Poemas, cuentos y leyendas

Tema en 'Temas de interés (no de plantas)' comenzado por mai^a, 27/2/08.

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    Re: ... de poetas, cuentos y leyendas

    Y esta historia tambien la di muchas veces...


    Hubo una vez hace muchos años, un país que acababa de pasar una guerra muy dura.

    Como ya es sabido, las guerras traen consigo rencores, envidias, muchos problemas, muchos muertos y mucha hambre. La gente no puede sembrar ni segar, no hay harina ni pan. Cuando este país acabó la guerra y estaba destrozado, llegó a un pueblito un soldado agotado, harapiento y muerto de hambre. Era muy alto y delgado.

    Golpeó la puerta de una casa y cuando vio a una dueña le dijo: "Señora, ¿no tendría un pedazo de pan para un soldado que viene muerto de hambre de la guerra?" La mujer lo miró de arriba a abajo y respondió: "Pero ¿estás loco? ¿No sabes que no hay pan que no tenemos nada?, ¿Cómo te atreves?" Y a empujones con un portazo lo saco fuera de la casa.

    Pobre soldado. Prueba fortuna en una y otra casa, haciendo la misma petición y recibiendo a cambio peor respuesta y peor trato. El soldado, casi desfallecido, no se dio por vencido.

    Cruzó el pueblo de punta a punta y llegó al final, donde estaba el lavadero público. Halló a unas cuantas muchachas y les dijo: "¡Eh, muchachas! ¿No habéis probado nunca la sopa de piedras que hago?" Las muchachas se rieron de él diciendo: "¿Una sopa de piedras?; no hay duda de que estás loco"

    Pero había unos chicos que estaban espiando y se acercaron al soldado cuando éste marchaba decepcionado: "Soldado, ¿Te podemos ayudar?", le dijeron.

    ¡Claro que sí! Necesito una olla muy grande, un puñado de piedras, agua y leña para hacer fuego". Rápidamente los chicos fueron a buscar lo que el soldado había pedido. Encendieron el fuego, pusieron la olla, la llenaron de agua y echaron las piedras. El agua comenzó a hervir. "¿Podemos probar la sopa?", preguntaron impacientes los chicos. "¡Calma, calma!" El soldado la probó y dijo: "Mmmm... ¡qué buena, pero le falta un poco de sal!" "En mi casa tengo sal", dijo un chico. Y salió corriendo por ella. La trajo y el soldado la echó en la olla.

    Al poco tiempo volvió a probar la sopa y dijo: "Mmmm... ¡Qué rica!, pero le falta un poco de tomate". Daniel, uno de los chicos fue a buscar unos tomates y los trajo enseguida. En un momento los chicos fueron trayendo cosas: papas, lechuga, arroz y hasta un trozo de pollo. La olla se llenó; el soldado removió una y otra vez la sopa hasta que de nuevo la probó y dijo: Mmmm... es la mejor sopa de piedras que he hecho en toda mi vida.

    ¡Vengan, vengan; avisen a toda la gente del pueblo que venga a comer! ¡Hay para todos! ¡Que traigan platos y cucharas!" Repartió la sopa.

    Hubo para todos los del pueblo que, avergonzados, reconocieron que si bien era verdad que no tenían pan; juntos podían tener comida para todos.

    Y desde aquel día gracias al soldado hambriento, aprendieron a compartir lo que tenían.

    Un historia para reflexionar acerca de la importancia de compartir ......


     
  2. clause

    clause Claudia

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    Re: ... de poetas, cuentos y leyendas

    Ahhh...mirá que casualidad Albita!:happy:
     
  3. clause

    clause Claudia

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    Re: ... de poetas, cuentos y leyendas

    Muy linda esa tambien ,Albita!;)
     
  4. Cloe28

    Cloe28

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    Re: ... de poetas, cuentos y leyendas

    Este es una de los poemas de benedetti que siempre tengo como estandarte de mi día a día...y en un cuadro en la puerta de casa.

    Defender la alegría como una trinchera
    defenderla del escándalo y la rutina
    de la miseria y los miserables
    de las ausencias transitorias
    y la definitivas
    defender la alegría como un principio
    defenderla del pasmo y las pesadillas
    de los neutrales y de los neutrones
    de las dulces infamias
    y los graves diagnósticos

    defender la alegría como una bandera
    defenderla del rayo y la melancolía
    de los ingenuos y de los canallas
    de la retórica los paros cardíacos
    y de las endemias y las academias

    defender la alegría como un destino
    defenderla del fuego y de los bomberos
    de los suicidas y los homicidas
    de las vacaciones y del agobio
    de la obligación de estar alegres

    defender la alegría como un certeza
    defenderla del óxido y la roña
    de la famosa pátina del tiempo
    del relente y del oportunismo
    de los proxenetas de la risa

    defender la alegría como un derecho
    defenderla de dios y del invierno
    de las mayúsculas y de la muerte
    de los apellidos y las lástimas
    del azar
    y también de la alegría.


    Y este es uno que mi novio(que le tiene fobia a las poesias) me regaló en nuestro 4º aniversario:


    Porque te tengo y no
    porque te pienso
    porque la noche está de ojos abiertos
    porque la noche pasa y digo amor
    porque has venido a recoger tu imagen
    y eres mejor que todas tus imágenes
    porque eres linda desde el pie hasta el alma
    porque eres buena desde el alma a mí
    porque te escondes dulce en el orgullo
    pequeña y dulce
    corazón coraza

    porque eres mía
    porque no eres mía
    porque te miro y muero
    y peor que muero
    si no te miro amor
    si no te miro

    porque tú siempre existes dondequiera
    pero existes mejor donde te quiero
    porque tu boca es sangre
    y tienes frío
    tengo que amarte amor
    tengo que amarte
    aunque esta herida duela como dos
    aunque te busque y no te encuentre
    y aunque
    la noche pase y yo te tenga
    y no.

    Aunque sea cursi,es lo más hermoso que me han dicho jamás y es que benedetti es un genio.Besos
     
  5. clause

    clause Claudia

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    Re: ... de poetas, cuentos y leyendas

    Gracias por compartirlo Cloe,muy bonitos!!!:happy:
     
  6. Bellasombra

    Bellasombra con estanquitis

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    Re: ... de poetas, cuentos y leyendas

    clau??? nunca te vi tan tarde en el foro!! :happy:
     
  7. clause

    clause Claudia

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    Re: ... de poetas, cuentos y leyendas

    Estamos mal sincronizados con el cambio de horario parece:11risotada: :11risotada: :11risotada:
     
  8. Bellasombra

    Bellasombra con estanquitis

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    Re: ... de poetas, cuentos y leyendas

    uuuyyyy... tanto hablar y ya no me acordaba de cambiar los relojes!!! :11risotada:
     
  9. clause

    clause Claudia

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    Re: ... de poetas, cuentos y leyendas

    Cuentos de la Selva-Horacio Quiroga
    Anaconda (Continuación)
    X

    El personal del Instituto velaba al pie de la cama del peón mordido por la yarará. Pronto debía amanecer. Un empleado se asomó a la ventana por donde entraba la noche caliente y creyó oír ruido en uno de los galpones. Prestó oído un rato y dijo:

    -Me parece que es en la caballeriza... Vaya a ver Fragoso.

    El aludido encendió el farol de viento y salió, en tanto que los demás quedaban atentos, con el oído alerto.

    No había transcurrido medio minuto cuando sentían pasos precipitados en el patio y Fragoso aparecía, pálido de sorpresa.

    -¡La caballeriza está llena de víboras! -dijo.

    -¿Llena? -preguntó el nuevo jefe-. ¿Qué es eso? ¿Qué pasa?

    -No sé...

    -Vayamos...

    Y se lanzaron afuera.

    -¡Daboy! ¡Daboy! -llamó el jefe al perro que gemía soñando bajo la cama del enfermo. Y corriendo todos entraron en la caballeriza.

    Allí, a la luz del farol de viento, pudieron ver al caballo y a la mula debatiéndose a patadas contra sesenta u ochenta víboras que inundaban la caballeriza. Los animales relinchaban y hacían volar a coces los pesebres; pero las víboras, como si las dirigiera una inteligencia superior, esquivaban los golpes y mordían con furia.

    Los hombres, con el impulso de la llegada, habían caído entre ellas. Ante el brusco golpe de luz, las invasoras se detuvieron un instante, para lanzarse en seguida silbando a un nuevo asalto, que, dada la confusión de caballos y hombres, no se sabía contra quién iba dirigido.

    El personal del Instituto se vio así rodeado por todas partes de víboras. Fragoso sintió un golpe de colmillos en el borde de las botas, a medio centímetro de su rodllla, y descargó su vara -vara dura y flexible que nunca falta en una casa de bosque- sobre al atacante. El nuevo director partió en dos a otra, y el otro empleado tuvo tiempo de aplastar la cabeza, sobre el cuello mismo del perro, a una gran víbora que acababa de arrollarse con pasmosa velocidad al pescuezo del animal.

    Esto pasó en menos de diez segundos. Las varas caían con furioso vigor sobre las víboras que avanzaban siempre, mordían las botas, pretendían trepar por las piernas. Y en medio del relinchar de los caballos, los gritos de los hombres, los ladridos del perro y el silbido de las víboras, el asalto ejercía cada vez más presión sobre los defensores, cuando Fragoso, al precipitarse sobre una inmensa víbora que creyera reconocer, pisó sobre un cuerpo a toda velocidad, y cayó, mientras el farol, roto en mil pedazos, se apagaba.

    -¡Atrás! -gritó el nuevo director-. ¡Daboy, aquí!

    Y saltaron atrás, al patio, seguidos por el perro, que felizmente había podido desenredarse de entre la madeja de víboras.

    Pálidos y jadeantes, se miraron.

    -Parece cosa del diablo... -murmuró el jefe-. Jamás he visto cosa igual... ¿qué tienen las víboras de este país? Ayer, aquella doble mordedura, como matemáticamente combinada... Hoy... Por suerte ignoran que nos han salvado a los caballos con sus mordeduras... Pronto amanecerá, y entonces será otra cosa.

    -Me pareció que allí andaba la cobra real -dejó caer Fragoso, mientras se ligaba los músculos doloridos de la muñeca.

    -Si -agregó el otro empleado-. Yo la vi bien... Y Daboy, ¿no tiene nada?

    -No; muy mordido... Felizmente puede resistir cuanto quieran.

    Volvieron los hombres otra vez al enfermo, cuya respiración era mejor. Estaba ahora inundado en copiosa transpiración.

    -Comienza a aclarar -dijo el nuevo director, asomándose a la ventana-. Usted, Antonio, podrá quedarse aquí. Fragoso y yo vamos a salir.

    -¿Llevamos los lazos? -preguntó Fragoso. -¡Oh, no! -repuso el jefe, sacudiendo cabeza-. Con otras víboras, las hubiéramos cazado a todas en un segundo. Estas son demasiado singulares. Las varas y, a todo evento, el machete

    (continúa)

     
  10. clause

    clause Claudia

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    Re: ... de poetas, cuentos y leyendas

    Otra poesía que mi mamá me recitaba,en su momento me entristecía,pero hoy me consuela...., en este día de la madre,dedicada a todas las mamis, y a las que ya no están pero viven en nuestros corazones, porque una mamá nunca nos deja!:happy:

    EL CONSEJO MATERNAL

    Ven para acá, me dijo dulcemente
    mi madre cierto día;
    (aún parece que escucho en el ambiente
    de su voz la celeste melodía).

    Ven, y dime qué causas tan extrañas
    te arrancan esa lágrima, hijo mío,
    que cuelga de tus trémulas pestañas,
    como gota cuajada de rocío.

    Tú tienes una pena y me la ocultas.
    ¿No sabes que la madre más sencilla
    sabe leer en el alma de sus hijos
    como tú en la cartilla?

    ¿Quieres que te adivine lo que sientes?
    Ven para acá, pilluelo,
    que con un par de besos en la frente
    disiparé las nubes de tu cielo.

    Yo prorrumpí a llorar. Nada, le dije;
    la causa de mis lágrimas ignoro,
    pero de vez en cuando se me oprime
    el corazón, y lloro.

    Ella inclinó la frente, pensativa,
    se turbó su pupila,
    y, enjugando sus ojos y los míos,
    me dijo más tranquila:

    - LLama siempre a tu madre cuando sufras,
    que vendrá, muerta o viva;
    si está en el mundo, a compartir tus penas,
    y si no, a consolarte desde arriba...

    Y lo hago así cuando la suerte ruda,
    como hoy, perturba de mi hogar la calma:
    ¡ Invoco el nombre de mi madre amada,
    y, entonces, siento que se ensancha el alma !

    Olegario Victor Andrade
    (1839-1882)



     
  11. clause

    clause Claudia

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    Re: ... de poetas, cuentos y leyendas

    cuentos de la Selva-Horacio Quiroga
    Continuación de Anaconda
    XI

    No singulares, sino víboras, que ante un inmenso peligro sumaban la inteligencia reunida de las especies, era el enemigo que había asaltado el Instituto Seroterápico.

    La súbita oscuridad que siguiera al farol roto había advertido a las combatientes el peligro de mayor luz y mayor resistencia. Además, comenzaban a sentir ya en la humedad de la atmósfera la inminencia del día.

    -Si nos quedamos un momento más -exclamó Cruzada-, nos cortan la retirada. ¡Atrás!

    -¡Atrás, atrás! -gritaron todas. Y atropellándose, pasándose las unas sobre las otras, se lanzaron al campo. Marchaban en tropel , espantadas, derrotadas, viendo con consternación que el día comenzaba a romper a lo lejos.

    Llevaban ya veinte minutos de fuga cuando un ladrido claro y agudo, pero distante aún, detuvo a la columna jadeante.

    -¡Un instante! -gritó Urutú Dorado-. Veamos cuántas somos, y qué podemos hacer.

    A la luz aún incierta de la madrugada examinaron sus fuerzas. Entre las patas de los caballos habían quedado dieciocho serpientes muertas, entre ellas las dos culebras de coral. Atroz había sido partida en dos por Fragoso, y Drimobia yacía allá con el cráneo roto, mientras estrangulaba al perro. Faltaban además Coatiarita, Radínea y Boipeva. En total, veintitrés combatientes aniquilados. Pero las restantes, sin excepción de una sola, estaban todas magulladas, pisadas, pateadas, llenas de polvo y sangre entre las escamas rotas.

    -He aquí el éxito de nuestra campaña -dijo amargamente Ñacaniná, deteniéndose un instante a restregar contra una piedra su cabeza-. ¡Te felicito, Hamadrías!

    Pero para sí sola se guardaba lo que había oído tras la puerta cerrada de la caballeriza, pues había salido la última. ¡En vez de matar, habían salvado la vida a los caballos, que se extenuaban precisamente por falta de veneno!

    Sabido es que para un caballo que se está inmunizando, el veneno le es tan indispensable para su vida diaria como el agua misma, y muere si le llega a faltar.

    Un segundo ladrido de perro sobre el rastro sonó tras ellas.

    -¡Estamos en inminente peligro! -gritó Terrífica-. ¿Qué hacemos?

    -¡A la gruta! -clamaron todas, deslizándose a toda velocidad.

    -¡Pero, están locas! -gritó la Ñacaniná, mientras corría-, ¡Las van a aplastar a todas! ¡Van a la muerte! Oíganme: ¡desbandémonos!

    Las fugitivas se detuvieron, irresolutas. A pesar de su pánico, algo les decía que el desbande era la única medida salvadora, y miraron alocadas a todas partes. Una sola voz de apoyo, una sola, y se decidían.

    Pero la cobra real, humillada, vencida en su segundo esfuerzo de dominación, repleta de odio para un país que en adelante debía serle eminentemente hostil, prefirió hundirse del todo, arrastrando con ella a las demás especies.

    -¡Está loca Ñacaniná! -exclamó-. ¡A la caverna!

    -¡Sí, a la caverna! -respondió la columna despavorida, huyendo-. ¡A la caverna!

    La Ñacaniná vio aquello y comprendió que iban a la muerte. Pero viles, derrotadas, locas de pánico, las víboras iban a sacrificarse, a pesar de todo. Y con una altiva sacudida de lengua, ella, que podía ponerse impunemente a salvo por su velocidad, se dirigió como las otras directamente a la muerte.

    Sintió así un cuerpo a su lado, y se alegró al reconocer a Anaconda.

    -Ya ves -le dijo con una sonrisa- a lo que nos ha traído la asiática.

    -Sí, es un mal bicho... -murmuró Anaconda, mientras corrían una junto a otra.

    -¡Y ahora las lleva a hacerse masacrar todas juntas!...

    -Ella, por lo menos- advirtió Anaconda con voz sombría-, no va a tener ese gusto...

    Y ambas, con un esfuerzo de velocidad, alcanzaron a la columna.

    Ya habían llegado.

    -¡Un momento! -Se adelantó Anaconda, cuyos ojos brillaban-. Ustedes lo ignoran, pero yo lo sé con certeza, que dentro de diez minutos no va a quedar viva una de nosotras. El Congreso y sus leyes están, pues, ya concluidos. ¿No es eso, Terrífica?

    Se hizo un largo silencio.

    -Sí -murmuró abrumada Terrífica-. Está concluido...

    -Entonces -prosiguió Anaconda volviendo la cabeza a todos lados-, antes de morir quisiera... ¡Ah, mejor así! -concluyó satisfecha al ver a la cobra real que avanzaba lentamente hacia ella.

    No era aquél probablemente el momento ideal para un combate. Pero desde que el mundo es mundo, nada ni la presencia del Hombre sobre ellas podrá evitar que una Venenosa y una Cazadora solucionen sus asuntos particulares.

    El primer choque fue favorable a la cobra real: sus colmillos se hundieron hasta la encía en el cuello de Anaconda. Esta, con la maravillosa maniobra de las boas de devolver en ataque una cogida casi mortal, lanzó su cuerpo adelante como un látigo y envolvió en él a la Hamadrías, que en un instante se sintió ahogada. La boa, concentrando toda su vida en aquel abrazo, cerraba progresivamente sus anillos de acero; pero la cobra real no soltaba presa. Hubo aún un instante en que Anaconda sintió crujir su cabeza entre los dientes de la Hamadrías. Pero logró hacer un supremo esfuerzo, y este postrer relámpago de voluntad decidió la balanza a su favor. La boca de la cobra, semiasfixiada, se desprendió babeando, mientras la cabeza libre de Anaconda hacia presa en el cuerpo de la Hamadrías.

    Poco a poco, segura del terrible abrazo con que inmovilizaba a su rival, su boca fue subiendo a lo largo del cuello, con cortas y bruscas dentelladas, en tanto que la cobra sacudía desesperada la cabeza. Los 96 agudos dientes de Anaconda subían siempre, llegaron al capuchón, treparon, alcanzaron la garganta, subieron aún, hasta que se clavaron por fin en la cabeza de su enemiga, con un sordo y larguísimo crujido de huesos masticados.

    Ya estaba concluido. La boa abrió sus anillos, y el macizo cuello de la cobra se escurrió pesadamente a tierra, muerta.

    -Por lo menos estoy contenta... -murmuró Anaconda, cayendo a su vez exánime sobre el cuerpo de la asiática.

    Fue en ese instante cuando las víboras oyeron a menos de cien metros el ladrido agudo del perro.

    Y ellas, que diez minutos antes atropellaban aterradas la entrada de la caverna, sintieron subir a sus ojos la llamarada salvaje de la lucha a muerte por la selva entera.

    -¡Entremos! -agregaron, sin embargo, algunas.

    -¡No, aquí! ¡Muramos aquí! -ahogaron todas con sus silbidos. Y contra el murallón de piedra que les cortaba toda retirada, el cuello y la cabeza erguidos sobre el cuerpo arrollado, los ojos hechos ascua, esperaron.

    No fue larga su espera. En el día aún lívido y contra el fondo negro del monte, vieron surgir ante ellas las dos altas siluetas del nuevo director y de Fragoso, reteniendo en traílla al perro, que, loco de rabia, se abalanzaba adelante.

    -¡Se acabó! ¡Y esta vez definitivamente! -murmuró Ñacaniná, despidiéndose- con esas seis palabras de una vida bastante feliz, cuyo sacrificio acababa de decidir. Y con un violento empuje se lanzó al encuentro del perro, que, suelto y con la boca blanca de espuma, llegaba sobre ellas. El animal esquivó el golpe y cayó hirioso sobre Terrifica, que hundió los colmillos en el hocico del perro. Daboy agitó furiosamente la cabeza, sacudiendo en el aire a la de cascabel; pero ésta no soltaba.

    Neuwied aprovechó el instante para hundir los colmillos en el viente del animal; mas también en ese momento llegaban los hombres. En un segundo Terrífica y Neuwied cayeron muertas, con los riñones quebrados.

    Urutú Dorado fue partida en dos, y lo mismo Cipó. Lanceolada logró hacer presa en la lengua del perro; pero dos segundos después caía tronchada en tres pedazos por el doble golpe de vara, al lado de Esculapia.

    El combate, o más bien exterminio, continuaba furioso, entre silbidos y roncos ladridos de Daboy, que estaba en todas partes. Cayeron una tras otra, sin perdón -que tampoco pedían-, con el cráneo triturado entre las mandíbulas del perro o aplastadas por los hombres. Fueron quedando masacradas frente a la caverna de su último Congreso. Y de las últimas cayeron Cruzada y Ñacaniná.

    No quedaba una ya. Los hombres se sentaron, mirando aquella total masacre de las especies, triunfantes un día. Daboy, jadeando a sus pies, acusaba algunos síntomas de envenenamiento, a pesar de estar poderosamente inmunizado. Había sido mordido 64 veces.

    Cuando los hombres se levantaban para irse, se fijaron por primera vez en Anaconda, que comenzaba a revivir

    -¿Qué hace esta boa por aquí? -dijo el nuevo director-, No es éste su país. A lo que parece; ha trabado relación con la cobra real, y nos ha vengado a su manera. Si logramos salvarla haremos una gran cosa, porque parece terriblemente envenenada. Llevémosla. Acaso un día nos salve a nosotros de toda esta chusma venenosa.

    Y se fueron, llevando en un palo que cargaban en los hombros, a Anaconda, que, herida y exhausta de fuerzas, iba pensando en Ñacaniná, cuyo destino, con un poco menos de altivez, podía haber sido semejante al suyo.

    Anaconda no murió. Vivió un año con los hombres, curioseando y observándolo todo, hasta que una noche se fue. Pero la historia de este viaje remontando por largos meses el Paraná hasta más allá del Guayra, más allá todavía del golfo letal donde el Paraná toma el nombre de río Muerto -la vida extraña que llevó Anaconda y el segundo viaje que emprendió por fin con sus hermanos sobre las aguas sucias de una gran inundación-, toda esta historia de rebelión y asalto de camalotes, pertenece a otro relato.


    FIN


     
  12. clause

    clause Claudia

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    Re: ... de poetas, cuentos y leyendas

    bueno Cuentos de la Selva ,termino,asi que continuo con:
    CUENTOS DE AMOR, DE
    LOCURA Y DE MUERTE
    Horacio Quiroga



    UNA ESTACIÓN DE AMOR
    PRIMAVERA
    Era el martes de carnaval. Nébel acababa de entrar en el corso, ya al
    oscurecer, y mientras deshacía un paquete de serpentinas miró al carruaje de
    delante. Extrañado de una cara que no había visto en el coche la tarde anterior,
    preguntó a sus compañeros:
    –¿Quién es? No parece fea.
    –¡Un demonio! Es lindísima. Creo que sobrina, o cosa así, del doctor
    Arrizabalaga. Llegó ayer, me parece...
    Nébel fijó entonces atentamente los ojos en la hermosa criatura. Era una
    chica muy joven aún, acaso no más de catorce años, pero ya núbil. Tenía, bajo
    cabello muy oscuro, un rostro de suprema blancura, de ese blanco mate y raso
    que es patrimonio exclusivo de los cutis muy finos. Ojos azules, largos,
    perdiéndose hacia las sienes entre negras pestañas. Tal vez un poco separados,
    lo que da, bajo una frente tersa, aire de mucha nobleza o gran terquedad. Pero
    sus ojos, tal como eran, llenaban aquel semblante en flor con la luz de su belleza.
    Y al sentirlos Nébel detenidos un momento en los suyos, quedó deslumbrado.
    –¡Qué encanto! –murmuró, quedando inmóvil con una rodilla en el
    almohadón del surrey. Un momento después las serpentinas volaban hacia la
    victoria. Ambos carruajes estaban ya enlazados por el puente colgante de papel, y
    la que lo ocasionaba sonreía de vez en cuando al galante muchacho.
    Mas aquello llegaba ya a la falta de respeto a personas, cocheros y aún al
    carruaje: las serpentinas llovían sin cesar. Tanto fue, que las dos personas
    sentadas atrás se volvieron y, bien que sonriendo, examinaron atentamente al
    derrochador.
    –Quiénes son? –preguntó Nébel en voz baja.
    –El doctor Arrizabalaga... Cierto que no lo conoces. La otra es la madre de tu
    chica... Es cuñada del doctor.

    Como en pos del examen, Arrizabalaga y la señora se sonrieran francamente
    ante aquella exuberancia de juventud, Nébel se creyó en el deber de saludarlos, a
    lo que respondió el terceto con jovial condescendencia.
    Este fue el principio de un idilio que duró tres meses, y al que Nébel se creyó
    en el deber de saludarlos, a lo que respondió el terceto con jovial
    condescendencia. Mientras continuó el corso, y en Concordia se prolonga hasta
    horas increíbles, Nébel tendió incesantemente su brazo hacia adelante, tan bien
    que el puño de su camisa, desprendido, bailaba sobre la mano.
    Al día siguiente se reprodujo la escena; y como esta vez el corso se
    reanudaba de noche con batalla de flores, Nébel agotó en un cuarto de hora
    cuatro inmensas canastas. Arrizabalaga y la señora se reían, volviendo la cabeza
    a menudo, y la joven no apartaba casi sus ojos de cabeza a menudo, y la joven no
    apartaba casi sus ojos de Nébel. Este echó una mirada de desesperación a sus
    canastas vacías. Mas sobre el almohadón del surrey quedaba aún uno, un pobre
    ramo de siemprevivas y jazmines del país. Nébel saltó con él sobre la rueda de los
    jazmines del país. Nébel saltó con él sobre la rueda del surrey, dislocóse casi un
    tobillo, y corriendo a la victoria, jadeante, empapado en sudor y con el entusiasmo
    a flor de ojos, tendió el ramo a al joven. Ella buscó atolondradamente otro, pero no
    lo tenía. Sus acompañantes se reían.
    –¡Pero loca! –le dijo la madre, señalándole el pecho–. ¡Ahí tienes uno!
    El carruaje arrancaba al trote. Nébel que había descendido afligido del
    estribo, corrió y alcanzó el ramo que la joven le tendía con el cuerpo casi fuera del
    coche.
    Nébel había llegado tres días atrás de Buenos Aires, donde concluía su
    bachillerato. Había permanecido allá siete años, de modo que su conocimiento de
    la sociedad actual de Concordia era mínimo. Debía quedar aún quince días en su
    ciudad natal, disfrutados en pleno sosiego de alma, sino de cuerpo. Y he aquí que
    desde el segundo día perdía toda su serenidad. Pero en cambio, ¡qué encanto!
    –¡Qué encanto! –se repetía pensando en aquel rayo de luz, flor y carne
    femenina que había llegado a él desde el carruaje. Se reconocía real y
    profundamente deslumbrado –y enamorado, desde luego.

    ¡Y si ella lo quisiera!... ¿Lo querría? Nébel, para dilucidarlo, confiaba mucho
    más que en el ramo de su pecho, en la precipitación aturdida con que la joven
    había buscado algo que darle. Evocaba claramente el brillo de sus ojos cuando lo
    vio llegar corriendo, la inquieta expectativa con que lo esperó –y en otro orden, la
    morbidez del joven pecho, al tenderle el ramo.
    ¡Y ahora, concluido! Ella se iba al día siguiente a Montevideo. ¿Qué le
    importaba lo demás, Concordia, sus amigos de antes, su mismo padre? Por lo
    menos iría con ella hasta Buenos Aires.
    Hicieron efectivamente el viaje juntos, y durante él Nébel llegó al más alto
    grado de pasión que puede alcanzar un romántico muchacho de dieciocho años
    que se siente querido. La madre acogió el casi infantil idilio con afable
    complacencia, y se reía a menudo al verlos, hablando poco, sonriendo sin cesar y
    mirándose infinitamente.
    La despedida fue breve, pues Nébel no quiso perder el último vestigio de
    cordura que le quedaba, cortando su carrera tras ella.
    Ellas volverían a Concordia en el invierno, acaso una temporada. ¿Iría él?
    «¡Oh, no volver yo!» Y mientras Nébel se alejaba despacio por el muelle,
    volviéndose a cada momento, ella, de pecho sobre la borda y la cabeza baja, lo
    seguía con los ojos, mientras en la planchada los marineros levantaban los suyos
    risueños a aquel idilio –y al vestido, corto aún, de la tiernísima novia.



     
  13. mai^a

    mai^a My Garden

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    Re: ... de poetas, cuentos y leyendas

    De los Apeninos a los Andes

    Era una calle recta y larga, pero estrecha, flanqueada
    por casas bajas y blancas que parecían otras tantas
    casitas de campo; llenas de gente, de coches, de carros,
    que producíanun ruido ensordecedor; aquí y allá se izaban
    inmensas banderas de varios colores en las que había
    escritos, en gruesos caracteres, anuncios de salidas de
    vapores para ciudades desconocidas.

    A cada instante, volviéndose a derecha e izquierda, veía
    otras calles que parecían tiradas a cordel, flanqueadas de
    casas, también blancas y bajas, llenas de gente y de
    carruajes, y situadas en el mismo planode la extensa llanura
    americana, semejante al horizonte del mar.

    La ciudad le parecía infinita; creía que se podían pasar días
    y semanas viendo siempre, aquí y allá, otras calles como
    aquéllas, y que toda América estaba formada así. Miraba
    atentamente los nombres de las calles; nombres raros, que
    le costaba trabajo leer. Acada calle nueva que divisaba,
    sentía que le latía más de prisa el corazón, pensando que
    fuese la que buscaba. Miraba a todas las mujeres con la idea
    de encontrar a su madre.

    Vio una delante de sí, y le dio una sacudida el corazón;
    la alcanzó, la miró: era una negra. Y seguía andando,
    apretando el paso; llegó a una plazoleta, leyó y quedó
    comoclavado en la acera. Era la calle de las Artes. Volvió,
    vio el número 117; la tienda del tío era el número 175.
    Apretó más el paso, casi corría; en el número 171 tuvo que
    detenerse para tornar aliento, diciendo para sí: "¡Ah, madre
    mía! ¿Es verdad que te veré dentro de un instante?" Corrió
    más: llegó a una pequeña tienda de quincalla. Ésa era.
    Se asomó. Vio a una señora con el pelo gris y anteojos.

    -¿Qué quieres, niño? -le preguntó aquélla en español.
    -¿No es ésta -dijo el muchacho, procurando
    echar fuera la voz
    - la tienda de Francisco Merelo?
    -Francisco Merelo murió -respondió la señora en
    italiano.
    El chico recibió una fuerte impresión al oírlo.
    -¿Cuándo murió?
    -¡Oh! Hace tiempo -respondió la señora-; algunos
    meses; tuvo malos negocios, y se fue. Dicen que
    se fue a Bahía Blanca, muy lejos de aquí, y murió
    apenas llegó allá. La tienda es mía.
    El muchacho palideció.
     
  14. clause

    clause Claudia

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    Re: ... de poetas, cuentos y leyendas

    Maia:happy: :beso: :beso:


    LETRA DE LA CANCION JOAN MANUEL SERRAT - MI NIñEZ (SERRAT SINFONICO)
    Tenía diez años y un gato
    peludo, funámbulo y necio,
    que me esperaba en los alambres del patio
    a la vuelta del colegio.

    Tenía un balcón con albahaca
    y un ejército de botones
    y un tren con vagones de lata
    roto entre dos estaciones.

    Tenía un cielo azul y un jardín de adoquines
    y una historia a quemar temblándome en la piel.
    Era un bello jinete
    sobre mi patinete,
    burlando cada esquina
    como una golondrina,
    sin nada que olvidar
    porque ayer aprendí a volar,
    perdiendo el tiempo de cara al mar.

    Tenía una casa sombría,
    que madre vistió de ternura,
    y una almohada que hablaba y sabía
    de mi ambición de ser cura.

    Tenía un canario amarillo
    que sólo trinaba su pena
    oyendo algún viejo organillo
    o mi radio de galena.

    Y en julio, en Aragón, tenía un pueblecillo,
    una acequia, un establo y unas ruinas al sol.
    Al viento los ombligos,
    volaban cuatro amigos,
    picados de viruela
    y huérfanos de escuela,
    robando uva y maíz,
    chupando caña y regaliz.
    Creo que entonces yo era feliz.

    Tenía cuatro sacramentos
    y un ángel de la guarda amigo
    y un "Paris-Hollywood" prestado y mugriento
    escondido entre mis libros.

    Tenía una novia morena,
    que abrió a la luna mis sentidos
    jugando los juegos prohibidos
    a la sombra de una higuera.

    Crucé por la niñez imitando a mi hermano.
    Descerrajando el viento y apedreando al sol.
    Mi madre crió canas
    pespunteando pijamas,
    mi padre se hizo viejo
    sin mirarse al espejo,
    y mi hermano se fue
    de casa, por primera vez.

    Y ¿dónde, dónde fue mi niñez?



     
  15. clause

    clause Claudia

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    Re: ... de poetas, cuentos y leyendas

    CUENTOS DE AMOR, DE LOCURA Y DE MUERTE Horacio Quiroga


    VERANO

    El 13 de junio Nébel volvió a Concordia, y aunque supo desde el primer
    momento que Lidia estaba allí, pasó una semana sin inquietarse poco ni mucho
    por ella. Cuatro meses son plazo sobrado para un relámpago de pasión, y apenas
    si en el agua dormida de su alma el último resplandor alcanzaba a rizar su amor
    propio. Sentía, sí, curiosidad de verla. Hasta que un nimio incidente, punzando su
    vanidad, lo arrastró de nuevo. El primer domingo, Nébel, como todo buen chico de
    pueblo, esperó en la esquina la salida de misa. Al fin, las últimas acaso, erguidas y
    mirando adelante, Lidia y su madre avanzaron por entre la fila de muchachos.
    Nébel, al verla de nuevo, sintió que sus ojos se dilataban para sorber en toda
    su plenitud la figura bruscamente adorada. Esperó con ansia casi dolorosa el
    instante en que los ojos de ella, en un súbito resplandor de dichosa sorpresa, lo
    reconocerían entre el grupo.
    Pero pasó, con su mirada fría fija adelante.
    –Parece que no se acuerda más de ti –le dijo un amigo, que a su lado había
    seguido el incidente.
    –¡No mucho! –se sonrió él–. Y es lástima, porque la chica me gustaba en
    realidad.
    Pero cuando estuvo solo se lloró a sí mismo su desgracia. ¡Y ahora que
    había vuelto a verla! ¡Cómo, cómo la había querido siempre, él que creía no
    acordarse más! ¡Y acabado! ¡Pum, pum, pum! –repetía sin darse cuenta–. ¡Pum!
    ¡Todo ha concluido!
    De golpe: ¿Y si no me hubieran visto?... ¡Claro! ¡pero claro! Su rostro se
    animó de nuevo, y acogió esta vaga probabilidad con profunda convicción.
    A las tres golpeaba en casa del doctor Arrizabalaga. Su idea era elemental:
    consultaría con cualquier mísero pretexto al abogado; y acaso la viera.
    Fue allá. Una súbita carrera por el patio respondió al timbre, y Lidia, para
    detener el impulso, tuvo que cogerse violentamente a la puerta vidriera. Vio a
    Nébel, lanzó una exclamación, y ocultando con sus brazos la ligereza de su ropa,
    huyó más velozmente aún.
    Un instante después la madre abría el consultorio, y acogía a su antiguo
    conocido con más viva complacencia con mayor complacencia que cuatro meses
    atrás. Nébel no cabía en sí de gozo; y como la señora no parecía inquietarse por
    las preocupaciones jurídicas de Nébel, éste prefirió también un millón de veces tal
    presencia a la del abogado.
    Con todo, se hallaba sobre ascuas de una felicidad demasiado ardiente. Y
    como tenía dieciocho años, deseaba irse de una vez para gozar a solas, y sin
    cortedad, su inmensa dicha.
    –¡Tan pronto, ya! –le dijo la señora–. Espero que tendremos el gusto de verlo
    otra vez... ¿No es verdad? ... ¿no es verdad?
    –¡Oh, sí, señora!
    –En casa todos tendríamos mucho placer... ¡Supongo que todos! ¿Quiere
    que consultemos? –se sonrió con maternal burla.
    –¡Oh, con toda el alma! –repuso Nébel.
    –¡Lidia! ¡Ven un momento! Hay aquí una persona a quien conoces.
    Lidia llegó cuando él estaba ya de pie. Avanzó al encuentro de Nébel, los
    ojos centelleantes de dicha, y le tendió un gran ramo de violetas, con adorable
    torpeza.
    –Si a usted no le molesta –prosiguió la madre–, podría venir todos los
    lunes... ¿Qué le parece?
    –¡Que es muy poco, señora! –repuso el muchacho–. Los viernes también
    ¿Me permite?
    La señora se echó a reír.
    –¡Qué apurado! Yo no sé... Veamos qué dice Lidia. ¿Qué dices, Lidia?
    La criatura, que no apartaba sus ojos rientes de Nébel, le dijo ¡sí! en pleno
    rostro, puesto que a él debía su respuesta.
    –Muy bien: entonces hasta el lunes, Nébel.
    Nébel objetó:
    –¿No me permitiría venir esta noche? Hoy es un día extraordinario...
    –¡Bueno! ¡Esta noche también! Acompáñalo, Lidia.
    Pero Nébel, en loca necesidad de movimiento, se despidió allí mismo y huyó
    con su ramo cuyo cabo había deshecho casi, y con el alma proyectada al último
    cielo de la felicidad.
    [II]
    Durante dos meses, en todos los momentos en que se veían, en todas las
    horas que los separaban, Nébel y Lidia se adoraron. Para él, romántico hasta
    sentir el estado de dolorosa melancolía que provoca una simple garúa que agrisa
    el patio, la criatura aquella, con su cara angelical, sus ojos azules y su temprana
    plenitud, debía encarnar la suma posible de ideal. Para ella, Nébel era varonil,
    buen mozo e inteligente. No había en su mutuo amor más nube que la minoría de
    edad de Nébel. El muchacho, dejando de lado estudios, carreras y demás
    superfluidades, quería casarse. Como probado, no había sino dos cosas: que a él
    le era absolutamente imposible vivir sin Lidia, y que llevaría por delante cuanto se
    opusiese a ello. Presentía –o más bien dicho, sentía– que iba a escollar
    rudamente.
    Su padre, en efecto, a quien había disgustado profundamente el año que
    perdía Nébel tras un amorío de carnaval, debía apuntar las íes con terrible vigor. A
    fines de agosto habló un día definitivamente a su hijo:
    –Me han dicho que sigues tus visitas a lo de Arrizabalaga. ¿Es cierto?
    Porque tú no te dignas decirme una palabra.
    Nébel vio toda la tormenta en esa forma de dignidad, y la voz le tembló un
    poco al contestar:
    –Si no te dije nada, papá, es porque sé que no te gusta que te hable de eso.
    –¡Bah! Como gustarme, puedes, en efecto, ahorrarte el trabajo... Pero
    quisiera saber en qué estado estás. ¿Vas a esa casa como novio?
    –Sí.
    –¿Y te reciben formalmente?
    –Creo que sí...
    El padre lo miró fijamente y tamborileó sobre la mesa.
    –¡Está bueno! Muy bien!... Óyeme, porque tengo el deber de mostrarte el
    camino. ¿Sabes tú bien lo que haces? ¿Has pensado en lo que puede pasar?
    –¿Pasar?... ¿Qué?
    –Que te cases con esa muchacha. Pero fíjate: ya tienes edad para
    reflexionar, al menos. ¿Sabes quién es? ¿De dónde viene? ¿Conoces a alguien
    que sepa qué vida lleva en Montevideo?
    –¡Papá!
    –¡Sí, qué hacen allá! ¡Bah! No pongas esa cara... No me refiero a tu... novia.
    Esa es una criatura, y como tal no sabe lo que hace. ¿Pero sabes de qué viven?
    –¡No! Ni me importa, porque aunque seas mi padre...
    –¡Bah, bah, bah! Deja eso para después. No te hablo como padre sino como
    cualquier hombre honrado pudiera hablarte. Y puesto que te indigna tanto lo que
    te pregunto, averigua a quien quiera contarte, qué clase de relaciones tiene la
    madre de tu novia con su cuñado, ¡pregunta!
    –¡Sí! Ya sé que ha sido...
    –Ah, ¿sabes que ha sido la querida de Arrizabalaga? ¿Y que él u otro
    sostienen la casa en Montevideo? ¡Y te quedas tan fresco!
    –¡...!
    –¡Sí, ya sé! ¡Tu novia no tiene nada que ver con esto, ya sé! No hay impulso
    más bello que el tuyo... Pero anda con cuidado, porque puedes llegar tarde... ¡No,
    no, cálmate! No tengo ninguna idea de ofender a tu novia, creo, como te he dicho,
    que no está. Contaminada, aún por la podredumbre que la rodea. Pero si la madre
    te la quiere vender en matrimonio, o más bien a la fortuna que vas a heredar
    cuando yo muera, dile que el viejo Nébel no está dispuesto a esos tráficos y que
    antes se lo llevará el diablo que consentir en ese matrimonio. Nada el diablo que
    consentir en eso. Nada más te quería decirte.
    El muchacho quería mucho a su padre, a pesar del a su padre, a pesar del
    carácter de éste; salió lleno de rabia por no haber podido desahogar su ira, tanto
    más violenta cuanto que él mismo la sabía injusta. Hacía tiempo ya que no lo
    ignoraba. La madre de Lidia había sido querida de Arrizabalaga en vida de su
    marido, y aun cuatro o cinco años después. Se veían aún de tarde en tarde, pero
    el viejo libertino, arrebujado ahora en su artritis de solterón enfermizo, distaba
    mucho de ser respecto de su cuñada lo que se pretendía; y si mantenía el tren de
    madre e hija, lo hacía por una especie de agradecimiento de ex amante, y sobre
    una especie de compasión de ex amante, y sobre todo para autorizar los chismes
    actuales que hinchaban su vanidad.
    Nébel evocaba a la madre; y con un estremecimiento de muchacho loco por
    las mujeres casadas, recordaba cierta noche en que hojeando juntos y reclinados
    una «Illustration», había creído sentir sobre sus nervios súbitamente tensos un
    hondo hálito de deseo que surgía del cuerpo pleno que rozaba con él. Al levantar
    los ojos, Nébel había visto la mirada de ella, mareada, posarse pesadamente
    sobre la suya.
    ¿Se había equivocado? Era terriblemente histérica, pero con raras crisis
    explosivas; los nervios desordenados repiqueteaban hacia adentro y de aquí la
    enfermiza tenacidad en un disparate y el súbito abandono de una convicción; y en
    los pródromos de las crisis, la obstinación creciente, convulsiva, edificándose con
    grandes bloques de absurdos. Abusaba de la morfina por angustiosa necesidad y
    por elegancia. Tenía treinta y siete años; era alta, con labios muy gruesos y
    encendidos que humedecía sin cesar. Sin ser grandes, sus ojos lo parecían por el
    corte y por tener pestañas muy largas; pero eran admirables de sombra y fuego.
    Se pintaba. Vestía, como la hija, con perfecto buen gusto, y era ésta, sin duda, su
    mayor seducción. Debía de haber tenido, como mujer, profundo encanto; ahora la
    histeria había trabajado mucho su cuerpo –siendo, desde luego, enferma del
    vientre. Cuando el latigazo de la morfina pasaba, sus ojos se empañaban, y de la
    comisura de los labios, del párpado globoso, pendía una fina redecilla de arrugas.
    Pero a pesar de ello, la misma histeria que le deshacía los nervios era el alimento
    un poco mágico que sostenía su tonicidad.
    Quería entrañablemente a Lidia; y con la moral de las burguesas histéricas,
    hubiera envilecido a su hija para hacerla feliz –esto es, para proporcionarle aquello
    que habría hecho su propia felicidad.
    Así, la inquietud del padre de Nébel a este respecto tocaba a su hijo en lo
    más hondo de sus cuerdas de sus cuerdas de amante. ¿Cómo había escapado
    Lidia? Porque la limpidez de su cutis, la franqueza de su pasión de chica que
    surgía con adorable libertad de sus ojos brillantes, era, ya no prueba de pureza,
    sino escalón de noble gozo por el que Nébel ascendía triunfal a arrancar de una
    manotada a la planta podrida, la flor que pedía por él.
    Esta convicción era tan intensa, que Nébel jamás la había besado. Una
    tarde, después de almorzar, en que pasaba por lo de Arrizabalaga, había sentido
    loco deseo de verla. Su dicha fue completa, pues la halló sola, en batón, y los
    rizos sobre las mejillas. Como Nébel la retuvo contra la pared, ella, riendo y
    cortada, se recostó en el muro. Y el muchacho, a su frente, tocándola casi, sintió
    en sus manos inertes la alta felicidad de un amor inmaculado, que tan fácil le
    habría sido manchar.
    ¡Pero luego, una vez su mujer! Nébel precipitaba cuanto le era posible su
    casamiento. Su habilitación de edad, obtenida en esos días, le permitía por su
    legítima materna afrontar los gastos. Quedaba el consentimiento del padre, y la
    madre apremiaba este detalle.
    La situación de ella, sobrado equívoca en Concordia, exigía una sanción
    social que debía comenzar, desde luego, por la del futuro suegro de su hija. Y
    sobre todo, la sostenía el deseo de humillar, de forzar a la moral burguesa a
    doblar las rodillas ante la misma inconveniencia que despreció.
    Ya varias veces había tocado el punto con su futuro yerno, con alusiones a
    «mi suegro».... «mi nueva familia»..., «la cuñada de mi hija». Nébel se callaba, y
    los ojos de la madre brillaban entonces con más sombrío fuego.
    Hasta que un día la llama se levantó. Nébel había fijado el 18 de octubre
    para su casamiento. Faltaba más de un mes aún, pero la madre hizo entender
    claramente al muchacho que quería la presencia de su padre esa noche.
    –Será difícil –dijo Nébel después de un mortificante silencio–. Le cuesta
    mucho salir de noche... No sale nunca.
    –¡Ah! –exclamó sólo la madre, mordiéndose rápidamente el labio. Otra pausa
    siguió, pero ésta ya de presagio.
    –Porque usted no hace un casamiento clandestino, ¿verdad?
    –¡Oh! –se sonrió difícilmente Nébel–. Mi padre tampoco lo cree.
    –¿Y entonces?
    Nuevo silencio, cada vez más tempestuoso.
    –¿Es por mí que su señor padre no quiere asistir?
    –¡No, no señora! –exclamó al fin Nébel, impaciente– Está en su modo de
    ser... Hablaré de nuevo con él, si quiere.
    –¿Yo, querer? –se sonrió la madre dilatando las narices–. Haga lo que le
    parezca... ¿Quiere irse, Nébel, ahora? No estoy bien.
    Nébel salió, profundamente disgustado. ¿Qué iba a decir a su padre? Este
    sostenía siempre su rotunda oposición a tal matrimonio, y ya el hijo había
    emprendido las gestiones para prescindir de ella.
    –Puedes hacer eso, y todo lo que te dé la gana. Pero mi consentimiento para
    que esa entretenida sea tu suegra, ¡jamás!
    Después de tres días Nébel decidió concluir de una decidió aclarar de una
    vez esa vez con ese estado de cosas, y aprovechó para ello un momento en que
    Lidia no estaba.
    –Hablé con mi padre –comenzó Nébel–, y me ha dicho que le será
    completamente imposible asistir.
    La madre se puso un poco pálida, mientras sus ojos, en un súbito fulgor, se
    estiraban hacia las sienes.
    –¡Ah! ¿Y por qué?
    –No sé –repuso con voz sorda Nébel.
    –Es decir... que su señor padre teme mancharse si pone los pies aquí.
    –¡No sé! –repitió él, obstinado a su vez.
    –¡Es que es una ofensa gratuita la que nos hace ese señor! ¿Qué se ha
    figurado? –añadió con voz ya alterada y los labios temblantes–. ¿Quién es él para
    darse ese tono?
    Nébel sintió entonces el fustazo de reacción en la cepa profunda de su
    familia.
    –¡Qué es, no sé! –repuso con la voz precipitada a su vez–. Pero no sólo se
    niega a asistir, sino que tampoco da su consentimiento.
    –¿Qué? ¿Que se niega? ¿Y por qué? ¿Quién es él? ¡El más autorizado para
    esto!
    Nébel se levantó:
    –Usted no...
    Pero ella se había levantado también.
    –¡Sí, él! ¡Usted es una criatura! ¡Pregúntele de dónde ha sacado su fortuna,
    robada a sus clientes! ¡Y con esos aires! ¡Su familia irreprochable, sin mancha, se
    llena la boca con eso! ¡Su familia!... ¡Dígale que le diga cuántas paredes tenía que
    saltar para ir a dormir con su mujer antes de casarse! ¡Sí, y me viene con su
    familia!... ¡Muy bien, váyase; estoy hasta aquí de hipocresías! ¡Que lo pase bien!
    [III]
    Nébel vivió cuatro días en la más honda desesperación. ¿Qué podía esperar
    después de lo sucedido? Al quinto, y al anochecer, recibió una esquela:
    «Octavio:
    Lidia está bastante enferma, y sólo su presencia podría calmarla.
    María S. de Arrizabalaga»
    Era una treta, no ofrecía duda. Pero si su Lidia en verdad...
    Fue esa noche, y la madre lo recibió con una discreción que asombró a
    Nébel: sin afabilidad excesiva, ni aire tampoco de pecadora que pide disculpas.
    –Si quiere verla...
    Nébel entró con la madre, y vio a su amor adorado en la cama, el rostro con
    esa frescura sin polvos que dan únicamente los catorce años, y las piernas
    recogidas.
    Se sentó a su lado, y en balde la madre esperó a que se dijeran algo: no
    hacían sino mirarse y sonreír.
    De pronto Nébel sintió que estaban solos, y la imagen de la madre surgió
    nítida: «Se va para que en el transporte de mi amor reconquistado pierda la
    cabeza, y el matrimonio sea así forzoso». Pero en ese cuarto de hora de goce final
    que le ofrecían adelantado a costa de un pagaré de casamiento, el muchacho de
    dieciocho años sintió –como otra vez contra la pared– el placer sin la más leve
    mancha, de un amor puro en toda su aureola de poético idilio.
    Sólo Nébel pudo decir cuán grande fue su dicha recuperada en pos del
    naufragio. El también olvidaba lo que fuera en la madre explosión de calumnia,
    ansia rabiosa de insultar a los que no lo merecen. Pero tenía la más fría decisión
    de apartar a la madre de su vida, una vez casados. El recuerdo de su tierna novia,
    pura y riente en la cama que se había destendido una punta para él, encendía la
    promesa de una voluptuosidad íntegra, a la que no había robado prematuramente
    el más pequeño diamante.
    A la noche siguiente, al llegar a lo de Arrizabalaga, Nébel halló el zaguán
    oscuro. Después de largo rato la sirvienta entreabrió la ventana.
    –¿Han salido? –preguntó él extrañado.
    –No, se van a Montevideo... Han ido al Salto a dormir a bordo.
    –¡Ah! –murmuró Nébel aterrado. Tenía una esperanza aún.
    –¡El doctor? ¿Puedo hablar con él?
    –No está; se ha ido al club después de comer.
    Una vez solo en la calle oscura, Nébel levantó y dejó caer los brazos con
    mortal desaliento: ¡Se acabó todo! ¡Su felicidad, su dicha reconquistada un día
    antes, perdida de nuevo y para siempre! Presentía que esta vez no había
    redención posible. Los nervios de la madre habían saltado a la loca, como teclas,
    y él no podía ya hacer más.
    Caminó hasta la esquina, y desde allí, inmóvil bajo el farol, contempló con
    estúpida fijeza la casa rosada. Dio una vuelta manzana, y tornó a detenerse bajo
    el farol. ¡Nunca, nunca más!
    Hasta las once y media hizo lo mismo. Al fin se fue a su casa y cargó el
    revólver. Pero un recuerdo lo detuvo: meses atrás había prometido a un dibujante
    alemán que antes de suicidarse un día –Nébel era adolescente– iría a verlo.
    Uníalo con el viejo militar de Guillermo una viva amistad, cimentada sobre largas
    charlas filosóficas.
    A la mañana siguiente, muy temprano, Nébel llamaba al pobre cuarto de
    aquél. La expresión de su rostro era sobrado explícita.
    –¿Es ahora? –le preguntó el paternal amigo, estrechándole con fuerza la
    mano.
    –¡Pst! ¡De todos modos!... –repuso el muchacho, mirando a otro lado.
    El dibujante, con gran calma, le contó entonces su propio drama de amor.
    –Vaya a su casa –concluyó–, y si a las once no ha cambiado de idea, vuelva
    a almorzar conmigo, si es que tenemos qué. Después hará lo que quiera. ¿Me lo
    jura?
    –Se lo juro –contestó Nébel, devolviéndole su estrecho apretón con grandes
    ganas de llorar.
    En su casa lo esperaba una tarjeta de Lidia:
    «Idolatrado Octavio:
    Mi desesperación no puede ser más grande. Pero mamá ha visto que si me
    casaba con usted, me estaban reservados grandes dolores, he comprendido como
    ella que lo mejor era separarnos y le jura no olvidarlo nunca.
    tu
    Lidia»
    –¡Ah, tenía que ser así! –clamó el muchacho, viendo al mismo tiempo con
    espanto su rostro demudado en el espejo. ¡La madre era quien había inspirado la
    carta, ella y su maldita locura! Lidia no había podido menos que escribir, y la pobre
    chica, trastornada, lloraba todo su amor en la redacción–. ¡Ah! ¡Si pudiera verla
    algún día, decirle de qué modo la he querido, cuánto la quiero ahora, adorada de
    mi alma!...
    Temblando fue hasta el velador y cogió el revólver, pero recordó su nueva
    promesa, y durante un larguísimo tiempo permaneció allí de pie, limpiando
    obstinadamente con la uña una mancha del tambor.