Re: ... de poetas, cuentos y leyendas RESPUESTA A LA LUZ Sí, sí, dijo el niño, sí. Y nadie le preguntaba. ¿Qué le ofrecías, la noche, tú, silencio, qué le dabas para que él dijera a voces, tanto sí, que sí, que sí? Nadie le ofrecía nada. Un gran mundo sin preguntas, vacías las negras manos —ámbitos de madrugada—, alrededor enmudece. Los síes —¡qué golpetazos de querer en el silencio!—, las últimas negativas a la noche le quebraban. Sí, sí a todo, a todo sí, a la nada sí, por nada. Allá por los horizontes sin que nadie —el sólo: nadie— la escuchara, sigilosa de albor, rosa y brisa tierna, iba la pregunta muda, naciendo ya, la mañana. Pedro Salinas
Re: ... de poetas, cuentos y leyendas Mi querido enemigo Jean Weabster Hogar John Grieg. 29 de diciembre. Querida Judith: Sadie Kate ha estado toda la semana escribiéndote una car- ta de Navidad y no me ha dejado nada que contarte. ¡Nos hemos divertido de lo lindo! Además de los regalos y juegos y cosas delicadas para comer, hemos hecho excursiones y hemos patinado. No sé si podré conseguir que estos huérfanos vuelvan a la normalidad. Muchas gracias por mis seis regalos. Me gustan todos por igual, especialmente el retrato de Judith hija; el diente añade alegría a su sonrisa. Te gustará saber que he colocado a Hattie Heaphy en casa de un pastor. ¡Y qué familia! Se la han llevado como regalo de Navidad y ella se ha marchado cogida de la mano de su nuevo papá, completamente feliz. No te escribo más, porque cincuen- ta niños y niñas te están escribiendo cartas de gracias y la po- bre tía Judith va a quedar enterrada en su correo cuando llegue el vapor de esta semana. Mi cariño para todos los Pendleton. Sallie. Hogar John Grier. 30 de diciembre. ¡Oh, querido Gordon! Acabo de leer un libro terrible. El otro día traté de hablar francés y como no me salió muy bien, decidí practicar un poco para no olvidarlo del todo. Aquel doctor escocés ha abandona- do, afortunadamente mi educación científica, de manera que dispongo de un poco más de tiempo. Por una desdichada ca- sualidad, empecé con Numa Roumestan, de Daudet, muy in- quietante para una muchacha que está comprometida con un político. Léelo Gordon, y separa tu carácter del de Numa, el protagonista, todo lo que puedas. Es la historia de un político fascinador (como tú), que es adorado por todos los que le co- nocen (como tú), que tiene un modo de hablar persuasivo y que pronuncia maravillosos discursos (también como tú). Todo el mundo le dice a su esposa: "¡Qué vida tan feliz debe de ser la suya, conociendo tan íntimamente a este hombre maravilloso!" Pero para ella no era nada de maravilloso. Bebía con cualquie- ra de sus conocidos y charlaba y era expansivo, pero volvía a su hogar malhumorado y triste “Alegría en la calle, dolor en el hogar”, es el lema del libro. Lo estuve leyendo anoche hasta las doce y te digo franca- mente que no dormí de la preocupación. Ya sé que te vas a enojar, querido Gordon, pero hay mucho de verdad en ese li- bro. No quiero referirme otra vez a aquel desagradable inciden- te del veinte de agosto, ya hablamos bastante de ello, pero tú mismo sabes perfectamente que necesitas un poco de vigilan- cia, idea que no me gusta. Necesito sentir una absoluta con- fianza en el hombre con quien me case. No podría vivir en un estado constante de ansiosa espera por su vuelta a casa. Lee a Numa y verás en él el punto de vista de la mujer. Yo no soy paciente, ni humilde, ni sufrida y tengo un poco de mie- do a lo que sea capaz de hacer si me provocan. Para que algo me salga bien tengo que poner mi corazón y ¡quisiera que nuestro matrimonio saliera bien! No es que yo crea que tú pue- des ser "la alegría de la calle y el dolor del hogar"; es que no he dormido anoche y siento una especie de vacío detrás de los ojos. ¡Qué el año que viene nos traiga buen consejo, felicidad y tranquilidad a los dos! Como siempre, tuya, Sallie.
Re: ... de poetas, cuentos y leyendas Feliz día de la madre!! ya la puse esta poesia, probablemente mas de una vez, pero mi mamá me la recitaba con frecuencia, y leerla es recordar la cadencia de su voz EL CONSEJO MATERNAL Ven para acá, me dijo dulcemente mi madre cierto día; (aún parece que escucho en el ambiente de su voz la celeste melodía). Ven, y dime qué causas tan extrañas te arrancan esa lágrima, hijo mío, que cuelga de tus trémulas pestañas, como gota cuajada de rocío. Tú tienes una pena y me la ocultas. ¿No sabes que la madre más sencilla sabe leer en el alma de sus hijos como tú en la cartilla? ¿Quieres que te adivine lo que sientes? Ven para acá, pilluelo, que con un par de besos en la frente disiparé las nubes de tu cielo. Yo prorrumpí a llorar. Nada, le dije; la causa de mis lágrimas ignoro, pero de vez en cuando se me oprime el corazón, y lloro. Ella inclinó la frente, pensativa, se turbó su pupila, y, enjugando sus ojos y los míos, me dijo más tranquila: - LLama siempre a tu madre cuando sufras, que vendrá, muerta o viva; si está en el mundo, a compartir tus penas, y si no, a consolarte desde arriba... Y lo hago así cuando la suerte ruda, como hoy, perturba de mi hogar la calma: ¡ Invoco el nombre de mi madre amada, y, entonces, siento que se ensancha el alma ! Olegario Victor Andrade (1839-1882)
Re: ... de poetas, cuentos y leyendas Poema Dulzura de Gabriela Mistral Madrecita mía, madrecita tierna, déjame decirte dulzuras extremas. Es tuyo mi cuerpo que juntaste en ramo; deja revolverlo sobre tu regazo. Juega tú a ser hoja y yo a ser rocío: y en tus brazos locos tenme suspendido. Madrecita mía, todito mi mundo, déjame decirte los cariños sumos.
Re: ... de poetas, cuentos y leyendas Madre, Marco A.Ferrer - Poeta Colombiano ¡Oh, templo augusto del amor! Tu nombre es emblema de paz y de consuelo. Eres luz en la tierra y en el cielo, vida y calor y aliento para el hombre. Arbol eres munífico y fecundo que sólo vive para dar la vida; hasta del mismo Dios fuiste escogida para encarnar al Redentor del mundo. Sin ti la Creación no comprendiera por qué eres alma, corazón y esencia, fuerza y virtud. La humanidad entera debe llevar muy hondaen la conciencia que sin tu amor, oh madre, no pudiera con el peso fatal de la existencia.
Re: ... de poetas, cuentos y leyendas Mi querido enemigo Jean Weabster Querida Judith: Algo terrible y extraño ha acontecido; no sé si he soñado o es de verdad. Te lo contaré desde el principio y debes quemar esta carta, que no la vea Jervis. ¿Recuerdas el caso de Tomás Kehoe, a quien colocamos en junio último? Su padre y su ma- dre eran alcohólicos y parece que a él mismo le han criado con cerveza en lugar de leche. Entró en el Hogar John Grier a los nueve años, y desde entonces, según el registro, ha intentado emborracharse dos veces: una con cerveza que les quitó a los trabajadores, y otra (completamente) con vino que encontró en la cocina. Lo colocamos con muchas dudas, pero previnimos a la familia (gente de campo) y esperamos. Ayer la familia telegrafió que no podía tenerle más, que sa- liéramos a esperarlo al tren de las seis. El jardinero fue a bus- carlo, pero Tomás no llegó. Envié un telegrama diciéndolo y preguntando detalles. Estuve levantada hasta muy tarde, poniendo mi escritorio en orden y decidiéndome a entrar en el año nuevo. Hacia las doce, ya cansada, empecé a prepararme para acostarme cuando me sorprendieron unos golpes en la puerta principal. Abrí la venta- na y pregunté quién estaba allí. -Tommy Kehoe -dijo una voz temblorosa. Bajé abrí la puerta, y este muchacho de dieciséis años cayó en el umbral completamente borracho. Afortunadamente, Wit- herspoon estaba cerca, y entre los dos lo subimos a la única alcoba aislada con que contamos. Después telefoneé al doctor, quien, me temo, había trabajado ya mucho aquel día. Vino y pasamos una noche horrible. Después descubrimos que Tomás se había traído en su equipaje una botella de desinfectante pa- ra parrones preparado con alcohol, y había venido tomando du- rante el viaje. Estaba en tal estado que yo no esperaba que le pudiésemos sacar adelante. Pero tendrías que haber visto trabajar a Mac Rae, luchando con toda la energía de que es capaz. Yo preparé café y ayudé en todo lo que pude, pero después dejé a los dos hombres que se entendiesen solos con él, y me volví a mi habitación. No pensé en acostarme, temía que me pudieran necesitar otra vez. Hacia las cuatro de la mañana, Mac Rae entró en la biblioteca diciendo que Tomás se había dormido, que Percy se había llevado un catre a la habitación y que pasaría la noche allí. El pobre Mac Rae estaba pálido y ojeroso. Al mirarlo pensé en que trabajaba desesperadamente para salvar a los demás y que nunca podría salvarse a sí mis- mo. Pensé en su triste hogar sin alegría y en la tragedia de su vida, y todo el rencor que había acumulado se desvaneció y me invadió una ola de simpatía. Le tendí la mano y él me tendió la suya. Súbitamente no sé cómo, nos encontramos uno en bra- zos del otro. Él se desprendió de mí y me dejó en una butaca diciendo: -Por Dios, Sallie. ¿Cree usted que soy de hierro? Y se marchó. Dormí en la butaca y al despertar con el sol en los ojos, Jane me contemplaba consternada. Esta mañana a las once volvió el doctor y, mirándome fría- mente a los ojos, me ha dicho que Tomás tiene que tomar le- che caliente cada dos horas y que las manchas del cuello de Maggie Peters deben vigilarse. Y ya estamos otra vez en nuestra antigua situación. ¿Habré soñado un minuto en la noche? Sería asombroso que Mac Rae y yo descubriésemos que nos estábamos enamorando, él con una esposa en un manicomio y yo con un novio en Washington. Lo mejor que puedo hacer es renunciar y marcharme a casa, donde pueda tranquilizarme bordando S. McB en sábanas y manteles, como cualquier otra muchacha comprometida. Repito formalmente que esta carta no es para Jervis. Róm- pela en pedazos y arrójala al Caribe. Sallie. 3 de enero. Querido Gordon: Estás enojado y con razón. Ya sé que no soy una notable escritora de cartas de amor. No tengo más que mirar la corres- pondencia publicada de Isabel Barrett y Robert Browning, para darme cuenta que mi estilo no está a esa altura. Pero tú sabes desde hace mucho tiempo que yo soy una persona poco apa- sionada. No puedo decirte que "jamás te apartas de mis pen- samientos", ni que "sólo vivo cuando estás cerca de mí", por- que no sería absolutamente verdad; tú no llenas todos mis pensamientos; eso lo hacen los ciento siete huérfanos. Y me siento encantada de vivir cuando estás y cuando no estás aquí. Debo ser natural. Tú seguramente no quieres que aparente más desolación de la que en realidad siento. Pero me gusta verte, eso lo sabes muy bien, y me disgusta que no puedas ve- nir. Aprecio todas tus cualidades, pero no puedo ser sentimen- tal en el papel. Siempre pienso que más de alguien leerá las cartas que dejes olvidadas sobre la mesa. No me digas que las llevas sobre el corazón, porque sé muy bien que no es verdad. Perdona mi última carta si es que te ofendió. Desde que he venido a este Hogar me preocupa en extremo la situación de estos niños. A ti también te preocuparía si hubieras visto lo que he visto yo. Quisiera ser la Sallie que a ti te gusta más, ligera y despreocupada, pero he estado en contacto con la realidad du- rante el último año y temo haberme vuelto una persona muy di- ferente de la muchacha de quien tú te enamoraste. Ya no soy una alegre joven que juega con la vida. La conozco ahora de- masiado y esto quiere decir que no me puedo reír siempre. Ya sé que esta es otra carta estúpida, tan mala como la an- terior o quizá peor, pero ¡si supieras por lo que he pasado! Un muchacho de dieciséis años ha estado a punto de envenenarse con una horrible mezcla de alcohol y no sé qué más. Hemos trabajado tres días con él y sólo ahora estamos seguros de que se repondrá. ¿Para hacer lo mismo otra vez? El mundo es bueno, pero no tanto los que viven en él. Perdona también esta carta. Sallie. 11 de enero. Querida Judith: No quisiera que mis dos telegramas te hayan alarmado de- masiado. Hubiera preferido escribirte una carta con las noticias pero me dio miedo de que te enterases por algún medio indi- recto. Fue tremendo, pero no ha habido desgracias, y solamen- te un accidente grave. Me estremezco al pensar cuánto peor podía haber sido con los cien niños durmiendo en este edificio que parece una trampa. Las escaleras y salidas de emergencia fueron absolutamente inútiles. El viento soplaba hacia ellas y las llamas las envolvían. Los salvamos a todos por la escalera principal. Pero empezaré por el principio y te contaré toda la historia. El viernes había llovido todo el día, providencialmente, y los tejados estaban completamente mojados. Por la noche empezó a helar y la lluvia se convirtió en nieve. Cuando me fui a acostar a las diez, soplaba un terrible viento noroeste y todo lo que no estaba bien atado en el edificio golpeaba de una manera formi- dable. Hacia las dos de la mañana, me desperté bruscamente con la habitación iluminada por una brillante luz; salté de la ca- ma y corrí a la ventana. La cochera estaba envuelta en llamas y una lluvia de chispas caía sobre el ala este del edificio. Corrí al cuarto de baño y sacando el cuerpo fuera por la ventana pude ver que el tejado del dormitorio de los niños ardía ya en media docena de sitios. El corazón dejó de latirme por lo menos durante un minuto. Pensé en los diecisiete niños que duermen bajo ese techo. Cuando conseguí que mis temblorosas rodillas me sostuvieran otra vez, me precipité al salón, tomando un abrigo de paso. Llamé a las puertas de Betsy y de las profesoras, cuando Percy, que también se había despertado con la luz, subía co- rriendo las escaleras de tres en tres. -Bajé a todos los niños al comedor; primero los pequeños -le grité-, voy a llamar por teléfono. Él subió hasta el tercer piso y yo me fui al teléfono. ¡Creí que no me iban a contestar nunca de la Central! -El Hogar John Grier está ardiendo. Toque alarma y levante a todo el pueblo. Déme el 505 -grité. Un minuto después habla- ba con el doctor. Quizá me disgustó oír su natural y sosegada voz. -¡Estamos ardiendo -grité-, venga corriendo y tráigase a to- dos los hombres que pueda! -Estaré ahí en quince minutos. Llene los baños de agua y meta en ellos frazadas -y colgó. Volví al salón. Betsy estaba tocando la campana de alarma y Percy había dirigido sus tribus de indios a los dormitorios B y C. Nuestro primer pensamiento no fue apagar el fuego, sino poner a salvo los niños. Empezamos por el dormitorio C y fuimos de cama en cama tomando un niño y una frazada y entregándolos a los niños más grandes que los concentraban en el salón. Las criaturas estaban tan profundamente dormidas que no podíamos hacer- las andar. Muchas veces durante la hora siguiente, di gracias a la Pro- videncia y a Witherspoon por los ensayos de incendio que hemos venido padeciendo semanalmente. Los veinticuatro mu- chachos mayores, bajo su dirección, no perdieron la cabeza ni un momento. Se dividieron en cuatro tribus y se colocaron en sus puestos como soldados. Dos tribus ayudaron al trabajo de evacuar los dormitorios y conservar el orden entre los aterrori- zados pequeños. Una tribu trabajó con la manga, hasta que lle- garon los bomberos, y los demás se dedicaron al salvamento de ropas y efectos. Extendían sábanas en el suelo y ponían en ellas el conteni- do de los armarios, que enviaban abajo en grandes envoltorios. Todos los vestidos se salvaron, menos los que habían llevado en el día. Los vestidos, las ropas de cama, todo lo que había en los dormitorios F y G han desaparecido. Cuando el doctor llegó con Luellen y los vecinos que había reclutado en el camino, estábamos trasladando el último dormi- torio a la cocina, al rincón más apartado del fuego. Las pobres criaturas estaban en su mayoría descalzas y envueltas en man- tas; les dijimos que se pusieran sus vestidos, pero en su espan- to sólo pensaban en salir de allí. Las habitaciones estaban ya tan llenas de humo, que apenas podíamos respirar. Creí que desaparecería todo el edificio, aunque el viento apartaba las llamas del ala oeste. Apareció otro automóvil lleno con los dependientes del hotel y todos se lanzaron a combatir el fuego. Los bomberos no lle- garon hasta diez minutos después, pues sólo disponen de ca- ballos y están a tres millas de nosotros y los caminos están muy malos. Hacía una noche horrible, fría y húmeda, y con un viento tal, que apenas se podía uno tener de pie. Los hombres subieron al tejado y trabajaban descalzos para no resbalar. Se portaron como héroes. El doctor, mientras tanto, se encargó de los chicos. Nuestro primer pensamiento fue trasladarlos a un lugar seguro, pues en caso de que todo el edificio se quemase, no podíamos dejarlos a la intemperie en una noche como aquélla, con sólo sus vesti- dos de dormir y las mantas para abrigarse. Por este tiempo habían llegado varios automóviles llenos de gente y empeza- mos a requisar los coches. Tuvimos la suerte de que en el Hotel se hubiera celebrado el cumpleaños del dueño, que fue uno de los primeros en llegar y en poner su casa entera a nuestra disposición. Era el refugio más próximo, y lo aceptamos instantáneamente. Enviamos primero a los veinte más pequeños en un automóvil. Sus hués- pedes, que se estaban vistiendo precipitadamente para atender al fuego, los recibieron y los acostaron en sus propias camas. Las habitaciones se llenaron pronto, pero afortunadamente el señor Reimer, que es el nombre del dueño del hotel, acaba de edificar un establo de estuco y un garaje donde acomodamos algunos más. Los huéspedes, después de haber acomodado a los más pequeños en sus camas, se pusieron a trabajar en el establo para recibir a los mayores. Extendieron mantas sobre la paja y allí se instalaron treinta chicos más. Las profesoras, junto a otras señoras, les dieron a todos leche caliente y en media hora estaban tan pacíficamente como en sus camas. -¿Contaron a los niños? ¿Están todos fuera? -fue la primera pregunta del doctor, cuando ya pudimos hablar. -Antes de salir de un dormitorio nos asegurábamos que no quedaba ninguno dentro -contesté yo. No podíamos contarlos en aquella confusión; muchos de los mayores estaban todavía en los dormitorios trabajando con Percy en el salvamento de muebles y vestidos, y las mucha- chas mayores estaban buscando zapatos para los pequeños que corrían descalzos. Después de haber cargado y despachado siete automóviles de chicos, el doctor gritó de repente: -¿Dónde está Allegra? Se hizo un silencio de muerte. Nadie la había visto. La seño- rita Snaith, de pronto, dio un grito de espanto. Betsy la cogió por los hombros y la sacudió hasta que se explicó. Parece que Allegra estaba un poco acatarrada y que, para que no se enfriase, la había trasladado del dormitorio en que duermen con las ventanas abiertas, a un cuarto interior y se había olvidado de ella. Nos miramos pálidos unos a otros. Toda el ala este del edi- ficio estaba ardiendo. No parecía que hubiera probabilidad de que la niña viviese aún. El doctor tomó una manta mojada de un montón que había en el salón y se lanzó a las escaleras. Le gritamos que volviera, pero no nos hizo caso y desapareció en el humo. Salí a gritar a los bomberos que estaban en el tejado. La ventana de la habitación en que estaba Allegra era dema- siado pequeña para que un hombre pudiera pasar por ella y no la habían abierto para no producir una corriente de aire. No puedo describir lo que pasó en aquellos diez minutos de agonía. Las escaleras se hundieron con estruendo y grandes llamaradas, segundos después de haber pasado el doctor por ellas. Lo dábamos por perdido, cuando un grito salió de la multitud estacionada frente al edificio, cuando apareció, por un momen- to, en una de las ventanas de la buhardilla y llamó a los bombe- ros para que le pusieran una escala. Luego desapareció y a los demás nos parecía que no acababan nunca de poner aquella escala pero, finalmente dos hombres pudieron subir. Al abrir la ventana se había producido una corriente de aire y los hombres estuvieron a punto de ser vencidos por el volumen de humo que salía por ella. Después de una eternidad, el doctor apareció otra vez con un envoltorio blanco en los brazos. Se lo entregó a los dos bomberos y luego se tambaleó y cayó de espaldas hacia el in- terior. Yo cerré los ojos y no sé lo que pasó en los minutos que si- guieron; no sé cómo lo bajaron hasta la mitad de la escala y luego se les cayó. Había perdido el conocimiento a causa del humo y la escala estaba mojada y resbaladiza. Cuando abrí los ojos, yacía en el suelo, todo el mundo corría hacia él y alguien gritaba que le di- eran aire. Todos creíamos que se había matado. Mas el doctor, Metcalf le examinó y dijo que tenía una pierna y dos costillas rotas, pero que, aparte de esto, parecía estar entero. No había recobrado aún el conocimiento cuando le depositaron en dos colchones de las camas de los niños y se lo llevaron a su casa en el camión que había traído las escalas. Los demás seguimos allí, trabajando como si nada hubiera ocurrido. Lo raro en las calamidades es que hay tanto que hacer en todos lados que uno no tiene tiempo de pensar y no se da cuenta de las cosas hasta después. El doctor, sin un momento de vacilación, había arriesgado su vida por salvar a Allegra. Fue el acto más valiente que he visto en mi vida, y, sin embargo, todo el episodio no había ocupado más de quince minutos de aquella horrible noche. No fue más que un inciden- te. Pero salvó a Allegra, que salió de la manta con el cabello alborotado, alegremente sorprendida por el nuevo juego. Era un verdadero milagro y ¡estaba sonriendo! Si la señorita Snaith hubiese creído un poco más en el aire fresco y hubiera dejado la ventana abierta, el fuego habría in- vadido primero su habitación. Si Allegra hubiese muerto, nunca me hubiera perdonado el no habérsela dejado a los Bretland, y me figuro que Mac Rae tampoco se hubiera perdonado. A pesar de todas las pérdidas, no puedo menos de sentirme feliz cuando pienso en la agonía que pasé al creerlos perdidos a los dos y me despierto en la noche temblando de horror al pensar en ello. Pero trataré de contarte el resto. Los bomberos y los volun- tarios trabajaron frenéticamente toda la noche. Nuestra última cocinera preparó una caldera de café, que los no combatientes repartieron a los bomberos cuando descansaban por algunos minutos. Los niños restantes fueron alojados en varias casas hospita- larias. Fue emocionante cómo toda la ciudad vino en nuestro auxilio. Gente que al parecer no se había dado cuenta de la existencia del Hogar, acudió en medio de la noche a poner sus casas a nuestra disposición. Se llevaron a los niños, les dieron baños y sopas calientes y los acostaron en sus propias camas. Hasta ahora, que yo sepa, a ninguno de mis ciento siete chicos le ha pasado nada por haber andado con los pies desnudos sobre suelos empapados de agua. Ya de día y con el fuego dominado pudimos ver qué había- mos logrado salvar. El ala del edificio que yo habito está intac- ta, aunque un poco ahumada, y el corredor principal está tam- bién casi ileso hasta la escalera central; de aquí en adelante todo está mojado y carbonizado. El ala este es un esqueleto ennegrecido y sin tejado. Tu odiado dormitorio F ha desapare- cido para siempre. Quisiera que lo borrases de tu memoria tan completamente como está borrado de la faz de la tierra. En substancia y espíritu, el viejo Hogar John Grier se ha desvane- cido. Te tengo que contar una cosa graciosa; no he visto en mi vida tantas cosas graciosas como aquella noche. Cuando casi todos estábamos con abrigos o mantas sobre la ropa de dormir, el honorable Ciro Wykoff hizo una tardía aparición vestido como para un baile, con una perla en la corbata y botines blancos. Pero ayudó en lo que pudo. Puso su casa entera a nuestra dis- posición y yo le encargué que cuidara a la señorita Snaith que estaba con un ataque de nervios. Se preocupó tanto que no volvimos a verlo en toda la noche. No puedo escribirte más ahora; nunca antes he estado tan atareada. Te aseguro que no hay ninguna razón para que inte- rrumpas tu viaje. Cinco consejeros llegaron el sábado por la mañana y todos trabajamos como locos para poner las cosas en un estado parecido al orden. Nuestro Hogar está en este momento repartido por toda la ciudad; pero sabemos dónde es- tá cada uno de los niños. No me imaginaba que la gente pudie- ra ser tan buena. Ha mejorado mi opinión de la raza humana. No he visto al doctor. Han telegrafiado a Nueva York por un cirujano para que le arregle la pierna. La fractura es grave y tardará mucho tiempo en reponerse; creen que no tiene lesio- nes internas, aunque está muy quebrantado. Tan pronto como se nos permita verle, te daré más detalles. Adiós, y no te preocupes. Hay una docena de rayos de luz en esta nube. Sallie. P. S. ¡Cielos! Se acerca un automóvil con J. F. Bretland dentro.
Re: ... de poetas, cuentos y leyendas Primero se llevaron a los judíos, pero como yo no era judío, no me importó. Después se llevaron a los comunistas, pero como yo no era comunista, tampoco me importó. Luego se llevaron a los obreros, pero como yo no era obrero tampoco me importó. Más tarde se llevaron a los intelectuales, pero como yo no era intelectual, tampoco me importó. Después siguieron con los curas, pero como yo no era cura, tampoco me importó. Ahora vienen a por mí, pero ya es demasiado tarde. .................................................................................... Bertolt Brecht Bertolt Brecht Bertolt Brecht poeta, director teatral y dramaturgo alemán. Nació el 10 de febrero de 1898 en Augsburgo (Baviera). Estudio en las universidades de Munich y Berlín. En 1924, aparece como autor teatral en el Berlín Deutsches Theater, bajo la dirección de Max Reinhardt. En 1928, escribió el drama musical, “La ópera de los dos centavos” (conocida en algunos países como “tres peniques o tres centavos”). En 1924 había comenzado a estudiar el Marxismo y desde 1928 hasta el ascenso de Hitler, escribió y estrenó varios dramas didácticos musicales. La ópera Ascensión y caída de la ciudad de Mahagonny (1927-1929). Con música de Weill, se dedicó a criticar duramente el capitalismo y la preocupación por la “Justicia” fue su tema en su obra. Durante el periodo inicial de su carrera dirigía a los actores y desarrolló una teoría de técnica dramática conocida como “Teatro épico”. Su oposición al gobierno de Hitler debió huir de Alemania en 1933, a Escandinavia y finalmente asentándose en California en 1941. En esos años de exilio produjo sus mejores obras: “La vida de Galileo Galilei" (1938-1939)”, “Madre Coraje y sus hijos (1941)”, “El círculo de tiza caucasiano (1944-1945)”. En 1948, Brecht regresó a Alemania y se estableció en Berlín. Fundó su propia compañía teatral, “ Berliner Ensemble”. Su figura fue muy controvertida en la Europa del Este dado a su pesimismo moral que se contraponía con el ideal soviético del socialismo realista. Escribió también varias colecciones de poemas que junto a sus obras de teatro lo posicionan entre los más grandes autores alemanes. Murió en Berlín el 14 de agosto de 1956.
Re: ... de poetas, cuentos y leyendas Muchas maneras de matar´, de Bertolt Brecht Hay muchas maneras de matar. Pueden meterte un cuchillo en el vientre. Quitarte el pan. No curarte de una enfermedad. Meterte en una mala vivienda. Empujarte hasta el suicidio. Torturarte hasta la muerte por medio del trabajo. Llevarte a la guerra, etc... Sólo pocas de estas cosas están prohibidas en nuestro Estado.
Re: ... de poetas, cuentos y leyendas La cuerda cortada puede volver a anudarse, vuelve a aguantar, pero está cortada. Quizá volvamos a tropezar, pero allí donde me abandonaste no volverás a encontrarme. Bertolt Brecht
Re: ... de poetas, cuentos y leyendas Contra la seducción No os dejéis seducir: no hay retorno alguno. El día está a las puertas, hay ya viento nocturno: no vendrá otra mañana. No os dejéis engañar con que la vida es poco. Bebedla a grandes tragos porque no os bastará cuando hayáis de perderla. No os dejéis consolar. Vuestro tiempo no es mucho. El lodo, a los podridos. La vida es lo más grande: perderla es perder todo. Poemas de Bertolt Brecht
Re: ... de poetas, cuentos y leyendas Mi querido enemigo Jean Weabster P. S. ¡Cielos! Se acerca un automóvil con J. F. Bretland dentro. Hogar John Grier. 14 de enero. Querida Judith: ¡Escucha esto! J. F. Bretland se enteró del incendio por un periódico de Nueva York (debo decir que la prensa metropolita- na ha inventado la mayor parte de los detalles), y se ha dirigido aquí temblando de ansiedad. Su primera pregunta al entrar por nuestro ennegrecido umbral fue: -¿Está Allegra a salvo? -Sí -dije yo. -¡Gracias a Dios! -exclamó sentándose en una silla-. Este lugar no es adecuado para niños -agregó severamente-, y he venido para llevármela a mi casa. También me llevaré a los muchachos -añadió-. He hablado con mi esposa y creemos que lo mismo molestarán tres que una. Le llevé a la biblioteca, donde nuestra pequeña familia está domiciliada desde el incendio, y diez minutos después, cuando lo dejé para asistir a la conferencia de consejeros, el señor Bre- tland, con su nueva hija en brazos y un hijo en cada rodilla, era el padre más orgulloso de los Estados Unidos. Ya ves, de nuestro incendio ha salido una cosa buena: estos niños están acomodados para toda su vida. Casi vale por lo que se ha per- dido. Pero creo que no te he contado las causas del fuego. Son tantas las cosas que no te he contado, que me duele el brazo sólo de pensar que las tengo que escribir. Hemos descubierto que Sterry había decidido ser nuestro huésped aquella noche. Después de pasar la tarde bebiendo, volvió a nuestra cochera, donde entró por una ventana. Encendió una vela, se acomodó y se durmió. Se le debió olvidar apagar la vela. El fuego empe- zó allí, y Sterry apenas pudo escapar con vida. Está ahora en el hospital bañado en aceite de almendras dulces y lamentando con toda sinceridad la parte que ha tenido en el accidente. Como el seguro era bastante fuerte, la pérdida de dinero no será al fin y al cabo, tan tremenda y otras pérdidas no ha habi- do. En realidad, con la excepción de nuestro pobre doctor, no hay más que ganancias. Todo el mundo se portó maravillosa- mente. Yo no sabía que en la raza humana hubiese tanta bon- dad y caridad. Si he dicho alguna vez algo contra los consejeros, lo retiro. Cuatro de ellos vinieron por la mañana desde Nueva York. Has- ta el honorable Ciro ha estado tan ocupado con la moral de los cinco huérfanos alojados en su casa, que no nos ha causado la menor molestia. El incendio ocurrió el sábado por la mañana, y el domingo los curas de todas las iglesias pedían voluntarios que tuvieran en sus casas uno o dos niños durante cuatro semanas, hasta que el asilo estuviese otra vez en condiciones de alojarlos. La respuesta fue enternecedora. A la media hora todos los niños estaban colocados. Considera lo que esto significa para el futu- ro: cada una de esas familias se tomará un interés personal en el Hogar, de ahora en adelante y considera también lo que esto significa para los niños. Ahora se darán cuenta de cómo vive una familia. Es la primera vez que, muchos de ellos, cruzan el umbral de una casa particular. Y respecto de planes más permanentes para pasar el in- vierno, escucha esto. El Club de Golf tiene una casa para cad- dies que no usan en invierno y que han puesto cortésmente a nuestra disposición. Deslinda ésta con nuestra propiedad y la estamos arreglando para alojar en ella a cuarenta niños. Como nuestra cocina y comedor están intactos, vendrán aquí a comer y a la escuela, y se darán con ello un paseo de media milla. Aquella buena y maternal señora Wilson, vecina del doctor, la que con tanta paciencia se ha encargado de nuestra peque- ña Loretta, ha convenido en tomar cinco más a cuatro dólares a la semana cada una. Dejaré con ella alumnas de las mayores y más dispuestas, y que han mostrado instintos domésticos y que les gustaría aprender a guisar en pequeña escala. La señora Wilson y su marido son una pareja maravillosa, industriosos, económicos, sencillos y amables; creo que a las muchachas les convendrá observarlos. Será una lección para cuando se ca- sen. Ya te he contado cómo los dueños del hotel se llevaron a cuarenta y siete niños la noche del incendio y cómo todos sus huéspedes se convirtieron en eficaces auxiliares. Al día si- guiente los libramos de treinta y seis, pero aún se han quedado con once. Si alguna vez he dicho que el señor Reimer es un viejo tacaño, lo retiro y le pido perdón. Es un manso cordero. ¿Qué dirás que ha hecho ese bendito señor en nuestra hora de necesidad? Ha arreglado una casa de colonos que tenía sin al- quilar en su finca, para nuestros niños, y ha tomado una niñera inglesa por su propia cuenta y les suministra una leche superior de su vaquería modelo. Dice que ha estado años pensando qué hacer con esa leche. ¡No la puede vender porque perdería cuatro céntimos por litro! Las doce niñas mayores del dormitorio alojan ahora en la nueva casa del jardinero. Los pobres Turnfelt, que la han ocu- pado dos días, han tenido que alojarse en el pueblo. Pero ne- cesitaba sus habitaciones y ellos, por otra parte, no sirven para vigilar niños. Y, ¿qué te imaginas que he hecho? He telegrafia- do a Helen Brooks que deje su editorial y se venga a ayudarme a cuidar a las niñas. La pobre Helen está cansada de hacer contratos y quiere hacer algo a prueba. ¡No te imaginas el regalo que nos ha hecho el señor Bre- tland. Fue a darle las gracias al doctor por Allegra y tuvieron una larga conversación sobre las necesidades del Hogar. J. F. Bretland volvió y me entregó un cheque de tres mil dólares para edificar como es debido el campamento. Él, Percy y el arquitec- to del pueblo han estado haciendo los planos y dentro de dos semanas las tribus se instalarán en sus cuarteles de invierno. ¿Qué importa que a mis ciento siete niños se les haya que- mado la casa, si vivimos en un mundo tan caritativo? (Viernes.) Supongo que te extrañará que no te dé detalles del estado del doctor. No puedo darte una información directa porque no quiere verme, a pesar de que ha visto a todo el mundo: Betsy, Allegra, la señora de Livermore, Bretland, Percy y varios conse- jeros. Todos dicen que progresa tanto como se puede esperar de un hombre que tiene dos costillas y la pierna rotas. No le gusta que se preocupen de él y no quiere que lo consideren un héroe. He ido varias veces a verlo oficialmente, como directora del Hogar y siempre me dicen que está durmiendo y que ha encargado que no lo despierten. Las dos primeras veces pensé que era la señora Mac Gurk; después... bueno, yo conozco al doctor. Cuando llegó la hora de que la pequeña Allegra se des- pidiera de él, la mandé con Betsy. No sé lo que le sucede a este hombre. La semana pasada estaba bastante amistoso; pero ahora si quiero preguntarle una opinión, tengo que mandar a Percy. Creo que podría recibirme como directora del Hogar, si no quiere que seamos amigos. No cabe la menor duda, nuestro Mac Rae es escocés. (Más tarde). Va a ser precisa una fortuna en sellos para mandar esta car- ta al Caribe, pero quiero que sepas todas las novedades. No han ocurrido tantas cosas desde la fundación del Hogar en 1876. El incendio nos ha dejado tan asustados que tendremos que estar alertas en los próximos años. Creo que todas las ins- tituciones debían quemarse hasta los cimientos cada veinticin- co años, para librarse de las cosas viejas y de las ideas anti- cuadas. Me alegro infinitamente de no haber invertido el dinero que Jervis me dio el verano pasado. Hubiese sido una tragedia que se nos hubiera quemado. Lo que el fuego dejó del edificio parece empapelado con papel de alquitrán, pero vivimos con toda comodidad en nues- tra porción de la casa, con el comedor de los niños y la cocina; más tarde haremos planes para una instalación definitiva. ¿Te das cuenta cuál será el resultado de todo lo que nos ha aconte- cido? El buen Dios ha oído nuestras plegarias y el Hogar John Grier se convertirá en una institución con casitas. Como puedes ver, soy una persona muy atareada. S. Mac Bride.
Re: ... de poetas, cuentos y leyendas Hola a tod@s Tiempo ha que no pasaba por aquí desde el post 54 donde el Romance del Prisionero incluir. Así pues dejo esta balada escrita en poesía que puede ser cantada. Balada Catalana Rugiente pasión ardía en el alma del doncel; fuera de Ella nada había en el mundo para él. -Lo que a tu capricho cuadre - dijo a su amada -- lo haré, si las joyas de mi madre me pides, te las daré! Y ella, infame como hermosa, dijo en horrible fruición: - ¡Sus joyas? ¡Son poca cosa! ¡Yo quiera su corazón! En fuego impuro él ardiendo hacia su madre corrió y al punto su pecho abriendo el corazón le arrancó. Tan presuroso volvía la horrible ofrenda a llevar, que, tropenzando en la vía, fué por el suelo a rodar. Y brotó un acento blando del corazón maternal al ingrato preguntando: - Hijo, ¡No te has hecho mal? V. Balguer Saludos Duran
Re: ... de poetas, cuentos y leyendas Niña Nombras el árbol, niña. Y el árbol crece, lento y pleno, anegando los aires, verde deslumbramiento, hasta volvernos verde la mirada. Nombras el cielo, niña. Y el cielo azul, la nube blanca, la luz de la mañana, se meten en el pecho hasta volverlo cielo y transparencia. Nombras el agua, niña. Y el agua brota, no sé dónde, baña la tierra negra, reverdece la flor, brilla en las hojas y en húmedos vapores nos convierte. No dices nada, niña. Y nace del silencio la vida en una ola de música amarilla; su dorada marea nos alza a plenitudes, nos vuelve a ser nosotros, extraviados. ¡Niña que me levanta y resucita! ¡Ola sin fin, sin límites, eterna! Octavio PAZ (1914-199
Re: ... de poetas, cuentos y leyendas Mi querido enemigo Jean Weabster . Hogar John Grier. 16 de enero. Querido Gordon: No hagas las cosas más difíciles de lo que ya son. Es abso- lutamente imposible que yo deje el Hogar en estos momentos. Debías darte cuenta de que no puedo abandonar a mis niños precisamente cuando más me necesitan. Tampoco estoy dis- puesta a dejar esta condenada filantropía. (Fíjate qué mal re- sulta tu lenguaje escrito por mí.) No te preocupes, no estoy trabajando demasiado; al contra- rio, nunca me he sentido tan dichosa. Los periódicos han hecho el incendio mucho más espeluznante de lo que fue en realidad. La fotografía mía saltando desde el tejado con un bebé bajo cada brazo, es un poco exagerada. Uno o dos de los niños es- tán resfriados y nuestro pobre doctor está convertido en un montón de yeso, pero todos estamos vivos, gracias a Dios. No puedo darte más detalles; estoy, sencillamente, asedia- da. Y no vengas, por favor. Más tarde, cuando las cosas se hayan ordenado un poco, hablaremos de nosotros, pero nece- sito algún tiempo más para pensar. Sallie. 22 de enero. Querida Judith: Helen Brooks está a cargo de las catorce niñas más rebel- des y las está dominando de una manera genial. Es el puesto más difícil que podía ofrecerle, pero a ella le gusta y creo que es una valiosa adquisición para el Hogar. Se me ha olvidado hablarte de Barrabás. Cuando estalló el incendio, las dos admirables señoras con quienes ha estado todo el verano, estaban a punto de coger el tren para California y sencillamente tomaron a Barrabás junto con su equipaje y se lo llevaron. Estará el invierno en Pasadena y me figuro que esta vez se ha ido para siempre con ellas. ¿No te parece normal que esté tan nerviosa con tanto acontecimiento? (Más tarde.) El pobre y acongojado Percy ha pasado la tarde conmigo porque supone que yo comprenderé sus penas. ¿Por qué todos suponen que yo entenderé sus penas? Es agotador repartir consuelos con el corazón vacío. El pobre muchacho está por ahora muy triste, pero confío que con la ayuda de Betsy, lo re- animaremos. Está a punto de enamorarse de Betsy, pero él no se da cuenta. Está en el período en que parece disfrutar con sus penas, como si fuera un héroe trágico, que ha sufrido pro- fundamente; pero he notado que cuando Betsy está por aquí, se ofrece alegremente para ayudarla en cualquier trabajo. Gordon telegrafió que viene mañana. Estoy segura de que tendremos pelea. Escribió el día después del incendio, dicién- dome que dejara el Hogar y nos casáramos inmediatamente, y ahora viene a discutir el asunto. No lo puedo hacer comprender que un trabajo que lleva envuelta la felicidad de ciento siete criaturas no se puede dejar con tanta tranquilidad. He hecho lo posible para que no venga; pero es terco como todos los hom- bres. ¡Oh! No sé qué va a ser de nosotros. Quisiera poder ver un momento el año que viene. El doctor está todavía envuelto en yeso, pero creo que me- jora y refunfuña constantemente. Ya puede sentarse y recibir visitas aunque muy seleccionadas por la señora Mac Gurk, que rechaza a los que no le gustan. Adiós; escribiría algo más, pero tengo los ojos casi cerrados de sueño. Debo acostarme para prepararme contra los ciento siete disgustos de mañana. Recuerdos a los Pendleton. Sallie Mac Bride. 23 de enero. Querida Judith: Esta carta no tiene nada que ver con el Hogar. Es sencilla- mente de Sallie Mac Bride. ¿Te acuerdas de esas cartas de Huxley que leímos en el último año? Una frase del libro se me quedó en la memoria: "En nuestras vidas hay siempre un Cabo de Hornos que a veces podemos costear y en el que, a veces, naufragamos". Es una terrible verdad, y lo malo es que una no sabe cuán- do está pasando el Cabo de Hornos. Con frecuencia hay tanta niebla, que una se estrella antes de saber dónde está. Yo acabo de darme cuenta de que entré en el Cabo de Hor- nos de mi propia vida, cuando acepté comprometerme con Gordon. Lo hice confiadamente, pero poco a poco he empeza- do a dudar. La joven de quien él se enamoró no soy yo, ni yo soy la que quisiera ser. Él se enamoró de una que creo que só- lo ha existido en la imaginación de Gordon. En todo caso, ya no existe y lo mejor que podemos hacer los dos es terminar nues- tras relaciones. Ya no tenemos intereses comunes; no somos amigos. Él no lo comprende, cree que lo que tengo que hacer es interesarme por su vida y que todo se arreglará. Desde luego, cuando él es- tá conmigo me intereso y hablo de las cosas que a él le gustan, pero no sabe que hay una parte de mí, la mayor parte, que no coincide con él en nada. Me he dado cuenta de que cuando es- toy con él no soy yo, sino que finjo. Si tuviéramos que vivir jun- tos me vería obligada a fingir toda mi vida. Él quiere que yo lo observe constantemente y que me sonría cuando él sonríe, y me entristezca cuando él esté triste. No comprende que yo soy una persona lo mismo que él. Me quiere porque soy espectacular y elegante. Soy la mujer ideal para un político, y sólo por esto quiere casarse conmigo. Pero me di cuenta con terrible claridad, de que si proseguimos, dentro de pocos años me pasará lo mismo que a Helen Brooks. Para mí, Helen es un ejemplo que, por el momento, me convie- ne mucho mejor que tú, querida Judith. Creo que un espectácu- lo como tú y Jervis es una amenaza para la sociedad. Se avie- nen tanto y se ven tan felices que más de una indefensa joven- cita se sentirá impulsada a cargar con el primer hombre que encuentre, que muchas veces será el que no debe elegir. Gordon y yo hemos terminado definitivamente. Hubiera pre- ferido terminar sin discusiones, pero considerando su tempe- ramento, y el mío también, debo confesarlo, nos separamos con una formidable explosión. Vino ayer por la tarde, a pesar de haberle escrito que no viniera, y nos fuimos a pasear. Tres horas y media estuvimos deambulando y discutiendo. Todo fi- nalizó con la partida de Gordon para no volver más. Cuando al final le vi desaparecer detrás de la colina y me di cuenta de que era libre, sola y dueña de mí misma, me invadió una sensación de desahogo y tranquilidad tal, que nunca podré explicártela. No creo que una persona felizmente casada pueda darse cuen- ta de lo espléndidamente sola que me sentí. Quería abrazar al mundo, que desde aquel momento me pertenecía. ¡Qué mara- villa es haber resuelto esto! Creo que la noche del incendio vi la verdad con gran claridad. El viejo Hogar John Grier se iba; en su lugar se edificaría otro nuevo y yo no estaría. Unos celos te- rribles me oprimieron el corazón. No podía abandonarlo y du- rante los horribles momentos en que creí que habíamos perdi- do al doctor, comprendí que su vida era para mí mucho más que la de Gordon y que no podía desertar. Que tendría que lle- var a cabo todos los proyectos que hemos hecho juntos. Este montón de palabras es el reflejo de mis emociones; quiero hablar, hablar hasta que adquieran forma. Me quedé so- la, de pie en el crepúsculo de invierno, respirando el aire frío... Después corrí, salté por la ladera abajo, hacia nuestras puer- tas. Quizás debía haber vuelto a casa lentamente, pero me sentía feliz y no pensé ni un instante en el pobre Gordon cami- no de la estación, con el corazón partido y traicionado. Al entrar en casa fui saludada por la gozosa charla de los niños, que se dirigían al comedor. Ahora eran míos. Antes, cuando mi sentencia se hacía más y más cercana, parecía que poco a poco se convertían en extraños. Alcancé a los tres más próximos y los abracé con fuerza. Me he encontrado súbita- mente con una nueva vida, como si acabase de salir de una prisión. Me siento... bueno, no quiero seguir. Quería que tú su- pieras la verdad, pero no le enseñes a Jervis esta carta. Díselo de una manera más tranquila. Son las doce de la noche ahora. Trataré de dormir. Es ma- ravilloso no tener que casarse con alguien que a una no le gus- ta. Me alegro de las necesidades de los niños, de las desgra- cias de Helen, del fuego... Me han hecho ver c on claridad. No me hubiera gustado un divorcio. Nunca lo ha habido en mi fami- lia. Ya sé que soy terriblemente egoísta; debía estar pensando en Gordon. Pero no sería verdad si pretendiese que lo siento mucho. Ya encontrará alguna otra con el cabello tan llamativo como el mío, que atienda a sus invitados lo mismo que los po- dría atender yo, y que no se preocupe de ninguna de esas ideas modernas del servicio público, misión de la mujer, ni de las demás tonterías a que la nueva generación de mujeres es adicta. (Reproduzco levemente atenuadas las expresiones de mi enamorado galán.) Adiós, queridos amigos. ¡Cuánto me gustaría estar con us- tedes en la playa, con la vista perdida en el mar azul! Adiós. Sallie.