Re: ... de poetas, cuentos y leyendas Hola Robert Hace mucho que no leia a Edgar me hiciste recordar una linda epoca
Re: ... de poetas, cuentos y leyendas EL ALAMBRE DE PÚA Durante quince días el caballo alazán había buscado en vano la senda por donde su compañero se escapaba del potrero. El formidable cerco, de capuera – desmonte que ha rebrotado inextricable–, no permitía paso ni aun a la cabeza del caballo. Evidentemente no era por allí por donde el malacara pasaba. El alazán recorría otra vez la chacra, trotando inquieto con la cabeza alerta. De la profundidad del monte, el malacara respondía a los relinchos vibrantes de su compañero con los suyos cortos y rápidos, en que había una fraternal promesa de abundante comida. Lo más irritante para el alazán era que el malacara reaparecía dos o tres veces en el día para beber. Prometíase aquél entonces no abandonar un instante a su compañero, y durante algunas horas, en efecto, la pareja pastaba en admirable conserva. Pero de pronto el malacara, con su soga a rastra, se internaba en el chircal, y cuando el alazán, al darse cuenta de su soledad, se lanzaba en su persecución, hallaba el monte inextricable. Esto sí, de adentro, muy cerca aún, el maligno malacara respondía a sus desesperados relinchos, con un relinchillo a boca llena. Hasta que esa mañana el viejo alazán halló la brecha muy sencillamente: cruzando por frente al chircal, que desde el monte avanzaba cincuenta metros en el campo, vio un vago sendero que lo condujo en perfecta línea oblicua al monte. Allí estaba el malacara, deshojando árboles. La cosa era muy simple: el malacara, cruzando un día el chircal, había hallado la brecha abierta en el monte por un incienso desarraigado. Repitió su avance a través del chircal, hasta llegar a conocer perfectamente la entrada del túnel. Entonces usó del viejo camino que con el alazán habían formado a lo largo de la línea del monte. Y aquí estaba la causa del trastorno del alazán: la entrada de la senda formaba una línea sumamente oblicua con el camino de los caballos, de modo que el alazán, acostumbrado a recorrer éste de sur a norte y jamás de norte a sur, no hubiera hallado jamás la brecha. En un instante el viejo caballo estuvo unido a su compañero, y juntos entonces, sin más preocupación que la de despuntar torpemente las palmeras jóvenes, los dos caballos decidieron alejarse del malhadado potrero que sabían ya de memoria. El monte, sumamente raleado, permitía un fácil avance, aun a caballos. Del bosque no quedaba en verdad sino una franja de doscientos metros de ancho. Tras él, una capuera de dos años se empenachaba de tabaco salvaje. El viejo alazán, que en su juventud había correteado capueras hasta vivir perdido seis meses en ellas, dirigió la marcha, y en media hora los tabacos inmediatos quedaron desnudos de hojas hasta donde alcanza un pescuezo de caballo. Caminando, comiendo, curioseando, el alazán y el malacara cruzaron la capuera hasta que un alambrado los detuvo. –Un alambrado –dijo el alazán. –Sí, alambrado –asintió el malacara. Y ambos, pasando la cabeza sobre el hilo superior, contemplaron atentamente. Desde allí se veía un alto pastizal de viejo rozado, blanco por la helada; un bananal y una plantación nueva. Todo ello poco tentador, sin duda; pero los caballos entendían ver eso, y uno tras otro siguieron el alambrado a la derecha. Dos minutos después pasaban; un árbol, seco en pie por el fuego, había caído sobre los hilos. Atravesaron la blancura del pasto helado en que sus pasos no sonaban, y bordeando el rojizo bananal, quemado por la escarcha, vieron entonces de cerca qué eran aquellas plantas nuevas. –Es yerba –constató el malacara, con sus trémulos labios a medio centímetro de las duras hojas. La decepción pudo haber sido grande; mas los caballos, si bien golosos, aspiraban sobre todo a pasear. De modo que cortando oblicuamente el yerbal prosiguieron su camino, hasta que un nuevo alambrado contuvo a la pareja. Costeáronlo con tranquilidad grave y paciente, llegando así a una tranquera, abierta para su dicha, y los paseantes se vieron de repente en pleno camino real. Ahora bien, para los caballos, aquello que acababan de hacer tenía todo el aspecto de una proeza. Del potrero aburridor a la libertad presente, había infinita distancia. Mas por infinita que fuera, los caballos pretendían prolongarla aún, y así, después de observar con perezosa atención los alrededores, quitárons mutuamente la caspa del pescuezo, y en mansa felicidad prosiguieron su aventura. El día, en verdad, la favorecía. La bruma matinal de Misiones acababa de disiparse del todo, y bajo el cielo súbitamente azul, el paisaje brillaba de esplendorosa claridad. Desde la loma cuya cumbre ocupaban en ese momento los dos caballos, el camino de tierra colorada cortaba el pasto delante de ellos con precisión admirable, descendía al valle blanco de espartillo helado, para tornar a subir hasta el monte lejano. El viento, muy frío, cristalizaba aún más la claridad de la mañana de oro, y los caballos, que sentían de frente el sol, casi horizontal todavía, entrecerraban los ojos al dichoso deslumbramiento. Seguían así, solos y gloriosos de libertad en el camino encendido de luz, hasta que al doblar una punta de monte vieron a orillas del camino cierta extensión de un verde inusitado. ¿Pasto? Sin duda. Mas en pleno invierno... Y con las narices dilatadas de gula, los caballos acercaron al alambrado. ¡Sí, pasto fino, pasto admirable! Y entrarían ellos, los caballos libres! Hay que advertir que el alazán y el malacara poseían desde esa madrugada alta idea de sí mismos. Ni tranquera, ni alambrado, ni monte, ni desmonte, nada fuera obstáculo para ellos. Habían visto cosas extraordinarias, salvado dificultades no creíbles, y se sentían gordos, orgullosos y facultados para tomar la decisión más estrafalaria que ocurrírseles pudiera. En este estado de énfasis, vieron a cien metros de ellos varias vacas detenidas a orillas del camino, y encaminándose allá llegaron a la tranquera, cerrada con cinco robustos palos. Las vacas estaban inmóviles, mirando fijamente el verde paraíso inalcanzable. –¿Por qué no entran? –preguntó el alazán a las vacas. –Porque no se puede –le respondieron. –Nosotros pasamos por todas partes –afirmó el alazán, altivo–. Desde hace un mes pasamos por todas partes. Con el fulgor de su aventura, los caballos habían perdido sinceramente el sentido del tiempo. Las vacas no se dignaron siquiera mirar a los intrusos. –Los caballos no pueden –dijo una vaquillona movediza–. Dicen eso y no pasan por ninguna parte. Nosotras sí pasamos por todas partes. –Tienen soga –añadió una vieja madre sin volver la cabeza. – ¡Yo no, yo no tengo soga! –respondió vivamente el alazán–. Yo vivía en las capueras y pasaba. –¡Sí, detrás de nosotras! Nosotras pasamos y ustedes no pueden. La vaquillona movediza intervino de nuevo: –El patrón dijo el otro día: a los caballos con un solo hilo se los contiene. ¿Y entonces...? ¿Ustedes no pasan? –No, no pasamos –repuso sencillamente el malacara, convencido por la evidencia. –¡Nosotras sí! Al honrado malacara, sin embargo, se le ocurrió de pronto que las vacas, atrevidas y astutas, impertinentes invasoras de chacras y el Código Rural, tampoco pasaban la tranquera. –Esta tranquera es mala –objetó la vieja madre. –¡El sí! Corre los palos con los cuernos. –¿Quién? –preguntó el alazán. Todas las vacas, sorprendidas de esa ignorancia, volvieron la cabeza al alazán. –¡El toro, Barigüí! Él puede más que los alambrados malos. –¿Alambrados...? ¿Pasa? –¡Todo! Alambre de púa también. Nosotras pasamos después. Los dos caballos, vueltos ya a su pacífica condición de animales a que un solo hilo contiene, se sintieron ingenuamente deslumbrados por aquel héroe capaz de afrontar el alambre de púa, la cosa más terrible que puede hallar el deseo de pasar adelante. De pronto las vacas se removieron mansamente: a lento paso llegaba el toro. Y ante aquella chata y obstinada frente dirigida en tranquila recta a la tranquera, los caballos comprendieron humildemente su inferioridad. Las vacas se apartaron, y Barigüí, pasando el testuz bajo una tranca, intentó hacerla correr a un lado. Los caballos levantaron las orejas, admirados, pero la tranca no corrió. Una tras otra, el toro probó sin resultado su esfuerzo inteligente: el chacarero, dueño feliz de la plantación de avena, había asegurado la tarde anterior los palos con cuñas. El toro no intentó más. Volviéndose con pereza, olfateó a lo lejos entrecerrando los ojos, y costeó luego el alambrado, con ahogados mugidos sibilantes. Desde la tranquera, los caballos y las vacas miraban. En determinado lugar el toro pasó los cuernos bajo el alambre de púa tendiéndolo violentamente hacia arriba con él testuz, y la enorme bestia pasó arqueando el lomo. En cuatro pasos más estuvo entre la avena, y las vacas se encaminaron entonces allá, intentando a su vez pasar. Pero a las vacas falta evidentemente la decisión masculina de permitir en la piel sangrientos rasguños, y apenas introducían el cuello, lo retiraban presto con mareante cabeceo. Los caballos miraban siempre. –No pasan –observó el malacara. No pasan, –El toro pasó –dijo el alazán. Come mucho. Y la pareja se dirigía a su vez a costear el alambrado por la fuerza de la costumbre, cuando un mugido claro y berreante ahora, llegó hasta ellos: dentro del avenal el toro, con cabriolas de falso ataque, bramaba ante el chacarero que con un palo trataba de alcanzarlo. –¡Añá...! Te voy a dar saltitos... –gritaba el hombre. Barigüí, siempre danzando y berreando ante el hombre, esquivaba los golpes. Maniobraron así cincuenta metros, hasta que el chacarero pudo forzar a la bestia contra el alambrado. Pero ésta, con la decisión con la decisión pesada y bruta de bruta de su fuerza, hundió la cabeza entre los hilos y pasó, bajo un agudo violineo de alambre y grampas lanzadas a veinte metros. Los caballos vieron cómo el hombre volvía precipitadamente a su rancho, y tornaba a salir con el rostro pálido. Vieron también que saltaba el alambrado y se encaminaba en dirección de ellos, por lo cual los compañeros, ante aquel paso que avanzaba decidido, retrocedieron por el camino en dirección a su chacra. Como los caballos marchaban dócilmente a pocos pasos delante del hombre, pudieron llegar juntos a la chacra del dueño del toro, siéndoles dado así oír conversación. Es evidente, por lo que de ella se desprende, que el hombre había sufrido lo indecible con el toro del polaco. Plantaciones, por inaccesibles que hubieran estado dentro del monte; alambrados, por grande que fuera su tensión e infinito el número de hilos, todo lo arrolló el toro con sus hábitos de pillaje. Se deduce también que los vecinos estaban hartos de la bestia y de su dueño, por los incesantes destrozos de aquélla. Pero como los pobladores de la región difícilmente denuncian al Juzgado de Paz perjuicios de animales, por duros que les sean, el toro proseguía comiendo en todas partes menos en la chacra de su dueño, el cual, por otro lado, parecía divertirse mucho con esto. De este modo, los caballos vieron y oyeron al irritado chacarero y al polaco cazurro. –¡Es la última vez, don Zaninski, que vengo a verlo por su toro! Acaba de pisotearme toda la avena. ¡Ya no se puede más! El polaco, alto y de ojillos azules, hablaba con agudo y meloso falsete. –¡Ah, toro malo! ¡Mi no puede! ¡Mi ata, escapa! ¡Vaca tiene culpa! ¡Toro sigue vaca! –¡Yo no tengo vacas, usted bien sabe! –¡No, no! ¡Vaca Ramírez! ¡Mí queda loco, toro! –¡Y lo peor es que afloja todos los hilos, usted lo sabe también! –¡Sí, sí, alambre! ¡Ah, mí no sabe...! –¡Bueno! Vea, don Zaninski; yo no quiero cuestiones con vecinos, pero tenga por última vez cuidado con su toro para que no entre por el alambrado del fondo: en el camino voy a poner alambre nuevo. –¡Toro pasa por camino! ¡No fondo! –Es que ahora no va a pasar Por el camino. –¡Pasa, toro! ¡No púa, no nada! ¡Pasa todo! –No va a pasar. –¿Qué pone? –Alambre de púa... Pero no va a pasar. –¡No hace nada púa! –Bueno; haga lo posible porque no entre, porque si pasa se va a lastimar. El chacarero se fue. Es como lo anterior evidente que el maligno polaco, riéndose una vez más de las gracias del animal, compadeció, si cabe en lo posible, a su vecino que iba a construir un alambrado infranqueable por su toro. Seguramente se frotó las manos: –¡Mí no podrán decir nada esta vez si toro come toda avena! Los caballos reemprendieron de nuevo el camino que los alejaba de su chacra, y un rato después llegaban al lugar en que Barigüí haba cumplido su hazaña. La bestia estaba allí siempre, inmóvil en medio del camino, mirando con solemne vaciedad de ideas desde hacía un cuarto de hora, un punto fijo a la distancia. Detrás de él, las vacas dormitaban al sol ya caliente, rumiando. Pero cuando los pobres caballos pasaron por el camino, ellas abrieron los ojos, despreciativas: –Son los caballos. Querían pasar el alambrado. Y tienen soga. –¡Barigüí sí pasó! –A los caballos un solo hilo los contiene. –Son flacos. Esto pareció herir en lo vivo al alazán, que volvió la cabeza: –Nosotros no estamos flacos. Ustedes, sí están. No va a pasar más aquí – añadió señalando con los belfos los alambres caídos, obra de Barigüí. –¡Barigüí pasa siempre! Después pasamos nosotras. Ustedes no pasan. –No va a pasar más. Lo dijo el hombre. –Él comió la avena del hombre. Nosotras pasamos después. El caballo, por mayor intimidad de trato, es sensiblemente más afecto al hombre que la vaca. De aquí que el malacara y el alazán tuvieran fe en el alambrado que iba a construir el hombre. La pareja prosiguió su camino, y momentos después, ante el campo libre que se abría ante ellos, los dos caballos bajaron la cabeza a comer, olvidándose de las vacas. Tarde ya, cuando el sol acababa de entrar, los dos caballos se acordaron del maíz y emprendieron el regreso. Vieron en el camino al chacarero que cambiaba todos los postes de su alambrado, y a un hombre rubio que, detenido a su lado a caballo, lo miraba trabajar. –Le digo que va a pasar –decía el pasajero. –No pasará dos veces –replicaba el chacarero. –¡Usted verá! ¡Esto es un juego para el maldito toro del polaco! ¡Va a pasar! –No pasará dos veces –repetía obstinadamente el otro. Los caballos siguieron, oyendo aún palabras cortadas: –...reír! –...veremos. Dos minutos más tarde el hombre rubio pasaba a su lado a trote inglés. El malacara y el alazán, algo sorprendidos de aquel paso que no conocían, miraron perderse en el valle al hombre presuroso. –¡Curioso! –observó el malacara después de largo rato–. El caballo va al trote, y el hombre al galope... Prosiguieron. Ocupaban en ese momento la cima de la loma, como esa mañana. Sobre el frío cielo crepuscular, sus siluetas se destacaban en negro, en mansa y cabizbaja pareja, el malacara delante, el alazán detrás. La atmósfera, ofuscada durante el día por la excesiva luz del sol, adquiría a esa semisombra una transparencia casi fúnebre. El viento había cesado por completo, y con la calma del atardecer, en que el termómetro comenzaba a caer velozmente, el valle helado expandía su penetrante humedad, que se condensaba en rastreante neblina en el fondo sombrío de las vertientes. Revivía, en la tierra ya enfriada, el invernal olor de pasto quemado; y cuando el camino costeaba el monte, el ambiente, que se sentía de golpe más frío y húmedo, se tornaba excesivamente pesado de perfume de azahar. Los caballos entraron por el portón de su chacra, pues el muchacho, que hacía sonar el cajoncito de maíz, había oído su ansioso trémulo. El viejo alazán obtuvo el honor de que se le atribuyera la iniciativa de la aventura, viéndose gratificado con una soga, a efectos de lo que pudiera pasar. Pero a la mañana siguiente, bastante tarde ya a causa de la densa neblina, los caballos repitieron su escapatoria, atravesando otra vez el tabacal salvaje hollando con mudos pasos el pastizal helado, salvando la tranquera abierta aún. La mañana encendida de sol, muy alto ya, reverberaba de luz, y el calor excesivo prometía para muy pronto cambio de tiempo. Después de trasponer la loma, los caballos vieron de pronto a las vacas detenidas en el camino, y el recuerdo de la tarde anterior excitó sus orejas y su paso: querían ver cómo era el nuevo alambrado. Pero su decepción, al llegar, fue grande. En los nuevos postes –oscuros y torcidos– había dos simples alambres de púa, gruesos tal vez, pero únicamente dos. No obstante su mezquina audacia, la vida constante en chacras de monte había dado a los caballos cierta experiencia en cercados. Observaron atentamente aquello, especialmente los postes. –Son de madera de ley –observó el malacara. –Sí, cernes quemados –comprobó el alazán. Y tras otra larga mirada de examen, el malacara añadió: –El hilo pasa por el medio, no hay grampas... Y el alazán: –Están muy cerca uno de otro de otro... Cerca, los postes, sí, indudablemente: tres metros. Pero en cambio, aquellos dos modestos alambres en reemplazo de los cinco hilos del cercado anterior, desilusionaron a los caballos. ¿Cómo era posible que el hombre creyera que aquel alambrado para terneros iba a contener al terrible toro? –El hombre dijo que no iba a pasar –se atrevió sin embargo el malacara, que en razón de ser el favorito de su amo, comía más maíz, por lo cual sentíase más creyente. Pero las vacas los habían oído. –Son los caballos. Los dos tienen soga. Ellos no pasan. Barigüí pasó ya. –¿Pasó? ¿Por aquí? –preguntó descorazonado el malacara. –Por el fondo. Por aquí pasa también. Comió la avena Entretanto, la vaquilla locuaz había pretendido pasar los cuernos entre los hilos; y una vibración aguda, seguida de un seco golpe en los cuernos, dejó en suspenso a los caballos. –Los alambres están muy estirados –dijo el alazán después de largo examen. –Sí. Más estirados no se puede... Y ambos, sin apartar los ojos de los hilos, pensaban confusamente en cómo se podría pasar entre los dos hilos. Las vacas, mientras tanto, se animaban unas a otras. –Él pasó ayer. Pasa el alambre de púa. Nosotras después. –Ayer no pasaron. Las vacas dicen sí, y no pasan –comprobó el alazán. –¡Aquí hay púa, y Barigüí pasa! ¡Allí viene! Costeando por adentro el monte del fondo, a doscientos metros aún, el toro avanzaba hacia el avenal. Las vacas se colocaron todas de frente al cercado, siguiendo atentas con los ojos a la bestia invasora. Los caballos, inmóviles, alzaron las orejas. –¡Come toda la avena! ¡Después pasa! –Los hilos están muy estirados... –observó aún el malacara, tratando siempre de precisar lo que sucedería si... –¡Comió la avena! ¡El hombre viene! ¡Viene el hombre! –lanzó la vaquilla locuaz. En efecto, el hombre acababa de salir del rancho y avanzaba hacia el toro. Traía el palo en la mano, pero no parecía iracundo; estaba sí muy serio y con el ceño contraído. El animal esperó que el hombre llegara frente a él, y entonces dio principio a los mugidos de siempre, con fintas de cornadas. El hombre avanzó más, el toro comenzó a retroceder, berreando siempre y arrasando la avena con sus bestiales cabriolas. Hasta que, a diez metros ya del camino, volvió grupas con un postrer mugido de desafío burlón, y se lanzó sobre el alambrado. –¡Viene Barigüí! ¡La pasa todo! ¡Pasa alambre de púa! –alcanzaron a clamar las vacas. Con el impulso de su pesado trote, el enorme toro bajó el testuz y hundió la cabeza entre los dos hilos. Se oyó un agudo gemido de alambre, un estridente chirrido se propagó de poste a poste hasta el fondo, y el toro pasó. Pero de su lomo y de su vientre, profundamente canalizados desde el pecho a la grupa, llovía ríos de sangre. La bestia, presa de estupor, quedó un instante atónita y temblando. Se alejó enseguida al paso, inundando el pasto de sangre, hasta que a los veinte metros se echó, con un ronco suspiro. A mediodía el polaco fue a buscar a su toro, y lloró en falsete ante el chacarero impasible. El animal se había levantado, y podía caminar. Pero su dueño, comprendiendo que le costaría mucho curarlo –si esto aún era posible–, lo carneó esa tarde. Y el día siguiente tocóle en suerte al malacara llevar a su casa en la maleta, dos kilos de carne de toro muerto.
Re: ... de poetas, cuentos y leyendas Rober,"La meningitis y su sombra", esta en este libro,asi que prontito lo estare poniendo!
Re: ... de poetas, cuentos y leyendas Terminé el cuento de la Anaconda. Las fotos de la Anaconda que salen en Internet ¡¡¡Terribles!!! En la fase de degustación. ¡Qué cuento más inquietante! Animalitos que se juntan para vengarse de los humanos. Y todo por comer y defenderse, unos de otros. Es una idea que ronda en el insconciente colectivo ¿Sí se juntan tales bichos..., me atacarán? Yo no quiero comer más, ni lechuga Seguiré con los otros cuentos del señor Horacio Quiroga, inquieta, mucho, mucho.
Re: ... de poetas, cuentos y leyendas ...más vale que si comas Anveri ,y algo más que lechuga!!!! Muy buenas las ilustraciones que pusiste!!!
Re: ... de poetas, cuentos y leyendas CUENTOS DE AMOR, DE LOCURA Y DE MUERTE Horacio Quiroga LOS MENSÚ Cayetano Maidana y Esteban Podeley, peones de obraje, volvían a Posadas en el Silex con quince compañeros. Podeley, labrador de madera, tornaba a los nueve meses, la contrata concluida, y con pasaje gratis por lo gratis, por lo tanto. Cayé –mensualero– llegaba en iguales condiciones, mas al año y medio, tiempo que había necesitado para cancelar su cuenta. Flacos, despeinados, en calzoncillos, la camisa abierta en largos tajos, descalzos como la mayoría, sucios como todos ellos, los dos mensú devoraban con los ojos la capital del bosque, Jerusalem y Gólgota de sus vidas. ¡Nueve meses allá arriba! ¡Año y medio! Pero volvían por fin, y el hachazo aún doliente de la vida del obraje era apenas un roce de astilla ante el rotundo goce que olfateaban allí. De cien peones, sólo dos llegan a Posadas con haber. Para esa gloria de una semana a que los arrastra el río aguas abajo, cuentan con el anticipo de una nueva contrata. Como intermediario y coadyuvante, espera en la playa un grupo de muchachas alegres de carácter y de profesión, ante las cuales los mensú sedientos lanzan su ¡ahijú! de urgente locura. Cayé y Podeley bajaron tambaleantes de orgía pregustada, y rodeados de tres o cuatro amigas se hallaron en un momento ante la cantidad suficiente de caña para colmar el hambre de eso de un mensú. Un instante después estaban borrachos, y con nueva contrata firmada. ¿En qué trabajo? ¿En dónde? No lo sabían, ni les importaba tampoco. Sabían, sí, que tenían cuarenta pesos en el bolsillo, y facultad para llegar a mucho más en gastos. Babeantes de descanso y dicha alcohólica, dóciles y torpes, siguieron ambos a las muchachas a vestirse. Las avisadas doncellas condujéronlos a una tienda con la que tenían relaciones especiales de un tanto por ciento, o tal vez al almacén de la misma casa contratista. Pero en una u otro las muchachas renovaron el lujo detonante de sus trapos, anidáronse la cabeza de peinetones, ahorcáronse de cintas –robado todo ello con perfecta sangre fría al hidalgo alcohol de su compañero, pues lo único que un mensú realmente posee es un desprendimiento brutal de su dinero. Por su parte, Cayé adquirió muchos más extractos y lociones y aceites de los necesarios para sahumar hasta la náusea su ropa nueva, mientras Podeley, más juicioso, optaba por un traje de paño. Posiblemente pagaron muy cara una cuenta entreoída y abonada con un montón de papeles tirados al mostrador. Pero de todos modos una hora después lanzaban a un coche descubierto sus flamantes personas, calzados de botas, poncho al hombro –y revólver 44 en el cinto, desde luego–, repleta la ropa de cigarrillos que deshacían torpemente entre los dientes, y dejando caer de cada bolsillo la punta de un pañuelo de color. Acompañábanlos dos muchachas, orgullosas de esa opulencia, cuya magnitud se acusaba en la expresión un tanto hastiada de los mensú, arrastrando su coche mañana y tarde por las calles caldeadas, una infección de tabaco y extractos de obraje. La noche llegaba por fin, y con ella la bailanta, donde las mismas damiselas avisadas inducían a beber a los mensú, cuya realeza en dinero les hacía lanzar diez pesos por una botella de cerveza, para recibir en cambio un peso y cuarenta centavos, que guardaban sin ojear siquiera. Así, tras constantes derroches de nuevos adelantos–necesidad irresistible de compensar con siete días de gran señor las miserias del obraje–, los mensú volvieron a rea remontar el río en el Sílex. Cayé llevó compañera, y los tres, borrachos como los demás peones, se instalaron junto a la bodega, donde ya diez mulas se hacinaban en íntimo contacto con baúles, atados, perros, mujeres y hombres. Al día siguiente, ya despejadas las cabezas, Podeley y Cayé examinaron sus libretas: era la primera vez que lo hacían desde su contrata. Cayé había recibido ciento veinte pesos en efecto, y treinta y cinco en gasto; y Podeley, ciento treinta y setenta y cinco, respectivamente. Ambos se miraron con expresión que pudiera haber sido de espanto, si un mensú no estuviera perfectamente curado de ello. No recordaban haber gastado ni la quinta parte siquiera. –¡Añá...! –murmuró Cayé–. No voy a cumplir nunca... Y desde ese momento adquirió sencillamente –como justo castigo de su despilfarro– la idea de escaparse de allá. La legitimidad de su vida en Posadas era, sin embargo, tan evidente para él, que sintió celos del mayor adelanto acordado a Podeley. –Vos tenés suerte... –dijo–. Grande, tu anticipo... –Vos traés compañera –objetó Podeley–. Eso te cuesta para tu bolsillo... Cayé miró a su mujer; y aunque la belleza y otras cualidades de orden más moral pesan muy poco en la elección de un mensú, quedó satisfecho. La muchacha deslumbraba, efectivamente, con su traje de raso, falda verde y blusa amarilla; lucía en el cuello sucio un triple collar de perlas: calzaba zapatos Luis XV, tenía las mejillas brutalmente pintadas, y un desdeñoso cigarro de hoja bajo los párpados entornados. Cayé consideró a la muchacha y su revólver 44: ambas cosas eran realmente lo único que valía de cuanto llevaba con él. Y aún el 44 corría riesgo de naufragar tras el anticipo, por minúscula que fuera su tentación de tallar. Sobre un baúl de punta, en efecto, los mensú jugaban concienzudamente al monte cuanto tenían. Cayé observó un rato riéndose, como se ríen siempre los peones cuando están juntos, sea cual fuera el motivo; y se aproximó al baúl, colocando a una carta cinco cigarros. Modesto principio, que podía llegar a proporcionarle el dinero suficiente para pagar el adelanto en el obraje y volverse en el mismo vapor a Posadas, a derrochar un nuevo anticipo. Perdió. Perdió los demás cigarros, perdió cinco pesos, el poncho, el collar de su mujer, sus propias botas, y su 44. Al día siguiente recuperó las botas, pero nada más, mientras la muchacha compensaba la desnudez de su pescuezo con incesantes cigarros despreciativos. Podeley ganó, tras infinito cambio de dueño, el collar en cuestión, y una caja de jabones de olor que halló modo de jugar contra un machete y media docena de medias, que ganó, quedando así satisfecho. Por fin, quince días después, llegaron a destino. Los peones treparon alegres la interminable cinta roja que escalaba la barranca, desde cuya cima el Sílex aparecía diminuto y hundido en el lúgubre río. Y con ahijús y terribles invectivas en guaraní, los mensú despidieron al vapor que debía ahogar, en una baldeada de tres horas, la nauseabunda atmósfera de desaseo, pachulí y mulas enfermas, que durante cuatro días remontó con él. Para Podeley, labrador de madera, cuyo diario podía subir a siete pesos, la vida de obraje no era muy dura. Hecho a ella, domaba su aspiración de estricta justicia en el cubicaje de la madera, compensando las rapiñas rutinarias con ciertos privilegios de buen peón. Su nueva etapa comenzó al día siguiente, una vez demarcada su zona de bosque. Construyó con hojas de palmera su cobertizo –techo y pared sur, nada más–; dio nombre de cama a ocho varas horizontales, y de un horcón colgó la provista semanal. Recomenzó, automáticamente, sus días de obraje: silenciosos mates al levantarse, de noche aún, que se sucedían sin desprender la mano de la pava; la exploración en descubierta madera; el desayuno a las ocho, –harina, charque y grasa–; el hacha luego, a busto descubierto, cuyo sudor arrastraba tábanos, barigüís y mosquitos; después el almuerzo –esta vez porotos y maíz flotando en la inevitable grasa–,para concluir de noche, tras nueva lucha con las piezas de ocho por treinta, con el yopará del mediodía. Fuera de algún incidente con sus colegas labradores, que invadían su jurisdicción; del hastío de los días de lluvia que lo relegan en cuclillas frente a la pava, la tarea proseguía hasta el sábado de tarde. Lavaba entonces su ropa, y el domingo iba al almacén a proveerse. Era éste el real momento de solaz de los mensú, olvidándolo todo entre los anatemas de la lengua natal, sobrellevando con fatalismo indígena la suba siempre creciente de la provista, que alcanzaba entonces a ochenta centavos por kilo de galleta, y siete pesos por un calzoncillo de lienzo. El mismo fatalismo que aceptaba esto con un ¡añá! y una riente mirada a los demás compañeros, le dictaba, en elemental desagravio, el deber de huir del obraje en cuanto pudiera. Y si esta ambición no estaba en todos los pechos, todos los peones comprendían esa mordedura de contra–justicia que iba, en caso de llegar, a clavar los dientes en la entraña misma del patrón. Este, por su parte, llevaba la lucha a su extremo final, vigilando día y noche a su gente, y en especial los mensualeros. Ocupábanse entonces los mensú en la planchada, tumbando piezas entre inacabable gritería, que subía de punto cuando las mulas, impotentes para contener la alzaprima que bajaba de la altísima barranca a toda velocidad, rodaban unas sobre otras dando tumbos, vigas, animales, carretas, todo bien mezclado. Raramente se lastimaban las mulas; pero la algazara era la misma. Cayé, entre risa y risa, meditaba siempre su fuga. Harto ya de revirados y yoparás, que el pregusto de la huida tornaba más indigestos, deteníase aún por falta de revólver y, ciertamente, ante el winchester del capataz. ¡Pero si tuviera un 44!... La fortuna llególe esta vez en forma bastante desviada. La compañera de Cayé, que desprovista ya de su lujoso atavío se ganaba la vida lavando la ropa a los peones, cambió un día de domicilio. Cayé la esperó dos noches; y a la tercera fue al rancho de su reemplazante, donde propinó una soberbia paliza a la muchacha. Los dos mensú quedaron solos charlando, amistosamente, resultas de lo cual convinieron en vivir juntos, a cuyo efecto el seductor se instaló con la pareja. Esto era económico y bastante juicioso. Pero como el mensú parecía gustar realmente de la dama –cosa rara en el gremio–, Cayé ofreciósela en venta por un revólver con balas, que él mismo sacaría del almacén. No obstante esta sencillez, el trato estuvo a punto de romperse, porque a última hora Cayé pidió que se agregara un metro de tabaco en cuerda, lo que pareció excesivo al mensú. Concluyóse por fin el mercado, y mientras el fresco matrimonio se instalaba en su rancho, Cayé cargaba concienzudamente su 44 para dirigirse a concluir la tarde lluviosa tomando mate con aquéllos.El otoño finalizaba, y el cielo, fijo en sequía con chubascos de cinco minutos, se descomponía por fin en mal tiempo constante, cuya humedad hinchaba el hombro de los mensú. Podeley, libre de esto hasta entonces, sintióse un día con tal desgano al llegar a su viga, que se detuvo, mirando a todas partes sin saber qué hacer. No tenía ánimo para nada. Volvió a su cobertizo, y en el camino sintió un ligero cosquilleo en la espalda. Podeley sabía muy bien qué significaba aquel desgano y aquel hormigueo a flor de piel. Sentóse filosóficamente a tomar mate y media hora después un hondo y largo escalofrío recorríale la espalda. No había nada que hacer. El mensú se echó sobre las varas tiritando de frío, doblado en gatillo bajo el poncho, mientras los dientes, incontenibles, castañeteaban a más no poder. Al día siguiente el acceso, no esperado hasta el crepúsculo, tornó a mediodía, y Podeley fue a la comisaría a pedir quinina. Tan claramente se denunciaba el chucho en el aspecto del mensú, que el dependiente, sin mirar casi al enfermo, bajó los paquetes de quinina. Podeley volcó tranquilamente sobre su lengua la terrible amargura aquella, y cuando regresaba al monte tropezó con el mayordomo. –¡Vos también! –le dijo el mayordomo, mirándolo–. Y van cuatro. Los otros no importa... poca cosa. Vos sos cumplidor... ¿Cómo está tu cuenta? –Falta poco... Pero no voy a poder hachear... –¡Bah! Curate bien y no es nada... Hasta mañana. –Hasta mañana –se alejó Podeley apresurando el paso, porque en los talones acababa de sentir un leve cosquilleo. El tercer ataque comenzó una hora después, quedando Podeley desplomado en una profunda falta de fuerzas, y la mirada fija y opaca, como si no pudiera alcanzar más allá de uno o dos metros. El descanso absoluto a que se entregó por tres días –bálsamo específico para el mensú, por lo inesperado–, no hizo sino convertirle en un bulto castañeteante y arrebujado sobre un raigón. Podeley, cuya fiebre anterior había tenido honrado y periódico ritmo, no presagió nada bueno para él de esa galopada de accesos, casi sin intermitencia. Hay fiebre y fiebre. Si la quinina no había cortado a ras el segundo ataque, era inútil que se quedara allá arriba, a morir hecho un ovillo en cualquier recodo de picada. Y bajó de nuevo al almacén. –¡Otra vez, vos! –lo recibió el mayordomo. Eso no anda bien... ¿No tomaste quinina? –Tomé... no me hallo con esta fiebre... No puedo con mi hacha. Si querés darme para mi pasaje, te voy a cumplir en cuanto me sane... El mayordomo contempló aquella ruina, y no estimó en gran cosa la vida que quedaba en su peón. –¿Cómo está tu cuenta? –preguntó otra vez. –Debo veinte pesos todavía... El sábado entregué... Me hallo enfermo grande... –Sabés bien que mientras tu cuenta no esté pagada, debés quedar. Abajo... te podés morir. Curate aquí, y arreglás tu cuenta enseguida. ¿Curarse de una fiebre perniciosa, allí donde se la adquirió? No, por cierto; pero el mensú que se va puede no volver, y el mayordomo prefería hombre muerto a deudor lejano. Podeley jamás había dejado de cumplir nada, única altanería que se permite ante su patrón un mensú de talla. –¡No me importa que hayas dejado o no de cumplir! –replicó el mayordomo–. ¡Pagá tu cuenta primero, y después hablaremos! Esta injusticia para con él creó lógica y velozmente el deseo del desquite. Fue a instalarse con Cayé, cuyo espíritu conocía bien, y ambos decidieron escaparse el próximo domingo. –¡Ahí tenés! –gritó el mayordomo a Podeley esa misma tarde al cruzarse con él–. Anoche se han escapado tres... ¿Eso es lo que te gusta, no? ¡Esos también eran cumplidores! ¡Como vos! ¡Pero antes vas a reventar aquí, que salir de la planchada! ¡Y mucho cuidado, vos y todos los que están oyendo! ¡Ya saben! La decisión de huir y sus peligros –para los que el mensú necesita todas sus fuerzas– es capaz de contener algo más que una fiebre perniciosa. El domingo, por lo demás, había llegado; y con falsas maniobras de lavaje de ropa, simulados guitarreos en el rancho de tal o cual, la vigilancia pudo ser burlada, y Podeley y Cayé se encontraron de pronto a mil metros de la comisaría. Mientras no se sintieran perseguidos, no abandonarían la picada, pues Podeley caminaba mal. Y aún así... La resonancia peculiar del bosque trájoles, lejana, una voz ronca: –¡A la cabeza! ¡A los dos! Y un momento después desembocando de un codo de la picada surgían corriendo el capataz y tres peones. La cacería comenzaba. Cayé amartilló su revólver sin dejar de huir. –¡Entregáte, añá! –gritóles el capataz desde atrás. –Entremos en el monte –dijo Podeley–. Yo no tengo fuerza para mi machete... –¡Volvé o te tiro! –llegó otra voz. –Cuando estén más cerca... –comenzó Cayé. Una bala de winchester pasó silbando por la picada. –¡Entrá! –gritó Cayé a su compañero. Y parapetándose tras un árbol, descargó hacia los perseguidores cinco tiros de su revólver. Una gritería aguda respondióles, mientras otra bala de winchester hacía saltar la corteza del árbol que ocultaba a Cayé. –¡Entregáte o te voy a dejar la cabeza...! –¡Andá no más! –instó Cayé a Podeley–. Yo voy a... Y tras nueva descarga entró a su vez en el monte. Los perseguidores, detenidos un momento por las explosiones, lanzáronse rabiosos adelante, fusilando, golpe tras golpe de winchester, el derrotero probable de los fugitivos. A cien metros de la picada, y siguiendo su misma línea, Cayé y Podeley se alejaban, doblados hasta el suelo para evitar las lianas. Los perseguidores presumían esta maniobra; pero como dentro del monte el que ataca tiene cien probabilidades contra una de ser detenido por una bala en mitad de la frente, el capataz se contentaba con salvas de winchester y aullidos desafiantes. Por lo demás, los tiros errados hoy habían hecho lindo blanco la noche del jueves... El peligro había pasado. Los fugitivos se sentaron, rendidos. Podeley se envolvió en el poncho, y recostado en la espalda de su compañero, sufrió en dos terribles horas de chucho, el contragolpe de aquel esfuerzo. Luego prosiguieron la fuga, siempre a la vista de la picada, y cuando la noche llegó, por fin, acamparon. Cayé había llevado chipas, y Podeley encendió fuego, no obstante los mil inconvenientes en un país donde, fuera de los pavones, hay otros seres que tienen debilidad por la luz, sin contar los hombres. El sol estaba muy alto ya cuando a la mañana siguiente encontraron el riacho, primera y última esperanza de los escapados. Cayé cortó doce tacuaras sin más prolija elección, y Podeley, cuyas últimas fuerzas fueron dedicadas a cortar los isipós, tuvo apenas tiempo de hacerlo antes de arrollarse a tiritar. Cayé, pues, construyó solo la jangada –diez tacuaras atadas longitudinalmente con lianas, llevando en cada extremo una atravesada. A los diez segundos de concluida se embarcaron. Y la jangadilla, arrastrada a la deriva, entró en el Paraná. Las noches son en esa época excesivamente frescas; y los dos mensú, con los pies en el agua, pasaron la noche helados, uno junto al otro. La corriente del Paraná, que llegaba cargado de inmensas lluvias, retorcía la jangada en el borbollón de sus remolinos, y aflojaba lentamente los nudos de isipó. En todo el día siguiente comieron dos chipas, último resto de provisión, que Podeley probó apenas. Las tacuaras taladradas por los tambús se hundían. Y al caer la tarde, la jangada había descendido a una cuarta del nivel del agua. Sobre el río salvaje, encajonado en los lúgubres murallones de bosque, desierto del más remoto ¡ay!, los dos hombres, sumergidos hasta la rodilla, derivaban girando sobre sí mismos, detenidos un momento inmóviles ante un remolino, siguiendo de nuevo, sosteniéndose apenas sobre las tacuaras casi sueltas que se escapaban de sus pies, en una noche de tinta que no alcanzaban a romper sus ojos desesperados. El agua llegábales ya al pecho cuando tocaron tierra. ¿Dónde? No lo sabían... Un pajonal. Pero en la misma orilla quedaron inmóviles, tendidos de vientre. Ya deslumbraba el sol cuando despertaron. El pajonal se extendía veinte metros tierra adentro, sirviendo de litoral a río y bosque. A media cuadra al sur, el riacho Paranaí, que decidieron vadear cuando hubieran recuperado las fuerzas. Pero éstas no volvían tan rápidamente como era de desear, dado que los cogollos y gusanos de tacuara son tardos fortificantes. Y durante veinte horas la lluvia cerrada transformó al Paraná en aceite blanco, y al Paranaí en furiosa avenida. Todo imposible. Podeley se incorporó de pronto chorreando agua, y apoyándose en el revólver para levantarse, apuntó a Cayé. Volaba de fiebre. –¡Pasá, añá!... Cayé vio que poco podía esperar de aquel delirio, y se inclinó disimuladamente para alcanzar a su compañero de un palo. Pero el otro insistió: –¡Andá al agua! ¡Vos me trajiste! ¡Bandeá el río! Los dedos lívidos temblaban sobre el gatillo. Cayé obedeció; dejóse llevar por la corriente y desapareció tras el pajonal, al que pudo abordar con terrible esfuerzo. Desde allí, y de atrás, acechó a su compañero; pero Podeley yacía de nuevo de costado, con las rodillas recogidas hasta el pecho, bajo la lluvia incesante. Al aproximarse Cayé alzó la cabeza, y sin abrir el enfermo los ojos, cegados por el agua, murmuró: –Cayé, caray... Frío muy grande... Llovió aún toda la noche sobre el moribundo, la lluvia blanca y sorda de los diluvios otoñales, hasta que a la madrugada Podeley quedó inmóvil para siempre en su tumba de agua. Y en el mismo pajonal, sitiado siete días por el bosque, el río y la lluvia, el superviviente agotó las raíces y gusanos posibles, perdió poco a poco sus fuerzas, hasta quedar sentado, muriéndose de frío y hambre, con los ojos fijos en el Paraná. El Sílex, que pasó por allí al atardecer, recogió al mensú ya casi moribundo. Mas su felicidad transformóse en terror al darse cuenta, al día siguiente, de que el vapor remontaba el río. –¡Por favor te pido! –lloriqueó ante el capitán–. ¡No me bajés en Puerto X! ¡Me van a matar!... ¡Te lo pido de veras!... El Sílex volvió a Posadas, llevando con él al mensú, empapado aún en pesadillas nocturnas. Pero a los diez minutos de bajar a tierra estaba ya borracho con nueva contrata, y se encaminaba tambaleando a comprar extractos.
Re: ... de poetas, cuentos y leyendas SONETO DE LA DULCE QUEJA Tengo miedo a perder la maravilla de tus ojos de estatua y el acento que de noche me pone en la mejilla la solitaria rosa de tu aliento. Tengo pena de ser en esta orilla tronco sin ramas; y lo que más siento es no tener la flor, pulpa o arcilla, para el gusano de mi sufrimiento. Si tú eres el tesoro oculto mío, si eres mi cruz y mi dolor mojado, si soy el perro de tu señorío, no me dejes perder lo que he ganado y decora las aguas de tu río con hojas de mi otoño enajenado. Federico García Lorca
Re: ... de poetas, cuentos y leyendas . CUENTOS DE AMOR, DE LOCURA Y DE MUERTE Horacio Quiroga LA GALLINA DEGOLLADA Todo el día, sentados en el patio en un banco, estaban los cuatro hijos idiotas del matrimonio Mazzini–Ferraz. Tenían la lengua entre los labios, los ojos estúpidos y volvían la cabeza con la boca abierta. El patio era de tierra, cerrado al oeste por un cerco de ladrillos. El banco quedaba paralelo a él, a cinco metros, y allí se mantenían inmóviles, fijos los ojos en los ladrillos. Como el sol se ocultaba tras el cerco, al declinar los idiotas tenían fiesta. La luz enceguecedora llamaba su atención al principio, poco a poco sus ojos se animaban; se reían al fin estrepitosamente, congestionados por la misma hilaridad ansiosa, mirando el sol con alegría bestial, como si fuera comida. Otras veces, alineados en el banco, zumbaban horas enteras, imitando al tranvía eléctrico. Los ruidos fuertes sacudían asimismo su inercia, y corrían entonces, mordiéndose la lengua y mugiendo, alrededor del patio. Pero casi siempre estaban apagados en un sombrío letargo de idiotismo, y pasaban todo el día sentados en su banco, con las piernas colgantes y quietas, empapando de glutinosa saliva el pantalón. El mayor tenía doce años, y el menor ocho. En todo su aspecto sucio y desvalido se notaba la falta absoluta de un poco de cuidado maternal. Esos cuatro idiotas, sin embargo, habían sido un día el encanto de sus padres. A los tres meses de casados, Mazzini y Berta orientaron su estrecho amor de marido y mujer, y mujer y marido, hacia un porvenir mucho más vital: un hijo: ¿Qué mayor dicha para dos enamorados que esa honrada consagración de su cariño, libertado ya del vil egoísmo de un mutuo amor sin fin ninguno y, lo que es peor para el amor mismo, sin esperanzas posibles de renovación? Así lo sintieron Mazzini y Berta, y cuando el hijo llegó, a los catorce meses de matrimonio, creyeron cumplida su felicidad. La criatura creció, bella y radiante, hasta que tuvo año y medio. Pero en el vigésimo mes sacudiéronlo una noche convulsiones terribles, y a la mañana siguiente no conocía más a sus padres. El médico lo examinó con esa atención profesional que está visiblemente buscando la causa del mal en las enfermedades de los padres. Después de algunos días los miembros paralizados recobraron el movimiento; pero la inteligencia, el alma, aun el instinto, se habían ido del todo; había quedado profundamente idiota, baboso, colgante, muerto para siempre sobre las rodillas de su madre. –¡Hijo, mi hijo querido! –sollozaba ésta, sobre aquella espantosa ruina de su primogénito. El padre, desolado, acompañó al médico afuera. –A usted se le puede decir; creo que es un caso perdido. Podrá mejorar, educarse en todo lo que le permita su idiotismo, pero no más allá. –¡Sí!... ¡sí!... –asentía Mazzini.– Pero dígame: ¿Usted cree que es herencia, que...? –En cuanto a la herencia paterna, ya le dije lo que creí cuando vi a su hijo. Respecto a la madre, hay allí un pulmón que no sopla bien. No veo nada más, pero hay un soplo un poco rudo. Hágala examinar bien. Con el alma destrozada de remordimiento, Mazzini redobló el amor a su hijo, el pequeño idiota que pagaba los excesos del abuelo. Tuvo asimismo que consolar, sostener sin tregua a Berta, herida en lo más profundo por aquel fracaso de su joven maternidad. Como es natural, el matrimonio puso todo su amor en la esperanza de otro hijo. Nació éste, y su salud y limpidez de risa reencendieron el porvenir extinguido. Pero a los dieciocho meses las convulsiones del primogénito se repetian, y al día siguiente amanecía idiota. Esta vez los padres cayeron en honda desesperación. ¡Luego su sangre, su amor estaban malditos! ¡Su amor, sobre todo! Veintiocho años él, veintidós ella, y toda su apasionada ternura no alcanzaba a crear un átomo de vida normal. Ya no pedían más belleza e inteligencia como en el primogénito; ¡pero un hijo, un hijo como todos! Del nuevo desastre brotaron nuevas llamaradas de dolorido amor, un loco anhelo de redimir de una vez para siempre la santidad de su ternura. Sobrevinieron mellizos, y punto por punto repitióse el proceso de los dos mayores. Mas, por encima de su inmensa amargura, quedaba a Mazzini y Berta gran compasión por sus cuatro hijos. Hubo que arrancar del limbo de la más honda animalidad, no ya sus almas, sino el instinto mismo abolido. No sabían deglutir, cambiar de sitio, ni aun sentarse. Aprendieron al fin a caminar, pero chocaban contra todo, por no darse cuenta de los obstáculos. Cuando los lavaban mugían hasta inyectarse de sangre el rostro. Animábanse sólo al comer, o cuando veían colores brillantes u oían truenos. Se reían entonces, echando afuera lengua y ríos de baba, radiantes de frenesí bestial. Tenían, en cambio, cierta facultad imitativa; pero no se pudo obtener nada más. Con los mellizos pareció haber concluido la aterradora descendencia. Pero pasados tres años desearon de nuevo ardientemente otro hijo, confiando en que el largo tiempo transcurrido hubiera aplacado a la fatalidad. No satisfacían sus esperanzas. Y en ese ardiente anhelo que se exasperaba, en razón de su infructuosidad, se agriaron. Hasta ese momento cada cual había tomado sobre sí la parte que le correspondía en la miseria de sus hijos; pero la desesperanza de redención ante las cuatro bestias que habían nacido de ellos, echó afuera esa imperiosa necesidad de culpar a los otros, que es patrimonio específico de los corazones inferiores. Iniciáronse con el cambio de pronombres: tus hijos. Y como a más del insulto había la insidia, la atmósfera se cargaba. –Me parece –díjole una noche Mazzini, que acababa de entrar y se lavaba las manos– que podrías tener más limpios a los muchachos. Berta continuó leyendo como si no hubiera oído. –Es la primera vez –repuso al rato– que te veo inquietarte por el estado de tus hijos. Mazzini volvió un poco la cara a ella con una sonrisa forzada: –De nuestros hijos, ¿me parece? –Bueno; de nuestros hijos. ¿Te gusta así? –alzó ella Esta vez Mazzini se expresó claramente: –¿Creo que no vas a decir que yo tenga la culpa, no? –¡Ah, no! –se sonrió Berta, muy pálida– ¡pero yo tampoco, supongo!... ¡No faltaba más!... –murmuró. –¿Qué, no faltaba más? – ¡Que si alguien tiene la culpa, no soy yo, entiéndelo bien! Eso es lo que te quería decir. Su marido la miró un momento, con brutal deseo de un momento con insultarla. – ¡Dejemos! –articuló, secándose por fin las manos. –Como quieras; pero si quieres decir... –¡Berta! –¡Como quieras! Este fue el primer choque y le sucedieron otros. Pero en las inevitables reconciliaciones, sus almas se unían doble arrebato y locura por otro hijo. Nació así una niña. Vivieron dos años con la angustia a flor de alma, esperando siempre otro desastre. Nada acaeció, sin embargo, y los padres pusieron en ella toda su complacencia, que la pequeña llevaba a los más extremos límites del mimo y la mala crianza. Si aún en los últimos tiempos Berta cuidaba siempre de sus hijos, al nacer Bertita olvidóse casi del todo de los otros. Su solo recuerdo la horrorizaba, como algo atroz que la hubieran obligado a cometer. A Mazzini, bien que en menor grado, pasábale lo mismo. No por eso la paz había llegado a sus almas. La menor indisposición de su hija echaba ahora afuera, con el de terror de perderla, los rencores de su descendencia podrida. Habían acumulado hiel sobrado tiempo para que el vaso no quedara distendido, y al menor contacto el veneno se vertía afuera. Desde el primer disgusto emponzoñado habíanse perdido el respeto; y si hay algo a que el hombre se siente arrastrado con cruel fruición, es, cuando ya se comenzó, a humillar del todo a una persona. Antes se contenían por la mutua falta de éxito; ahora que éste había llegado, cada cual, atribuyéndolo a sí mismo, sentía mayor la infamia de los cuatro engendros que el otro habíale forzado a crear. Con estos sentimientos, no hubo ya para los cuatro hijos mayores afecto posible. La sirvienta los vestía, les daba de comer, los acostaba, con visible brutalidad. No los lavaban casi nunca. Pasaban casi todo el día sentados frente al cerco, abandonados de toda remota caricia. De este modo Bertita cumplió cuatro años, y esa noche, resultado de las golosinas que era a los padres absolutamente imposible negarle, la criatura tuvo algún escalofrío y fiebre. Y el temor a verla morir o quedar idiota, tornó a reabrir la eterna llaga. Hacía tres horas que no hablaban, y el motivo fue, como casi siempre, los fuertes pasos de Mazzini. –¡Mi Dios! ¿No puedes caminar más despacio? ¿Cuántas veces?... –Bueno, es que me olvido; ¡se acabó! No lo hago a propósito. Ella se sonrió, desdeñosa: –¡No, no te creo tanto! –Ni yo, jamás, te hubiera creído tanto a ti... ¡tisiquilla! –¡Qué! ¿qué dijiste?... –¡Nada! –¡Sí, te oí algo! Mira: ¡no sé lo que dijiste; pero te juro que prefiero cualquier cosa a tener un padre como el que has tenido tú! Mazzini se puso pálido. –¡Al fin! –murmuró con los dientes apretados.– ¡Al fin, víbora, has dicho lo que querías! –¡Sí, víbora, sí! ¡Pero yo he tenido padres sanos! ¿Oyes?, ¡sanos! ¡Mi padre no ha muerto de delirio! ¡Yo hubiera tenido hijos como los de todo el mundo! ¡Esos son hijos tuyos, los cuatro tuyos! Mazzini explotó a su vez. –¡Víbora tísica! ¡eso es lo que te dije, lo que te quiero decir! ¡Pregúntale, pregúntale al médico quién tiene la mayor culpa de la meningitis de tus hijos: mi padre o tu pulmón picado, víbora! Continuaron cada vez con mayor violencia, hasta que un gemido de Bertita selló instantáneamente sus bocas. A la una de la mañana la ligera indigestión había desaparecido, y como pasa fatalmente con todos los matrimonios jóvenes que se han amado intensamente una vez siquiera, la reconciliación Regó, tanto más efusiva cuanto hirientes fueran los agravios. Amaneció un espléndido día, y mientras Berta se levantaba escupió sangre. Las emociones y mala noche pasada tenían, sin duda, gran culpa. Mazzini la retuvo abrazada largo rato, y ella lloró desesperadamente, pero sin que ninguno se atreviera a decir una palabra. A las diez decidieron salir, después de almorzar. Como apenas tenían tiempo, ordenaron a la sirvienta que matara una gallina. El día radiante había arrancado a los idiotas de su banco. De modo que mientras la sirvienta degollaba en la cocina al animal, desangrándolo con parsimonia (Berta había aprendido de su madre este buen modo de conservar frescura a la carne), creyó sentir algo como respiración tras ella. Volvióse, y vio a los cuatro idiotas, con los hombros pegados uno a otro, mirando estupefactos la operación. Rojo... rojo... –¡Señora! Los niños están aquí, en la cocina. Berta llegó; no quería que jamás pisaran allí. ¡Y ni aún en esas horas de pleno perdón, olvido y felicidad reconquistada, podía evitarse esa horrible visión! Porque, naturalmente, cuanto más intensos eran los raptos de amor a su marido e hija, más irritado era su humor más irritable era su humor con los monstruos. –¡Que salgan, María! ¡Échelos! ¡Échelos, le digo! Las cuatro pobres bestias, sacudidas, brutalmente empujadas, fueron a dar a su banco. Después de almorzar, salieron todos. La sirvienta fue a Buenos Aires, y el matrimonio a pasear por las quintas. Al bajar el sol volvieron, pero Berta quiso saludar un momento a sus vecinas de enfrente. Su hija escapóse enseguida a casa. Entretanto los idiotas no se habían movido en todo el día de su banco. El sol había traspuesto ya el cerco, comenzaba a hundirse, y ellos continuaban mirando los ladrillos, más inertes que nunca. De pronto, algo se interpuso entre su mirada y el cerco. Su hermana, cansada de cinco horas paternales, quería observar por su cuenta. Detenida al pie del cerco, miraba pensativa la cresta. Quería trepar, eso no ofrecía duda. Al fin decidióse por una silla desfondada, pero faltaba aún. Recurrió entonces a un cajón de kerosene, y su instinto topográfico hízole colocar vertical el mueble, con lo cual triunfó. Los cuatro idiotas, la mirada indiferente, vieron cómo su hermana lograba pacientemente dominar el equilibrio, y cómo en puntas de pie apoyaba la garganta sobre la cresta del cerro, entre sus manos tirantes. Viéronla mirar a todos lados, y buscar apoyo con el pie para alzarse más. Pero la mirada de los idiotas se había animado; una misma luz insistente estaba fija en sus pupilas. No apartaban los ojos de su hermana, mientras creciente sensación de gula bestial iba cambiando cada línea de sus rostros. Lentamente avanzaron hacia el cerco. La pequeña, que habiendo logrado calzar el pie, iba ya a montar a horcajadas y a caerse del otro lado, seguramente, sintióse cogida de la pierna. Debajo de ella, los ocho ojos clavados en los suyos le dieron miedo. –¡Soltáme! ¡dejáme! –gritó sacudiendo la pierna. Pero fue atraída. –¡Mamá! ¡Ay, mamá! ¡Mamá, papá! –lloró imperiosamente. Trató aún de sujetarse del borde, pero sintióse arrancada y cayó. –Mamá, ¡ay! Ma... –No pudo gritar más. Uno de ellos le apretó el cuello, apartando los bucles como si fueran plumas, y los otros la arrastraron de una sola pierna hasta la cocina, donde esa mañana se había desangrado a la gallina, bien sujeta, arrancándole la vida segundo por segundo. Mazzini, en la casa de enfrente, creyó oír la voz de su hija. –Me parece que te llama –le dijo a Berta. Prestaron oído, inquietos, pero no oyeron más. Con todo, un momento después se despidieron, y mientras Berta iba a dejar su sombrero, Mazzini avanzó en el patio: –¡Bertita! Nadie respondió. –¡Bertita! –alzó más la voz, ya alterada. Y el silencio fue tan fúnebre para su corazón siempre aterrado, que la espalda se le heló de horrible presentimiento. –¡Mi hija, mi hija! –corrió ya desesperado hacia el fondo. Pero al pasar frente a la cocina vio en el piso un mar de sangre. Empujó violentamente la puerta entornada, y lanzó un grito de horror. Berta, que ya se había lanzado corriendo a su vez al oír el angustioso llamado del padre, oyó el grito y respondió con otro. Pero al precipitarse en la cocina, Mazzini, lívido como la muerte, se interpuso, conteniéndola: –¡No entres! ¡No entres! Berta alcanzó a ver el piso inundado de sangre. Sólo pudo echar sus brazos sobre la cabeza y hundirse a lo largo de él con un ronco suspiro.
Re: ... de poetas, cuentos y leyendas He estado leyendo, ya me falta poquito. Les dejo para este día domingo un poema. ARTE POÉTICA Vicente Huidobro Que el verso sea como una llave Que abra mil puertas. Una hoja cae; algo pasa volando; Cuanto miren los ojos creado sea, Y el alma del oyente quede temblando. Inventa mundos nuevos y cuida tu palabra; El adjetivo, cuando no da vida, mata. Estamos en el ciclo de los nervios. El músculo cuelga, Como recuerdo, en los museos; Mas no por eso tenemos menos fuerza: El vigor verdadero Reside en la cabeza. Por qué cantáis la rosa, ¡Oh Poetas! Hacedla florecer en el poema; Sólo para nosotros Viven todas las cosas bajo el Sol. El Poeta es un pequeño Dios. Que sea un buen día junto a sus familias.
Re: ... de poetas, cuentos y leyendas Del Tiempo Y un astrónomo dijo: << Maestro, ¿quieres hablarnos del Tiempo? >> Y él respondió: Desearíais medir el tiempo, infinito e inconmensurable. Quisierais ajustar vuestra conducta y hasta encauzar la marcha de vuestro espíritu conforme con las horas y las estaciones. Deseáis convertir al tiempo en un torrente en cuyas orillas os sentaríais para contemplar su corriente. * * * No obstante, lo infinito que existe en vosotros conoce lo infinito de la vida. Y sabe también que el ayer es hoy solamente un recuerdo y que mañana será el sueño de hoy. Y que lo que canta y contempla en vosotros está viviendo aún dentro de los límites del primer momento que esparció las estrellas en el cielo. ¿Quién de entre vosotros no siente que su fuerza de amar es ilimitada? Y, sin embargo, ¿quién no siente ese mismo amor, aunque ilimitado, contenido en el centro de su ser, y agitándose no de un pensamiento amoroso a otro, ni de unas hazañas amorosas a otras? Y ¿no es el tiempo al igual que el amor, indivisible e ilimitado? * * * Pero si en vuestro pensamiento necesitáis medir el tiempo por estaciones, permitid que cada una de ellas rodee a las otras. Y permitid que el hoy abrace al pasado con el recuerdo, y al futuro con vehemencia. Kalhil Gibran
Re: ... de poetas, cuentos y leyendas ELLA ESTABA EN EL HORIZONTE Ella estaba en el horizonte. Me acerco dos pasos, ella se aleja dos pasos. Camino dos pasos y el horizonte se corre diez pasos más allá. Por mucho que yo camine, nunca la alcanzaré. ¿Para qué sirve la utopía? Para eso sirve: para caminar. Eduardo Galeano.
Re: ... de poetas, cuentos y leyendas DEL PASADO EFÍMERO Este hombre del casino provinciano que vio a Carancha recibir un día, tiene mustia la tez, el pelo cano, ojos velados por melancolía; bajo el bigote gris, labios de hastío, y una triste expresión, que no es tristeza, sino algo más y menos: el vacío del mundo en la oquedad de su cabeza. Aún luce de corinto terciopelo chaqueta y pantalón abotinado, y un cordobés color de caramelo, pulido y torneado. Tres veces heredó; tres ha perdido al monte su caudal; dos ha enviudado. Sólo se anima ante el azar prohibido, sobre el verde tapete reclinado, o al evocar la tarde de un torero, la suerte de un tahúr, o si alguien cuenta la hazaña de un gallardo bandolero, o la proeza de un matón, sangrienta. Bosteza de política banales dicterios al gobierno reaccionario, y augura que vendrán los liberales, cual torna la cigüeña al campanario. Un poco labrador, del cielo aguarda y al cielo teme; alguna vez suspira, pensando en su olivar, y al cielo mira con ojo inquieto, si la lluvia tarda. Lo demás, taciturno, hipocondriaco, prisionero en la Arcadia del presente, le aburre; sólo el humo del tabaco simula algunas sombras en su frente. Este hombre no es de ayer ni es de mañana, sino de nunca; de la cepa hispana no es el fruto maduro ni podrido, es una fruta vana de aquella España que pasó y no ha sido, esa que hoy tiene la cabeza cana. Antonio Machado
Re: ... de poetas, cuentos y leyendas HAGAMOS UN TRATO... Compañera usted sabe Puede contar conmigo no hasta dos o hasta diez sino contar conmigo Si alguna vez advierte que a los ojos la miro y una veta de amor reconoce en los mios no alerte sus fusiles ni piense que deliro A pesar de esa veta de amor desprevenido Usted sabe que puede contar conmigo Pero hagamos un trato nada definitivo yo quisiera contar con usted Es tan lindo saber que usted existe uno se siente vivo. Quiero decir contar hasta dos o hasta cinco no ya para que acuda presurosa en mi auxilio sino saber y así quedar tranquilo que usted sabe que puede contar conmigo. Mario Benedetti