Poemas, cuentos y leyendas

Tema en 'Temas de interés (no de plantas)' comenzado por mai^a, 27/2/08.

  1. clause

    clause Claudia

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    Re: ... de poetas, cuentos y leyendas

    El Fantasma de la Opera
    Gastón Leroux


    -¡Tú no me amas! ¡Tú no me amas! ¡Tú no me amas! -Después, se calmó-: ¿Por qué lloras? Sabes muy bien que me haces daño. Se hizo el silencio. Cada silencio suponía para nosotros una esperanza. Nos decíamos: «Quizás detrás de la pared, él se ha ido y dejado a Christine Daaé sola». Sólo pensábamos en indicar a Christine Daaé nuestra presencia sin que el monstruo se diera cuenta. Ahora, la única forma de salir de la cámara de los suplicios era que Christine nos abriera la puerta; de no ser así, no podríamos socorrerla, ya que ignorábamos incluso dónde se encontraba la puerta. De repente, el silencio de al lado fue turbado por el ruido de un timbre eléctrico. Al otro lado de la pared se oyó un salto y la voz de trueno de Erik: -¡Llaman! Que entre -una lúgubre carcajada sarcástica-. ¿Quién viene a molestarnos? Espérame aquí un momento..., voy a decirle a la sirena que abra. Unos pasos se alejaron, una puerta se cerró. No tuve tiempo de pensar en el nuevo horror que se preparaba; olvidé que quizás el monstruo salía para cometer un nuevo crimen. No pensé más que en una cosa: ¡Christine se encontraba sola al otro lado de la pared! El vizconde de Chagny ya la llamaba. -¡Christine, Christine! Si oíamos lo que decían en la habitación de al lado, no había motivo para creer que mi compañero no fuera oído a su vez. Sin embargo, el vizconde tuvo que repetir varias veces su llamada. ,Por fin, una voz débil llegó hasta nosotros. -¿Estaré soñando? -¡Christine, Christine! ¡Soy yo, Raoul! -Silencio-. Contéstame Christine... ¡Si está sola, contésteme, por lo que usted más quiera! Entonces, la voz de Christine murmuro el nombre de Raoul. -¡Sí, sí, soy yo! ¡No es un sueño!... Christine, tenga con fianza... Estamos aquí para salvarla... ¡Ni una imprudencia...! Cuando oiga al monstruo, avísenos. -¡Raoul, Raoul! Se hizo repetir varias que no soñaba y que Raoul de Chagny había podido llegar hasta ella, conducido por un fiel compañero que conocía el secreto de la mansión de Erik. Pero en seguida, a la rápida alegría que le traía nuestra presencia, siguió un temor aún mayor. Quería que Raoul se marchara en el acto. Temblaba de miedo a que Erik descubriera su escondite, ya que en ese caso no hubiera dudado en matar al joven. Nos hizo saber en pocas palabras que Erik se había vuelto absolutamente loco de amor y que estaba decidido a matar a todo el mundo y a él mismo con el mundo, si ella no consentía en convertirse en su mujer ante el alcalde y el párroco, el párroco de la Madeleine. La había dejado hasta el día siguiente a las once para meditar. Era el último plazo. Entonces, tendría que elegir, como decía él, entre la misa de bodas o la de difuntos. Y Erik había pronunciado esta frase que Christine no había comprendido enteramente: «¡Sí o no; si es no, todo el mundo puede darse por muerto y enterrado!». Pero yo comprendí aquella frase perfectamente, porque res pondía de forma amenazante a mi temible pensamiento. -¿Podría decirnos dónde está Erik? -le pregunté. Ella contestó que debía haber salido de la mansión. -¿Podría asegurarse de ello? -¡No!... Estoy atada..., no puedo hacer ni un solo gesto. Al saberlo, el señor de Chagny y yo no pudimos contener un grito de rabia. La salvación de los tres dependía de la libertad de movimientos de la joven. -¡Oh! ¡Liberarla, llegar hasta ella! -Pero, ¿dónde están? -volvió a preguntar Christine-. Hay t, sólo dos puertas en mi habitación, la habitación estilo Luis Felipe de la que le he hablado, Raoul..., una puerta por la que entra y sale Erik, y otra que no ha abierto jamás delante de mí y por la que me ha prohibido pasar por ser, según dice, la más peligrosa de las puertas..., ¡la puerta de los suplicios! -¡Christine, estamos detrás de esa puerta!... -¿Están en la cámara de los suplicios? -Sí, pero no vemos la puerta. -¡Ay!... Si al menos pudiera arrastrarme hasta allí... Golpearía contra la puerta y así sabrían dónde está. -¿Es una puerta con cerradura? -pregunté. -Sí, con cerradura. Pensé: se abre del otro lado con una llave, como todas las puertas, pero por nuestro lado se abre con el resorte y el contrapeso, y no va a ser fácil descubrirlo. -¡Señorita! -dije-. ¡Es absolutamente necesario que nos abra esa puerta! -Pero, ¿cómo? -respondió la voz desolada de Christine. Oímos un cuerpo que se movía, que intentaba librarse de las ligaduras que la aprisionaban... -Sólo nos salvaremos con astucia -dije-. ¡Necesitamos la llave de esa puerta! -Sé dónde está -contestó Christine que parecía agotada por el esfuerzo que acababa de hacer-, pero estoy bien atada... ¡Miserable!... Se oyó un sollozo. -¿Dónde está la llave? -pregunté, ordenando al señor de Chagny que se callara y me dejara llevar el asunto porque no podíamos perder ni un instante. -En la habitación, junto al órgano, con otra llavecita de bronce que igualmente me ha prohibido tocar. Están en una bolsita de cuero a la que él llama La bolsita de la vida y de la muerte... ¡Raoul! ¡Raoul... Huya... Aquí todo es misterioso y terrible... Erik se ya volver completamente loco... ¡Y ustedes en la cámara los suplicios!... ¡Salgan por donde han venido! ¡Esa cámara debe tener motivos para llamarse así! -¡Christine, saldremos de aquí juntos o moriremos juntos! -dijo el joven. -Tenemos que salir de aquí sanos y salvos -susurré-, pero debemos conservar la sangre fría. ¿Por qué la ha atado, señorita? No puede huir de aquí, y él lo sabe. -¡Quise matarme! El monstruo, esta noche, después, haberme traído aquí desvanecida, medio cloroformizada, se había ausentado. Había ido, parece ser -es él quien me lo ha dicho-, a visitar a su banquero... Cuando ha vuelto, me ha encontrado con el rostro ensangrentado... ¡yo había querido matarme! ¡Me había golpeado la frente contra las paredes! -¡Christine! -gimió Raoul, y empezó a sollozar. -Entonces, me ató... No tengo derecho a morir hasta mañana a las once... Toda esta conversación a través de la pared fue mucho más «entrecortada» y mucho más cautelosa de lo que podría dar idea transcribiéndola aquí. A menudo nos deteníamos en medio de una frase, porque nos había parecido oír un crujido, un paso, un murmullo insólito... Ella nos decía: -¡No, no es él!... Ha salido... ¡Estoy segura de que ha salido! He reconocido el ruido que hace al cerrarse la pared del lago. -Señorita -declaré-, el monstruo mismo la ha atado... También será él quien la desate... No tiene más que simular una comedia... ¡No olvide usted que la ama! -¡Desgraciada de mí! -oírnos-. ¿Cómo podría olvidarlo?
     
  2. clause

    clause Claudia

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    Espejos II
    Algunos aficionados a la magia postulan la existencia de espe- jos memoriosos, que guardan las imágenes aun en ausencia de los objetos reflejados.
    El músico Ives Castagnino jura que una tarde en La Perla de Flores le hizo gestos de simpatía a una jovencita que descubrió en el espejo. En cierto momento, anotó el número de su teléfono al revés en una servilleta que se puso luego en la frente. Ella tomó nota. Suponiéndose aceptado, se dio vuelta para proseguir la se- ducción en forma directa. La chica no estaba. Volvió a mirar el es- pejo y la vio ostensible y contundente, con un solero a lunares.
    Agotados los experimentos ópticos, el músico calculó que aquel espejo conservaba imágenes del pasado y se fue tranquila- mente.
    La tarde siguiente, se cruzó en la puerta misma de La Perla con la jovencita del solero. Después de filosofar brevemente, creyó en- tender que el espejo no reflejaba el pasado, sino el futuro.
    La confitería estaba desierta. La chica se sentó en la misma me- sa del día anterior. Castagnino -por capricho- modificó su ubi- cación.
    Al rato la buscó en el espejo y no la encontró. Se acercó enton- ces a la mesa y se disponía a hablarle, cuando vio que ella le hacía caritas al espejo mientras anotaba un número de teléfono.
    Castagnino captó al fin la verdad: en el espejo de La Perla de Flo- res podía verse el pasado o el futuro, según donde uno se sentara.
    Perplejo ante aquellas reflexiones, ganó la puerta y buscó una confitería sin espejos.
     
  3. Anveri

    Anveri Fanática de nativas -aves

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    Re: ... de poetas, cuentos y leyendas

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    Selecciono lo que me impacta.

    Anita.

    ;) ;) ;)
     
  4. clause

    clause Claudia

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    :5-okey: besos Anveri:beso:
     
  5. clause

    clause Claudia

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    Re: ... de poetas, cuentos y leyendas

    El Fantasma de la Opera
    Gastón Leroux

    -Recuérdelo para sonreírle... suplíquele, dígale que esas ataduras le hacen daño. Pero Christine Daaé nos dijo: -¡Chisss!... Oigo algo en la pared del lago... ¡Es él!... ¡Váyanse! ¡Váyanse!... ¡Váyanse!... -No nos iríamos aunque pudiéramos -dije para impresionar a la joven-. ¡No podemos irnos! ¡Además, estamos en la cámara de los suplicios! -¡Silencio! -volvió a susurrar Christine. Los tres nos callamos. Pasos sordos se arrastraban lentamente detrás de la pared y volvían a hacer crujir el suelo. Luego, hubo un enorme suspiro seguido de un grito de horror de Christine, y oímos la voz de Erik. -¡Te pido perdón por enseñarte un rostro como éste! Mira en qué estado me encuentro? ¡Es culpa del otro! ¿Por qué habrá llamado? ¿Acaso pregunto a los que pasan qué hora es? No volverá a preguntar la hora a nadie. Es culpa de la sirena... De nuevo un suspiro más profundo, más amplio, salido de lo más hondo del abismo de un alma. -¿Por qué has gritado, Christine? -Porque sufro, Erik. -Creí que te había asustado... -Erik, aflójeme estas ataduras... ¿no soy acaso tu prisionera? -Volverás a desear la muerte... -Me ha dado usted tiempo hasta mañana por la noche, a las once, Erik... Los pasos seguían arrastrándose por el suelo. -Después de todo, ya que debemos morir juntos..., y que tengo tanta prisa como tú..., sí, yo también estoy cansado de esta vida, ¿entiendes? ... ¡Espera, no te muevas; voy a desatarte! ... No tienes más que decir una palabra: ¡no!, y todo se habrá acabado, para todo el mundo... ¡Tienes razón..., tienes toda la razón! ¿Para qué esperar hasta mañana por la noche a las once?... ¡Ah, sí, porque habría sido mucho más bonito... He tenido siempre la enfermedad del decorado... de lo grandioso... ¡que infantil!... No hay que pensar más que en uno mismo, en la vida..., en la propia muerte..., el resto es superfluo... ¿Ves lo mojado que estoy?... ¡Ah, querida, es que hice mal en salir!... Hace un tiempo de perros... Además, Christine, creo que tengo alucinaciones... Sabes, el que llamaba hace un rato donde la sirena, vete saber si suena en el fondo del lago, pues bien, se parecía... Así, vuélvete... ¿Estás contenta? ¡Ya estás libre!... ¡Dios mío, tus muñecas, Christine! ¿Les he hecho daño? Dime... Esto sólo merece la muerte... A propósito de muerte, ¡debo cantarle su misa! Al oír aquellas frases terribles, no pude evitar un horrible presentimiento... También yo había llamado una vez a la puerta del monstruo... ¡y sin saberlo!... había debido poner en marcha algún timbre de alarma... Y me acordaba de los dos brazos que salieron de las aguas negras como la tinta... ¿Quién habría sido ahora el pobre desgraciado perdido en aquellas orillas? El recuerdo de aquel desgraciado casi me impedía regocijarme por la comedia que representaba Christine y, sin embargo, el vizconde de Chagny murmuraba a mi oído esta palabra maravillosa: ¡libre!... ¿Quién, pues? ¿Quién era el otro? ¿Aquel por el que oíamos ahora la misa difuntos? ¡Qué canto más sublime y arrebatado! Toda la mansión del Lago retumbaba... Todas las entrañas de la tierra se estremecían... Habíamos pegado la oreja contra la pared de espejo para oír mejor la comedia de Christine Daaé, a que se entregaba para salvamos, pero sólo oíamos la misa de difuntos... ¡Era más bien una misa de condenados!... Allí, en el fondo de la tierra, parecía una ronda de malditos. Recuerdo que el Dies Irae que él cantó nos envolvió como una tormenta. Sí, a nuestro alrededor había rayos y centellas... Sí, le había oído cantar otras muchas veces... Conseguía incluso hacer cantar a las fauces de piedra de mis toros androcéfalos en los muros del palacio de Mazenderan... Pero cantar de esta forma, jamás, jamás! Cantaba como el dios del trueno... De repente, la voz y el órgano se detuvieron tan bruscamente que el señor de Chagny y yo retrocedimos detrás de la pared, asustados... Y la voz de pronto cambiada, transformada, pronunció claramente estas sílabas metálicas, rechinando los dientes: -¿Qué estás haciendo con mi bolsa?


    XXIV EMPIEZAN LOS SUPLICIOS
    Sigue el relato del Persa
    La voz repitió con furor: -¿Qué estás haciendo con mi bolsa? Christine Daaé no debía temblar menos que nosotros. -¿Conque era para coger la bolsa por lo que querías que te desatara, di?... Se oyeron pasos precipitados, la carrera de Christine que volvía a la. habitación estilo Luis Felipe, como para buscar refugio junto a nuestra pared. -¿Por qué huyes? -decía la enfurecida voz, que la había seguido-. ¡Quieres devolverme mi bolsa! ¿No sabes acaso que es la bolsita de la vida y de la muerte? -Escúcheme, Erik... -suspiró la joven-. Si a partir de ahora debemos vivir juntos... ¿qué puede importarle?... ¡Todo lo que es suyo me pertenece! ... Lo había dicho de una forma tan temblorosa que inspiraba compasión. La desgraciada debía emplear toda la energía que le que daba para superar su terror... Pero no sería con este tipo de supercherías infantiles, dichas con los dientes castañeteantes, como podía sorprenderse al monstruo. -Sabes bien que la bolsa no contiene más que dos llaves... ¿Qué querías hacer? -preguntó Erik. -Quisiera -dijo ella- visitar esa habitación que no conoz co y que siempre me ha ocultado... ¡Es una curiosidad de mujer! -añadió ella en un tono que pretendía ser alegre y que por su falsedad sólo sirvió para aumentar la desconfianza del monstruo. -¡No me gustan las mujeres curiosas! -replicó Erik-. Deberías desconfiar de esas cosas desde la historia de Barba Azul... ¡Vamos!... ¡Devuélveme mi bolsa..., devuélveme mi bolsa!... ¡Quieres dejar esa llave... pequeña curiosa! Y rió sarcásticamente, mientras Christine lanzaba un grito de dolor... Erik acababa de quitarle la bolsa. Fue en aquel momento cuando el vizconde, sin poder contenerse por más tiempo, lanzó un grito de rabia y de impotencia, que logré ahogar con mucha dificultad... -¡Ah! -exclamó el monstruo-. ¿Qué es eso? ¿No has oído, Christine?
     
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    clause Claudia

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    Magia
    El mago Rizzuto no conocía ningún truco. Su número era bien sencillo: golpeaba su galera con una varita azul y luego esperaba que apareciera una paloma.
    Naturalmente, la total ausencia de dobles fondos, de mangas hospitalarias y de juegos de manos conducía siempre al mismo re- sultado desalentador. La paloma no aparecía.
    Rizzuto solía presentarse en teatros humildes y en festivales de barrio, de donde casi siempre lo echaban a patadas.
    La verdad es que el hombre creía en la magia, en la verdadera magia. Y en cada actuación, en cada golpe de su varita azul esta- ba la fervorosa esperanza de un milagro. Él no se contentaba con las técnicas del engaño. Quería que su paloma apareciera redon- damente.
    Durante largo tiempo lo acompañaron la desilusión y los silbi- dos. Otro cualquiera hubiera abandonado la lucha. Pero Rizzuto confiaba.
    Una noche se presentó en el club Fénix. Otros magos lo habían precedido. Cuando le llegó el turno, dio su clásico golpe con la varita azul. Y desde el fondo de la galera salió una paloma, una pa- loma blanca que voló hacia una ventana y se perdió en la noche.
    Apenas si lo aplaudieron.
    Las muchedumbres prefieren un arte hecho de trampas apara- tosas a los milagros puros.
    Rizzuto no volvió a los escenarios. Tal vez siga haciendo apare- cer palomas en forma particular.
     
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    clause Claudia

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    El Fantasma de la Opera

    Gastón Leroux

    salvamos, pero sólo oíamos la misa de difuntos... ¡Era más bien una misa de condenados!... Allí, en el fondo de la tierra, parecía una ronda de malditos. Recuerdo que el Dies Irae que él cantó nos envolvió como una tormenta. Sí, a nuestro alrededor había rayos y centellas... Sí, le había oído cantar otras muchas veces... Conseguía incluso hacer cantar a las fauces de piedra de mis toros androcéfalos en los muros del palacio de Mazenderan... Pero cantar de esta forma, jamás, jamás! Cantaba como el dios del trueno... De repente, la voz y el órgano se detuvieron tan bruscamente que el señor de Chagny y yo retrocedimos detrás de la pared, asustados... Y la voz de pronto cambiada, transformada, pronunció claramente estas sílabas metálicas, rechinando los dientes: -¿Qué estás haciendo con mi bolsa?


    XXIV EMPIEZAN LOS SUPLICIOSSigue el relato del Persa La voz repitió con furor: -¿Qué estás haciendo con mi bolsa? Christine Daaé no debía temblar menos que nosotros. -¿Conque era para coger la bolsa por lo que querías que te desatara, di?... Se oyeron pasos precipitados, la carrera de Christine que volvía a la. habitación estilo Luis Felipe, como para buscar refugio junto a nuestra pared. -¿Por qué huyes? -decía la enfurecida voz, que la había seguido-. ¡Quieres devolverme mi bolsa! ¿No sabes acaso que es la bolsita de la vida y de la muerte? -Escúcheme, Erik... -suspiró la joven-. Si a partir de ahora debemos vivir juntos... ¿qué puede importarle?... ¡Todo lo que es suyo me pertenece! ... Lo había dicho de una forma tan temblorosa que inspiraba compasión. La desgraciada debía emplear toda la energía que le que daba para superar su terror... Pero no sería con este tipo de supercherías infantiles, dichas con los dientes castañeteantes, como podía sorprenderse al monstruo. -Sabes bien que la bolsa no contiene más que dos llaves... ¿Qué querías hacer? -preguntó Erik. -Quisiera -dijo ella- visitar esa habitación que no conoz co y que siempre me ha ocultado... ¡Es una curiosidad de mujer! -añadió ella en un tono que pretendía ser alegre y que por su falsedad sólo sirvió para aumentar la desconfianza del monstruo. -¡No me gustan las mujeres curiosas! -replicó Erik-. Deberías desconfiar de esas cosas desde la historia de Barba Azul... ¡Vamos!... ¡Devuélveme mi bolsa..., devuélveme mi bolsa!... ¡Quieres dejar esa llave... pequeña curiosa! Y rió sarcásticamente, mientras Christine lanzaba un grito de dolor... Erik acababa de quitarle la bolsa. Fue en aquel momento cuando el vizconde, sin poder contenerse por más tiempo, lanzó un grito de rabia y de impotencia, que logré ahogar con mucha dificultad... -¡Ah! -exclamó el monstruo-. ¿Qué es eso? ¿No has oído, Christine?
    -¡No..., no! No he oído nada -contestó la desgraciada. -Me ha parecido oír un grito. -¿Un grito?... ¿Acaso está usted enloqueciendo, Erik?... ¿Quien quiere que grite en el fondo de esta mansión?... Yo he gritado porque me hacía dañó... No he oído nada... -¡Qué manera de decirme esto!... ¡Tiemblas...! Estás muy alterada!... ¡Mientes!... ¡Han gritado, han gritado!... Hay alguien en la cámara de los suplicios... ¡Ah, ahora comprendo!... -¡No hay nadie, Erik!... -¡Ya entiendo!... -¡Nadie!... -¡Quizá... tu prometido!... -¡Yo no tengo prometido! ¡Lo sabe usted muy bien!... Una nueva risa malévola. -Por otra parte, ¡es tan fácil saberlo!... Mi pequeña Christine, amor mío..., no es necesario abrir la puerta para saber qué ocurre en la cámara de los suplicios... ¿Quieres verlo? ¿Quieres verlo?... ¡Mira!... Si hay alguien..., si realmente hay alguien, verás cómo se iluminará allá arriba, al lado del techo, la ventana invisible... Basta con correr la cortina negra y apagar aquí... ¡Ya está!... ¡Apaguemos! No debes temer la oscuridad, en compañía de tu maridito... Entonces se oyó la voz agonizante de Christine. -¡No!... Tengo miedo... ¡Ya le he dicho que tengo miedo a la oscuridad! ... ¡Esa cámara no me interesa en lo más mínimo!... ¡Es usted quien me da miedo, como a una niña, con esa cámara de los suplicios!... Antes he sido curiosa, es cierto... Pero, ahora, no me interesa nada de nada... ¡nada! Y lo que yo más temía se disparó automáticamente... ¡De repente nos vimos inundados de luz!... Sí, detrás de nuestra pared se produjo como un incendio. El vizconde de Chagny, que no se lo esperaba, quedó tan sorprendido que se tambaleó. Y la voz encolerizada estalló al otro lado. -¡Ya te decía que había alguien!... ¿Ves ahora la ventana?... ¡La ventana luminosa!... ¡Allá arriba! El que se encuentra detrás de esa pared no puede verla... Pero tú subirás a la doble escalerilla, ¡está aquí para eso! A menudo me has preguntado para qué servía... Pues bien, ¡ya lo sabes!... ¡Sirve para mirar lo que sucede en la cámara de los suplicios..., pequeña curiosa! -¿Qué suplicios?... ¡Qué suplicios hay allí dentro? ¡Erik, Erik, dígame que tan sólo quiere atemorizarme! ¡dígamelo si me ama, Erik!... No hay suplicios, ¿no es cierto? ¡Son cuentos para niños!... -Ve a mirar, querida mía, por la ventanita... No sé si el vizconde, a mi lado, oía ahora la voz desfallecida de la joven, hasta tal punto estaba absorto en el espectáculo inaudito que acababa de surgir ante su mirada desorbitada... En cuanto a mí, que ya había visto muy a menudo aquel espectáculo a través de la ventanita de las horas rosas de Mazenderan, sólo me quedaba oír lo que decían al lado, buscando un motivo de acción, una resolución a tomar. -¡Ve a ver, ve a mirar por la ventanita!... ¡Dime, cuéntame después cómo tiene la nariz! Oírnos rodar la escalera, que apoyaban contra la pared... -¡Sube, pues!... ¡No!... ¡No!... ¡Subiré yo, querida! -¡Bueno, sí! ... Iré a mirar... ¡Déjeme!... -¡Ay, querida!... ¡Querida mía!... ¡Que gentil eres! ... ¡Es muy amable de tu parte ahorrarme este trabajo a mi edad!... ¡Me dirás cómo tiene la nariz!... Si la gente se diera cuenta de la felicidad que representa tener una nariz, una nariz propia... no ven-dría jamás a pasearse por la cámara de los suplicios...
     
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    clause Claudia

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    Teatro I
    En cierta época de la tragedia clásica, se entendía que el perso- naje que aparecía por la izquierda venía desde lejos. Contrariamente, el que entraba en escena por la derecha, venía desde un lugar cercano o vivía allí mismo.
    Este código ahorraba una serie de trámites palabreros. El direc- tor teatral Enrique Argenti, enemigo profesional de los textos, soñó con extender estas convenciones, de suerte que con sólo asomarse o situarse en un lugar determinado el personaje revela- ra su condición, su pasado, sus propósitos y aun su futuro.
    Para ello dispuso en el escenario un número adecuado de puer- tas, ventanas, sillas y pasadizos, cada uno de los cuales garantiza- ba un destino.
    Había una puerta para los enamorados, otra para los traidores, otra para los maridos engañados. Por la puerta azul entraban los valientes, por la blanca los cobardes. Asomarse a la ventana más alta era informar que uno estaba loco, por la más baja miraban los mentirosos.
    Había una silla para que se sentaran los que morirían jóvenes, y un sillón para los espías de un rey enemigo. Los delincuentes se paraban bajo una luz roja. Los delatores, contra un muro gris.
    El futuro y el pasado correspondían a la derecha y la izquierda respectivamente. En general, todos los actores iban desplazándose hacia la derecha, conforme avanzaba la obra. Cuando alguien marchaba en sentido contrario, se comprendía que estaba recordando.
    Argenti quiso ser todavía más audaz: lo dicho bajo la luz de un
    determinado reflector debía entenderse de modo metafórico. Las luces generales alumbraban el sentido literal. Tachos luminosos velados por distintas gelatinas anunciaban metonimias, sinécdoques, anadiplosis o epanalepsis. Velos transparentes colgando de las alturas flameaban sobre las familias que arrastraban una mal- dición. Las críticas a las autoridades eran señaladas por un gong, cuyo sonido hacía estallar en aplausos a las muchedumbres opositoras de la platea.
    Los diálogos se redujeron a lo imprescindible, y casi no era ne-
    cesario ser actor para comunicar estados de conciencia. Bastaba con pararse en el lugar apropiado.
    El público también decidió ubicarse en situaciones geográficas que denotaran su opinión. Quiero decir que no fue nadie.

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  9. clause

    clause Claudia

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    Re: ... de poetas, cuentos y leyendas

    LOS AMIGOS

    Julio Cortázar

    En el tabaco, en el café, en el vino,
    al borde de la noche se levantan
    como esas voces que a lo lejos cantan
    sin que se sepa qué, por el camino.

    Livianamente hermanos del destino,
    dióscuros, sombras pálidas, me espantan
    las moscas de los hábitos, me aguantan
    que siga a flote entre tanto remolino.

    Los muertos hablan más pero al oído,
    y los vivos son mano tibia y techo,
    suma de lo ganado y lo perdido.

    Así un día en la barca de la sombra,
    de tanta ausencia abrigará mi pecho
    esta antigua ternura que los nombra.



    HAPPY NEW YEAR

    Mira, no pido mucho,
    solamente tu mano, tenerla
    como un sapito que duerme así contento.
    Necesito esa puerta que me dabas
    para entrar a tu mundo, ese trocito
    de azúcar verde, de redondo alegre.
    ¿No me prestás tu mano en esta noche
    de fìn de año de lechuzas roncas?
    No puedes, por razones técnicas.
    Entonces la tramo en el aire, urdiendo cada dedo,
    el durazno sedoso de la palma
    y el dorso, ese país de azules árboles.
    Asì la tomo y la sostengo,
    como si de ello dependiera
    muchísimo del mundo,
    la sucesión de las cuatro estaciones,
    el canto de los gallos, el amor de los hombres.
    Julio Cortázar


    30ts49d.jpg
     
  10. clause

    clause Claudia

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    Re: ... de poetas, cuentos y leyendas

    CONFIDENCIA

    En fragante mudanza el limonero
    destaca tu rubor.
    Tú no sabes, amiga, pero hueles
    a limonero en flor.
    En un tronco caído una avecilla
    le hizo casa al amor.
    Tú no sabes, amiga, pero anidas
    lo mismo en mi dolor.
    Del arroyo una fría pedrezuela
    me trajo el pescador.
    Guardé la piedra en mi cerrada mano,
    y sentí su frescor.
    La harina del molino me empolva el alma
    la harina de tu amor.
    En el monte encontramos uva crespa
    y una flor y otra flor;
    Cada flor con tu aroma y cada uva
    con tu mismo sabor.
    Con su fresco algodón venda la piedra
    el musgo trepador.
    También es como el musgo tu ternura
    en mi piedra interior.
    Por el camino baja suavemente
    un lugareño son.
    Así también, amiga, tu palabra
    baja a mi corazón.


    José Pedroni
     
  11. clause

    clause Claudia

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    Re: ... de poetas, cuentos y leyendas

    El Fantasma de la Opera
    Gastón Leroux

    En aquel momento oímos claramente, por encima de nuestras cabezas, estas palabras. -Amigo mío, aquí no hay nadie... -¿Nadie? ¿Estás segura de que no hay nadie?... -Absolutamente... No hay nadie... -¡Tanto mejor, pues!... ¿Qué te ocurre Christine?... ¡Vamos!... No irás a encontrarte mal... ¡Si no hay nadie!... ¡Baja, baja!... ¡Tranquilízate, puesto que no hay nadie!... Pero ¿qué te ha parecido el panorama? -¡Oh, sorprendente! -Bueno, te encuentras mejor... ¿no es cierto?... Te encuentras mucho mejor... Nada de emociones... ¡Qué casa más curiosa ésta, ¿no?, en la que pueden encontrarse semejantes panoramas!... -¡Sí, es como estar en el Museo Grevin!...35Pero, Erik, no hay suplicios allí dentro... ¿Sabe que me ha hecho pasar un miedo terrible?... -¿Por qué, si no hay nadie? -¿Fue usted quien construyó esa cámara, Erik?... ¿Sabe que es magnífica? ¡Decididamente, es usted un gran artista, Erik... -Sí, un gran artista «en mi genero». -Pero, dígame Erik, ¿por qué ha llamado a esta habitación la cámara de los suplicios? -¡Oh, es muy sencillo! Pero, primero, ¿qué has visto? -¡He visto un bosque! ... -¿Y qué había en el bosque? -¡Arboles! ... -¿Y qué hay en los árboles? -Pájaros... -Has visto pájaros... -No, no he visto pájaros. -Entonces, ¿qué has visto? ¡Piénsalo!... ¡Has visto ramas! ¿Y qué hay en una rama? -dijo la terrible voz-. ¡Hay una horca! ¡Por eso llamo a mi bosque la cámara de los suplicios!... Y ya lo ves, no es más que una forma de hablar... ¡Todo esto no es más que una broma!... ¡Yo nunca me expreso como los demás!... ¡No hago nada como los demás!... Pero, estoy muy cansado... muy cansado. Ya no puedo soportar. ¿sabes?, tener un bosque en mi casa, y una cámara de suplicios..., estar instalado como un charlatán en el fondo de una caja de doble fondo... ¡No puedo más! ¡No puedo más!... Quiero tener un piso tranquilo, con puertas y ventanas corrientes y una mujer honrada como todo el mundo... Deberías entenderlo, Christine, y no tendría que repetírtelo a cada momento... ¡Una mujer como todo el mundo!... Una mujer a la que querría, a la que llevaría a pasear el domingo y a la que haría reír toda la semana... ¡Ah, no te aburrirías conmigo! Tengo más de un truco en la manga, sin contar los de cartas... Mira, ¿quieres que te haga juegos de manos con las cartas? Así mataremos el tiempo, mientras esperamos que sean las once de la noche de mañana... ¡Mi pequeña Christine!.. . ¡Mi pequeña Christine!... ¿Me escuchas? ¡Ya no me rechazas!... ¿Dime, me amas!... ¡No, no me amas!... ¡Pero no importa!... ¡Me amarás! Antes no podías mirar mi máscara porque sabías lo que había detrás... ¡Ahora, ya no te importa mirarla, te olvidas de lo que hay detrás y ya no quieres rechazarme!... Uno se acostumbra a todo cuando se quiere... cuando se tiene buena voluntad... ¡Cuántos jóvenes que no se querían antes de la boda luego se adoraron! ¡Ah, i ya no sé lo que digo!... Pero te divertirás mucho conmigo... No hay nadie como yo, por ejemplo, puedo asegurarte que no hay otro ventrílocuo mejor que yo! ¡Soy el primer ventrílocuo del mundo!... ¡Te ríes!... ¡Quizá no me creas!... ¡Escucha! El miserable (que realmente era el mejor ventrílocuo del mundo) aturdía a la pequeña (me daba perfecta cuenta) para alejar su atención de la cámara de los suplicios... ¡Estúpida maniobra!... ¡Christine no pensaba más que en nosotros!... Repitió en varias ocasiones, en el tono más suave de que fue capaz, mirándolo con ojos de ardiente súplica: -¡Apague la ventanita!... ¡Erik!... ¡Apague la ventanita!... Estaba convencida de que aquella luz, que se había encendido repentinamente en la ventanita y de la que el monstruo había hablado de forma tan amenazadora, tenía una razón de ser... Una sola cosa debía tranquilizarla momentáneamente, y era que nos había visto a los dos, detrás de la pared, en medio del magnífico incendio, de pie y en perfecto estado... Pero se habría tranquilizado más, sin duda alguna, si se hubiera apagado la luz... El otro había empezado ya un número de ventrílocuo. Decía: -Mira, levanto un poco mi máscara. Sólo un poco... ¿Ves mis labios? ¿O lo que tengo por labios? ¡No se mueven!... Mi boca o esa especie de boca que tengo... está cerrada. Sin embargo, oyes mi voz... Hablo con el vientre..., es muy natural... ¡A esto se llama ser un ventrílocuo! Es sabido: escucha mi voz, ¿adónde quieres que me ponga? ¿En tu oído izquierdo... o el derecho?... ¿En la mesa?... ¿En los cofrecillos de ébano de la chimenea?... ¡Ah! ¿te sorprende?... ¡Mi voz está en los cofrecillos de la chimenea! ¿La quieres lejana... o próxima?... ¿Retumbante?... ¿Aguda?... ¿Nasal?... Mi voz se pasea por todas partes... por todas partes... Escucha, mi querida..., en el cofrecillo a la derecha de la chimenea, escucha lo que dice: ¿Habrá que girar al escorpión?... Y ahora, ¡crac!..., escucha lo que dice ahora el cofrecillo de la izquierda: ¿Habrá que girar al saltamontes? Y ahora, ¡crac!... Mírala en la garganta de la Carlotta, en el fondo de la garganta dorada, de la garganta de cristal de la Car lotta. ¿Qué dice? Dice: «Soy yo, señor gallo. Soy yo la que canta: Escucho a esta voz solitaria... ¡cuac!... ¡que canta en mi cuac!... Y ahora, ¡crac!, ha llegado a una silla del palco del fantasma... y ha dicho: «La señora Carlotta canta esta noche como para hacer caer la araña...» Y ahora, ¡crac!... ¡Ja!... Ja!... Ja! ... ¿Dónde está la voz de Erik? ... Escucha Christine, querida mía... ¡Escucha!... Está detrás de la puerta de la cámara de los suplicios... ¡Escúchame!... Soy yo el que estoy en la cámara de los suplicios... ¿Y qué digo? Digo: «¡Pobres de aquellos que tienen la dicha de tener una nariz, una verdadera nariz propiamente suya y que vienen a pasearse por la cámara de los suplicios!... ja, ja, ja! ¡Maldita voz del formidable ventrílocuo ¡Estaba en todas partes, en todas partes!... Se colaba a través de la ventanita invisible..., a través de las paredes..., corría alrededor de nosotros... ¡Erik estaba allí! ¡Nos hablaba!... Hicimos un gesto como para arrojarnos sobre él..., pero, más rápido, más inasible que la sonora voz del eco, la voz de Erik había vuelto al otro lado de la pared... De pronto, dejamos de oír su voz y he aquí lo que ocurrió: La voz de Christine: -¡Erik, Erik!... ¡Me cansa usted con su voz!... ¡Calle, Erik!... ¿No le parece que hace calor aquí?... -¡Sí, sí! El calor se hace insoportable... -contesta la voz de Erik. Y de nuevo la voz, ahogada por la angustia, de Christine: -¿Qué es esto?... La pared está muy caliente... la pared está ardiendo... -Voy a explicártelo, Christine, amor mío, es por culpa de «la selva de al lado»... -¿Qué quiere decir?... ¿La selva? -¿No ha visto que era una selva del Congo? Y la risa del monstruo se elevó tanto que ya no distinguimos los clamores suplicantes de Christine... El vizconde de Chagny gritaba y golpeaba contra las paredes como un loco... Yo no podía contenerlo... Pero no se oía más que la risa del monstruo..., y el monstruo mismo no debió oír más que su risa... Después, hubo el ruido de una lucha rápida, de un cuerpo que cae al suelo y que es arrastrado... y el estrépito de una puerta cerrada con furia... y nada más, nada alrededor nuestro más que el silencio abrasador del mediodía..., ¡en el corazón de una selva africana!...






    35El museo de cera
     
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    Teatro II
    El director Enrique Argenti estaba convencido de que la fina- lidad principal del arte era la sorpresa. Buscando el asombro general, su compañía realizó experiencias muy curiosas.
    La primera de ellas fue el Teatro a Oscuras. Algunos historiadores sostienen que esta genial ocurrencia fue absolutamente casual y tuvo su origen en un corte de luz que se produjo mientras se representaba la obra Esquina peligrosa.
    Sea como fuere, la compañía de Argenti empezó a trabajar sin luces. Desde el escenario surgían voces y cada espectador imaginaba caras y acciones según su propia fantasía.
    La ventajas de este método de trabajo son innegables. Siempre es mejor lo imaginado que lo que realmente se ve. Por eso no nos sorprende enterarnos de que, en 1960, la compañía obtuvo un premio a la mejor escenografía en su versión de Macbeth. Un año después el teatro fue multado a causa de un audaz desnudo en Se necesita un hombre con cara de infeliz.
    Siempre desde las tinieblas, Argenti dirigió también óperas y espectáculos de danza.
    El lago de los cisnes fue calificada por los críticos como "la más fantástica interpretación jamás vista", lo cual era rigurosamente cierto.
    Sin embargo, algunos enemigos de Argenti lo acusaron de en- gañar al público. Con toda malicia, sospechaban que el director se limitaba a poner un disco y que no existían en realidad bailari- nes ni decorados. Los más severos llegaron a afirmar que Argenti ni siquiera se molestaba en levantar el telón. Nada de esto fue de- mostrado jamás.
    Los recursos de este creador no se agotaban en la oscuridad. En 1965 sorprendió a todos con su obra El intervalo. Intentaremos un breve resumen.
    El público se instala en las butacas. Se levanta el telón y duran- te algo menos de tres minutos se desarrollan unos diálogos insus- tanciales. Baja el telón y la gente sale al pasillo a fumar.
    Allí, inesperadamente, uno de los carameleros estrangula a un acomodador y hace saber a voz en cuello que se trataba del aman- te de su mujer. Intervienen el boletero y la chica del guardarropas. Entre todos van dando a conocer un drama complicadísimo. En
    cierto momento, la chicharra anuncia que ha terminado el inter- valo. El público pasa a la sala. Allí tiene lugar otro acto de dos mi- nutos y luego se invita a la gente a un segundo intervalo.
    En definitiva, la obra transcurre en el pasillo y finaliza con la muerte del caramelero.
    Los espectadores no siempre supieron captar esta sutileza, es pecialmente aquellos que, por no ser fumadores, permanecían en sus butacas durante los sabrosos entreactos.
    En un intento por complacer a los sectores populares, Enrique Argenti organizó representaciones en las que se accedía a los pe- didos del público. Al comenzar la función, los actores enfrenta- ban a la concurrencia y escuchaban sus solicitudes.
    —¡Romeo y Julieta!
    —¡Más allá del invierno!
    —¡El rosal de las ruinas!
    Luego de un pequeño cambio de opiniones, la compañía se de- cidía por alguna de las obras y la representaba. Muchas veces, es- to ocasionaba el descontento de los espectadores no complacidos, pero jamás hubo problemas demasiado graves.
    Los enemigos de Argenti, siempre suspicaces, creyeron notar que siempre se representaba la misma obra (Barranca abajó) y que entre quienes la solicitaban desde la platea no costaba nada reco- nocer a algunos personajes secundarios de la pieza.
    Como tantos artistas que se proponen únicamente el sobresal- to, Enrique Argenti fue víctima de su propia perseverancia. La sorpresa constante no sorprende.
     
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    El Fantasma de la Opera
    Gastón Leroux

    XXV

    ¡TONELES! ¡TONELES! ¿TIENE USTED TONELES PARA VENDER?


    Sigue el relato del Persa

    He dicho ya que aquella cámara en la que nos encontrábamos el señor de Chagny y yo era regularmente hexagonal y estaba forrada por completo de espejos. Desde entonces, especialmente en ciertas exposiciones, se han hecho cámaras exactamente iguales que ésta, llamadas «casas de los milagros» o «palacios de las ilusiones». Pero el primero en inventarlas fue Erik, que construyó ante mis ojos la primera sala de este tipo, en tiempos de las horas rosas de Mazenderan. Bastaba con disponer algún motivo decorativo en los rincones, una columna por ejemplo, para obtener instantáneamente un palacio de mil columnas, ya que, por efecto de los espejos, la sala real se aumentaba en hasta seis salas hexagonales, de las que cada una se multi-plicaba hasta el infinito. Antaño, para divertir a «la pequeña sultana», había dispuesto de este modo un decorado que se convertía en el «templo innumerable»; pero la pequeña sultana se cansó en seguida de una ilusión tan infantil, y entonces Erik transformó su invento en cámara de los suplicios. En lugar del motivo arquitectónico colocado en los rincones, puso en primer plano un árbol de hierro. ¿Por qué aquel árbol, perfecta imitación de la realidad con sus hojas pintadas, era de hierro? Porque debía ser lo suficientemente sólido como para resistir todos los ataques del «paciente» al que se encerraba en la cámara de los suplicios. Veremos de qué manera el decorado así obtenido se transformaba por dos veces, instantáneamente, en otros dos decorados sucesivos, gracias a la rotación automática de los tambores que se encontraban en las esquinas y que habían sido divididos en tres, uniendo los ángulos de los espejos y sosteniendo cada uno un motivo decorativo que iba turnándose alternativamente. Las paredes de esta extraña sala no ofrecían ningún asidero al paciente, ya que, con excepción del motivo decorativo de una solidez a prueba de todo, estaban forradas tan sólo de espejos, y espejos lo suficientemente sólidos como para aguantar los arrebatos de rabia del miserable al que arrojaban allí, para colmo con manos y pies desnudos. Ni un mueble. El techo era luminoso. Un ingenioso sistema de calefacción eléctrica, que ha sido imitado después, permitía aumentar la temperatura de las paredes a voluntad y dar de este modo a la sala la temperatura deseada... Me dedico en enumerar todos los detalles precisos de un invento absolutamente natural, que creaba esta ilusión de algo sobrenatural mediante ramas pintadas, de una selva ecuatorial abrasada por el sol del mediodía, para que nadie pueda poner en duda la serenidad de mi espíritu, para que nadie pueda decir: «¡Este hombre se ha vuelto loco», o bien: «Este hombre miente, o: «Este hombre nos toma por imbéciles».36Si me hubiera limitado a contar las cosas así: «Al bajar del sótano, nos encontramos con una selva ecuatorial abrasada por el sol del mediodía», habría logrado causar un efecto de estúpida sorpresa, pero no busco ningún efecto, ya que mi intención es explicar qué nos sucedió realmente al vizconde de Chagny y a mí en el curso de una terrible aventura que, por un tiempo, mantuvo en vilo a la justicia de este país. Vuelvo ahora a los hechos en el punto en que los he dejado. Cuando se hizo la luz en el techo y a nuestro alrededor se iluminó la selva, el estupor del vizconde superó todo lo que pueda imaginarse. La aparición de aquella selva impenetrable cuyos innumerables troncos y ramas nos enlazaban hasta el infinito, lo sumió en una consternación espantosa, Se pasó las manos por la frente como para rechazar una visión de sueño y sus ojos parpadearon como los de alguien a quien, al despertar, le cuesta recobrar el conocimiento de la realidad de las cosas. ¡Por un instante, se olvidó de escuchar! He dicho que la aparición de la selva no me sorprendió, por eso pude escuchar qué ocurría en la habitación de al lado. Además, me llamaba menos la atención el decorado, del que se desentendía mi pensamiento, que del mismo espejo que lo producía. Aquel espejo se había roto en algunos puntos. En efecto, tenía grietas. Habían logrado «estrellarlo» a pesar de su solidez y esto me demostraba que, sin duda alguna, la cámara de los suplicios en la que nos encontrábamos, ya había servido. Una víctima que llevaría los pies y las manos más protegidos que los de los condenados de la horas rosas de Mazenderan, había caído en aquella «ilusión moral» y, loco de rabia, había golpeado aquellos espejos que, a pesar de sus ligeras grietas, habían reflejado su agonía. Y la rama del árbol en la que había concluido su suplicio estaba dispuesta de tal modo que, antes de morir, había podido ver mecerse a la vez -supremo consuelo- a miles de ahorcados... ¡Sí, sí, Joseph Buquet había pasado por allí... ¿íbamos a morir como él? Yo no lo creía, ya que sabía que teníamos aún algunas horas de tiempo y que podría emplearlas en algo más útil de lo que Joseph Buquet había sido capaz de hacer. ¿Acaso no tenía un profundo conocimiento de la mayoría de los «trucos» de Erik? Esta era la oportunidad definitiva de llevarlo a la práctica. Para empezar, no pensaba en lo más mínimo en volver al corredor que nos había conducido hasta la cámara maldita, ni me preocupé por la posibilidad de volver a poner en juego la piedra interior que cerraba el paso. El motivo era muy simple: ¡no disponía de los medios!... Habíamos saltado de una altura bastante considerable a la cámara de los suplicios y ningún mueble nos permitía ahora alcanzar el pasaje, ni siquiera la rama del árbol de hierro, ni los hombros de uno de nosotros a modo de escalerillas.

    36En la época en que escribía el Persa, se comprende muy bien que tomara tantas precauciones contra la incredulidad de la gente; hoy en día, cuando todo el mundo ha podido ver ese tipo de salas, resultarían superfluas
     
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    El arte de la ausencia
    En el teatro oriental, sucede en ciertos momentos que un solo actor canta o baila y los demás permanecen sentados de espaldas al público. Kameko Kichizaemon, un famoso actor de kabuki del siglo XVIII, escribió que no era conveniente que el actor se relajara ni aun en la más pasiva de las situaciones. "Cuando estoy sentado ejecuto toda la danza en mi mente. Si no lo hiciese, la vista de mi espalda aburriría al espectador".
    En occidente, las virtudes teatrales de la omisión fueron ejercidas del modo más sublime por el ya legendario lan Wilenski. Como todos sabemos, este artista continuaba desarrollando su energía actoral aun cuando su personaje no estuviera en el escenario. A decir verdad, era precisamente en esos momentos de ausencia cuando Wilenski hacía notar su increíble capacidad de no expresar.
    Sus comienzos en la compañía del director Enrique Argenti no fueron muy prometedores. Se destacaba, eso sí, por su extraordinaria concentración: si tenía que disparar una flecha en el tercer acto, su arco ya estaba tenso una hora antes de la función; si moría en el primer acto, no había forma de hacerlo reaccionar hasta que los serenos que cuidaban el teatro lo arrojaban afuera.
    En 1957, un crítico se refirió a su actuación diciendo que el público no veía la hora de que Wilenski se fuera del escenario. Los amigos del actor lograron convencerlo de que el dictamen estaba referido a la fuerte impresión que dejaba la ausencia de su personaje.
    Después llegó la consagración. Los principales teatros se disputaban su participación para encarnar personajes que ya se habían
    ido o que todavía no habían llegado. Algunas veces, ni siquiera aparecía en escena. Eran sus interpretaciones predilectas. Pasaba largas horas maquillándose y encargaba costosos vestuarios. Los espectadores lo ovacionábamos cada vez que un actor nombraba al personaje ausente. Con el tiempo, Wilenski empezó a exigir que tales menciones fueran más frecuentes. Al terminar la función, todos aplaudíamos de pie y él agradecía inclinándose oculto detrás de la coulisse.
    Su mayor éxito fue sin duda Esperando a Godot. Lamentablemente, una enfermedad lo mantuvo en cama largos meses y debió ser reemplazado por Luis Pisano, un joven inexperto que el público no aceptó jamás.
    Hay que reconocer que la fama lo alteró. Sabedor del brillo de sus ausencias, procedió a ejercerlas en su vida personal. Se hacía invitar a todas las fiestas del ambiente, solamente para no ir. En su casa, casi nunca lo veían. Sin embargo, la inasistencia absoluta es imposible. Uno siempre está en alguna parte.
    El actor se rebelaba ante esta realidad y procuraba atenuar al máximo los efectos de su presencia. Empleaba toda su energía en omitirse. Durante algunas reuniones solía discutirse si Wilenski estaba o no estaba. Tales dudas, lamentablemente, invadieron su propio espíritu. Los parroquianos del bar "La Fragata" cuentan que algunas noches entraba con andar sigiloso y preguntaba a todos si no lo habían visto.
    Siguió representando papeles de ausente, cada vez con más éxito y con más eficacia. Ya no solamente no podíamos verlo los espectadores, sino que ni siquiera sus compañeros de elenco alcanzaban a cruzárselo. Lidia Moreno, una actriz que fue su compañera durante diez años, confesó en una entrevista radial que nunca lo había visto. A decir verdad, sólo los viejos actores conservaban un recuerdo personal de Wilenski.
    La compañía de Enrique Argenti siguió anunciando en los programas la participación del genial artista. En 1979, un periodista suspicaz pretendió acusar a Argenti de haber despedido a Wilenski años atrás, para ahorrarse los altos sueldos que el actor cobraba. Pero el público no creyó en tales denuncias. Sus admiradores continuamos llenando las salas.
    Acostumbrados como estábamos a no verlo, ni nos dimos cuenta cuando se retiró. En 1992 le hicimos un homenaje. Nunca supimos si vino.
     
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    El Fantasma de la Opera
    Gastón Leroux

    No había más que una salida posible, la que daba a la habitación estilo Luis Felipe en la que se encontraban Erik y Christine Daaé. Pero si aquella salida, por el lado de Christine era una puerta normal y corriente, por el nuestro era absolutamente invisible... Teníamos pues que intentar abrirla sin saber siquiera en qué lugar se encontraba, lo cual no era un trabajo muy fácil. Cuando me convencí de que no podíamos esperar nada de Christine Daaé, cuando oí al monstruo llevar, o mejor dicho, arrastrar consigo a la desgraciada muchacha fuera de la habitación estilo Luis Felipe para que no molestara nuestro suplicio, decidí ponerme inmediatamente a trabajar, es decir, a buscar el resorte de la puerta. Pero, primero, tuve que calmar al señor de Chagny que ya se paseaba por el claro como un alucinado, lanzando clamores incoherentes. Los retazos de conversación que había podido oír, pese a su emoción, entre Christine y el monstruo, habían contribuido a ponerle fuera de sí; si añadimos a esto el efecto de la selva mágica y el ardiente calor que empezaba a hacer correr el sudor por sus sienes, no costará mucho entender que el señor de Chagny comenzara a experimentar cierto tormento. A pesar de mis recomendaciones, mi compañero no tomaba ya ningún tipo de precaución. Iba y venía sin ningún rumbo, precipitándose hacia un espacio inexistente, creyendo entrar en una avenida que le conducía hacia el horizonte y golpeándose la frente, pocos pasos después, con el mismo reflejo de su ilusión de selva. Entretanto, iba gritando: ¡Christine!... ¡Christine!..., y agitaba la pistola llamando aún con todas sus fuerzas al monstruo, desafiando a un duelo a muerte al Ángel de la música, maldiciendo la selva ilusoria. El suplicio surtía efecto en aquella mente poco preparada. Intentaba combatirlo razonando con el pobre vizconde de la manera más serena del mundo, le hacía tocar con el dedo los espejos y el árbol de hierro, las ramas pintadas en los paneles, y le explicaba, según las leyes de la óptica, toda la utilería luminosa en la que estábamos envueltos y de la que no podíamos, como dos vulgares ignorantes, ser víctimas. -Estamos en una cámara, en una cámara pequeña, esto es lo que debemos repetirnos constantemente... Y saldremos de esta cámara cuando encontremos la puerta. ¡Pues bien, busquémosla! Le prometí que, si me dejaba actuar sin aturdirme con sus gritos y sus paseos de loco, encontraría el resorte de la puerta antes de una hora. Entonces, se tumbó en el parqué, como se hace en los bosques, y declaró que esperaría a que yo encontrara la puerta de la selva ya que no tenía nada mejor que hacer. Y creyó su deber añadir que, desde donde se encontraba, «la vista era espléndida» (A pesar de todo lo que yo había podido decirle, el suplicio surtía efecto.) En cuanto a mí, olvidando la selva, elegí un panel de espejos y me puse a tantear sobre él en todos los sentidos buscando el punto débil sobre el que había que apretar para hacer girar las puertas, según el sistema de puertas y trampillas giratorias de Erik. A veces ese punto débil podía ser una simple mancha en el espejo, del tamaño de un guisante, bajo la cual se encontraba el resorte que había que disparar. ¡Busqué y busqué! Tanteaba todo lo alto que mis manos podían alcanzar. Erik era más o menos de mi altura y pensaba que no habría colocado el resorte más arriba de lo que alcanzaba su talla; era sólo una hipótesis, pero mi única esperanza. Había decidido, pues, incansable y minuciosamente, dar la vuelta a los seis paneles de espejos y después examinar también detenidamente el parqué. Al mismo tiempo que tanteaba los paneles con sumo cuidado, me esforzaba por no perder un solo minuto, ya que el calor me invadía siempre más y nos asábamos literalmente en aquella selva inflamada. Trabajaba desde hacía una media hora y había terminado ya con tres paneles, cuando nuestra mala fortuna quiso que me volviese ante una sorda exclamación lanzada por el vizconde. -¡Me ahogo! -decía-.Todos estos espejos irradian un calor infernal... ¿Va a encontrar pronto su resorte? ¡Si no lo consigue pronto, nos vamos a asar aquí! No me disgustó nada oírle hablar así. No había dicho una sola palabra con respecto a la selva y confiaba en que la razón de mi compañero podría luchar aún más contra el suplicio. Pero añadió: -Lo que me consuela es que el monstruo le ha dado tiempo a Christine hasta mañana a las once de la noche; si no podemos salir de aquí y salvarla, ¡al menos moriremos antes que ella! ¡La misa de Erik podrá servir para todo el mundo! Y aspiró una bocanada de aire caliente que casi lo hizo desfallecer... Como no tenía los mismos motivos que el vizconde para aceptar la muerte, me volví, después de algunas palabras de aliento, hacia mi panel, pero había cometido la tontería de dar algunos pasos mientras hablaba, de tal modo que, en la confusión de la selva ilusoria, no sabía con seguridad cuál era mi panel. Me veía obligado a volver a empezar, al azar... Tampoco pude evitar manifestar mi contrariedad y el vizconde comprendió que tenía que rehacerlo todo. Esto le dio una nueva oportunidad. -jamás saldremos de esta selva! -gimió. Su desesperación no hizo más que aumentar. Y, al aumentar, le hacía olvidar siempre más que aquellos no eran más que espejos y no una verdadera selva. Yo había vuelto a buscar..., a tantear... La fiebre empezaba también a invadirme..., ya que no encontraba nada..., absolutamente nada... En la habitación de al lado seguía el mismo silencio. Nos encontrábamos de verdad perdidos en la selva..., sin salida..., sin brújula:..., sin guía..., sin nada. ¡Oh! Sabía lo que nos esperaba si nadie acudía en nuestra ayuda o si no encontraba el resorte. Pero, ¡ya podía buscar el resorte! No encontraba más que ramas... ramas de una belleza admirable que se alzaban rectas ante mí o se curvaban ondeantes por encima de mi cabeza... ¡Pero no daban ninguna sombra! No era de extrañar, ya que estábamos en una selva ecuatorial, con el sol justo sobre nuestras cabezas..., una selva del Congo... En varias ocasiones, el señor de Chagny y yo nos habíamos quitado y vuelto a poner el traje, encontrando a veces que nos daba más calor y a veces que, por el contrario, nos protegía del calor. Yo aún resistía moralmente, pero el señor de Chagny me pareció completamente «ido». Pretendía que hacía tres días y tres noches que caminaba sin parar por aquella selva en busca de Christine Daaé. De tanto en tanto, creía verla tras el tronco de un árbol, o deslizándose a través de las ramas, y la llamaba con palabras suplicantes que llenaban mis ojos de lágrimas: «¡Christine, Christine!... ¿Por que huyes de mí? ¿Acaso no me quieres?... ¿No estamos prometidos?... ¡Christine, detente! ¡Mira, estoy agotado!... ¡Christine, ten piedad!... ¡Voy a morir en la selva..., lejos de ti!» -¡Oh, tengo sed! -dijo finalmente en tono delirante. También yo tenía sed... Tenía la garganta hecha fuego...