Re: ... de poetas, cuentos y leyendas El Fantasma de la Opera Gastón Leroux Él no contestó. Pero, ¡ay! aquellos dos días de ausencia habían roto el encanto de su dulce mentirá. Se miraron en el camerino sin decirse nada, con los ojos tristes. Raoul debía dominarse para no gritar: «¡Tengo celos! ¡Tengo celos!» Pero ella lo oía de todos modos. Entonces, le dijo: -Vamos á pasear, Raoul. El aire nos hará muy bien. Raoul creyó que iba á proponerle una excursión por el campo, lejos de aquel monumento al que .detestaba como si se tratara de una cárcel y á cuyo carcelero sentía pasearse á través de las paredes..., el carcelero Erik... Pero ella lo condujo al escenario y lo hizo sentar sobre el brocal de madera de una fuente, en la paz y el frescor dudosos de un primer decorado montado para el próximo espectáculo. Otro día paseó con él, cogiéndolo de la mano, por los caminos abandonados de un jardín cuyas plantas trepa-doras habían sido cortadas por las manos hábiles de un decorador, como si los verdaderos cielos, las verdaderas flores, la verdadera tierra le estuvieran prohibidos para siempre y estuviera condenada á no respirar otra atmósfera que la del teatro. El joven vacilaba en formularle la menor pregunta porque, al saber que ella no podía contestarle, temía hacerla sufrir inútilmente. De tanto en tanto pasaba un bombero, que vigilaba desde lejos su idilio melancólico. A veces, ella intentaba engañarse y engañarlo acerca de la belleza ficticia de aquel cuadro inventado por la fantasía de los hombres. Su imaginación siempre viva le señalaba colores siempre más deslumbrantes, hasta el punto de que la naturaleza, decía, no podía compararlos. Se exaltaba, mientras Raoul apretaba su mano febril. Ella decía: -¡Mire, Raoul, esas murallas, esos bosques, esas glorietas, esas imágenes de tela pintada, todo esto ha visto los amores más sublimes, ya que aquí han sido creados por los poetas, que superan en cien codos á los hombres vulgares! ¡Dígame, pues, que nuestro amor está bien aquí, Raoul, porque también él ha sido creado, y no es más, él también, que una ilusión! Él, desconsolado, no contestaba. -¡Nuestro amor es demasiado triste en la tierra, vayamos por el cielo!... ¡Ya ve qué fácil es aquí! Y lo arrastraba más alto que las nubes, á través del magnífico desorden del telar, y se divertía dándole vértigo al correr delante suyo sobre los frágiles puentes metálicos, entre los miles de cuerdas que se unían á las poleas, á los tornos, á los cilindros, en medio de una verdadera selva aérea de vergas y de mástiles. Cuándo él vacilaba, ella le decía con un mohín adorable: -¿Tú, un marino? Después, volvían a bajar a tierra firme, es decir a un corredor real que les conducía hasta risas, bailes y voces jóvenes amonestadas por otra voz severa: «Despacio, señoritas... ¡Vigilen las puntas!»... Era la clase de baile de las niñas de seis a nueve o diez años... con su corsé escotado, el tutú ligero, el pantaloncito blanco y las medias de color rosa, y trabajan, trabajan aplicadamente con todos sus piececillos doloridos con la esperanza de convertirse en alumnas de las cuadrillas, corifeos, meritorias, primeras bailarinas envueltas en relucientes diamantes... Mientras, Christine reparte caramelos entre ellas. Otro día le hacía entrar a una amplia sala de su palacio, abarrotada de oropeles, despojos de caballeros, de lanzas, de escudos y penachos, y pasaba revista a los fantasmas de los guerreros inmóviles y cubiertos de polvo. Les arengaba con palabras de consuelo y les prometía que volverían a ver las tardes resplandecientes de luz y los desfiles con música ante las tribunas que los aclamarían. Así lo paseó por todo su imperio, que era ficticio pero inmenso, ya que se extendía a lo largo y ancho de diecisiete pisos, desde la planta baja hasta el tejado, y estaba habitado por un ejército de extraños personajes. Pasaba entre ellos como una reina popular, animando a los trabajos; sentándose en los talleres, dando sus consejos a las modistas cuyas manos vacilaban al cortar las ricas telas que vestirían a los héroes. Los habitantes de este país realizaban todos los oficios. Había zapateros y orfebres. Todos habían aprendido a quererla, porque Christine se interesaba por las preocupaciones y las pequeñas manías de cada uno. Sabía de rincones desconocidos en los que habitaban en secreto viejos matrimonios. Llamaba a su puerta y les presentaba a Raoul como a un príncipe encantador que había pedido su mano y, sentados los dos en algún baúl carcomido, escuchaban las viejas leyendas de la ópera como antaño, en la infancia, habían escuchado los viejos cuentos bretones. Aquellos viejos no se acordaban más que de la Opera. Vivían allí desde hacía muchos años. Las administraciones desaparecidas los habían olvidado; las revoluciones de palacio los habían ignorado. Allí afuera había pasado la historia de Francia sin que ellos se enteraran, y nadie se acordaba de ellos. Así transcurrían aquellos preciosos días, y Raoul y Christine, con el excesivo interés que simulaban por las cosas exteriores, se esforzaban torpemente en ocultarse el único pensamiento de su corazón. Lo cierto era que Christine, que hasta entonces se había mostrado la más fuerte, repentinamente pasó a un estado de extremo nerviosismo, que no podía expresar. En sus expediciones, se ponía a correr sin razón, o bien se detenía bruscamente, y su mano, convertida en un trozo de hielo, apretaba la del joven. A veces sus ojos parecían perseguir sombras imaginarias. Gritaba: «¡Por aquí!» y después: «¡Por allí!», riendo con una risa temblorosa que terminaba en lágrimas. Entonces Raoul quería hablar, hacerle preguntas a pesar de sus promesas y sus pactos. Pero, antes de que pudiera formular una pregunta, ella contestaba febrilmente: -¡Nada!... Le aseguro que-no me pasa nada. Una vez que pasaban ante una trampilla entreabierta en el escenario, Raoul se inclinó sobre el oscuro hueco y dijo: -Christine, me ha enseñado la parte alta de su imperio..., pero he oído extrañas historias acerca de los sótanos... ¿Quiere que bajemos? Al oír esto, lo tomó en sus brazos como si temiera verlo desaparecer por el agujero negro, y le dijo temblando en voz muy baja: -Jamás, jamás! Le prohíbo bajar ahí... Además esa parte del reino no me pertenece... ¡Todo lo que está bajo tierra le pertenece! Raoul clavó sus ojos en los de ella y le dijo en tono duro: -¿Entonces, él vive ahí abajo? -¡No he dicho eso!... ¿Quién le ha dicho eso? ¡Vamos, venga! A veces, Raoul, me pregunto si usted no está loco... ¡Usted siempre oye cosas imposibles!... ¡Venga, venga! Y lo arrastraba literalmente, ya que él se obstinaba en quedarse cerca de la trampilla y de aquel agujero que le atraía. La trampilla se cerró de golpe, tan de repente que ni siquiera vieron la mano que la movía, dejándolos allí, completamente aturdidos.
Re: ... de poetas, cuentos y leyendas Centenario de Miguel Hernandez 1910-2010 Miguel Hernández. Biografía Biografía Cronología de obras Bibliografía Miguel Hernández Gilabert. (Orihuela, 30 de octubre de 1910 - Alicante, 28 de marzo de 1942). Poeta y dramaturgo español. De familia humilde, tuvo que abandonar muy pronto la escuela para ponerse a trabajar como pastor. A pesar de esto, desarrolla su capacidad para la poesía gracias a ser un gran lector de la poesía clásica española. Formó parte de la tertulia literaria en Orihuela, donde conoció a Ramón Sijé, con el que establecería una gran amistad. A partir de 1930 comienza a publicar sus poesías en revistas tales como El Pueblo de Orihuela o El Día de Alicante. En la década de 1930 viaja a Madrid y colabora en distintas publicaciones y establece relación con los poetas de la época. A su vuelta a Orihuela redacta Perito en Lunas donde refleja las influencias recibidas de los autores que leyó en su infancia y conoció en su viaje a Madrid. En 1934, comienza su relación con Josefina Manresa, que será su mujer y su apoyo más importante a la que dedicará numerosos poemas de amor. Ya establecido en Madrid, trabaja como redactor en el diccionario taurino de Cossío y en las Misiones pedagógicas de Alejandro Casona y colabora en importantes revistas poéticas españolas. En el aspecto estilístico, se aprecia en estos años la búsqueda de un estilo personal, lo que se aprecia en sus poemas titulados El silbo vulnerado e Imagen de tu huella que culminarán en El Rayo que no cesa (1936). Tomó parte muy activa en la guerra civil española y acabada la guerra viajó a Portugal pero fue detenido en la frontera española. Condenado a pena de muerte, se le conmutó por la de treinta años, pero no cumple la condena porque muere de tuberculosis el 28 de marzo de 1942 en la enfermería de la prisión de Alicante. Es enterrado en el cementerio de Nuestra Señora del Remedio de Alicante. Durante la guerra compuso Viento del pueblo (1937) y El hombre acecha (193 con un estilo que se conoció como “poesía de guerra”. En la cárcel acabó Cancionero y romancero de ausencias (1938-1941). Por su edad pudiera considerarse un epígono de la llamada generación de 1927. Con todo, no hay duda de que en su base se encuentran influencias de Garcilaso, Góngora, Quevedo y San Juan de la Cruz
Re: ... de poetas, cuentos y leyendas A MIGUEL HERNÁNDEZ, ASESINADO EN LOS PRESIDIOS DE ESPAÑA Llegaste a mí directamente del Levante. Me traías, pastor de cabras, tu inocencia arrugada, la escolástica de viejas páginas, un olor a Fray Luis, a azahares, al estiércol quemado sobre los montes, y en tu máscara la aspereza cereal de la avena segada y una miel que medía la tierra con tus ojos. También el ruiseñor en tu boca traías. Un ruiseñor manchado de naranjas, un hilo de incorruptible canto, de fuerza deshojada. Ay, muchacho, en la luz sobrevino la pólvora y tú, con ruiseñor y con fusil, andando bajo la luna y bajo el sol de la batalla. Ya sabes, hijo mío, cuánto no pude hacer, ya sabes que para mí, de toda la poesía, tú eras el fuego azul. Hoy sobre la tierra pongo mi rostro y te escucho, te escucho, sangre, música, panal agonizante. No he visto deslumbradora raza como la tuya, ni raíces tan duras, ni manos de soldado, ni he visto nada vivo como tu corazón quemándose en la púrpura de mi propia bandera. Joven eterno, vives, comunero de antaño, inundado por gérmenes de trigo y primavera, arrugado y oscuro, como el metal innato, esperando el minuto que eleve tu armadura. No estoy solo desde que has muerto. Estoy con los que te buscan. Estoy con los que un día llegarán a vengarte. Tú reconocerás mis pasos entre aquellos que se despeñarán sobre el pecho de España aplastando a Caín para que nos devuelva los rostros enterrados. Que sepan los que te mataron que pagarán con sangre. Que sepan los que te dieron tormento que me verán un día. Que sepan los malditos que hoy incluyen tu nombre en sus libros, los Dámasos, los Gerardos, los hijos de perra, silenciosos cómplices del verdugo, que no será borrado tu martirio, y tu muerte caerá sobre toda su luna de cobardes. Y a los que te negaron en su laurel podrido, en tierra americana, el espacio que cubres con tu fluvial corona de rayo desangrado, déjame darles yo el desdeñoso olvido porque a mí me quisieron mutilar con tu ausencia. Miguel, lejos de la prisión de Osuna, lejos de la crueldad, Mao Tse-tung dirige tu poesía despedazada en el combate hacia nuestra victoria. Y Praga rumorosa construyendo la dulce colmena que cantaste, Hungría verde limpia sus graneros y baila junto al río que despertó del sueño. Y de Varsovia sube la sirena desnuda que edifica mostrando su cristalina espada. Y más allá la tierra se agiganta, la tierra que visitó tu canto, y el acero que defendió tu patria están seguros, acrecentados sobre la firmeza de Stalin y sus hijos. Ya se acerca la luz a tu morada. Miguel de España, estrella de tierras arrasadas, no te olvido, hijo mío, no te olvido, hijo mío! Pero aprendí la vida con tu muerte: mis ojos se velaron apenas, y encontré en mí no el llanto, sino las armas inexorables! Espéralas! Espérame! Pablo Neruda
Re: ... de poetas, cuentos y leyendas Elegía a Ramón Sijé - Miguel Hernández (En Orihuela, su pueblo y el mío, se me ha muerto como del rayo Ramón Sijé, a quien tanto quería) Yo quiero ser llorando el hortelano de la tierra que ocupas y estercolas, compañero del alma, tan temprano. Alimentando lluvias, caracolas y órganos mi dolor sin instrumento, a las desalentadas amapolas daré tu corazón por alimento. Tanto dolor se agrupa en mi costado que por doler me duele hasta el aliento. Un manotazo duro, un golpe helado, un hachazo invisible y homicida, un empujón brutal te ha derribado. No hay extensión más grande que mi herida, lloro mi desventura y sus conjuntos y siento más tu muerte que mi vida. Ando sobre rastrojos de difuntos, y sin calor de nadie y sin consuelo voy de mi corazón a mis asuntos. Temprano levantó la muerte el vuelo, temprano madrugó la madrugada, temprano estás rodando por el suelo. No perdono a la muerte enamorada, no perdono a la vida desatenta, no perdono a la tierra ni a la nada. En mis manos levanto una tormenta de piedras, rayos y hachas estridentes sedienta de catástrofes y hambrienta. Quiero escarbar la tierra con los dientes, quiero apartar la tierra parte a parte a dentelladas secas y calientes. Quiero minar la tierra hasta encontrarte y besarte la noble calavera y desamordazarte y regresarte. Volverás a mi huerto y a mi higuera: por los altos andamios de las flores pajareará tu alma colmenera de angelicales ceras y labores. Volverás al arrullo de las rejas de los enamorados labradores. Alegrarás la sombra de mis cejas, y tu sangre se irá a cada lado disputando tu novia y las abejas. Tu corazón, ya terciopelo ajado, llama a un campo de almendras espumosas mi avariciosa voz de enamorado. A las ladas almas de las rosas del almendro de nata te requiero, que tenemos que hablar de muchas cosas, compañero del alma, compañero. (El rayo que no cesa)
Re: ... de poetas, cuentos y leyendas Les deseo que el año que termina sea con paz y armonia y que el próximo les depare muchas felicidades! mai, todo mi cariño y mis mejores deseos!
Re: ... de poetas, cuentos y leyendas ke la luz de la esperanza, jamas se apague. Buenos dias hoy es 31 de Dic. 2009 mi bella amiga Clauseeeeeeeeeeeeeee
Re: ... de poetas, cuentos y leyendas El Fantasma de la Opera Gastón Leroux -¿Quizás era él quien estaba allí? -terminó por decir Raoul. Ella se encogió de hombros pero no parecía nada tranquila. -¡No, no! Son los «cerradores de trampillas». Algo tienen que hacer los «cerradores de trampillas»... Abren y cierran las trampillas sin razón alguna... Es como «los cerradores de puertas». De alguna manera tienen que «pasar el tiempo». -¿Y si fuera él, Christine? -¡Imposible! No, él se ha encerrado para trabajar. -¡Vaya! ¿Conque él trabaja? -Sí. Él no puede abrir y cerrar las trampillas y trabajar al mismo tiempo. Podemos estar tranquilos. Al decir esto, se estremeció. -¿En qué trabaja? -¡Oh, en algo terrible!... Por eso podernos estar tranquilos. Cuando él trabaja en lo suyo, no ve nada, no come ni bebe, ni respira..., durante días y noches. ¡Es un muerto viviente! ¡No tiene tiempo para entretenerse con las trampillas! Volvió a estremecerse, se inclinó hacía la trampilla... Raoul la dejaba hacer y decir. Se calló. Temía que el sonido de su voz la hiciera reflexionar y detener el curso, tan frágil aún, de sus confidencias. Ella no lo había soltado... seguía encogida entre sus brazos... y suspiró: -¡Si fuera él! Tímidamente, Raoul preguntó: -¿Le tiene miedo? Ella suspiró: -¡No, claro que no! El joven adoptó involuntariamente una actitud de compasión, como se suele adoptar con un ser impresionable que aún es presa de un sueño reciente. Parecía querer decir: «No se preocupes, aquí estoy». Y su gesto fue, casi sin querer, amenazador. Entonces, Christine lo miró con extrañeza, como se mira a un fenómeno de valor y virtud, y parecía valorar en su justa medida tanta audacia a inútil. Abrazó al pobre Raoul como para recompensarlo, con un arrebato de ternura, por mostrar su deseo de defenderla contra los peligros siempre posibles que encierra la vida. Raoul comprendió y se puso rojo de vergüenza. Se sentía tan débil como ella. Se decía: «Pretende que no tiene miedo, pero nos aleja de la trampilla temblando». Estaba en lo cierto. El día siguiente, y los demás días fueron dedicados a recorrerlo todo, casi hasta los tejados, lo más lejos posible de las trampillas. La agitación de Christine no hacía más que aumentar conforme iban pasando las horas. Por fin, una tarde llegó como mucho retraso, con el rostro pálido y los ojos enrojecidos y desesperados. Raoul se decidió a recurrir a los grandes medios; por ejemplo, le aseguró de buenas a primeras «que sólo partiría al polo norte si ella le revelaba el secreto de la Voz de hombre». -¡Calle! ¡En nombre del Cielo, calle! ¡Si él le oyese, pobre de usted, Raoul! Y los ojos perdidos de la joven miraban inquietamente a su alrededor. -¡Christine, yo la arrancaré de su poder, lo juro! Ya no pensará jamás en él. Es absolutamente necesario. -¿Cree que es posible? Ella se permitió esta duda que significaba para él un estímulo, al tiempo que lo arrastraba hasta el último piso del teatro, a lo más «alto», allí donde se está lejos, muy lejos de las trampillas.
Re: ... de poetas, cuentos y leyendas SONETO EN VANO ¿A dónde iré que no me alcance el vuelo de tu mirada que en azor se muda, y la noche de sueños me desnuda con el brillo quemante del desvelo? ¿En qué sitio del aire, el mar, el cielo, encontrará mi corazón ayuda, la clara mano que mi mal acuda y en dulcedumbre me convierta el duelo? La frente pensativa me rodeas de lejanas memorias. Me recreas los rostros del amor enceguecido. Y es inútil que huya de tu acecho si te oigo vivir dentro del pecho con la vida sin muerte del olvido. Meira Delmar
Re: ... de poetas, cuentos y leyendas GALOPE Las tierras, las tierras, las tierras de España, las grandes, las solas, desiertas llanuras. Galopa, caballo cuatralbo, jinete del pueblo, al sol y a la luna. ¡A galopar, a galopar, hasta enterrarlos en el mar! A corazón suenan, resuenan, resuenan las tierras de España, en las herraduras. Galopa, jinete del pueblo, caballo cuatralbo, caballo de espuma. ¡A galopar, a galopar, hasta enterrarlos en el mar! Nadie, nadie, nadie, que enfrente no hay nadie; que es nadie la muerte si va en tu montura. Galopa, caballo cuatralbo, jinete del pueblo, que la tierra es tuya. ¡A galopar, a galopar, hasta enterrarlos en el mar! Rafael Alberti
Re: ... de poetas, cuentos y leyendas Este es ,de el libro" Cuentos de Barro", Autor:Salarrue-(Salvador Salazar Arrue) ,Salvadoreño.Espero que les guste. LA HONRA Había amanecido nortiando; la Juanita limpia; lagua helada; el viento llevaba zopes y olores. Atravesó el llano. La nagua se le amelcochaba y se le hacía calzones. El pelo le hacía alacranes negros en la cara. La Juana iba bien contenta, chapudita y apagándole los ojos al viento. Los árboles venían corriendo. En medio del llano la cogió un tumbo de norte. La Juanita llenó el frasco de su alegría y lo tapó con un grito; luego salió corriendo y enredándose en su risa. La chucha iba ladrando a su lado, queriendo alcanzar las hojas secas que pajareaban. El ojo diagua estaba en el fondo de una barranca, sombreado por quequeishques y palmitos. Más abajo, entre grupos de güiscoyoles y de ishcacanales, dormían charcos azules como cáscaras de cielo, largas y oloríferas. Las sombras se habían desbarrancado encima de los paredones y en la corriente pacha, quebradita y silenciosa, rodaban piedrecitas de cal. La Juanita se sentó a descansar: estaba agitada; los pechos -bien ceñidos por el traje- se le querían ir y ella los sofrenaba con suspiros imperiosos. El ojo diagua se le quedaba viendo sin parpadear, mientras la chucha lengüeaba golosamente el manantial, con las cuatro patas ensambladas en la arena virgen. Río abajo, se bañaban unas ramas. Cerca unos peñascales verdosos sudaban el día. La Juanita sacó un espejo, del tamaño de un colón y empezó a espiarse con cuidado. Se arregló las mechas, se limpió con el delantal la frente sudada y como se quería cuando a solas, se dejó un beso en la boca, mirando con recelo alrededor, por miedo a que la bieran ispiado. Haciendo al escote comulgar con el espejo, se bajó de la piedra y comenzó a pepenar chirolitas de tempisque para el cinquito. La chucha se puso a ladrar. En el recodo de la barranca apareció un hombre montado a caballo. Venía por la luz, al paso, haciendo chingastes el vidrio del agua. Cuando la Juana lo conoció, sintió que el cora*zón se la había ahorcado. Ya no tuvo tiempo de esca*parse y, sin saber por qué, lo esperó agarrada de una hoja. El de a caballo, joven y guapo, apuró y pronto es*tuvo a su lado, radiante de oportunidad. No hizo caso del ladrido y empezó a chuliar a la Juana con un galope incontenible como el viento que soplaba. Hubo defensa claudicante, con noes temblones y jaloncitos flacos; después ayes, y después... El ojo diagua no parpadeaba. Con un brazo en los ojos, la Juana se quedó en la sombra. Tacho, el hermano de la Juanita, tenía nueve años. Era un cipote aprietado y con una cabeza de huizayote. Un día vido que su tata estaba furioso. La Juana le bía dicho quíen sabe qué, y el tata le bía metido una penquiad'el diablo. -¡Babosa! -había oído que le decía-. ¡Habís perdido lonra, que era lúnico que tráibas al mundo! ¡Si biera sabido quibas ir a dejar lonra al ojo diagua, no te ejo ir aquel diya; gran babosa!... Tacho lloró, porque quería a la Juana como si hubiera sido su nana; e ingenuamente, de escondiditas, se jue al ojo diagua y se puso a buscar cachazudamente lonra e la Juana. El no sabía ni poco ni mucho cómo sería lonra que bía perdido su hermana, pero a juzgar por la cólera del tata, bía de ser una cosa muy fácil de hallar. Tacho se maginaba lonra, una cosa lisa, redondita, quizás brillosa, quizás como moneda o como cruz. Pelaba los ojos por el arenal, río abajo, río arriba, y no miraba más que piedras y monte, monte y piedras, y lonra no aparecía. La bía buscado entre lagua, en los matorrales, en los hoyos de los palos y hasta le bía dado güelta a la arena cerca del ojo, y ¡nada! -Lonra e la Juana, dende que tata la penquiado -se decía-, ha de ser grande. Por fin, al pie de un chaparro, entre hojas de sombra y hojas de sol, vido brillar un objeto extraño. Tacho sintió que la alegría le iba subiendo por el cuerpo, en espumarajos cosquilleantes. -¡Yastuvo! -gritó. Levantó el objeto brilloso y se quedó asombrado. -¡Achís! -se dijo-. No sabía yo que lonra juera así... Corrió con toda la fuerza de su alegría. Cuando llegó al rancho, el tata estaba pensativo, sentado en la piladera. En la arruga de las cejas se le bía metido una estaca de noche. -¡Tata! -grito el cipote jadeante-: ¡El ido al ojo diagua y el incontrado lonra e la Juana; ya no le pegue, tome!... Y puso en la mano del tata asombrado, un fino puñal con mango de concha. El indio cogió el puñal, despachó a Tacho con un gesto y se quedó mirando la hoja puntuda, con cara de vengador. -Pues es cierto... -murmuró. Cerraba la noche.
Re: ... de poetas, cuentos y leyendas El Fantasma de la Opera Gastón Leroux -La esconderé en algún rincón desconocido del mundo adonde él no vendrá a buscarla. Estará a salvo. Entonces, me marcharé, ya que ha jurado no casarse jamás. Christine se arrojó sobre las manos de Raoul y las estrechó con un arrebato poco frecuente en ella. Pero, de nuevo inquieta, volvía la cabeza a todas partes. -¡Más arriba! -dijo tan sólo-. ¡Aún más arriba! -y le arrastró hasta la cumbre. Le costaba seguirla. Pronto se encontraron debajo del tejado, en un laberinto de vigas. Se deslizaban a través de los arbotantes, los cabrios, las jambas de fuerza, los tabiques, los entrantes y las rampas; corrían de viga en viga como en un bosque hubieran corrido de árbol en árbol, árboles de troncos colosales... A pesar del cuidado que ella ponía en mirar cada rincón, no vio una sombra que se detenía a la vez que ella, que volvía a avanzar cuando ella avanzaba y que no hacía más ruido que el que debe hacer una sombra. Raoul no se dio cuenta de nada puesto que, al tener a Christine delante, no le interesaba nada de lo que pudiera ocurrir detrás. XIII LA LIRA DE APOLO De este modo llegaron a los tejados. Ella se deslizaba por ellos tan ligera como una golondrina. Su mirada recorrió el espacio desierto entre las tres cúpulas y el frontón triangular. Respiró profundamente por encima de París, que parecía un valle entregado al trabajo. Miró a Raoul con confianza. Se le acercó, y caminaron uno al lado del otro, allá en lo alto, por las calles de zinc, por las avenidas de fundición. Contemplaron su sombra gemela en los amplios estanques llenos de agua inmóvil, en los que en verano los más pequeños de la escuela de danza, unos veinte críos, se zambullen y aprenden a nadar. La sombra que les seguía, siempre fiel a sus pasos, había surgido extendiéndose por los tejados, alargándose con movimientos de águila negra por las encrucijadas de las callejuelas de hierro, girando alrededor de los pilones, rodeando silenciosa las cúpulas. Los desventurados jóvenes no sospechaban en lo más mínimo su presencia cuando se sentaron por fin, confiados, bajo la alta protección de Apolo que, con gesto de bronce, alzaba su lira prodigiosa en el corazón de un cielo encendido. Una esplendorosa tarde de primavera les rodeaba. Algunas nubes, que acababan de recibir de poniente una suave tonalidad oro y púrpura, pasaban lentamente, arrastrándose sobre los jóvenes. Christine le dijo a Raoul: -Pronto iremos más lejos y más de prisa que las nubes, hasta el confín del mundo, y después me abandonará, Raoul. Pero si, llegado para usted el momento de raptarme, yo me negara a seguirlo, entonces, Raoul, usted deberá raptarme. Con qué fuerza, que parecía dirigida contra ella misma, pronunció estas palabras, mientras se apretaba nerviosamente a él. El joven quedó sorprendido. -Terne, pues, cambiar de opinión, Christine? -¡No sé! -dijo moviendo extrañamente la cabeza-. ¡Es un demonio! Y se estremeció. Se acurrucó entre los brazos de Raoul, con un gemido. -¡Ahora me da miedo volver a vivir con él ... ¡bajo tierra! -;Y quién la obliga a volver, Christine? -¡Si no vuelvo a su lado pueden suceder grandes desgracias!... ¡Pero ya no puedo más! ¡No puedo más! ... Ya sé que hay que compadecer a las personas que viven «bajo tierra». ¡Pero esto es demasiado horrible! Y, sin embargo, se acerca el momento. Ya no e queda más que un día. Si no voy, él vendrá a buscarme con su voz. Me arrastrará con él a su casa, bajo tierra, y se arrodillará ante mí, ¡con su calavera! ¡Me dirá que me ama! ¡Y llorará! ¡Oh, Raoul, si viera sus lágrimas en los dos huecos oscuros de su calavera! ¡No puedo volver a ver esas lágrimas!