Re: ... de poetas, cuentos y leyendas Gracias ,Maia y Anveri, por todos los aportes para colorear estos cuentos tan bonitos!!!! Cuentos de la Selva-Horacio Quiroga paso del Yabebirí En el río Yabebirí, que está en Misiones, hay muchas rayas, porque «Yabebirí» quiere decir precisamente «Río-de-las-rayas». Hay tantas, que a veces es peligroso meter un solo pie en el agua. Yo conocí un hombre a quien lo picó una raya en el talón y que tuvo que caminar rengueando media legua para llegar a su casa: el hombre iba llorando y cayéndose de dolor. Es uno de los dolores más fuertes que se puede sentir. Como en el Yabebirí hay también muchos otros peces, algunos hombres van a cazarlos con bombas de dinamita. Tiran una bomba al río, matando millones de peces. Todos los peces que están cerca mueren, aunque sean grandes como una casa. Y mueren también todos los chiquitos, que no sirven para nada. Ahora bien: una vez un hombre fue a vivir allá, y no quiso que tiraran bombas de dinamita, porque tenía lastima de los pececitos. Él no se oponía a que pescaran en el río para comer; pero no quería que mataran inútilmente a millones de pececitos. Los hombres que tiraban bombas se enojaron al principio, pero como el hombre tenía un carácter serio, aunque era muy bueno, los otros se fueron a cazar a otra parte, y todos los peces quedaron muy contentos. Tan contentos y agradecidos estaban a su amigo que había salvado a los pececitos, que lo conocían apenas se acercaba a la orilla Y cuando él andaba por la costa fumando, las rayas lo seguían arrastrándose por el barro, muy contentas de acompañar a su amigo. Él no sabía nada, y vivía feliz en aquel lugar. Y sucedió que una vez, una tarde, un zorro llegó corriendo hasta el Yabebirí, y metió las patas en el agua, gritando: -¡Eh, rayas! ¡Ligero! Ahí viene el amigo de ustedes, herido. Las rayas, que lo oyeron, corrieron ansiosas a la orilla. Y le preguntaron al zorro: -¿Qué pasa? ¿Dónde está el hombre? -¡Ahí viene! -gritó el zorro de nuevo-. ¡Ha peleado con un tigre! ¡El tigre viene corriendo! ¡Seguramente va a cruzar a la isla! ¡Denle paso, porque es un hombre bueno! -¡Ya lo creo! ¡Ya lo creo que le vamos a dar paso! Contestaron las rayas-. ¡Pero lo que es el tigre, ése no va a pasar! -¡Cuidado con él! -gritó aún el zorro- ¡No se olviden de que es el tigre!. Y pegando un brinco, el zorro entró de nuevo en el monte. Apenas acababa de hacer esto, cuando el hombre apartó las ramas y apareció todo ensangrentado y la camisa rota. La sangre le caía por la cara y el pecho hasta el pantalón, y desde las arrugas del pantalón, la sangre caía a la arena. Avanzó tambaleando hacia la orilla, porque estaba muy herido, y entró en el río. Pero apenas puso un pie en el agua, las rayas que estaban amontonadas se apartaron de su paso, y el hombre llegó con el agua al pecho hasta la isla, sin que una raya lo picara. Y conforme llegó, cayó desmayado en la misma arena, por la gran cantidad de sangre que había perdido. Las rayas no habían aún tenido tiempo de compadecer del todo a su amigo moribundo, cuando un terrible rugido les hizo dar un brinco en el agua. -¡El tigre! ¡El tigre! -gritaron todas, lanzándose como una flecha a la orilla. En efecto, el tigre que había peleado con el hombre y que lo venía persiguiendo había llegado a la costa del Yabebirí. El animal estaba también muy herido, y la sangre le corría por todo el cuerpo. Vio al hombre caído como muerto en la isla, y lanzando un rugido de rabia, se echó al agua, para acabar de matarlo. Pero apenas hubo metido una pata en el agua, sintió como si lo hubieran clavado ocho o diez terribles clavos en las patas, y dio un salto atrás: eran las rayas, que defendían el paso del río, y le habían clavado con toda su fuerza el aguijón de la cola. El tigre quedó roncando de dolor, con la pata en el aire; y al ver toda el agua de la orilla turbia como si removieran el barro del fondo, comprendió que eran las rayas que no lo querían dejar pasar. Y entonces gritó enfurecido: -¡Ah, ya sé lo que es! ¡Son ustedes, malditas rayas! ¡Salgan del camino! -¡No salimos! -respondieron las rayas. -¡Salgan! -¡No salimos! ¡Él es un hombre bueno! ¡No hay derecho para matarlo! -¡Él me ha herido a mí! -¡Los dos se han herido! ¡Esos son asuntos de ustedes en el monte! ¡Aquí está bajo nuestra protección!... ¡No se pasa! -¡Paso! -rugió por última vez el tigre. -¡NI NUNCA! -respondieron las rayas. (Ellas dijeron "ni nunca" porque así dicen los que hablan guaraní como en Misiones.) -¡Vamos a ver! -rugió aún el tigre. Y retrocedió para tomar impulso y dar un enorme salto. El tigre sabía que las rayas están casi siempre en la orilla; y pensaba que si lograba dar un salto muy grande acaso no hallara más rayas en el medio del río, y podría así comer al hombre moribundo. Pero las rayas lo habían adivinado y corrieron todas al medio del río, pasándose la voz: -¡Fuera de la orilla! -gritaban bajo el agua-. ¡Adentro! ¡A la canal! ¡A la canal! Y en un segundo el ejército de rayas se precipitó río adentro, a defender el paso, a tiempo que el tigre daba su enorme salto y caía en medio del agua. Cayó loco de alegría, porque en el primer momento no sintió ninguna picadura, y creyó que las rayas habían quedado todas en la orilla, engañadas... Pero apenas dio un paso, una verdadera lluvia de aguijonazos, como puñaladas de dolor, lo detuvieron en seco: eran otra vez las rayas, que le acribillaban las patas a picaduras. El tigre quiso continuar, sin embargo; pero el dolor era tan atroz, que lanzó un alarido y retrocedió corriendo como loco a la orilla. Y se echó en la arena de costado, porque no podía más de sufrimiento; y la barriga subía y bajaba como si estuviera cansadísimo. Lo que pasaba es que el tigre estaba envenenado con el veneno de las rayas. Pero aunque habían vencido al tigre, las rayas no estaban tranquilas porque tenían miedo de que viniera la tigra y otros tigres, y otros muchos más... Y ellas no podrían defender más el paso. En efecto, el monte bramó de nuevo, y apareció la tigra, que se puso loca de furor al ver al tigre tirado de costado en la arena. Ella vio también el agua turbia por el movimiento de las rayas, y se acercó al río. Y tocando casi el agua con la boca, gritó: -¡Rayas! ¡Quiero paso! -¡No hay paso! -respondieron las rayas. -¡No va a quedar una sola raya con cola, si no dan paso! rugió la tigra. -¡Aunque quedemos sin cola, no se pasa! -respondieron ellas. -¡Por última vez, paso! -¡NI NUNCA! -gritaron las rayas. La tigra, enfurecida, había metido sin querer una pata en el agua, y una raya, acercándose despacio, acababa de clavarle todo el aguijón entre los dedos. AI rugido de dolor del animal, las rayas respondieron, sonriéndose: -¡Parece que todavía tenemos cola! Pero la tigra había tenido una idea, y con esa idea entre las cejas, se alejaba de allí, costeando el río aguas arriba, y sin decir una palabra. Mas las rayas comprendieron también esta vez cuál era el plan de su enemigo. El plan de su enemigo era éste: pasar el río por otra parte, donde las rayas no sabían que había que defender el paso. Y una inmensa ansiedad se apoderó entonces de las rayas. -¡Va a pasar el río aguas más arriba! -gritaron-. ¡No queremos que mate al hombre! ¡Tenemos que defender a nuestro amigo! Y se revolvían desesperadas entre el barro, hasta enturbiar el río. -¡Pero qué hacemos! -decían-. Nosotras no sabemos nadar ligero... ¡La tigra va a pasar antes que las rayas de allá sepan que hay que defender el paso a toda costa! Y no sabían qué hacer. Hasta que una rayita muy inteligente dijo de pronto: -¡Ya está! ¡Qué vaya los dorados! ¡Los dorados son amigos nuestros! ¡Ellos nadan más ligero que nadie! -¡Eso es! -gritaron todas-. ¡Que vayan los dorados! Y en un instante la voz pasó y en otro instante se vieron ocho o diez filas de dorados, un verdadero ejército de dorados que nadaban a toda velocidad aguas arriba, y que iban dejando surcos en el agua, como los torpedos. A pesar de todo, apenas tuvieron tiempo de dar la orden de cerrar el paso a los tigres; la tigra ya había nadado, y estaba ya por llegar a la isla. Pero las rayas habían corrido ya a la orilla, y en cuanto la tigra hizo pie, las rayas se abalanzaron contra sus patas, deshaciéndoselas a aguijonazos. El animal, enfurecido y loco de dolor, rugía, saltaba en el agua, hacia volar nubes de agua a manotones. Pero las rayas continuaban precipitándose contra sus patas, cerrándole el paso de tal modo, que la tigra dio vuelta, nadó de nuevo y fue a echarse a su vez a la orilla, con las cuatro patas monstruosamente hinchadas; por allí tampoco sé podía ir a comer al hombre. Mas las rayas estaban también muy cansadas. Y lo que es peor, el tigre y la tigra habían acabado por levantarse y entraban en el monte. ¿Qué iban a hacer? Esto tenía muy inquietas a las rayas, y tuvieron una larga conferencia. AI fin dijeron: -¡Ya sabemos lo que es! Van a ir a buscar a los otros tigres y van a venir todos. ¡Van a venir todos los tigres y van a pasar! -¡NI NUNCA! -gritaron las rayas más jóvenes y que no tenían tanta experiencia. -¡Sí, pasarán, compañeritas! -respondieron tristemente las más viejas-. Si son muchos acabarán por pasar... Vamos a consultar a nuestro amigo. Y fueron todas a ver al hombre, pues no habían tenido tiempo aún de hacerlo, por defender el paso del río. El hombre estaba siempre tendido, porque había perdido mucha sangre, pero podía hablar y moverse un poquito. En un instante las rayas le contaron lo que había pasado, y cómo habían defendido el paso a los tigres que lo querían comer. El hombre herido se enterneció mucho con la amistad de las rayas que le habían salvado la vida y dio la mano con verdadero cariño a las rayas que estaban más cerca de él. Y dijo entonces: -¡No hay remedio! Si los tigres son muchos, y quieren pasar, pasarán... -¡No pasarán! -dijeron las rayas chicas-. ¡Usted es nuestro amigo y no van a pasar! -¡Sí, pasarán, compañeritas! -dijo el hombre. Y añadió, hablando en voz baja-: El único modo sería mandar a alguien a casa a buscar el winchester con muchas balas... pero yo no tengo ningún amigo en el río, fuera de los peces... y ninguno de ustedes sabe andar por la tierra. -¿Qué hacemos entonces? -dijeron las rayas ansiosas. -A ver, a ver... -dijo entonces el hombre, pasándose la mano por la frente, como si recordara algo-. Yo tuve un amigo... un carpinchito que se crió en casa y que jugaba con mis hijos... Un día volvió otra vez al monte y creo que vivía aquí, en el Yabebirí... pero no sé dónde estará... Las rayas dieron entonces un grito de alegría: -¡Ya sabemos! ¡Nosotras lo conocemos! ¡Tiene su guarida en la punta de la isla! ¡Él nos habló una vez de usted! ¡Lo vamos a mandar buscar en seguida! Y dicho y hecho: un dorado muy grande voló río abajo a buscar al carpinchito; mientras el hombre disolvía una gota de sangre seca en la palma de la mano, para hacer tinta, y con una espina de pescado, que era la pluma, escribió en una hoja seca, que era el papel. Y escribió esta carta: Mándenme con el carpinchito el winchester y una caja entera de veinticinco balas. Apenas acabó el hombre de escribir, el monte entero tembló con un sordo rugido; eran todos los tigres que se acercaban a entablar la lucha. Las rayas Ilevaban la carta con la cabeza afuera del agua para que no se mojara, y se la dieron al carpinchito, el cual salió corriendo por entre el pajonal a llevarla a la casa del hombre. Y ya era tiempo, porque los rugidos, aunque lejanos aún, se acercaban velozmente. Las rayas reunieron entonces a los dorados que estaban esperando órdenes, y les gritaron: -¡Ligero, compañeros! ¡Recorran todo el río y den la voz de alarma! ¡Que todas las rayas estén prontas en todo el río! ¡Que se encuentren todas alrededor de la isla! ¡Veremos si van a pasar! Y el ejército de dorados voló en seguida, río arriba y río abajo, haciendo rayas en el agua con la velocidad que Ilevaban. No quedó raya en todo el Yabebirí que no recibiera orden de concentrarse en las orillas del río, alrededor de la isla. De todas partes, de entre las piedras, de entre el barro, de la boca de los arroyitos, de todo el Yabebirí entero, las rayas acudían a defender el paso contra los tigres. Y por delante de la isla, los dorados cruzaban y recruzaban a toda velocidad. Ya era tiempo, otra vez; un inmenso rugido hizo temblar el agua misma de la orilla, y los tigres desembocaron en la costa. Eran muchos; parecía que todos los tigres de Misiones estuvieran allí. Pero el Yabebirí entero hervía también de rayas, que se lanzaron a la orilla, dispuestas a defender a todo trance el paso. -¡Paso a los tigres! -¡No hay paso! -respondieron las rayas. -¡Paso, de nuevo! -¡No se pasa! -¡No va a quedar raya, ni hijo de raya, ni nieto de raya. si no dan paso! -¡Es posible! -respondieron las rayas-. ¡Pero ni los tigres, ni los hijos de tigres, ni los nietos de tigres, ni todos los tigres del mundo van a pasar por aquí! Así respondieron las rayas. Entonces los tigres rugieron por última vez: -¡Paso pedimos! -¡NI NUNCA! Y la batalla comenzó entonces. Con un enorme salto los tigres se lanzaron al agua. Y cayeron todos sobre un verdadero piso de rayas. Las rayas les acribillaron las patas a aguijonazos, y a cada herida los tigres lanzaban un rugido de dolor. Pero ellos se defendían a zarpazos manoteando como locos en el agua. Y las rayas volaban por el aire con el vientre abierto por las uñas de los tigres. El Yabebirí parecía un río de sangre. Las rayas morían a centenares... pero los tigres recibían también terribles heridas, y se retiraban a tenderse y rugir en la playa, horriblemente hinchados. Las rayas, pisoteadas, deshechas por las patas de los tigres, no desistían; acudían sin cesar a defender el paso. Algunas volaban por el aire, volvían a caer al río, y se precipitaban de nuevo contra los tigres. Media hora duró esta lucha terrible. AI cabo de esa media hora, todos los tigres estaban otra vez en la playa, sentados de fatiga y rugiendo de dolor; ni uno solo había pasado. Pero las rayas estaban también deshechas de cansancio. Muchas, muchísimas habían muerto. Y las que quedaban vivas dijeron: -No podremos resistir dos ataques como éste. ¡Que los dorados vayan a buscar refuerzos! ¡Que vengan en seguida todas las rayas que haya en el Yabebirí! Y los dorados volaron otra vez río arriba y río abajo, e iban tan ligeros que dejaban surcos en el agua, como los torpedos. Las rayas fueron entonces a ver al hombre. -¡No podremos resistir más! -le dijeron tristemente las rayas. Y aun algunas rayas lloraban, porque veían que no podrían salvar a su amigo. -¡Váyanse, rayas! -respondió el hombre herido-. ¡Déjenme solo! ¡Ustedes han hecho ya demasiado por mí! ¡Dejen que los tigres pasen! -¡NI NUNCA! -gritaron las rayas en un solo clamor-. ¡Mientras haya una sola raya viva en el Yabebirí, que es nuestro río, defenderemos al hombre bueno que nos defendió antes a nosotras! El hombre herido exclamó entonces, contento: -¡Rayas! ¡Yo estoy casi por morir, y apenas puedo hablar; pero yo les aseguro que en cuanto llegue el winchester, vamos a tener farra para largo rato; esto yo se lo aseguro a ustedes! -¡Sí, ya lo sabemos! -contestaron las rayas entusiasmadas. Pero no pudieron concluir de hablar, porque la batalla recomenzaba. En efecto: los tigres, que ya habían descansado se pusieron bruscamente en pie, y agachándose como quien va saltar, rugieron: -¡Por última vez, y de una vez por todas: paso! -¡Ni NUNCA! -respondieron las rayas lanzándose a la orilla. Pero los tigres habían saltado a su vez al agua y recomenzó la terrible lucha. Todo el Yabebirí, ahora de orilla a orilla, estaba rojo de sangre, y la sangre hacía espuma en la arena de la playa. Las rayas volaban deshechas por el aire y los tigres rugían de dolor; pero nadie retrocedía un paso. Y los tigres no sólo no retrocedían, sino que avanzaban. En balde el ejército de dorados pasaba a toda velocidad río arriba y río abajo, llamando a las rayas: las rayas se habían concluido; todas estaban luchando frente a la isla y la mitad había muerto ya. Y las que quedaban estaban todas heridas y sin fuerzas. Comprendieron entonces que no podrían sostenerse un minuto más, y que los tigres pasarán; y las pobres rayas, que preferían morir antes que entregar a su amigo, se lanzaron por última vez contra los tigres. Pero ya todo era inútil. Cinco tigres nadaban ya hacia la costa de la isla. Las rayas, desesperadas, gritaron: -¡A la isla! ¡Vamos todas a la otra orilla! Pero también esto era tarde: dos tigres más se habían echado a nado, y en un instante todos los tigres estuvieron en medio del río, y no se veía más que sus cabezas. Pero también en ese momento un animalito, un pobre animalito colorado y peludo cruzaba nadando a toda fuerza el yabebirí: era el carpinchito, que llegaba a la isla llevando el winchester y las balas en la cabeza para que no se mojaran. El hombre dio un gran grito de alegría, porque le quedaba tiempo para entrar en defensa de las rayas. Le pidió al carpinchito que lo empujara con la cabeza para colocarse de costado, porque él solo no podía; y ya en esta posición cargó el winchester con la rapidez del rayo. Y en el preciso momento en que las rayas, desgarradas, aplastadas, ensangrentadas, veían con desesperación que habían perdido la batalla y que los tigres iban a devorar a su pobre amigo herido, en ese momento oyeron un estampido, y vieron que el tigre que iba delante y pisaba ya la arena, daba un gran salto y caía muerto, con la frente agujereada de un tiro. -¡Bravo, bravo! -clamaron las rayas, locas de contento. ¡El hombre tiene el winchester! ¡Ya estamos salvadas! Y enturbiaban toda el agua verdaderamente locas de alegría. Pero el hombre proseguía tranquilo tirando, y cada tiro era un nuevo tigre muerto. Y a cada tigre que caía muerto lanzando un rugido, las rayas respondían con grandes sacudidas de la cola. Uno tras otro, como si el rayo cayera entre sus cabezas, los tigres fueron muriendo a tiros. Aquello duró solamente dos minutos. Uno tras otro se fueron al fondo del río, y allí las palometas los comieron. Algunos boyaron después, y entonces los dorados los acompañaron hasta el Paraná, comiéndolos, y haciendo saltar el agua de contento. En poco tiempo las rayas, que tienen muchos hijos, volvieron a ser tan numerosas como antes. El hombre se curó, y quedó tan agradecido a las rayas que le habían salvado la vida, que se fue a vivir a la isla. Y allí, en las noches de verano le gustaba tender se en la playa y fumar a la luz de la luna, mientras las rayas, hablando despacito, se lo mostraban a los peces, que no le conocían, contándoles la gran batalla que, aliadas a ese hombre, habían tenido una vez contra los tigres.
Re: ... de poetas, cuentos y leyendas LEYENDA DE LA YERBA MATE: Un día la luna y la nube, transformadas en dos niñitas muy bellas, quisieron bajar a la tierra pero cuando lo hicieron, perdieron los poderes de los dioses. Comenzaron a caminar por los bosques, observando los árboles, oliendo el perfume de las flores, saboreando los frutos, cuando oyeron los rugidos del yaguareté. En el tronco de un árbol, la fiera se preparaba a saltar sobre las diosas. Las niñas cerraron los ojos pensando resignadas que morirían bajo sus garras cuando oyeron un silbido, un rugido y un golpe. Abrieron los ojos asombradas y vieron al yaguareté tendido en el suelo con una flecha clavada en el corazón y a un joven indio que se acercaba al tigre. Las diosas desaparecieron rápidamente porque no podían ser vistas por los ojos de ningún ser humano. El indio, contento con su presa, sacó el cuchillo y cuereó al animal.. Se durmió luego profundamente y soñó que una hermosa joven se acercaba a él y le regalaba una planta, diciéndole que era en agradecimiento por haber salvado a Yasí, la luna. Le explicó que esa planta nueva se llamaba Caá y servía para preparar una bebida que acercaba los corazones de los hombres y alejaba la soledad. Cuando el cazador despertó, descubrió en el bosque, muy cerca suyo una planta nueva: la yerba mate, la yerba milagrosa. Siguiendo las instrucciones de Yasí, tostó las hojas, las puso en una calabacita, vertió agua y con una caña probó la bebida. ¡Le pareció deliciosa! Quiso compartir la bebida con toda la tribu y de mano en mano, el mate fue pasando. Así nació el mate, el premio de Yasí al pueblo guaraní por haberle salvado la vida.
Re: ... de poetas, cuentos y leyendas Gracias por mantener este rinconcito. Escuché la canción de José. Muy bella, sólo la había escuchado en la voz de Ramona Galarza.
Re: ... de poetas, cuentos y leyendas Cuentos de la Selva-Horacio Quiroga La abeja haragana Había una vez en una colmena una abeja que no quería trabajar, es decir, recorría los árboles uno por uno para tomar el jugo de las flores; pero en vez de conservarlo para convertirlo en miel, se lo tomaba del todo. Era, pues, una abeja haragana. Todas las mañanas apenas el sol calentaba el aire, la abejita se asomaba a la puerta de la colmena, veía que hacía buen tiempo, se peinaba con las patas, como hacen las moscas, y echaba entonces a volar, muy contenta del lindo día. Zumbaba muerta de gusto de flor en flor, entraba en la colmena, volvía a salir, y así se lo pasaba todo el día mientras las otras abejas se mataban trabajando para llenar la colmena de miel, porque la miel es el alimento de las abejas recién nacidas. Como las abejas son muy serias, comenzaron a disgustarse con el proceder de la hermana haragana. En la puerta de las colmenas hay siempre unas cuantas abejas que están de guardia para cuidar que no entren bichos en la colmena. Estas abejas suelen ser muy viejas, con gran experiencia de la vida y tienen el lomo pelado porque han perdido todos los pelos al rozar contra la puerta de la colmena. Un día, pues, detuvieron a la abeja haragana cuando iba a entrar, diciéndole: -Compañera: es necesario que trabajes, porque todas las abejas debemos trabajar. La abejita contestó: -Yo ando todo el día volando, y me canso mucho. -No es cuestión de que te canses mucho -respondieron-, sino de que trabajes un poco. Es la primera advertencia que te hacemos. Y diciendo así la dejaron pasar. Pero la abeja haragana no se corregía. De modo que a la tarde siguiente las abejas que estaban de guardia le dijeron: -Hay que trabajar, hermana. Y ella respondió en seguida: -¡Uno de estos días lo voy a hacer! -No es cuestión de que lo hagas uno de estos días -le respondieron-, sino mañana mismo. Acuérdate de esto. Y la dejaron pasar. Al anochecer siguiente se repitió la misma cosa. Antes de que le dijeran nada, la abejita exclamó: -¡Si, sí, hermanas! ¡Ya me acuerdo de lo que he prometido! -No es cuestión de que te acuerdes de lo prometido -le respondieron-, sino de que trabajes. Hoy es diecinueve de abril. Pues bien: trata de que mañana veinte, hayas traído una gota siquiera de miel. Y ahora, pasa. Y diciendo esto, se apartaron para dejarla entrar. Pero el veinte de abril pasó en vano como todos los demás. Con la diferencia de que al caer el sol el tiempo se descompuso y comenzó a soplar un viento frío. La abejita haragana voló apresurada hacia su colmena, pensando en lo calentito que estaría allá adentro. Pero cuando quiso entrar, las abejas que estaban de guardia se lo impidieron. -¡No se entra! -le dijeron fríamente. -¡Yo quiero entrar! -clamó la abejita-. Esta es mi colmena. -Esta es la colmena de unas pobres abejas trabajadoras le contestaron las otras-. No hay entrada para las haraganas. -¡Mañana sin falta voy a trabajar! -insistió la abejita. -No hay mañana para las que no trabajan- respondieron las abejas, que saben mucha filosofía. Y diciendo esto la empujaron afuera. La abejita, sin saber qué hacer, voló un rato aún; pero ya la noche caía y se veía apenas. Quiso cogerse de una hoja, y cayó al suelo. Tenía el cuerpo entumecido por el aire frío, y no podía volar más. Arrastrándose entonces por el suelo, trepando y bajando de los palitos y piedritas, que le parecían montañas, llegó a la puerta de la colmena, a tiempo que comenzaban a caer frías gotas de lluvia. -¡Ay, mi Dios! -clamó la desamparada-. Va a llover, y me voy a morir de frío. Y tentó entrar en la colmena. Pero de nuevo le cerraron el paso. -¡Perdón! -gimió la abeja-. ¡Déjenme entrar! -Ya es tarde -le respondieron. -¡Por favor, hermanas! ¡Tengo sueño! -Es más tarde aún. -¡Compañeras, por piedad! ¡Tengo frío! -Imposible. -¡Por última vez! ¡Me voy a morir! Entonces le dijeron: -No, no morirás. Aprenderás en una sola noche lo que es el descanso ganado con el trabajo. Vete. Y la echaron. Entonces, temblando de frío, con las alas mojadas y tropezando, la abeja se arrastró, se arrastró hasta que de pronto rodó por un agujero; cayó rodando, mejor dicho, al fondo de una caverna. Creyó que no iba a concluir nunca de bajar. AI fin llegó al fondo, y se halló bruscamente ante una víbora, una culebra verde de lomo color ladrillo, que la miraba enroscada y presta a lanzarse sobre ella. En verdad, aquella caverna era el hueco de un árbol que habían trasplantado hacia tiempo, y que la culebra había elegido de guarida. Las culebras comen abejas, que les gustan mucho. Por eso la abejita, al encontrarse ante su enemiga, murmuró cerrando los ojos: -¡Adiós mi vida! Esta es la última hora que yo veo la luz. Pero con gran sorpresa suya, la culebra no solamente no la devoró sino que le dijo: -¿qué tal, abejita? No has de ser muy trabajadora para estar aquí a estas horas. -Es cierto -murmuró la abeja-. No trabajo, y yo tengo la culpa. -Siendo así -agregó la culebra, burlona-, voy a quitar del mundo a un mal bicho como tú. Te voy a comer, abeja. La abeja, temblando, exclamo entonces: -¡No es justo eso, no es justo! No es justo que usted me coma porque es más fuerte que yo. Los hombres saben lo que es justicia. -¡Ah, ah! -exclamó la culebra, enroscándosé ligero -. ¿Tú crees que los hombres que les quitan la miel a ustedes son más justos, grandísima tonta? -No, no es por eso que nos quitan la miel -respondió la abeja. -¿Y por qué, entonces? -Porque son más inteligentes. Así dijo la abejita. Pero la culebra se echó a reír, exclamando: -¡Bueno! Con justicia o sin ella, te voy a comer, apróntate. Y se echó atrás, para lanzarse sobre la abeja. Pero ésta exclamó: -Usted hace eso porque es menos inteligente que yo. -¿Yo menos inteligente que tú, mocosa? -se rió la culebra. -Así es -afirmó la abeja. -Pues bien -dijo la culebra-, vamos a verlo. Vamos a hacer dos pruebas. La que haga la prueba más rara, ésa gana. Si gano yo, te como. -¿Y si gano yo? -preguntó la abejita. -Si ganas tú -repuso su enemiga-, tienes el derecho de pasar la noche aquí, hasta que sea de día. ¿Te conviene? -Aceptado -contestó la abeja. La culebra se echó a reír de nuevo, porque se le había ocurrido una cosa que jamás podría hacer una abeja. Y he aquí lo que hizo: Salió un instante afuera, tan velozmente que la abeja no tuvo tiempo de nada. Y volvió trayendo una cápsula de semillas de eucalipto, de un eucalipto que estaba al lado de la colmena y que le daba sombra. Los muchachos hacen bailar como trompos esas cápsulas, y les llaman trompitos de eucalipto. -Esto es lo que voy a hacer -dijo la culebra-. ¡Fíjate bien, atención! Y arrollando vivamente la cola alrededor del trompito como un piolín la desenvolvió a toda velocidad, con tanta rapidez que el trompito quedó bailando y zumbando como un loco. La culebra se reía, y con mucha razón, porque jamás una abeja ha hecho ni podrá hacer bailar a un trompito. Pero cuando el trompito, que se había quedado dormido zumbando, como les pasa a los trompos de naranjo, cayó por fin al suelo, la abeja dijo: -Esa prueba es muy linda, y yo nunca podré hacer eso. -Entonces, te como -exclamó la culebra. -¡Un momento! Yo no puedo hacer eso: pero hago una cosa que nadie hace. -¿Qué es eso? -Desaparecer. -¿Cómo? -exclamó la culebra, dando un salto de sorpresa-. ¿Desaparecer sin salir de aquí? -Sin salir de aquí. -¿Y sin esconderte en la tierra? -Sin esconderme en la tierra. -Pues bien, ¡hazlo! Y si no lo haces, te como en seguida - dijo la culebra. El caso es que mientras el trompito bailaba, la abeja había tenido tiempo de examinar la caverna y había visto una plantita que crecía allí. Era un arbustillo, casi un yuyito, con grandes hojas del tamaño de una moneda de dos centavos. La abeja se arrimó a la plantita, teniendo cuidado de no tocarla, y dijo así: -Ahora me toca a mi, señora culebra. Me va a hacer el favor de darse vuelta, y contar hasta tres. Cuando diga "tres", búsqueme por todas partes, ¡ya no estaré más! Y así pasó, en efecto. La culebra dijo rápidamente:"uno..., dos..., tres", y se volvió y abrió la boca cuan grande era, de sorpresa: allí no había nadie. Miró arriba, abajo, a todos lados, recorrió los rincones, la plantita, tanteó todo con la lengua. Inútil: la abeja había desaparecido. La culebra comprendió entonces que si su prueba del trompito era muy buena, la prueba de la abeja era simplemente extraordinaria. ¿Qué se había hecho?, ¿dónde estaba? No había modo de hallarla. -¡Bueno! -exclamó por fin-. Me doy por vencida. ¿Dónde estás? Una voz que apenas se oía -la voz de la abejita- salió del medio de la cueva. -¿No me vas a hacer nada? -dijo la voz-. ¿Puedo contar con tu juramento? -Sí -respondió la culebra-. Te lo juro. ¿Dónde estás? -Aquí -respondió la abejita, apareciendo súbitamente de entre una hoja cerrada de la plantita. ¿Qué había pasado? Una cosa muy sencilla: la plantita en cuestión era una sensitiva, muy común también aquí en Buenos Aires, y que tiene la particularidad de que sus hojas se cierran al menor contacto. Solamente que esta aventura pasaba en Misiones, donde la vegetación es muy rica, y por lo tanto muy grandes las hojas de las sensitivas. De aquí que al contacto de la abeja, las hojas se cerraran, ocultando completamente al insecto. La inteligencia de la culebra no había alcanzado nunca a darse cuenta de este fenómeno; pero la abeja lo había observado, y se aprovechaba de él para salvar su vida. La culebra no dijo nada, pero quedó muy irritada con su derrota, tanto que la abeja pasó toda la noche recordando a su enemiga la promesa que había hecho de respetarla. Fue una noche larga, interminable, que las dos pasaron arrimadas contra la pared más alta de la caverna, porque la tormenta se había desencadenado, y el agua entraba como un río adentro. Hacía mucho frío, además, y adentro reinaba la oscuridad más completa. De cuando en cuando la culebra sentía impulsos de lanzarse sobre la abeja, y ésta creía entonces llegado el término de su vida. Nunca, jamás, creyó la abejita que una noche podría ser tan fría, tan larga, tan horrible. Recordaba su vida anterior, durmiendo noche tras noche en la colmena, bien calentita, y lloraba entonces en silencio. Cuando llegó el día, y salió el sol, porque el tiempo se había compuesto, la abejita voló y lloró otra vez en silencio ante la puerta de la colmena hecha por el esfuerzo de la familia. Las abejas de guardia la dejaron pasar sin decirle nada, porque comprendieron que la que volvía no era la paseandera haragana, sino una abeja que había hecho en sólo una noche un duro aprendizaje de la vida. Así fue, en efecto. En adelante, ninguna como ella recogió tanto polen ni fabricó tanta miel. Y cuando el otoño llegó, y llegó también el término de sus días, tuvo aún tiempo de dar una última lección antes de morir a las jóvenes abejas que la rodeaban: -No es nuestra inteligencia, sino nuestro trabajo quien nos hace tan fuertes. Yo usé una sola vez de mi inteligencia, y fue para salvar mi vida. No habría necesitado de ese esfuerzo, sí hubiera trabajado como todas. Me he cansado tanto volando de aquí para allá, como trabajando. Lo que me faltaba era la noción del deber, que adquirí aquella noche. Trabajen, compañeras, pensando que el fin a que tienden nuestros esfuerzos -la felicidad de todos- es muy superior a la fatiga de cada uno. A esto los hombres llaman ideal, y tienen razón. No hay otra filosofía en la vida de un hombre y de una abeja.
Re: ... de poetas, cuentos y leyendas SALMO PLUVIAL Tormenta Érase una caverna de agua sombría el cielo; el trueno, a la distancia, radaba su peñón; y una remota brisa de conturbado vuelo, se acidulaba en tenue frescura de limón. Como caliente polen exhaló el campo seco un relente de trébol lo que empezó a llover. Bajo la lenta sombra, colgada en denso fleco, se vio el caudal con vívidos azules florecer. Una fulmínea verga rompió el aire al soslayo; sobre la tierra atónita cruzó un pavor mortal; y el firmamento entero se derrumbó en un rayo, como un inmenso techo de hierro y de cristal. Lluvia Y un mimbreral vibrante fue el chubasco resuelto que plantaba sus líquidas varillas al trasluz, o en pajonales de agua se espesaba revuelto, descerrajando al paso su pródigo arcabuz. Saltó la alegre lluvia por taludes y cauces, descolgó del tejado sonoro caracol; y luego, allá a lo lejos, se desnudó en los sauces, transparente y dorada bajo un rayo de sol. Calma Delicia de los árboles que abrevó el aguacero. Delicia de los gárrulos raudales en desliz. Cristalina delicia del trino del jilguero. Delicia serenísima de la tarde feliz. Plenitud El cerro azul estaba fragante de romero, y en los profundos campos silbaba la perdiz. Leopoldo Lugones
Re: ... de poetas, cuentos y leyendas (este cuento es demasiado largo, lo voy a dividir en partes) Cuentos de la Selva-horacio Quiroga Anaconda -------------------------------------------------------------------------------- I Eran las diez de la noche y hacía un calor sofocante. El tiempo cargado pesaba sobre la selva, sin un soplo de viento. El cielo de carbón se entreabría de vez en cuando en sordos relámpagos de un extremo a otro del horizonte; pero el chubasco silbante del sur estaba aún lejos. Por un sendero de vacas en pleno espartillo blanco, avanzaba Lanceolada, con la lentitud genérica de las víboras. Era una hermosísima yarará de un metro cincuenta, con los negros ángulos de su flanco bien cortados en sierra, escama por escama. Avanzaba tanteando la seguridad del terreno con la lengua, que en los ofidios reemplaza pertectamente a los dedos. Iba de caza. AI llegar a un cruce de senderos se detuvo, se arrolló prolijamente sobre sí misma removióse aún un momento acomodándose y después de bajar la cabeza al nivel de sus anillos, asentó la mandíbula inferior y esperó inmóvil. Minuto tras minuto esperó cinco horas. AI cabo de este tiempo continuaba en igual inmovilidad. ¡Mala noche! Comenzaba a romper el día e iba a retirarse, cuando cambió de idea. Sobre el cielo lívido del este se recortaba una inmensa sombra. -Quisiera pasar cerca de la Casa -se dijo la yarará-. Hace días que siento ruido, y es menester estar alerta.... Y marchó prudentemente hacia la sombra. La casa a que hacía referencia Lanceolada era un viejo edificio de tablas rodeado de corredores y todo blanqueado. En torno se levantaban dos o tres galpones. Desde tiempo inmemorial el edificio había estado deshabitado. Ahora se sentían ruidos insólitos, golpes de fierros, relinchos de caballo, conjunto de cosas en que trascendía a la legua la presencia del Hombre. Mal asunto... Pero era preciso asegurarse, y Lanceolada lo hizo mucho más pronto de lo que hubiera querido. Un inequívoco ruido de puerta abierta llegó a sus oídos. La víbora irguió la cabeza, y mientras notaba que una rubia claridad en el horizonte anunciaba la aurora, vio una angosta sombra, alta y robusta, que avanzaba hacia ella. Oyó también el ruido de las pisadas -el golpe seguro, pleno, enormemente distanciado que denunciaba también a la legua al enemigo. -¡El Hombre! -murmuró Lanceolada. Y rápida como el rayo se arrolló en guardia. La sombra estuvo sobre ella. Un enorme pie cayó a su lado, y la yarará, con toda la violencia de un ataque al que jugaba la vida, lanzó la cabeza contra aquello y la recogió a la posición anterior. El Hombre se detuvo: había creído sentir un golpe en las botas. Miró el yuyo a su rededor sin mover los pies de su lugar; pero nada vio en la oscuridad apenas rota por el vago día naciente, y siguió adelante. Pero Lanceolada vio que la Casa comenzaba a vivir, esta vez real y efectivamente con la vida del Hombre. La yarará emprendió la retirada a su cubil llevando consigo la seguridad de que aquel acto nocturno no era sino el prólogo, del gran drama a desarrollarse en breve. II AI día siguiente, la primera preocupación de Lanceolada fue el peligro que con la llegada del Hombre se cernía sobre la Familia entera. Hombre y Devastación son sinónimos desde tiempo inmemorial en el Pueblo entero de los Animales. Para las víboras en particular, el desastre se personificaba en dos horrores: el machete escudriñando, revolviendo el vientre mismo de la selva, y el fuego aniquilando el bosque en seguida, y con él los recónditos cubiles. Tornábase, pues, urgente prevenir aquello. Lanceolada esperó la nueva noche para ponerse en campaña. Sin gran trabajo halló a dos compañeras, que lanzaron la voz de alarma. Ella, por su parte, recorrió hasta las doce los lugares más indicados para un feliz encuentro, con suerte tal que a las dos de la mañana el Congreso se hallaba, si no en pleno, por lo menos con mayoría de especies para decidir qué se haría. En la base de un murallón de piedra viva, de cinco metros de altura, y en pleno bosque, desde luego, existía una caverna disimulada por los helechos que obstruían casi la entrada. servía de guarida desde mucho tiempo atrás a Terrífica, una serpiente de cascabel, vieja entre las viejas, cuya cola contaba treinta y dos cascabeles. Su largo no pasaba de un metro cuarenta, pero en cambio su grueso alcanzaba al de una botella. Magnífico ejemplar, cruzada de rombos amarillos; vigorosa, tenaz, capaz de quedar siete horas en el mismo lugar frente al enemigo, pronta a enderezar los colmillos con canal interno que son, como se sabe, si no los más grandes, los más admirablemente constituidos de todas las serpientes venenosas. Fue allí en consecuencia donde, ante la inminencia del peligro y presidido por la víbora de cascabel, se reunió el Congreso de las Víboras. Estaban allí, fuera de Lanceolada y Terrífica, las demás yararás del país: La pequeña Coatiarita, benjamín de la Familia, con La línea rojiza de sus costados bien visible y su cabeza particularmente afilada. Estaba allí, negligentemente tendida como si se tratara de todo menos de hacer admirar las curvas blancas y cafés de su lomo sobre largas bandas color salmón, la esbelta Neuwied, dechado de belleza, y que había guardado para sí el nombre del naturalista que determinó su especie. Estaba Cruzada -que en el sur llaman víbora de La cruz-, potente y audaz rival de Neuwied en punto a belleza de dibujo. Estaba Atroz, de nombre suficientemente fatídico; y por último, Urutú Dorado, la yararacusú, disimulando discretamente en el fondo de La caverna sus ciento setenta centímetros de terciopelo negro cruzado oblicuamente por bandas de oro. Es de notar que las especies del formidable género Lachesis, o yararás, a que pertenecían todas las congresales menos Terrífica, sostienen una vieja rivalidad por la belleza del dibujo y el color. Pocos seres, en efecto, tan bien dotados como ellos. Según las leyes de las víboras, ninguna especie poco abundante y sin dominio real en el país puede presidir las asambleas del Imperio. Por esto Urutú Dorado, magnífico animal de muerte, pero cuya especie es más bien rara, no pretendía este honor, cediéndolo de buen grado a la víbora de cascabel, más débil, pero que abunda milagrosamente. El Congreso estaba, pues, en mayoría, y Terrífica abrió la sesión. -¡Compañeras! -dijo-. Hemos sido todas enteradas por Lanceolada de la presencia nefasta del Hombre. Creo interpretar el anhelo de todas nosotras, al tratar de salvar nuestro Imperio de la invasión enemiga. Sólo un medio cabe, pues la experiencia nos dice que el abandono del terreno no remedia nada. Este medio, ustedes lo saben bien, es la guerra al Hombre, sin tregua ni cuartel, desde esta noche misma, a la cual cada especie aportará sus virtudes. Me halaga en esta circunstancia olvidar mi especificación humana: no soy ahora una serpiente de cascabel; soy una yarará, como ustedes. Las yararás, que tienen a la Muerte por negro pabellón. ¡Nosotras somos la Muerte, compañeras! Y entre tanto, que alguna de las presentes proponga un plan de campaña. Nadie ignora, por lo menos en el Imperio de las Víboras, que todo lo que Terrífica tiene de largo en sus colmillos, lo tiene de corto en su inteligencia. Ella lo sabe también, y aunque incapaz por lo tanto de idear plan alguno, posee, a fuerza de vieja reina, el suficiente tacto para callarse. Entonces Cruzada, desperezándose, dijo: -Soy de la opinión de Terrífica, y considero que mientras no tengamos un plan, nada podemos ni debemos hacer. Lo que lamento es la falta en este Congreso de nuestra primas sin veneno: las Culebras. Se hizo un largo silencio. Evidentemente, la proposición no halagaba a las víboras. Cruzada se sonrió de un modo vago y continuó: -Lamento lo que pasa. Pero quisiera solamente recordar esto: Si entre todas nosotras pretendiéramos vencer a una culebra, no lo conseguiríamos. Nada más quiero decir. -Si es por su resistencia al veneno -objetó perezosamente Urutú Dorado, desde el fondo del antro-, creo que yo sola me encargaría de desengañarlas. -No se trata de veneno -replicó desdeñosamente Cruzada-. Yo también me bastaría... -agregó con una mirada de reojo a la yararacusú-. Se trata de su fuerza, de su destreza, de su nerviosidad, como quiera llamársele. Cualidades de lucha que nadie pretenderá negar a nuestras primas. Insisto en que en una campaña como la que queremos emprender, las serpientes nos serán de gran utilidad; más: de imprescindible necesidad. Pero la proposición desagradaba siempre. -¿Por qué las culebras? -exclamó Atroz-. Son despreciables. -Tienen ojos de pescado-agregó la presuntuosa Coatiarita. -¡Me dan asco! -protestó desdeñosamente Lanceolada. -Tal vez sea otra cosa la que te dan.... -murmuró Cruzada mirándola de reojo. -¿A mí? -silbó Lanceolada, irguiéndose-. ¡Te advierto que haces mala figura aquí, defendiendo a esos gusanos corredores! -Si te oyen las Cazadoras... -murmuró irónicamente Cruzada. Pero al oír este nombre, Cazadoras, la asamblea entera se agitó. -¡No hay para qué decir eso! -gritaron-. ¡Ellas son culebras, y nada más! -¡Ellas se llaman a sí mismas las Cazadoras! -replicó secamente Cruzada-. Y estamos en Congreso. También desde tiempo inmemorial es fama entre las víboras la rivalidad particular de las dos yararás: Lanceolada, hija del extremo norte, y Cruzada, cuyo hábitat se extiende más al sur. Cuestión de coquetería en punto a belleza, según las culebras. -¡Vamos, vamos! -intervino Terrífica-. Que Cruzada explique para qué quiere la ayuda de las culebras, siendo así que no representan la Muerte como nosotras. -¡Para esto! -replicó Cruzada ya en calma-. Es indispensable saber qué hace el Hombre en la casa; y para ello se precisa ir hasta allá, a la casa misma. Ahora bien, la empresa no es fácil, porque si el pabellón de nuestra especie es la Muerte, el pabellón del Hombre es también la Muerte, y bastante más rápida que la nuestra.. Las culebras nos aventajan inmensamente en agilidad. Cualquiera de nosotras iría y vería. Pero ¿volvería? Nadie mejor para esto que la Ñacaniná. Estas exploraciones forman parte de sus hábitos diarios, y podría, trepada al techo, ver, oir y regresar a informarnos antes de que sea de día. La proposición era tan razonable que esta vez la asamblea entera asintió, aunque con un resto de desagrado. -¿Quién va a buscarla? -preguntaron varias voces. Cruzada desprendió la cola de un tronco y se deslizó afuera. -¡Voy yo! -dijo-. En seguida vuelvo. -¡Eso es! -le lanzó Lanceolada de atrás-. ¡Tú que eres su protectora la hallarás en seguida! Cruzada tuvo aún tiempo de volver la cabeza hacia ella, y le sacó la lengua, reto a largo plazo. (continua)
Re: ... de poetas, cuentos y leyendas RIMA X Los invisibles átomos del aire en derredor palpitan y se inflaman, el cielo se deshace en rayos de oro, la tierra se estremece alborozada. Oigo flotando en olas de armonías, rumor de besos y batir de alas; mis párpados se cierran... —¿Qué sucede? ¿Dime? —¡Silencio! ¡Es el amor que pasa! Gustavo Adolfo Bécquer
Re: ... de poetas, cuentos y leyendas RIMA XXXV ¡No me admiró tu olvido! Aunque de un día, me admiró tu cariño mucho más; porque lo que hay en mí que vale algo, eso... ni lo pudiste sospechar. Gustavo Adolfo Bécquer
Re: ... de poetas, cuentos y leyendas RIMA XLIV Como en un libro abierto leo de tus pupilas en el fondo. ¿A qué fingir el labio risas que se desmienten con los ojos? ¡Llora! No te avergüences de confesar que me quisiste un poco. ¡Llora! Nadie nos mira. Ya ves; yo soy un hombre... y también lloro. Gustavo Adolfo Bécquer
Re: ... de poetas, cuentos y leyendas RIMA LXIV Como guarda el avaro su tesoro, guardaba mi dolor; quería probar que hay algo eterno a la que eterno me juró su amor. Mas hoy le llamo en vano y oigo, al tiempo que le acabó, decir: ¡Ah, barro miserable, eternamente no podrás ni aun sufrir! Gustavo Adolfo Bécquer
Re: ... de poetas, cuentos y leyendas RIMA XXXIX ¿A qué me lo decís? Lo sé: es mudable, es altanera y vana y caprichosa; antes que el sentimiento de su alma, brotará el agua de la estéril roca. Sé que en su corazón, nido de sierpes, no hay una fibra que al amor responda; que es una estatua inanimada..., pero... ¡es tan hermosa! Gustavo Adolfo Bécquer
Re: ... de poetas, cuentos y leyendas Cuentos de la Selva-Horacio Quiroga (Continuación de Anaconda) III Cruzada halló a la Ñacaniná cuando ésta trepaba a un árbol. -¡Eh, Ñacaniná! -llamó con un leve silbido. La Ñacaniná oyó su nombre; pero se abstuvo prudentemente de contestar hasta nueva llamada. -¡Ñacaniná! -repitió Cruzada, levantando medio tono su silbido. -¿Quién me llama? -respondió la culebra. -¡Soy yo, Cruzada!... -¡Ah, la prima!.... ¿qué quieres, prima adorada? -No se trata de bromas, Ñacaniná... ¿Sabes lo que pasa en la Casa? -Sí, que ha llegado el Hombre... ¿qué más? -Y, ¿sabes que estamos en Congreso? -¡Ah, no; esto no lo sabía! -repuso la Ñacaniná deslizándose cabeza abajo contra el árbol, con tanta seguridad como si marchara sobre un plano horizontal-. Algo grave debe pasar para eso... ¿Qué ocurre? -Por el momento, nada; pero nos hemos reunido en Congreso precisamente para evitar que nos ocurra algo. En dos palabras: se sabe que hay varios hombres en la Casa, y que se van a quedar definitivamente. Es la Muerte para nosotras. -Yo creía que ustedes eran la Muerte por sí mismas... ¡No se cansan de repetirlo! -murmuró irónicamente la culebra. -¡Dejemos esto! Necesitamos de tu ayuda, Ñacaniná. -¿Para qué? ¡Yo no tengo nada que ver aquí! -¿Quién sabe? Para desgracia tuya, te pareces bastante a nosotras; las Venenosas. Defendiendo nuestros intereses, defiendes los tuyos. -¡Comprendo! -repuso la Ñacanina después de un momento en el que valoró la suma de contingencias desfavorables para ella por aquella semejanza. -Bueno; ¿contamos contigo? -¿Qué debo hacer? -Muy poco. Ir en seguida a la Casa, y arreglarte allí de modo que veas y oigas lo que pasa. -¡No es mucho, no! -repuso negligentemente Ñacaniná, restregando la cabeza contra el tronco-. Pero es el caso agregó- que allá arriba tengo la cena segura... Una pava del monte a la que desde anteayer se le ha puesto en el copete anidar allí. -Tal vez allá encuentres algo que comer -la consoló suavemente Cruzada. Su prima la miró de reojo. -Bueno en marcha -reanudó la yarará-. Pasemos primero por el Congreso. -¡Ah, no! -protestó la Ñacaniná-. ¡Eso no! ¡Les hago a ustedes el favor, y en paz! Iré al Congreso cuando vuelva.... si vuelvo. Pero ver antes de tiempo la cáscara rugosa de Terrífica, los ojos de ratón de Lanceolada y la cara estúpida de Coralina. ¡Eso, no! -No está Coralina. -¡No importa! Con el resto tengo bastante. -¡Bueno, bueno! -repuso Cruzada, que no quería hacer hincapié-. Pero si no disminuyes un poco la marcha, no te sigo. En efecto, aun a todo correr, la yarará no podía acompañar el deslizar veloz de la Ñacaniná. -Quédate, ya estás cerca de las otras -contestó la culebra. Y se lanzó a toda velocidad, dejando en un segundo atrás a su prima Venenosa. IV Un cuarto de hora después la Cazadora llegaba a su destino. Velaban todavía en la Casa. Por las puertas, abiertas de par en par, salían chorros de luz, y ya desde lejos la Ñacaniná pudo ver cuatro hombres sentados alrededor de la mesa. Para llegar con impunidad sólo faltaba evitar el problemático tropiezo con un perro. ¿Los habría? Mucho lo temía Ñacaniná. Por esto deslizóse adelante con gran cautela, sobre todo cuando llegó ante el corredor. Ya en él, observó con atención. Ni enfrente, ni a la derecha, ni a la izquierda había perro alguno. Sólo allá, en el corredor opuesto y que la culebra podía ver por entre las piernas de los hombres, un perro negro dormía echado de costado. -La plaza, pues, estaba libre. Como desde el lugar en que se encontraba podía oír, pero no ver el panorama entero de los hombres hablando, la Culebra, tras una ojeada arriba, tuvo lo que deseaba en un momento. Trepó por una escalera recostada a la pared bajo el corredor y se instaló en el espacio libre entre pared y techo, tendida sobre el tirante. Pero por más precauciones que tomara al deslizarse, un viejo clavo cayó al suelo y un hombre levantó los ojos. -¡Se acabó! -se dijo Ñacaniná, conteniendo la respiración. Otro hombre miró también arriba. -¿Qué hay? -preguntó. -Nada -repuso el primero Me pareció ver algo negro por allá. -Una rata. -Se equivocó el Hombre -murmuró para sí la culebra. -Alguna Ñacaniná. -Acertó el otro Hombre -murmuró de nuevo la aludida, aprestándose a la lucha. Pero los hombres bajaron de nuevo la vista, y la Ñacaniná vio y oyó durante media hora.
Re: ... de poetas, cuentos y leyendas CANCIÓN DEL PIRATA José de Espronceda Con diez cañones por banda, viento en popa a toda vela, no corta el mar, sino vuela, un velero bergantín: bajel pirata que llaman por su bravura el Temido, en todo el mar conocido del uno al otro confín. La luna en el mar riela, en la lona gime el viento, y alza en blando movimiento olas de plata y azul; y ve el capitán pirata, cantando alegre en la popa, Asia a un lado, al otro Europa, y allá a su frente Estambul. "Navega, velero mío, sin temor; que ni enemigo navío, ni tormenta, ni bonanza, tu rumbo a torcer alcanza, ni a sujetar tu valor. Veinte presas hemos hecho a despecho del inglés, y han rendido sus pendones cien naciones a mis pies. Que es mi barco mi tesoro, que es mi Dios la libertad, mi ley la fuerza y el viento, mi única patria la mar. Allá muevan feroz guerra ciegos reyes por un palmo más de tierra; que yo tengo aquí por mío cuanto abarca el mar bravío, a quien nadie impuso leyes. Y no hay playa sea cualquiera, ni bandera de esplendor que no sienta mi derecho y dé pecho a mi valor. Que es mi barco mi tesoro, que es mi Dios la libertad, mi ley la fuerza y el viento, mi única patria la mar. A la voz de "¡Barco viene!" es de ver cómo vira y se previene a todo trapo a escapar; que yo soy el rey del mar, y mi furia es de temer. En las presas yo divido lo cogido por igual; sólo quiero por riqueza la belleza sin rival. Que es mi barco mi tesoro, que es mi Dios la libertad, mi ley la fuerza y el viento, mi única patria la mar. ¡Sentenciado estoy a muerte! Yo me río; no me abandone la suerte y al mismo que me condena colgaré de alguna antena, quizá en su propio navío. Y si caigo, ¿qué es la vida? Por perdida ya la di, cuando el yugo del esclavo como un bravo sacudí. Que es mi barco mi tesoro, que es mi Dios la libertad, mi ley la fuerza y el viento, mi única patria la mar. Son mi música mejor aquilones; el estrépito y temblor de los cables sacudidos, del negro mar los bramidos y el rugir de mis cañones. Y del trueno al son violento y del viento al rebramar yo me duermo sosegado arrullado por el mar. Que es mi barco mi tesoro, que es mi Dios la libertad, mi ley la fuerza y el viento, mi única patria la mar."