Re: ... de poetas, cuentos y leyendas Parao Ruben Blades Hay quien ve la luz al final de su tunel Y construye un nuevo tunel, pa´ no ver, Y se queda entre lo oscuro, y se consume, Lamentando lo que nunca llegó a ser. Yo no fui el mejor ejemplo y te lo admito, Fácil es juzgar la noche al otro día; Pero fui sincero, y éso sí lo grito, Que yo nunca he hipotecado al alma mía! Si yo he vivido parao, ay que me entierren parao; Si pagué el precio que paga el que no vive arrodillao! La vida me ha restregao, pero jamás me ha planchao. En la buena y en la mala, voy con los dientes pelaos! Sonriendo y de pie: siempre parao! Las desgracias hacen fuerte al sentimiento Si asimila cada golpe que ha aguantao. La memoria se convierte en un sustento, Celebrando cada rio que se ha cruzao. Me pregunto, cómo puede creerse vivo, El que existe pa´ culpar a los demás? Que se calle y que se salga del camino, Y que deje al resto del mundo caminar! A mí me entierran parao. Ay, que me entierren parao! Ahí te dejo mi sonrisa y todo lo que me han quitao. Lo que perdí no he llorao, si yo he vivido sobrao, Dando gracias por las cosas Que en la ruta me he encontrao. Sumo y resto en carne propia, De mi conciencia abrazao. Parao! aunque me haya equivocao, Aunque me hayan señalao, Parao! en agua de luna mojao, Disfrutando la memoria de los rios que he cruzao, Aunque casi me haya ahogao, sigo parao! Parao!
Re: ... de poetas, cuentos y leyendas Razón de vivir (Víctor Heredia) Para decidir si sigo poniendo Esta sangre en tierra Este corazón que bate su parche Sol y tinieblas. Para continuar caminando al sol Por estos desiertos Para recalcar que estoy vivo En medio de tantos muertos. Para decidir Para continuar Para recalcar y considerar Sólo me hace falta que estés aquí Con tus ojos claros. ¡Ay! Fogata de amor y guía Razón de vivir mi vida. Para aligerar este duro peso De nuestros días Esta soledad que llevamos todos Islas perdidas. Para descartar esta sensación De perderlo todo Para analizar por donde seguir Y elegir el modo. Para aligerar Para descartar Para analizar y considerar Sólo me hace falta que estés aquí Con tus ojos claros. ¡Ay! Fogata de amor y guía Razón de vivir mi vida. Para combinar lo bello y la luz Sin perder distancia Para estar con vos sin perder el ángel De la nostalgia. Para descubrir que la vida va Sin pedirnos nada Y considerar que todo es hermoso Y no cuesta nada. Para combinar Para estar con vos Para descubrir y considerar Sólo me hace falta que estés aquí Con tus ojos claros. ¡Ay! Fogata de amor y guía Razón de vivir mi vida.
Re: ... de poetas, cuentos y leyendas Ines del Alma mía Isabel Allende —Codicia, sólo codicia —agregó—. El día que los españoles pisamos el Nuevo Mundo, fue el fin de esas culturas. Al comienzo nos recibieron bien. Su curiosidad superó a la prudencia. Como vieron que a los extraños barbudos salidos del mar les gustaba el oro, ese metal blando e inútil que a ellos les sobraba, se lo regalaron a manos llenas. Sin embargo, pronto nuestro insaciable apetito y brutal orgullo les resultaron ofensivos. ¡Y cómo no! Nuestros soldados abusan de sus mujeres, entran a sus casas y toman sin permiso lo que se les antoja, y al primero que osa ponerse por delante lo despachan de un sablazo. Proclaman que esa tierra, adonde recién han llegado, pertenece a un soberano que vive al otro lado del mar y pretenden que los nativos adoren unos palos cruzados. —¡Que no os oigan hablar así, señor Belalcázar! Os acusarán de traidor al emperador y de hereje —le advertí. —No digo sino la verdad. Comprobaréis, señora, que los conquistadores carecen de vergüenza: llegan como mendigos, se comportan como ladrones y se creen señores. Esos tres meses de travesía fueron largos como tres años, pero me sirvieron para saborear la libertad. No había familia —salvo la tímida Constanza—, ni vecinos ni frailes observándome; no debía rendir cuentas a nadie. Me despojé de los vestidos negros de viuda y de la cotilla que me aprisionaba las carnes. A su vez, Daniel Belalcázar convenció a Constanza para que se desprendiera del hábito monjil y usara mis sayas. Los días parecían interminables, y las noches, aún más. La suciedad, la estrechez, la escasa y pésima comida, el mal humor de los hombres, todo contribuía al purgatorio que fue la travesía, pero al menos nos salvamos de las serpientes marinas capaces de tragarse una nave, los monstruos, los tritones, las sirenas que enloquecen a los marineros, las ánimas de los ahogados, los barcos fantasmas y los fuegos fatuos. La tripulación nos advirtió de estos y otros peligros habituales en los mares, pero Belálcazar aseguró que jamás había visto nada de eso. Un sábado de agosto arribamos a tierra. El agua del océano, antes negra y profunda, se volvió celeste y cristalina. El bote nos condujo a una playa de arenas ondulantes lamida por olas mansas. Los tripulantes se ofrecieron para cargarnos, pero Constanza y yo nos alzamos las sayas y vadeamos el agua; preferimos mostrar las pantorrillas a ir como sacos de harina sobre las espaldas de los hombres. Nunca imaginé que el mar fuese tibio; desde el barco parecía muy frío. La aldea consistía en unas chozas de cañabrava y techo de palma; la única calle que había era un lodazal, y la iglesia no existía; sólo una cruz de palo sobre un promontorio marcaba la casa de Dios. Los escasos habitantes de aquel villorrio perdido eran una mezcla de marineros de paso, negros y pardos, además de los indios, a los que yo veía por primera vez, unas pobres gentes casi desnudas, miserables. Nos envolvió una naturaleza densa, verde, caliente. La humedad empapaba hasta los pensamientos y el sol se abatía implacable sobre nosotros. La ropa resultaba insoportable, y nos quitamos los cuellos, los puños, las medias y el calzado. Pronto averigüé que Juan de Málaga no estaba allí. El único que lo recordaba era el padre Gregorio, un infortunado fraile dominico, enfermo de malaria y convertido en anciano antes de tiempo, ya que apenas había cumplido los cuarenta años y parecía tener setenta. Llevaba dos décadas en la selva con la misión de enseñar y propagar la fe de Cristo, y en sus andanzas se había topado un par de veces con mi marido. Me confirmó que, como tantos españoles alucinados, Juan buscaba la mítica ciudad de oro. —Alto, guapo, amigo de apuestas y del vino. Simpático — dijo. No podía ser otro. —El Dorado es una invención de los indios para librarse de los extranjeros, que yendo tras el oro acaban muertos —agregó el fraile. E l p a d r e G r e g o r i o n o s c e d i ó a C o n s t a n z a y a m í s u c h o z a , d o n d e p u d i m o s d e s c a n s a r , m i e n t r a s l a m a r i n e r í a s e e m b r i a g a b a c o n u n f u e r t e l i c o r d e p a l m a y a r r a s t r a b a a l a s i n d i a s , c o n t r a s u v o l u n t a d , a l a e s p e s u r a q u e c e r c a b a e l p o b l a d o . A p e s a r d e l o s t i b u r o n e s , q u e h a b í a n s e g u i d o a l b a r c o d u r a n t e d í a s , D a n i e l B e l a l c á z a r s e r e m o j ó e n e s e m a r l í m p i d o d u r a n t e h o r a s . C u a n d o s e q u i t ó l a c a m i s a , v i m o s q u e t e n í a l a e s p a l d a c r u z a d a d e c i c a t r i c e s d e a z o t e s , p e r o é l n o d i o e x p l i c a c i o n e s y n a d i e s e a t r e v i ó a p e d í r s e l a s . E n e l v i a j e h a b í a m o s c o m p r o b a d o q u e e s e h o m b r e t e n í a l a m a n í a d e l a v a r s e , p o r l o v i s t o c o n o c í a o t r o s p u e b l o s q u e l o h a c í a n . Q u i s o q u e C o n s t a n z a e n t r a r a e n e l m a r c o n é l , i n c l u s o v e s t i d a , p e r o y o n o s e l o p e r m i t í ; h a b í a p r o m e t i d o a s u s p a d r e s q u e l a d e v o l v e r í a e n t e r a y n o m o r d i d a p o r u n t i b u r ó n . Cuando el sol se puso, los indios encendieron fogatas de leña verde para combatir a los mosquitos que se volcaron sobre el villorrio. El humo nos cegaba y apenas nos permitía respirar, pero la alternativa era peor, porque tan pronto nos alejábamos del fuego nos caía encima la nube de bichos. Cenamos carne de danta, un animal parecido al cerdo, y una papilla blanda que llaman mandioca; eran sabores extraños, pero después de tres meses de pescado y empanadas la cena nos pareció principesca. También probé por primera vez una espumosa bebida de cacao, un poco amarga a pesar de las especias con que la habían sazonado. Según el padre Gregorio, los aztecas y otros indios americanos usan las semillas de cacao como nosotros usamos las monedas, así son de preciosas para ellos. La tarde se nos fue oyendo las aventuras del religioso, quien se había internado varias veces en la selva para convertir almas. Admitió que en su juventud también había perseguido el sueño terrible de El Dorado. Había navegado por el río Orinoco, plácido como una laguna a veces, torrentoso e indignado en otros tramos. Nos contó de inmensas cascadas que nacen de las nubes y revientan abajo en un arco iris de espuma, y de verdes túneles en el bosque, eterno crepúsculo de la vegetación apenas tocada por la luz del día. Dijo que crecían flores carnívoras con olor a cadáver y otras delicadas y fragantes pero ponzoñosas; también nos habló de aves con fastuoso plumaje, y de pueblos de monos con rostro humano que espiaban a los intrusos desde el denso follaje. —Para nosotras, que venimos de Extremadura, sobria y seca, piedra y polvo, ese paraíso es imposible de imaginar — comenté. —Es un paraíso sólo en apariencia, doña Inés. En ese mundo caliente, pantanoso y voraz, infestado de reptiles e insectos venenosos, todo se corrompe rápidamente, sobre todo el alma. La selva transforma a los hombres en rufianes y asesinos. — Q u i e n e s s e i n t e r n a n a l l í s ó l o p o r c o d i c i a y a e s t á n c o r r o m p i d o s , p a d r e . L a s e l v a s ó l o p o n e e n e v i d e n c i a l o q u e l o s h o m b r e s y a s o n — r e p l i c ó D a n i e l B e l a l c á z a r , m i e n t r a s a n o t a b a f e b r i l m e n t e l a s p a l a b r a s d e l f r a i l e e n s u c u a d e r n o p o r q u e s u i n t e n c i ó n e r a s e g u i r l a r u t a d e l O r i n o c o . Esa primera noche en tierra firme, el maestro Manuel Martín y algunos marineros fueron a dormir a la nave para cuidar la carga; eso dijeron, pero se me ocurre que en verdad temían las serpientes y sabandijas de la selva. Los demás, hartos del confinamiento de los minúsculos camarotes, preferimos acomodarnos en la aldea. Constanza, extenuada, se durmió al punto en la hamaca que nos habían asignado, protegida por un inmundo mosquitero de tela, pero yo me preparé para pasar varias horas de insomnio. La noche allí era muy negra, estaba poblada de misteriosas presencias, era ruidosa, aromática y temible. Me parecía hallarme rodeada de las criaturas que había mencionado el padre Gregorio: insectos enormes, víboras que mataban de lejos, fieras desconocidas. Sin embargo, más que esos peligros naturales me inquietaba la maldad de los hombres embriagados. No podía cerrar los ojos. Transcurrieron dos o tres horas largas y, cuando por fin empezaba a dormitar, escuché algo o a alguien que rondaba la choza. Mi primera sospecha fue que se trataba de un animal, pero enseguida recordé que Sebastián Romero se había quedado en tierra y deduje que, lejos de la autoridad del maestro Manuel Martín, el hombre podía ser de cuidado. No me equivoqué. Si hubiese estado dormida, tal vez Romero habría conseguido su propósito, pero, para su desgracia, yo lo aguardaba con una daga morisca, pequeña y afilada como una aguja, que había comprado en Cádiz. La única luz en el interior de la choza provenía del reflejo de las brasas que morían en la fogata donde habían asado la danta. Un hueco sin puerta nos separaba del exterior, y mis ojos se habían acostumbrado a la penumbra. Romero entró a gatas, husmeando, como un perro, y se acercó a la hamaca donde yo debía estar tendida con Constanza. Alcanzó a estirar la mano para separar el mosquitero, pero se le heló el gesto al sentir la punta de mi daga en el cuello, detrás de la oreja. —Veo que no aprendes, bribón —le dije sin levantar la voz, para no hacer escándalo. — ¡ Q u e e l D i a b l o t e l l e v e , r a m e r a ! H a s j u g a d o c o n m i g o d u r a n t e t r e s m e s e s y a h o r a f i n g e s q u e n o q u i e r e s l o m i s m o q u e y o — m a s c u l l ó , f u r i o s o . C o n s t a n z a d e s p e r t ó a s u s t a d a y s u s g r i t o s a t r a j e r o n a l p a d r e G r e g o r i o , a D a n i e l B e l a l c á z a r y a o t r o s q u e d o r m í a n c e r c a . A l g u i e n e n c e n d i ó u n a a n t o r c h a y e n t r e t o d o s s a c a r o n a v i v a f u e r z a a l h o m b r e d e n u e s t r a v i v i e n d a . E l p a d r e G r e g o r i o o r d e n ó q u e l o a t a r a n a u n á r b o l h a s t a q u e s e l e p a s a r a l a d e m e n c i a d e l a l c o h o l d e p a l m a , y a l l í e s t u v o g r i t a n d o a m e n a z a s y m a l d i c i o n e s d u r a n t e u n b u e n r a t o , h a s t a q u e p o r f i n , a l a m a n e c e r , c a y ó r e n d i d o p o r l a f a t i g a y l o s d e m á s p u d i m o s d o r m i r . Unos días más tarde, después de cargar agua fresca, frutos tropicales y carne salada, la nave del maestro Manuel Martín nos condujo hacia el puerto de Cartagena, que ya entonces era de importancia fundamental, porque allí se embarcaban los tesoros del Nuevo Mundo rumbo a España. Las aguas del mar Caribe eran azules y limpias como las piletas de los palacios de los moros. El aire tenía un olor intoxicante de flores, fruta y sudor. La muralla, construida con piedras unidas por una mezcla de cal y sangre de toro, brillaba bajo un sol implacable. Centenares de indígenas, desnudos y con cadenas, acarreaban grandes piedras, azuzados a latigazos por los capataces. Ese murallón y una fortaleza protegían a la flota española de los piratas y otros enemigos del imperio. En el mar se mecían varias naves ancladas en la bahía, algunas de guerra y otras mercantes, incluso un barco negrero que transportaba su carga del África para ser rematada en la feria de negros. Se distinguía de los otros por el olor que emanaba a miseria humana y maldad. Comparada con cualquiera de las viejas ciudades de España, Cartagena era todavía una aldea, pero contaba con iglesia, calles bien trazadas, viviendas enjalbegadas, edificios sólidos de gobernación, bodegas de carga, mercado y tabernas. La fortaleza, todavía en construcción, presidía desde lo alto de una colina, con los cañones ya instalados y apuntando a la bahía. La población era muy variada, y las mujeres, descotadas y atrevidas, me parecieron bellas, sobre todo las mulatas. Decidí quedarme un tiempo porque averigüé que mi marido había estado allí hacía poco más de un año. En un almacén tenían un atado de ropa que Juan había dejado en prenda con la promesa de que a su regreso pagaría el dinero adeudado. En la única posada de Cartagena no aceptaban a mujeres solas, pero el maestro Manuel Martín, que conocía a mucha gente, nos consiguió una vivienda en alquiler. Consistía en una pieza bastante amplia, aunque casi vacía, con una puerta a la calle y una ventana angosta, sin más mobiliario que un camastro, una mesa y una banqueta, donde mi sobrina y yo acomodamos nuestros bártulos. De inmediato empecé a ofrecer mis servicios como costurera y a buscar un horno público para hacer empanadas, porque mis ahorros estaban desapareciendo más rápido de lo calculado. Apenas nos instalamos, apareció Daniel Belalcázar a hacernos una visita. La pieza estaba atiborrada de bultos, así es que debió sentarse en la cama, con su sombrero en la mano. Sólo teníamos agua para ofrecerle y se bebió dos vasos seguidos; estaba sudando. Pasó un rato largo en silencio, escudriñando el suelo de tierra apisonada con desmesurada atención, mientras nosotras esperábamos, tan incómodas como él. —Doña Inés, vengo a solicitaros, con el mayor respeto, la mano de vuestra sobrina —soltó al fin. La sorpresa casi me aturde. Nunca había visto entre ellos algo que indicara un romance, y por un momento pensé que el calor había trastornado a Belalcázar, pero la expresión embobada de Constanza me obligó a recapacitar. —¡La niña tiene quince años! —exclamé, espantada. —Aquí las muchachas se casan jóvenes, señora. —Constanza no tiene dote. —Eso no tiene importancia. Nunca he aprobado esa costumbre, y aunque Constanza tuviese una dote de reina, yo no la aceptaría. —¡Mi sobrina desea ser monja! —Deseaba, señora, pero ya no —murmuró Belalcázar, y ella lo confirmó con voz clara y rotunda. Les hice ver que yo carecía de autoridad para entregarla en matrimonio, y menos a un aventurero desconocido, un hombre sin residencia fija que se pasaba la vida anotando tonterías en un cuaderno y la doblaba en edad. ¿Cómo pensaba mantenerla? ¿Acaso pretendía que ella lo siguiera al Orinoco a retratar caníbales? Constanza me interrumpió para anunciar, roja de vergüenza, que era demasiado tarde para oponerme, porque en realidad ya estaban casados ante Dios, aunque no ante la ley humana. Entonces me enteré de que mientras yo hacía empanadas de noche en el barco, ellos dos hacían lo que les daba la real gana en el camarote de Belalcázar. Levanté la mano para darle a Constanza un par de bien merecidas bofetadas, pero él me sujetó el brazo. Al día siguiente se casaron en la iglesia de Cartagena, con el maestro Manuel Martín y yo como testigos. Se instalaron en la posada y empezaron a hacer los preparativos para viajar a la selva, tal como yo temía. Durante la primera noche que pasé sola en el cuarto de alquiler sucedió una desgracia que tal vez habría podido evitar, si hubiese sido más precavida. Aunque no podía darme ese lujo, porque las bujías eran caras, mantenía una encendida durante buena parte de la noche por temor a las cucarachas, que salen en la oscuridad. Estaba tendida sobre el camastro, cubierta apenas por una camisa ligera, sofocada por el calor y sin poder dormir, pensando en mi sobrina, cuando me sobresaltó un golpe contra la puerta. Había una tranca que se echaba por dentro, pero yo había olvidado ponerla. Una segunda patada hizo saltar el picaporte y Sebastián Romero se perfiló en el umbral. Alcancé a incorporarme, pero el hombre me dio un empujón y me tiró de vuelta sobre la cama, luego se me abalanzó encima profiriendo insultos. Empecé a debatirme a patadas y arañazos, pero me aturdió con un golpe feroz que me dejó sin aliento y sin luz por breves instantes. Cuando recuperé el sentido, él me tenía inmovilizada y estaba sobre mí, aplastándome con su peso, salpicándome de saliva, mascullando groserías. Sentí su aliento asqueroso, sus dedos fuertes incrustados en mi carne, sus rodillas tratando de separarme las piernas, la dureza de su sexo contra mi vientre. El dolor del golpe y el pánico me nublaron el entendimiento. Grité, pero me tapó la boca con una mano, quitándome el aire, mientras con la otra forcejeaba con mi camisa y sus calzas, tarea nada fácil, porque soy fuerte y me retorcía como una comadreja. Para acallarme, me dio un formidable bofetón en la cara y luego empleó las dos manos para rasgarme la ropa; entonces comprendí que no me libraría de él por la fuerza. Por un instante contemplé la posibilidad de someterme, con la esperanza de que la humillación fuese breve, pero la ira me cegaba y tampoco estaba segura de que después fuera a dejarme en paz; podía matarme para que no lo delatase. Tenía la boca llena de sangre, pero me las arreglé para pedirle que no me maltratara, ya que podíamos gozar los dos, no había prisa, estaba dispuesta a complacerlo en lo que deseara. No recuerdo muy bien los detalles de lo acontecido aquella noche, creo que le acaricié la cabeza murmurando una retahíla de obscenidades aprendidas de Juan de Málaga en la cama, y eso pareció calmar un poco su violencia, porque me soltó y se puso de pie para quitarse las calzas, que tenía arrugadas a la altura de las rodillas. Tanteando bajo la almohada encontré la daga, que siempre tenía cerca, y la empuñé firmemente en la diestra, manteniéndola oculta contra el costado de mi cuerpo. Cuando Romero se me echó encima de nuevo, le permití acomodarse, le atrapé la cintura con ambas piernas levantadas y le rodeé el cuello con el brazo izquierdo. Él lanzó un gruñido de satisfacción, pensando que al fin yo había decidido colaborar, y se dispuso a aprovechar su ventaja. Entretanto usé las piernas para inmovilizarlo, cruzando los pies sobre sus riñones. Alcé la daga, la cogí a dos manos, calculé el sitio preciso para infligirle el mayor daño, y apreté con todas mis fuerzas en un abrazo mortal, clavándosela hasta la empuñadura. No es fácil enterrar un cuchillo en las fuertes espaldas de un hombre en esa posición, pero me ayudó el terror. Era su vida o la mía. Temí haber errado, porque por un momento Sebastián Romero no reaccionó, como si no hubiese sentido el aguijonazo, pero enseguida dio un alarido visceral y rodó hasta caer al suelo entre los bultos apilados. Trató de ponerse de pie, pero quedó de rodillas, con una expresión de sorpresa que pronto se tornó en horror. Se llevó las manos atrás en un intento desesperado de arrancarse el puñal. Lo aprendido sobre el cuerpo humano curando heridas en el hospital de las monjas me sirvió bien, porque la puñalada fue mortal. El hombre seguía forcejando y yo, sentada en el camastro, lo observaba, tan espantada como él pero dispuesta a saltarle encima si gritaba y cerrarle la boca como fuese. No gritó, un gorgoriteo siniestro escapaba de sus labios entre espumarajos rosados. Al cabo de un tiempo que me pareció eterno, se estremeció como poseído, vomitó sangre y poco después se desmoronó. Esperé mucho rato, hasta que se calmaron mis nervios y pude pensar; entonces me aseguré de que ya no volvería a moverse. En la escasa luz del único candil pude ver que la sangre era absorbida por la tierra del suelo. Pasé el resto de la noche junto al cuerpo de Sebastián Romero, primero rogándole a la Virgen que me perdonara tan grave crimen y después planeando cómo librarme de pagar las consecuencias. No conocía las leyes de esa ciudad, pero si eran como las de Plasencia iría a parar al fondo de un calabozo hasta que pudiera probar que había actuado en mi propia defensa, ardua tarea, porque la sospecha de los magistrados siempre recae sobre la mujer. No me hice ilusiones: a nosotras se nos culpa de los vicios y pecados de los hombres. ¿Qué supondría la justicia de una mujer joven y sola? Dirían que había invitado al inocente marinero y luego lo había asesinado para robarle. Al amanecer cubrí el cadáver con una manta, me vestí y me fui al puerto, donde todavía estaba anclada la nave de Manuel Martín. El maestro escuchó mi historia hasta el final, sin interrumpirme, masticando su tabaco y rascándose la cabeza. —Parece que tendré que hacerme cargo de este lío, doña Inés —decidió cuando terminé de hablar. Acudió a mi modesta vivienda con un marinero de su confianza y entre ambos se llevaron a Romero envuelto en un trozo de vela. Nunca supe qué hicieron con él; imagino que lo lanzaron al mar atado a una piedra, donde los peces deben de haber dado cuenta de sus restos. Manuel Martín me sugirió que me fuera pronto de Cartagena, porque un secreto como ése no podía ocultarse indefinidamente, y así fue como pocos días más tarde me despedí de mi sobrina y su marido y partí con otros dos viajeros rumbo a la ciudad de Panamá. Varios indios llevaban el equipaje y nos guiaban por montañas, bosques y ríos. El istmo de Panamá es una angosta faja de tierra que separa nuestro océano europeo del mar del Sur, que también llaman Pacífico. Tiene menos de veinte leguas de ancho, pero las montañas son abruptas, la selva muy espesa, las aguas insalubres, los pantanos putrefactos y el aire está infestado de fiebre y pestilencia. Hay indios hostiles, lagartos y serpientes de tierra y de río, pero el paisaje es magnífico y las aves bellísimas. Por el camino nos acompañó la algarabía de los monos, animales curiosos y atrevidos que nos saltaban encima para robarnos las provisiones. La jungla era de un verde profundo, sombría, amenazante. Mis compañeros de ruta llevaban las armas en la mano y no perdían de vista a los indios, que podían traicionarnos en cualquier descuido, tal como nos había advertido el padre Gregorio, quien también nos previno contra los caimanes, que arrastran a su víctima al fondo de los ríos; las hormigas rojas, que llegan por millares y se introducen por los orificios del cuerpo, devorándolo por dentro en cuestión de minutos, y los sapos que producen ceguera con la ponzoña de sus salivazos. Traté de no pensar en nada de eso, porque me habría paralizado el terror. Tal como decía Daniel Belalcázar, no vale la pena sufrir de antemano por las desgracias que posiblemente no ocurrirán. Hicimos la primera parte de la travesía en un bote impulsado a remo por ocho nativos. Me alegré de que mi sobrina no estuviese presente, porque los remeros iban desnudos y la verdad era que, a pesar del paisaje soberbio, se me iban los ojos hacia aquello que no debía mirar. La última parte del camino la recorrimos en mula. Desde la última cumbre divisamos el mar color turquesa y los contornos borrosos de la ciudad de Panamá, sofocada en un vaho caliente. FIN
Re: ... de poetas, cuentos y leyendas ....................................... Borges y yo Al otro, a Borges, es a quien le ocurren las cosas. Yo camino por Buenos Aires y me demoro, acaso ya mecánicamente, para mirar el arco de un zaguán y la puerta cancel; de Borges tengo noticias por el correo y veo su nombre en una terna de profesores o en un diccionario biográfico. Me gustan los relojes de arena, los mapas, la tipografía del siglo XVII, las etimologías, el sabor del café y la prosa de Stevenson; el otro comparte esas preferencias, pero de un modo vanidoso que las convierte en atributos de un actor. Sería exagerado afirmar que nuestra relación es hostil; yo vivo, yo me dejo vivir para que Borges pueda tramar su literatura y esa literatura me justifica. Nada me cuesta confesar que ha logrado ciertas páginas válidas, pero esas páginas no me pueden salvar, quizá porque lo bueno ya no es de nadie, ni siquiera del otro, sino del lenguaje o la tradición. Por lo demás, yo estoy destinado a perderme, definitivamente, y sólo algún instante de mí podrá sobrevivir en el otro. Poco a poco voy cediéndole todo, aunque me consta su perversa costumbre de falsear y magnificar. Spinoza entendió que todas las cosas quieren perseverar en su ser; la piedra eternamente quiere ser piedra y el tigre un tigre. Yo he de quedar en Borges, no en mí (si es que alguien soy), pero me reconozco menos en sus libros que en muchos otros o que en el laborioso rasgueo de una guitarra. Hace años yo traté de librarme de él y pasé de las mitologías del arrabal a los juegos con el tiempo y con lo infinito, pero esos juegos son de Borges ahora y tendré que idear otras cosas. Así mi vida es una fuga y todo lo pierdo y todo es del olvido, o del otro. No sé cuál de los dos escribe esta página
Re: ... de poetas, cuentos y leyendas De la misma autora de Papaito Piernas Largas, Jean Webster, el libro que seria la continuación de Papaito...Espero que lo disfruten! Mi querido enemigo Jean Weabster Stone Gate, Worcester, Massachusetts. 27 de diciembre. Querida Judith: Estoy tan sorprendida por tu carta, que he tenido que leerla dos veces para poder convencerme de que es cierto lo que se te ha ocurrido proponerme. Eso de transformar el Asilo John Grier en un Hogar Modelo, puede ser aceptable. Pero, qué yo lo dirija, es una locura. ¿Qué sé yo de cuidar y educar niños huérfanos? No podría hacerlo, ni siquiera contando con la colaboración de ese médico esco- cés a que te refieres. Me los imagino reunidos en el hogar de los Pendleton di- ciendo: "Es una lástima que Sallie no haga algo útil desde que salió del colegio. Pierde su tiempo en la vida social de Worces- ter. Y seguro que Jervis ha agregado: está demasiado intere- sada en ese joven Hallock, buen mozo, pero poco serio y no me gustan los políticos” Entonces surge la “genial” idea: La nombraremos encargada del Asilo John Grier..." Lo estoy oyendo como si estuviera ahí. La última vez que fui a casa de ustedes conversé largamente con Jervis sobre el ma- trimonio; los intereses de los políticos, y la vida frívola e inútil de las mujeres de la sociedad. Dile a tu santo marido que sus palabras me llegaron al alma y, desde que me habló, dedico una tarde a la semana a visitar a las mujeres del Hogar de Alcohólicas y les leo poesías. Así es que no soy tan inútil. También dile que se tranquilice porque el político no es un peligro por el momento. Ustedes quieren que yo me dedique al bien público. Puede ser muy bueno para mí, pero, ¿por qué no lo miran desde el punto de vista de los pequeños huérfanos? Si ustedes no com- prenden que los sentimientos de ellos son muy complicados, yo sí lo comprendo, y, por eso, con todo respeto, rechazo la pro- posición que me hacen. Pero, de todos modos, acepto encantada la invitación para ir por unos días a Nueva York. Sólo les pido que cambien el pro- grama de visitas. En lugar de ir al Asilo de Huérfanos de Nueva York, ¿por qué no vamos al teatro, a la ópera, a cenar juntos? Te cuento que tengo dos vestidos nuevos para la noche y una capa azul con cuello de piel blanca, me encantaría estrenarlos con ustedes Tuya como siempre, frívola como siempre y esperando se- guir siéndolo, Sallie Mac Bride. P. D. Tu invitación es muy oportuna. Un joven político llamado Gordon Hallock irá a Nueva York la próxima semana. Les gus- tará mucho cuando lo conozcan. Hogar John Grier. 15 de febrero. Querida Judith: Hora te escribo desde el Hogar. Singapor, Jane y yo llega- mos aquí anoche, en medio de una tormenta de nieve. El no- chero y el ama de llaves salieron a recibimos y se asustaron al ver a Sing. Nunca habían visto un perro así, creyeron que era un lobo. No fue fácil encontrar alojamiento. El pobre Sing tuvo que dormir en un cobertizo, sobre un trapo viejo. Jane, con su tre- menda estatura, debió acomodarse en una cama para niños en la enfermería y pasó la noche doblada en dos. Ahora cojea y suspira por nuestra casa en Worcester. Bueno, aquí estamos las dos y me temo que no somos muy bienvenidas. A las seis de la mañana, me despertó una campana. Me quedé un rato en la cama escuchando el increíble ruido que hacían veinticinco niñas en el cuarto de baño, estaba situado justo sobre mi cabeza. Parece que no se bañan, apenas se lavan la cara, pero ma- notean como si fueran perritos en un estanque. Me levanté y realicé una pequeña exploración. Decidí presentarme a los niños durante el desayuno y bus- qué el comedor. ¡Qué horror! Paredes oscuras, sucias, sin nin- gún cuadro, mesas cubiertas con hules viejos y feos, platos y tazas de latón, unos bancos viejos de madera. En medio de to- do, como único adorno, un letrero que me pareció casi como escrito por un humorista: "El Señor proveerá”. No creo que en el mundo haya un lugar tan feo. Vi a los niños en varias filas, vestidos con uniforme azul, con rostros pálidos e indiferentes. ¿En qué me he metido? ¿Cómo voy a alegrar sus cien caritas, cuando lo que necesitan es una madre para cada uno? Creo que me vine sin pensar. Ustedes me persuadieron, es cierto, pero debo confesar que lo que realmente me convenció fue la risa insolente y estrepitosa de Gordon Hallock ante la idea de que yo pretendiera dirigir un hogar de niños. Ahora es- toy espantada. La salud y la felicidad de cien niños dependen de mí, sin contar con las de sus futuros trescientos o cuatro- cientos hijos y sus miles de nietos. Porque es una ley geométri- camente progresiva. ¡Es espantoso! ¿Quién soy yo para inten- tar una obra semejante? ¡Por favor, Judith, busca a otra direc- tora! Jane me avisa que la comida está lista. Después de dos comidas en tu institución, no creas que me entusiasma la idea de probar una tercera. (Después de comida.) Para el personal había un picadillo de carne con espinacas y un flan de postre. Me asusta pensar sobre qué habrán comido los niños. Te quiero contar sobre mi primer discurso durante el des- ayuno. Hablé de los maravillosos cambios que haremos en el Hogar gracias a la generosidad del presidente de la institución, señor Jervis Pendleton, y de la señora Pendleton, convertida ya en la querida tía Judith de todos los niños y niñas que viven aquí. Haz el favor de no protestar por poner a la familia Pendleton en un lugar tan importante. Lo hago por razones políticas. Cuando pronuncié mi discurso se hallaba presente todo el per- sonal de la institución, y me pareció muy oportuno dejar bien sentado que todas esas innovaciones revolucionarias no co- rresponden a mi loca fantasía sino que han sido debidamente autorizadas por la dirección general. Los niños dejaron de tomar su desayuno para clavar en mí sus ojos. Estaban con la boca abierta. Evidentemente el llama- tivo color de mi cabello y mi nariz respingona, dos detalles que me dan un aire de frivolidad, no son habituales en las directoras de asilos. Además, me parece que mis colegas me han expre- sado con su actitud, que me consideraban demasiado joven e inexperta para ser directora. Todavía no he visto a ese extraordinario médico escocés tan anunciado por Jervis, pero te aseguro que tendrá que ser muy maravilloso para contrarrestar el efecto de los demás em- pleados, muy especialmente el de la señorita Snaith, la profe- sora del jardín infantil. De inmediato choqué con ella por el problema de la ventilación y del aire puro. Tengo que librarme del desagradable olor que hay en esta institución, aunque con- vierta a cada niño en una estatua de hielo. Como hoy hacía una tarde llena de sol, ordené que los ni- ños dejaran ese horrible calabozo que es la sala de recreo, y salieran a jugar al aire libre. -Nos quiere echar -oí que refunfuñaba un rapazuelo, mien- tras hacía esfuerzos inauditos por introducirse en un abrigo tres veces demasiado estrecho para él. Los pobrecillos se quedaron simplemente arrimados a las paredes del patio, sin moverse y esperando pacientemente a que se les permitiera volver a entrar. Nada de correr ni jugar; nada de hacer pelotas de nieve para arrojárselas unos a otros, como cualquier niño normal. ¿Te das cuenta? Estos niños no saben jugar. (Más tarde.) Ya he iniciado la grata tarea de gastar tu dinero: compré on- ce bolsas para el agua caliente (todas las que había en la far- macia del pueblo), algunas mantas de lana y cubrecamas acol- chados. También he ordenado que permanezcan abiertas de par en par las ventanas del dormitorio de los más pequeños. Los niños gozarán de la sensación, nueva para ellos, de respi- rar durante la noche. Hay un millón de cosas más por las que desearía protestar, pero son las diez y media de la noche, y Jane dice que debo irme a dormir. Buenas noches. Sallie Mac Bride. P. D. Antes de acostarme salí de puntillas por el corredor para ver si todo estaba en orden, y ¿que crees que encontré? La señora Snaith estaba cerrando sigilosamente todas las venta- nas del dormitorio de los niños! En cuanto pueda conseguir un puesto adecuado para ella, en algún asilo para ancianas, la despediré. Jane me arranca la pluma de la mano. Nuevamente buenas noches.
Re: ... de poetas, cuentos y leyendas RIMA LXIII Como enjambre de abejas irritadas, de un oscuro rincón de la memoria salen a perseguirme los recuerdos de las pasadas horas. Yo los quiero ahuyentar. ¡Esfuerzo inútil! Me rodean, me acosan, y unos tras otros a clavarme vienen el agudo aguijón que el alma encona. Gustavo Adolfo Bécquer
Re: ... de poetas, cuentos y leyendas RIMA XLIX Alguna vez la encuentro por el mundo, y pasa junto a mí; y pasa sonriéndose, y yo digo: —¿Cómo puede reír? Luego asoma a mi labio otra sonrisa, máscara del dolor, y entonces pienso: —Acaso ella se ríe, como me río yo. Gustavo Adolfo Bécquer
Re: ... de poetas, cuentos y leyendas RIMA LXVIII No sé lo que he soñado en la noche pasada. Triste, muy triste debió ser el sueño, pues despierto la angustia me duraba. Noté al incorporarme húmeda la almohada, y por primera vez sentí al notarlo, de un amargo placer henchirse el alma. Triste cosa es el sueño que llanto nos arranca, mas tengo en mi tristeza una alegría... ¡Sé que aún me quedan lágrimas! Gustavo Adolfo Bécquer
Re: ... de poetas, cuentos y leyendas Mi querido enemigo Jean Weabster Hogar John Grier, 20 de febrero. Mi querida Judith: Esta tarde vino el doctor Robin Mac Rae a conocer la nue- va directora. Hazme el favor de invitarlo a comer en su próxima visita a Nueva York, y verás lo que ha hecho tu marido. Alterando considerablemente la verdad, Jervis me indujo a creer que uno de los principales atractivos de mi puesto sería el trato diario con un hombre de la brillantez, cortesía, sabiduría y encantos del doctor Mac Rae. Es alto y escuálido, con el pelo descolorido y grisáceo, y los ojos fríos, de un color indefinido. Durante la hora que pasó en mi compañía, hice lo posible por ser amable, pero ni la más le- ve sombra de una sonrisa iluminó la línea recta de sus labios. ¿Qué le pasa a ese hombre? ¿Habrá cometido algún crimen y le remuerde la conciencia día y noche? ¡Es tan sociable como la lápida de un sepulcro! Pero también te contaré que a nuestro médico le gusto tanto como él a mí. Estoy segura de que me cree frívola e inconstan- te, y desde luego absolutamente incapaz de trabajar en un puesto de confianza. No me extrañaría nada de que en estos días tu marido haya recibido una carta suya pidiendo que me destituyan. En los temas de conversación no coincidimos en lo más mí- nimo. Mientras él discurría amplia y filosóficamente sobre los inconvenientes de esta institución para el cuidado de los niños, yo me quejé del horrible peinado que usan las niñas. Para probar mi tesis hice comparecer a Sadie Kate, mi huér- fana predilecta, que hace los mandados. Lleva el cabello esti- rado hacia atrás, tan tirante y tan pegado a la cabeza, que pa- rece que se lo hubieran dibujado sobre el cráneo, y luego se di- vide en dos trenzas tiesas como si fueran de alambre. Decidi- damente las niñas se verían mucho mejor si van con las orejas un poco tapadas, pero al doctor Mac Rae no le importa un co- mino que las niñas se vean bien o no; a él le interesan única- mente sus estómagos. También discutimos por la cuestión de las enaguas rojas. No es posible que una niña pueda conservar un vestigio de amor propio, si la obligan a usar enaguas de fra- nela roja, dos o tres centímetros más largas que el delantal de cuadros azules; pero él opina que las enaguas rojas son ale- gres, higiénicas y abrigan. Preveo un reinado turbulento para la nueva directora. El único detalle que he de agradecer al cielo, respecto de nuestro médico, es que él es casi tan nuevo aquí como yo y por consiguiente no puede instruirme sobre las tradiciones del asi- lo. Creo que no hubiera podido trabajar con el antiguo médico, porque, a juzgar por el estado de los pequeños que recibieron su atención, sabía tanto de niños como un veterinario. Te contaré, además, que todo el personal ha decidido dar- me instrucciones. Hasta la cocinera me ha dicho esta mañana, en tono firme y enérgico, que aquí se come un guiso de harina de maíz todos los miércoles por la noche. Por amor de Dios, ¿estás buscando ya otra directora? Me quedaré aquí hasta que venga, pero por favor, encuéntrala pronto. Tuya, pero resuelta a huir si es necesario, Sallie Mac Bride. Dirección del Hogar John Grier, 27 de febrero. Querido Gordon: ¿Aún estás enojado porque no seguí tu consejo? ¿No sabes que a una pelirroja de ascendencia irlandesa, con mezcla de escocés, hay que aconsejarla con suavidad, en lugar de pre- sionarla? Si no hubieses sido tan cargante, te habría hecho caso y es- taría salvada. Te confieso que he pasado estos últimos cinco días lamentando nuestra pelea. Tenías razón y yo no, ahora lo reconozco humildemente. Si logro salir de esta camisa de once varas en que me he metido, te prometo que en el futuro seguiré (casi siempre) tus consejos. ¿Puede una mujer hacer una con- fesión más dolorosa que ésta? Toda la poesía que Judith atribuyó a este asilo no es más que romántica imaginación. No hay palabras que puedan ex- presar lo lúgubre y triste que es este antro horrible: pasillos lar- gos y helados, paredes desnudas y sucias; niños sucios y páli- dos, vestidos con uniformes azules. Los pobrecitos no se pare- cen en nada a los demás niños. Pero lo peor de todo es el in- soportable olor, mezcla de humedad, falta de ventilación y vaho de los mismos eternos guisos para cien personas siempre humeando sobre el fogón. El asilo tendría que reconstruirse, pero cada uno de los ni- ños también, y ésa es una tarea para gigantes, y no para una persona tan egoísta, perezosa y malcriada como Sallie Mac Bride. Renunciaré en el mismo instante en que Judith encuen- tre otra directora, pero temo que no será muy pronto. Ella se ha ido al sur, dejándome en el más terrible abandono. A pesar de todo, no puedo marcharme del asilo de la noche a la mañana, después de haber dado mi palabra. Pero no puedo ocultar que siento nostalgia de mi casa. Escríbeme una carta optimista y envíame flores para alegrar mi salón. Lo heredé amueblado de mi predecesora, la señora Lippett. Las paredes son de color rojo y café; los sillones están tapizados de terciopelo azul eléctrico; la mesita de centro es dorada, y en la alfombra predomina el verde. Si me mandas flo- res de color rosado pálido, contemplaría el arco iris. Reconozco que fui antipática la última vez que nos vimos, pero estás vengado con creces. Tuya, con remordimientos Sallie Mac Bride. P. D. No tienes que preocuparte del médico escocés. Es todo lo testarudo que implica la palabra "escocés". Nos detestamos mutuamente. ¡Dios mío, me aterra la perspectiva de trabajar con él! .
Re: ... de poetas, cuentos y leyendas EL HERIDO . Para el muro de un hospital de sangre. . I . Por los campos luchados se extienden los heridos. Y de aquella extensión de cuerpos luchadores salta un trigal de chorros calientes, extendidos en roncos surtidores. . La sangre llueve siempre boca arriba, hacia el cielo. Y las heridas suenan igual que caracoles, cuando hay en las heridas celeridad de vuelo, esencia de las olas. . Herido estoy, miradme: necesito más vidas. La que contengo es poca para el gran cometido de sangre que quisiera perder por las heridas. Decid quién no fue herido. . La sangre huele a mar, sabe a mar y a bodega. La bodega del mar, del vino bravo, estalla allí donde el herido palpitante se anega, y florece y se halla. . Mi vida es una herida de juventud dichosa. ¡Ay de quien no esté herido, de quien jamás se siente herido por la vida, ni en la vida reposa herido alegremente! . Si hasta a los hospitales se va con alegría, se convierten en huertos de heridas entreabiertas, de adelfos florecidos ante la cirugía de ensangrentadas puertas. . II . Para la libertad sangro, lucho, pervivo, Para la libertad, mis ojos y mis manos, como un árbol camal, generoso y cautivo, doy a los cirujanos. . Para la libertad siento más corazones que arenas en mi pecho: dan espumas mis venas, y entro en los hospitales, y entro en los algodones como en las azucenas. . Para la libertad me desprendo a balazos de los que han revolcado su estatua por el lodo. . Y me desprendo a golpes de mis pies, de mis brazos, de mi casa, de todo. . Porque donde unas cuencas vacías amanezcan, ella pondrá dos piedras de futura mirada y hará que nuevos brazos y nuevas piernas crezcan en la carne talada. . Retoñarán aladas de savia sin otoño reliquias de mi cuerpo que pierdo en cada herida Porque soy como el árbol talado, que retoño: porque aún tengo la vida Miguel Hernandez
Re: ... de poetas, cuentos y leyendas Poema árbol de Mi Alma de José Martí Como un ave que cruza el aire claro Siento hacia mí venir tu pensamiento Y acá en mi corazón hacer su nido. Ábrese el alma en flor: tiemblan sus ramas Como los labios frescos de un mancebo En su primer abrazo a una hermosura: Cuchichean las hojas: tal parecen Lenguaraces obreras y envidiosas, A la doncella de la casa rica En preparar el tálamo ocupadas: Ancho es mi corazón, y es todo tuyo: Todo lo triste cabe en él, y todo Cuanto en el mundo llora, y sufre, y muere! De hojas secas, y polvo, y derruidas Ramas lo limpio: bruño con cuidado Cada hoja, y los tallos: de las flores Los gusanos del pétalo comido Separo: oreo el césped en contorno Y a recibirte, oh pájaro sin mancha Apresto el corazón enajenado!
Re: ... de poetas, cuentos y leyendas Poema Cuando Me Puse a Pensar de José Martí Cuando me puse a pensar La razón me dio a elegir Entre ser quien soy, o ir El ser ajeno a emprestar, Mas me dije: si el copiar Fuera ley, no nacería Hombre alguno, pues haría Lo que antes de él se ha hecho: Y dije, llamando al pecho, ¡Sé quien eres, alma mía!
Re: ... de poetas, cuentos y leyendas Mi querido enemigo Jean Weabster Hogar John Grier, 22 de febrero. Mi estimado Gordon: He recibido tu enérgico y caro mensaje. Ya sé que posees mucho dinero, pero eso no es una razón para que lo despilfa- rres así. Cuando vuelvas a sentir tanta necesidad de hablar que sólo un telegrama de cien palabras pueda evitar la explosión, envía una carta telegráfica nocturna, que aunque no es tan rá- pida, vale la mitad. Si tú no necesitas tu dinero, mis huérfanos lo pueden aprovechar muy bien. Además, ¿cómo se te ocurre que puedo abandonar el asilo en la forma que sugieres? Cometería una deslealtad con Judith y Jervis. Y perdona que te recuerde que ellos son mis amigos desde muchos años antes de conocerte, y no estoy dispuesta a dejarlos plantados. Vine aquí en un impulso de... bueno, en un afán de aventuras, y llegaré hasta el fin. Esto no significa que me esté condenando a permanecer aquí toda mi vida; renunciaré tan pronto como se presente la oportunidad. Pero reconozco que debería sentirme muy hala- gada de que los Pendleton no vacilaran en confiarme un cargo de tanta responsabilidad. Aunque por lo visto, tú no sospechas que tengo gran iniciativa y sentido común, y si quiero poner to- da mi alma en esta empresa, podría llegar a ser la directora de asilos más formidable que jamás hayan conocido los huérfanos de la tierra. No te rías, porque es verdad. Judith y Jervis me pi- dieron que viniera porque lo saben muy bien. Después de que han depositado tanta confianza en mí, cómo voy a abandonar- los tan descortésmente, como tú sugieres! Mientras permanez- ca aquí, cumpliré todas mis obligaciones y entregaré este orfa- nato a mi sucesora con todas las modificaciones necesarias y marchando como una institución modelo en su género. Pero, entretanto, no te laves las manos como Pilatos, pen- sando que mis innumerables tareas no me permiten sentir la nostalgia, porque no es así. Todas las mañanas al despertar- me, miro con asombro el horrible papel de las paredes y tengo la sensación de estar en medio de una pesadilla. ¿En qué dia- blos estaría pensando cuando abandoné mi confortable hogar y mis alegres diversiones? A veces pienso que tienes razón res- pecto a mi estado mental. Pero, ¿por qué armas tanto alboroto? Tampoco podrías verme aunque no estuviese aquí, puesto que Worcester está tan distante de Washington como el Hogar John Grier. Además, tranquilízate, aquí no hay un solo hombre que admire a las peli- rrojas, mientras que allá en Worcester hay varios. No vine aquí sólo por disgustarte; quería una aventura y ya la he encontrado. Escríbeme pronto dándome ánimos, Sallie. Hogar John Grier, 24 de febrero. Querida Judith: Dile a Jervis que no me gusta aventurarme en suposiciones y juicios. Mi carácter es por naturaleza, dulce, bondadoso, ino- cente y confiado, y quiero a todo el mundo... casi. Pero no creo que nadie pueda querer a ese médico escocés. No sonríe ja- más. Esta tarde me ha visitado de nuevo. Lo invité a tomar asien- to en una de esas sillas tapizadas de azul eléctrico de la señora Lippett, y me instalé frente a él. Llevaba un traje color pajizo, calcetines púrpura y corbata roja. Decididamente, tu modelo de médico será un inconveniente en las reformas estéticas de este establecimiento. Durante los quince minutos que duró la visita esbozó escue- tamente todos los cambios que desea ver realizados en el Hogar. ¿Él? ¿Se puede saber cuáles son las atribuciones de una directora? ¿O está obligada a acatar las órdenes del médi- co? Tuya, rebosante de indignación, Sallie. Hogar John Grier. Lunes. Estimado doctor Mac Rae: En vista de mis inútiles esfuerzos por comunicarme con us- ted, le envío esta carta con Sadie Kate ¿Es su ama de llaves esa señora McGurk que cuelga el receptor en mitad de una fra- se? Si es ella quien contesta no me explico cómo a sus pacien- tes no se les acabó ya la paciencia. Como usted no vino esta mañana, pero los pintores sí, elegí yo un color gris claro para pintar su nuevo laboratorio. Espero que ese color no le parezca antihigiénico. También, si puede disponer de un momento esta tarde, ten- ga la amabilidad de acercarse hasta el consultorio del doctor Brice, en Water Street, para ver el sillón de dentista y demás accesorios que vamos a comprar. De esta manera el doctor Brice podría atender a nuestros ciento once niños con mucha más rapidez que si tuviéramos que llevarlos uno por uno hasta Water Street. ¿No le parece una idea excelente? Se me ocurrió a medianoche, pero como da la casualidad que nunca he com- prado un sillón de dentista, le agradecería sus consejos profe- sionales. Saludo a usted muy atentamente, Sallie Mac Bride
Re: ... de poetas, cuentos y leyendas Momentos felices Cuando llueve y reviso mis papeles, y acabo tirando todo al fuego: poemas incompletos, pagarés no pagados, cartas de amigos muertos, fotografías, besos guardados en un libro, renuncio al peso muerto de mi terco pasado, soy fúlgido, engrandezco justo en cuanto me niego, y así atizo las llamas, y salto la fogata, y apenas si comprendo lo que al hacerlo siento, ¿no es la felicidad lo que me exalta? Cuando salgo a la calle silbando alegremente -el pitillo en los labios, el alma disponible- y les hablo a los niños o me voy con las nubes, mayo apunta y la brisa lo va todo ensanchando, las muchachas estrenan sus escotes, sus brazos desnudos y morenos, sus ojos asombrados, y ríen ni ellas saben por qué sobreabundando, salpican la alegría que así tiembla reciente, ¿no es la felicidad lo que se siente? Cuando llega un amigo, la casa está vacía, pero mi amada saca jamón, anchoas, queso, aceitunas, percebes, dos botellas de blanco, y yo asisto al milagro -sé que todo es fiado-, y no quiero pensar si podremos pagarlo; y cuando sin medida bebemos y charlamos, y el amigo es dichoso, cree que somos dichosos, y lo somos quizá burlando así la muerte, ¿no es la felicidad lo que trasciende? Cuando me he despertado, permanezco tendido con el balcón abierto. Y amanece: las aves trinan su algarabía pagana lindamente: y debo levantarme pero no me levanto; y veo, boca arriba, reflejada en el techo la ondulación del mar y el iris de su nácar, y sigo allí tendido, y nada importa nada, ¿no aniquilo así el tiempo? ¿No me salvo del miedo? ¿No es la felicidad lo que amanece? Cuando voy al mercado, miro los abridores y, apretando los dientes, las redondas cerezas, los higos rezumantes, las ciruelas caídas del árbol de la vida, con pecado sin duda pues que tanto me tientan. Y pregunto su precio, regateo, consigo por fin una rebaja, mas terminado el juego, pago el doble y es poco, y abre la vendedora sus ojos asombrados, ¿no es la felicidad lo que allí brota? Cuando puedo decir: el día ha terminado. Y con el día digo su trajín, su comercio, la busca del dinero, la lucha de los muertos. Y cuando así cansado, manchado, llego a casa, me siento en la penumbra y enchufo el tocadiscos, y acuden Kachaturian, o Mozart, o Vivaldi, y la música reina, vuelvo a sentirme limpio, sencillamente limpio y pese a todo, indemne, ¿no es la felicidad lo que me envuelve? Cuando tras dar mil vueltas a mis preocupaciones, me acuerdo de un amigo, voy a verle, me dice: «Estaba justamente pensando en ir a verte». Y hablamos largamente, no de mis sinsabores, pues él, aunque quisiera, no podría ayudarme, sino de cómo van las cosas en Jordania, de un libro de Neruda, de su sastre, del viento, y al marcharme me siento consolado y tranquilo, ¿no es la felicidad lo que me vence? Abrir nuestras ventanas; sentir el aire nuevo; pasar por un camino que huele a madreselvas; beber con un amigo; charlar o bien callarse; sentir que el sentimiento de los otros es nuestro; mirarme en unos ojos que nos miran sin mancha, ¿no es esto ser feliz pese a la muerte? Vencido y traicionado, ver casi con cinismo que no pueden quitarme nada más y que aún vivo, ¿no es la felicidad que no se vende?
Re: ... de poetas, cuentos y leyendas No he leído nada de nada, estoy muy liada de tiempo. Me sirve este consejo: charlar o bien callarse. Espero leer.