Poemas, cuentos y leyendas

Tema en 'Temas de interés (no de plantas)' comenzado por mai^a, 27/2/08.

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    clause Claudia

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    Re: ... de poetas, cuentos y leyendas

    Me alegro muchisimo por ustedes Anveri y comparto la tristeza por todos los que perdieron todo, fue terrible y es una tarea titanica la que les espera. Pero es de destacar el espiritu del pueblo chileno , ver en los coches las calcomanias fuerza chile, eso emociona!
     
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    clause Claudia

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    Espectro I
    En el baño de la estación La Paternal hay un fantasma. Los empleados del ferrocarril dicen que las cadenas de los inodoros se ti- ran solas; que desde los retretes desiertos llegan quejidos lastimeros y que si alguien se encierra en alguno de los fétidos compartimientos, manos invisibles golpean con desesperación.
    Los viejos jubilados explican que estas perturbaciones son causadas por un alma en pena. En 1958, una locomotora fuera de control se estrelló contra el baño de hombres y causó la muerte de Benicio Ferraro, un señalero que se hallaba dando uso a las melancólicas instalaciones. Desde entonces, el espectro del señalero ronda el lugar.
    Algunos pasajeros apurados juran haber visto salir llamas des- de el fondo de los inodoros. Otros hablan de garras diabólicas, o de pasos en las tinieblas, o de carcajadas espeluznantes. Acerca del olor nauseabundo que siempre está presente, se prefieren las ex- plicaciones naturales.
    Las viejas brujas del cementerio dicen que el fantasma del señalero sólo hallará descanso cuando una joven doncella llore por él en el último de los mingitorios.



    Espectro II
    Antiguas tradiciones europeas aseguran que el espectro de un decapitado va siempre sin cabeza. De esta certidumbre podríamos inferir que un cuerpo incompleto genera eventualmente un fantasma incompleto.
    Se ha discutido, sin embargo, el destino de ultratumba de las partes faltantes. Abundan ejemplos de cabezas espectrales, pero en estos casos lo que viene faltando es el cuerpo.
    El general mexicano Santa Ana perdió su pierna en 1862, durante la llamada "Guerra de los Pasteleros". Como se trataba de un hombre muy ceremonioso, mandó sepultar su pierna e hizo que le rindieran honores. Las viejas de aquel entonces asustaban a los niños, prometiendo la aparición de la pierna de Santa Ana y el castigo de toda inconducta con oportunas patadas espectrales.
    En el barrio de Flores, todos conocen la historia del billarista Lito Díaz, también llamado El Gitano. El hombre jugaba por di- nero y tenía por costumbre hacer trampas al anotar las carambolas. Según los que lo conocieron bien, El Gitano hacía cinco, decía diez y anotaba quince.
    Una noche, en el Odeón de Flores, un forastero lo sorprendió en una de estas maniobras y lo mató a cuchilladas. Resuelto a que su crimen tuviera un colofón edificante, cortó un dedo del Gita- no y lo dejó sobre la mesa de billar.
    El Gitano fue sepultado, pero el dedo fue arrojado a la basura por los mozos del Odeón.
    Si ha de creerse a los vecinos, el dedo, o quizá el fantasma de ese dedo, se pasea por las calles del barrio, como suele suceder
    cuando hay de por medio una muerte violenta, una venganza incumplida o un cadáver insepulto.
    Las travesuras que se le atribuyen son innumerables.
    Rasca la nuca de las personas que esperan el colectivo.
    Escribe malas palabras en los vidrios húmedos del bar Tío Fritz.
    Marca números equivocados en los teléfonos públicos de la es- tación.
    Hurga las narices de los niños sucios.
    Se apoya en la boca de los charlatanes pidiendo silencio.
    Gira alrededor de las orejas de los locos.
    Toca los timbres y sale corriendo.
    Se mete en el bolsillo de los caballeros y en las carteras de las damas.
    Abre los pianos en la alta noche y toca "La Cumparsita".
    Llama a los ascensores en vano.
    Revuelve el café de los pocilios en La Perla de Flores.
    Se mete en la boca de las damas que leen novelas, se moja en su saliva y da vuelta las hojas antes de tiempo.
    Toca las narices de los mentirosos para ver si la tienen blanda.
    Se discute si el dedo pertenece a la mano izquierda o a la mano derecha. En el mismo sentido, no se sabe si se trata de un índice, un mayor, un anular o incluso un meñique. Aun los que lo han visto dudan, ya que lo que permite identificar a un dedo es su situación relativa respecto de los otros. La opinión mayorita- ria quiere que sea el índice de la mano derecha, por ser éste el dedo utilizado por los billaristas para anotar sus carambolas.
    En 1967, el principal Gestoso declaró que como buen racionalista no iba a tolerar fantasmas en su jurisdicción. Dispuso entonces la captura del dedo de Lito Díaz. Cuatro vigilantes recorrieron el barrio durante largas noches sin resultado alguno. Hay quienes dicen que para calmar a Gestoso los vigilantes le llevaron otro dedo, que consiguieron vaya a saber cómo. La historia de este segundo dedo no merece crédito alguno.
    Los espíritus románticos han elegido creer que el dedo hallará paz cuando una doncella piadosa le ponga un anillo de oro, en el que deberán estar grabadas las iniciales del billarista muerto.
     
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    clause Claudia

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    Juego
    El obtuso polígrafo árabe Manuel Mandeb solía rodearse de una runfla de aficionados al arte y al heroísmo. Se trataba de in- dividuos que estando disconformes con sus propias personas, pre- sumían de estar en desacuerdo con el universo.
    Hacían toda clase de esfuerzos por resultar interesantes. Buscaban, por ejemplo, la desdicha y el fracaso, tal vez por ser metas siempre más cercanas que el triunfo y la felicidad.
    Estos sujetos vivían en el barrio de Flores y se hacían llamar los Hombres Sensibles. Entre sus maniobras de fácil audacia figuraba el juego. Las frugales apuestas les dejaban una grata sensación de desinterés por los bienes materiales y un baratísimo motivo de jactancia.
    Jugaban a todo: al póquer, al pase inglés, al siete y medio, al mon- te con puerta, al nueve, al codillo, al tute, al tres sietes, al truco, al mus, al chinchón, al chorizo, a la brisca, a la escoba, al rummy, a la canasta, a la loba, al chancho, al chincuín, al gofo, al peludo, al black jack, al punto y banca, a la generala, a la montaña, al bidú, al unito, al desconfío, al culo sucio, al pinchanúmeros, al perro colorado, a la guerra, al diez mil, al siete le va, al cinquito, a la ruleta, al correquetecagas, a la taba, a la crapé, al backgammon, al whist, al bridge, al mirame y no me toques y a la viborita.
    A veces, afectando inocencia infantil, jugaban a la escondida, a la esquinita, al balero, a las figuritas, a la biyarda, al vigilante y la- drón, al hoyo pelota, a las bolitas, al triángulo, al gallito, al rango, a la gata parida, a la rayuela, a la monedita, al tejo, al sapito, al gallo ciego, a la mancha venenosa, al patrón de la montaña, al huevo
    podrido, al pisa pisuela, a la murra, al pase y no vuelva, a la zapati- lla, a la bruja de los colores, a la musaraña, al yo-yo, al dinenti, al Antón Pirulero, al hospital, al por qué y al abuelita me das dulce.
    Según algunos supersticiosos, el Ángel Gris de Flores enciende la pasión por el juego en todos los habitantes del barrio.
    —El que no arriesga no pierde —dice con voz de espectro.
    Quien recorra el barrio en las noches de invierno podrá ver pa- totas de muchachones, muertos de frío, jugando a adivinar el nú- mero de las patentes de los autos. En la estación, suele jugarse a acertar la cantidad de personas que descienden de los trenes. Muchos jugadores tramposos tienen cómplices que pasan en autos
    con patentes propicias a la hora estipulada o bajan de los trenes junto con catorce amigos a las dos de la mañana.
    Esta gente haría mejor en sentir miedo. Hay demonios que go- biernan el azar y que tienden terribles trampas a los jugadores, de modo que a veces ganar es perder y perder es ganar.
    Una noche de 1970, Ricardo Ventura, un petiso de Caseros, empezó a recibir poker de reyes mano tras mano. El hombre amontonaba fichas. Los otros jugadores empezaron a sospechar. Ventura recibió un cuarto, un quinto y un séptimo póquer. Lo mataron en el décimo y nunca se supo si guardaba reyes en su manga o si tenía esa noche una suerte desmesurada.
    En ambos casos su castigo es merecido. Hacer trampas no es más canallesco que ligar demasiado.
    Caso parecido fue el de Osear Piluso que, en una mesa de pa- se inglés, supo hacer catorce sietes consecutivos, todos con un cuatro y un tres. Sospechando algo raro, los damnificados le quitaron los dados y los hicieron rodar varias veces: en todas ellas apareció el siete, formado por un cuatro y un tres.
    A Piluso lo tiraron por la ventana. Pero el ruso Salzman, que se robó los dados, declaró mucho después que, habiéndolos exami- nado con el mayor escrúpulo, comprobó que no estaban carga- dos. Estos son los chistes que se gastan los demonios de la suerte.
    Tal vez sea inevitable hablar del libro del doctor Australio Barbará Refutación del azar. Allí se sostiene que las cartas, los dados y las ruletas van formando en su devenir una figura o cifra secreta, que ya existe para alguien.
    "El azar —grita el doctor Barbará— no es más que una consecuen- cia de la ignorancia. Quien conoce la posición inicial de un par de dados, la fuerza con que se los arroja, la altura y las características del tapete, puede deducir —si tiene suerte— el número que saldrá.
    "Y quien conoce la cifra final que van completando los distintos juegos a través de los tiempos, sabe también todas las cifras parciales".
    Barbará no conocía, seguramente, ninguno de estos datos, pues según cuentan en Flores, siempre perdió como un señor.
    Pero perder es lo que hace que el juego sea apasionante. Saber perder es creer que el Día de la Justicia llegará solamente para los perdedores.
    Se ha dicho que los Hombres Sensibles no sólo saben perder, sino que, además, lo desean. Esta impresión ha sido avalada por infinidad de jugadores de dados, cebadores de mate, mirones y otras personas que frecuentan las timbas por una u otra razón.
    Puede ser que sea cierto. Algunos hombres sienten miedo cuando ganan. Temen que todo éxito es el presagio de un desas- tre. O quizá padecen la angustia moral de no merecer lo ganado.
    Se puede ir más lejos. Según una cosmogonía bastante difundida entre los espíritus melancólicos, el universo es una organiza- ción perversa, donde siempre ocurre lo que uno no desea y donde todo acaba siempre en tragedia. Las fuerzas del bien son minoría y el destino apoya descaradamente a los malvados.
    Conforme a este pensamiento, cualquier victoria parece una traición.
    Si hemos de creer en la leyenda, el Ángel Gris comparte este criterio y suele regalar a sus protegidos largas rachas de naipes adversos.
    Podríamos decir que Manuel Mandeb escribió un libro acerca
    de estos asuntos. En realidad no es un libro, sino apenas un cuaderno donde el hombre anotaba sus deudas y acreencias de origen lúdico. Hay, eso sí, comentarios y anécdotas de póquer, todas iguales. Sin embargo, vale la pena transcribir un episodio que deja entrever el terror cósmico ante el misterio del juego.
    "Cuando yo era chico había unas figuritas llamadas Pelusa. Una de ellas, la doscientos ochenta y dos, resultaba imposible de conseguir. Era la única que me faltaba para llenar el álbum.
    Un día, alguien me sopló que un pibe de la calle Condarco la tenía. Fui hasta su casa.
    Era un chico extraño. Su cara, a los diez años, parecía tener hue- llas de desengaños muy antiguos. También me llamó la atención que se mostrara ansioso por cambiar la figurita. Era la difícil. Yo en su lugar no la hubiera aflojado por nada del mundo. El pibe aceptó diez figuritas —una miseria— sin discutir ni un minuto.
    Después de entregármela, rajó enseguida para adentro. Por un mo- mento sospeché que me había engañado... pero no: ahí estaba la ci- fra. Doscientos ochenta y dos. Miré la cara estampada en la cartulina y entonces comprendí todo. No era un jugador de fútbol, ni un boxeador, ni un automovilista.
    Era el diablo, el mismo Mandinga, me di cuenta ni bien lo miré.
    Espantado, la tiré a cualquier parte y salí corriendo. Pero al día siguiente apareció de nuevo entre las otras figuritas que yo tenía. La quise quemar, pero no ardía. La jugué de mil maneras diferentes, pero siempre la ganaba. Al final, se la cambié por dos al colorado Catena, un pibe que murió al invierno siguiente. Ese fue el último año que junté figuritas ".
    Dicen algunos que ángeles, demonios y duendes se mezclan con los jugadores en las timbas de Flores. Por eso son diferentes a todas las otras mesas de la ciudad. No se trata solamente de per- der dinero. Se trata de asomarse a leer de ojito en el libro del des- tino. Se trata de creer —no sin espanto— que el mundo es mucho más extraño de lo que parece.
    Estos no son sino embelecos de almas desesperadas por su pro- pia vulgaridad. Buscando milagros de cartón juegan cada noche al treinta y cuarenta, a la obligada, al pase la chancha, al veo - veo, a la seguidilla, al ahorcado, al bacará, al casino, al veinticinco, a la hormiguita, al piedra - papel - tijera, al muchas gracias y a la carta mayor.
     
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    clause Claudia

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    Instrucciones para buscar aventuras
    Se puede afirmar, sin temor a la indignación de los sabios, que en los tiempos que corren es cada vez más improbable tropezar con la aventura.
    Lo imprevisto, lo extraño, lo misterioso no sucede nunca.
    Curiosamente, parecen existir muchísimas personas con espíritu aventurero. Todos los días conversa uno con señores que desean vivamente una vida más interesante y un teatro de acontecimientos más rico y más amplio.
    Esta gente sale de su casa cada mañana esperando que algo ocurra y buscando, como decía Whitman, "algo pernicioso y temible, algo incompatible con una vida mezquina, algo desconocido, algo absorbente, desprendido de su anclaje y bogando en libertad".
    Pero la búsqueda es siempre inútil y casi todos los hombres, en el ocaso de sus vidas, confiesan que no han vivido jamás una aven- tura.
    ¿Dónde están —se pregunta uno— las doncellas atormentadas por un gigante que desde la torre de algún castillo esperan nues- tra intervención salvadora?
    En ninguna parte. Ya no quedan gigantes, ni castillos, ni -mucho menos— doncellas.
    La actual civilización parece pensada para evitar las aventuras. Porque en realidad la aventura es el riesgo. Y nadie quiere arriesarse.
    Siendo la seguridad un valor cuya admiración se promueve de continuo, es inevitable que la mayor parte del esfuerzo tecnológico que se realiza esté destinado a evitar sucesos imprevistos. Las cerraduras Yale, los despertadores, los semáforos, las pildoras anticonceptivas, las alarmas, los preservativos, los cierres de cremallera, las agendas, los paracaídas. Todos estos inventos alejan el sobresalto.
    Naturalmente, siempre queda alguna grieta como para que se introduzca lo extraordinario. Pero no es suficiente. Para demos- trarlo, vale la pena realizar una sencilla experiencia: pidamos a nuestros conocidos que refieran los hechos más curiosos que han
    vivido. Los resultados serán entre aburridos y penosos.
    Alguien quedó encerrado en el ascensor durante una hora. Otro dice haber ganado un jarrón en una kermesse. Un tercero obtuvo un boleto capicúa.
    Se trata de aventuras miserables.
    Los griegos pensaban que las cosas ocurrían sólo para que los hombres pudieran contarlas luego. Si esto es cierto, el futuro de nuestras conversaciones es poco prometedor. ¿Qué les contaremos a nuestros nietos? ¿Que una vez vimos un choque? ¿Que se nos reventó un sifón? Pobre será la épica que surja de estos modestos cataclismos.
    El aventurero actual ha aprendido a contentarse con sombras de emoción. La televisión y el cine son sus melancólicos proveedores de asombro.
    Chesterton había inventado una solución genial: la Agencia de Aventuras.
    Era una empresa que atendía a los caballeros que experimenta- ban el deseo de una vida variada.
    Mediante la satisfacción de una suma anual, el cliente se veía rodeado de acontecimientos fantásticos y sorprendentes provoca- dos por la Agencia.
    El hombre salía de su casa y se le acercaba un chino excitadísi- mo quien le aseguraba que existía un complot contra su vida. Si tomaba un coche, era conducido al Barrio del Invierno, donde
    cunden las riñas, los marineros egipcios y las mujeres peligrosas. Gracias a esta eficiente organización, el aventurero se veía obligado a saltar tapias, a pelear con extraños o a huir de desconocidos perseguidores.
    Pero la realidad, aun cuando ha sido capaz de depararnos empresas tan absurdas como las que investigan mercados o gestionan transferencias de automóviles, no nos ha brindado una Agencia de Aventuras.
    ¿Qué puede hacerse entonces?
    Pues hay que actuar. No podemos pensar que las aventuras vendrán a nosotros. De nada sirve esperar lo imprevisto mirando vidrieras o sentados en el umbral. Es necesario que uno mismo provoque sucesos extraordinarios.
    Para demostrar que esto es posible, abandonaremos las anchas avenidas de los Enunciados Generales para ingresar en el Laberinto de los Ejemplos Concretos. Para decirlo de una vez, nos proponemos impartir instrucciones precisas para vivir aventuras.
    Aventura de la mujer rubia
    Antes de comenzar a vivir este episodio, usted debe elegir a una mujer rubia. Desde luego, es preferible que sea hermosa. Y desconocida.
    Una vez que usted se haya decidido por una rubia determinada, comience a seguirla. Pero, atención. No se trata de escoltarla durante un par de cuadras murmurándole frases ingeniosas. Hay que seguirla silenciosamente y en forma perpetua. Hasta su casa. Hasta su trabajo. Hasta donde fuere necesario.
    Esto no debe interrumpirse jamás. Cada vez que ella entre en un edificio, usted deberá permanecer afuera esperando su salida.
    No hay que disimular. La idea es que la mujer rubia advierta cabalmente que usted la está siguiendo. Esto la pondrá muy nerviosa y hasta es probable que llame al vigilante.
    Pasaran días, semanas, y tal vez meses. Usted se convertirá en
    una sombra familiar y silenciosa. Si la mujer rubia tiene novio, no abandone la empresa. Después de todo, usted solamente quiere que algo ocurra. Y tarde o temprano algo ocurrirá.
    Aventura del timbre que suena en la noche
    Usted camina por una calle oscura. Son las cuatro de la maña- na. Tal vez llueve. De pronto, frente a una casa cualquiera, usted resuelve tocar el timbre. Pasan los minutos. Usted vuelve a tocar. Un hombre consternado abre la puerta.
    —¿Qué ocurre? —pregunta.
    -Ando en busca de una aventura -contesta usted.
    Aventura de la novia perdida
    Un día usted resuelve encontrar a su Primera Novia.
    Si usted ha tenido el descaro de casarse con ella, es evidente que la cosa no constituye una aventura sino una fatalidad.
    Pero supongamos que usted no la ve desde hace veinte años. No sabe qué ha sido de ella. Apenas recuerda su nombre y su cara ha tomado ya la forma de los sueños y el recuerdo.
    Usted hace averiguaciones. Indaga entre quienes la han conocido. Investiga en los lugares en los que ella trabajó o estudió. Re- corre calles al acaso, cree reconocerla dos o tres veces. Alguien le pasa un dato cierto.
    Mientras todo esto ocurre, usted se vuelve a enamorar de la Primera Novia y sueña todas las noches con ella, como solía hacer veinte años atrás.
    Un día usted descubre su paradero. Sabe exactamente dónde encontrarla. Tiene la dirección, el número de su teléfono y conoce los horarios en que es apropiado llegar a ella.
    Usted piensa que la aventura ya puede comenzar, pero en rea- lidad es aquí donde debe terminar.
    Aventura del túnel que va a cualquier parte
    Usted y un grupo de amigos aventureros comienzan a excavar un túnel en el fondo de una casa, que puede ser la suya.
    La tarea deberá acometerse con el mayor vigor.
    Durante la excavación se irán descubriendo objetos extraños, tales como huesos, cascotes, tapitas de cerveza, zapatillas fósiles y antiguos pozos ciegos.
    El trabajo durará meses y meses. Durante ese lapso surgirá una deliciosa camaradería entre los integrantes del grupo. Es muy pro- bable que todos sean despedidos de sus trabajos habituales, en ra- zón de las inasistencias, la impuntualidad y la suciedad, inevi- tables cuando uno excava un túnel. Por las mismas razones, los que tuvieren novia serán abandonados.
    Así las cosas, la única preocupación del grupo será cavar y ca- var. Un día cualquiera, cuando el túnel ya tenga una extensión considerable, se comenzará a excavar hacia la superficie. Y aquí viene el momento fundamental de la aventura. ¿Dónde aparece- rán los viajeros subterráneos? ¿En el hall de una casa habitada por señoritas solteras? ¿En una panadería? ¿En un convento?
    Hay otras aventuras posibles: la del que se embarca en un car- guero sueco, la del viaje subterráneo a través del arroyo Maldona- do, la del que investiga a los mendigos para descubrir que son ricos, la del que se mete en el baño de damas, la del que se agacha a ver por qué no explota el cohete... Hay que elegir.
    Salgamos de una vez. Salgamos a buscar camorra, a defender causas nobles, a recobrar tiempos olvidados, a despilfarrar lo que hemos ahorrado, a luchar por amores imposibles. A que nos peguen, a que nos derroten, a que nos traicionen.
    Cualquier cosa es preferible a esa mediocridad eficiente, a esa miserable resignación que algunos llaman madurez.
     
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    clause Claudia

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    Diablo
    Todos sabemos que el túnel que pasa bajo las vías en la estación de Flores es una de las entradas del infierno.
    Cierta noche de otoño, el ruso Salzman, uno de los tahúres más prometedores del barrio, estaba haciendo un solitario en uno de los bares mugrientos que existen por allí. Vino a interrumpirlo un individuo alto y flaco, vestido con ropas elegantes, pero un poco sucias.
    —Buenas noches, señor, soy el Diablo.
    Salzman saludó tímidamente. Estaba seguro de haber visto al Diablo otras veces, pero le pareció inadecuado mencionarlo. El hombre se acomodó en una silla y sonrió con dientes verdosos.
    -Un solitario es poca cosa para un jugador como usted. Sepa que le está hablando el dueño de todas las fichas del mundo... Conozco de memoria todas las manos que se han repartido en la historia de los naipes. También conozco las que se repartirán en el futuro. Los dados y las ruletas me obedecen... Mi cara está en todas las barajas... Poseo la cifra secreta y fatal que han de sumar sus generalas cuando llegue el fin de su vida...
    Salzman no podía soportar aquella clase de discursos. Para ver si se callaba, lo invitó a jugar al chinchón.
    —No comprende, amigo. Le estoy ofreciendo el triunfo perpetuo. Puedo hacer de sus palpitos leyes de acero. Por el precio de su alma -una bicoca, si me permite- le haré ganar fortunas.
    —No puedo aceptar —dijo Salzman en el mismo momento en que se le trababa el solitario.
    —¿Acaso le gusta perder?
    —Me gusta jugar.
    —Usted es un imbécil... Tiene ganado el cielo. En fin, disculpe la molestia. Si no es su alma, será cualquier otra.
    Salzman sintió la tentación de humillarlo.
    —¿Quiere un consejo? Vayase por donde vino... Aquí no conseguirá nada.
    El hombre alto lo miró sobrándolo.
    —Olvida con quién está hablando. Siempre consigo lo que me propongo.
    —Vea, supongo que lo que usted pretende es corromper un alma pura. Por aquí hay muy pocas. Y además, éste es el barrio de la mala suerte. Todo sale mal.
    —Hagamos una apuesta. Si consigo un alma antes del amanecer, me llevaré también la suya. Si pierdo, usted podrá pedirme lo que quiera.
    Salzman juntó las cartas desparramadas.
    -Usted sabe que lo que me propone es inaceptable... Pero acepto. Desde luego, tendré que acompañarlo para asegurarme de que no haga trampa.
    Los dos personajes caminaron juntos por la oscuridad. Anduvieron por la plaza desierta. En la avenida se cruzaron con algunos paseantes que no sirvieron de nada porque ya estaban condenados.
    Salzman estaba un poco perturbado: es que su acompañante matizaba el paseo con pequeñas y crueles travesuras. En la calle Yerbal le quitó la gorra a un pobre viejo y en Bacacay le dio una feroz patada a un perrito negro. Cada tanto, cantaba un estribillo con voz de barítono.
    —Almas, quién me vende el alma...
    Caminaron hacia el norte y en Aranguren se encontraron con una prostituta de increíble hermosura. Era muy joven, casi una niña. Salzman estaba asombrado.
    -Mire...
    —Esto será fácil. La chica tiene hambre y aunque usted no lo crea, ésta es su primera noche. Puedo asegurarle que seré su primer cliente.
    —Si usted lo dice... Pero recuerde que en este barrio todo sale mal.
    El hombre alto dejó a Salzman esperando en la esquina y se acercó a la chica. Después se metieron en un oscuro zaguán.
    —Me llamo Lilí —dijo ella—. Tráteme bien. Tengo mucho miedo.
    Pasaron largas horas. La chica se derrumbó, extenuada y sonriente.
    -Ya no tengo miedo.
    Al rato salieron los dos abrazados. En medio de la calle, el hombre sacó la billetera. Salzman escuchaba escondido detrás de un árbol.
    —Fue maravilloso. Este dinero es tuyo.
    —No quiero nada. Lo hice por amor.
    El sujeto dio media vuelta y con paso indignado se acercó a
    Salzman.
    -Apúrese que es tarde.
    Anduvieron por el Odeón, por Tío Fritz y por La Perla de Flores, donde un grupo de racionalistas les explicó que el pecado no existía, que el verdadero demonio es el que todos llevamos dentro y que en realidad no hay hombres malvados sino psicóticos, perversos, sádicos, fóbicos o histéricos. Al salir, el hombre rompió la vidriera de un ladrillazo. Después volvió a cantar.
    —Almas, quién me vende el alma...
    En la puerta de Bamboche vieron a Jorge Allen, el poeta, que por fin había encontrado la pena de amor definitiva. Salzman indicó que se trataba de un amigo y pidió que no se lo molestara con la condenación eterna. El hombre se rió a carcajadas.
    —No está en mis manos condenar a ese muchacho. Los enamorados hallan el cielo o el infierno en el objeto de su amor.
    —Tiene razón —dijo el poeta sonriendo.
    Salzman los presentó.
    —Jorge Allen... el Demonio.
    —Ya nos conocemos, pero ya que está: ¿por qué no compra mi alma? Sólo pido el amor de la mujer que me enloquece. Se llama Laura.
    —Ya lo sé. Se la entregué hace un tiempo a otro fulano. Por eso no lo ama.
    —Con razón, con razón...
    —Puedo darle el amor de cualquier otra.
    -Ya lo tengo, gracias.
    Allen se fue sin saludar. El hombre le mostró el culo a una vieja que pasaba.
    Cerca de las cinco de la mañana, hartos de caminar, fueron a dar al Quitapenas de Nazca y Rivadavia. El hombre alto estaba deprimido por los fracasos de aquella noche. Se tomó cuatro cañas y empezó a contar chistes puercos.
    -¿Conoce el del japonés que va al infierno?
    Salzman estaba a punto de regalarle el alma para que se callara.
    Apareció un hombre con una guitarra. Se largó con un paso de milonga en mi menor y al rato se puso a improvisar un canto.
    —Al ver a toda esta gente en esta amable reunión convoco a mi inspiración con el carácter de urgente. Si entre el público presente
    se encontrara un payador, lo desafio, señor, a tratar cualquier asunto, en versos de contrapunto para ver quién es mejor.
    El hombre alto le quitó la guitarra y contestó en la menor.
    —Soy el diablo y por lo tanto acepto su desafio, sepa que este canto mío ya ha vencido al viejo Santos. Pero yo gratis no canto, quiero una apuesta ambiciosa. Pregúnteme cualquier cosa, mas, si contesto, le digo: llevaré su alma conmigo a la Región Tenebrosa.
    El payador no se achicó.
    —Por mi alma yo se lo aceto
    o si no por una copa,
    no me asusta Juan Sin Ropa
    pues ya ni al diablo respeto.
    Pero seamos concretos,
    el tema será profundo:
    diga de un modo rotundo
    qué siente usté en el amor
    y si no invite, señor,
    la vuelta pa' todo el mundo.
    El diablo hizo una mueca de asco y pagó la vuelta.
    A las seis en punto, pasó por el lugar Manuel Mandeb. Con aliento de azufre, el hombre alto le habló al oído.
    —Le compro el alma, jefe.
    -Vea, no hay nada en el mundo que me interese, salvo tener un alma. De modo que estamos ante una paradoja.
    Empezó a amanecer.
    —Oiga, Salzman... De hombre a hombre se lo digo... Esto no es justo: todas esas personas que hemos visto son cien veces más perversas que usted y yo juntos. Quizá sea hora de retirarme de este estúpido negocio.
    —No se desespere, amigo.
    —No me consuele. No olvide quién soy. Pídame lo que quiera.
    Salieron a Nazca y vieron venir por la vereda a Lilí, la joven
    prostituta. Las luces del día la hacían todavía más hermosa. El hombre se peinó las cejas con escupida.
    —De sólo verla se me encienden los siete fuegos del infierno. Tal vez no me lleve ningún alma, pero le juro que no perderé esta noche.
    Salió corriendo y la encaró junto a un portón.
    -Creo que estuve un poco brusco hace un rato y por eso he resuelto compensarla.
    Ella lo miró con frialdad.
    -¿A qué se refiere?
    —Le daré poder. Poder sobre mí.
    Ahora ella miraba un cartel lejano.
    —Perdón, creo que no entiendo.
    —Vea, no acostumbro a hacer estas cosas. Pero debo reconocer que estoy excepcionalmente impresionado por usted. Antes la traté como a todas. Ahora me gustaría tratarla como a ninguna.
    La chica empezó a caminar.
    -No tengo nada que ver con todo eso.
    —No se vaya. Quiero estar con usted. ¿Puede entender eso?
    —Sí lo entiendo, pero... Lo llamaré otro día.
    —Lilí, soy yo... el del zaguán. Y para mí el único día de la eternidad es hoy.
    —Pero para mí no.
    —Está bien. Quizás ahora no. Digamos mañana.
    -Creo que no. Estoy un poco confundida. Necesito tiempo.
    El hombre encendió los ojos.
    —¿Tiempo? ¿A mí me hablas de tiempo? ¿Acaso te olvidas de quién soy?
    -No sé... si no me lo explica.
    —No estoy acostumbrado a dar explicaciones. Mi identidad es ostensible. Has estado conmigo y no te has dado cuenta...
    -No.
    El empezó a sacudirla, mientras gritaba como un loco.
    -Soy Satanás, el Señor de las Tinieblas, el Príncipe de las Naciones, Lucifer, El Portador de Luz, el Adversario, el Tentador, Moloch, Belcebú, Mefistófeles, Ahrimán, Iblis... ¿Entiendes? ¡Soy el Diablo!
    Hubo un trueno que hizo temblar la barriada. Ella lo apartó y lo miró con desprecio.
    —Cállate de una vez, miserable gusano enamorado. ¿No ves que te estás humillando ante mí? ¿No comprendes que podría llevarte a donde yo quisiera? ¿No comprendes que podría hacerte mi esclavo, que podría obligarte a adorarme?... ¿Y sabes por qué?... Porque el Demonio, el verdadero Demonio... soy yo.
    Lilí se fue canturreando una milonguita.
    —Almas, quién me vende el alma... Salzman se acercó al hombre alto.
    -¿Un cigarrillo, maestro?
    —Gracias... A propósito... ¿Le debo algo?
    —Por favor... Vaya con Dios.
     
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    MELANCOLÍA

    Me siento, a veces, triste
    como una tarde del otoño viejo;
    de saudades sin nombre,
    de penas melancólicas tan lleno...
    Mi pensamiento, entonces,
    vaga junto a las tumbas de los muertos
    y en torno a los cipreses y a los sauces
    que, abatidos, se inclinan... Y me acuerdo
    de historias tristes, sin poesía... Historias
    que tienen casi blancos mis cabellos.


    Manuel Machado
     
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    Estatuas
    Egestes era un sacerdote de Lanuvio a quien le habían encargado trasladar unas estatuas a la recién fundada ciudad de Alba. El trabajo vino a tornarse imposible porque las estatuas regresaban durante la noche y se instalaban en sus emplazamientos originales. Egestes perseveró durante un tiempo, pero finalmente resolvió no contrariar los deseos de las estatuas y las dejó definiti- vamente en Lanuvio.
    A lo largo de la historia hay algunos otros ejemplos de estatuas semovientes, cuando no parlantes, cantoras, oraculares o concupiscentes: la caprichosa Hera de Argos; la vengativa Artemis Ortia, que volvió locos a los hijos de Irbo; la fecunda estatua que esculpió Pigmalión, a quien le dio una hija; el célebre Paladium, que garantizaba la victoria a sus poseedores.
    Los Brujos de Chiclana afirman que las posturas de las estatuas del rosedal varían imperceptiblemente cada noche. Desde luego, se trata de levísimas modificaciones: una sonrisa acentuada, un abrazo más estrecho, un ojo guiñado, una túnica más arrugada.
    Hasta el presente nadie ha realizado mediciones comparativas. Tampoco ha sido sorprendida estatua alguna en el momento de moverse. Los Brujos declaran que los movimientos los hacen cuando nadie las mira y agregan que hay estatuas que salen a caminar todas las noches. Parece que durante sus paseos besan a las jóvenes que duermen y les contagian la frialdad. Las vecinas supersticiosas piensan que la maldad de las estatuas es innegable y cierran sus puertas con llave para que no invadan sus casas a la madrugada.
    Las viejas de Palermo cuentan historias de niños raptados que luego son convertidos en estatuas. Un grupo de iconoclastas de Villa Crespo asegura que desde hace años se prepara una sublevación de estatuas destinada a poner el mundo bajo su dominio y a condenar a los humanos a una existencia inmóvil y ornamental. El grupo se complace en destrozar toda clase de esculturas para preservar los clásicos privilegios de los hombres.
    Hay algunas cosas que los Brujos de Chiclana han llegado a establecer: la personalidad de cada estatua es independiente de la figura que representa. San Martín no es San Martín y Belgrano no es Belgrano. Eso sí: todas se comportan conforme a su especie y a su sexo. Las mujeres son mujeres y los perros son perros.
    ¿Realizan las estatuas el acto sexual? Podría conjeturarse que no, si se piensa que no nacen de un vientre materno. Sin embargo, los Brujos creen que son capaces de sentir deseo. En cuanto a las estatuas que han sido esculpidas representando precisamente una fornicación, es razonable suponer que aprovechan la ausencia de testigos para descansar un poco de sus abrazos.
    Los Brujos dicen preparar una especie de polenta que convierte en estatua a quien la come. Dejan sospechar además, que les espera el mismo destino a los que espían a una gitana bañándose, a los que miran fijo un eclipse, a los vigilantes que se quedan dormidos, a los que se desnudan en las plazas, a los que piensan siempre en la misma cosa y a los que se ponen bizcos de cara al Pampero.
    Algunas de las historias que se cuentan sobre las estatuas vivientes tienen su origen en sucesos que nada tienen de prodigioso.
    Los jubilados de la Plaza Flores oían muchas veces los dictáme- nes de una estatua oracular que con voz clara respondía a toda cla- se de interrogaciones. Al fin vino a descubrirse que todo era un fraude y que las consultas eran satisfechas en verdad por el ruso Salzman, escondido en las ramas de un árbol vecino. A pesar de todo, los jubilados siguen creyendo en la estatua y le hacen preguntas cuyas respuestas inventan ellos mismos.
    El viejo Helios, un escultor de Santos Lugares, es experto en el fundido de caballos de bronce. Para su desgracia, su taller linda con los fondos del club Sporting. En horas de aburrimiento los socios se entretienen saqueando los corrales del viejo. Para rubri- car la hazaña, los cuatreros juran a su víctima que los caballos se escapan por su cuenta y que los vecinos de la calle Rodríguez Pe- ña los ven galopar cada noche en dirección a Villa Progreso.
    Los muchachones impíos del barrio del Pilar se llevan los cabalos de los monumentos, dejando a los proceres de a pie. Los guardianes de las plazas, compadecidos, se esfuerzan por ubicar al patriota desmontado en ancas de algún otro.
    Algunos vendedores de elixir opinan que la rebelión de las estatuas es obra de los propios Brujos de Chiclana, que están preparando un ejército de piedra, mármol y bronce para atacarnos en el momento menos pensado. Si triunfan los Brujos, todos seremos estatuas y el tiempo pasará inútil sobre una historia encallada.
    O acaso los Brujos ya triunfaron y ya somos estatuas y el movimiento no es más que una ilusión y no hay almas en nuestros pechos de piedra.
     
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    Ultimas palabras
    Viendo que Karl Marx se moría, Hellen, su ama de llaves, le pidió que le dictara unas últimas palabras para publicarlas.
    Marx se negó redondamente:
    —Las últimas palabras son para los tontos que no han dicho en su vida lo suficiente.
    Sin embargo, una muchedumbre de ilustres personajes se han creído en el caso de cerrar su existencia con unas frases.
    Cabe observar que no siempre es la voluntad del agonizante la que divulga estos discursos finales, sino más bien la memoria o la inventiva de los testigos. El "tú también, Bruto" de Julio César no parece destinado a impresionar a la posteridad y debe su fama al testimonio de los asesinos.
    Distinto es el caso de Sócrates. Antes de beber la cicuta, el maestro pidió a un amigo que se encargara de devolver un gallo que le estaba debiendo a un tal Asclepius. Uno simpatiza con es- te gesto y con este hombre capaz de recordar sus pequeñas deudas cuando estaban por matarlo. Sin embargo, es posible sospechar un oculto deseo de lucirse. Tal vez Sócrates quería hacer inolvida- ble aquella escena y juzgó elegante adornarla con una demostra- ción de desdén metafísico. En realidad no le importaba pagar sus deudas sino mostrar la grandeza de su espíritu.
    En cierto sentido, puede afirmarse que el de las últimas pala- bras es un género literario. Anotemos algunos preceptos básicos. El principal de ellos exige morir después de completar el texto.
    También es indispensable la presencia de testigos. Estaríamos en- tonces ante una disciplina artística imposible de ejercer en soledad.
    Por lo general, conviene la utilización de un estilo solemne y pomposo, como si cada palabra estuviera grabada en mármol.
    Algunas cuestiones inquietantes: ¿Cómo sabe alguien que está diciendo sus últimas palabras? Para el caso, hay que elegir una muerte más bien lenta y previsible. Los asesinatos, los accidentes, y cualquier fallecimiento repentino, pueden dejarnos fuera del ca- tálogo. Acaso sea posible prevenirse y decir unas frases adecuadas antes de correr algún peligro, por las dudas. Enfrentar lo desco- nocido con las últimas palabras ya dichas.
    El arquitecto Hugo Zambrano estaba muy satisfecho de sí mis-
    mo. Constantemente se postulaba a la admiración general con pe- queñas proezas mundanas. Rara vez dejaba pasar la ocasión de lucirse. Aun estando solo, respondía a las preguntas de los progra- mas de la televisión o completaba crucigramas.
    Con los años se le hizo costumbre pensar en su muerte. Y re- solvió adornarla con unas palabras que hicieran reventar de envi- dia a los vecinos. Las preparó cuidadosamente con fragmentos de discursos escolares. Después esperó.
    Pasó el tiempo, llegaron la vejez y los achaques.
    Una noche, creyéndose morir, Zambrano soltó su parlamento:
    —Perdono a mis ofensores ahora que me dispongo a atravesar la puerta oscura...
    Hubo una larga espera silenciosa. La muerte no llegaba. El tra- to de sus familiares lo obligó a decir otras cosas. Las últimas pala- bras se le habían vuelto penúltimas.
    El arquitecto se salvó pero creció en él el temor de que las cir- cunstancias le dejaran como últimas unas palabras vulgares.
    Para evitarlo repetía su despedida cada tanto. Los vecinos de la calle Granaderos lo oían murmurar antes de cruzar la ardua ave- nida Avellaneda:
    -Perdono a mis ofensores...
    Finalmente, Zambrano ya no decía otra cosa que sus últimas palabras.
    Ante cualquier pregunta cotidiana el hombre respondía:
    —Perdono a mis ofensores...
    El arquitecto murió una mañana de junio y los vecinos sospe- chan que fue asesinado por sus familiares, después de obligarlo a decir algo humillante.
    Sin llegar a los extremos transitados por Zambrano, es razona- ble prevenir esa falta de imaginación que es tan corriente en la agonía, alistando de antemano un batallón de frases de clausura.
    Llegado el caso, es posible encargarle el trabajo a otras perso- nas. Pancho Villa tenía un secretario norteamericano que le escri- bía sus discursos. Herido de muerte, Villa le preguntaba deses- perado qué últimas palabras debía decir.
    Sábato ha dicho que hay que ser muy vanidoso y frivolo para esforzarse en la oratoria en un momento semejante.
    Me impresiona esta escena: son los últimos momentos de una larga enfermedad. Los familiares están exhaustos después de se- manas de desvelos. Los médicos se empeñan en unas últimas e inútiles diligencias. La mujer solloza. La miseria se avecina. Y el
    moribundo comienza una arenga... No hay derecho.
    Un detalle final: la muerte golpea impaciente su talón en el suelo.
    Manuel Mandeb sostenía que los oradores in artículo monis iban directamente al infierno, donde los demonios los atormenta- ban con agradecimientos de premios, con brindis de fin de año y descripciones de tardes soleadas a cargo de periodistas deportivos.
    El hombre austero y digno debe irse silenciosamente de todas partes. En las fiestas no insistirá en interminables despedidas. Al ser exonerado de un empleo, no pedirá explicaciones. Expulsado por una novia, se abstendrá de todo reproche. Y llegado el caso, se morirá sin conferencia de prensa.
     
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    clause Claudia

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    Re: ... de poetas, cuentos y leyendas

    CUMPLEAÑOS

    Yo lo noto: cómo me voy volviendo
    menos cierto, confuso,
    disolviéndome en aire
    cotidiano, burdo
    jirón de mí, deshilachado
    y roto por los puños.

    Yo comprendo: he vivido
    un año más, y eso es muy duro.
    ¡Mover el corazón todos los días
    casi cien veces por minuto!

    Para vivir un año es necesario
    morirse muchas veces mucho.


    Ángel González


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    En el principio

    Si he perdido la vida, el tiempo, todo
    lo que tiré, como un anillo, al agua,
    si he perdido la voz en la maleza,
    me queda la palabra.

    Si he sufrido la sed, el hambre, todo
    lo que era mío y resultó ser nada,
    si he segado las sombras en silencio,
    me queda la palabra.

    Si abrí los labios para ver el rostro
    puro y terrible de mi patria,
    si abrí los labios hasta desgarrármelos,
    me queda la palabra.
     
  11. clause

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    Las tetas de Devoto
    Los Narradores de Historias han inventado muchas mentiras.
    Por culpa de ellos, la gente ha llegado a dudar de la existencia de cosas tan evidentes como el Ángel Gris de Flores y -por otro lado— hay quienes creen en leyendas tan fantásticas como la del ferrocarril que corría entre Sáenz Peña y Villa Luro.
    Sin embargo, los Hombres Sensibles de Flores creían en la palabra de los Narradores e iban todas las noches a la casa en ruinas que está frente a la estación a hacerse referir cuentos por unas monedas.
    Allí oyeron hablar de Isabel, la tetona de Devoto.
    La primera vez que escucharon la historia no se sorprendieron demasiado: al parecer, en Villa Devoto había una muchacha un poco rara que tenía una nube en el pecho.
    Pero los Narradores se complacían repitiendo sus relatos y cada vez agregaban detalles nuevos. En una segunda versión se supo que quien veía a Isabel no podía dejar de pensar en sus tetas. Mas adelante se indicó que la mujer se escapaba de los hombres y que nadie había conseguido enamorarla jamás.
    Algunos meses más tarde, ya eran varios los hombres de Flores que juraban haberla visto. Bernardo Salzman, el jugador de dados, creyó reconocerla desde la ventanilla del tranvía Lacroze, en una visión fugaz pero imborrable. Jorge Allen, el poeta, pretendía haber visto su sombra en la calle Simbrón. Manuel Mandeb la había sospechado a sus espaldas en el subterráneo pero no se había animado a darse vuelta.
    En ese entonces, para los muchachos del Ángel Gris aquello era
    apenas un asunto picaresco. Pero una noche de noviembre, el más codicioso de los narradores, un individuo maloliente al que llamaban Letrina, contó la historia de Isabel sin ocultar nada. Y allí estaba oyendo -para su desgracia- Manuel Mandeb.
    —Las tetas de Isabel son las más portentosas de la Tierra. Pero eso no es todo: el hombre que alcance a contemplarlas conocerá el Gran Secreto. Entrará en posesión de las terribles verdades de la vida, el arte y el amor. Pero las tetas de Devoto no están hechas para cualquiera. Hay un sólo hombre señalado por el destino para asomarse a todos los misterios del Universo. Si otro caballero se atreviera a espiar lo que
    no debe, moriría en el acto. Nadie sabe quién es el hombre indicado. Isabel, sin embargo, lo espera y está segura de reconocerlo. Se dice que el hombre le dejará como regalo una herradura.
    Manuel Mandeb preguntó enseguida dónde vivía semejante hembra. Pero el Narrador exigió un nuevo aporte de dinero para continuar. Ante la insolvencia general, decidió retirarse.
    Para el pensador, el caso se transformó en una obsesión. Anduvo inspeccionando pechugas por todos los barrios y siguiendo los pasos de cuanta tetona se le atravesaba. Amigos desocupados lo ayudaban en su búsqueda: Ives Castagnino, el músico de Palermo; el ruso Salzman; Allen, el poeta, y Jaime Gorriti, el quinielero de Caseros.
    Una tarde de diciembre, Mandeb dio con una muchacha que conocía la leyenda. Ella no pudo aportarle datos nuevos pero le dejó una pregunta inquietante:
    —¿Qué pasaría si usted no fuera el Hombre Elegido?
    -No vale la pena vivir si uno no es el Hombre Elegido -contestó Mandeb, y le arrancó la blusa.
    Desde otros barrios comenzaron a llegar rumores.
    Alguien sabía algo sobre una gitana de la calle Sanabria. Otros hablaban de una morocha de Villa Crespo. Pero lo más interesante fue la noticia de la extraña muerte de Lorenzo Lugo, un renombrado picaflor de José Ingenieros. Lo encontraron tirado bajo un
    puente de la General Paz, agonizante. Antes de morir en el hospital Pirovano, dijo cosas incomprensibles acerca de unas tetas.
    Algunas semanas después, el Narrador Sucio lo aclaró todo. Lugo había pasado casualmente frente a la casa de Isabel y alcanzó a verla baldeando el patio. De pronto, en un movimiento brusco, uno de los Colosos de Devoto saltó fuera del batón y desató la tragedia.
    Varias muertes y desapariciones fueron atribuidas al pecho fatal, pero era casi seguro que los Narradores exageraban.
    Durante todo el verano, los Hombres Sensibles buscaron indicios y esperaron señales.
    El seis de marzo, Manuel Mandeb encontró una herradura de plata.
    Entonces perdió toda compostura. Andaba todo el día por Vi- lla Devoto y tocaba los timbres de las casas haciéndose pasar por vendedor de rifas. Cada noche soñaba con Tetas Ciclópeas que nunca alcanzaban a descubrírsele totalmente: velos, sábanas y breteles le negaban la sabiduría.
    Hasta que una tarde, durmiendo la siesta, tuvo un sueño diferente: vio una casa con una verja muy alta y un yuyal selvático en el frente. Era una casa espantosa y el miedo lo despertó.
    Dando por suficiente el dato soñado, Mandeb hizo un anuncio solemne en la esquina de Artigas y Aranguren.
    -Llegó la hora -recitó- la noche es fresca, el viento sopla desde Liniers, la luna es brillante. Y yo ya sé dónde encontrar a Isabel. Eran cinco: Manuel Mandeb, Jorge Allen, Bernardo Salzman, Ives Castagnino y Jaime Gorriti.
    —Esta noche, si tenemos suerte, vamos a ver las tetas más hermosas del mundo y sabremos el secreto del amor y de la vida.
    Salzman, el hombre de los dados, se atrevió a una objeción:
    —Si no entendí mal el cuento, aquí venimos sobrando cuatro.
    —Es cierto —admitió Mandeb— solamente un hombre ha sido señalado para este asunto. Pero si entre nosotros está el elegido, ya
    habrá tiempo de conversar. Y tal vez la visión de uno será la visión de todos.
    Los muchachos de Flores partieron rumbo a Devoto. Atravesa- ron todo Villa del Parque. Cruzaron las vías del Pacífico. Manuel Mandeb olisqueaba el aire y trataba de orientarse.
    Anduvieron dando vueltas cerca de una hora más. A veces, interrogaban a los caminantes, pero nadie supo decirles nada. Final- mente, el olfato de Mandeb -o la casualidad- los condujo hasta una calle que iba agonizando hacia la General Paz. En el rincón más oscuro de la cuadra, Manuel Mandeb pegó un salto.
    -Es aquí... es aquí. Esta es la casa que soñé. Aquí vive Isabel.
    Tocaron el timbre y esperaron. Pasaron como cinco minutos.
    -No hay nadie...
    —Tal vez no funcione el timbre... —Ives Castagnino empezó a golpear las manos. Gorriti se lució con un silbido agudísimo.
    A lo lejos se abrió una puerta. Un momento después, una figura lamentable se fue acercando entre los yuyos.
    El espectro llegó a la puerta. Era una vieja flaca y desencajada. El batón le llegaba hasta los pies. En la cabeza llevaba un pañuelo negro.
    -¿Qué buscan aquí?
    -Buscamos a Isabel.
    -Aquí no hay nadie. Vayanse...
    -No mienta, señora... Sabemos que Isabel vive aquí.
    -No. Aquí no hay nadie... -La vieja dio media vuelta y se fue alejando hacia la casa.
    Una lechuza cantó en lo alto. Jorge Allen se santiguó.
    —Es aquí —insistió Mandeb—. Esa vieja no nos quiere dejar entrar, pero es aquí.
    Desde la casa llegó el sonido de un piano que tocaba el vals "Lágrimas y sonrisas".
    Allen volvió a tocar el timbre. El piano calló. Manuel Mandeb tomó una decisión.
    —Por una vieja loca no me voy a perder la ocasión de conocer el Gran Secreto... Vamos a saltar la verja.
    Ayudándose unos a otros, los hombres de Flores salvaron los fierros oxidados y saltaron al yuyal. Caminaron despacio, sin hablar. Cada tanto, alguno se reía de puro miedo.
    En algún lugar se abrió una puerta. Enseguida aparecieron ocho perros, como sombras negras y aullantes.
    Mandeb trataba de razonar con los animales mediante silbidos y palabras tranquilizadoras.
    —Chiquito, chiquito... bueno, bueno...
    Un perro le tiró un terrible tarascón. El ruso Salzman consiguió un palo y empezó a repartir golpes a ciegas. Jorge Allen pegaba patadas con sus enormes zapatones y recibía mordiscos en los tobillos. Los hombres estaban aterrorizados. Ya casi no podían defenderse.
    Desde la casa se oyó un silbido. Los perros se pararon en seco y un momento después corrieron hacia el lugar de donde habían salido.
    Los muchachos de Flores quedaron tendidos en el yuyal, su- cios, exhaustos, mordidos y con olor a perro.
    Una sombra se acercó al grupo.
    —¿Qué quieren aquí?
    Era un sujeto inmenso. Un gigante. Estaba armado con un viejo trabuco naranjero.
    El ruso Salzman tuvo ánimo para contestar.
    —Quédese tranquilo, maestro. Venimos a ver a Isabel.
    —Aquí no hay nadie —dijo el gigante—. Y vayanse, a ver si no les meto un perdigón en el balero.
    Mandeb metió la mano en el bolsillo y sacó trabajosamente la herradura de plata.
    —Tome, tome. Esto le va a interesar.
    El gigante tomó la herradura y la examinó con cuidado.
    -Usted puede pasar —dijo mirando a Mandeb—. Los otros se rajan.
    —Los señores vienen conmigo. Yo me hago responsable.
    -Está bien. Vamos.
    Guiados desde atrás por el trabuco, entraron a un pasillo con olor a humedad. Después pasaron a una sala grande y oscura. El gigante los hizo sentar en unos sillones mugrientos. Volvieron a escuchar el piano.
    —Esperen aquí quietitos.
    El gigante se esfumó.
    Al rato apareció una figura que ocultaba su cara con una gorra de enorme visera. Sin decir nada los guió por un sinnúmero de pasillos. En uno de los corredores vieron a un perro atado. Gorriti creyó reconocer a uno de los monstruos del yuyal y le acomodó un zapatazo brutal. El animal lanzó un horrible aullido. El hombre de la gorra no dijo nada.
    Durante todo el trayecto los incomodaba un hedor pestilente.
    -Qué olor a podrido...
    —A mí me resulta familiar.
    Salzman tuvo una revelación. Con la mayor rapidez arrancó la gorra del guía.
    —Miren a quién tenemos aquí...
    Era el Narrador sucio, el llamado Letrina.
    —¿Qué hace usted en este lugar?
    -Ya lo ve. Estoy terminando de contar una historia.
    Al final del último pasillo había una puerta roja. El roñoso la abrió con una llave enorme.
    -Adelante.
    Entraron en una habitación llena de tapices y cortinados. En el centro había una cama inmensa. Los hombres de Flores se acomodaron en unas banquetas forradas en terciopelo. El Narrador los dejó solos.
    Gorriti convidó cigarrillos. Esperaron un rato en silencio, concentrados en sus heridas y en sus dolores. Ya habían dejado de fumar, cuando apareció una mujer espléndida.
    -¡Isabel! -gritó el ruso Salzman-. Miren... miren qué mina.
    Era en realidad una hembra notable.
    -No soy Isabel -confesó-. Apenas soy Ivette.
    -¿Dónde está Isabel? -preguntó Mandeb.
    -Ya vendrá, ya vendrá. Depende de ustedes. Presten atención.
    La mujer adelantó sus manos con elegancia y recitó:
    Miren mis manos. Dicen que una de ellas es la salud y cura las heridas. Quien la roce tendrá valor y fuerza en todos los momentos de su vida.
    La otra mano es la peste y quien la toque padecerá tormentos y dolores. Ahora hay que elegir: no se equivoquen. ¿Quién se atreve a arriesgar? Jueguen, señores.
    Castagnino se levantó y besó la mano derecha. Los hombres de Flores sintieron un extraño bienestar y las mordeduras desaparecieron en ese mismo instante. La mujer tiró de una cinta y su vestido se abrió.
    Miren mis pechos: son como dos lunas que de otras brindan pálida noticia. Uno es la buena suerte y da fortuna por siete años al que lo acaricia.
    El otro es la desgracia, ya lo saben. Tocarlo es desacierto y es derrota. Vamos, señores, que en sus manos caben la sombra y la ventura. ¿Quién se anota?
    Jorge Allen se adelantó temblando. Dudó un instante y luego acarició suavemente el pecho izquierdo de Ivette.
    -Acertó también el poeta.
    Hubo una pequeña ovación. Los amigos se abrazaron. Ivette volvió a recitar.
    Ahora les digo: miren mis mejillas
    —Y aquí es dónde se empieza a jugar fuerte—
    Se puede besar una, que es la vida...
    se puede besar otra, que es la muerte.
    Manuel Mandeb se levantó rápidamente. Se acercó a Ivette y le puso las manos sobre las mejillas. Entonces recitó.
    Nadie vaya a copar. A mí me toca. Yo soy el que ha venido para eso. El jugador que apostará en tu boca a la vida y la muerte con un beso.
    Y la besó.
    -Vamos, Ivette -dijo Manuel tiernamente-, Isabel espera.
    Ivette lo miró con cierta melancolía. Se cerró el vestido y se fue para siempre.
    Los Hombres del Ángel Gris quedaron solos de nuevo. Otra vez volvió a escucharse el piano.
    Una cortina se descorrió y apareció Isabel.
    Todos temblaron. Todos supieron que era ella.
    Manuel Mandeb lloró de emoción o tal vez de alarma: los ojos
    de aquella mujer conocían —lo supo enseguida— toda su vida. Ahora no tenía ninguna duda: el elegido era él.
    Isabel fue directamente hacia el pensador de Flores.
    —Será un momento nada más —anunció.
    —No importa.
    -Tus amigos deben irse.
    -Mis amigos se quedan. Han sufrido mucho para llegar aquí.
    —Está bien... todos merecen el don. Pero no sé si enseñando mis pechos no los haré más desgraciados.
    —Más vale ser sabio que dichoso... ¡A ver esas tetas!...
    La mujer caminó hacia el centro de la habitación. Mandeb miraba ansioso. Isabel lo llamó. Lo besó en la frente y observándolo con aquellos ojos que lo sabían todo, le acarició la cabeza.
    -Pobrecito...
    Después, lentamente, fue desabotonándose la camisa. Los hombres de Flores temblaban. Los pechos fueron apareciendo de a poco, como lunas de verano, como soles en el mar. En un amanecer de tetas saltó el último botón.
    En ese momento, Mandeb comprendió que algo terrible iba a ocurrir y trató de detenerla. Pero ya era tarde: las Tetas de Devoto estaban desnudas y brillantes como estrellas.
    Pero fueron estrellas fugaces.
    Por un instante los hombres sintieron un dolor dulce, como una puñalada de felicidad.
    Pero enseguida, un segundo después, como palomas heridas, las Tetas se marchitaron y cayeron.
    La hembra fantástica envejeció de golpe y se convirtió en la vieja que habían visto antes. Las arrugas brotaron en la piel y las piernas se arquearon. La sonrisa piadosa fue una risotada de burla. Pero peor fue lo que ocurrió con los ojos. Aquellos ojos lo sabían todo, pero ya no les importaba nada.
    La habitación se llenó de un vapor oloroso. Por una puerta aparecieron unos sujetos atléticos con la piel untada de aceite y armados con enormes cuchillos. Gritaban o quizá cantaban en una lengua desconocida. La vieja empezó una danza repugnante, moviéndose con lujuria y agitando las piernas surcadas de venas moradas.
    Los hombres armados, sin dejar de gritar, se fueron acercando a los hombres de Flores. Uno de ellos desgarró la camisa de Mandeb y trató de besarlo en el hombro.
    El pensador retrocedió rápidamente y soltó una voz de mando
    firme y decidida.
    -Rajemos.
    Castagnino apenas pudo esquivar a la vieja que le mostraba una lengua de color violeta. Los amigos huyeron por los corredores. El Narrador de Historias trató de cerrarles el paso, pero no lo consiguió. Por suerte, el gigante no apareció.
    Cuando llegaron al yuyal, los cinco muchachos vieron que ya nadie los perseguía. De todas maneras, siguieron a la gran carrera hasta la verja. Mientras saltaban los fierros, oyeron el piano que seguía tocando "Lágrimas y sonrisas".
    Siempre corriendo, cruzaron Villa Devoto y llegaron medio muertos a Floresta. Con los ojos llenos de lágrimas siguieron caminando en silencio hasta Flores.
    Sin hablar, se fueron separando. Castagnino tomó un taxi hasta Palermo. Gorriti se subió al 53 para ir a Caseros. Salzman se despidió en la puerta de su casa.
    En la esquina de Artigas y Aranguren, Jorge Allen le dijo al pensador:
    —Por un momento creí que de verdad íbamos a conocer el Gran Secreto... y me aterroricé.
    -Quién sabe -contestó Manuel Mandeb-. Yo tengo miedo de que realmente lo hayamos conocido.
     
  12. clause

    clause Claudia

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    La fidelidad, un valor a descubrir

    La verdadera fidelidad está en crisis, parece que ser fieles es cosa de tontos o de débiles, parece que ser constantes en los valores verdaderos es señal de fracaso y de falta de realismo.



    Autor: Fernando Pascual



    Se habla muchas veces del valor de la fidelidad. No siempre se comprende bien por qué es algo importante, por qué vale tanto.

    Conviene recordar que los valores pueden dividirse en dos grupos: unos son aquellos valores que son buscados y queridos por sí mismos, no por algo distinto de ellos. Son de este grupo, por ejemplo, la amistad, el amor, la alegría profunda y sincera, la eternidad.

    Otros valores, en cambio, sólo son medios o instrumentos o consecuencias de valores más importantes. En este segundo grupo se encuentran el dinero, la salud, la fuerza, muchas clases de trabajo, etcétera.

    ¿Dónde se coloca la fidelidad? ¿En qué grupo podemos situarla? La fidelidad no es un valor que se mire a sí misma, que se quiera porque sí, sin más: es un valor instrumental.

    Se es fiel a un amigo, a la esposa o esposo, a la empresa donde uno trabaja, a la patria, a la humanidad.

    La fidelidad acompaña a muchos valores que definen al hombre en su núcleo central, para el bien o para el mal.

    Porque también hay personas que son “fieles” a su jefe criminal, al chantajista que pide negocios deshonestos, a la cita puntual para vender droga o para gastar el dinero de la familia en unas cuantas cervezas de más.

    En estos casos la “fidelidad” queda deformada, dramáticamente, hacia vicios y males que son capaces de dañar a los demás y de destruirnos, poco a poco, a nosotros mismos.

    Así que existen dos fidelidades. O, mejor, una fidelidad auténtica, al servicio del bien, y una caricatura de la fidelidad, siempre manchada por la mentira, la avaricia, el robo o el crimen.

    ¿Y cómo se construye la fidelidad auténtica? Todo depende, sencillamente, de la fuerza del amor que reina en el propio corazón.

    Si uno ama de verdad a su familia, a sus amigos, a sus compañeros de trabajo, sabrá ser fiel a sus compromisos. No quiere ser fiel porque sí.

    Quiere ser fiel para dar una respuesta de amor a aquellos a los que debe algo, a los que quiere ayudar, a los que aprecia y venera en lo más profundo de su corazón.

    Conforme más débil es el amor, menor es la fidelidad. Las traiciones matrimoniales responden de un modo bastante exacto a esta ecuación.

    Por eso hay que evitar el error de querer ser fieles a toda costa, incluso sometiendo el amor como un medio para lograr la fidelidad. No se ama para ser fieles: se es fiel para amar más y mejor.

    El amor construye la fidelidad para incrementar el amor. Podríamos decir que la fidelidad es sólo un momento de paso del amor hacia el amor.

    Cuando llega la prueba, cuando se asoma otro hombre u otra mujer, cuando uno se cansa de sus hijos pequeños o de sus padres ancianos, es entonces cuando el pequeño amor que tengamos nos ayuda a decir no a la deslealtad y sí a la fidelidad.

    Superada la prueba, el amor puede crecer, hacerse luminoso, limpio, radiante, capaz de suscitar envidia en quienes observan las vidas de tantos hombres y mujeres que no ceden a la tentación de una trampa, porque en su corazón hay algo mucho más grande y más fuerte que la búsqueda de un placer provisional y despreciable.

    La verdadera fidelidad está en crisis porque quizá hemos dejado de vivir a fondo el amor. Notamos el síntoma de una enfermedad profunda, que nos hiere un poco a todos, que nos carcome, debilita y empobrece.

    Parece que ser fieles es cosa de tontos o de débiles. Parece que ser constantes en los valores verdaderos es señal de fracaso y de falta de realismo.

    Mientras unos siguen viviendo “felices” con sus trucos, sus engaños y sus placeres de ocasión; otros, los que son fieles, los que aman, dejan una huella que no nos puede dejar indiferentes.

    Seguirla es el deseo que nace en quienes quieren ser felices de verdad, en los que buscan amar en serio, romper con la mediocridad y el oportunismo, vivir aquí, en esta tierra, con los ojos puestos en el cielo, donde el amor brilla con tal fuerza que no hay lugar para ser infieles. ¿Es posible traer un poco de ese cielo a nuestra tierra hambrienta de amor y de fidelidad?.


     
  13. clause

    clause Claudia

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    SONETO DEL AMIGO
    Vinicius de Moraes
    En fin, después de tanto error pasado,
    tantas represalias, tanto peligro,
    resurge en otro el viejo amigo
    nunca perdido, siempre reencontrado.

    Es bueno sentarlo nuevamente al lado
    con ojos que contienen la mirada antigua
    siempre conmigo un poco tribulado
    y como siempre singular conmigo.

    Un bicho igual a mí, simple y humano
    sabiendo moverse y conmoverse
    y a disfrazar con mi propio engaño.

    El amigo: un ser que la vida no explica
    que sólo se va al ver otro nacer
    y el espejo de mi alma multiplica.
     
  14. clause

    clause Claudia

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    Re: ... de poetas, cuentos y leyendas

    una vez más.



    Cuando el no ser queda en suspenso
    se abre la vida ese paréntesis

    Preguntas al azar (1986)



    ¿Habrá alguna idea que merezca
    no ser pensada de nuevo?

    ELÍAS CANETTI



    Il faut souffler sur quelques lueurs
    pour faire de la bonne lumière.

    RENÉ CHAR



    GRACIAS
    a Alberto, Ambrosio, Claribel, Chus, Roberto, Sealtiel, Willie y por supuesto a Luz, que como siempre me ayudaron con su lectura crítica de estos poemas cuando sólo eran borradores.

    CON LUGAR A DUDAS

    COMO SI NADA

    Si esta pobre existencia es como un puente
    colgante entre dos áridos mutismos
    vale decir entre dos muertes
    a todas luces (o
    mejor a todas sombras)
    lo inapelable lo definitivo
    lo importante vendría a ser la muerte

    ¿o no?
    somos cardúmenes de vivos
    que navegamos ciegos / consolables
    de muerte a muerte y sin escalas

    de esta tregua brevísima querría
    llevarme algunas cosas
    verbigracia el latido del amor
    el libro que releo en los insomnios
    la mirada sin niebla de los justos
    y otra vez el latido del amor

    esto de no ser más / de terminarse
    tiene algo de aventura o de presidio
    del ocaso al acaso media un palmo
    de la nada a la nada va una vida

    allá lejos / la simple ceremonia
    de esa boca de niño junto a un pecho
    de madre manantial
    es un envite inútil a la nada
    un simulacro espléndido / un adiós

    pero la nada espera / no se olvida
    de todas sus promesas serviciales
    sus lágrimas de paz y protocolo
    sus grietas en la tierra y en el cielo

    ¿cómo no ser curioso?
    ¿cómo no hacer apuestas a favor
    o en contra hasta que alguien
    pronuncie el no va más?

    estoy henchido de curiosidad
    callado como un pino en el crepúsculo
    cuando el sol / ese impar / muere de a poco
    y también él esconde sus vergüenzas

    curioso y en silencio / yo me espío
    a ver si la esperanza cicatriza
    o si las servidumbres se desmandan
    o si el secreto a voces me concierne

    estoy flotante de curiosidad
    ávido de saber o de sufrirme
    flotante entre mis miedos
    esclavo de mis auras
    señor de mis cenizas

    alguna vez la nada será mía
    y yo / curioso
    la venderé al mejor postor
    y si él / a su vez / desencantado
    la subasta en la plaza /
    podré esfumarme al fin
    como si nada


    Mario Benedetti
     
  15. clause

    clause Claudia

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    [​IMG]
    El fantasma V
    Fueron tiempos duros. La Mujer Amada estaba cada vez más lejos. Todo esfuerzo por despertar su interés fue perfectamente inútil. El libro era la única esperanza. Lo fui escribiendo penosamente. Casi dos años después del primer encuentro, el fantasma revisó la carpeta y contó 198 páginas.
    —Falta muy poco. No vale la pena que lo haga esperar hasta el mes que viene. Si me promete que traerá las últimas hojas, le daré la flor hoy mismo.
    —Prometido.
    El fantasma sacó de su ojal la flor roja, y me la alcanzó ceremoniosamente. Ya oscurecía y la plaza estaba más triste que nunca.
    —Vaya —me dijo, y se esfumó.
    Aquella misma noche, la Mujer Amada me rechazó de un modo definitivo.



    El fantasma VI
    -Le traje Las dos últimas páginas. Pero quiero decirle que todo salió mal.
    Me pareció adivinarle una lágrima fantasmal.
    —Lea. Lea lo que me ha traído.
    —¿Para qué? A usted no le interesa.
    —Esta noche sí. Lea.
    Le leí la anteúltima página.
    —El pensador de Flores Manuel Mandeb razonaba que un Paraíso general era absolutamente inapropiado para encontrar la dicha. Es evidente que lo que hace la felicidad de unos promueve la desdicha de otros.
    En su extenso libro "Proyectos para la reforma del cielo", Mandeb confiesa que la promesa del Edén se le convierte en amenaza, ante la posibilidad de encontrarse allí con toda clase de sujetos desagradables. También especula con la casi segura ausencia de sus mejores amigos.
    Al cabo de una interminable serie de ejemplos, el hombre de Flores se decide a postular que deben existir tantos paraísos como almas que los merezcan.
    Las objeciones son inevitables. Puede suponerse que ciertas dulces presencias han de ser reclamadas en más de un cielo. Mandeb sugiere lisa y llanamente la creación de fantasmas cuyas conductas garanticen la felicidad de cada bienaventurado.
    -No está mal —dijo el fantasma.
    —La flor no sirvió.
    —Ya lo sé. Ella no lo querrá nunca.
    —Usted hizo trampa.
    —No. La flor fue inútil porque ella no es la Mujer Amada. Además usted no la necesita a ella. Usted necesita la flor. Usted es la flor.
    Le arrojé en la cara la última página.
    —Tome, ahora podrá entrar al cielo.
    —No hay cielo ni hay infierno. Nunca volverá a ver a su padre muerto. El amor no renace. La juventud no regresa. No hay milagros. Los fantasmas no existen y este libro que soñamos no es más que un fastidio de textos que otros pensaron.
    —¿Quién es usted?
    El fantasma me devolvió la última hoja,
    —Leé, leé para mí.
    —Yo he soñado con un cielo. Contaré lo que vi en mi sueño, agregando algunos goces que faltaban.
    Me vi saliendo con mis amigos más queridos de la Universidad de Salamanca. Don Miguel de Unamuno acababa de darnos clase, Caminamos por un sendero arbolado. A cada instante nos saludaban señoritas maravillosas. Una de ellas nos invitó a una fiesta para esa misma noche. Supe el nombre de algunos invitados: el hermano Pla- tón, el hermano Shakespeare, el hermano Osear Wilde, el hermano Miguel Ángel.
    Al cabo de un rato comprendí que el paraíso estaba lleno de deli ciosos problemas. Que existía la incertidumbre y la esperanza y aun el desengaño. Pero que todo asumía la más noble de sus formas.
    Me crucé con mi tío Pedro Balbi, que manejaba el enorme auto de mi abuelo Colombo. Iba a buscar a mi padre para ir al Hipódromo.
    Supe que la noche anterior habíamos visto cantar a Carlos Gardel.
    Ya cerca del despertar, al final del camino arbolado, me esperaban unos ojos que ya no existen. Y entonces tuve la certeza de que ese era el paraíso que Alguien había pensado para mí, el único posible.
    El fantasma, llorando, se fue para siempre.


    fin