Re: ... de poetas, cuentos y leyendas Mi querido enemigo Jean Weabster Hogar John Grier, Miércoles. Querido Gordon: Tus rosas y tu carta me han dado una gran alegría. Creo que es la primera vez que me he sentido de tan buen ánimo desde el catorce de febrero, cuando dije adiós a Worcester. No existen palabras para expresar todo lo monótona y de- primente que es la rutina diaria de la vida del asilo. Betsy Kindred, mi amiga y compañera de colegio, es la úni- ca que proyecta una chispa de luz sobre este aburridísimo y continuo bregar, obsequiándonos con su compañía cuatro días por semana. De cuando en cuando encontramos en nuestras memorias algo gracioso de que reír o comentar. Ayer estábamos tomando el té en mi espantoso salón azul eléctrico, cuando de repente decidimos rebelarnos ante tanta fealdad. Llamamos a seis niños, de los más robustos y destruc- tores, les explicamos lo que queríamos y en pocos momentos no quedaba ni el menor vestigio del empapelado. Ahora dos diestros empapeladores están cubriendo las pa- redes con lo mejor que hemos encontrado aquí, mientras un tapicero alemán toma las medidas de los sillones para confec- cionar unas bonitas fundas que oculten su antiguo terciopelo. Pero no te pongas nervioso. Esto no significa que me esté organizando para pasar el resto de mi vida aquí, sino que, sim- plemente estoy preparando un alegre recibimiento a mi suceso- ra. No me atrevo a decirle a Judith lo fúnebre que me parece todo esto, para no amargar sus vacaciones, pero cuando re- grese a Nueva York encontrará mi renuncia irrevocable espe- rándola en la puerta. Me gustaría corresponder a tu carta de siete páginas, pero veo que dos de mis angelitos se están moliendo a puñetazos al pie de mi ventana y corro a separarlos. Tuya, como siempre, Sallie Mac Bride. Hogar John Grier, 8 de marzo. Mi querida Judith: Yo también he hecho un regalo al Hogar John Grier: restau- rar las paredes y los muebles de la salita particular de la direc- tora. En cuanto llegué, me di cuenta de que ni yo ni ninguna otra ocupante jamás podría ser feliz con el decorado heredado de la señora Lippett. Como ves, me desvelo por hacer feliz a mi sucesora y tenerla contenta y dispuesta a quedarse aquí indefi- nidamente. Betsy me ha ayudado y entre las dos hemos creado un am- biente en azul opaco y oro. Ahora es una de las habitaciones más hermosas que se hayan visto jamás y una buena lección de arte para cualquier niño. Todo es nuevo: papel, alfombras (las mías persas, traídas de Worcester con la protesta de toda la familia), persianas y cortinas (ahora se puede contemplar el bello panorama que ocultaban espesos visillos). También una mesa, lámparas, libros, algunos cuadros y una chimenea abier- ta. La Lippett la había clausurado porque dejaba entrar el aire. Hasta ahora no me había fijado en lo mucho que influye en la paz del espíritu el vivir en un agradable ambiente artístico. Anoche me senté junto al fuego y me sentí muy animada con- templando las llamas resplandecientes. Te aseguro que es la primera vez que algo me anima desde que llegué a este hogar. Pero la sala de la directora es la más insignificante de nues- tras necesidades. Los departamentos de los niños exigen tan- tos cambios que no sé por dónde empezar. La sala de recreo es deprimente, al igual que el comedor; falta ventilación en los dormitorios y los cuartos de baño no tienen bañeras. Creo que si hacemos grandes economías, podríamos llegar a tener algún día suficiente dinero para prenderle fuego a este viejo y horrible caserón maloliente. Sueño que en su lugar po- damos construir una casa cómoda, hermosa, sana y con per- fecta ventilación. No puedo evocar ese maravilloso estableci- miento de Hastings sin sentir una sana y gran envidia. Me gus- taría dirigir un asilo con un ambiente acogedor ¡Qué agradable sería! De todos modos, cuando regreses a Nueva York y estés dispuesta a consultar al arquitecto sobre los arreglos del edifi- cio, te ruego que no decidas nada sin oír antes mis consejos y sugerencias. Entre otros pequeños detalles, necesito una galería al aire libre, a lo largo de los dormitorios actuales. Supongo que ya conoces el resultado de los exámenes mé- dicos realizados a los niños: la mitad están anémicos, ¡Dios mío!; muchos de ellos tienen familiares tuberculosos, pero aun es mayor el número de hijos de alcohólicos. Necesitan "oxíge- no", aire puro, más que educación. Yo quisiera que todos los niños durmieran respirando aire verdaderamente puro, tanto en invierno como en verano, pero estoy segura de que si me atreviese a hacer esta sugerencia a nuestros benefactores, caería como una bomba que haría esta- llar, además, a toda la comisión de consejeros. Hablando de consejeros: he visto al honorable Ciro Wykoff, y estoy por creer que lo aborrezco casi más que al doctor Robin o a la cocinera. Sin duda poseo un don especial para descubrir enemigos. El señor Wykoff se tomó la molestia de venir el miércoles pasado para evaluar a la nueva directora. Después de "de- rrumbarse" cómodamente en mi mejor sillón, se dispuso a inter- rogarme. Me preguntó cuál era el negocio de mi padre y si le iba bien. Le contesté que mi padre tenía una fábrica de azule- jos y que, a pesar de que atravesamos unos tiempos difíciles, la demanda de azulejos era mucha. Pareció tranquilizarse. Había temido que yo fuera hija de misioneros, profesores o lite- ratos...; es decir, mucho pensamiento y poco sentido común. Ciro admira el sentido común. Enseguida, ¿cuál había sido mi preparación para este car- go? Aunque como sabes, esta pregunta es algo embarazosa para mí, sin inmutarme en lo más mínimo y muy decidida saqué a relucir mis estudios universitarios, algunas conferencias en la Escuela de Filantropía y una breve permanencia en la colonia escolar. (Por supuesto, no le dije que allí sólo pinté una sala y una escalera.) Agregué algunas obras de asistencia social entre los em- pleados de mi padre y las visitas al Instituto para Mujeres Alco- hólicas. Ciro escuchaba refunfuñando. Le hablé del estudio que he hecho sobre el cuidado que requieren los niños desamparados y como quien no quiere la cosa, mencioné mis visitas a dieci- siete instituciones. Siguió gruñendo; tras unos minutos de si- lencio, dijo que él no creía en esa caridad científica ultramoder- na. En aquel preciso momento entró Jane con un ramo de rosas que acababa de llegar. El genial Gordon Hallock me envía ro- sas dos veces por semana para suavizar los rigores de la vida. Ciro emprendió una severa indagación. Quería conocer la pro- cedencia de esas flores y se tranquilizó cuando le aseguré que no habían sido adquiridas con dinero del asilo. Inmediatamente después me preguntó quién era Jane. -Es mi doncella -repliqué con desenvoltura. -¿Su... qué? -rugió más fuerte, rojo de indignación, dando un brinco en la butaca. -Mi doncella personal. -¿Y qué hace aquí? -Jane cose mis vestidos, me lustra los zapatos, pone orden en los cajones de mi escritorio. Ciro se puso tan rojo que temí un ataque de apoplejía. Cari- tativamente aclaré que yo pago su sueldo y que también pago al Hogar por su alimentación y que, a pesar de lo gorda, no come mucho -detallé con una amabilidad digna de encomio. Con un gesto magnánimo que no olvidaré nunca, manifestó que podía haber utilizado a alguna de las huérfanas para esas labores. A pesar de que empezaba a molestarme, le contesté amablemente que Jane llevaba conmigo muchísimos años y que me era indispensable. Por fin se fue, no sin antes advertirme que él jamás había encontrado ningún defecto en la señora Lippett, que era una mujer cristiana, muy trabajadora, con mucho sentido común, sin ideas fantasiosas y que abrigaba la esperanza de que yo segui- ría su ejemplo. ¿Qué opinas, querida Judith? Cuando momentos después, llegó el doctor y le conté mi conversación con el honorable Ciro, por primera vez estuvo de acuerdo conmigo... -¡La señora Lippett! ¡Vieja lechuza!... -gruñó-. ¡Qué charla- tán! ¡A él sí que le falta sentido común! Cuando nuestro médico se enoja, es cuando se pone más escocés. Tengo a Sadie Kate sentada en el suelo a mis pies mientras escribo, desenredando madejas de seda y enrollándolas cuida- dosamente para Jane, que cada día se encariña más con esta niña. -Estoy escribiendo a tu tía Judith -le he dicho a Sadie Kate-. ¿Quieres que le diga algo de tu parte? -Yo no conozco a ninguna tía Judith. -Es la tía de todas las niñas buenas de este colegio. -Dígale que venga y que me traiga caramelos -ha contesta- do Sadie Kate. Y yo digo lo mismo. Muchos cariños al presidente, Sallie
Re: ... de poetas, cuentos y leyendas DE QUE NADA SE SABE La luna ignora que es tranquila y clara y ni siquiera sabe que es la luna; la arena, que es la arena. No habrá una cosa que sepa que su forma es rara. Las piezas de marfil son tan ajenas al abstracto ajedrez como la mano que las rige. Quizá el destino humano de breves dichas y de largas penas es instrumento de otro. Lo ignoramos; darle nombre de Dios no nos ayuda. Vanos también son el temor, la duda y la trunca plegaria que iniciamos. ¿Qué arco habrá arrojado esta saeta que soy? ¿Qué cumbre puede ser la meta? Jorge Luis Borges
Re: ... de poetas, cuentos y leyendas Poema Si Una Espina Me Hiere... de Amado Nervo ¡Si una espina me hiere, me aparto de la espina, ...pero no la aborrezco! Cuando la mezquindad envidiosa en mí clava los dardos de su inquina, esquívase en silencio mi planta, y se encamina, hacia más puro ambiente de amor y caridad. ¿Rencores? ¡De qué sirven! ¡Qué logran los rencores! Ni restañan heridas, ni corrigen el mal. Mi rosal tiene apenas tiempo para dar flores, y no prodiga savias en pinchos punzadores: si pasa mi enemigo cerca de mi rosal, se llevará las rosas de más sutil esencia; y si notare en ellas algún rojo vivaz, ¡será el de aquella sangre que su malevolencia de ayer, vertió, al herirme con encono y violencia, y que el rosal devuelve, trocada en flor de paz!
Re: ... de poetas, cuentos y leyendas Mi querido enemigo Jean Weabster 13 de marzo. Señora Judith Abbott Pendleton Estimada señora: He recibido sus cuatro cartas, dos telegramas y tres che- ques. Sus instrucciones serán obedecidas al pie de la letra tan pronto como esta pobre directora abrumada de trabajo, dispon- ga de un poco de tiempo. He encargado los cambios en el comedor a Betsy Kindred, entregándole cien dólares para la restauración de tan lúgubre aposento. Ella aceptó el encargo y, después de elegir a cinco niños entre los más fuertes y robustos para que la ayuden en los detalles mecánicos, entró en el comedor y... cerró la puerta. Desde hace tres días los niños comen en los pupitres de la escuela. No tengo idea de lo que está haciendo Betsy; pero sé que mi intervención no es necesaria, porque tiene mucho mejor gusto que yo. ¡Es un regalo del cielo poder confiar en manos de otra per- sona sin temor de que haga el trabajo al revés! Con todo mi respeto al personal que encontré aquí, por su edad y por su experiencia, debo confesar que ninguno responde con mucho entusiasmo a una idea nueva. Para ellos el Hogar debe ser di- rigido hoy tal como lo proyectó su fundador, el noble caballero John Grier, en 1875. A propósito, querida Judith; tu idea de un comedor particular para la directora, que yo, siendo tan sociable, desdeñé al prin- cipio, ha sido mi salvación. Cuando me rinde el cansancio, co- mo sola; y cuando me siento de buen humor y con ganas de conversación, invito a algún funcionario y en ese ambiente más cercano y amistoso logro introducir mis ideas más eficaces. Según la opinión de nuestra cocinera, el pastel de ternera es lo mejor para un banquete. Antes de un mes abordaré decididamente los cambios en las comidas del personal docente. Pero hay tantas cosas mu- cho más importantes que nuestra comodidad... Se oyen unos golpes terribles en el pasillo. Me parece que un querubín se ha empeñado en hacer rodar por las escaleras a puntapiés a otro querubín, pero yo no inte- rrumpo mi escritura. Si he de pasar mis días entre huérfanos debo adquirir una alegre serenidad. ¿Recibiste la invitación a la boda de Leonora Fenton? ¡Se casa con un médico misionero y se marcha a vivir a Siam! ¿Has oído en tu vida nada más absurdo que Leonora comparta la obra de un misionero? Seguro que tratará de convertir a los paganos en traje de baile. Aunque pensándolo bien, el que Leonora se case con un misionero no es más absurdo que el que yo dirija un asilo de huérfanos, y/o que tú representes el papel de una señora muy formal y conservadora, o que Mary Keene sea estrella social en París. ¿Irá a los bailes de la Em- bajada en traje de montar a caballo? ¿Y cómo se las compon- drá con su cabeza rapada? No puede haberle crecido el pelo tan pronto; tendrá que usar peluca. ¡Cuántas sorpresas gracio- sas se están dando en nuestro curso! Acaba de llegar el correo. Dame un momento, para ver, qué trae un sobre muy abultado de Washington. Bastante impertinente. Gordon insiste en que esto es un chiste: Sallie Mac Bride y sus ciento trece huérfanos. No le pa- recería tan gracioso si tuviera que dirigir este hogar por unos días. Dice que en su próximo viaje, nos visitará y que piensa divertirse en grande viéndome luchar. ¿No te parece que sería una buena idea dejarlo a él al frente de esto mientras salgo disparada para Nueva York para hacer algunas compras? No tenemos más que ciento once frazadas en toda la casa, y nues- tras sábanas están rotas. Singapore, el único cachorro de mi corazón y del hogar, te manda saludos. Yo también, S. Mac Bride. Hogar John Grier. Viernes. Queridísima Judith: ¡No te imaginas el milagro que han hecho tus cien dólares y Betsy Kindred en el comedor! Como la habitación mira al norte, Betsy decidió darle un bri- llante tono amarillo y cualquiera diría que dentro del comedor ha salido el sol. Todo se ve maravilloso: las paredes decoradas con un friso de pequeños conejos que corren por todas partes; las mesas y banquillos renovados: manteles alegres y un florero en cada mesa; una vajilla blanca con adornos amarillos; y -¡lo más ma- ravilloso de todo!- servilletas, las primeras que han visto los ni- ños; creían que eran pañuelos. Y, para celebrar, tortas, pasteli- llos de frutas, helados y nueces. Es un placer tan enorme ver a estos niños, antes tan cohibi- dos e indiferentes, riendo y saltando en medio de un bullicio ensordecedor, que he ofrecido premios a los más animados, menos a Sadie Kate, que no necesita estímulos. En cuanto se instaló en su lugar, empezó a tamborilear sobre la mesa con su cuchillo y su tenedor y a cantar. Pero tengo algo más que contarte, y es que he logrado co- locar a once de nuestros niños. La bendita Sociedad de Benefi- cencia me ayudó a encontrar hogar para tres niñas; todas en casas muy buenas. Una de ellas será adoptada legalmente si le gusta a la familia... ¡Ya lo creo que les gustará; de eso me en- cargué yo! Esa pequeña es el orgullo del Hogar John Grier; obediente, suave y cariñosa, precisamente el tipo de niña que desearían todas las familias. Cada vez que unos futuros padres adoptivos vienen a elegir una niña, me aterro. ¡Depende de un detalle tan insignificante la elección! Si la niña sonríe, ya tiene un hogar para toda la vi- da; pero si estornuda, el hogar desaparece. Tres de nuestros muchachos mayores han sido colocados en granjas. ¡Uno de ellos, en el Oeste! Dicen que será cowboy aunque que creo que van a encar- garlo de recoger la cosecha del trigo. Se fue como un héroe, seguido por las miradas anhelantes de veinticinco niños que volvieron con un suspiro a la vida monótona y segura del Hogar John Grier. Los otros cinco se fueron a establecimientos especiales, pues eran niños con problemas y no les correspondía un Hogar como éste. Necesitan cuidados que aquí no se les puede dar. Como los asilos de huérfanos han pasado de moda, me gustaría crear una especie de escuela de internos para brindar- les desarrollo físico, moral y mental. Sobre todo a aquellos ni- ños cuyos padres no hayan podido proporcionarles los debidos cuidados y atenciones. La mayor parte de los niños que están aquí no son huérfanos, tienen un padre o una madre que en muchos casos no quieren renunciar a ellos, y no es posible en- tonces buscarles papás adoptivos. Pero los niños que pueden ser adoptados estarían mucho más felices en cualquier hogar que los protegiera y los quisiera, que en la institución más per- fecta que se pudiera crear. Por eso, mientras busco buenos hogares para ellos, los preparo para que puedan ser adoptados lo más pronto posible. Ustedes que conocen tantas familias de buena posición, ¿no podrían inducirlas a que adoptaran un niño? Con preferen- cia, varones. Tenemos muchos más niños que niñas y nadie los quiere. ¡Y así hablan de antifeminismo! No tienen comparación con el antimasculinismo de los padres adoptivos. Te saluda la angustiada madre de más de cien hijos, Sallie Mac Bride.
Re: ... de poetas, cuentos y leyendas LA MUSA Alejandro Dolina Los antiguos creían que los artistas no eran sino instrumentos de los dioses. La inteligencia, la destreza, el rigor de los aprendizajes, de poco servían sin la intervención de las musas. Por eso al comienzo de cada canto pedían explícitamente una ayuda sobrenatural, invocando a la diosa: Canta, diosa, la venganza fatal de Aquiles de Peleo. O más recientemente: Pido a los santos del cielo que ayuden mi pensamiento. Sin la diosa, un poeta no era nada. La poesía es en verdad una invocación religiosa a la Musa. Y la recompensa del arte no es otra que la experiencia mágica de dicha y horror que la aparición de la diosa provoca. Los griegos contaban que las musas eran nueve hermanas, hijas de Zeus, y fruto de otras tantas noches de amor con Mnemósine, que era la personificación de la memoria. Antes que nada eran cantoras. Las convidaban a las grandes fiestas del Olimpo y sus himnos deleitaban a Zeus. Vivían en un bosque sagrado, cercano al monte Helicón. Solían reunirse alrededor de Hipocrene, es decir la Fuente del Caballo, un manantial abierto por Pegaso, al dar sus cascos contra una roca. El agua de aquella fuente favorecía la inspiración poética. Con el tiempo, cada una de las hermanas vino a tener una función determinada: Calíope se ocupó de la poesía épica; Clío, de la historia; Polimnia, de la pantomima; Euterpe, de la flauta; Terpsícore, de la danza; Erato, de la lírica coral; Melpómene, de la tragedia; Talía de la comedia; Urania, de la astronomía. En los mitos escandinavos, Odín consiguió hacerse con unos frascos de miel y de sangre fabricados por los enanos y que son el secreto de la poesía. Por eso habla siempre en verso. La psicología, esa colección de mitos de nuestro tiempo, desmiente la intervención de la diosa y la reemplaza por otros estímulos menos convincentes. Lo cierto es que el artista siente, a veces, que le dictan o le cantan en el oído. O mejor todavía, siente que una fuerza que le es exterior lo impulsa a cumplir los arduos trabajos del arte. Se trata - es necesario decir - de fuerzas mucho más poderosas que las encarnadas por el ansia de fama, dinero o distinciones. En rigor, no puede hablarse de placer de la creación artística, porque esta creación no siempre es placentera y la mayoría de las veces está rodeada de unas penurias tales que es necesario un enorme valor para evitar el desaliento. Algunos deterministas sostienen que - a falta de musa - el artista es el inevitable resultado de las circunstancias sociales, económicas y políticas. Es decir, que examinadas las condiciones de una región en un momento histórico determinado, es posible conjeturar qué clase de obras se acuñarán allí. Así, se ha señalado que la vida pastoril, típica de la Pampa, produjo el Martín Fierro. Borges objeta que esta misma vida pastoril ha sido típica de muchas regiones de América, desde Montana y Oregón hasta Chile, pese a lo cual estos territorios se abstuvieron enérgicamente de redactar El gaucho Martín Fierro. Ciertamente, lo social y lo económico influyen en el arte. Pero es imposible saber de qué modo. El artista puede acompañar a su época o resistirla. Un régimen autoritario puede engendrar un riguroso arte oficial o una indignada rebelión romántica, o cualquier otra cosa. Durante mucho tiempo me ha gustado creer que el verso perfecto estaba al final de un camino lleno de espantos y pena. El puente Chinvat de los persas prometía un tránsito fácil para los justos e imposible para los malvados. Este sendero poético que me atreví a imaginar conducía al lugar más glorioso cuanto mayores eran los sufrimientos del camino. Y allí los malvados elegían el camino fácil, el que no llevaba a ninguna parte. Más tarde, Robert Graves me reveló una verdad: la musa es la mujer que uno ama. El poeta inspirado se conecta con la diosa sólo a través de una mujer en la que ella reside hasta cierto punto. Un poeta verdadero se enamora absolutamente y su amor sincero es para él la encarnación de la musa. Desventuras de última hora me hicieron ver que tal vez ambas intuiciones son ciertas. El camino difícil es el camino del enamorado y del poeta. Ese camino es el que conduce a la diosa, que es la mujer amada y la única que conoce - o nos hace conocer - la música buscada. De “El libro del Fantasma”
Re: ... de poetas, cuentos y leyendas No hago otra cosa que pensar en ti... Por halagarte y para que se sepa, tomé papel y lápiz, y esparcí las prendas de tu amor sobre la mesa. Buscaba una canción y me perdí en un montón de palabras gastadas. No hago otra cosa que pensar en ti y no se me ocurre nada. Enciendo un cigarrillo, y otro más... Un día de ésos he de plantearme muy seriamente dejar de fumar, con esa tos que me entra al levantarme... Busqué, mirando al cielo, inspiración y me quedé "colgao" en las alturas. Por cierto, al techo no le iría nada mal una mano de pintura. Miré por la ventana y me fugué con una niña que iba en bicicleta. Me distrajo un vecino que también no hacía más que rascarse la cabeza. No hago otra cosa que pensar en ti... Nada me gusta más que hacer canciones, pero hoy las musas han "pasao" de mí. Andarán de vacaciones… Joan Manuel Serrat
Re: ... de poetas, cuentos y leyendas Mi querido enemigo Jean Weabster Hogar John Grier, 18 de marzo. Mi querida Judith: Como caído del cielo, ayer llegó por aquí, nada menos que el señor Gordon Hallock. Me dijo que venía de paso hacia Was- hington; pero observando el mapa, veo que aquí estamos a unas cien millas fuera de su trayecto. ¡Qué alegría me dio verlo! Es mi primer contacto con el mundo exterior desde que me encarcelaron en este asilo. ¡Y la de cosas divertidas que me contó! Siempre pensé que tendría mucho éxito en la política por su gran simpatía. No puedes dar- te una idea de lo que me ha animado su visita; me siento como si hubiese vuelto a ser yo, después de un largo período de des- tierro. Debo confesar que necesito de alguien que me com- prenda y comparta mis gustos y mis pensamientos por dispara- tados que sean. Ya sabes que Betsy no viene los fines de se- mana y el doctor es tan horriblemente lógico... En cambio a Gordon le gusta lo mismo que a mí: clubes campestres, excursiones, automóviles, bailes y deportes; me dirás que es una vida vacía y egoísta, pero la echo de menos. Servir a la sociedad es admirable y atractivo en teoría, pero mortalmente aburrido en la práctica. Hay tantos detalles mecá- nicos y rutinarios. Temo que no he nacido para enderezar en- tuertos. Intenté que Gordon visitara el Hogar para que se interesara por los niños, pero ni siquiera quiso dirigirle una mirada. Está convencido de que vine aquí para llevarle la contraria y mortifi- carlo. Desde luego no le falta razón. Vine aquí para demostrarle que era capaz de dirigir un hogar y ahora cuando se lo puedo demostrar, el muy cargante se niega a mirar. Le invité a comer conmigo, advirtiéndole que tendríamos pastel de ternera; me dio las gracias y me dijo que yo necesita- ba un cambio. Fuimos a la posada a comer langosta a la ame- ricana. Esta mañana a las siete, me despertó el teléfono. Era Gor- don que me llamaba desde la estación, en el momento de rea- nudar su viaje a Washington. Estaba apesadumbrado y me pi- dió disculpas por no haber querido ver a mis niños. Dijo que no es que no le agraden los huérfanos, lo que no le agrada es ver- los tan apegados a mí. Para demostrarme su buen deseo para con ellos, me pro- metió enviarles un saco de maní. Me siento reanimada después de mi pequeña escapada, como si hubiera tenido vacaciones. Me debe usted dos cartas, querida señora. Páguemelas de inmediato o no escribo más. Tuya como siempre, Sallie Mac Bride. Martes, 5 p.m. Mi querido Enemigo: He sabido que durante mi ausencia de esta tarde usted nos ha visitado y ha armado un escándalo. Dice que la señorita Snaith no da a los niños la ración diaria de aceite de bacalao. Lamento que no se hayan cumplido sus prescripciones, pe- ro usted no ignora lo difícil que es introducir esa abominable sustancia en la boca de un niño que se retuerce de asco. Ade- más la pobre Snaith está muy recargada de trabajo cuidando a diez niños más de los que puede atender cualquier mujer sola, y hasta que hayamos encontrado una ayudante, tendrá muy poco tiempo para esos detallitos que usted quiere imponemos. También debo decirle que ella es muy susceptible, de ma- nera que cuando tenga usted ganas de pelear, lo haga conmigo porque a mí no me molesta. En cambio la pobre señorita Snaith se ha encerrado en su habitación en tal estado de histerismo, que ha dejado a los niños solos. Si tiene sales aromáticas para calmar los nervios de la señorita, le ruego que se las entregue a Sadie Kate, portadora de la presente. Saludo a usted con toda atención, Sallie Mac Bride. Miércoles por la mañana. Estimado doctor Mac Rae: No he adoptado ninguna actitud negativa. Lo único que le pido es que acuda a mí siempre que tenga alguna queja, en vez de armar una conmoción volcánica como la de ayer. Siempre trato de que se cumplan sus instrucciones con todo cuidado. En el caso de ayer parece que hubo cierta negligen- cia; no sé dónde habrán ido a parar aquellas catorce botellas de aceite de bacalao que no recibieron los niños y que causa- ron semejante escándalo, pero le prometo hacer una prolija in- vestigación. Por varias razones no puedo poner a la señorita Snaith de patitas a la calle, en la forma que usted exige. No niego que tal vez sea una mujer incompetente, pero es bondadosa y ama a los niños. Con una debida vigilancia ella puede temporalmente ser útil. Usted puede estar tranquilo, he dado órdenes para que de hoy en adelante los niños reciban el aceite de bacalao que les corresponde. Como siempre, usted tiene que salirse con la su- ya, S. Mac Bride.
Re: ... de poetas, cuentos y leyendas Honrar la vida No... Permanecer y transcurrir No es perdurar, no es existir Ni honrar la vida Hay tantas maneras de no ser Tanta conciencia sin saber Adormecida. Merecer la vida no es callar ni consentir Tantas injusticias repetidas Es una virtud, es dignidad Y es la actitud de identidad Mas definida. Eso de durar y transcurrir No nos da derecho a presumir Por que no es lo mismo que vivir Honrar la vida. No... Permanecer y transcurrir No siempre quiere sugerir Honrar la vida Hay tanta pequeña vanidad En nuestra tonta humanidad Enceguecida Merecer la vida es erguirse vertical Mas alla del mal, de las caidas. Es igual que darle a la verdad Y a nuestra propia libertad La bienvenida. Eso de durar y transcurrir No nos da el derecho a presumir Por que no es lo mismo que vivir Honrar la vida. Eladia Blazquez
Re: ... de poetas, cuentos y leyendas Mi querido enemigo Jean Weabster 12 de marzo. Mi querida Judith: La guerra del aceite de hígado de bacalao ha animado mu- cho la vida del asilo en estos últimos días. Me perdí la primera escaramuza porque había ido al pueblo para hacer algunas compras. Cuando regresé encontré a todos histéricos. El doctor nos había hecho una visita. Él tiene dos pasiones en la vida: el aceite de bacalao y las espinacas, ninguna de las cuales goza de mucho favor en nuestro medio. Antes de que yo me hiciera cargo de la dirección del asilo, dio instrucciones muy precisas a la señorita Snaith para que se diera a todos los niños anémicos una determinada dosis de aceite de bacalao. Ayer, con esa suspicacia tan escocesa que le caracteriza, husmeó y olfateó hasta averiguar por qué razón los niños no engordaban con la celeridad que él esperaba. Logró poner al descubierto un terrible escándalo. ¡Los chiquillos no han recibi- do ni una cucharada de aceite de bacalao durante tres sema- nas! Al llegar a este punto, nuestro médico hizo explosión. Cuando regresé ya se había ido, y la señorita Snaith estaba encerrada en su cuarto llorando. Aun no ha aclarado dónde fueron a parar las catorce botellas de aceite de bacalao. Él la acusó a grito pelado de haberlas ingerido ella misma. ¿Te ima- ginas tú a Snaith, tan inocente e inofensiva, tragándose a es- condidas el aceite de hígado de bacalao de los pobres huérfa- nos? En medio de convulsiones histéricas, gritó que ella amaba a los niños y que había cumplido con su deber de acuerdo con sus convicciones. Que ella no era partidaria de dar medicinas ni mejunjes a los pequeños; que las medicinas perjudicaban sus pobres estómagos. ¡Ya puedes imaginarte la reacción del doc- tor! ¡Dios mío de mi vida! ¡Pensar que me perdí tan estupendo espectáculo! La tempestad ha durado tres días. Sadie Kate estaba en la gloria, a pesar de que por poco se queda sin piernas, de tanto llevar recados entre nosotros y el doctor. Lo llamo por teléfono si es absolutamente indispensable, porque tiene una vieja arpía entrometida, que es su ama de llaves, y escucha todo lo que se habla y no quiero que se publiquen los escándalos secretos del Hogar John Grier. El doctor exigió la expulsión inmediata de la señorita Snaith, a lo cual me negué. No puedo echarla como si se tratara de una borracha o una ladrona. Quizás poco a poco logre conven- cerla de que su salud requiere un prolongado reposo invernal en California. Pero por otra parte, no importa lo que quiera el doctor; es tan imperioso y despótico, que por dignidad, tengo que decir lo contrario. Si afirma que el mundo es redondo, tengo que asegu- rar, sin poder remediarlo, que es triangular. Por fin, después de tres días estimulantes y gratos, se logró que el doctor diera disculpas a la señorita Snaith por su exalta- ción y ella confesó todo y prometió no reincidir en lo sucesivo. Por lo visto, no se atrevía a dar la medicina a los niños y tam- poco a llevarle la contra al doctor. Por eso ocultó las catorce botellas en un rincón oscuro del sótano. (Más tarde.) Acababa de firmarse la paz esta tarde, cuando me anuncia- ron la visita del honorable Ciro Wykoff. ¡Verdaderamente es demasiado dos enemigos en menos de una hora! El honorable Ciro se impresionó ante el nuevo comedor, máxime cuando supo que aquellos conejitos habían sido dibu- jados por las blancas manos de Betsy. Ciro, sin embargo, con- sidera que el señor Pendleton no debe autorizarme de manera tan amplia para gastar su dinero sin ninguna restricción. De pronto se escuchó un estruendo procedente de la des- pensa y encontramos a Gladiola Murphy sentada en el suelo, llorando entre las ruinas de cinco platos amarillos. Cuando es- toy sola, me destroza los nervios oír esos estallidos, y excuso decirte lo que es para mí cuando esto ocurre mientras recibo la visita de un consejero hostil. Procuraré reponer lo que falte de la vajilla con mis propios medios, pero si quieres contemplar tu obsequio en toda su be- lleza, te aconsejo que apresures tu regreso de la playa y visites el Hogar John Grier lo más pronto que puedas. Como siempre tuya, Sallie.
Re: ... de poetas, cuentos y leyendas Poema La Busca de Jorge Luis Borges Al término de tres generaciones vuelvo a los campos de los Acevedo, que fueron mis mayores. Vagamente los he buscado en esta vieja casa blanca y rectangular, en la frescura de sus dos galerías, en la sombra creciente que proyectan los pilares, en el intemporal grito del pájaro, en la lluvia que abruma la azotea, en el crepúsculo de los espejos, en un reflejo, un eco, que fue suyo y que ahora es mío, sin que yo lo sepa. He mirado los hierros de la reja que detuvo las lanzas del desierto, la palmera partida por el rayo, los negros toros de Aberdeen, la tarde, las casuarinas que ellos nunca vieron. Aquí fueron la espada y el peligro, las duras proscripciones, las patriadas; firmes en el caballo, aquí rigieron la sin principio y la sin fin llanura los estancieros de las largas leguas. Pedro Pascual, Miguel, Judas Tadeo... Quién me dirá si misteriosamente, bajo este techo de una sola noche, más allá de los años y del polvo, más allá del cristal de la memoria, no nos hemos unido y confundido, yo en el sueño, pero ellos en la muerte.
Re: ... de poetas, cuentos y leyendas Poema Los Justos de Jorge Luis Borges Un hombre que cultiva un jardín, como quería Voltaire. El que agradece que en la tierra haya música. El que descubre con placer una etimología. Dos empleados que en un café del Sur juegan un silencioso ajedrez. El ceramista que premedita un color y una forma. Un tipógrafo que compone bien esta página, que tal vez no le agrada Una mujer y un hombre que leen los tercetos finales de cierto canto. El que acaricia a un animal dormido. El que justifica o quiere justificar un mal que le han hecho. El que agradece que en la tierra haya Stevenson. El que prefiere que los otros tengan razón. Esas personas, que se ignoran, están salvando el mundo.
Re: ... de poetas, cuentos y leyendas Mi querido enemigo Jean Weabster 26 de marzo. Querida Judith: Hay una mujer quiere llevarse un niño a su casa para sor- prender a su marido. He tratado de convencerla de que es me- jor que consulte a su marido, pero ella asegura que su marido no tiene nada que ver en el asunto, puesto que todo el trabajo de lavar, vestir y educar caerá sobre ella. Estoy empezando a compadecer a los hombres. Algunos no parecen tener muchos derechos. Sospecho que hasta nuestro doctor es una víctima de la ti- ranía doméstica. Es escandaloso cómo lo descuida Maggie Mac Gurk. Nunca lo creerías, pero el doctor y yo vamos adqui- riendo confianza. Se ha acostumbrado a llamar a nuestra puer- ta cuando regresa de sus visitas profesionales. Inspecciona la casa para asegurarse de que todo va bien y de que no hay na- da contagioso; después, hacia las cuatro y media, se presenta en mi biblioteca para hablar de nuestros problemas respectivos. Por cierto que no viene a verme a mí. Viene a tomar té con tostadas y mermelada. El hombre tiene un aspecto famélico. Estoy segura de que su ama de llaves no le da de comer. Tan pronto como tenga un poco más de influencia en él voy a acon- sejarle la rebelión. El cartero acaba de entrar con una carta que espero será tuya. Las cartas son un paréntesis interesante en la vida del Asilo. Si quieres tener a esta directora contenta, escribe con frecuencia. Recibí tu carta de siete páginas. Estoy contenta. Agradécele a Jervis su tarjeta con esos tres caimanes en un pantano. También recibí una conciliadora carta de mi amigo de Washing- ton, y asimismo una caja de bombones. También envió el saco de maní para los niños. Mi hermano Juan me avisa que vendrá a visitarme tan pron- to como papá no lo necesite en la fábrica. Al pobre le repugna aquella fábrica. No es que sea perezoso, es simplemente que no le interesan los azulejos. Pero papá siente tal pasión por ellos que no comprende que su hijo mayor no la haya hereda- do. Por suerte, como he nacido hija, nadie me pide que me gusten los azulejos y puedo seguir la carrera que se me antoje, como ésta por ejemplo. Volviendo a mi correo, recibí el anuncio de un almacén de comestibles especializado en el servicio de cárceles e institu- ciones caritativas; cartas de dos labradores que piden cada uno un muchacho robusto de catorce años para darle, según dicen, un buen hogar. Estos buenos hogares aparecen con gran fre- cuencia cuando se aproxima la época de la siembra. La sema- na pasada, al informarnos respecto de uno, el cura del pueblo contestando a nuestras preguntas sobre la familia y si tenía al- guna propiedad, repuso reservadamente: "Creo que a lo más debe de tener un sacacorchos". Algunos de los casos que investigamos son increíbles. El otro día descubrimos que una acomodada familia de campesi- nos vivía amontonada en tres habitaciones para no ensuciar el resto de la casa. La niña de catorce años que quería adoptar, como sirvienta barata, tenía que dormir en un mismo cuchitril con sus tres hijos. Su cocina-comedor-salón era lo menos ven- tilado, y lo más desordenado y caluroso que he visto en mi vi- da. Puedes estar segura de que no se llevarán ninguna niña de las nuestras. He establecido una regla obligatoria: No saldrá de aquí nin- gún niño al que la familia adoptante no le dé más ventajas de las que nosotros podamos dar. Soy muy minuciosa con las ca- sas que se ofrecen y rechazo tres cuartas partes de las que se presentan. (Más tarde.) Con el inmenso saco de maní que envió Gordon, he intro- ducido aquí ese postre de maní con azúcar que nos daban en el colegio y que nos gustaba tanto. También ha sido muy bien recibido por mis niños del asilo. No podrás decir que esta carta es corta. Tuya, con calambres en el brazo, Sallie.
Re: ... de poetas, cuentos y leyendas Poema A Un Gato de Jorge Luis Borges No son más silenciosos los espejos ni más furtiva el alba aventurera; eres, bajo la luna, esa pantera que nos es dado divisar de lejos. Por obra indescifrable de un decreto divino, te buscamos vanamente; más remoto que el Ganges y el poniente, tuya es la soledad, tuyo el secreto. Tu lomo condesciende a la morosa caricia de mi mano. Has admitido, desde esa eternidad que ya es olvido, el amor de la mano recelosa. En otro tiempo estás. Eres el dueño de un ámbito cerrado como un sueño.
Re: ... de poetas, cuentos y leyendas Poema Lo Perdido de Jorge Luis Borges ¿Dónde estará mi vida, la que pudo haber sido y no fue, la venturosa o la de triste horror, esa otra cosa que pudo ser la espada o el escudo y que no fue? ¿Dónde estará el perdido antepasado persa o el noruego, dónde el azar de no quedarme ciego, dónde el ancla y el mar, dónde el olvido de ser quien soy? ¿Dónde estará la pura noche que al rudo labrador confía el iletrado y laborioso día, según lo quiere la literatura? Pienso también en esa compañera que me esperaba, y que tal vez me espera.
Re: ... de poetas, cuentos y leyendas Poema Vuelo de Miguel Hernandez Sólo quien ama vuela. Pero ¿quién ama tanto que sea como el pájaro más leve y fugitivo? Hundiendo va este odio reinante todo cuanto quisiera remontarse directamente vivo. Amar... Pero ¿quién ama? Volar... Pero ¿quién vuela? Conquistaré el azul ávido de plumaje, pero el amor, abajo siempre, se desconsuela de no encontrar las alas que da cierto coraje. Un ser ardiente, claro de deseos, alado, quiso ascender, tener la libertad por nido. Quiso olvidar que el hombre se aleja encadenado. Donde faltaban plumas puso valor y olvido. Iba tan alto a veces, que le resplandecía sobre la piel el cielo, bajo la piel el ave. Ser que te confundiste con una alondra un día, te desplomaste otros como el granizo grave. Ya sabes que las vidas de los demás son losas con que tapiarte: cárceles con que tragar la tuya. Pasa, vida, entre cuerpos, entre rejas hermosas. A través de las rejas, libre la sangre afluya. Triste instrumento alegre de vestir: apremiante tubo de apetecer y respirar el fuego. Espada devorada por el uso constante. Cuerpo en cuyo horizonte cerrado me despliego. No volarás. No puedes volar, cuerpo que vagas por estas galerías donde el aire es mi nudo. Por más que te debatas en ascender, naufragas. No clamarás. El campo sigue desierto y mudo. Los brazos no aletean. Son acaso una cola que el corazón quisiera lanzar al firmamento. La sangre se entristece de batirse sola. Los ojos vuelven tristes de mal conocimiento. Cada ciudad, dormida, despierta loca, exhala un silencio de cárcel, de sueño que arde y llueve como un élitro ronco de no poder ser ala. El hombre yace. El cielo se eleva. El aire mueve.