Poemas, cuentos y leyendas

Tema en 'Temas de interés (no de plantas)' comenzado por mai^a, 27/2/08.

  1. clause

    clause Claudia

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    El Fantasma de la Opera
    Gastón Leroux

    -¿Hay alguien detrás de la puerta? -¡Oh, sí! ¡Claro que sí! -repitió esa pequeña ciruela seca de Meg Giry, que retuvo heroicamente a la Sorelli por su falda de gasa-. ¡Sobre todo, no abra! ¡Por Dios, no abra! Pero la Sorelli, armada con un estilete que no dejaba jamás, se atrevió a girar la llave en la cerradura y abrir la puerta, en tanto las bailarinas retrocedían hasta el tocador y Meg Giry suspiraba: -¡Mamá, mamá! Valientemente, la Sorelli miraba en el corredor. Estaba desierto; una mariposa de fuego, en su cárcel de cristal, arrojaba un resplandor rojo y turbio entre las tinieblas, sin llegar a disiparlas. Y la bailarina volvió a cerrar con rapidez la puerta, lanzando un profundo suspiro. -¡No, no hay nadie! -dijo. -Sin embargo, ¡nosotras lo hemos visto! -afirmó de nuevo Jammes volviendo a ocupar con pasitos asustadizos su sitio al, lado de la Sorelli-. Debe estar por algún lado, por ahí, merodeando. Yo no vuelvo a vestirme. Deberíamos bajar todas juntas al foyer, en seguida, para el «saludo», y así, volveríamos a subir juntas. En este punto, la niña se tocó piadosamente el dedito de coral que estaba destinado a conjurar la mala suerte. Y la Sorelli dibujó, furtivamente, con la rosada punta de la uña de su pulgar derecho, una cruz de San Andrés sobre el anillo de madera que llevaba en anular de su mano izquierda. «La Sorelli -escribió un célebre cronista- es una bailarina alta, de rostro serio y voluptuoso, de cintura tan flexible como una rama de sauce. Se dice de ella que es "una hermosa criatura". Sus cabellos rubios y puros como el oro coronan una frente mate bajo la cual se engastan unos ojos de esmeralda. Su cabeza se balancea blandamente como una joya en un cuello largo, elegante y orgulloso. Cuando baila tiene un indescriptible movimiento de caderas que da a todo su cuerpo un estremecimiento de inefable languidez. Cuando levanta los brazos para iniciar una pirueta, marcando así todo el dibujo del vestido, la inclinación, del cuerpo hace resaltar la cadera de esta deliciosa mujer, que parece un cuadro como para saltarse la tapa de los sesos.» Hablando de cerebro, parece comprobado que la Sorelli no lo tuvo. Nadie se lo reprochaba. Dijo entonces a las pequeñas bailarinas: -Hijas mías, tenéis que reponeros... ¿El fantasma? ¡Lo más probable es que nadie lo haya visto nunca! -¡Sí, sí! Nosotras lo hemos visto... Lo hemos visto antes -volvieron a decir las chiquillas-. Llevaba una calavera e iba vestido de frac, igual que la tarde en que se apareció a Joseph Buquet. -¡Y Gabriel también lo vio! -continuó Jammes-, ayer mismo. Ayer por la tarde... en pleno día... -¿Gabriel, el maestro de canto? -Claro que sí. ¿No lo sabía usted? -¿E iba vestido de frac en pleno día? -¿Quién? ¿Gabriel? -No, mujer. El fantasma. -Claro que iba vestido de frac -afirmó Jammes-. El mismo Gabriel me lo dijo... Precisamente por eso lo reconoció. Ocurrió así: Gabriel estaba en el despacho deladministrador. De repente se abrió la puerta. Era el Persa. Ya sabéis hasta qué punto el Persa es «gafe». -¡Desde luego! -respondieron a coro las pequeñas bailarinas que, tan pronto como evocaron la imagen del Persa, hicieron los cuernos al Destino con el índice y auricular extendidos, mientras que el medio y el anular permanecían plegados sobre la palma y retenidos por el pulgar. ¡Y también sabéis que Gabriel es supersticioso! -continuó Jammes-. Sin embargo, es siempre educado y, cuando ve al Persa, se contenta con meter tranquilamente la mano en el bolsillo y tocarse las llaves... Pues bien, en el momento en que la puerta se abrió ante el Persa, Gabriel dio un salto desde el sillón donde se encontraba hasta la cerradura del armario, para tocar hierro. Al hacer este movimiento, se desgarró con un clavo todo un faldón de su abrigo. Al apresurarse para salir, fue a dar con la frente contra una percha y se hizo un chichón enorme; luego, retrocediendo bruscamente, se despellejó el brazo contra el biombo, al lado del piano; quiso apoyarse en el piano, pero con tan mala suerte que la tapa cayó sobre sus manos y le aplastó los dedos; salió como un loco del despacho y, finalmente, calculó tan mal al bajar la escalera, que se cayó y cayo rodando todos los peldaños del primer piso. Precisamente en aquel momento pasaba yo por allí con mamá. Nos precipitamos a levantarlo: estaba completamente magullado y tenía tanta sangre en la cara que nos asustamos. Pero en seguida nos sonrió y exclamó: «¡Gracias, Dios mío, por haberme librado de ésta por tan poco!». Entonces le preguntamos qué le ocurría y nos explicó que el motivo de su temor era haber visto al fantasma a espaldas del Persa. ¡El fantasma con la calavera!, según lo describió Joseph Buquet. Un murmullo apagado saludó el final de la historia, que Jammes contó muy sofocada por la precipitación de decirla de un tirón, tan aprisa como si la hubiera perseguido el fantasma. Después hubo otro silencio que interrumpió a media voz la pequeña Giry, mientras que, profundamente emocionada, la Sorelli se limaba las uñas. -Joseph Buquet haría mejor callándose -afirmó la ciruela. -¿Por qué tiene que callarse? -le preguntaron. -Es lo que opina mamá -replicó Meg en voz muy baja y mirando a su alrededor como si tuviera miedo de ser escuchada por otros oídos que los que se hallaban allí presentes. -¿Y por qué dice eso tu madre? -¡Chis! !Mamá dice que al fantasma no le gusta que se le moleste! -¿Y por qué dice esto tu madre? -Porque... porque... por nada. Esta voluntaria reticencia tuvo la virtud de exasperar la curiosidad de aquellas señoritas, que se apretujaron alrededor de la pequeña Giry y le suplicaron que se explicase. Se encontraban allí, codo con codo, inclinadas en un mismo movimiento de súplica y temor. Se comunicaban el miedo, sintiendo con ello un placer agudo que las helaba. -¡He jurado no decir nada! -dijo de nuevo Meg, en un suspiro. Pero las otras la apremiaron insistentemente y tanto prometieron guardar el secreto que Meg, que ardía en deseos de contar lo que sabía, comenzó, con los ojos fijos en la puerta. -Bueno... es por lo del palco -¿Qué palco? -¡El palco del fantasma!
     
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    clause Claudia

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    El Fantasma de la Opera
    Gastón Leroux

    -¿El fantasma tiene un palco? Ante la idea de que el fantasma tuviera un palco, las bailarinas no pudieron contener la alegría funesta de su asombro. Lanzaron pequeños suspiros y dijeron: -¡Oh, Dios mío! Cuenta, cuenta. -¡Más bajo! -ordenó Meg-. Es el palco del primer piso, el número 5, ya lo conocéis, el primero al lado del proscenio de la izquierda. -¡No es posible! -Tal como lo digo. Mamá es la acomodadora... ¿Pero me juráis de verdad que no contaréis nada? -Sí, claro... -Pues bien, se trata del palco del fantasma Nadie ha entrado en él desde hace más de un mes, excepto el fantasma, claro está. Y se ha ordenado a la administración que no lo alquile nunca a nadie... -¿Es cierto que va el fantasma? -Pues claro... -¡Entonces, alguien va a este palco! -No... El fantasma va y allí no hay nadie. Las pequeñas bailarinas se miraron. Si el fantasma iba al palco, debía vérsele, porque llevaba un frac negro y una calavera. Es lo que le hicieron comprender a Meg, pero ésta les replicó: -Precisamente. ¡No se ve al fantasma! Y no tiene ni frac negro ni cabeza ... Todo lo que se ha contado acerca de su calavera y de su cabeza de fuego no son más que tonterías... No hay nada que sea cierto.. Sólo se le oye cuando está en el palco. Mamá no lo ha visto nunca, pero lo ha oído. ¡Mamá lo sabe muy bien, ya que es ella quien le da el programa! La Sorelli creyó su deber intervenir: -Pequeña Giry, te burlas de nosotras. Entonces la pequeña Giry se echó a llorar. -Habría hecho mejor callándome... ¡Si mamá se entera!... Puedo aseguraros que Joseph Buquet hace mal en meterse en asuntos que no le incumben... eso le acarreará alguna desgracia... mamá lo decía precisamente ayer por la tarde. En ese momento se oyeron pasos fuertes y apresurados en el corredor y una voz sofocada que gritaba: -¡Cécile, Cécile! ¿Estás ahí? -Es la voz de mamá -dijo Jammes-. ¿Que pasa? Y abrió la puerta. Una honorable dama, vestida como un granadero de la Pomerania7, se precipitó en el camerino y, gimiendo, se dejó caer en un sillón. Sus ojos giraban, enloquecidos, iluminando lúgubremente su rostro de ladrillo cocido. -¡Qué desgracia! -exclamó-. ¡Qué desgracia! -¿Qué? ¿Qué ocurre? -Joseph Buquet... -¿Qué pasa con Joseph Buquet? -¡Joseph Buquet ha muerto! El camerino se llenó de exclamaciones, de palabras de extrañeza, de confusas preguntas llenas de miedo que han encontrado su cuerpo, pretenden que se escuchaba alrededor del cadáver una especie de ruido que recordaba al de un canto fúnebre! -¡Es el fantasma! -dejó escapar la pequeña Giry, pero se repuso inmediatamente llevándose los puños a la boca-: ¡No, no... no he dicho nada! A su alrededor, todas las compañeras, aterrorizadas, repetían en voz baja: -¡Seguro que es el fantasma! La Sorelli estaba pálida. -No podré hacer mi saludo -dijo. La madre de Jammes dio su opinión mientras vaciaba un vasito de licor que descansaba en una mesa: el fantasma estaba metido en este asunto... Lo cierto es que nunca se supo muy bien cómo murió Joseph Buquet. La sumaria investigación no dio ningún resultado, aparte del suicidio natural. En Memorias de un director, el señor Moncharmin, que era uno de los dos directores que sucedieron a los señores Debienne y Poligny, explica así el incidente del ahorcado: «Un enojoso incidente vino a turbar la pequeña fiesta que los señores Debienne y Poligny daban para celebrar su despedida. Me encontraba en el despacho de la dirección cuando vi entrar de repente a Mercier, el administrador. Estaba excitadísimo mientras me contaba que acababan de descubrir, ahorcado en el tercer sótano del escenario, entre un portante8y un decorado de El rey de Lahore, al cuerpo de un tramoyista. Yo exclamé: "¡Vamos a descolgarlo!" ¡En el tiempo que tardé en bajar corriendo la escalera y hacer descender la escala del portante, la cuerda del ahorcado había desaparecido!» He aquí un acontecimiento que el señor Moncharmin encuentra natural. Se encuentra a un hombre colgado de una cuerda, se le va a descolgar y la cuerda se esfuma. ¡Oh! El señor Moncharmin encontró una explicación muy simple. Escuchémosla: «Era la hora de la danza y los corifeos y las "ratas" habían tomado con presteza precauciones contra el mal de ojo». Punto, eso es todo. Os imagináis a los miembros del ballet bajando la escala del portante y repartiéndose la cuerda del ahorcado en menos tiempo que se tarda en decirlo. Eso no es serio. Por el contrario, cuando pienso en el lugar exacto donde fue encontrado el cuerpo, en el tercer sótano del escenario, imagino que en alguna parte alguien tenía interés en que la cuerda desapareciera una vez hecho el trabajo, y veremos más tarde que hacia bien en suponerlo así.


    7Región histórica situada a orillas del mar Báltico, dividida actualmente entre Polonia y Alemania.
     
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    clause Claudia

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    EL LENGUAJE DEL CIELO

    El cielo habla un lenguaje gris,
    y callan la grave voz del vino,
    la leve voz del té.
    Los espejos se fatigan
    de repetir el nombre de las cosas.
    No dicen nada. No dicen: "un visitante",
    "las moscas", "el libro sobre la mesa".
    No dicen nada los espejos.

    Canción cantada para que nadie la oiga
    es la esperanza de que esto cambie.
    Niños que se acercan al ataúd del amigo muerto,
    paso de ratas frente a la estufa en silencio,
    el halo de humo pobre que hace rey al tejado,
    o todo lo que desaparece de pronto
    como el plateado salto del salmón sobre el río.

    Una ráfaga apaga los ciruelos,
    dispersa las cenizas de sus follajes,
    arruga la vacía faz de las glicinas.
    Todo lo que está aquí
    parece estar verdaderamente en otro lugar.
    Los jóvenes no pueden volver a casa
    porque ningún padre los espera
    y el amor no tiene lecho donde yacer.
    El reloj murmura que es preciso dormir,
    olvidar la luz de este día
    que no era sino la noche sonámbula,
    las manos de los pobres
    a quienes no dimos nada.
    "Hay que dormir", murmura el reloj.
    Y el sueño es la paletada de tierra que lo acalla.

    Jorge Teillier
     
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    clause Claudia

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    CUANDO EN LA TARDE APAREZCO EN LOS ESPEJOS

    Cuando en la tarde aparezco en los espejos
    Cuando yo y la tarde queríamos unirnos
    Tristemente nos despedimos
    Tristemente nos hablamos en el espejo que disuelve las imágenes
    Quién soy entonces
    Quizás por un momento
    De verdad soy yo que me encuentro

    Quién soy yo sino nadie
    Alguien que quisiera pasarse los días y los días
    Como un solo domingo
    Mirando los últimos reflejos del sol en los vidrios
    Mirando a un anciano que da de comer a las palomas
    Y a los evangélicos que predican el fin del mundo

    Cuando en la tarde no soy nadie
    Entonces las cosas me reconocen
    Soy de nuevo pequeño
    Soy quien debiera ser
    Y la niebla borra la cara de los relojes en los campanarios.
    Jorge Teillier
     
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    clause Claudia

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    El Fantasma de la Opera
    Gastón Leroux

    La siniestra nueva se había difundido en seguida de arriba a abajo de la ópera, en la que Joseph Buquet era muy querido. Los palcos se vaciaron y las pequeñas bailarinas, agrupadas alrededor de la Sorelli como corderos asustados alrededor del pastor, tomaron el camino del foyer a través de los corredores y de las escaleras mal alumbradas, trotando a toda la velocidad que les permitían sus piernecitas rosas.

    II LA NUEVA MARGARITA
    En el primer rellano, la Sorelli se topó con el conde de Chagny, que subía. El conde, por lo general muy tranquilo, mostraba una gran excitación. -Iba a buscarla -dijo el conde saludando a la joven con galantería-. ¡Ah, Sorelli! ¡Qué hermosa velada! ¡Y que triunfo el de Christine Daaé! -¡No es posible! -protestó Meg Giry-. ¡Si hace seis meses cantaba como un loro! Pero déjenos pasar, mi querido conde -dijo la chiquilla con una reverencia revoltosa-, vamos en busca de noticias de un pobre hombre al que han ahorcado. En aquel momento pasaba muy excitado el administrador, que se detuvo bruscamente al oír la conversación. -¡Cómo! ¿Ya lo saben ustedes, señoritas? -dijo con tono bastante rudo-... Pues bien, no habléis de ello... y sobre todo que los señores Debienne y Poligny no se enteren. Les causaría demasiado trastorno en su último día. Todo el mundo se encaminó hacia el foyer de la danza, que se encontraba ya invadido. El conde de Chagny tenía razón: no hubo jamás gala comparable a aquélla; los privilegiados que asistieron hablan aún a sus hijos y nietos con emocionado recuerdo. Pensad que Gounod, Reyer, Saint-Saens, Massenet, Guiraud y Delibes subieron por turno al atril del director de la orquesta y dirigieron ellos mismos la ejecución de sus obras. Tuvieron, entre otros intérpretes, a Faure y la Krauss, y es en esta velada cuando se reveló al estupefacto y embriagado público de París el arte de Christine Daaé, cuyo misterioso destino quiero dar a conocer en esta obra. Gounod había dirigido La marche fúnebre de una marioneta; Reyer, su bella obertura de Sigurd; Saint-Saens, la Danza macabra y una Ensoñación oriental; Massenet, una Marcha húngara inédita; Giraud, su Carnaval; Delibes, El vals lento de Sylvia y los pizzicati de Copelia. Las señoritas Krauss y Denise Bloch habían cantado, la primera, el bolero Vísperas sicilianas; la segunda, el brindis de Lucrecia Borgia. Pero el triunfo mayor recayó en Christine Daaé, que había comenzado con algunos pasajes de Romeo y Julieta. Era la primera vez que la joven artista cantaba esta obra de Gounod que, además, aún no se había llevado a la ópera y que la ópera Cómica acababa de reponer mucho después de haber sido estrenada en el antiguo Teatro Lírico por la señora Carvalho. ¡Ah! Hay que compadecer a aquellos que no oyeron a Christine Daaé en el papel de Julieta, que no conocieron su gracia ingenua, que no se estremecieron con los acentos de su voz seráfica, que no sintieron volar sus almas jun-to a la suya sobre las tumbas de los amantes de Verona: «¡Señor! ¡Señor! ¡Señor! ¡Perdónanos!» Pues bien, todo esto no fue nada al lado de los acentos sobrehumanos que dejó oír en el acto de la prisión y en el trío, final de Fausto, que cantó en sustitución de la Carlotta que se hallaba indispuesta. Jamás se había oído ni visto aquello! Era «una Margarita nueva» lo que la Daaé interpretaba, una Margarita de un esplendor, de un fulgor aún insospechados.
     
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    clause Claudia

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    MASA - César Vallejo. España, aparta de mí este cáliz



    Al fin de la batalla,
    y muerto el combatiente, vino hacia él un hombre
    y le dijo: "No mueras, te amo tanto!"
    Pero el cadáver ¡ay! siguió muriendo.
    Se le acercaron dos y repitiéronle:
    "No nos dejes! ¡Valor! ¡Vuelve a la vida!"
    Pero el cadáver ¡ay! siguió muriendo.
    Acudieron a él veinte, cien, mil, quinientos mil,
    clamando: "Tanto amor y no poder nada contra la muerte!"
    Pero el cadáver ¡ay! siguió muriendo.
    Le rodearon millones de individuos,
    con un ruego común: "¡Quédate hermano!"
    Pero el cadáver ¡ay! siguió muriendo.
    Entonces, todos los hombres de la tierra
    le rodearon; les vio el cadáver triste, emocionado;
    incorporóse lentamente,
    abrazó al primer hombre; echóse a andar.
     
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    clause Claudia

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    Re: ... de poetas, cuentos y leyendas

    Justicia de los hombres, yo te busco,
    pero sólo te encuentro
    en la palabra, que tu nombre aplaude,
    mientras te niega tenazmente el hecho.

    —Y tú, ¿dónde resides —me pregunto
    con aflicción—, justicia de los cielos,
    cuando el pecado es obra de un instante
    y durará la expiación terrible
    mientras dure el infierno?
    [​IMG]


    Rosalía de Castro
     
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    clause Claudia

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    El Fantasma de la Opera
    Gastón Leroux

    La sala entera había estallado en miles de clamores de inenarrable emoción dirigidos a una Christine que sollozaba y desfallecía en los brazos de sus compañeros. Hubo que llevarla a su camerino. Parecía haber entregado su alma. El gran crítico P.
    De St.-V fijó el inolvidable recuerdo de este minuto maravilloso en una crónica a la que tituló con justicia La nueva Margarita. Como gran artista que era, el crítico simplemente ponía al descubierto que esta bella y dulce niña había aportado aquella tarde algo más que su arte: su corazón. Ninguno de los amigos de la ópera ignoraba que el corazón de Christine permanecía tan puro como era a los quince años, y P de St.-V declaraba que «para comprender lo que acababa de suceder con Daaé, ¡era necesario imaginar que se había enamorado por primera vez! Quizá soy un poco indiscreto -añadía-, pero sólo el amor es capaz de realizar un milagro tal, una transformación tan fulgurante. Cuando oímos, hace dos años, a Christine Daaé en el recital del Conservatorio, nos dio grandes esperanzas.. ¿Pero de dónde proviene la sublime actuación de hoy? ¡Si no desciende del cielo en alas del amor, tendré que pensar que asciende del infierno y que Christine, como el maestro cantor Ofterdingen, hizo un pacto con el diablo! Quien no haya oído cantar a Christine Daaé el trío final de Fausto no conoce Fausto. ¡No podría superarse esta exaltación de la voz y esta sagrada embriaguez de un alma pura!» Sin embargo, algunos abonados protestaban. ¿Cómo podía habérseles ocultado tanto tiempo semejante tesoro? Christine Daaé había sido hasta entonces un Siebel aceptable al lado de esa Margarita demasiado espléndidamente material que era la Carlotta9. ¡Y había sido necesaria la ausencia incomprensible e inexplicable de la Carlotta, en esta velada de gala, para que a pie firme la pequeña Daaé pudiera dar muestra de lo que era capaz, en una parte del programa reservada a la diva española! ¿Y por qué, privados de Carlotta, los señores Debienne y Poligny se habían dirigido a la Daaé? ¿Conocían acaso su genio oculto? Y si lo conocían, ¿por qué lo escondían? ¿Por qué, ella también, lo ocultaba? Cosa rara, no se le conocía en la actualidad ningún profesor. Y había declarado en vanas ocasiones que en lo sucesivo trabajaría completamente sola. Todo lo cual resultaba muy inexplicable. El conde de Chagny había asistido, de pie en su palco, a este delirio y había compartido los estruendosos bravos. El conde de Chagny (Philippe-Georges-Marie) tenía entonces exactamente cuarenta y un años. Era un gran señor y un hombre atractivo. De talla más que mediana, de rostro agradable a pesar de la frente dura y unos ojos un poco fríos, era de una educación refinada con las mujeres y un poco altanero con los hombres, que no siempre le perdonaban sus éxitos mundanos. Tenía un corazón excelente y una conciencia honrada. Tras la muerte del viejo conde Philibert, se había convertido en jefe de una de las más ilustres y antiguas familias de Francia, cuyos títulos de nobleza se remontaban a Luis el Testarudo. La fortuna de los Chagny era considerable y, cuando el viejo conde, que era viudo, murió, no fue tarea fácil para Philippe administrar un patrimonio tan enorme. Sus dos hermanas y su hermano Raoul no quisieron saber nada de la herencia y ni quisieron oír hablar de reparto, encargando de todo a Philippe, como si el derecho de primogenitura no hubiera dejado de existir. Cuándo se casaron las dos hermanas -el mismo día-, tomaron su parte de manos del hermano, no como algo que les perteneciera, sino como una dote, por la que le expresaron su reconocimiento. La condesa de Chagny -de soltera Moerogis de la Martyniére- había muerto al dar a luz a Raoul, nacido veinte años después que su hermano mayor. Cuando el viejo conde murió, Raoul tenía doce años. Philippe se ocupó activamente de la educación.
    del niño. Fue auxiliado en esta labor, de forma admirable, por sus hermanas primero y luego por una anciana tía, viuda de marino, que vivía en Brest, y que inició al joven Raoul en el gusto por las cosas de la mar. El joven entró en la tripulación del Borda, salió entre los primeros números y realizó tranquilamente su vuelta al mundo. Gracias a poderosas influencias, acababa de ser designado para formar parte de la expedición oficial del Réquin, que tenía la misión de buscar en los hielos polares a los supervivientes de la expedición del Artois, del que no se tenían noticias desde hacía tres años. Mientras tanto, disfrutaba de un largo permiso de seis meses, y las viudas ricas del noble barrio, viendo a este hermoso joven, que parecía tan frágil, le compadecían ya de los rudos trabajos que le esperaban. La timidez de este marino, casi estoy tentado de decir su inocencia, era notable. Parecía haber salido el día anterior de las faldas de sus hermanas. De hecho, mimado por ellas y por su anciana tía, había conservado de esta educación puramente femenina unos modales casi cándidos, huellas de un encanto que hasta entonces nada había podido empañar. En esa época tenía poco más de veintiún años y aparentaba dieciocho. Llevaba un bigotito rubio, tenía los ojos azules y una tez de niña. Philippe consentía mucho a Raoul. En principio, se sentía muy orgulloso de él y preveía con gozo una carrera gloriosa para su hermano menor en la misma marina donde uno de sus antepasados, el famoso Chagny de la Roche, había ostentado el rango de almirante. Aprovechaba los permisos del joven para enseñarle París, al que éste casi desconocía en todo lo que esa ciudad puede ofrecer de alegría lujosa y placer artístico. El conde consideraba que a la edad de Raoul una excesiva prudencia no es muy recomendable. Philippe tenía un carácter muy bien equilibrado, ponderado tanto en sus trabajos como en sus placeres, siempre de modales perfectos, y era incapaz de dar a su hermano un mal ejemplo. Lo llevó con él a todas partes. Le dio a conocer incluso el foyer de la danza. Sé de sobra que se decía que el conde tenía «buenísimas relaciones» con la Sorelli. Pero, ¿acaso podía considerarse un crimen que un joven, que se había mantenido soltero y que por lo tanto disponía de mucho tiempo, especialmente desde que sus hermanas se habían establecido, viniera a pasar una o dos horas después de cenar en compañía de una bailarina que, evidentemente, no era excesivamente espiritual, pero que tenía los ojos más bellos del mundo? Además, hay sitios donde un verdadero parisino, cuando posee el título de conde de Chagny, debe hacerse ver, y en esta época, el foyer de la danza de la ópera era uno de estos sitios. Además, quizá Philippe no hubiera llevado a su hermano a los bastidores de la Academia Nacional de música si éste no hubiera sido el primero en pedírselo en varias ocasiones, con una dulce obstinación de la que el conde debía acordarse más tarde. Philippe, después de haber aplaudido aquella noche a la Daaé, se había vuelto hacia Raoul y lo había visto tan pálido que se había asustado. -¿No ve usted que esta mujer se encuentra mal? -había dicho Raoul. En efecto, en el escenario tuvieron que sostener a Christine Daaé. -Eres tú el que va a desmayarse... -dijo el conde inclinándose hacia Raoul-. ¿Qué te pasa? Pero Raoul ya se había puesto en pie. -Vamos -dijo con voz temblorosa. -¿Adónde quieres ir, Raoul? -preguntó el conde, asombrado del estado en que se encontraba su hermano menor.

    9Como veremos más adelante, Siebel es el novio de Margarita en la ópera Fausto, de Gounod, per-sonaje que solía ser interpretado por una soprano o mezzosoprano trasvestida.
     
  9. clause

    clause Claudia

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    III. RESTITUCIÓN

    ¿Encontrará la ciencia las almas de los muertos
    un día, y a la angustia y el llanto que los van
    buscando, del Enigma por los limbos inciertos,
    responderá la boca del abismo: "Aquí están"?

    ¿Descubriremos ondas etéreas que transmitan
    a los desaparecidos la voz de nuestro amor,
    y habrá para lo que ellos decirnos necesitan
    algún maravilloso y oculto receptor?

    ¡Oh milagro, tu sola perspectiva nos pasma!
    Pero ¿qué hay imposible para la voluntad
    del hombre, que a su antojo tenaz todo lo plasma?
    ¡Ante el imperativo del genio, mi fantasma
    tendrás que devolverme por fuerza, Eternidad!


    3 de enero de 1914
    Amado Nervo
     
  10. clause

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    EL DESCENSO

    Sí, esta tarde no es imajen,
    las nubes son rosas, sí,
    las rosas son vida, sí.

    Esta tarde tú eres tú,
    no es nube el amor en mí,
    es vida la rosa en mí.


    Juan Ramón Jiménez
     
  11. clause

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    DEFENSA DE LA ALEGRÍA

    a trini





    Defender la alegría como una trinchera
    defenderla del escándalo y la rutina
    de la miseria y los miserables
    de las ausencias transitorias
    y las definitivas

    defender la alegría como un principio
    defenderla del pasmo y las pesadillas
    de los neutrales y de los neutrones
    de las dulces infamias
    y los graves diagnósticos

    defender la alegría como una bandera
    defenderla del rayo y la melancolía
    de los ingenuos y de los canallas
    de la retórica y los paros cardiacos
    de las endemias y las academias

    defender la alegría como un destino
    defenderla del fuego y de los bomberos
    de los suicidas y los homicidas
    de las vacaciones y del agobio
    de la obligación de estar alegres

    defender la alegría como una certeza
    defenderla del óxido y la roña
    de la famosa pátina del tiempo
    del relente y del oportunismo
    de los proxenetas de la risa

    defender la alegría como un derecho
    defenderla de dios y del invierno
    de las mayúsculas y de la muerte
    de los apellidos y las lástimas
    del azar
    y también de la alegría

    [​IMG]
    Mario Benedetti


     
  12. clause

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    Re: ... de poetas, cuentos y leyendas

    Con su ritual de acero
    sus grandes chimeneas
    sus sabios clandestinos
    su canto de sirenas
    sus cielos de neón
    sus ventanas navideñas
    su culto a dios padre
    y de las charreteras
    con sus llaves del reino
    el norte es el que ordena
    pero aquí abajo abajo
    el hambre disponible
    recorre el fruto amargo
    de lo que otros deciden
    mientras que el tiempo pasa
    y pasan los desfiles
    y se hacen otras cosas
    que el norte no prohíbe
    con su esperanza dura
    el sur también existe

    con sus predicadores
    sus gases que envenenan
    su escuela de chicago
    sus dueños de la tierra
    con sus trapos de lujo
    y su pobre osamenta
    sus defensas gastadas
    sus gastos de defensa
    son su gesta invasora
    el norte es el que ordena

    pero aquí abajo abajo
    cada uno en su escondite
    hay hombres y mujeres
    que saben a qué asirse
    aprovechando el sol
    y también los eclipses
    apartando lo inútil
    y usando lo que sirve
    con su fe veterana
    el sur también existe

    con su corno francés
    y su academia sueca
    su salsa americana
    y sus llaves inglesas
    con todos sus misiles
    y sus enciclopedias
    su guerra de galaxias
    y su saña opulenta
    con todos sus laureles
    el norte es el que ordena

    pero aquí abajo abajo
    cerca de las raíces
    es donde la memoria
    ningún recuerdo omite
    y hay quienes se desmueren
    y hay quienes se desviven
    y así entre todos logran
    lo que era un imposible
    que todo el mundo sepa
    que el sur también existe.



    [​IMG]
    Mario Benedetti


     
  13. clause

    clause Claudia

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    El Fantasma de la Opera

    Gastón Leroux Librodot

    ¡Vayamos a ver qué pasa! ¡Es la primera vez que canta así! El conde observó con curiosidad a su hermano y una ligera sonrisa se dibujó en la comisura de sus labios. - ¡Bah! -y añadió enseguida-: ¡Vamos, vamos! Parecía estar encantado. En seguida se encontraron en la entrada de los abonados, que estaba abarrotada. A la espera de poder entrar en el escenario, Raoul desgarraba sus guantes con un gesto inconsciente. Philippe, que era comprensivo, no se burló de su impaciencia. Pero ya estaba resignado. Ahora sabía por qué Raoul estaba distraído cuando le hablaba y también por qué parecía sentir un vivo placer encauzando todas las conversaciones hacia la Opera. Penetraron en el escenario. Una masa de fracs se dirigía apresuradamente hacia el foyer de la danza o hacia los camerinos de los artistas. A los gritos de tramoyistas se mezclaban las alocuciones vehementes de los jefes de servicio. Los figurantes del último cuadro que abandonan el escenario, los «viejos verdes» que empujan, un bastidor que pasa, un decorado que baja del telar, un practicable10que sujetan a martillazos, el eterno «sitio del teatro» que resuena en los oídos como la amenaza de alguna catástrofe nueva para vuestra chistera o de una sólida carga contra vuestros riñones: tal es el acontecimiento habi-tual de los entreactos y que nunca deja de turbar a un novato como el joven del bigotito rubio, de ojos azules y tez de niña que atravesaba, todo lo rápido que la aglomeración se lo permitía, el escenario en el que Christine Daaé acababa de triunfar y bajo el que Joseph Buquet acababa de morir. La confusión no había sido nunca tan completa como en esta noche, pero Raoul no había sido nunca menos tímido. Apartaba con el hombro vigoroso todos los obstáculos, sin ocuparse de lo que se decía a su alrededor, sin intentar atender a las palabras asustadas de los tramoyistas. Tan sólo le preocupaba el deseo de ver a aquélla cuya voz mágica le había arrancado el corazón. Sí, sentía claramente que su pobre corazón aún nuevo ya no le pertenecía. Había intentado defenderlo desde el día en que Christine, a la que conocía de pequeña, había reaparecido ante él. Sintió en su presencia una emoción muy dulce a la que quiso rechazar mediante la reflexión, ya que se había hecho el juramento, tanto sé respetaba a sí mismo y a su fe, de que no amaría más que a la que fuera su mujer, y ni por un momento podía imaginar en casarse con una cantante. Pero he aquí que a la dulce emoción había seguido una sensación atroz. ¿Sensación? ¿Sentimiento? Había en ello algo físico y algo moral. El pecho le dolía como si se lo hubieran abierto para arrancarle el corazón. ¡Sentía allí un hueco horrible, un vacío real que jamás podría ser rellenado más que por el corazón de ella! Estos son acontecimientos de una psicología particular que, parece ser, no pueden ser comprendidos más que por los que han sido heridos, en el amor, por un golpe extraño, llamado en el lenguaje común, «un flechazo». El conde Philippe tenía dificultad en seguirlo. Y continuaba sonriendo. Al fondo del escenario, pasada la puerta doble que se abre a los escalones que conducen al foyer y a los que conducen a los palcos de la izquierda de la planta baja, Raoul hubo de detenerse ante la pequeña tropa de «ratas» que, recién bajadas de su granero, obstruían el pasillo por el que pretendía introducirse. Más de un comentario burlón fue pronunciado por pequeños labios pintados, a los que él no respondió. Por
    fin consiguió pasar y se sumergió en la oscuridad de un corredor invadido por el estruendo de las exclamaciones que proferían los admiradores entusiastas. Un nombre ahogaba todos los rumores: ¡Daaé, Daaé! El conde, detrás de Raoul, se decía: «El muy bribón sabe el camino», y se preguntaba cómo lo había aprendido. Él nunca lo había llevado al camerino de Christine. Había que suponer por lo tanto que éste había ido solo mientras el conde se quedaba charlando en el foyer con la Sorelli, ya que a menudo ella le rogaba que permaneciera a su lado hasta el momento de salir a escena, y quien a veces tenía la manía tiránica de dejarle al cuidado de las pequeñas polainas con que bajaba de su camerino y con las que garantizaba el lustre de sus zapatillas de raso y la limpieza de la maillot color carne. La Sorelli tenía una excusa: había perdido a su madre. El conde. retrasando la visita que debía hacer a la Sorelli, seguía pues la galería que conducía al camerino de la Daaé y comprobaba que aquel corredor nunca había sido tan frecuentado como aquella noche en la que todo el teatro parecía trastornado por el éxito de la artista, y también por su desvanecimiento. Pues la hermosa niña aún no se había recuperado y habían ido a buscar al médico del teatro, que llegó entretanto empujando a los grupos de gente y seguido por Raoul, que le pisaba los talones. De este modo, el médico y el enamorado se encontraron al mismo tiempo al lado de Christine, que recibió del uno los primeros cuidados y abrió los ojos en brazos del otro. El conde se había quedado, con otros muchos, en el umbral de la puerta, ante la cual se ahogaba. -¿No cree, doctor, que estos señores deberían «desalojar» el camerino? -preguntó Raoul con audacia increíble-. No se puede respirar aquí dentro. -Tiene usted toda la razón -afirmó el doctor, y despachó a todos, excepción hecha de Raoul y de la doncella. Esta contemplaba a Raoul con los ojos agrandados por el más sincero de los asombros. Jamás lo había visto. Sin embargo, no se atrevió a interrogarlo. Y el doctor pensó que si el joven actuaba así era, evidentemente, porque tenía derecho a hacerlo. De tal forma que el vizconde permaneció en el camerino presenciando cómo la Daaé volvía a la vida, mientras los dos directores, Debienne y Poligny, que habían acudido para expresar su admiración a su pupila, se veían rechazados al pasillo, con sus trajes oscuros. El conde de Chagny, echado al corredor como los demás, se reía a carcajadas. -¡Ah, el muy bribón! ¡El muy bribón! Y añadía para sí: «Para que te fíes de esos jovenzuelos que adoptan aires de niñitas». Estaba radiante. -Es un Chagny -concluyó, y se encaminó al camerino de la Sorelli; pero ésta bajaba hacia el foyer con su pequeño rebaño que temblaba de miedo, y el conde la encontró en el camino, como ya se ha dicho. En el camerino, Christine Daaé había dejado escapar un profundo suspiro al cual respondió un gemido. Volvió la cabeza, vio a Raoul y se estremeció. Miró al doctor, al que sonrió, después a su criada y por último a Raoul. -¡Señor! -preguntó a este último con una voz que era tan sólo un suspiro-. ¿Quién es usted?

    10Accesorio teatral que no es un simple decorado, sino que puede usarse, como una puerta o una ventana
     
  14. clause

    clause Claudia

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    Re: ... de poetas, cuentos y leyendas

    ya la puse pero a veces releer es bueno!
    LA POESÍA ES UN ARMA CARGADA DE FUTURO - Gabriel Celaya



    Poesía para el pobre, poesía necesaria
    como el pan de cada día

    como el aire que exigimos trece veces por minuto

    para ser, y en tanto somos, dar un "sí" que glorifica.

    Porque vivimos a golpes, porque apenas si nos dejan

    decir que somos quien somos,

    la poesía no puede ser sin pecado un adorno.

    Estamos tocando fondo.

    Maldigo la poesía concebida como un lujo

    cultural por los neutrales

    que, lavándose las manos, se desentienden y evaden.

    Maldigo la poesía de quien no toma partido hasta mancharse.

    Hago mías las faltas. Siento en mí a cuantos sufren

    y canto respirando.

    Canto y canto, y cantando más allá de mis penas

    personales, me ensancho.

     
  15. clause

    clause Claudia

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    Re: ... de poetas, cuentos y leyendas

    El Fantasma de la Opera
    Gastón Leroux


    -Señorita -respondió el joven, al tiempo que se arrodillaba y depositaba un beso en la mano de la diva-, señorita, soy el niño que fue a recoger su chal del mar. Christine volvió a mirar al doctor y a la doncella, y los tres se echaron a reír. Raoul se levantó muy sonrojado. -Señorita, ya que le place no reconocerme, quisiera decirle algo en privado, algo muy importante. -Cuando me encuentre mejor, ¿no le parece bien, señor?... -y su voz temblaba-. Es usted muy amable... -Pero es necesario que se vaya... -añadió el doctor con su mejor sonrisa-. Déjeme usted atender a la señorita. -¡No estoy enferma! -exclamó Christine de repente con una energía tan extraña como inesperada. Y se levantó, pasándose una mano por los párpados con gesto rápido. -¡Se lo agradezco mucho, doctor!... Necesito estar sola... Váyanse todos, por favor..., déjenme... Estoy muy nerviosa esta noche.. El médico quiso oponer algunos argumentos, pero ante la agitación de la joven estimó que el mejor remedio para su estado era no contradecirla. Y salió junto con Raoul, quien se encontró en el pasillo completamente desamparado. El doctor le dijo: -No la reconozco esta noche... normalmente es tan dulce... Y lo dejó allí. Raoul le quedó solo. Toda aquella parte del teatro se encontraba ahora desierta. La ceremonia de despedida debía haber empezado en el foyer de la ópera. Raoul pensó que quizá la Daaé iría y esperó sumido en la soledad y el silencio. Incluso se escondió en la sombra propicia del quicio de una puerta. Seguía teniendo aquel horrible dolor en el corazón. Y era de eso de lo que quería hablarle a la Daaé sin demora. De repente, el camerino se abrió y vio a la criada que salía completamente sola, llevando unos paquetes. Se interpuso en su camino y le pidió noticias de su ama. Ella le contestó riendo que se encontraba bien, pero que no debía molestarla puesto que quería estar sola. Y se escapó. Una idea atravesó el cerebro abrasado de Raoul. ¡Evidentemente, la Daaé quería estar sola para él...! ¿Acaso no le había dicho que quería conversar en privado? Esta era la razón por la que había despedido a los demás. Respirando con dificultad, se acercó al camerino y, con la oreja pegada a la puerta para escuchar lo que iban a contestarle, se dispuso a llamar. Pero su mano se detuvo. Acababa de percibir, en el camerino, una voz de hombre que decía con entonación particularmente autoritaria: -¡Christine, es preciso que me ames! Y la voz de Christine, dolorida, que se adivinaba entrecortada por las lágrimas, una voz temblorosa, respondía: -¿Cómo puede decirme esto? ¡A mí, que no canto más que para usted! Raoul se apoyó en un panel, tal fue su sufrimiento. El corazón, al que creía haber perdido para siempre, había vuelto a su pecho y latía con estruendo. El corredor entero retumbaba y los oídos de Raoul estaban como aturdidos. Seguramente, si su corazón seguía haciendo tanto ruido, iban a oírlo, iban a abrir la puerta y el joven sería vergonzosamente expulsado. ¡Qué papel para un Chagny! ¡Escuchar detrás de una puerta! Se apretó el corazón con ambas manos para hacerlo callar. Pero un corazón no es el hocico de un perro e, incluso sujetándolo el morro a un perro que ladra sin parar, siempre se le oye gruñir. La voz del hombre prosiguió: -Debes estar muy cansada