no
    ante la ley humana. Entonces me enteré de que mientras yo
    hacía empanadas de noche en el barco, ellos dos hacían lo que
    les daba la real gana en el camarote de Belalcázar. Levanté
    la mano para darle a Constanza un par de bien merecidas
    bofetadas, pero él me sujetó el brazo. Al día siguiente se
    casaron en la iglesia de Cartagena, con el maestro Manuel
    Martín y yo como testigos. Se instalaron en la posada y
    empezaron a hacer los preparativos para viajar a la selva,
    tal como yo temía.
    Durante la primera noche que pasé sola en el cuarto de
    alquiler sucedió una desgracia que tal vez habría podido
    evitar, si hubiese sido más precavida. Aunque no podía
    darme ese lujo, porque las bujías eran caras, mantenía
    una encendida durante buena parte de la noche por temor a
    las cucarachas, que salen en la oscuridad. Estaba tendida
    sobre el camastro, cubierta apenas por una camisa ligera,
    sofocada por el calor y sin poder dormir, pensando en mi
    sobrina, cuando me sobresaltó un golpe contra la puerta.
    Había una tranca que se echaba por dentro, pero yo había
    olvidado ponerla. Una segunda patada hizo saltar el
    picaporte y Sebastián Romero se perfiló en el umbral.
    Alcancé a incorporarme, pero el hombre me dio un empujón
    y me tiró de vuelta sobre la cama, luego se me abalanzó
    encima profiriendo insultos. Empecé a debatirme a patadas
    y arañazos, pero me aturdió con un golpe feroz que me
    dejó sin aliento y sin luz por breves instantes. Cuando
    recuperé el sentido, él me tenía inmovilizada y estaba
    sobre mí, aplastándome con su peso, salpicándome de
    saliva, mascullando groserías. Sentí su aliento
    asqueroso, sus dedos fuertes incrustados en mi carne, sus
    rodillas tratando de separarme las piernas, la dureza de
    su sexo contra mi vientre. El dolor del golpe y el pánico
    me nublaron el entendimiento. Grité, pero me tapó la boca
    con una mano, quitándome el aire, mientras con la otra
    forcejeaba con mi camisa y sus calzas, tarea nada fácil,
    porque soy fuerte y me retorcía como una comadreja. Para
    acallarme, me dio un formidable bofetón en la cara y
    luego empleó las dos manos para rasgarme la ropa;
    entonces comprendí que no me libraría de él por la
    fuerza. Por un instante contemplé la posibilidad de
    someterme, con la esperanza de que la humillación fuese
    breve, pero la ira me cegaba y tampoco estaba segura de
    que después fuera a dejarme en paz; podía matarme para
    que no lo delatase. Tenía la boca llena de sangre, pero
    me las arreglé para pedirle que no me maltratara, ya que
    podíamos gozar los dos, no había prisa, estaba dispuesta
    a complacerlo en lo que deseara. No recuerdo muy bien los
    detalles de lo acontecido aquella noche, creo que le
    acaricié la cabeza murmurando una retahíla de
    obscenidades aprendidas de Juan de Málaga en la cama, y
    eso pareció calmar un poco su violencia, porque me soltó
    y se puso de pie para quitarse las calzas, que tenía
    arrugadas a la altura de las rodillas. Tanteando bajo la
    almohada encontré la daga, que siempre tenía cerca, y la
    empuñé firmemente en la diestra, manteniéndola oculta
    contra el costado de mi cuerpo. Cuando Romero se me echó
    encima de nuevo, le permití acomodarse, le atrapé la
    cintura con ambas piernas levantadas y le rodeé el cuello
    con el brazo izquierdo. Él lanzó un gruñido de
    satisfacción, pensando que al fin yo había decidido
    colaborar, y se dispuso a aprovechar su ventaja.
    Entretanto usé las piernas para inmovilizarlo, cruzando
    los pies sobre sus riñones. Alcé la daga, la cogí a dos
    manos, calculé el sitio preciso para infligirle el mayor
    daño, y apreté con todas mis fuerzas en un abrazo mortal,
    clavándosela hasta la empuñadura. No es fácil enterrar un
    cuchillo en las fuertes espaldas de un hombre en esa
    posición, pero me ayudó el terror. Era su vida o la mía.
    Temí haber errado, porque por un momento Sebastián Romero no reaccionó, como si no
    hubiese sentido el aguijonazo, pero enseguida dio un
    alarido visceral y rodó hasta caer al suelo entre los
    bultos apilados. Trató de ponerse de pie, pero quedó de
    rodillas, con una expresión de sorpresa que pronto se
    tornó en horror. Se llevó las manos atrás en un intento
    desesperado de arrancarse el puñal. Lo aprendido sobre el
    cuerpo humano curando heridas en el hospital de las
    monjas me sirvió bien, porque la puñalada fue mortal. El
    hombre seguía forcejando y yo, sentada en el camastro, lo
    observaba, tan espantada como él pero dispuesta a
    saltarle encima si gritaba y cerrarle la boca como fuese.
    No gritó, un gorgoriteo siniestro escapaba de sus labios
    entre espumarajos rosados. Al cabo de un tiempo que me
    pareció eterno, se estremeció como poseído, vomitó sangre
    y poco después se desmoronó. Esperé mucho rato, hasta que
    se calmaron mis nervios y pude pensar; entonces me
    aseguré de que ya no volvería a moverse. En la escasa luz
    del único candil pude ver que la sangre era absorbida por
    la tierra del suelo.
    Pasé el resto de la noche junto al cuerpo de Sebastián
    Romero, primero rogándole a la Virgen que me perdonara tan
    grave crimen y después planeando cómo librarme de pagar las
    consecuencias. No conocía las leyes de esa ciudad, pero si
    eran como las de Plasencia iría a parar al fondo de un
    calabozo hasta que pudiera probar que había actuado en mi
    propia defensa, ardua tarea, porque la sospecha de los
    magistrados siempre recae sobre la mujer. No me hice
    ilusiones: a nosotras se nos culpa de los vicios y pecados de
    los hombres. ¿Qué supondría la justicia de una mujer joven y
    sola? Dirían que había invitado al inocente marinero y luego
    lo había asesinado para robarle. Al amanecer cubrí el cadáver
    con una manta, me vestí y me fui al puerto, donde todavía
    estaba anclada la nave de Manuel Martín. El maestro escuchó
    mi historia hasta el final, sin interrumpirme, masticando su
    tabaco y rascándose la cabeza.
    —Parece que tendré que hacerme cargo de este lío, doña Inés
    —decidió cuando terminé de hablar.
    Acudió a mi modesta vivienda con un marinero de su
    confianza y entre ambos se llevaron a Romero envuelto en un
    trozo de vela. Nunca supe qué hicieron con él; imagino que lo
    lanzaron al mar atado a una piedra, donde los peces deben de
    haber dado cuenta de sus restos. Manuel Martín me sugirió que
    me fuera pronto de Cartagena, porque un secreto como ése no
    podía ocultarse indefinidamente, y así fue como pocos días
    más tarde me despedí de mi sobrina y su marido y partí con
    otros dos viajeros rumbo a la ciudad de Panamá. Varios indios
    llevaban el equipaje y nos guiaban por montañas, bosques y
    ríos.
    El istmo de Panamá es una angosta faja de tierra que separa
    nuestro océano europeo del mar del Sur, que también llaman
    Pacífico. Tiene menos de veinte leguas de ancho, pero las
    montañas son abruptas, la selva muy espesa, las aguas
    insalubres, los pantanos putrefactos y el aire está infestado
    de fiebre y pestilencia. Hay indios hostiles, lagartos y
    serpientes de tierra y de río, pero el paisaje es magnífico y
    las aves bellísimas. Por el camino nos acompañó la algarabía
    de los monos, animales curiosos y atrevidos que nos saltaban
    encima para robarnos las provisiones. La jungla era de un
    verde profundo, sombría, amenazante. Mis compañeros de ruta
    llevaban las armas en la mano y no perdían de vista a los
    indios, que podían traicionarnos en cualquier descuido, tal
    como nos había advertido el padre Gregorio, quien también nos
    previno contra los caimanes, que arrastran a su víctima al
    fondo de los ríos; las hormigas rojas, que llegan por
    millares y se introducen por los orificios del cuerpo,
    devorándolo por dentro en cuestión de minutos, y los sapos
    que producen ceguera con la ponzoña de sus salivazos. Traté
    de no pensar en nada de eso, porque me habría paralizado el
    terror. Tal como decía Daniel Belalcázar, no vale la pena
    sufrir de antemano por las desgracias que posiblemente no
    ocurrirán. Hicimos la primera parte de la travesía en un bote
    impulsado a remo por ocho nativos. Me alegré de que mi
    sobrina no estuviese presente, porque los remeros iban
    desnudos y la verdad era que, a pesar del paisaje soberbio,
    se me iban los ojos hacia aquello que no debía mirar. La
    última parte del camino la recorrimos en mula. Desde la
    última cumbre divisamos el mar color turquesa y los contornos
    borrosos de la ciudad de Panamá, sofocada en un vaho
    caliente.



    FIN
     
  4. clause

    clause Claudia

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    Re: ... de poetas, cuentos y leyendas

    .......................................[​IMG]

    Borges y yo
    Al otro, a Borges, es a quien le ocurren las cosas. Yo camino por Buenos Aires y me demoro, acaso ya mecánicamente, para mirar el arco de un zaguán y la puerta cancel; de Borges tengo noticias por el correo y veo su nombre en una terna de profesores o en un diccionario biográfico. Me gustan los relojes de arena, los mapas, la tipografía del siglo XVII, las etimologías, el sabor del café y la prosa de Stevenson; el otro comparte esas preferencias, pero de un modo vanidoso que las convierte en atributos de un actor. Sería exagerado afirmar que nuestra relación es hostil; yo vivo, yo me dejo vivir para que Borges pueda tramar su literatura y esa literatura me justifica. Nada me cuesta confesar que ha logrado ciertas páginas válidas, pero esas páginas no me pueden salvar, quizá porque lo bueno ya no es de nadie, ni siquiera del otro, sino del lenguaje o la tradición. Por lo demás, yo estoy destinado a perderme, definitivamente, y sólo algún instante de mí podrá sobrevivir en el otro. Poco a poco voy cediéndole todo, aunque me consta su perversa costumbre de falsear y magnificar. Spinoza entendió que todas las cosas quieren perseverar en su ser; la piedra eternamente quiere ser piedra y el tigre un tigre. Yo he de quedar en Borges, no en mí (si es que alguien soy), pero me reconozco menos en sus libros que en muchos otros o que en el laborioso rasgueo de una guitarra. Hace años yo traté de librarme de él y pasé de las mitologías del arrabal a los juegos con el tiempo y con lo infinito, pero esos juegos son de Borges ahora y tendré que idear otras cosas. Así mi vida es una fuga y todo lo pierdo y todo es del olvido, o del otro.

    No sé cuál de los dos escribe esta página
     
  5. clause

    clause Claudia

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    Re: ... de poetas, cuentos y leyendas

    De la misma autora de Papaito Piernas Largas, Jean Webster, el libro que seria la continuación de Papaito...Espero que lo disfruten!:happy:

    Mi querido enemigo
    Jean Weabster
    [​IMG]
    Stone Gate, Worcester,
    Massachusetts. 27 de diciembre.
    Querida Judith:
    Estoy tan sorprendida por tu carta, que he tenido que leerla dos
    veces para poder convencerme de que es cierto lo que se te ha
    ocurrido proponerme.
    Eso de transformar el Asilo John Grier en un Hogar Modelo,
    puede ser aceptable. Pero, qué yo lo dirija, es una locura. ¿Qué
    sé yo de cuidar y educar niños huérfanos? No podría hacerlo,
    ni siquiera contando con la colaboración de ese médico esco-
    cés a que te refieres.
    Me los imagino reunidos en el hogar de los Pendleton di-
    ciendo: "Es una lástima que Sallie no haga algo útil desde que
    salió del colegio. Pierde su tiempo en la vida social de Worces-
    ter. Y seguro que Jervis ha agregado: está demasiado intere-
    sada en ese joven Hallock, buen mozo, pero poco serio y no
    me gustan los políticos”
    Entonces surge la “genial” idea: La nombraremos encargada
    del Asilo John Grier..."
    Lo estoy oyendo como si estuviera ahí. La última vez que fui
    a casa de ustedes conversé largamente con Jervis sobre el ma-
    trimonio; los intereses de los políticos, y la vida frívola e inútil
    de las mujeres de la sociedad.
    Dile a tu santo marido que sus palabras me llegaron al alma
    y, desde que me habló, dedico una tarde a la semana a visitar
    a las mujeres del Hogar de Alcohólicas y les leo poesías. Así es
    que no soy tan inútil. También dile que se tranquilice porque el
    político no es un peligro por el momento.


    Ustedes quieren que yo me dedique al bien público. Puede
    ser muy bueno para mí, pero, ¿por qué no lo miran desde el
    punto de vista de los pequeños huérfanos? Si ustedes no com-
    prenden que los sentimientos de ellos son muy complicados, yo
    sí lo comprendo, y, por eso, con todo respeto, rechazo la pro-
    posición que me hacen.
    Pero, de todos modos, acepto encantada la invitación para ir
    por unos días a Nueva York. Sólo les pido que cambien el pro-
    grama de visitas. En lugar de ir al Asilo de Huérfanos de Nueva
    York, ¿por qué no vamos al teatro, a la ópera, a cenar juntos?
    Te cuento que tengo dos vestidos nuevos para la noche y una
    capa azul con cuello de piel blanca, me encantaría estrenarlos
    con ustedes
    Tuya como siempre, frívola como siempre y esperando se-
    guir siéndolo,
    Sallie Mac Bride.
    P. D. Tu invitación es muy oportuna. Un joven político llamado
    Gordon Hallock irá a Nueva York la próxima semana. Les gus-
    tará mucho cuando lo conozcan.
    Hogar John Grier. 15 de febrero.
    Querida Judith:
    Hora te escribo desde el Hogar. Singapor, Jane y yo llega-
    mos aquí anoche, en medio de una tormenta de nieve. El no-
    chero y el ama de llaves salieron a recibimos y se asustaron al
    ver a Sing. Nunca habían visto un perro así, creyeron que era
    un lobo.
    No fue fácil encontrar alojamiento. El pobre Sing tuvo que
    dormir en un cobertizo, sobre un trapo viejo. Jane, con su tre-
    menda estatura, debió acomodarse en una cama para niños en
    la enfermería y pasó la noche doblada en dos. Ahora cojea y
    suspira por nuestra casa en Worcester. Bueno, aquí estamos
    las dos y me temo que no somos muy bienvenidas.


    A las seis de la mañana, me despertó una campana. Me
    quedé un rato en la cama escuchando el increíble ruido que
    hacían veinticinco niñas en el cuarto de baño, estaba situado
    justo sobre mi cabeza.
    Parece que no se bañan, apenas se lavan la cara, pero ma-
    notean como si fueran perritos en un estanque. Me levanté y
    realicé una pequeña exploración.
    Decidí presentarme a los niños durante el desayuno y bus-
    qué el comedor. ¡Qué horror! Paredes oscuras, sucias, sin nin-
    gún cuadro, mesas cubiertas con hules viejos y feos, platos y
    tazas de latón, unos bancos viejos de madera. En medio de to-
    do, como único adorno, un letrero que me pareció casi como
    escrito por un humorista: "El Señor proveerá”. No creo que en
    el mundo haya un lugar tan feo. Vi a los niños en varias filas,
    vestidos con uniforme azul, con rostros pálidos e indiferentes.
    ¿En qué me he metido? ¿Cómo voy a alegrar sus cien caritas,
    cuando lo que necesitan es una madre para cada uno?
    Creo que me vine sin pensar. Ustedes me persuadieron, es
    cierto, pero debo confesar que lo que realmente me convenció
    fue la risa insolente y estrepitosa de Gordon Hallock ante la
    idea de que yo pretendiera dirigir un hogar de niños. Ahora es-
    toy espantada. La salud y la felicidad de cien niños dependen
    de mí, sin contar con las de sus futuros trescientos o cuatro-
    cientos hijos y sus miles de nietos. Porque es una ley geométri-
    camente progresiva. ¡Es espantoso! ¿Quién soy yo para inten-
    tar una obra semejante? ¡Por favor, Judith, busca a otra direc-
    tora! Jane me avisa que la comida está lista. Después de dos
    comidas en tu institución, no creas que me entusiasma la idea
    de probar una tercera.
    (Después de comida.)
    Para el personal había un picadillo de carne con espinacas
    y un flan de postre. Me asusta pensar sobre qué habrán comido
    los niños.
    Te quiero contar sobre mi primer discurso durante el des-
    ayuno. Hablé de los maravillosos cambios que haremos en el


    Hogar gracias a la generosidad del presidente de la institución,
    señor Jervis Pendleton, y de la señora Pendleton, convertida ya
    en la querida tía Judith de todos los niños y niñas que viven
    aquí.
    Haz el favor de no protestar por poner a la familia Pendleton
    en un lugar tan importante. Lo hago por razones políticas.
    Cuando pronuncié mi discurso se hallaba presente todo el per-
    sonal de la institución, y me pareció muy oportuno dejar bien
    sentado que todas esas innovaciones revolucionarias no co-
    rresponden a mi loca fantasía sino que han sido debidamente
    autorizadas por la dirección general.
    Los niños dejaron de tomar su desayuno para clavar en mí
    sus ojos. Estaban con la boca abierta. Evidentemente el llama-
    tivo color de mi cabello y mi nariz respingona, dos detalles que
    me dan un aire de frivolidad, no son habituales en las directoras
    de asilos. Además, me parece que mis colegas me han expre-
    sado con su actitud, que me consideraban demasiado joven e
    inexperta para ser directora.
    Todavía no he visto a ese extraordinario médico escocés
    tan anunciado por Jervis, pero te aseguro que tendrá que ser
    muy maravilloso para contrarrestar el efecto de los demás em-
    pleados, muy especialmente el de la señorita Snaith, la profe-
    sora del jardín infantil. De inmediato choqué con ella por el
    problema de la ventilación y del aire puro. Tengo que librarme
    del desagradable olor que hay en esta institución, aunque con-
    vierta a cada niño en una estatua de hielo.
    Como hoy hacía una tarde llena de sol, ordené que los ni-
    ños dejaran ese horrible calabozo que es la sala de recreo, y
    salieran a jugar al aire libre.
    -Nos quiere echar -oí que refunfuñaba un rapazuelo, mien-
    tras hacía esfuerzos inauditos por introducirse en un abrigo tres
    veces demasiado estrecho para él.
    Los pobrecillos se quedaron simplemente arrimados a las
    paredes del patio, sin moverse y esperando pacientemente a
    que se les permitiera volver a entrar. Nada de correr ni jugar;
    nada de hacer pelotas de nieve para arrojárselas unos a otros,


    como cualquier niño normal. ¿Te das cuenta? Estos niños no
    saben jugar.
    (Más tarde.)
    Ya he iniciado la grata tarea de gastar tu dinero: compré on-
    ce bolsas para el agua caliente (todas las que había en la far-
    macia del pueblo), algunas mantas de lana y cubrecamas acol-
    chados. También he ordenado que permanezcan abiertas de
    par en par las ventanas del dormitorio de los más pequeños.
    Los niños gozarán de la sensación, nueva para ellos, de respi-
    rar durante la noche.
    Hay un millón de cosas más por las que desearía protestar,
    pero son las diez y media de la noche, y Jane dice que debo
    irme a dormir.
    Buenas noches.
    Sallie Mac Bride.
    P. D. Antes de acostarme salí de puntillas por el corredor para
    ver si todo estaba en orden, y ¿que crees que encontré? La
    señora Snaith estaba cerrando sigilosamente todas las venta-
    nas del dormitorio de los niños! En cuanto pueda conseguir un
    puesto adecuado para ella, en algún asilo para ancianas, la
    despediré. Jane me arranca la pluma de la mano. Nuevamente
    buenas noches.



     
  6. clause

    clause Claudia

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    Re: ... de poetas, cuentos y leyendas

    RIMA LXIII

    Como enjambre de abejas irritadas,
    de un oscuro rincón de la memoria
    salen a perseguirme los recuerdos
    de las pasadas horas.

    Yo los quiero ahuyentar. ¡Esfuerzo inútil!
    Me rodean, me acosan,
    y unos tras otros a clavarme vienen
    el agudo aguijón que el alma encona.


    Gustavo Adolfo Bécquer
     
  7. clause

    clause Claudia

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    Re: ... de poetas, cuentos y leyendas

    RIMA XLIX

    Alguna vez la encuentro por el mundo,
    y pasa junto a mí;
    y pasa sonriéndose, y yo digo:
    —¿Cómo puede reír?

    Luego asoma a mi labio otra sonrisa,
    máscara del dolor,
    y entonces pienso: —Acaso ella se ríe,
    como me río yo.


    Gustavo Adolfo Bécquer
     
  8. clause

    clause Claudia

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    Re: ... de poetas, cuentos y leyendas

    RIMA LXVIII

    No sé lo que he soñado
    en la noche pasada.
    Triste, muy triste debió ser el sueño,
    pues despierto la angustia me duraba.

    Noté al incorporarme
    húmeda la almohada,
    y por primera vez sentí al notarlo,
    de un amargo placer henchirse el alma.

    Triste cosa es el sueño
    que llanto nos arranca,
    mas tengo en mi tristeza una alegría...
    ¡Sé que aún me quedan lágrimas!


    Gustavo Adolfo Bécquer
     
  9. clause

    clause Claudia

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    Re: ... de poetas, cuentos y leyendas

    Mi querido enemigo
    Jean Weabster
    [​IMG]


    Hogar John Grier, 20 de febrero.
    Mi querida Judith:
    Esta tarde vino el doctor Robin Mac Rae a conocer la nue-
    va directora. Hazme el favor de invitarlo a comer en su próxima
    visita a Nueva York, y verás lo que ha hecho tu marido.
    Alterando considerablemente la verdad, Jervis me indujo a
    creer que uno de los principales atractivos de mi puesto sería el
    trato diario con un hombre de la brillantez, cortesía, sabiduría y
    encantos del doctor Mac Rae.
    Es alto y escuálido, con el pelo descolorido y grisáceo, y los
    ojos fríos, de un color indefinido. Durante la hora que pasó en
    mi compañía, hice lo posible por ser amable, pero ni la más le-
    ve sombra de una sonrisa iluminó la línea recta de sus labios.
    ¿Qué le pasa a ese hombre? ¿Habrá cometido algún crimen y
    le remuerde la conciencia día y noche? ¡Es tan sociable como
    la lápida de un sepulcro!
    Pero también te contaré que a nuestro médico le gusto tanto
    como él a mí. Estoy segura de que me cree frívola e inconstan-
    te, y desde luego absolutamente incapaz de trabajar en un
    puesto de confianza. No me extrañaría nada de que en estos
    días tu marido haya recibido una carta suya pidiendo que me
    destituyan.
    En los temas de conversación no coincidimos en lo más mí-
    nimo. Mientras él discurría amplia y filosóficamente sobre los
    inconvenientes de esta institución para el cuidado de los niños,
    yo me quejé del horrible peinado que usan las niñas.
    Para probar mi tesis hice comparecer a Sadie Kate, mi huér-
    fana predilecta, que hace los mandados. Lleva el cabello esti-
    rado hacia atrás, tan tirante y tan pegado a la cabeza, que pa-
    rece que se lo hubieran dibujado sobre el cráneo, y luego se di-
    vide en dos trenzas tiesas como si fueran de alambre. Decidi-
    damente las niñas se verían mucho mejor si van con las orejas
    un poco tapadas, pero al doctor Mac Rae no le importa un co-
    mino que las niñas se vean bien o no; a él le interesan única-
    mente sus estómagos. También discutimos por la cuestión de
    las enaguas rojas. No es posible que una niña pueda conservar
    un vestigio de amor propio, si la obligan a usar enaguas de fra-
    nela roja, dos o tres centímetros más largas que el delantal de
    cuadros azules; pero él opina que las enaguas rojas son ale-
    gres, higiénicas y abrigan. Preveo un reinado turbulento para la
    nueva directora.
    El único detalle que he de agradecer al cielo, respecto de
    nuestro médico, es que él es casi tan nuevo aquí como yo y por
    consiguiente no puede instruirme sobre las tradiciones del asi-
    lo. Creo que no hubiera podido trabajar con el antiguo médico,
    porque, a juzgar por el estado de los pequeños que recibieron
    su atención, sabía tanto de niños como un veterinario.
    Te contaré, además, que todo el personal ha decidido dar-
    me instrucciones. Hasta la cocinera me ha dicho esta mañana,
    en tono firme y enérgico, que aquí se come un guiso de harina
    de maíz todos los miércoles por la noche.
    Por amor de Dios, ¿estás buscando ya otra directora? Me
    quedaré aquí hasta que venga, pero por favor, encuéntrala
    pronto.
    Tuya, pero resuelta a huir si es necesario,
    Sallie Mac Bride.
    Dirección del Hogar John Grier, 27 de febrero.
    Querido Gordon:
    ¿Aún estás enojado porque no seguí tu consejo? ¿No sabes
    que a una pelirroja de ascendencia irlandesa, con mezcla de
    escocés, hay que aconsejarla con suavidad, en lugar de pre-
    sionarla?
    Si no hubieses sido tan cargante, te habría hecho caso y es-
    taría salvada. Te confieso que he pasado estos últimos cinco
    días lamentando nuestra pelea. Tenías razón y yo no, ahora lo
    reconozco humildemente. Si logro salir de esta camisa de once
    varas en que me he metido, te prometo que en el futuro seguiré
    (casi siempre) tus consejos. ¿Puede una mujer hacer una con-
    fesión más dolorosa que ésta?
    Toda la poesía que Judith atribuyó a este asilo no es más
    que romántica imaginación. No hay palabras que puedan ex-
    presar lo lúgubre y triste que es este antro horrible: pasillos lar-
    gos y helados, paredes desnudas y sucias; niños sucios y páli-
    dos, vestidos con uniformes azules. Los pobrecitos no se pare-
    cen en nada a los demás niños. Pero lo peor de todo es el in-
    soportable olor, mezcla de humedad, falta de ventilación y vaho
    de los mismos eternos guisos para cien personas siempre
    humeando sobre el fogón.
    El asilo tendría que reconstruirse, pero cada uno de los ni-
    ños también, y ésa es una tarea para gigantes, y no para una
    persona tan egoísta, perezosa y malcriada como Sallie Mac
    Bride. Renunciaré en el mismo instante en que Judith encuen-
    tre otra directora, pero temo que no será muy pronto. Ella se ha
    ido al sur, dejándome en el más terrible abandono. A pesar de
    todo, no puedo marcharme del asilo de la noche a la mañana,
    después de haber dado mi palabra. Pero no puedo ocultar que
    siento nostalgia de mi casa.
    Escríbeme una carta optimista y envíame flores para alegrar
    mi salón. Lo heredé amueblado de mi predecesora, la señora
    Lippett. Las paredes son de color rojo y café; los sillones están
    tapizados de terciopelo azul eléctrico; la mesita de centro es
    dorada, y en la alfombra predomina el verde. Si me mandas flo-
    res de color rosado pálido, contemplaría el arco iris.
    Reconozco que fui antipática la última vez que nos vimos,
    pero estás vengado con creces.
    Tuya, con remordimientos
    Sallie Mac Bride.
    P. D. No tienes que preocuparte del médico escocés. Es todo lo
    testarudo que implica la palabra "escocés". Nos detestamos
    mutuamente. ¡Dios mío, me aterra la perspectiva de trabajar
    con él!



    .
     
  10. clause

    clause Claudia

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    Re: ... de poetas, cuentos y leyendas

    EL HERIDO
    .
    Para el muro de un hospital de sangre.
    .
    I
    .
    Por los campos luchados se extienden los heridos.
    Y de aquella extensión de cuerpos luchadores
    salta un trigal de chorros calientes, extendidos
    en roncos surtidores.
    .
    La sangre llueve siempre boca arriba, hacia el cielo.
    Y las heridas suenan igual que caracoles,
    cuando hay en las heridas celeridad de vuelo,
    esencia de las olas.
    .
    Herido estoy, miradme: necesito más vidas.
    La que contengo es poca para el gran cometido
    de sangre que quisiera perder por las heridas.
    Decid quién no fue herido.
    .
    La sangre huele a mar, sabe a mar y a bodega.
    La bodega del mar, del vino bravo, estalla
    allí donde el herido palpitante se anega,
    y florece y se halla.
    .
    Mi vida es una herida de juventud dichosa.
    ¡Ay de quien no esté herido, de quien jamás se siente
    herido por la vida, ni en la vida reposa
    herido alegremente!
    .
    Si hasta a los hospitales se va con alegría,
    se convierten en huertos de heridas entreabiertas,
    de adelfos florecidos ante la cirugía
    de ensangrentadas puertas.
    .
    II
    .
    Para la libertad sangro, lucho, pervivo,
    Para la libertad, mis ojos y mis manos,
    como un árbol camal, generoso y cautivo,
    doy a los cirujanos.
    .
    Para la libertad siento más corazones
    que arenas en mi pecho: dan espumas mis venas,
    y entro en los hospitales, y entro en los algodones
    como en las azucenas.
    .
    Para la libertad me desprendo a balazos
    de los que han revolcado su estatua por el lodo.
    .
    Y me desprendo a golpes de mis pies, de mis brazos,
    de mi casa, de todo.
    .
    Porque donde unas cuencas vacías amanezcan,
    ella pondrá dos piedras de futura mirada
    y hará que nuevos brazos y nuevas piernas crezcan
    en la carne talada.
    .
    Retoñarán aladas de savia sin otoño
    reliquias de mi cuerpo que pierdo en cada herida
    Porque soy como el árbol talado, que retoño:
    porque aún tengo la vida


    Miguel Hernandez

     
  11. clause

    clause Claudia

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    Re: ... de poetas, cuentos y leyendas

    Poema árbol de Mi Alma
    de José Martí




    Como un ave que cruza el aire claro
    Siento hacia mí venir tu pensamiento
    Y acá en mi corazón hacer su nido.
    Ábrese el alma en flor: tiemblan sus ramas
    Como los labios frescos de un mancebo
    En su primer abrazo a una hermosura:
    Cuchichean las hojas: tal parecen
    Lenguaraces obreras y envidiosas,
    A la doncella de la casa rica
    En preparar el tálamo ocupadas:
    Ancho es mi corazón, y es todo tuyo:
    Todo lo triste cabe en él, y todo
    Cuanto en el mundo llora, y sufre, y muere!
    De hojas secas, y polvo, y derruidas
    Ramas lo limpio: bruño con cuidado
    Cada hoja, y los tallos: de las flores
    Los gusanos del pétalo comido
    Separo: oreo el césped en contorno
    Y a recibirte, oh pájaro sin mancha
    Apresto el corazón enajenado!
     
  12. clause

    clause Claudia

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    Re: ... de poetas, cuentos y leyendas

    Poema Cuando Me Puse a Pensar
    de José Martí




    Cuando me puse a pensar
    La razón me dio a elegir
    Entre ser quien soy, o ir
    El ser ajeno a emprestar,

    Mas me dije: si el copiar
    Fuera ley, no nacería
    Hombre alguno, pues haría
    Lo que antes de él se ha hecho:
    Y dije, llamando al pecho,
    ¡Sé quien eres, alma mía!
     
  13. clause

    clause Claudia

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    Re: ... de poetas, cuentos y leyendas

    Mi querido enemigo
    Jean Weabster
    [​IMG]

    Hogar John Grier, 22 de febrero.
    Mi estimado Gordon:
    He recibido tu enérgico y caro mensaje. Ya sé que posees
    mucho dinero, pero eso no es una razón para que lo despilfa-
    rres así. Cuando vuelvas a sentir tanta necesidad de hablar que
    sólo un telegrama de cien palabras pueda evitar la explosión,
    envía una carta telegráfica nocturna, que aunque no es tan rá-
    pida, vale la mitad. Si tú no necesitas tu dinero, mis huérfanos
    lo pueden aprovechar muy bien.
    Además, ¿cómo se te ocurre que puedo abandonar el asilo
    en la forma que sugieres? Cometería una deslealtad con Judith
    y Jervis. Y perdona que te recuerde que ellos son mis amigos
    desde muchos años antes de conocerte, y no estoy dispuesta a

    dejarlos plantados. Vine aquí en un impulso de... bueno, en un
    afán de aventuras, y llegaré hasta el fin.
    Esto no significa que me esté condenando a permanecer
    aquí toda mi vida; renunciaré tan pronto como se presente la
    oportunidad. Pero reconozco que debería sentirme muy hala-
    gada de que los Pendleton no vacilaran en confiarme un cargo
    de tanta responsabilidad. Aunque por lo visto, tú no sospechas
    que tengo gran iniciativa y sentido común, y si quiero poner to-
    da mi alma en esta empresa, podría llegar a ser la directora de
    asilos más formidable que jamás hayan conocido los huérfanos
    de la tierra. No te rías, porque es verdad. Judith y Jervis me pi-
    dieron que viniera porque lo saben muy bien. Después de que
    han depositado tanta confianza en mí, cómo voy a abandonar-
    los tan descortésmente, como tú sugieres! Mientras permanez-
    ca aquí, cumpliré todas mis obligaciones y entregaré este orfa-
    nato a mi sucesora con todas las modificaciones necesarias y
    marchando como una institución modelo en su género.
    Pero, entretanto, no te laves las manos como Pilatos, pen-
    sando que mis innumerables tareas no me permiten sentir la
    nostalgia, porque no es así. Todas las mañanas al despertar-
    me, miro con asombro el horrible papel de las paredes y tengo
    la sensación de estar en medio de una pesadilla. ¿En qué dia-
    blos estaría pensando cuando abandoné mi confortable hogar y
    mis alegres diversiones? A veces pienso que tienes razón res-
    pecto a mi estado mental.
    Pero, ¿por qué armas tanto alboroto? Tampoco podrías
    verme aunque no estuviese aquí, puesto que Worcester está
    tan distante de Washington como el Hogar John Grier. Además,
    tranquilízate, aquí no hay un solo hombre que admire a las peli-
    rrojas, mientras que allá en Worcester hay varios. No vine aquí
    sólo por disgustarte; quería una aventura y ya la he encontrado.
    Escríbeme pronto dándome ánimos,
    Sallie.


    Hogar John Grier, 24 de febrero.
    Querida Judith:
    Dile a Jervis que no me gusta aventurarme en suposiciones
    y juicios. Mi carácter es por naturaleza, dulce, bondadoso, ino-
    cente y confiado, y quiero a todo el mundo... casi. Pero no creo
    que nadie pueda querer a ese médico escocés. No sonríe ja-
    más.
    Esta tarde me ha visitado de nuevo. Lo invité a tomar asien-
    to en una de esas sillas tapizadas de azul eléctrico de la señora
    Lippett, y me instalé frente a él. Llevaba un traje color pajizo,
    calcetines púrpura y corbata roja. Decididamente, tu modelo de
    médico será un inconveniente en las reformas estéticas de este
    establecimiento.
    Durante los quince minutos que duró la visita esbozó escue-
    tamente todos los cambios que desea ver realizados en el
    Hogar. ¿Él? ¿Se puede saber cuáles son las atribuciones de
    una directora? ¿O está obligada a acatar las órdenes del médi-
    co?
    Tuya, rebosante de indignación,
    Sallie.
    Hogar John Grier. Lunes.
    Estimado doctor Mac Rae:
    En vista de mis inútiles esfuerzos por comunicarme con us-
    ted, le envío esta carta con Sadie Kate ¿Es su ama de llaves
    esa señora McGurk que cuelga el receptor en mitad de una fra-
    se? Si es ella quien contesta no me explico cómo a sus pacien-
    tes no se les acabó ya la paciencia.
    Como usted no vino esta mañana, pero los pintores sí, elegí
    yo un color gris claro para pintar su nuevo laboratorio. Espero
    que ese color no le parezca antihigiénico.
    También, si puede disponer de un momento esta tarde, ten-
    ga la amabilidad de acercarse hasta el consultorio del doctor
    Brice, en Water Street, para ver el sillón de dentista y demás
    accesorios que vamos a comprar. De esta manera el doctor
    Brice podría atender a nuestros ciento once niños con mucha


    más rapidez que si tuviéramos que llevarlos uno por uno hasta
    Water Street. ¿No le parece una idea excelente? Se me ocurrió
    a medianoche, pero como da la casualidad que nunca he com-
    prado un sillón de dentista, le agradecería sus consejos profe-
    sionales.
    Saludo a usted muy atentamente,
    Sallie Mac Bride
     
  14. clause

    clause Claudia

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    Re: ... de poetas, cuentos y leyendas

    Momentos felices



    Cuando llueve y reviso mis papeles, y acabo
    tirando todo al fuego: poemas incompletos,
    pagarés no pagados, cartas de amigos muertos,
    fotografías, besos guardados en un libro,
    renuncio al peso muerto de mi terco pasado,
    soy fúlgido, engrandezco justo en cuanto me niego,
    y así atizo las llamas, y salto la fogata,
    y apenas si comprendo lo que al hacerlo siento,
    ¿no es la felicidad lo que me exalta?

    Cuando salgo a la calle silbando alegremente
    -el pitillo en los labios, el alma disponible-
    y les hablo a los niños o me voy con las nubes,
    mayo apunta y la brisa lo va todo ensanchando,
    las muchachas estrenan sus escotes, sus brazos
    desnudos y morenos, sus ojos asombrados,
    y ríen ni ellas saben por qué sobreabundando,
    salpican la alegría que así tiembla reciente,
    ¿no es la felicidad lo que se siente?

    Cuando llega un amigo, la casa está vacía,
    pero mi amada saca jamón, anchoas, queso,
    aceitunas, percebes, dos botellas de blanco,
    y yo asisto al milagro -sé que todo es fiado-,
    y no quiero pensar si podremos pagarlo;
    y cuando sin medida bebemos y charlamos,
    y el amigo es dichoso, cree que somos dichosos,
    y lo somos quizá burlando así la muerte,
    ¿no es la felicidad lo que trasciende?

    Cuando me he despertado, permanezco tendido
    con el balcón abierto. Y amanece: las aves
    trinan su algarabía pagana lindamente:
    y debo levantarme pero no me levanto;
    y veo, boca arriba, reflejada en el techo
    la ondulación del mar y el iris de su nácar,
    y sigo allí tendido, y nada importa nada,
    ¿no aniquilo así el tiempo? ¿No me salvo del miedo?
    ¿No es la felicidad lo que amanece?

    Cuando voy al mercado, miro los abridores
    y, apretando los dientes, las redondas cerezas,
    los higos rezumantes, las ciruelas caídas
    del árbol de la vida, con pecado sin duda
    pues que tanto me tientan. Y pregunto su precio,
    regateo, consigo por fin una rebaja,
    mas terminado el juego, pago el doble y es poco,
    y abre la vendedora sus ojos asombrados,
    ¿no es la felicidad lo que allí brota?

    Cuando puedo decir: el día ha terminado.
    Y con el día digo su trajín, su comercio,
    la busca del dinero, la lucha de los muertos.
    Y cuando así cansado, manchado, llego a casa,
    me siento en la penumbra y enchufo el tocadiscos,
    y acuden Kachaturian, o Mozart, o Vivaldi,
    y la música reina, vuelvo a sentirme limpio,
    sencillamente limpio y pese a todo, indemne,
    ¿no es la felicidad lo que me envuelve?

    Cuando tras dar mil vueltas a mis preocupaciones,
    me acuerdo de un amigo, voy a verle, me dice:
    «Estaba justamente pensando en ir a verte».
    Y hablamos largamente, no de mis sinsabores,
    pues él, aunque quisiera, no podría ayudarme,
    sino de cómo van las cosas en Jordania,
    de un libro de Neruda, de su sastre, del viento,
    y al marcharme me siento consolado y tranquilo,
    ¿no es la felicidad lo que me vence?

    Abrir nuestras ventanas; sentir el aire nuevo;
    pasar por un camino que huele a madreselvas;
    beber con un amigo; charlar o bien callarse;
    sentir que el sentimiento de los otros es nuestro;
    mirarme en unos ojos que nos miran sin mancha,
    ¿no es esto ser feliz pese a la muerte?
    Vencido y traicionado, ver casi con cinismo
    que no pueden quitarme nada más y que aún vivo,
    ¿no es la felicidad que no se vende?
     
  15. Anveri

    Anveri Fanática de nativas -aves

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    Santiago de Chile
    Re: ... de poetas, cuentos y leyendas

    :happy: :happy: :happy:

    No he leído nada de nada, estoy muy liada de tiempo.
    Me sirve este consejo: charlar o bien callarse.

    Espero leer.

    ;) ;) ;)