Re: ... de poetas, cuentos y leyendas VIENTO DE NOCHE El viento es un can sin dueño, que lame la noche inmensa. La noche no tiene sueño. Y el hombre, entre sueños, piensa. Y el hombre sueña, dormido, que el viento es un can sin dueño, que aúlla a sus pies tendido para lamerle el ensueño. Y aun no ha sonado la hora. La noche no tiene sueño: ¡alerta, la veladora! Dámaso Alonso
Re: ... de poetas, cuentos y leyendas LOS CONTADORES DE ESTRELLAS Yo estoy cansado. Miro esta ciudad -una ciudad cualquiera- donde ha veinte años vivo. Todo está igual. Un niño inútilmente cuenta las estrellas en el balcón vecino. Yo me pongo también... Pero él va más deprisa: no consigo alcanzarle: Una, dos, tres, cuatro, cinco... No consigo alcanzarle: Una, dos... tres... cuatro... Dámaso Alonso
Re: ... de poetas, cuentos y leyendas Sobre la libertad humana Qué hermosa eres, libertad. No hay nada que te contraste. ¿Qué? Dadme tormento. Más brilla y en más puro firmamento libertad en tormento acrisolada. ¿Que no grite? ¿Mordaza hay preparada? Venid: amordazad mi pensamiento. Grito no es vibración de ondas al viento: grito es conciencia de hombre sublevada. Qué hermosa eres, libertad. Dios mismo te vio lucir, ante el primer abismo sobre su pecho, solitaria estrella. Una chispita del volcán ardiente tomó en su mano. Y te prendió en mi frente, libre llama de Dios, libertad bella. Dámaso Alonso
Re: ... de poetas, cuentos y leyendas El Fantasma de la Opera Gastón Leroux Librodot -Oh! Esta noche le he entregado mi alma y estoy muerta. -Tu alma es extraordinariamente bella, hija mía -siguió diciendo la voz grave del hombre-, y te lo agradezco. No hubo emperador que recibiera un regalo como éste. ¡Esta noche han llorado los ángeles! Después de estas palabras, esta noche han llorado los ángeles, el conde ya no oyó más. Sin embargo, no se fue. Como temía ser sorprendido, se ocultó en un rincón sombrío decidido a esperar a que el hombre abandonase el camerino. En un mismo instante acababa de conocer el amor y el odio. Sabía a quién amaba. Quería saber a quién odiaba. Ante su gran estupor de su parte, la puerta se abrió y Chrisfine Daaé, envuelta en pieles y escondido el rostro bajo un encaje, salió sola. Cerró la puerta, pero Raoul observó que no la cerraba con llave. Pasó ante él, quien ni siquiera la siguió con los ojos puesto que los tenía fijos en la puerta, que no se volvía a abrir. Entonces, al ver que el corredor estaba de nuevo desierto, lo cruzó. Abrió la puerta del camerino y la cerró inmediatamente detrás de él. Se encontraba en la más absoluta oscuridad. Habían apagado el gas. -¿Hay alguien aquí?-dijo Raoul con voz vibrante-. ¿Por qué se esconde? Y al decir esto, seguía apoyado en la puerta cerrada. Oscuridad y silencio. Raoul no oía más que el ruido de su propia respiración. Seguramente no se daba cuenta de que la indiscreción de su conducta sobrepasaba todo lo imaginable. -¡Sólo saldrá usted de aquí cuando yo lo permita! -exclamó el joven-. ¡Si no me contesta, es usted un cobarde! ¡Pero yo sabré dar con usted! Y encendió una cerilla. La llama iluminó el lugar. ¡No había nadie en el camerino! Raoul, después de cerrar cuidadosamente la puerta con llave, encendió los globos y las lámparas. Penetró en el tocador, abrió los armarios, buscó, tanteó con sus manos húmedas las paredes. ¡Nada! -¡Ah! ¿Es que me estoy volviendo loco? -dijo en voz alta. Permaneció así diez minutos escuchando el silbido del gas en medio de la paz del camerino abandonado: enamorado como estaba, ni siquiera pensó en llevarse una cinta que le hubiera reconfortado con el perfume de su amada. Salió sin saber qué hacía ni adónde iba. En un momento de su incoherente deambular, un aire frío le golpeó en la cara. Se encontraba al final de una estrecha escalera por la que bajaba detrás de él un cortejo de obreros inclinados sobre una especie de camilla que recubría un paño blanco. -¿La salida, por favor? -preguntó a uno de ellos. -¡La está viendo! Delante de usted -le contestaron-. La puerta está abierta, pero déjenos pasar. Preguntó maquinalmente, señalando la camilla. -¿Qué es eso? El obrero respondió: -Esto es Joseph Buquet, al que se ha encontrado ahorcado en el tercer sótano, entre un bastidor y un decorado de El rey de Labore. Se hizo a un lado ante el cortejo, saludó y salió.
Re: ... de poetas, cuentos y leyendas TERCERA PALINODIA: DETRÁS DE LO GRIS Ah, yo quiero vivir dentro del orden general de tu mundo. Necesito vivir entre los hombres. Veo un árbol: sus brazos ya en angustia o ya en delicia lánguida proclaman su verdad: su alma de árbol se expresa, irreductiblemente única. Pero el hombre que pasa junto a mí el hombre moderno con sus radios, con sus quinielas, con sus películas sonoras con sus automóviles de suntuosa hojalata o con sus tristes vitaminas, mudo tras su etiqueta que dice «comunismo» o «democracia» dice, con apagados ojos y un alma de ceniza ¿que es?, ¿quién es? ¿Es una mancha gris, un monstruo gris? Monstruo gris, gris profundo, profundamente oculta sus amores, sus odios, gris en su casa, gris en su juego, en su trabajo, gris, hombre gris, de gris alma. Yo quiero, necesito, mirarle allá a la hondura de los ojos, conocerle, arrancarle su careta de cemento, buscarle por detrás de sus tristes rutinas. Por debajo de sus fórmulas de lorito real (¡Pase usted! ¡Tanto gusto!), aventarle sus tumbas de ceniza huracanarle su cloroformo diario. Un día llegará en que lo gris se rompa, y tus bandos resuenen arcangéíicos, oh gran Dios. Dime, Dios mío, que tu amor refulge detrás de la ceniza. Dame ojos que penetren tras lo gris la verdad de las almas, la hermosa desnudez de tu imagen: el hombre. Dámaso Alonso
Re: ... de poetas, cuentos y leyendas El Fantasma de la Opera Gastón Leroux Librodot III DONDE, POR PRIMERA VEZ, LOS SEÑORES DEBIENNE Y POLIGNY DAN EN SECRETO A LOS NUEVOS DIRECTORES DE LA ÓPERA, LOS SEÑORES ARMAND MONCHARMIN Y FIRMIN RICHARD, LA VERDADERA Y MISTERIOSA RAZÓN DE SU MARCHA DE LA ACADEMIA NACIONAL DE MÚSICA Mientras tanto proseguía la ceremonia de la despedida. Ya he dicho anteriormente que esta magnífica fiesta se daba, con ocasión de su marcha de la ópera, en honor a los señores Debienne y Poligny, que habían querido morir, como decimos hoy, a lo grande. Habían sido ayudados en la realización de este programa ideal y fúnebre por todos aquellos que, por aquel entonces, desempeñaban un papel en la sociedad y las artes de París. Toda esta gente se había reunido en el foyer de la ópera donde la Sorelli esperaba, con una copa de champán en la mano y un breve discurso preparado en la punta de la lengua, a los directores dimisionarios. Tras ella, sus jóvenes y viejas compañeras del cuerpo de ballet se apretujaban, conversando en voz baja de los acontecimientos del día, y otras haciendo discretas señales de complicidad a sus amigos que en tropel parlanchín rodeaban ya el bufé que había sido levantado sobre el suelo en pendiente, entre la danza guerrera y la danza campestre del señor Boulenger. Algunas bailarinas se habían vestido ya con sus ropas de calle; la mayoría llevaba aún sus faldas de gasa ligera; pero todas habían creído su deber adoptar un tono de circunstancia. Tan sólo la pequeña Jammes, cuyas quince primaveras parecían haber olvidado, en su despreocupación -feliz edad- al fantasma y la muerte de Joseph Buquet, no cesaba de cacarear, de cuchichear, de saltar, de hacer diabluras, hasta el punto de que, al aparecer los señores Debienne y Poligny en las escalinatas del salón, fue severamente llamada al orden por la Sorelli, que estaba impaciente. Todo el mundo comprobó que los directores dimisionarios parecían alegres, lo que en provincias no hubiera parecido natural a nadie, pero que en París se consideró de muy buen gusto. Aquel que no haya aprendido a ocultar su tristeza bajo una máscara de alegría y a simular algo de tristeza, aburrimiento o indiferencia ante su íntima alegría, no será nunca un parisino. Si sabéis que uno de vuestros amigos está preocupado, no intentéis consolarle; os dirá que ya lo está. Pero, sí le ha sucedido algo agradable, guardaos de felicitarle por ello; encuentra tan natural su buena suerte que se extrañaría de que se hable de ella. En París se vive siempre en un baile de máscaras, y no es en el foyer de la Opera, donde personajes tan «enterados» como los señores Debienne y Poligny hubieran cometido el error de mostrar su tristeza, que era real. Comenzaban ya a sonreír a la Sorelli, que empezaba a despachar su discurso de compromiso, cuando una exclamación de aquella loquilla de Jammes vino a truncar lasonrisa de los señores directores de una forma tan brutal que la expresión de desolación y de espanto que se escondía en ellos apareció ante los ojos de todos: -¡El fantasma de la ópera! Jammes había soltado esta frase con un tono de indecible terror y su dedo señalaba entre la muchedumbre de fracs a un rostro tan pálido, tan lúgubre y tan espantoso, con los tres agujeros negros de los arcos superficiales tan profundos, que aquella calavera así señalada obtuvo de inmediato un éxito loco. -¡El fantasma de la Opera! ¡El fantasma de la Opera! La gente reía, se empujaba y quería ofrecer de beber al fantasma de la Ópera; ¡pero había desaparecido! Se había deslizado entre los asistentes y lo buscaron en vano, mientras dos ancianos señores intentaban calmar a la pequeña Jammes y la pequeña Giry lanzaba gritos de pavo real. La Sorelli estaba furiosa: no había podido terminar su discurso. Los señores Debienne y Poligny la habían abrazado, agradecido y habían escapado tan aprisa como el mismo fantasma. Nadie se extrañó, puesto que se sabía que debían asistir a una ceremonia similar en el piso superior, en el foyer del canto, y que finalmente sus amigos íntimos serían recibidos por última vez en el gran vestíbulo del despacho de dirección, en donde les aguardaba una cena. Aquí es donde volvemos a encontrarlos, junto con los nuevos directores, los señores Armand Moncharmin y Firmin Richard. Los primeros apenas conocían a los segundos, pero se presentaron con grandes demostraciones de amistad, y éstos les respondieron con mil cumplidos. De tal manera que aquellos invitados que habían temido una velada más aburrida se mostraron en seguida muy risueños. La cena fue casi alegre y, llegado el momento de los brindis, el señor comisario del gobierno fue tan extraordinariamente hábil, mezclando la gloria del pasado con los éxitos del futuro, que la mayor cordialidad reinó en seguida entre los convidados. La transmisión de los poderes de dirección se habían efectuado la víspera de la forma mas simple posible, y los asuntos que quedaban por arreglar entre la antigua y la nueva dirección habían sido solucionados bajo la presidencia del comisario del gobierno con tal deseo de entendimiento por ambas partes que realmente no podía resultar extraño, en esta velada memorable, encontrar cuatro caras de directores tan sonrientes. Los señores Debienne y Poligny habían entregado ya las dos llaves minúsculas, las llaves maestras que franqueaban las múltiples puertas de la Academia Nacional de Música -varios miles de puertas-, a los señores Armand Moncharmin y Firmin Richard. Las llavecitas, objeto de la curiosidad general, pasaban con presteza de mano en mano, cuando la atención de algunos fue atraída al descubrir de pronto, en el extremo de la mesa, aquella extraña, pálida y cadavérica figura de ojos hundidos que ya había aparecido en el foyer de la danza y que había sido interpelada por la pequeña Jammes como «¡El fantasma de la ópera!» Se encontraba allí como el más normal de los convidados, salvo que no comía ni bebía. Los que habían comenzado a mirarlo sonriendo, habían acabado por volver la cabeza, hasta tal punto la visión de aquel individuo llenaba inmediatamente el espíritu de los pensamientos más fúnebres. Ninguno volvió a hacer las bromas del foyer, ninguno gritó: «¡El fantasma de la ópera!»
Re: ... de poetas, cuentos y leyendas MADRIGAL DE LAS ONCE Desnudas han caído las once campanadas. Picotean la sombra de los árboles las gallinas pintadas y un enjambre de abejas va rezumbando encima. La mañana ha roto su collar desde la torre. En los troncos, se rascan las cigarras. Por detrás de la verja del jardín, resbala, quieta, tu sombrilla blanca. Dámaso Alonso, 1921
Re: ... de poetas, cuentos y leyendas Santoral agreste ¿Quién rompió las doradas vidrieras del crepúsculo? ¡Oh cielo descubierto, del montes, mares, viento, parameras y un santoral del par en par abierto! Tres arcángeles van por las praderas con la Virgen marina al blanco puerto del pescado; ayunando, entre las fieras, se disecan los Padres del desierto. El santo Labrador peina la tierra; Santa Cecilia pulsa los pinares, y el perro de San Roque, por el río, corre tras la paloma de la sierra, para glorificarla en los altares, bajo la luz de este soneto mío. Rafael Alberti
Re: ... de poetas, cuentos y leyendas El Fantasma de la OperaGastón Leroux Librodot Él no había pronunciado una sola palabra y ni sus mismos vecinos hubieran podido decir el momento preciso en que había venido a sentarse allí, pero cada uno pensó que los muertos, que vienen a veces a sentarse a la mesa de los vivos, no podían tener un aspecto más macabro. Los amigos de los señores Firmin Richard y Armand Moncharmin creyeron que este invitado descarnado era un íntimo de lo señores Debienne y Poligny, mientras que los amigos de Debienne y Poligny pensaron que aquel cadáver pertenecía a la clientela de los señores Richard y Moncharmin. De tal modo que ningún requerimiento de explicación, ninguna reflexión desagradable, ningún comentario de mal gusto amenazó ofender a aquel huésped de ultratumba. Algunos invitados, que estaban al corriente de la leyenda del fantasma y que conocían la descripción que había dado el jefe de los tramoyistas -ignoraban la muerte de Joseph Buquet-, creían en el fondo que el hombre que estaba en el extremo de la mesa habría podido pasar perfectamente por la viva imagen del personaje creado, según ellos, por la incorregible superstición del personal de la Opera. Sin embargo, según la leyenda, el fantasma carecía de nariz, y este personaje la tenía; pero el señor Moncharmin afirma en sus Memorias que la nariz del convidado era transparente. «Su nariz -dice- era larga, fina y transparente», y yo añadiría que podía tratarse de una nariz postiza. El señor Moncharmin pudo tomar por transparencia lo que no era más que brillo. Todo el mundo sabe que la ciencia fabrica falsas admirables narices postizas para aquellos que se han visto privados de ella por la naturaleza o por alguna operación. ¿Habría venido, de hecho, el fantasma a sentarse aquella noche en el banquete de los directores sin haber sido invitado? ¿Podemos asegurar que esta presencia era la del fantasma de la Ópera mismo? ¿Quién se atrevería a decirlo? Si hablo aquí de este incidente, no es porque pretenda ni por un segundo hacer creer o intentar hacer creer al lector que el fantasma hubiera sido capaz de audacia tan sober-bia, sino porque, en definitiva, la cosa es muy posible. Y esta es, al parecer, razón suficiente. El señor Armand Moncharmin, siempre en sus Memorias, dice textualmente: Capitulo XI: «Cuando pienso en aquella primera velada, me es imposible deslindar la confidencia que nos hicieron los señores Debienne y Poligny en su despacho de la presencia en la cena de aquel fantasmático personaje al que ninguno de nosotros conocía». Esto es lo que pasó exactamente: Los señores Debienne y Poligny, situados en el centro de la mesa, no habían visto aún al hombre de la calavera, cuando de repente éste comenzó a hablar. -Las «ratas» tienen razón -dijo-. La muerte del pobre Buquet no es quizá tan natural como parece. Debienne y Poligny se sobresaltaron. -¿Buquet ha muerto? -exclamaron. -Sí -respondió tranquilamente el hombre o la sombra de hombre-. Le han encontrado ahorcado esta noche en el tercer sótano, entre un portante y un decorado de El rey de Lahore. Los dos directores, o mejor ex-directores, se levantaron instantáneamente mirando fijamente a su interlocutor. Estaban más alterados de lo que cabía, es decir más de lo que cabe estarlo por la noticia del ahorcamiento de un jefe de tramoyistas. Se miraron entre sí. Se habían puesto más blancos que el mantel. Finalmente, Debienne hizo una señal a los señores Richard y Moncharmin: Poligny pronunció algunas palabras de excusa dirigidas a los invitados, y los cuatro pasaron al despacho de los directores. Cedo la palabra al señor Moncharmin
Re: ... de poetas, cuentos y leyendas EL LIMONERO LÁNGUIDO SUSPENDE El limonero lánguido suspende una pálida rama polvorienta sobre el encanto de la fuente limpia, y allá en el fondo sueñan los frutos de oro... Es una trade clara, casi de primavera; tibia tarde de marzo, que al hálito de abril cercano lleva; y estoy solo, en el patio silencioso, buscando una ilusiòn cándida y vieja: alguna sombra sobre el blanco muro, algún recuerdo, en el pretil de piedra de la fuente dormido, o, en el aire, algún vagar de túnica ligera. En el ambiente de la tarde flota ese aroma de ausencia que dice al alma luminosa: nunca, y al corazòn: espera. Ese aroma que evoca los fantasmas de las fragancias vírgenes y muertas. Sí, te recuerdo, tarde alegre y clara, casi de primavera, tarde sin flores, cuando me traías el buen perfume de la hierbabuena, y de la buena albahaca, que tenía mi madre en sus macetas. Que tú me viste hundir mis manos puras en el agua serena, para alcanzar los frutos encantados que hoy en el fondo de la fuente sueñan... Sí, te conozco, tarde alegre y clara, casi de primavera. Antonio Machado
Re: ... de poetas, cuentos y leyendas PREPARATIVOS DE VIAJE Unos se van quedando estupefactos, mirando sin avidez, estúpidamente, más allá, cada vez más allá, hacia la otra ladera otros voltean la cabeza a un lado y otro lado, sí, la pobre cabeza, aún no vencida, casi con gesto de dominio, como si no quisieran perder la última página de un libro de aventuras, casi con gesto de desprecio cual si quisieran volver con despectiva indiferencia las espaldas a una cosa apenas si entrevista, mas que no va con ellos. Hay algunos que agitan con angustia los brazos por fuera del embozo, cual si en torno a sus sienes espantaran tozudos moscardones azules o cual si bracearan en un agua densa, poblada de invisibles medusas. Otros maldicen a Dios, escupen al Dios que los hizo y las cuerdas heridas de sus chillidos acres atraviesan como una pesadilla las salas insomnes del hospital, hacen oscilar como viento sutil las alas de las tocas y cortan el torpe vaho del cloroformo. Algunos llaman con débil voz a sus madres las pobres madres, las dulces madres entre cuyas costillas hace ya muchos años que se pudren las tablas del ataúd. Y es muy frecuente que el moribundo hable de viajes largos, de viajes por transparentes mares azules, por archipiélagos remotos, y que se quiera arrojar del lecho porque va a partir el tren, porque ya zarpa el barco. (Y entonces se les hiela el alma a aquellos que rodean al enfermo. Porque comprenden.) Y hay algunos, felices, que pasan de un sueño rosado, de un sueño dulce, tibio y dulce, al sueño largo y frío. Ay, era ese engañoso sueño, cuando la madre, el hijo, la hermana han salido con enorme emoción, sonriendo, temblando, llorando, han salido de puntillas, para decir: «¡Duerme tranquilo, parece que duerme muy bien!» Pero, no: no era eso. ... Oh sí; las madres lo saben muy bien: cada niño se duerme de una manera distinta... Pero todos, todos se quedan con los ojos abiertos. Ojos abiertos, desmesurados en el espanto último, ojos en guiño, como una soturna broma, como una mueca ante un panorama grotesco, ojos casi cerrados, que miran por fisura, por un trocito de arco, por el segmento inferior de las pupilas. No hay mirada más triste. Sí, no hay mirada más profunda ni más triste. Ah, muertos, muertos, ¿qué habéis visto en la esquinada cruel, en el terrible momento del tránsito? Ah, ¿qué habéis visto en ese instante del encontronazo con el camión gris de la muerte? No sé si cielos lejanísimos de desvaídas estrellas, de lentos cometas solitarios hacia la torpe nebulosa inicial, no sé si un infinito de nieves, donde hay un rastro de sangre, una huella de sangre inacabable, ni si el frenético color de una inmensa orquesta convulsa cuando se descuajan los orbes, ni si acaso la gran violeta que esparció por el mundo la tristeza como un largo perfume de enero, ay, no sé si habéis visto los ojos profundos, la faz impenetrable. Ah, Dios mío, Dios mío, ¿qué han visto un instante esos ojos que se quedaron abiertos? Dámaso Alonso
Re: ... de poetas, cuentos y leyendas El Fantasma de la OperaGastón Leroux Librodot «Los señores Debienne y Poligny parecían agitarse cada vez más por momentos - cuenta en sus Memorias-, y nos pareció que tenían que decirnos algo que les preocupaba mucho. Primero nos preguntaron si conocíamos al individuo que, sentado en el extremo de la mesa, les había dado a conocer la muerte de Joseph Buquet, y ante nuestra respuesta negativa, se mostraron aún más turbados. Tomaron de nuestras manos las llaves maestras, las observaron un instante, movieron la cabeza y después nos aconsejaron hacer cerraduras nuevas, en el mayor secreto, para los pisos, despachos y objetos que quisiéramos tener herméticamente cerrados. Resultaban tan ridículos al decirnos esto, que rompimos a reír preguntándoles si es que había ladrones en la Ópera. Nos respondieron que había algo peor, el fantasma. Nos echamos a reír de nuevo, persuadidos de que estaban gastándonos una broma como culminación de esta fiesta íntima. Pero, a petición suya, recuperamos nuestro "aire serio", decididos a complacerles en aquella especie de juego. Nos dijeron que jamás nos hubieran hablado del fantasma de no haber recibido la orden formal del mismo fantasma de aconsejarnos que nos mostráramos amables con él y que le acordáramos todo aquello que nos pidiera. Sin embargo, demasiado contentos de abandonar un lugar donde reinaba como amo y señor aquella sombra tiránica y de verse de pronto libres de ella, habían esperado el último momento para explicarnos tan extraña aventura, ya que con seguridad nuestros espíritus escépticos no estarían preparados para semejante revelación. Pero el anuncio de la muerte de Joseph Buquet les había recordado brutalmente que, siempre que habían desobedecido a los deseos del fantasma, algún hecho fantástico o funesto se había encargado de recordarles rápidamente el sentimiento de su dependencia. Durante estas inesperadas palabras, pronunciadas en el tono de la más secreta e importante confidencia, yo miraba a Richard. En sus tiempos de estudiante, Richard era conocido por su reputación de bromista, es decir que no ignoraba ninguna de las mil y una maneras de burlarse de los demás, y los porteros del bulevar Saint-Michel podrían contar muchas anécdotas suyas. Así pues, parecía disfrutar enormemente de la ocasión que le brindaban. No se perdía ni un detalle, a pesar de que el conjunto resultara algo macabro a causa de la muerte de Buquet. Movía la cabeza con ademán de tristeza y su aspecto, a medida que hablaban los demás, se volvía compungido como el de un hombre que lamenta amargamente todo este asunto de la Ópera, ahora que se enteraba de que había un fantasma dentro. Yo no podía hacer otra cosa que copiar servilmente esa actitud desesperada; sin embargo, a pesar de todos nuestros esfuerzos, no pudimos al fin evitar una carcajada ante las mismas narices de los señores Debienne y Poligny, quienes, al vernos pasar sin transición del estado de ánimo más sombrío a la alegría más insolente, reaccionaron como si creyeran que nos habíamos vuelto locos. Dado que la farsa se prolongaba en exceso, Richard preguntó medio en serio medio en broma: -Pero, en resumidas cuentas, ¿qué es lo que quiere ese fantasma? El señor Poligny se dirigió hacia su despacho y volvió con una copia del pliego de condiciones. El pliego de condiciones comenzaba con estas palabras: "La dirección de la ópera estará obligada a dar a las representaciones de la Academia Nacional de música el esplendor que conviene a la primera escena lírica francesa", y terminaba en el artículo 98, en los siguientes términos: "El presente privilegio podrá ser retirado: "1° Si el director contraviene a las disposiciones estipuladas en el pliego de condiciones."
Re: ... de poetas, cuentos y leyendas Del burlador, académico argamasillesco, a Sancho Panza Sancho Panza es aquéste, en cuerpo chico, pero grande en valor, ¡milagro extraño! Escudero el más simple y sin engaño que tuvo el mundo, os juro y certifico. De ser conde no estuvo en un tantico, si no se conjuraran en su daño insolencias y agravios del tacaño siglo, que aun no perdonan a un borrico. Sobre él anduvo -con perdón se miente- este manso escudero, tras el manso caballo Rocinante y tras su dueño. ¡Oh vanas esperanzas de la gente; cómo pasáis con prometer descanso, y al fin paráis en sombra, en humo, en sueño! Amadís de Gaula a don Quijote de la Mancha Tú, que imitaste la llorosa vida Que tuve ausente y desdeñado sobre El gran ribazo de la Peña Pobre, De alegre a penitencia reducida, Tú, a quien los ojos dieron la bebida De abundante licor, aunque salobre, Y alzándote la plata, estaño y cobre, Te dio la tierra en tierra la comida, Vive seguro de que eternamente, En tanto, al menos, que en la cuarta esfera, Sus caballos aguije el rubio Apolo, Tendrás claro renombre de valiente; Tu patria será en todas la primera; Tu sabi autor, al mundo único y solo. Don Bellanís de Grecia a don Quijote de la Mancha Rompí, corté, abollé, y dije y hice Más que en el orbe caballero andante; Fui diestro, fui valiente, fui arrogante; Mil agravios vengué, cien mil deshice. Hazañas di a la Fama que eternice; Fui comedido y regalado amante; Fue enano para mí todo gigante Y al duelo en cualquier punto satisfice. Tuve a mis pies postrada la Fortuna, Y trajo del copeta mi cordura A la calva Ocasión al estricote. Mas, aunque sobre el cuerno de la luna Siempre se vio encumbrada mi ventura, Tus proezas envidio, ¡oh gran Quijote! La señora Oriana a Dulcinea del Toboso ¡Oh, quién tuviera, hermosa Dulcinea, por más comodidad y más reposo, a Miraflores puesto en el Toboso, y trocara sus Londres con tu aldea! ¡Oh, quién de tus deseos y librea alma y cuerpo adornara, y del famoso caballero que hiciste venturoso mirara alguna desigual pelea! ¡Oh, quién tan castamente se escapara del señor Amadís como tú hiciste del comedido hidalgo don Quijote! Que así envidiada fuera, y no envidiara, Y fuera alegre el tiempo que fue triste, Y gozara los gustos sin escotes. Gandalín, escudero de Amadís de Gaula, a Sancho Panza, escudero de don Quijote Salve, varón famoso, a quien Fortuna, Cuando en el trato escuderil te puso, Tan blanda y cuerdamente lo dispuso, Que lo pasaste sin desgracia alguna. Ya la azada o la hoz poco repugna Al andante ejercicio; ya está en uso La llaneza escudera, con que acuso Al soberbio que intenta hollar la luna. Envidio a tu jumento y a tu nombre, Y a tus alforjas igualmente envidio, Que mostraron tu cuerda providencia. Salve otra vez, ¡oh Sancho!, tan buen hombre, Que a solo tú nuestro español Ovidio, Con buzcorona te hace reverencia. Orlando Furioso a don Quijote de la Mancha Si no eres par, tampoco le has tenido: que par pudieras ser entre mil pares; ni puede haberle donde tú te hallares, invicto vencedor, jamás vencido. Orlando soy, Quijote, que, perdido por Angélica, vi remotos mares, ofreciendo a la Fama en sus altares aquel valor que respetó el olvido. No puedo ser tu igual; que este decoro se debe a tus proezas y a tu fama, puesto que, como yo, perdiste el seso. Mas serlo has mío, si al soberbio moro y cita fiero domas, que hoy nos llama, iguales en amor con mal suceso. Miguel de Cervantes Saavedra
Re: ... de poetas, cuentos y leyendas El Fantasma de la Opera Gastón Leroux Librodot Siguen las disposiciones. -Aquella copia -dijo el señor Moncharmin- estaba escrita en tinta negra y enteramente conforme a la que nosotros poseíamos. Sin embargo, vimos que el pliego de condiciones que nos sometía el señor Poligny comportaba in fine un párrafo añadido, escrito en tinta roja con una letra insólita y atormentada, como si hubiera sido trazada a golpes de cabezas de cerillas, la letra de un niño que aún no ha cesado de hacer palotes y todavía no sabe ligar las letras. Este añadido, que alargaba de forma tan extraña el artículo 98, decía textualmente: "5° Si el director retrasa por más de quince días la mensualidad que debe al fantasma de la Ópera, mensualidad fijada hasta nueva orden en 20.000 francos, o sea, 240.000 francos al año. " El señor de Poligny, con gesto dudoso, nos mostró esta cláusula suprema, que en verdad no esperábamos. -¿Eso es todo? ¿Él no quiere nada más? -preguntó Richard con la mayor sangre fría. -Sí -replicó Poligny. Volvió a hojear el pliego de condiciones y leyó: "Art. 63. El gran proscenio, a la derecha de los primeros palcos, será reservado en todas las representaciones para el jefe del Estado. "La platea n° 20, los lunes, y el palco n° 30 del primer piso, los miércoles y viernes, estarán puestos a la disposición del ministro. "El palco número 27 del segundo piso estará reservado cada día para uso de los prefectos del Sena y de policía." Al final de este artículo, el señor Poligny nos enseñó una linea trazada con tinta roja, que había sido añadida: "El palco n° 5 del primer piso será puesto en todas las representaciones a disposición del fantasma de la Opera." Ante esta última jugada no nos quedó más remedio que levantarnos y apretar calurosamente las manos de nuestros dos predecesores, a la vez que los felicitábamos por haber ideado aquella encantadora broma que demostraba que la vieja alegría francesa seguía conservándose. Richard creyó incluso su deber añadir que ahora comprendía por qué los señores Debienne y Poligny abandonaban la dirección de la Academia Nacional de Música. No se podía trabajar con un fantasma tan exigente. -Evidentemente -replicó sin pestañear el señor Poligny-, 240.000 francos no se encuentran debajo de la herradura de un caballo. ¿Y han considerado lo que cuesta no alquilar el palco n° 5 del primer piso, reservado para el fantasma en todas las representaciones? Sin tener en cuenta que nos hemos visto obligados a reembolsar el abono. ¡Es horrible! ¡Realmente no trabajamos para mantener fantasmas!... ¡Preferimos irnos! -Sí -repitió el señor Debienne-, preferimos irnos. ¡Vámonos! Y se puso en pie. Richard dijo: -Pero, en fin, me parece que han sido ustedes demasiado condescendientes con ese fantasma. Si tuviera un fantasma tan molesto como ése, no dudaría en hacerlo detener. -Pero, ¿dónde? ¿Cómo? -exclamaron los dos en voz alta-. Jamás lo hemos visto. -¿Ni siquiera cuando va a su palco? -Jamás lo hemos visto en su palco. -Entonces, alquílenlo. -¡Alquilar el palco del fantasma de la Opera! Bien, señores, inténtenlo ustedes. Después de lo cual salimos los cuatro del despacho de dirección. Richard y yo jamás nos habíamos "reído tanto".»
Re: ... de poetas, cuentos y leyendas CANTARES ¡Ay! ¡Ay! Más cerca de mí te siento cuando más huyo de ti, pues tu imagen es en mí, es en mí, sombra de mi pensamiento, sombra de mi pensamiento. ¡Ay! Vuélvemelo a decir, vuélvemelo a decir pues embelesado ayer te escuchaba sin oír y te miraba sin ver, y te miraba sin ver. ¡Ay! Ramón de Campoamor