Poemas, cuentos y leyendas

Tema en 'Temas de interés (no de plantas)' comenzado por mai^a, 27/2/08.

  1. clause

    clause Claudia

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    clause Claudia

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    Re: ... de poetas, cuentos y leyendas

    El Fantasma de la Opera
    Gastón Leroux

    el polvorín!... El señor de Chagny que parecía, desde que había ; vuelto a oír la voz de Christine, haber recobrado toda su fuerza moral, explicaba a toda prisa a la joven la terrible situación en la que nos encontrábamos, nosotros y la Opera entera... Era necesario girar el escorpión, inmediatamente... Este escorpión, que contestaba el sí tan deseado por Erik, quizás impediría que se produjera la catástrofe... -¡Ve!... ¡Ánimo, Christine, mi adorada Christine!... -ordenó Raoul. Hubo un silencio. -¡Christine! -exclamé-. ¿Dónde está usted? -Junto al escorpión. -¡No lo toque! Acababa de ocurrírseme -ya que conocía a Erik- que el monstruo había vuelto a engañar a la joven. Quizás era el escorpión el que iba a volarlo todo. ¿Por qué no había vuelto aún, si los cinco minutos habían ya transcurrido?... ¡No había vuelto!... Sin duda había ido a ponerse a cubierto... Quizás esperaba la formidable explosión... ¡Tan sólo esperaba eso!... En verdad, no podía esperar jamás que Christine consintiera en ser su presa voluntaria... ¿Por qué no había vuelto? ... ¡No toque el escorpión!... -¡Él! ¡Le oigo! ... ¡Ya está aquí!... -exclamó Christine. Llegaba, en efecto. Oímos sus pasos que se acercaban a la habitación estilo Luis Felipe. Se había reunido con Christine. No había pronunciado una sola palabra Entonces, alcé la voz: -¡Erik! ¡Soy yo! ¿Me reconoces? A mi llamada respondió inmediatamente en un tono extraordinariamente sereno. -¿Cómo, no habéis muerto ya ahí dentro?... Pues bien, procurad portaros bien. Quise interrumpirle, pero me dijo con tanta frialdad que quedé helado detrás de la pared: -¡Una palabra más, daroga, y lo hago volar todo! -y añadió en seguida-: ¡Le concedo el honor a la señorita!... La señorita no ha tocado el escorpión (¡qué tranquilo hablaba), la señorita no ha tocado el saltamontes (¡con qué sangre fría!), pero aún no es demasiado tarde para hacerlo. Mire, abro sin llave porque soy el maestro en trampillas y porque abro y cierro todo lo que quiero y como quiero... Abro los cofrecillos de ébano. Mire, señorita, en los cofrecillos de ébano..., esos hermosos animalitos..., están bastante bien reproducidos..., qué inofensivos parecen... ¡Pero el hábito no hace al monje! (todo lo decía con una voz neutra, uniforme). Si se gira el saltamontes, volaremos todos, señorita... Hay suficiente pólvora bajo nuestros pies para hacer saltar un barrio entero de París... Si se gira el escorpión, ¡toda esta pólvora queda anegada!... Señorita, con motivo de nuestras bodas, hará usted un precioso regalo a algunos centenares de parisinos que aplauden en este momento una mediocre obra de Meyerbeer... Les regalará la vida... puesto que, con sus hermosas manos (¡qué voz más apagada!), va a girar el escorpión ¡Y luego, felices, nos casaremos! Un silencio, y después: -Si dentro de dos minutos, señorita, no ha girado el escorpión... tengo un reloj... -añadió la voz de Erik-, un reloj que funciona maravillosamente bien-, giraré el saltamontes..., y el saltamontes salta maravillosamente bien... Se hizo un silencio más espantoso que todos los demás silencios. Yo sabía que cuando Erik adoptaba aquella voz pacífica, serena y cansada, es que está dispuesto a todo, capaz del más titánico crimen o de la más esclavizada devoción, y que una sílaba desagradable a sus oídos podía desencadenar un huracán. El señor de Chagny había comprendido que lo único que podía hacer era rezar y, arrodillado, rezaba... En cuanto a mí, la sangre me golpeaba con tanta fuerza que tuve que llevarme una mano al corazón por miedo a que explotara... Presentíamos lo que ocurría en aquellos últi-mos momentos en el pensamiento enloquecido de Christine Daaé... Comprendíamos su duda en girar el escorpión... ¿Sería el escorpión el que lo haría volar todo? ¿Habría decidido Erik destruirnos a todos con él? Por fin se dejó oír la voz de Erik, suave y de una dulzura angelical... -Los dos minutos han transcurrido..., ¡adiós, señorita!..., ¡salta, saltamontes!.. . ¡Erik! -exclamó Christine que debía haberse precipitado sobre la mano del monstruo-, me juras, monstruo me juras por tu infernal amor que es el escorpión el que hay que girar... -Sí, para volar en el día de nuestra boda... -Pues, entonces, saltemos. -¡A nuestra boda, inocente criatura!... El escorpión abre el baile... Pero, ¡basta ya!... ¿No quieres el escorpión?... Entonces, ¡el saltamontes! -¡Erik! ... -¡Basta! ... Había juntado mis gritos a los de Christine. El señor de Chagny, siempre de rodillas, seguía rezando... -Erik! ¡He girado el escorpión!... ¡Ah! ¡Qué momento vivimos! ¡Esperando! Esperando a ser tan sólo despojos en medio del trueno y de las ruinas... A sentir crujir bajo nuestros pies, en el abismo abierto... cosas..., cosas que podían ser el principio de la apoteosis de horror..., ya que, de la trampilla abierta en las tinieblas, boca negra en la noche negra, subía un silbido inquietante, como el primer ruido de un cohete... ... Al principio fue muy tenue..., después más consistente..., más fuerte... ¡Pero, escuchad! ¡Escuchad! Y sujetad con ambas manos vuestro corazón dispuesto a volar junto con muchos seres humanos. No era aquel el silbido del fuego. ¿Acaso no parece una manga de agua?... ¡A la trampilla! ¡A la trampilla! ¡Escuchad ¡Escuchad! Ahora empieza a hacer glugú... glugú... ¡A la trampilla! ¡A la trampilla! ¡A la trampilla!..., ¡Qué frescura! ¡A ella! ¡A ella! Toda la sed que había desaparecido con el miedo vuelve ahora más fuerte aún con el ruido del agua. ¡El agua! ¡El agua! ¡El agua que sube!... Que sube en la bodega, por encima de los toneles, todos los toneles de pólvora (¡toneles! ¡toneles!... ¿Tiene usted toneles para vender?), ¡el agua!... ¡el agua hacia la que nos precipitamos con las gargantas abrasadas!... ¡El agua que sube hasta nuestras barbillas, hasta nuestras bocas!... Y bebemos... En el fondo de la bodega, bebemos, hasta la misma bodega... Y volvemos a subir, sumidos en la negra noche, la escalera, peldaño a peldaño, la escalera que habíamos bajado al encuentro del agua y que volvemos a subir con el agua. Lo cierto es que había allí una cantidad apreciable de pólvora perdida y anegada... ¡Agua en abundancia!... No se escatima el agua en la mansión del Lago! Si esto sigue así, el lago entero entrará en la bodega...
     
  3. clause

    clause Claudia

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    La murga del tiempo
    Un rato antes de admitir la falsedad de un milagro, los Hombres Sabios se complacen en señalar el carácter metafórico del prodigio.
    Ahora bien, un milagro es la negación de una metáfora. Cuando decimos que un hombre vuela milagrosamente estamos anuando toda referencia a la poesía, a la libertad o a la independencia de costumbres.
    La explicación metafórica es una cobardía propia de quienes no se atreven ni a la fe ni a la incredulidad. Los hechos milagrosos que a continuación narraremos deben ser reputados verdaderos o falsos, pero no símbolos de otros hechos. Podrá objetarse que no existe en el universo objeto alguno que no sea un símbolo, ni dictamen que no gambetee la refutación presumiendo de metafórico. En tal caso podremos decir que la objeción misma es simbólica.
    Los vecinos de Flores suelen hablar del Barrio Maldito. Al parecer, es un distrito de mala suerte donde siempre ocurre lo desatinado y horrible. Personajes monstruosos garantizan la perfección de las desgracias: hay allí brujas, demonios, ogros, dragones, basiliscos y quimeras. Se asegura que nadie sale vivo.
    Espíritus barrocos han ido añadiendo detalles. Una pared de niebla que rodea la barriada. Un guardián implacable. Una calle donde no se puede cantar. Se discute asimismo el emplazamiento real y los límites exactos del Barrio Maldito. Al oeste de la vía todos juran que queda al este. Los del sur lo suponen en el norte. Algunos lo identifican con Parque Chas. Los pedantes garantizan
    que el Barrio Maldito está dentro de nosotros mismos, junto con el demonio, un niño, la persona amada, etcétera.
    Por esas calles funestas anda la Murga del Tiempo, también llamada Comparsa del Devenir, un grupo de bailarines zaparrastrosos que se mueven sin la menor gracia. La Murga baila todo el año, sus apariciones son sorpresivas y su canto es imposible de ser recordado, ni aun por los mismos cantores, que se ven obligados a inventar letras nuevas perpetuamente.
    Pero la principal cualidad de esta comparsa se escribe así: si alguien baila con ellos ya no puede dejar de bailar, ni abandonar la murga. De este modo, el número de sus integrantes aumenta cada día. Las madres aconsejan a los niños huir ni bien oigan los bombos y los intimidan con historias espantosas de niños raptados y condenados a la repetición perpetua de un paso murguero.
    Cada vez que una persona deja de aparecer por los boliches de Flores, es elegante suponer que ha sido hechizada por la Murga.
    Siendo que quien ve la Murga no puede evitar el baile y siendo que quien baila no puede dejar de hacerlo, está claro que la Murga no ha sido vista sino por sus propios integrantes. Esto tiñe de sospecha todos los testimonios, incluso éste. Sin embargo, la imposibilidad de cualquier desmentida permite afirmaciones audaces: las mujeres van desnudas, las carrozas vuelan, los disfraces son imposibles de quitar, los pomos lanzan Agua de Olvido.
    El polígrafo de Flores Manuel Mandeb juró haber bailado durante horas con las chicas de la comparsa. Al parecer, un paso equivocado le permitió escapar. Hombre propenso, en el baile como en la vida, a salir por el lado opuesto, quedó solo levantando una pierna hacia el oriente cuando todos marchaban hacia occidente. El percance le dejó tiempo para pensar y así fue como sa- lió rajando.
    El mismo Mandeb hizo correr un rumor complicadísimo acerca de la marcha del tiempo en el interior de la Murga. Parece que hay un núcleo alrededor del cual giran los bailarines y donde suele caminar el Director. Según Mandeb, allí al tiempo marcha al revés, en dirección al pasado. Los cigarrillos crecen en los ceniceros. Las leyendas se transmiten de generación en generación, pero son los hijos los que las cuentan a los padres. Uno tiene el pelo cada vez más corto. Las historias de amor empiezan por el hastío. Los libertinos salen borrachos de su casa y regresan sobrios la noche anterior. Mandeb habla también de tiempos que marchan hacia el costado, con causas sin efecto, o con efectos pertenecientes a otra serie. También menciona una esquina en donde el tiempo pasa rápido y los soles del día son como guiños de luciérnaga.
    Si tuviéramos la cobardía de buscar metáforas, muy pronto diríamos que la Murga es la vida, que todos bailamos en ella, que no hay modo de escapar a la sucesión, que el canto nunca se repite. Los agregados de Mandeb podrían interpretarse como contrapuntos de recuerdo en la melodía principal, y la huida del polígrafo como la eterna ilusión del hombre concreto de ser artí- fice de su propio destino.
    Por suerte nos asiste el coraje de descreer de estas leyendas y no nos cansaremos de pregonar la inexistencia de murgas y comparsas, con toda la fuerza de nuestra voz, agitando nuestras matracas, soplando nuestras cornetas y bailando, bailando, bailando.
     
  4. Anveri

    Anveri Fanática de nativas -aves

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    Re: ... de poetas, cuentos y leyendas

    :razz:

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    Colihue
    Nombre científico
    Chusquea culeu

    Familia
    Gramínea

    Distribución
    Habita desde Talca hasta Aysén. Chile.

    Detalles
    Es una planta arbustiva, perenne, con cañas simples y sin ramificaciones. Las cañas son macizas y miden entre 2 y 8 m de altura. Las hojas son largas y delgadas de 2 a 8 cm de largo y nacen en los nudos de las cañas. Florece cada cierto número de años desde octubre a marzo. Las cañas son utilizadas comúnmente en la construcción y elaboración de muebles, bastones y objetos artesanales.

    Anita.

    :razz: :razz: :razz:
     
  5. clause

    clause Claudia

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    Re: ... de poetas, cuentos y leyendas

    Hola Anveri!! :beso:
    si es el nombre de la editorial que hizo esa edicion!:happy:
     
  6. clause

    clause Claudia

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    Re: ... de poetas, cuentos y leyendas

    LA INVITACIÓN AMABLE

    Acercate, poeta; mi alma es sobria,
    de amor no entiende -del amor terreno-
    su amor es mas altivo y es mas bueno.

    No pediré los besos de tus labios.
    No beberé en tu vaso de cristal,
    el vaso es frágil y ama lo inmortal.

    Acercate, poeta sin recelos...
    ofréndame la gracia de tus manos,
    no habrá en mi antojo pensamientos vanos.

    ¿Quieres ir a los bosques con un libro,
    un libro suave de belleza lleno?...
    Leer podremos algun trozo ameno.

    Pondré en la voz la religión de tu alma,
    religión de piedad y de armonía
    que hermana en todo con la cuita mía.

    Te pediré me cuentes tus amores
    y alguna historia que por ser añeja
    nos dé el perfume de una rosa vieja.

    Yo no diré nada de mi misma
    porque no tengo flores perfumadas
    que pudieran asi ser historiadas.

    El cofre y una urna de mis sueños idos
    no se ha de abrir, cesando su letargo,
    para mostrarte el contenido amargo.

    Todo lo haré buscando tu alegría
    y seré para ti tan bondadosa
    como el perfume de la vieja rosa.

    La invitación esta....sincera y noble.
    ¿Quieres ser mi poeta buen amigo
    y solo tu dolor partir conmigo?
    351acr6.jpg
    alfonsina Storni
     
  7. clause

    clause Claudia

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    Re: ... de poetas, cuentos y leyendas

    El Fantasma de la Opera
    Gastón Leroux


    En realidad, ahora nadie sabe dónde se detendrá... Estamos fuera de la bodega y el agua sigue subiendo... Y el agua sale también de la bodega, se extiende por el suelo... Si esto continúa toda la mansión del Lago va a quedar inundada. El propio suelo de la habitación de los espejos es un pequeño lago en el que nuestros pies chapotean. ¡Ya es suficiente agua! Erik debería cerrar el grifo: ¡Erik! ¡Erik!... Ya hay suficiente agua para la pólvora! ¡Cierra el grifo! ¡Cierra el escorpión! Pero Erik no contesta... No se oye más que el agua que sube..., ahora nos llega hasta la mitad de las piernas... -¡Christine, Christine! ¡El agua nos llega a las rodillas! -grita el señor de Chagny. Pero Christine no responde... Tan sólo se oye el agua que sube. ¡Nada! Nada en la habitación de al lado... ¡Ya no hay nadie! ¡Nadie para girar el grifo! ¡Nadie para cerrar el escorpión. Estamos completamente solos en la oscuridad, con el agua negra que nos envuelve, que sube, que nos hiela. ¡Erik¡ ¡Erik! ¡Christine! ¡Christine! Ahora hemos perdido pie y giramos en el agua, llevados por un movimiento de rotación irresistible, ya que el agua gira junto con nosotros y chocamos contra los espejos negros que nos rechazan... y nuestras gargantas, que emergen por encima del torbellino, aúllan... ¿Acaso vamos a morir aquí? ¿Ahogados en la cámara de los suplicios?... jamás había visto esto! ¡Erik, en la época de las horas rosas de Mazenderan, nunca me había enseñado algo semejante por la ventanita invisible!... ¡Erik! ¡Erik! ¡Te he salvado la vida! ¡Acuérdate!... ¡Estabas condenado!... ¡Ibas a morir!... ¡Te he abierto las puertas de la vida!... ¡Erik!... ¡Girábamos en el agua como si fuésemos los restos de un naufragio!... Pero, de repente, he agarrado con mis manos desesperadas el ` tronco del árbol de hierro..., y llamo al señor de Chagny... Nos colgamos los dos de la rama del árbol de hierro... ¡El agua sigue subiendo! ¡Ah! ¿Recordáis el espacio hay entre la rama del árbol de hierro y el techo en cúpula de la habitación de los espejos? ... ¡Intentad recordarlo!... Después de todo, quizás el agua se detenga... Seguramente encontrará su nivel... ¡Mirad! ¡Parece que se detiene!... ¡No, no! ¡Horror!... ¡A nado! ¡A nado!... Nuestros brazos que nadan se entrelazan: ¡nos ahogamos!..., nos debatimos en el agua negra..., nos cuesta ya respirar el aire negro encima del agua negra..., el aire que huye, que oímos huir por encima de nuestras cabezas mediante no sé qué sistema de ventilación... ¡Giremos, giremos, giramos hasta que encontremos la entrada de aire!... Pegaremos entonces nuestra boca a la boca de aire... Pero las fuerzas me abandonan, intento agarrarme a las paredes... ¡Qué escurridizas son para mis dedos que buscan, las paredes de espejos!... ¡Seguimos girando!... ¡Nos hundimos!... ¡Un último esfuerzo!... ¡Un último grito!... ¡Erik!... ¡Christine!... ¡Glu, glu, glu!..., en los oídos. ¡Glu, glu, glu!..., en el fondo del agua negra nuestros oídos hacen glugú. Y me parece aún, antes de perder el conocimiento, oír entre dos glugú... «¡Toneles!... ¡Toneles!... ¿Tiene usted toneles para vender?»


    XXVII


    FIN DE LOS AMORES DEL FANTASMA

    Aquí termina la narración escrita que me dejó el Persa

    Pese al horror de una situación que parecía conducirles definitivamente a la muerte, el señor de Chagny y su compañero se salvaron gracias a la sublime abnegación de Christine Daaé. El resto de la aventura me lo explicó el daroga mismo. Cuando fui a verlo, seguía viviendo en su pequeño apartamento de la calle de Rivoli, frente a las Tullerías. Se encontraba muy enfermo y fue preciso todo mi ardor de reportero-historiador al servicio de la verdad para decidirle a revivir conmigo el increíble drama. Era siempre su viejo y fiel criado Darius quien le servía y me condujo a su lado. El daroga me recibió junto a la ventana abierta al jardín, sentado en un gran sillón donde intentaba levantar un torso que, en sus tiempos, no debió carecer de belleza. El Persa tenía aún sus magníficos ojos, pero su pobre rostro estaba muy cansado. Se había hecho rasurar totalmente la cabeza, a la que solía cubrir con un gorro de astracán. Iba vestido con una amplia hopalanda muy sencilla, en cuyas mangas se entretenía inconscientemente retorciéndose los dedos, pero su espíritu seguía siendo muy lúcido. No podía recordar las angustias pasadas sin dejarse embargar por cierto desasosiego y, casi a migajas, le arranqué el sorprendente final de esta extraña historia. A veces se hacía rogar para contestar a mis preguntas; en cambio otras, exaltado por sus recuerdos, evocaba espontáneamente ante mí, con una viveza estremecedora, la imagen espantosa de Erik y las terribles horas que el señor de Chagny y él habían vivido en la mansión del Lago. Tendrían, que haberlo visto estremecerse cuando me describía su despertar en la penumbra inquietante de la habitación estilo Luis Felipe..., tras el drama del agua... He aquí, pues, el final de esta terrible historia, tal como me la contó para que completase el relato escrito que me había confiado: Al abrir los ojos, el daroga se vio tumbado en una cama... El señor de Chagny estaba echado sobre un canapé, junto al armario de luna. Un ángel y un demonio velaban sobre ellos al lado del armario... Después de los espejismos y de las ilusiones de la cámara de los suplicios, la precisión de los detalles burgueses de aquella pequeña habitación tranquila parecía también haber sido inventada para desorientar aún más al individuo lo bastante temerario como para internarse en aquellos parajes de pesadilla viviente. Aquella cama-barco, aquellas sillas de caoba encerada, aquella cómoda y aquellos cofres, el cuidado con el que los mantelitos de puntilla estaban colocados en los respaldos de los sillones, el reloj de péndulo y, a cada, lado de la chimenea, los cofrecillos de apariencia tan inofensiva..., en fin, aquella estantería adornada de conchas, de acericos rojos para los alfileres, de barcos de nácar y de un enorme huevo de avestruz..., todo ello discretamente iluminado por una lampara con tulipa puesta sobre un velador... todo este mobiliario, que era de una conmovedora cursilería hogareña, tan apacible, tan razonable, en el fondo de los sótanos de la Ópera, tal decoración desconcertaba a la imaginación más que todas las fantasmagorías pasadas. Y la sombra del hombre de la máscara, en aquel marco anticuado, preciso y limpio, sorprendía aún más. Se inclinó y dijo en voz baja al Persa: -¿Estás mejor, daroga?... ¿Contemplas mí mobiliario?... Es todo lo que me queda de mi pobre y miserable madre...
     
  8. clause

    clause Claudia

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    Naipes
    El casamiento entre parientes demasiado cercanos fue causa de la decadencia de muchas casas reales europeas. A decir verdad, el número de personas pertenecientes a la alta nobleza fue siempre más bien reducido. Y a la vuelta de los casamientos y de las con- fluencias sanguíneas, casi todos eran parientes entre sí. De esta suerte, era una ardua cuestión para cualquier príncipe dar con una esposa adecuada que no fuera, digamos, su tía.
    El caso es que esta estrechez de los horizontes conyugales fue degradando las estirpes y alcanzó a dotar a las naciones de algunos reyes de histórica estupidez.
    Carlos VI de Francia fue, por cierto, el resultado de muchas ge- neraciones de nobles que no salían de su casa. En verdad no era idiota sino loco, aunque supo beneficiar a su patria con una total falta de interés por los asuntos públicos. Por desgracia, ese interés fue asumido con el mayor entusiasmo por su mujer, Isabel de Ba- viera, quien no era ni loca ni estúpida, aunque sí perversa.
    A finales del siglo XIV, el pobre Carlos había dado ya suficientes muestras de demencia como para ser alejado del poder.
    Estando con su ejército en Le Mans, oyó caer la espada de uno de sus caballeros y tuvo un ataque de furia de tal naturaleza que durante una hora estuvo tirando estocadas a lo más selecto de sus tropas. Mató a cuatro, hirió a una docena, hasta que, por fin, se le rompió el sable.
    Solía tener crisis terribles, durante las cuales no sabía quién era. Muchas veces pretendía ser soltero y llamarse Jorge. Recorría los pasillos bailando en forma grotesca. O llamaba a los guardias ase- gurando que lo perseguían para matarlo.
    Durante algunos meses prohibió a los cortesanos que se le acercaran: creía ser de cristal y tenía miedo de que lo rompieran. Se recubría de frazadas y se movía con extrema lentitud.
    Isabel de Baviera resolvió dejarlo solo y se fue con uno de sus amantes —el duque de Turena, hermano del rey— al castillo de Barbette.
    Carlos VI quedó solo en la cerrazón de su locura. Nadie lo atendía. Yacía en medio de sus propias heces, lleno de piojos, las
    uñas largas, vestido con harapos que no se cambiaba nunca.
    Pero a Isabel no le bastaba con alejarlo del poder: deseaba ma- tarlo para que accediera al trono su cuñado y amante. Y como re- sultaba riesgoso hacerlo en forma directa, concibió la idea de hacer que se consumiera de lujuria. Para ello le envió a una joven muy aparente, Odette de Chamdivert.
    Pero a la niña le gustó el rey. Y además de complacerlo en la cama, lo limpió, lo atendió y lo cuidó amorosamente.
    Odette conocía un juego que los mercaderes habían traído hacía muy poco del Oriente. Eran unos cartones pintados con figuras y números. Los árabes llamaban a este juego naib. Odette y Carlos pasaban las tardes muy entretenidos con esta diversión. El rey encargó al pintor Gringonieur que le hiciera tres juegos. Pagó por ellos cincuenta y tres soles. Las barajas se instalaban de este modo en Occidente. Son -como vemos- mucho más modernas que los dados, que fueron conocidos por todos los pueblos de la antigüedad clásica.
    Sin embargo hay otras opiniones. Algunos hablan de un libro escrito por Toth, el dios egipcio con cabeza de ibis. Este libro sería tan viejo como la humanidad misma y en sus páginas estaba "aquella cosa de la que se deriva el conocimiento de todas las demás". Advertido Toth de la malicia de los hombres, pensó que no con- venía impartirles nociones tan poderosas. Entonces metió el libro en una caja de oro, que puso luego dentro de otra de plata. Vinieron después sucesivas cajas de marfil, de cobre, de bronce y de hierro. Para culminar el procedimiento depositó el ingente envol- torio en el fondo del Nilo. Algunas láminas del libro cayeron misteriosamente en poder de Moisés, que al parecer las sacó de Egipto junto con vasos y adornos de oro.
    Merced al examen de esas láminas habría nacido la ciencia de los cabalistas.
    En el siglo XVII, el padre Athanasius Kircher consiguió una de esas láminas, tal vez en Alejandría. El obtuso jesuíta dijo haber resuelto a partir de ella el misterio de los jeroglíficos. Así publicó, dos siglos antes de Champollion, un libro llamado La lengua egip- cia restituida, donde a través de centenares de páginas se revela el significado de todos los signos, con el milagroso resultado de no acertar siquiera uno.
    La lámina pasó, según dicen, a poder del cardenal Bembo. Pe- ro tratándose de Kircher, conviene dudar de todo.
    Los aficionados a la magia afirman que del libro secreto de
    Toth es hijo el tarot egipcio y que el tarot habría dado lugar a nuestras barajas cotidianas.
    De donde podría conjeturarse que la revelación de los miste- rios del universo se ha ido degradando con los siglos hasta dar en el chinchón.


    Carreras secretas
    La teoría según la cual todos los objetos del universo se influyen mutuamente, aun más allá de la causalidad y el silogismo, ha sido sostenida por muchas civilizaciones.
    Se sabe que la visión de un meteorito asegura el cumplimiento de un anhelo. La incompetencia de los emperadores chinos pro- duce terremotos. El futuro imprime advertencias en las entrañas de las aves.
    La adecuada pronunciación de una palabra puede destruir el mundo.
    Yo, desde chico, he participado -sin admitirlo- de estas convicciones. Con toda frecuencia, me imponía sencillas maniobras y preveía unas módicas sanciones para el caso de su incumplimien- to. Antes de acostarme, cerraba las puertas de los roperos, sabien- do que si no lo hacía debería soportar pesadillas. Bajaba de la cama con el pie derecho. Evitaba pisar baldosas celestes. Al interrumpir la lectura, cuidaba de hacerlo en una palabra terminada en ese.
    Los castigos que imaginaba eran al principio leves. Pero des- pués empecé a jugar fuerte. Si me cortaba las uñas por las noches, mi madre moriría; si hablaba con un japonés, quedaría mudo; si no alcanzaba a tocar las ramas de algunos árboles, dejaría de ca- minar para siempre.
    Este repertorio legislativo fue creciendo con el tiempo y al llegar mi adolescencia, mi vida transcurría en medio de una intrincada red de obligaciones y prohibiciones, a menudo contradictorias.
    Todo se hizo más simple -más dramático- cuando descubrí las carreras secretas.
    Describiré sus reglas. Se trata de elegir en la calle a una perso- na de caminar ágil y proponerse alcanzarla antes de llegar a un punto establecido. Está rigurosamente prohibido correr.
    Antes del comienzo de cada justa, se deciden las recompensas y penalidades: si llego a la esquina antes que el pelado, aprobaré el examen de lingüística.
    Durante largos años, competí sin perder jamás. Me asistía una ventaja decisiva: mis adversarios no estaban enterados de su participación y por lo tanto, casi no oponían resistencia. Obtuve pre-
    mios fabulosos. En Constitución, me aseguré vivir más de noventa años. En la calle Solís, garanticé la prosperidad de mis fa- miliares y amigos. En el subterráneo de Palermo, por escaso mar- gen, logré que Dios existiera.
    Tantas victorias me volvieron imprudente. Cada vez elegía ri- vales más difíciles de alcanzar. Cada vez los castigos que me pro- metía eran más horrorosos.
    Una tarde, al bajar del tren en Retiro, puse mis ojos en un marinero que marchaba unos veinte pasos delante de mí. Me hice el propósito de alcanzarlo antes de la puerta del andén.
    Con el coraje y la generosidad que suelen ser hijos del aburri- miento, resolví jugármelo todo. Una vida feliz, si ganaba. Una existencia mezquina, si perdía. Y como una compadreada final, me vacié los bolsillos: aposté el amor de la mujer deseada.
    Apuré la marcha. Poco a poco fui acortando las ventajas que el joven me llevaba. Las dificultades comenzaron pronto: un fami- lión me cerró el camino y perdí segundos preciosos. Al borde del ridículo, ensayé el más veloz de los pasos gimnásticos. El infierno me envió unos changadores en sentido contrario. Después tuve que eludir a unas colegialas que se divertían empujándose. La carrera estaba difícil, tuve miedo.
    Ya cerca de la meta, conseguí ponerme a la par del marinero.
    Lo miré y descubrí algo escalofriante: él también competía. Y no estaba dispuesto a dejarse vencer. Había en sus ojos un desafío y una determinación que me llenaron de espanto.
    En los últimos metros, perdimos toda compostura. Pedíamos permiso a los gritos y sin el menor pudor, empujábamos a cual- quiera. Pensé en la mujer que amaba y estuve al borde del sollozo. En el último instante, cuando ya parecía perdido, una reserva misteriosa de fortaleza y valor me permitió cruzar la puerta con lo que yo creí una ínfima ventaja.
    Sentí alivio y felicidad. Pensé que aquella misma noche mis sueños amorosos empezarían a cumplirse. No pude reprimir un ademán de victoria. Alcé los brazos y miré al cielo. Después, co- mo en un gesto de cortesía, busqué al marinero. Lo que vi me llenó de perplejidad. También él festejaba con unos saltitos ridículos. Por un instante nos miramos y hubo entre nosotros un no expresado litigio.
    Era evidente que aquel hombre creía haberme ganado. Sin em- bargo, yo estaba seguro de haberle sacado, al menos, una baldosa.
    Entonces dudé. ¿Había calculado bien? ¿Cuál sería el precedi-
    miento legal en esos casos? Desde luego, no me atreví a consultarlo con el marinero. Me alejé confundido y pensé que pronto conocería el veredicto. Una vida dichosa, un amor correspondido, darían fe de mi triunfo. La suerte aciaga, el rechazo terco, me ha- rían comprender la derrota.
    Pasaron los años y nunca supe si en verdad gané aquella carre- ra. Muchas veces fui afortunado, muchas otras conocí la desdicha.
    La mujer de mis sueños me aceptó y rechazó sucesivamente.
    Todas las noches pienso en buscar a aquel marinero y preguntarle cómo lo trata la suerte. Solamente él tiene la respuesta acerca de la exacta naturaleza de mi destino. Quizá, en alguna parte, también él me esté buscando.
    Me niego a considerar una posibilidad que algunos amigos me han señalado: la inoperancia de los triunfos o derrotas obtenidos en carreras secretas.

     
  9. clause

    clause Claudia

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    El Fantasma de la Opera
    Gastón Leroux
    Le dijo aún más cosas, de las que ya no se acordaba; pero -y esto le parecía muy extraño- el Persa conservaba el recuerdo preciso de que, en el transcurso de esta visión trasnochada de la habitación estilo Luis Felipe, sólo hablaba Erik. Christine Daaé no decía una sola palabra; se desplazaba sin ruido, como una hermanita de la caridad que hubiera hecho el voto de silencio... Traía en una taza un cordial..., o un té humeante... El hombre de la máscara se la quitaba de las manos y la tendía al Persa. En cuanto al señor de Chagny, dormía. Erik, mientras echaba un poco de ron en la taza del daroga, señalándole al vizconde tendido, dijo: -Ha vuelto en sí mucho antes de que supiéramos sí tú estabas vivo, daroga. Se encuentra muy bien... Duerme... No hay que despertarle... Por un momento Erik abandonó la habitación y el Persa, apoyándose en el codo, miró a su alrededor... Vio, sentada en un rincón de la chimenea, la silueta blanca de Christine Daaé. Le dirigió la palabra..., la llamó..., pero se encontraba aún demasiado débil y volvió a dejarse caer sobre la almohada... Christine vino hasta él, le puso una mano en la frente, luego se alejó... El Persa se acordó de que entonces, al alejarse, no tuvo ni una sola mirada para el señor de Chagny quien, a su lado, bien es verdad, dormía tranquilamente... Y volvió a sentarse en su sillón, en el rincón de la chimenea, silenciosa como una hermanita de la caridad que hubiera hecho voto de silencio... Erik regresó con unos frasquitos que dejó encima de la chimenea. En voz baja, para no despertar al señor de Chagny, dijo al Persa, después de sentarse a su cabecera y de tomarle el pulso: -Ahora ya estáis ambos fuera de peligro. Pronto os conduciré a la superficie de la tierra, para complacer a mi mujer. Dicho lo cual se levantó y, sin dar explicaciones, volvió a desaparecer. El Persa miraba ahora el perfil tranquilo de Christine bajo la lámpara. Leía un libro diminuto de lomo dorado como los libros religiosos. La Imitación tiene ediciones de este tipo.37En los oídos del Persa repercutía aún el tono natural con el que el otro había dicho: «Para complacer a mi mujer»... Muy suavemente, el daroga volvió a llamar, pero Christine debía estar muy lejos, porque no lo oyó... Erik entró de nuevo..., hizo beber al daroga una poción, tras recomendarle que no dirigiera ni una sola palabra a «su mujer» ni a nadie, porque eso podía perjudicar el bienestar de todo el mundo. A partir de aquel momento, el Persa se acuerda aún de la sombra negra de Erik y de la silueta blanca de Christine, que se deslizaban en silencio a través de la habitación y se inclinaban sobre el señor de Chagny. El Persa estaba aún muy débil, y el menor ruido de la puerta del armario de luna, que al abrirse chirriaba, por ejemplo, le daba dolor de cabeza..., y luego se durmió como el señor de Chagny. Esta vez se despertó en su casa, cuidado por su fiel Darius, quien le informó de que le habían encontrado, la noche anterior, contra la puerta de su apartamento, al que debió ser transportado por un desconocido que se preocupó de llamar antes de alejarse. Inmediatamente después de que el daroga hubo recobrado sus fuerzas y su responsabilidad, envió en busca de noticias del vizconde al domicilio del conde Philippe.
    Le contestaron que el joven aún no había aparecido y que el conde Philippe había muerto. Habían encontrado su cadáver en la verja del lago de la ópera, del lado de la calle Scribe. El Persa recordó la misa fúnebre a la que había asistido tras la pared de la habitación de los espejos y no dudó del crimen ni del criminal. Sin dificultad, conociendo a Erik, reconstruyó el drama, ¡ay!, sin esfuerzo. Después de creer que su hermano había raptado a Christine Daaé, Philippe se había lanzado en su persecución por la carretera de Bruselas en la que, a su conocimiento, se había preparado la huida. Al no encontrar a los jóvenes, había vuelto a la Opera, había recordado las extrañas confidencias de Raoul acerca de un fantástico rival, se enteró de que el vizconde lo había intentado todo para penetrar en los sótanos del teatro y que, finalmente, había desaparecido dejando su sombrero en la habitación de la diva, al lado de una caja de pistolas. El conde, que ya no dudaba de la locura de su hermano, se había lanzado a su vez a aquel infernal laberinto subterráneo. ¿Era preciso algo más, a los ojos del Persa, para explicar la presencia del cadáver del conde en la verja del lago, en el que vigilaba el canto de la sirena, la sirena de Erik, aquella portera del lago de los Muertos? El Persa no dudó más. Aterrado por esta nueva fechoría, sin poder permanecer en la incertidumbre en la que se encontraba respecto a la suerte definitiva del vizconde y de Christine Daaé, se decidió a contarlo todo a la justicia. La instrucción del caso había sido confiada al juez Faure y no vaciló en hacerle una visita. Podemos imaginar fácilmente de qué modo un espíritu escéptico, atado a las cosas de la tierra, superficial (lo digo como lo pienso) y nada preparado para semejante confidencia, recibió el testimonio del daroga. El juez lo trató como si fuera un loco. El Persa, desesperando de que alguien le hiciese caso, se puso entonces a escribir. Ya que la justicia no quería su testimonio, quizás a la prensa le interesara. Así que una tarde en que acababa de redactar la última línea del relato que he transcrito fielmente aquí, su criado Darius le anunció a un extranjero que no había dado su nombre, cuyo rostro le había sido imposible ver y que se empeñaba en quedarse allí hasta que el daroga lo recibiera. El Persa, presintiendo inmediatamente la identidad de aquel curioso visitante, ordenó que lo hiciera pasar. El daroga no se había equivocado. ¡Era el fantasma! ¡Era Erik! Parecía padecer muy débil y se apoyaba en la pared como si temiera caerse... Al quitarse el sombrero, mostró una frente pálida como la cera. El resto de la cara estaba tapado por la máscara. El Persa se había erguido ante él. -Asesino del conde Philippe, ¿qué has hecho de su hermano y de Christine Daaé? Ante esta horrible acusación, Erik vaciló y por un momento guardó silencio; luego, se arrastró hasta un sillón, en el que se dejó caer lanzando un profundo suspiro. Y allí dijo entre frases sueltas y palabras entrecortadas: -Daroga, no me hables del conde Philippe... Estaba muerto..., ya..., cuando..., la sirena cantó..., fue un accidente..., un triste..., un lamentable accidente... ¡Se había caído torpe, simple y naturalmente al lago!... -¡Mientes! -exclamó el Persa. Entonces Erik inclinó la cabeza y dijo: -No vengo aquí... para hablarte del conde Philippe..., sino para decirte que... voy a morir...

    37Se refiere ala Imitación de Cristo, de Tomas de Kempis (1379-1471)
     
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    Margaritas
    Las margaritas tienen -como se sabe- la prodigiosa facultad de responder a consultas amorosas.
    El enamorado curioso debe apoderarse de una margarita cualquiera. Acto seguido, pensará en aquella persona cuya disposición deseare conocer. Luego, arrancará los pétalos de la flor uno a uno. A cada pétalo corresponderá un dictamen recitado en voz alta.
    Me quiere mucho, para el primero; poquito, para el segundo; nada en el tercero.
    Allí termina la exigua serie de resultados posibles, que deberá reiniciarse una y otra vez hasta llegar al último pétalo: la elocución que a éste correspondiere, será la respuesta oracular de la flor.
    Tal respuesta es infalible y señala una inapelable verdad, salvo que -como sucede con frecuencia— se haya cometido el más mínimo error en los procedimientos.
    Aplicando a este trío de revelaciones las leyes de divisibilidad, el enamorado metódico podría calcular sus probabilidades.
    Cuando el número de los pétalos es múltiplo de tres, la respuesta es nada.
    Si al número de pétalos le falta uno para llegar a ser múltiplo de tres, la respuesta es poquito.
    Si le sobra uno, la respuesta es mucho.
    Algunos pretenden que las respuestas posibles son en realidad cuatro. Convierten el informe me quiere mucho, en dos respuestas diferentes:
    A) me quiere.
    B) mucho.
    Esta astucia reduce la posibilidad del nada de un treinta y tres a un veinticinco por ciento.
    Es imposible negar que entre el amor que sienten las personas y la morfología de estas flores existe un nexo inconmovible.
    Pero admitido el vínculo, no hay acuerdo para explicar su naturaleza. Examinemos algunas teorías.
    1) La flor influye sobre la persona en quien piensa el consultante: el número de pétalos impulsa a quien es pensado a amar mucho, poquito o nada al que deshoja.
    2) La persona pensada influye sobre la flor: la margarita adecúa el número de sus pétalos a la intensidad de los sentimientos indagados.
    3) Todo está escrito y el suplicante elegirá sólo aquellas margaritas cuyo número de pétalos asegure una respuesta exacta.
    Las margaritas mucho son imposibles para un hombre al que quieren poquito.
    4) Todo es mentira. No hay relación alguna entre las aparentes respuestas y la realidad. Esta es la opinión de los Refutadores de Leyendas, quienes sustentan su parecer con innumerables ejemplos de personas que alentadas por la flor son rechazadas luego, incluso de mal modo.
    Los espíritus leguleyos señalan con insistencia algunos preceptos jurídicos.
    • El arrancar o añadir pétalos, saltear respuestas o alterar su orden invalida la consulta.
    • Está prohibida la indagación sucesiva y vana de diferentes margaritas.
    Los cientistas sueñan con que la genética vendrá a resolver sus problemas sentimentales, creando margaritas que siempre responderán mucho.
    También se ha pensado en la posibilidad de obtener respuestas más variadas mediante la creación de nuevos dictámenes: hasta decir basta, bastante, relativamente poco, vaya y pase, casi nada, menos que nada, ni loco que estuviera.
    La fe en las margaritas va empalideciendo en estos días. Los últimos fieles son tal vez los amantes rechazados, esas personas que insisten en preguntar lo que ya se les contestó y que se contentan con las respuestas favorables de flores, brujas y horóscopos, mientras las mujeres que aman bailan con otros señores en La Enramada.
    Margarita es perla en griego y en latín. Es ojo del día en inglés y es vegetal indagatorio en todo el mundo. Pasar de largo ante sus confidencias es un pecado imperdonable.
    Las flores, las estrellas, los pájaros: el Universo quiere hablarnos.
    Cada fenómeno de la naturaleza es una señal. Ante esos guiños cósmicos tenemos la obligación de considerarlos.
    Es cierto que nos acompañará la perpetua sensación de que nunca comprenderemos o de que comprenderemos erróneamente. Pero el error es preferible a la indiferencia.
    Cualquiera sea el mensaje que el cosmos prometa, por terrible y amenazador que nos pareciere, será mejor que la ausencia de
    mensaje. Será mas consolador que una ominosa y absurda indiferencia de los astros.



    https://img47.***/img47/8761/x1pnprgmi5o51tnxwuvschchj9.jpg
     
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    El Fantasma de la Opera
    Gastón Leroux

    -¿Dónde están Raoul de Chagny y Christine Daaé? -Voy a morir... -¿Raoul de Chagny y Christine Daaé? -…de amor..., daroga..., voy a morir de amor..., así es..., ¡la amaba tanto! ... Y la amo aún, daroga, puesto que muero por ella. Si supieras qué hermosa estaba cuando me permitió besarla viva, por su salvación eterna... Era la primera vez, daroga, la primera vez, ¿me oyes?, que besaba a una mujer... ¡Sí, viva, la besé estando viva y estaba hermosa como una muerta! El Persa se había levantado, se había atrevido a tocar a Erik. Le sacudió por el brazo. -¿Me dirás al fin si está viva o muerta? -¿Por qué me zarandeas así? -contestó Erik con esfuerzo-.Te he dicho que soy yo el que va a morir... sí, la besé estando viva... -¿Y ahora está muerta? -Te digo que la besé así en la frente..., y ella no apartó su frente de mi boca... ¡Ah, es una joven honesta! En cuanto a si está muerta, no lo creo, aunque ya no es asunto mío... ¡No, no, no está muerta! Y no me gustaría saber que alguien haya tocado un solo pelo de su cabeza. Es una joven valiente y honrada que, además, te salvó la vida, daroga, en un momento en el que no hubiera dado dos sous por tu piel de persa. En realidad, nadie se ocupaba de ti. ¿Por qué estabas allí con aquel jovencito? Además, ibas a morir. Me suplicaba por la vida de su jovencito, pero yo le había contestado que, dado que había girado el escorpión, me había convertido por este mismo hecho y por su propia voluntad en su prometido y que no necesitaba a dos prometidos, lo cual era bastante justo. En cuanto a ti, tú no existías, ya no existías, te lo repito, ibas a morir junto con el otro prometido. »Pero, escúchame bien, daroga, cuando gritabais como condenados por culpa del agua, Christine se me acercó con sus hermosos ojos azules muy abiertos y me juró, por la salvación de su alma, que consentía en ser mi mujer viva. Hasta entonces, daroga, en el fondo de sus ojos había visto siempre a mi mujer muerta. Era la primera vez que veía en ellos a mi mujer viva. Era sincera al jurar por la salvación de su alma. No se mataría. Asunto concluido. Media hora más tarde, todas las aguas habían vuelto al lago y yo estiraba tu lengua, daroga, ya que estaba seguro, palabra, que te quedabas allí mismo... ¡En fin, eso es todo!... Estaba acordado que debíais recobrar el conocimiento bajo tierra y que luego os llevaría a la superficie. Finalmente, cuando me dejasteis libre el suelo la habitación estilo Luis Felipe, volví a ella completamente solo.» -¿Qué habías hecho del vizconde de Chagny? -lo interrumpió el Persa. -¡Ah!... ¡Entiéndeme!... A ése, daroga, no iba a llevarlo en seguida así como así, al exterior.. Era un rehén... Pero tampoco podía conservarlo en la mansión del Lago por Christine. Entonces lo encerré muy confortablemente y lo até (el perfume de Mazenderan lo había vuelto dócil como un trapo) en la bodega de los comuneros, que está en la parte más desierta del sótano más lejano de la Ópera, más abajo aún que el quinto sótano, allí a donde no va nadie y donde es imposible hacerse oír de nadie. Me encontraba muy tranquilo y volví al lado de Christine. Ella me aguardaba... En este punto del relato, parece ser que el fantasma se levantó con tanta solemnidad que el Persa, que había vuelto a ocupar su sitio en el sillón, tuvo que levantarse también como obedeciendo al mismo movimiento y sintiendo que le era imposible permanecer sentado en un momento tan solemne, e incluso (me confesó el mismo Persa) se quitó, a pesar de tener la cabeza rapada, su gorro de astracán. -Sí, ella me aguardaba -continuó Erik, que se puso a temblar como una hoja, a temblar estremecido por una emoción solemne-. Me esperaba de pie, viva, como una verdadera novia viviente, por la salvación de su alma... Y cuando me acerqué, más tímido que un niño pequeño, no escapó..., no, no... permaneció allí..., me esperó... ¡Incluso creo, daroga, que un poco..., ¡oh, no mucho!..., pero un poco como una novia viva..., que adelantó la frente un poco... Y..., y..., yo la... besé... ¡Yo!..., ¡yo!..., ¡yo!... ¡Y ella no murió!... Permaneció tranquilamente a mi lado, después de que la besé..., en la frente... ¡Ah, qué maravilloso es, daroga, besar a alguien!... Tú no puedes saberlo..., pero yo... ¡yo!... Mi madre, daroga, la pobre desgraciada de mi madre no quiso jamás que la besara... Huía..., arrojándome mi máscara..., ninguna otra mujer!..., jamás!..., jamás!... ¡Ay, ay, ay! Entonces..., de pura felicidad, lloré. Y caí llorando a sus piececitos... Y besé llorando sus pies, sus piececitos, llorando... Tú también lloras, daroga; y también ella lloraba..., el ángel lloró... Mientras contaba esto, Erik sollozaba y el Persa, en efecto, no podía contener sus lágrimas ante aquel hombre enmascarado que, con escalofríos, las manos sobre el pecho, lloraba tanto de dolor como de ternura. -¡Sentí correr sus lágrimas por mi frente, oh Daroga! Eran cálidas..., eran dulces..., recorrían por debajo de mi máscara e iban a juntarse con las mías en mis ojos... resbalaban hasta mi boca... ¡Ah, sus lágrimas... por mí! Oye, daroga, oye lo que hice... Me arranqué la máscara para no perder ni una sola de sus lágrimas... ¡Y ella no huyó!... ¡Ni murió!... Continuó viva, llorando... sobre mí..., conmigo... ¡Lloramos juntos!... ¡Señor del cielo, me has concedido toda la felicidad del mundo!... Y Erik se había hundido, sollozando, en el sillón. -¡Ah, no voy a morir aún... en seguida..., pero déjame llorar -le había dicho al Persa. Al cabo de un instante el hombre de la máscara continuó: -Óyeme, daroga, oye bien esto... Mientras me encontraba a sus pies... oí que decía: «Pobre desventurado de Erik», ¡y cogió mi mano!... Entonces no fui nada más, ¿lo comprendes?, que un pobre perro dispuesto a morir por ella... ¡tal como te lo digo, daroga! »Imagínate que yo llevaba en la mano un anillo, un anillo de oro que le había dado... que ella había perdido... y que yo había encontrado..., una alianza... Lo puse en su manita y le dije: «¡Toma, coge esto!..., coge esto para ti y para él ... Será mi regalo de bodas... ¡el regalo del pobre desventurado de Erik... Sé que amas a ese joven..., ¡no llores más!...» Ella me preguntó con voz muy dulce qué quería decir; entonces le hice entender, y ella comprendió en seguida que yo no era para ella más que un pobre perro dispuesto a morir.., que ella podría casarse con el joven cuando quisiera, porque había llorado conmigo... Ya puedes imaginarte, ay, daroga, que al decirle esto era como si partiera con toda tranquilidad mi corazón en cuatro, pero ella había llorado conmigo... y había dicho: «¡Pobre desventurado de Erik!». La emoción de Erik era tal que debió advertir al Persa que no lo mirara, ya que se ahogaba y tenía que quitarse la máscara. El daroga me contó que había ido a la ventana y la había abierto lleno de compasión, pero teniendo mucho cuidado de fijar la vista en la copa de los árboles de las Tullerías para no encontrarse con el rostro del monstruo. -Fui entonces a liberar al joven -continuó Erik- y le dije que me siguiera al lado de Christine Se llevaba su anillo... Hice jurar a Christine que, cuando estuviera muerto, vendría una noche, pasando por el lago de la calle Scribe, a enterrarme en absoluto secreto con el anillo de oro que llevaría hasta ese momento..., le dije cómo encontraría mi cuerpo y lo que había que hacer... Entonces Christine me besó por primera vez, aquí, en la frente... en mi frente: (¡no mires, Daroga!), y se marcharon los dos... Christine ya no lloraba... Sólo yo lloraba, daroga, daroga... ¡Si Christine cumple su juramento, pronto volverá!... Erik se había callado. El Persa no le hizo más preguntas. Estaba tranquilo respecto a la suerte de Raoul de Chagny y de Christine Daaé, y ningún ser humano había podido, después de haberle oído aquella noche, poner en duda la palabra de Erik, que lloraba. El monstruo había vuelto a ponerse la máscara y reunido sus fuerzas para despedirse del daroga. Le había anunciado que, cuando sintiera muy próximo su fin, le enviaría, en agradecimiento por el bien que le había hecho antaño, lo más valioso que tenía en el mundo: todos los papeles que Christine Daaé había escrito en el transcurso de esta aventura para Raoul y que ella había entregado a Erik, así como algunos objetos que provenían de ella, dos pañuelos, un par de guantes y un lazo de zapato. A una pregunta del Persa, Erik le informó que los dos jóvenes, tan pronto se vieron libres, habían decidido ir a buscar a un sacerdote en alguna aldea solitaria en la que ocultarían su felicidad, y que, con esta intención, habían elegido «a la estación, del Norte del Mundo». Por último, Erik contaba con el Persa para que, en cuanto recibiera las reliquias y los papeles prometidos, anunciara su muerte a los dos jóvenes. Para ello debía pagar una línea en los anuncios necrológicos del periódico L'Époque. Aquello fue todo. El Persa había acompañado a Erik hasta la puerta de su apartamento, y Darius le había acompañado hasta la acera, sosteniéndolo. Un simón aguardaba. Erik subió. El Persa, que había vuelto a la ventana, le oyó decir al cochero: «A la explanada de la Opera». El simón se hundió en la noche. El Persa había visto por última vez al pobre desventurado de Erik. Tres semanas después, el periódico publicaba la siguiente nota necrológica: «ERIK HA MUERTO».

    EPILOGO

    Esta es la verdadera historia del fantasma de la ópera. Como lo anuncié al principio de esta obra, no puede ahora dudarse de que Erik vivió realmente. Hay demasiadas pruebas de esta existencia hoy en día a disposición de todos, para que no puedan seguirse razonablemente los hechos y las gestas de Erik a través del drama de los Chagny. No es preciso señalar aquí hasta qué punto este asunto apasionó a la capital. ¡Aquella artista raptada, el conde de Chagny muerto en condiciones tan excepcionales, su hermano desaparecido y el triple sueño de los encargados de la iluminación de la Opera!... ¡Qué dramas! ¡Qué pasiones! ¡Qué crímenes se habían desarrollado en torno al idilio de Raoul y de la dulce y encantadora Christine!... ¿Qué había sido de la sublime y misteriosa cantante de la que la tierra no debía volver a oír hablar jamás?... La imaginaron la víctima de la rivalidad entre los dos hermanos, abrazaron delante mío, en la habitación estilo Luis Felipe... Christine nadie imaginó lo que había pasado, nadie comprendió que, puesto que Raoul y Christine habían desaparecido juntos, los dos prometidos se habían retirado lejos del mundo para disfrutar de una felicidad que no hubieran querido hacer pública después de la extraña muerte sufrida por el conde Philippe... Un día habían " tomado un tren en la estación del Norte del Mundo... También yo, quizás un día, tomaré el tren en esa estación e iré a buscar alrededor de tus lagos, ¡oh Noruega!, ¡oh silenciosa Escandinavia!, las huellas puede que frescas aún de Raoul y de Christine, y también las de la señora Valérius, que desapareció igualmente por aquella misma época!... Puede que un día oiga con mis propios oídos al Eco solitario del Norte del Mundo repetir el canto de aquella que conoció al Ángel de la música. Mucho después de que el caso, gracias a los servicios poco inteligentes del juez de instrucción, señor Faure, se dio por concluido, la prensa, de tanto en tanto, intentaba aún averiguar el misterio..., y continuaba preguntándose dónde estaba la mano monstruosa que había preparado y llevado a cabo tantas catástrofes inauditas. (Crimen y desaparición.) Una publicación de la Ópera, que estaba al corriente de todos los chismorreos de entre bastidores, fue la única en escribir: «Esto ha sido obra del Fantasma de la ópera». Y aún así lo hacía, naturalmente, de un modo irónico. Sólo el Persa, al que no habían querido escuchar y que no volvió a intentar, después de la visita de Erik, una nueva tentativa de declaración a la justicia, poseía toda la verdad. Y tenía las pruebas principales que le habían llegado junto las piadosas reliquias anunciadas por el fantasma… A mí me correspondía completar esas pruebas con la ayuda del daroga. Día a día, le ponía al corriente de mis hallazgos y él los guiaba. Hacía años que no había vuelto a la Opera, pero conservaba del monumento un recuerdo muy preciso, y no existía mejor guía para de abrirme los rincones más ocultos. Era él también quien me indicaba las fuentes que debía investigar, los personajes a los que tenía que interrogar. Es él quien me impulsó a llamar a la puerta del señor Poligny, en el momento en que el pobre hombre estaba casi agonizante. No sabía que se encontrara tan mal y no olvidaré jamás el efecto que produjeron mis preguntas relativas al fantasma. Me miró como si viera al diablo y tan sólo me contestó con algunas frases entrecortadas, pero que atestiguaban (eso era lo esencial) hasta qué punto el E de la ó. había perturbado, en su tiempo, aquella vida ya demasiado agitada de por sí (el señor Poligny era lo que se ha convenido en llamar un vividor). Cuando comuniqué al Persa el pobre resultado de mi visita a Poligny, el daroga sonrió vagamente y me dijo: -Poligny nunca supo hasta que punto ese grandísimo crápula de Erik (el Persa hablaba de Erik tanto como de un dios como de un vil canalla) le movió a su antojo. Poligny era supersticioso y Erik lo sabía. Erik sabía también muchas cosas de los asuntos públicos y privados de la Opera. Cuando el señor Poligny oyó que una voz misteriosa le contaba, en el palco ñ 5, el empleo que hacía de su tiempo y de la confianza de su socio, ya no quiso saber nada del resto. Fulminado al principio por una voz celestial, se creyó condenado, y después, dado que aquella voz le pedía dinero, tuvo que comprender finalmente que estaba en manos de un maestro cantor del que el mismo Debienne fue víctima.
     
  12. clause

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    Atlas del infierno
    Enzo Lucione, el predicador, creía que la intimidación era el mejor recurso para que los pecadores se arrepintieran. Durante toda su vida había recorrido el barrio de Flores, casa por casa, anunciando que se venía el fin del mundo, que el Juicio Final nos iba a agarrar a todos inconfesos y que el Diablo se estaba frotan- do las manos.
    Era un hombre brutal. Resuelto a defender la causa del bien, lo hacía sin misericordia. Muchas veces, agotados sus escasos argu- mentos, procedía a la conversión de impíos con una pistola Ba- llester-Molina que —según Lucione— era más eficaz que la Biblia.
    Lo habían echado del Ejército de Salvación, de los Testigos de Jehová y de los mormones. Junto a un grupo de amigos aficiona- dos al tango fundó la secta Los esparos del Ñorse. Todos los sá- bados recorrían las milongas y mientras bailaban les murmuraban amenazas bíblicas a las muchachas, tratando de redimirlas, o en todo caso, de seducirlas .
    Lucione carecía de todo encanto. Su lenguaje era muy limita- do y sus conocimientos casi nulos. Aconsejado por un chofer de camionetas, resolvió reemplazar sus discursos de compadrito por un folleto explicativo, cuya redacción encargó al bibliotecario Vi- cente Peluffo.
    Peluffo, que era ateo, tardó seis años en terminar el trabajo. En realidad, lo que hizo fue un brevísimo atlas del Infierno, prolijo, austero, despojado de toda grandilocuencia. Lucione protestó ale- gando que las calles que él recorría eran tan horribles que se ne- cesitaba un Infierno muy riguroso para que los vecinos no lo
    sintieran como una mejora. Peluffo prometió corregirlo, pero nunca lo hizo.
    Transcribimos su texto completo.
    Descripción del infierno
    1) Ubicación
    Las opiniones son muchísimas. Los romanos lo situaban bajo el Polo Sur. Gregorio Magno hablaba de un volcán de las islas Lí-
    pari. Otros han señalado el Etna, o el centro de la Tierra, o las An- típodas, o el Sol, o el valle de Josafat.
    En el Huon de Bordeaux se dice que el infierno es una isla lla- mada Moysant. Hugo de Auvernia jura que encontró la puerta del infierno en el lejano Oriente. Acerca de las puertas, se conocen va- rias: el pozo de San Patricio, en una de las islas del lago Derg, en Ir- landa; el fondo de un lago cerca de Pozzuoli; la que se llama Averno, ubicada en el camino del cabo Tenaro, que fue la que uti- lizó Heracles para raptar a Cerbero; en la vecindad de Heraclea del Ponto, en Trecén; debajo de Jerusalem; en la boca de los volcanes; en Ceram, una de las islas Molucas. La principal de las entradas tie- ne nueve puertas: tres de bronce, tres de acero y tres de diamante.
    En general se coincide en que el Infierno está bajo la corteza de la Tierra. Los sabios de la Antigüedad creían que bajo los ínfimos sótanos estaban las raíces del Árbol de la Vida y del Árbol del Co- nocimiento, cuyas ramas superiores rozan el Trono del Señor.
    Los griegos decían que bajo el Infierno había otra instalación aún más profunda: el Tártaro. La distancia entre la Tierra y el In- fierno era la misma que entre el Infierno y el Tártaro. Esta distan- cia fue precisada en distintas ocasiones y era exactamente la longitud recorrida en caída libre por un cuerpo al cabo de nueve días. Sin embargo, la palabra egea tar se relaciona siempre con la idea de occidentalidad, así como salma indica la orientalidad. De este modo tar-tar significaría "muy, muy al oeste".
    2) Extensión
    El propio Satanás midió una vez el Infierno, por orden de Cristo, y calculó que desde la puerta hasta el fondo había 100.000 millas. Resulta extraño que un establecimiento situado en el inte- rior de la Tierra sea mucho más largo que el diámetro de ésta. Otra cuestión aparece: si el Infierno es eterno, la Tierra también debe serlo.
    Pero hay dictámenes en disidencia: Milton no ubica al Infier- no en el centro de la Tierra sino a una distancia tres veces mayor que la que nos separa del planeta más lejano (unos 990.000.000 de leguas); el jesuíta Cornelio Lapide calcula unos 200 nudos.
    El ruso Salzman, que es jugador de dados, conjeturó que un lugar destinado a desagradar debía ser ante todo chico. Los repro- bos debían estar amontonados unos sobre otros, sin privacidad, porque la privacidad es también la libertad. Salzman sostenía que así como en el cielo (o en el amor) el deleite está dado por quien
    nos acompaña, en el infierno el principal tormento consiste en la vecindad de personas poco recomendables.
    3) Centros urbanos
    Emmanuel Swedenborg, que recorrió prolijamente el cielo y el infierno, declara que las ciudades terrestres tienen su doble en las alturas y su triple en el abismo. Existe una Londres celeste y una Montevideo infernal, para deleite de los bienaventurados ingleses y para tormento de los reprobos uruguayos. En todo caso, Swe- denborg juraba que la vida de ultratumba no era una condena ni una recompensa, sino una elección. Los malvados elegían el in- fierno. O mejor dicho, el lugar que elegían los malvados se con- vertía por esa misma razón en el infierno.
    Dante representa la ciudad de Dite, rodeada de fosos hedion- dos, torres de fuego y murallas de hierro. San Buenaventura cree que el infierno es enteramente urbano. Sin embargo, innumera- bles cronistas consignan la existencia del continente helado, al es-
    te del Orco. Allí viven las arpías, las hidras, las gorgonas y las qui- meras. Es una región de tempestades perpetuas, de huracanes y de granizo.
    La capital del infierno es Pandemónium, que más que una ciu- dad es el castillo y cuartel privado del Diablo. Esta construcción puede considerarse una criatura, pues responde a las órdenes de Satán. Con sólo decir una palabra aparecen o desaparecen habita- ciones, se abren o cierran puertas, etc. El Pandemónium mani- fiesta el mayor de los lujos, pero también el más tremendo horror. Desde sus torres más altas es posible ver todo el Infierno.
    Además de las habitaciones del Principe del Mal, están los apo- sentos de los demonios principales: Asmodeo, Abadón, Mam- món, Belial, Leviatán, Mefistófeles, Belcebú, Astaroth. Se trata de antiguos Serafines y Querubines, que después de la Caída se con- virtieron en ministros y alcahuetes de Satán. '
    A pesar de los esfuerzos que se hacen por conservarlo, el Pan- demónium muestra un aspecto bastante ruinoso. Esto sucede en todas las construcciones del Infierno.
    Otros hablan de la Babilonia infernal, perpetuamente incen- diada, recorrida por aguas turbias y cubierta por un cielo de hie- rro y bronce. Los vientos son helados o abrasadores. Las plantas son siempre venenosas y los animales son monstruos cuya razón de existir es atormentar a los condenados.
    4) Hidrografía
    Hagamos mención de los principales ríos:
    •Cocito: también llamado Río de los Lamentos, a causa de los lastimeros sonidos que en sus orillas resuenan. Su corriente es muy fría y se dice que sus aguas no son otra cosa que las lágrimas de los condenados. Se une con el Flegetonte, que es el río de las llamas, en una gran cascada de la que nace el Aqueronte.
    •Aqueronte: es el río que atraviesan las almas para llegar al rei- no de los muertos. Es un río lento, negro y profundo, de aguas
    amargas y orillas imprecisas, cubiertas de cañaverales. Los roma- nos lo situaban en las cercanías del Polo Sur. El barquero Caron- te se ocupa de cruzar a las almas hasta la orilla opuesta del río. Se trata de un viejo horripilante que conduce la barca, pero no rema. En verdad, obliga a las mismas almas a hacerlo. Por cada viaje co- bra un óbolo y es por eso que los antiguos sepultaban a los muer- tos con una moneda en la boca. Cuando Heracles visitó los infiernos, le dio una soberana paliza y lo obligó a pasearlo.
    • Leteo: es el río del que bebían los muertos para olvidar su vi- da terrestre. Se le llama también Fuente del Olvido. Algunos di- cen que el famoso licor que limpia los ayeres no es otra cosa que agua del Leteo. Su curso es silencioso y apacible, aunque lleno de caprichosas sinuosidades. Los condenados procuran inútilmente
    mojarse siquiera con una gota de estas aguas para perder en dul- ce olvido el sentimiento de todos sus males. Pero jamás lo logran. La mismísima Medusa custodia esta corriente.
    • Estigia: sus aguas tienen propiedades mágicas. Es el río en el que Tetis sumergió a su hijo Aquiles para hacerlo invulnerable. Los dioses lo usaban para comprometerse por juramento. El pro- cedimiento usual era el siguiente: Zeus enviaba a Iris a llenar una jarra, ante la cual se juraba. Si el dios cometía luego perjurio le es- peraba un castigo horroroso. Permanecía un año sin respiración. Tampoco podía comer ni beber. Finalizado ese año, quedaba du- rante otros nueve al margen de los dioses, sin participar de sus reuniones y festines.
    El río Estigia tiene origen en una fuente de la Arcadia, cerca de Nonacris, que tal vez quiere decir "nueve precipicios". Sir James Frazer visitó el lugar en 1895 y explicó la descripción de Hesío- do, que habla de pilares de plata, observando que durante el in- vierno enormes carámbanos cuelgan sobre los desfiladeros.
    La fuente brota de una roca y luego se pierde bajo la tierra. Sus aguas son venenosas, quiebran el hierro y los metales y no es po-
    sible llenar con ella ninguna vasija o recipiente sin que se rompa. Sólo los cascos de los caballos la resisten.
    Suele contarse que Alejandro de Macedonia murió envenena- do por esa agua. Sin embargo, Frazer declaró que un análisis quí- mico había revelado la ausencia de sustancias venenosas.
    5) Población
    La raza diabólica es muy numerosa. Algunos calculan que lle- gan a sumar 10.000 billones.
    En 1273, el cardenal de Tusculum recibió una revelación divi- na, conforme a la cual los demonios serían 133.306.668. La tra- dición hebrea hablaba de una cantidad menor: apenas 200, según el libro de Enoc.
    Además de los demonios viven en el Infierno numerosos
    monstruos adjuntos que ayudan en las torturas y —por supuesto— los condenados. El número de estos últimos se obtiene calculan- do la cantidad de personas que han muerto desde Adán y restan- do a la cifra obtenida la suma de los que han ido al Cielo y al Purgatorio.
    6) Decadencia del Infierno
    El poder del Diablo es limitado. No puede estar presente mu- cho tiempo en un lugar. Aparenta belleza, pero siempre alguna parte de su cuerpo presenta una deformación. Lo quema el agua bendita. Lo sigue siempre una estela de olor inmundo. Pero tal vez la peor de sus limitaciones sea la imposibilidad de ordenar y man- tener una estructura tan enorme y compleja como el Infierno.
    Todos están demasiado viejos. Los ministros se han vuelto pe- rezosos. Los demonios más activos se cansaron ya. Las tentaciones tienden a la ineficacia. Los pactos diabólicos son cada vez más es- casos. Esto no obedece a la derrota del Mal, sino más bien a su triunfo. Los hombres se condenan solos, por mera estupidez o malevolencia, sin que haga falta la intervención demoníaca. Una vez muertos, tampoco es necesario ocuparse de atormentarlos, pues ellos mismos cumplen esta tarea con insólita eficacia. De es- te modo, el Infierno está lleno de legiones ociosas que vagan en- tre las llamas sin saber qué hacer.
    7) Ventajas del Infierno
    Sin caer en el consuelo insolvente, hay que decir que el conde- nado puede hallar alivio a sus dolores merced al poder de adapta-
    ción que es proverbial en la raza humana. Al cabo de mil años ardiendo, uno empieza a acostumbrarse. Es esencial en un gran dolor su carácter sorpresivo.
    En otro orden de cosas, quien se halla en el abismo no puede ser amenazado, ya que la amenaza consiste en prometer un mal. El mismo razonamiento nos hace advertir que en el Infierno na- die tiene miedo. Y una cosa más: toda noticia es buena.
    :icon_cool: Caprichos jurídicos
    Conviene que los espíritus leguleyos anoten estas normas ex- travagantes.
    Es posible salir del Infierno, salvo que uno haya comido algo en él. Después del primer bocado, las puertas se cierran para siempre.
    Los tormentos son perpetuos e incesantes, pero Dios concede recreos. Tal vez el Día de Navidad.
    Una leyenda de finales del siglo IV relata la visita de San Pablo y el arcángel Miguel al reino de la perdición. Al ver el sufrimien- to de los pecadores rogaron a Dios misericordia. Jesús se presen- tó en persona en el Infierno y concedió a todas las almas la gracia de no sufrir tormento alguno desde la hora nona del sábado has- ta la prima del lunes.
    San Pedro Damián cuenta que cerca de Pozzuoli hay unas aguas pestíferas desde donde surgen unos pájaros espantosos que sólo son visibles desde la noche del sábado a la mañana del lunes. Jamás se alimentan. No es posible cazarlos. Algunos creen que son almas de condenados que disfrutan del consuelo concedido por Cristo.
    Sin embargo, los ruegos de los santos no deben ser muy fre- cuentes: suele afirmarse que los huéspedes del Paraíso hallan de- leite en contemplar el sufrimiento de las almas en el Averno. Cualquiera puede imaginar la escena: una morralla de papanatas celestiales asomada al abismo, burlándose con gritos chuscos, arrojando porquerías y escupiendo. Abajo, entre las llamas, los condenados alzan puños como brasas, mientras gritan:
    -¡Hijos de puta!
    Dios mismo pone fin a la vergonzosa escena, echando a pata- das a la patota de santurrones.
    El hombre moderno, ansioso de mediciones exactas, desea sa- ber qué posibilidades tiene de salvarse. Julián Loriot, célebre ora- dor del siglo XVII, elaboró estadísticas consultando a un resucitado: de cada sesenta mil muertos, uno va al Paraíso, tres al
    purgatorio y 59.996 almas marchan al Infierno. Juan Crisóstomo calculaba que no había más de cien elegidos en toda la población de Constantinopla. Un eremita se le apareció a San Bernardo en su lecho de muerte y le aseguró que de los treinta mil muertos de aquel día se salvarían sólo dos.
    En cuanto al Juicio Final, debe recordarse que tendrá lugar en el valle de Josafat, no lejos de Jerusalem, y después de la resurrec- ción, que habrá puesto a los condenados en posesión de sus he- diondos y deformados cuerpos. Cristo dictará la sentencia en lengua siriaca.
    En 1274, el Concilio de Lyon fundó el purgatorio. Allí van los que no son malos del todo y pueden beneficiarse con las oracio- nes y actos piadosos de los vivos.
    Enzo Lucione repartió entre los vecinos el folleto creado por Peluffo pensando que una amenaza impresa es más eficaz que una verbal. Sin embargo, la gente siguió pecando.
    Los vigilantes, que saben de amenazas, enseñan que el mal pro- metido debe parecer inminente. No importa tanto la aspereza de un castigo como la certeza y proximidad de su ejecución. Los de- lincuentes menos dotados sometidos a interrogatorio suelen con- fesar sus crímenes sólo para terminar con las presiones y los cachetazos. No calculan que el precio de ese alivio será una terri- ble condena. Las mentes pobres no reaccionan sino ante peligros inmediatos. El Infierno es lejano y acaso inexistente.
    Agotados los folletos, Lucione abandonó su misión de salvar almas y se perdió en el olvido.
     
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    clause Claudia

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    El Fantasma de la Oper
    aGastón Leroux
    Los dos, ya cansados de su dirección por varias razones, se marcharon sin intentar conocer más a fondo la personalidad de aquel extraño E de la ó. que les había hecho llegar un pliego de condiciones tan especial. Legaron todo el misterio a la dirección siguiente, lanzando un profundo suspiro de satisfacción, sintiéndose liberados de un asunto que tanto les había intrigado sin hacerlos reír a ninguno de los dos. De este modo se expresó el Persa acerca de los señores Debienne y Poligny. Le hablé de sus sucesores y me sorprendió de que en Memorias de un Director, del señor Moncharmin, se hablara de forma tan extensa de los hechos y gestos del E de la Ó., en la primera parte y no se dijera nada, o prácticamente nada en la segunda. Con respecto a esto, el Persa, que conocía esas Memorias como si las hubiera escrito, me hizo observar que encontraría la explicación reflexionando sobre las pocas líneas que, en la segunda parte de estas memorias, Moncharmin se molestó en dedicar al fantasma. Estas son las líneas que nos interesan, pues relata cómo terminó la famosa historia de los veinte mil francos: «Con respecto al E de la ó. (es Moncharmin quien habla), de que he contado aquí mismo, al principio de mis Memorias, algunas de sus curiosas fantasías, no quiero añadir más que una cosa, y es que compensó, mediante una buena acción, todas las molestias que había ocasionado a mi querido colaborador y, debo confesarlo, a mí mismo. Sin duda juzgó que hay límites para toda broma, en especial cuando cuesta tan caro y hay un comisario de policía «tras sus pasos». En el mismo momento en que habíamos dado cita en nuestro despacho al señor Mifroid para contarle toda la historia, algunos días después de la desaparición de Christine Daaé, encontramos encima de la mesa de Richard, en un hermoso sobre en el que se leía escrito, en tinta roja: De parte del E de la O., las sumas considerables que había conseguido sacar, como si de un juego se tratara, de la caja de la dirección. Richard sostuvo en seguida la opinión de que debíamos dejar las cosas así y no seguir con el asunto. Suscribí la opinión de Richard. Todo pues ha terminado bien. ¿No es cierto, querido E de la O.?» Evidentemente, Moncharmin, y más aún después de esta restitución, seguía creyendo que por un momento había sido el juguete de la imaginación burlesca de Richard, al igual que por su parte Richard no dejó de creer que Moncharmin se había divertido inventando todo el asunto del E de la ó., para vengarse de algunas bromas. Este era el momento de pedir al Persa que me explicara mediante qué artificio el fantasma hacía desaparecer veinte mil francos en el bolsillo de Richard, a pesar del imperdible. Me contestó que no había profundizado en aquel detalle, pero que si yo mismo quería «trabajar» en el lugar de los hechos, debía encontrar la clave del enigma en el mismo despacho de los directores, recordándome que a Erik no se le había llamado porque sí el maestro en trampillas. Prometí al Persa que me entregaría, cuando dispusiera de tiempo, a útiles investigaciones acerca de este particular. Diré inmediatamente al lector que los resultados de estas investigaciones fueron perfectamente satisfactorios. No creía, en verdad, descubrir tantas pruebas innegables de la autenticidad de los fenómenos atribuidos al fantasma. Es interesante saber que los papeles del Persa, los de Christine Daaé, las declaraciones que me fueron hechas por antiguos colaboradores de los señores Richard y Moncharmin, por la pequeña Meg (la espléndida señora Giry, por desgracia había fallecido) y por la Sorelli, que ahora se encuentra retirada en Louveciennes, es interesante, pues, saber que todo esto, que constituye las pruebas documentales de la existencia del fantasma, pruebas que depositaré en . los archivos de la ópera, está controlado por varios descubrimientos importantes de los que puedo sentir, con justicia, cierto orgullo. Si bien no he podido encontrar la mansión del Lago, dado que Erik condenó definitivamente todas sus entradas secretas (y, con todo, estoy seguro de que sería fácil penetrar si se procediera al desecamiento del lago, como ya he pedido varias veces a la administración de Bellas Artes),38encontré, eso sí, el corredor secreto de los comuneros, cuya pared de tablas está en ruinas en algunos puntos. He dado también con la trampilla por la que el Persa y Raoul bajaron a los sótanos del teatro. He descifrado, en el calabozo de los comuneros, muchas iniciales trazadas en las paredes por los desgraciados que estuvieron encerrados allí, y, entre esas iniciales, una R y una C. ¿R C? ¿Esto no es significativo? Raoul de Chagny. Aún hoy las letras son muy visibles. Evidentemente, no me detuve allí. En el primer y tercer sótanos hice funcionar dos trampillas de sistema giratorio, absolutamente desconocidas de los tramoyistas, que no usan más que trampillas de deslizamiento horizontal. Por último, puedo decir, con pleno conocimiento del caso, al lector: «Visite un día la Opera, pida permiso para pasear en paz, sin estúpidos cicerones, entre en el palco n° 5 y golpee contra la enorme columna que separa a este palco de la platea. Golpee con su bastón o con el puño, y escuche... a la altura de su cabeza: ¡la columna suena a hueco! Después de esto, no se extrañe de que la columna pueda estar habitada por la voz del fantasma. Hay, en esa columna, espacio para dos hombres. Si se extrañan de que después de los fenómenos del palco n° 5 nadie pensara en aquella columna, no olviden que ofrece un aspecto de mármol macizo, y que la voz que estaba encerrada parecía venir más bien del lado opuesto (ya que la voz del fantasma ventrílocuo venía de donde quería). La columna fue labrada, esculpida, vaciada y vuelta a vaciar por el cincel del artista. No desespero de descubrir un día el trozo de escultura que debía bajarse y levantarse a voluntad, para dejar un libre y misterioso pasaje a la correspondencia del fantasma con la señora Giry, y a sus propinas. En realidad, todo esto, que vi, sentí, y palpé, no es nada comparado a lo que un ser grande y extra-ordinario como Erik debió crear en el misterio de un monumento como el de la ópera, pero cambiaría todos estos descubrimientos por el que pude realizar, ante el mismo administrador, en el despacho del director, a pocos centímetros del sillón: una trampilla, de la longitud de una baldosa, de la longitud de un antebrazo, no más... Una trampilla que se abate como la tapadera de un cofre, una trampilla por la que veo aparecer a una mano, que trabaja con destreza en el faldón de un frac... ¡Por allí desaparecieron los cuarenta mil francos!... También por allí, y gracias a algún truco, habían vuelto...» Cuando le hablé de eso, con emoción bien comprensible, al Persa, le dije: -Entonces, Erik se limitaba a divertirse -ya que los cuarenta mil francos fueron devueltos- haciendo bromitas con su pliego de condiciones..., Él me contestó: -¡No lo crea usted!... Erik tenía necesidad de dinero. Creyéndose fuera de la humanidad, no se veía coaccionado por escrúpulos y se servía de sus extraordinarias dotes de destreza e imaginación, que había recibido de la naturaleza en compensación de su horrible fealdad, para explotar a los humanos y algunas veces de la forma más artística del mundo, ya que el truco valía a menudo su peso en oro. Si devolvió los cuarenta mil francos, por su propia voluntad, a los señores Richard y Moncharmin, es porque en el momento de la restitución no los necesitaba. Había renunciado a su boda con Christine Daaé. Había renunciado a todas las cosas existentes en la superficie de la tierra





    38Hablaba yo aún, cuarenta y ocho horas antes de la aparición de esta obra, al señor Dujardin-Beaumetz, nuestro simpatiquísimo subsecretario de Bellas Artes, que me ha dejado alguna esperanza, y le decía que es deber del Estado acabar con la leyenda del fantasma para restablecer sobre bases indiscutibles la historia tan curiosa de Erik. Para ello sería indispensable, y sería la culminación de mi trabajo, encontrar la mansión del Lago en la que puede que se encuentren aún auténticos tesoros musicales. No cabe duda de que Erik fue un artista incomparable. ?Quién nos dice que no encontraremos en la mansión del Lago la famosa partitura de su Don Juan Triunfante?
     
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    clause Claudia

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    Saint Germain
    Textos de distinta índole han sido hospitalarios con la historia del conde Saint Germain. Su nombre aparece en archivos oficia- les, papeles de Estado e informes confidenciales de todos los paí- ses de Europa.
    Pero también lo encontramos en la literatura, a veces con su propio nombre y otras veces oculto bajo la apariencia de un per- sonaje de ficción.
    Es de lamentar que también se hayan interesado en el conde toda clase de esoteristas, alquimistas aficionados y vendedores de elixir.
    La interacción de estas tres fuentes produce como resultado un borroso panorama biográfico en donde la desconfianza y el tedio llegan antes que el conocimiento.
    Puede decirse que nació el 26 de mayo de 1696 y que era hijo del último soberano de Transilvania, Ferencz II. Poco se sabe de su vida en esos años. Su padre murió en 1735 y un año después se produjo la muerte oficial del conde. Pero, como veremos ense- guida, lo más interesante le sucede a Saint Germain después de muerto. Estuvo en Escocia hasta 1745. Estudió alquimia en Ale- mania y en Austria. Tuvo muchos nombres: marqués de Montfe- rrat, conde Bellamare, caballero Schoenig, caballero Weldon, monsieur de Surmont, conde Soltikoff.
    En 1758, el mariscal Belle Isle lo presenta a la Pompadour y luego al rey de Francia. En ese momento tenía sesenta y dos años pero representaba treinta. Era delgado, de mediana estatura y ca- bello oscuro.
    Algunos dicen que tenía crédito ilimitado en todos los bancos del mundo y otros sostienen que no usaba bancos ni banqueros. Jamás pudo conocerse la verdadera fuente de sus recursos. Mu- chas veces fue perseguido por la policía, pero nunca fue apresado. Ante la menor dificultad, desaparecía misteriosamente.
    Daba la impresión de haber viajado mucho. Ostentaba un cier- to lujo y lo rodeaba un grupo de fieles sirvientes.
    Nadie fue recibido jamás en su casa. Nunca lo vieron comer ni beber.
    Decía haber sido inquilino de cuarenta cuerpos en forma suce-
    siva. Fue San José, Cristóbal Colón, Roger Bacon, Francis Bacon y el Papa Bonifacio V. Relataba su amistad con Cleopatra, Jesu- cristo, la reina de Saba, Santa Isabel y Luis XIV.
    A veces confesaba que un líquido especial lo había mantenido vivo mil años.
    Saint Germain era músico y compositor. Tocaba el piano, el violín y cantaba con registro de barítono. Se le atribuye un aria bastante mediocre llamada La pérfida inconstancia.
    También pintaba y esculpía. Era ambidiestro y hasta podía es- cribir con ambas manos a la vez. Hablaba sin acento el inglés, ita- liano, portugués, español, francés, griego, latín, árabe, hebreo, chino, caldeo, sirio y sánscrito. Leía de corrido la escritura cunei- forme babilónica y los jeroglíficos egipcios.
    A veces entraba en trance profundo y se quedaba duro como una estatua durante largas horas. Conoció a Cagliostro, pero no simpatizaron. Volvió a morir en Suecia el 27 de febrero de 1784, pero no está enterrado en ninguna parte.
    Por cierto, esta segunda muerte no le impidió conocer a Cata- lina de Rusia en 1785, ser visto en París en 1789 ni pasear por Ro- ma en 1920.
    Sus seguidores le atribuyen la invención del tren y del barco a vapor, dos bagatelas para alguien que ha sabido completar haza- ñas mucho mayores.
    El lector razonable hará bien en desconfiar de todos estos datos, pero no podrá evitar un ingenuo e infantil deseo de que algo sea cierto. Si Saint Germain pudo vencer a la muerte y al tiempo es porque, después de todo, la muerte y el tiempo no son invencibles.
     
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    clause Claudia

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    Fantasma de la Opera
    Gastón Leroux


    Según el Persa, Erik era originario de una pequeña ciudad de los alrededores de Ruán. Era el hijo de un maestro de obras. Había huido muy pronto del domicilio paterno, donde su fealdad era motivo de horror y de espanto para sus padres. Por algún tiempo, se había exhibido en las ferias, donde su empresario le presentaba como el «muerto viviente». Debe haber atravesado Europa entera, de feria en feria, y completado su extraña educación de artista y de mago en la misma fuente del arte de la magia, entre los zíngaros. Toda una época de la existencia de Erik permanecía bastante oscura. Volvemos a encontrarlo en la feria de Nizhny Novgorod, donde actuaba en toda su espantosa gloria. Cantaba ya como nadie en el mundo ha cantado jamás. Hacía el ventrílocuo y se entregaba a números extraordinarios, de los que las caravanas, a su regreso a Asia, hablaban aún durante todo el camino. De este modo su reputación atravesó los muros del palacio de Mazenderan, donde la pequeña sultana, favorita del sha-in-sha39, se aburría. Un mercader de pieles, que iba a Samarkanda y que volvía de Nizhny Novgorod, explicó los milagros que había visto bajo la tienda de Erik. El mercader fue llamado al palacio y el daroga de Mazenderan tuvo que interrogarlo. Después, el daroga fue encargado de buscar a Erik. Lo condujo a Persia, donde durante unos meses, como se dice en Europa, hizo y deshizo. Cometió pues una cantidad de horrores, ya que parecía no conocer el bien ni el mal, y cooperó en algunos hermosos asesinatos políticos con la misma tranquilidad con la que combatió mediante invenciones diabólicas, con el emir de Afganistán, que estaba en guerra con el Imperio. El sha-in-sha le cobró afecto. Fue cuando aparecieron las horas rosas de Mazenderan, de las que el relato del daroga nos ha dado una idea. Como Erik tenía de arquitectura ideas absolutamente personales y concebía un palacio al igual que un prestidigitador concibe una caja de sorpresas, el sha-in-sha le encargó un edificio de este tipo, que él proyectó y realizó y que era, al parecer, tan ingenioso que su majestad podía pasearse por todas partes sin que le vieran y desaparecer sin que nadie pudiera decir por qué artificio. Cuando el sha-in-sha se vio dueño de semejante joya, ordenó, como ya lo había hecho cierto zar con el genial arquitecto de una iglesia de la plaza Roja, en Moscú, que le sacaran los ojos a Erik. Pero luego pensó que, incluso ciego, Erik podía construir para otro soberano una mansión tan bella y misteriosa como la suya, y que, a fin de cuentas, mientras viviera Erik alguien conocería siempre el secreto del maravilloso palacio. Decidió, pues, dar muerte a Erik, así como a todos los obreros que habían trabajado a sus órdenes. El daroga de Mazenderan fue encargado de la ejecución de esa orden abominable. Erik le había prestado algunos servicios y lo había hecho reír mucho en varias ocasiones. Así que el daroga lo salvó, facilitándole la huida. Pero estuvo a punto de pagar con su cabeza aquella debilidad generosa. Afortunadamente para el daroga, fue encontrado en la orilla del mar Caspio un cadáver medio comido por las aves marinas que se hizo pasar por el de Erik, ayudado por unos amigos suyos que vistieron el cadáver con ropa que había pertenecido al propio Erik. El daroga se vio castigado tan sólo con la pérdida de su cargo, de sus bienes y con la condena al exilio. Sin embargo, como el daroga era de sangre real el Tesoro persa siguió pasándole una pequeña renta de algunos centenares de francos al mes. Fue cuando vino a refugiarse a París. En cuanto a Erik, había pasado a Asia Menor hacia Constantinopla, donde había entrado al servicio del sultán, Comprenderéis qué tipo de servicios prestó a un soberano que vivía acosado por constantes terrores, sabiendo que Erik fue quien construyó todas las famosas trampillas y cámaras secretas y cajas fuertes misteriosas que se encontraron en Yildiz-Kiosk, tras la última revolución turca. También fue él40quien tuvo la idea de fabricar unos autómatas idénticos al príncipe y tan parecidos que lo hacían dudar hasta al propio príncipe, autómatas que hacían creer a los creyentes que su jefe se encontraba en un sitio, despierto, cuando en realidad descansaba en otro sitio. Naturalmente, tuvo que dejar el servicio del sultán por los mismos motivos que había tenido que huir de Persia. Sabía demasiadas cosas. Entonces, muy cansado de su aventurera, extraordinaria y monstruosa vida, deseó ser como los demás. Y se hizo maestro de obras como otro cualquiera que construye casas para todo el mundo, con ladrillos normales y corrientes. Realizó ciertos trabajos de cimentación en la ópera. Cuando se vio en los sótanos de un teatro tan grande, su naturaleza artística, fantasiosa y mágica se impuso. Además, ¿no seguía siendo igual de feo? Soñó con hacerse una mansión desconocida para el resto del mundo y que le ocultaría para siempre de las miradas de los hombres. Ya se sabe y se adivina lo demás. Transcurre a lo largo de esta increíble y, sin embargo, verídica aventura. ¡Pobre desventurado de Erik! ¿Hay que compadecerlo? ¿Hay que maldecirlo? No pedía ser más que alguien como los demás. ¡Pero era demasiado feo! Tuvo que ocultar su genio, o jugar con él, cuando, de tener un rostro normal, hubiera sido uno de los hombres más nobles de la raza humana. Tenía un corazón en el que habría cabido un imperio; pero tuvo que contenerse con una cueva. ¡En realidad, hay que compadecer al fantasma de la ópera! He rezado, pese a sus crímenes, sobre sus restos, ¡y que Dios se haya apiadado de él! ¿Por qué hizo Dios un hombre tan feo? Estoy seguro, muy seguro, de haber rezado sobre su cadáver cuando el otro día lo sacaron de la tierra, en el lugar exacto donde enterraban a las voces vivas; era su esqueleto. No fue por la fealdad de su cabeza por la que lo reconocí, ya que, cuando ha pasado tanto tiempo todos los muertos son feos, sino por el anillo de oro que llevaba y que Christine Daaé había venido sin duda a colocarle en el dedo antes de sepultarle, como le había prometido. El esqueleto se encontraba muy cerca de la fuentecita, en el lugar en que por primera vez, cuando la arrastró a los sótanos del teatro, el Ángel de la Música había sostenido en sus brazos temblorosos a Christine Daaé desmayada. ¿Y ahora qué harán de ese esqueleto? ¿Lo arrojarán a la fosa común? ... Yo afirmo: que el lugar del esqueleto del fantasma de la Ópera está en los archivos de la Academia Nacional de Música; no es un esqueleto vulgar y corriente.



    Fin


    39Rey de reyes, título que ostentaba el monarca de Persia



    40Entrevista a Mehemet Alí bey, al día siguiente de la entrada de las tropas de Salónica en Cons-tantinopla, por el enviado especial de Ir Matin