Re: ... de poetas, cuentos y leyendas De los Apeninos a los Andes Al entrar en Rosario, le pareció que se encontraba en una ciudad ya conocida. Aquellas calles eran interminables, rectas, flanqueadas de casas blancas y bajas, atravesadas en todas direcciones, por encima de los tejados, por espesas fajas de hilos telegráficos y telefónicos, que parecían inmensas telarañas, oyéndose gran ruido de gente, caballos y carruajes. La cabeza se le iba: casi creía que volvía a entrar en Buenos Aires, y que iba otra vez a buscar a su tío. Anduvo cerca de una hora de aquí para allá, dando vueltas y revueltas, y pareciéndole que volvía siempre a la misma calle; y a fuerza de tantas preguntas encontró al fin la casa de su nuevo protector. Tocó la campanilla. Se asomó a la puerta un hombre grueso, rubio, áspero, que tenía aspecto de corredor de comercio, y que le preguntó fríamente con pronunciación extranjera: -¿Qué quieres? El muchacho dijo el nombre del patrón. -El patrón -respondió el corredor- ha salido anoche para Buenos Aires, con toda su familia. El muchacho se quedó paralizado. Después balbuceó: -Pero yo... no tengo a nadie aquí..., ¡soy solo! -Y le dio la tarjeta. El corredor la tomó, la leyó y dijo con mal humor: -No sé qué hacer. Ya le diré dentro de un mes, cuando vuelva... -¡Pero yo estoy solo! ¡Estoy necesitado! -exclamó el chico con voz suplicante. -¡Eh, anda -dijo el otro-; ¿no hay ya bastantes pordioseros de tu país en Rosario? Vete a pedir limosna a Italia. Y le dio con la puerta en las narices. El muchacho se quedó petrificado. Después tomó con desaliento su baúl, y salió con el corazón angustiado, con la cabeza hecha una bomba, y asaltado de un cúmulo de pensamientos desagradables. ¿Qué hacer? ¿A dónde ir? De Rosario a Córdoba hay un día de viaje en ferrocarril. Le quedaba ya muy poco dinero. Deduciendo lo que habría de gastar en aquel día, no le quedaría casi nada. ¿Dónde encontrar dinero para pagarse el viaje? ¡Podía trabajar! Pero ¿cómo? ¿A quién pedir trabajo? ¡Pedir limosna! ¡Ah, no! Ser arrojado, insultado, humillado como hace poco, no; nunca, jamás, ¡prefiero morir! Y ante aquella idea, al ver otra vez delante de sí la inmensa calle que se perdía a lo lejos en la interminable llanura, sintió que le faltaban otra vez las fuerzas, echó a tierra el cofre, se sentó en él apoyando la espalda contra la pared, y se cubrió la cara con las manos, sin llorar, en actitud desconsolada. La gente lo tocaba con los pies al pasar; los carruajes hacían ruido por la calle; algunos muchachos se detenían para mirarlo. Estuvo así buen rato. De su letargo lo sacó una voz que le dijo medio en italiano, medio en lombardo: -¿Qué tienes, chiquillo? Alzó la cara al oír aquellas palabras, y en seguida se puso en pie, lanzando una exclamación de sorpresa: -¿Usted aquí? Era el viejo labrador lombardo, con el cual había contraído amistad durante el viaje. La admiración del viejo no fue menor que la suya. Pero el muchacho no le dejó tiempo para preguntarle, y le contó rápidamente lo ocurrido. (continúa)
Re: ... de poetas, cuentos y leyendas Maia CUENTOS DE AMOR, DE LOCURA Y DE MUERTE Horacio Quiroga LA MIEL SILVESTRE Tengo en el Salto Oriental dos primos, hoy hombres ya, que a sus doce años, y en consecuencia de profundas lecturas de Julio Verne, dieron en la rica empresa de abandonar su casa para ir a vivir al monte. Este queda a dos leguas de la ciudad. Allí vivirían primitivamente de la caza y la pesca. Cierto es que los dos muchachos no se habían acordado particularmente de llevar escopetas ni anzuelos; pero de todos modos el bosque estaba allí, con su libertad como fuente de dicha, y sus peligros como encanto. Desgraciadamente, al segundo día fueron hallados por quienes los buscaban. Estaban bastante atónitos todavía, no poco débiles, y con gran asombro de sus hermanos menores –iniciados también en Julio Verne–, sabían aún andar en dos pies y recordaban el habla. La aventura de los dos robinsones, sin embargo, fuera acaso más formal a haber tenido como teatro otro bosque menos dominguero. Las escapatorias llevan aquí en Misiones a límites imprevistos, y a ello arrastró a Gabriel Benincasa el orgullo de sus stromboot. Benincasa, habiendo concluido sus estudios de contaduría pública, sintió fulminante deseo de conocer la vida de la selva. No fue arrastrado por su temperamento, pues antes bien Benincasa era un muchacho pacífico, gordinflón y de cara rosada, en razón de su excelente salud. En consecuencia, lo suficiente cuerdo para preferir un té con leche y pastelitos, a quién sabe qué fortuita e infernal comida del bosque. Pero así como el soltero que fue siempre juicioso cree de su deber, la víspera de sus bodas, despedirse de la vida libre con una noche de orgía en compañía de sus amigos, de igual modo Benincasa quiso honrar su vida aceitada con dos o tres choques de vida intensa. Y por este motivo remontaba el Paraná hasta un obraje, con sus famosos stromboot. Apenas salido de Corrientes había calzado sus recias botas, pues los yacarés de la orilla calentaban ya el paisaje. Mas a pesar de ello el contador público cuidaba mucho de su calzado, evitándole arañazos y sucios contactos. De este modo llegó al obraje de su padrino, y a la hora tuvo éste que contener el desenfado de su ahijado. –¿Adónde vas ahora? –le había preguntado sorprendido. –Al monte; quiero recorrerlo un poco –repuso Benincasa, que acababa de colgarse el winchester al hombro. –¡Pero infeliz! No vas a poder dar un paso. Sigue la picada, si quieres... O mejor, deja esa arma, y mañana te haré acompañar por un peón. Benincasa renunció a su paseo. No obstante, fue hasta la vera del bosque y se detuvo. Intentó vagamente un paso adentro, y quedó quieto. Metióse las manos en los bolsillos, y miró detenidamente aquella inextricable maraña, silbando débilmente aires truncos. Después de observar de nuevo el bosque a uno y otro lado, retornó bastante desilusionado. Al día siguiente, sin embargo, recorrió la picada central por espacio de una legua, y aunque su fusil volvió profundamente dormido, Benincasa no deploró el paseo. Las fieras llegarían poco a poco. Llegaron éstas a la segunda noche –aunque de un carácter un poco singular. Benincasa dormía profundamente, cuando fue despertado por su padrino. –¡Eh, dormilón! Levántate que te van a comer vivo. Benincasa se sentó bruscamente en la cama, alucinado por la luz de los tres faroles de viento que se movían de un lado a otro en la pieza. Su padrino y dos peones regaban el piso. –¿Qué hay, que hay? –preguntó, echándose al suelo. –Nada... Cuidado con los pies... La corrección. Benincasa había sido ya enterado de las curiosas hormigas a que llamamos corrección. Son pequeñas, negras, brillantes, y marchan velozmente en ríos más o menos anchos. Son esencialmente carnívoras. Avanzan devorando todo lo que encuentran a su paso: arañas, grillos, alacranes, sapos, víboras, y a cuanto ser no puede resistirles. No hay animal, por grande y fuerte que sea, que no huya de ellas. Su entrada en una casa supone la exterminación absoluta de todo ser viviente, pues no hay rincón ni agujero profundo donde no se precipite el río devorador. Los perros aúllan, los bueyes mugen, y es forzoso abandonarles la casa, a trueque de ser roído en diez horas hasta el esqueleto. Permanecen en el lugar uno, dos, hasta cinco días, según su riqueza en insectos, carne o grasa. Una vez devorado todo, se van. No resisten sin embargo a la creolina o droga similar; y como en el obraje abunda aquélla, antes de una hora el chalet quedó libre de la corrección. Benincasa se observaba muy de cerca en los pies la placa lívida de una mordedura. –¡Pican muy fuerte, realmente!– dijo sorprendido, levantando la cabeza hacia su padrino. Este, para quien la observación no tenía ya ningún valor, no respondió, felicitándose en cambio de haber contenido a tiempo la invasión. Benincasa reanudó el sueño, aunque sobresaltado toda la noche por pesadillas tropicales. Al día siguiente se fue al monte, esta vez con un machete, pues había concluido por comprender que tal utensilio le sería en el monte mucho más útil que el fusil. Cierto es que su pulso no era maravilloso, y su acierto, mucho menos. Pero de todos modos lograba trozar las ramas, azotarse la cara y cortarse las botas –todo en uno. El monte crepuscular y silencioso lo cansó pronto. Dábale la impresión – exacta por lo demás– de un escenario visto de día. De la bullente vida tropical, nohay a esa hora más que el teatro helado; ni un animal, ni un pájaro, ni un ruido casi. Benincasa volvía, cuando un sordo zumbido le llamó la atención. A diez metros de él, en un tronco hueco, diminutas abejas aureolaban la entrada del agujero. Se acercó con cautela, y vio en el fondo de la abertura diez o doce bolas oscuras del tamaño de un huevo. –Esto es miel –se dijo el contador público con íntima gula–. Deben de ser bolsitas de cera, llenas de miel Pero entre él, Benincasa, y las bolsitas, estaban las abejas. Después de un momento de descanso, pensó en el fuego: levantaría una buena humareda. La suerte quiso que mientras el ladrón acercaba cautelosamente la hojarasca húmeda, cuatro o cinco abejas se posaran en su mano, sin picarlo. Benincasa cogió una enseguida, y oprimiéndole el abdomen constató que no tenía aguijón. Su saliva, ya liviana, se clarificó en melífica abundancia. ¡Maravillosos y buenos animalitos! En un instante el contador desprendió las bolsitas de cera, y alejándose un buen trecho para escapar al pegajoso contacto de las abejas, se sentó en un raigón. De las doce bolas, siete contenían polen. Pero las restantes estaban llenas de miel, una miel oscura, de sombría transparencia, que Benincasa paladeó golosamente. Sabía distintamente a algo. ¿A qué? El contador no pudo precisarlo. Acaso a resina de frutales o de eucalipto. Y por igual motivo, tenía la densa miel un vago dejo áspero. ¡Más que perfume, en cambio! Benincasa, una vez bien seguro de que sólo cinco bolsitas le serían útiles, comenzó. Su idea era sencilla: tener suspendido el panal goteante sobre su boca. Pero como la miel era espesa, tuvo que agrandar el agujero, después de haber permanecido medio minuto con la boca inútilmente abierta. Entonces la miel asomó, adelgazándose en pesado hilo hasta la lengua del contador. Uno tras otro, los cinco panales se vaciaron así dentro de la boca de Benincasa. Fue inútil que éste prolongara la suspensión, y mucho más que repasara los globos exhaustos; tuvo que resignarse. Entretanto, la sostenida posición de la cabeza en alto lo había mareado un poco. Pesado de miel, quieto y los ojos bien abiertos, Benincasa consideró de nuevo el monte crepuscular. Los árboles y el suelo tomaban posturas por demás oblicuas, y su cabeza acompañaba el vaivén del paisaje. –Qué curioso mareo... –pensó el contador–. Y lo peor es... Al levantarse e intentar dar un paso, se había visto obligado a caer de nuevo sobre el tronco. Sentía su cuerpo de plomo, sobre todo las piernas, como si estuvieran inmensamente hinchadas. Y los pies y las manos le hormigueaban. –¡Es muy raro, muy raro, muy raro! –se repitió estúpidamente Benincasa, sin escudriñar sin embargo el motivo de esa rareza–. Como si tuviera hormigas... La corrección –concluyó. Y de pronto la respiración se le cortó en seco, de espanto. –¡Debe de ser la miel...! ¡Es venenosa...! ¡Estoy envenenado! Y a un segundo esfuerzo para incorporarse, se le erizó el cabello de terror: no había podido ni aun moverse. Ahora la sensación de plomo y el hormigueo subían hasta la cintura. Durante un rato el horror de morir allí, miserablemente solo, lejos de su madre y sus amigos, le cohibió todo medio de defensa. –¡Voy a morir ahora...! ¡De aquí a un rato voy a morir...! ¡Ya no puedo mover la mano...! En su pánico constató sin embargo que no tenía fiebre ni ardor de garganta, y el corazón y pulmones conservaban su ritmo normal. Su angustia cambió de forma. –¡Estoy paralítico, es la parálisis! ¡Y no me van a encontrar...! Pero una invencible somnolencia comenzaba a apoderarse de él, dejándole íntegras sus facultades, a la par que el mareo se aceleraba. Creyó así notar que el suelo oscilante se volvía negro y se agitaba vertiginosamente. Otra vez subió a sumemoria el recuerdo de la corrección, y en su pensamiento se fijó como una suprema angustia la posibilidad de que eso negro que invadía el suelo... Tuvo aún fuerzas para arrancarse a ese último espanto, y de pronto lanzó un grito, un verdadero alarido en que la voz del hombre recobra la tonalidad del niño aterrado: por sus piernas trepaba un precipitado río de hormigas negras. Alrededor de él la corrección devoradora oscurecía el suelo, y el contador sintió por bajo del calzoncillo el río de hormigas carnívoras que subían. Su padrino halló por fin, dos días después, y sin la menor partícula de carne, el esqueleto cubierto de ropa de Benincasa. La corrección que merodeaba aún por allí, y las bolsitas de cera, lo iluminaron suficientemente. No es común que la miel silvestre tenga esas propiedades narcóticas o paralizantes, pero se la halla. Las flores con igual carácter abundan en el trópico, y ya el sabor de la miel denuncia en la mayoría de los casos su condición –tal el dejo a resina de eucalipto que creyó sentir Benincasa.
Re: ... de poetas, cuentos y leyendas Una de las tantas historias y o leyendas que existen, aunque muy triste y funesta quise traerla porque está en la creencia y memoria de la gente. La historia de Rufina se cuenta como tantas otras que sin respuesta por lo que de ahí nace la leyenda de! . . La Dama de blanco . Rufina, un relato que mora el Cementerio de la Recoleta de Buenos Aires, cuenta que esta joven y bella muchacha vivió una vida muy fugaz. Su paso por esta se halla envuelta en una historia de amor, tragedia y espanto. Son varias las versiones que existen sobre su muerte Rufina Cambaceres. Una de ellas cuenta que murió por amor, por sobredosis y otra que murió debido a catalepsia. Rufina Cambaceres era hija de Eugenio Cambaceres destacado escritor de la década del 1800 quien se avocó a contar las hipocresías de la alta sociedad de fines del siglo en sus ásperas obras. Muy cuestuionado por sus mundanos relatos y rechazado socialmente por haber elegido como esposa a Luisa Baccichi, una italiana nacida enTrieste que había arribado al país con un conjunto de balilarinas inmigrantes, tan rechazadas por la alta sociedad de la Buenos Aires de la época. De ese matrimonio nace Rufina quien desde muy temprana edad fue alcanzada por la censura de la que fue víctima también su madre a quien apodaban "La Bachicha" en burla a su apellido y a su raíz. Al morir su padre de tuberculosis Rufina y su madre quedaron solas en un palacete de la calle Montes de Oca. Mas tarde Luisa se convirtió en la “amiga” de Hipólito Irigoyen quién fue el único presidente soltero que tuvo la República Argentina y con quien tuvo un hijo, Luis Herman que pasó a usar el apellido Irigoyen -con "i" latina- anteponiéndoló a su apellido materno. Al cumplir los diecinueve años, en 31 de mayo de 1902 la madre de Rufina dispuso un gran banquete terminando la velada en una funcíon lírica del Teatro Colón. Esa presisa noche marcó el trágico fin de la joven, que según cuentan, mientras se estaba preparando para dirigirse al teatro una amiga íntima le reveló un secreto que la conduciría a la tumba, su novio y su madre eran amantes. Tal noticia y semejante impacto le provocó la muerte en el acto. Uno de los médicos le diagnosticó un síncope y tras ellos otros tres certificaron que Rufina estaba muerta. Días más tarde el cuidador de la bóveda de los Cambaceres comunicó a Luisa que encontró abierto y con la tapa quebrada el féretro de Rufina y el cajón estaba fuera del lugar. Tras abrirlo encontraron a la joven con el rostro y las manos arañados y amoratados. Al parecer habría sufrido un ataque de catalepsia y despertó en la oscuridad del féretro horas más tardes, para si morir en una espantosa agonía y deseperación tratando de liberarse de su funesta envoltura. Oficialmente se dijo que se había tratado de un hurto ya que había sido enterrada con sus joyas. A Luisa le tocó vivir el resto de su vida con el remordimiento de que su hija había sido sepultada viva. Hay otra versión que cuenta que su madre le proporcionaba somnífero para poder encontrarse clandestinamente con su amante y que al parecer esa noche se le administró una dosis más potente que le produjo un coma profundo. Fuera cual fuera la causa de esta trágica muerte, lo cierto es que está la creencia que una dama de blanco ronda por las noches la necrópolis. En su panteón se levanta un monumento que representa a Rufina tratando de abrir una puerta como queriendo escapar de tan triste y horrendo destino.
Re: ... de poetas, cuentos y leyendas Que interesante Maia!!!!... Hay muchas leyendas asi en Buenos Aires!!... Son tristes ,pero parte de la historia, y atrapan!!!...hasta te diria que son un atractivo turístico!
Re: ... de poetas, cuentos y leyendas CUENTOS DE AMOR, DE LOCURA Y DE MUERTE Horacio Quiroga NUESTRO PRIMER CIGARRO Ninguna época de mayor alegría que la que nos proporcionó a María y a mí, nuestra tía con su muerte. Lucía volvía de Buenos Aires, donde había pasado tres meses. Esa noche, cuando nos acostábamos, oímos que Lucía decía a mamá: –¡Qué extraño...! Tengo las cejas hinchadas. Mamá examinó seguramente las cejas de nuestra tía, pues después de un rato contestó: –Es cierto... ¿No sientes nada? –No... Sueño. Al día siguiente, hacia las dos de la tarde, notamos de pronto fuerte agitación en casa, puertas que se abrían y no se cerraban, diálogos cortados de exclamaciones, y semblantes asustados. Lucía tenía viruela, y de cierta especie hemorrágica que había adquirido en Buenos Aires. Desde luego, a mi hermana y a mí nos entusiasmó el drama. Las criaturas tienen casi siempre la desgracia de que las grandes cosas no pasen en su casa. ¡Esta vez nuestra tía –¡casualmente nuestra tía!– enferma de viruela! Yo, chico feliz, contaba ya en mi orgullo la amistad de un agente de policía, y el contacto con un payaso que saltando las gradas había tomado asiento a mi lado. Pero ahora el gran acontecimiento pasaba en nuestra propia casa; y al comunicarlo al primer chico que se detuvo en la puerta de calle a mirar, había ya en mis ojos la vanidad con que una criatura de riguroso luto pasa por primera vez ante sus vecinillos atónitos y envidiosos. Esa misma tarde salimos de casa, instalándonos en la única que pudimos hallar con tanta premura, una vieja quinta de los alrededores. Una hermana de mamá, que había tenido viruela en su niñez, quedó al lado de Lucía. Seguramente en los primeros días mamá pasó crueles angustias por sus hijos que habían besado a la virolenta. Pero en cambio nosotros, convertidos en furiosos robinsones, no teníamos tiempo para acordarnos de nuestra tía. Hacía mucho tiempo que la quinta dormía en su sombrío y húmedo sosiego. Naranjos blanquecinos de diaspis; duraznos rajados en la horqueta; membrillos con aspecto de mimbres; higueras rastreantes a fuerza de abandono, aquello daba, en su tupida hojarasca que ahogaba los pasos, fuerte sensación de paraíso terrenal. Nosotros no éramos precisamente Adán y Eva; pero sí heroicos robinsones, arrastrados a nuestro destino por una gran desgracia de familia: la muerte de nuestra tía, acaecida cuatro días después de comenzar nuestra exploración. Pasábamos el día entero huroneando por la quinta, bien que las higueras, demasiado tupidas al pie, nos inquietaran un poco. El pozo también suscitaba nuestras preocupaciones geográficas. Era éste un viejo pozo inconcluso, cuyos trabajos se habían detenido a los catorce metros sobre un fondo de piedra, y que desaparecía ahora entre los culantrillos y doradillas de sus paredes. Era, sin embargo, menester explorarlo, y por vía de avanzada logramos con infinitos esfuerzos llevar hasta su borde una gran piedra. Como el pozo quedaba oculto tras un macizo de cañas, nos fue permitida esta maniobra sin que mamá se enterase. No obstante, María, cuya inspiración poética privó siempre en nuestras empresas, obtuvo que aplazáramos el fenómeno hasta que una gran lluvia, llenando a medias el pozo, nos proporcionara satisfacción artística a la par que científica. Pero lo que sobre todo atrajo nuestros asaltos diarios fue el cañaveral. Tardamos dos semanas enteras en explorar como era debido aquel diluviano enredo de varas verdes, varas secas, varas verticales, varas oblicuas, varas atravesadas, varas dobladas hacia tierra. Las hojas secas, detenidas en su caída, entretejían el macizo, que llenaba el aire de polvo y briznas al menor contacto. Aclaramos el secreto, sin embargo, y sentados con mi hermana en la sombría guarida de algún rincón, bien juntos y mudos en la semioscuridad, gozamos horas enteras el orgullo de no sentir miedo. Fue allí donde una tarde, avergonzados de nuestra poca iniciativa, inventamos fumar. Mamá era viuda; con nosotros vivían habitualmente dos hermanas suyas, y en aquellos momentos un hermano, precisamente el que había venido con Lucía de Buenos Aires. Este nuestro tío de veinte años, muy elegante y presumido, habíase atribuido sobre nosotros dos cierta potestad que mamá, con el disgusto actual y su falta de carácter, fomentaba. María y yo, por de pronto, profesábamos cordialísima antipatía al padrastrillo. –Te aseguro –decía él a mamá, señalándonos con el mentón– que desearía vivir siempre contigo para vigilar a tus hijos. Te van a dar mucho trabajo. –¡Déjalos! –respondía mamá, cansada. Nosotros no decíamos nada; pero nos mirábamos por encima del plato. A este severo personaje, pues, habíamos robado un paquete de cigarrillos; y aunque nos tentaba iniciarnos súbitamente en la viril virtud, esperamos el artefacto. Este artefacto consistía en un pipa que yo había fabricado con un trozo de caña, por depósito; una varilla de cortina, por boquilla; y por cemento, masilla de un vidrio recién colocado. La pipa era perfecta: grande, liviana y de varios colores. En nuestra madriguera del cañaveral cargámosla María y yo con religiosa y firme unción. Cinco cigarrillos dejaron su tabaco adentro, y sentándonos entonces con las rodillas altas encendí la pipa y aspiré. María, que devoraba mi acto con los ojos, notó que los míos se cubrían de lágrimas: jamás se ha visto ni verá cosa más abominable. Deglutí, sin embargo, valerosamente la nauseosa saliva. –¿Rico? –me preguntó María ansiosa, tendiendo la mano. –Rico –le contesté pasándole la horrible máquina. María chupó, y con más fuerza aún. Yo, que la observaba atentamente, noté a mi vez sus lágrimas y el movimiento simultáneo de labios, lengua y garganta, rechazando aquello. Su valor fue mayor que el mío. –Es rico –dijo con los ojos llorosos y haciendo casi un puchero. Y se llevó heroicamente otra vez a la boca la varilla de bronce. Era inminente salvarla. El orgullo, sólo él, la precipitaba de nuevo a aquel infernal humo con gusto a sal de Chantaud, el mismo orgullo que me había hecho alabarle la nauseabunda fogata. –¡Psht! –dije bruscamente, prestando oído–. Me parece el gargantilla del otro día... Debe de tener nido aquí... María se incorporó, dejando la pipa de lado; y con el oído atento y los ojos escudriñantes, nos alejamos de allí, ansiosos aparentemente de ver al animalito, pero en verdad asidos como moribundos a aquel honorable pretexto de mi invención, para retirarnos prudentemente del tabaco sin que nuestro orgullo sufriera. Un mes más tarde volví a la pipa de caña, pero entonces con muy distinto resultado. Por alguna que otra travesura nuestra, el padrastrillo habíanos levantado ya la voz mucho más duramente de lo que podíamos permitirle mi hermana y yo. Nos quejamos a mamá. –¡Bah!, no hagan caso –nos respondió mamá, sin oírnos casi–. Él es así. –¡Es que nos va a pegar un día! –gimoteó María. –Si ustedes no le dan motivos, no. ¿Qué le han hecho? –añadió dirigiéndose a mí. –Nada, mamá... ¡Pero yo no quiero que me toque! –objeté a mi vez. En este momento entró nuestro tío. –¡Ah! Aquí está el buena pieza de tu Eduardo... ¡Te va a sacar canas este hijo, ya verás! –Se quejan de que quieres pegarles. –¿Yo? –exclamó el padrastrillo midiéndome–. No lo he pensado aún. Pero en cuanto me faltes al respeto... –Y harás bien –asintió mamá. –¡Yo no quiero que me toque! –repetí enfurruñado y rojo–. ¡El no es papá! –Pero a falta de tu pobre padre, es tu tío. En fin, ¡déjenme tranquila! – concluyó apartándonos. Solos en el patio, María y yo nos miramos con altivo fuego en los ojos. –¡Nadie me va a pegar a mí’ –asenté. –¡No... Ni a mí tampoco! –apoyó ella, por la cuenta que le iba. –¡Es un zonzo! Y la inspiración vino bruscamente, y como siempre, a mi hermana, con furibunda risa y marcha triunfal: –¡Tío Alfonso... es un zonzo! ¡Tío Alfonso... es un zonzo! Cuando un rato después tropecé con el padrastrillo, me pareció, por su mirada, que nos había oído. Pero ya habíamos planteado la historia del Cigarro Pateador, pero ya epíteto este a la mayor gloria de la mula Maud. El cigarro pateador consistió, en sus líneas elementales, en un cohete que rodeado de papel de fumar fue colocado en el atado de cigarrillos que tío Alfonso tenía siempre en su velador, usando de ellos a la siesta. Un extremo había sido cortado a fin de que el cigarro no afectara excesivamente al fumador. Con el violento chorro de chispas había bastante, y en su total, todo el éxito estribaba en que nuestro tío, adormilado, no se diera cuenta de la singular rigidez de su cigarrillo. Las cosas se precipitan a veces de tal modo, que no hay tiempo ni aliento para contarlas. Sólo sé que el padrastrillo salió como una bomba de su cuarto, encontrando a mamá en el comedor. –¡Ah, estás acá! ¿Sabes lo que han hecho? ¡Te juro que esta vez se van a acordar de mí! –¡Alfonso! –¿Qué? ¡No faltaba más que tú también...! ¡Si no sabes educar a tus hijos, yo lo voy a hacer! Al oír la voz furiosa del tío, yo, que me ocupaba inocentemente con mi hermana en hacer rayitas en el brocal del aljibe, evolucioné hasta entrar por la segunda puerta en el comedor, y colocarme detrás de mamá. El padrastrillo me vio entonces y se lanzó sobre mí. –¡Yo no hice nada! –grité. –¡Espérate! –rugió mi tío, corriendo tras de mí alrededor de la mesa. –¡Alfonso, déjalo! –¡Después te lo dejaré! –¡Yo no quiero que me toque! –¡Vamos, Alfonso! Pareces una criatura! Esto era lo último que se podía decir al padrastrillo. Lanzó un juramento y sus piernas en mi persecución con tal velocidad, que estuvo a punto de alcanzarme. Pero en ese instante yo salía como de una honda por la puerta abierta, y disparaba hacia la quinta, con mi tío detrás. En cinco segundos pasamos como una exhalación por los durazneros, los naranjos y los perales, y fue en este momento cuando la idea del pozo, y su piedra, surgió terriblemente nítida. –¡No quiero que me toque! –grité aún. –¡Espérate! En ese instante llegamos al cañaveral. –¡Me voy a tirar al pozo! –aullé para que mamá me oyera. –¡Yo soy el que te va a tirar! Bruscamente desaparecí a sus ojos tras las cañas; corriendo siempre, di un empujón a la piedra exploradora que esperaba una lluvia, y salté de costado, hundiéndome bajo la hojarasca. Tío desembocó enseguida, a tiempo que dejando de verme, sentía allá en el fondo del pozo el abominable zumbido de un cuerpo que se aplastaba. El padrastrillo se detuvo, totalmente lívido; volvió a todas partes sus ojos dilatados, y se aproximó al pozo. Trató de mirar adentro, pero los culantrillos se lo impidieron. Entonces pareció reflexionar, y después de una lenta mirada al pozo y sus alrededores, comenzó a buscarme. Como desgraciadamente para el caso, hacía poco tiempo que el tío Alfonso cesara a su vez de esconderse para evitar los cuerpo a cuerpo con sus padres, conservaba aún muy frescas las estrategias subsecuentes, e hizo por mi persona cuanto era posible hacer para hallarme. Descubrió enseguida mi cubil, volviendo pertinazmente a él con admirable olfato; pero aparte de que la hojarasca diluviana me ocultaba del todo, el ruido de mi cuerpo estrellándose obsediaba a mi tío, que no buscaba bien, en consecuencia. Fue pues resuelto que yo yacía aplastado en el fondo del pozo, dando entonces principio a lo que llamaríamos mi venganza póstuma. El caso era bien claro. ¿Con qué cara mi tío contaría a mamá que yo me había suicidado para evitar que él me pegara? Pasaron diez minutos. –¡Alfonso! –sonó de pronto la voz de mamá en el patio. –¿Mercedes? –respondió aquél tras una brusca sacudida. Seguramente mamá presintió algo, porque su voz sonó de nuevo, alterada. –¿Y Eduardo? ¿Dónde está? –agregó avanzando. –¡Aquí, conmigo! –contestó riendo–. Ya hemos hecho las paces. Como de lejos mamá no podía ver su palidez ni la ridícula mueca que él pretendía ser beatífica sonrisa, todo fue bien. –¿No le pegaste, no? –insistió aún mamá. –No. ¡Si fue una broma! Mamá entró de nuevo. ¡Broma! Broma comenzaba a ser la mía para el padrastrillo. Celia, mi tía mayor, que había concluido de dormir la siesta, cruzó el patio, y Alfonso la llamó en silencio con la mano. Momentos después Celia lanzaba un ¡oh! ahogado, llevándose las manos a la cabeza. –¡Pero, cómo! ¡Qué horror! ¡Pobre, pobre Mercedes! ¡Qué golpe! Era menester resolver algo antes que Mercedes se enterara. ¿Sacarme con vida aún...? El pozo tenía catorce metros sobre piedra viva. Tal vez, quién sabe... Pero para ello sería preciso traer sogas, hombres; y Mercedes... –¡Pobre, pobre madre! –repetía mi tía. Justo es decir que para mí, el pequeño héroe, mártir de su dignidad corporal, no hubo una sola lágrima. Mamá acaparaba todos los entusiasmos de aquel dolor, sacrificándole ellos la remota probabilidad de vida que yo pudiera aún conservar allá abajo. Lo cual, hiriendo mi doble vanidad de muerto y de vivo, avivó mi sed de venganza. Media hora después mamá volvió a preguntar por mí, respondiéndole Celia con tan pobre diplomacia, que mamá tuvo enseguida la seguridad de una catástrofe. –¡Eduardo, mi hijo! –clamó arrancándose de las manos de su hermana que pretendía sujetarla, y precipitándose a la quinta. –¡Mercedes! ¡Te juro que no! ¡Ha salido! –¡Mi hijo! ¡Mi hijo! ¡Alfonso! Alfonso corrió a su encuentro, deteniéndola al ver que se dirigía al pozo. Mamá no pensaba en nada concreto; pero al ver el gesto horrorizado de su hermano, recordó entonces mi exclamación de una hora antes, y lanzó un espantoso alarido. –¡Ay! ¡Mi hijo! ¡Se ha matado! ¡Déjame, déjenme! ¡Mi hijo, Alfonso! ¡Me lo has muerto! Se llevaron a mamá sin sentido. No me había conmovido en lo más mínimo la desesperación de mamá, puesto que yo –motivo de aquella– estaba en verdad vivo y bien vivo, jugando simplemente en mis ocho años con la emoción, a manera de los grandes que usan de las sorpresas semitrágicas: ¡el gusto que va a tener cuando me vea! Entretanto, gozaba yo íntimo deleite con el fracaso del padrastrillo. –¡Hum...! ¡Pegarme! –rezongaba yo, aún bajo la hojarasca. Levantándome entonces con cautela, sentéme en cuclillas en mi cubil y recogí la famosa pipa bien guardada entre el follaje. Aquél era el momento de dedicar toda mi seriedad a agotar la pipa. El humo de aquel tabaco humedecido, seco, vuelto a humedecer y resecar infinitas veces, tenía en aquel momento un gusto a cumbarí, solución Coirre y sulfato de soda, mucho más ventajoso que la primera vez. Emprendí, sin embargo, la tarea que sabía dura, con el caño contraído y los dientes crispados sobre la boquilla. Fumé, quiero creer que cuarta pipa. Sólo recuerdo que al final el cañaveral se puso completamente azul y comenzó a danzar a dos dedos de mis ojos. Dos o tres martillos de cada lado de la cabeza comenzaron a destrozarme las sienes, mientras el estómago, instalado en plena boca, aspiraba él mismo directamente las últimas bocanadas de humo. ... Volví en mí cuando me llevaban en brazos a casa. A pesar de lo horriblemente enfermo que me encontraba, tuve el tacto de continuar dormido, por lo que pudiera pasar. Sentí los brazos delirantes de mamá sacudiéndome. –¡Mi hijo querido! ¡Eduardo, mi hijo! ¡Ah, Alfonso, nunca te perdonaré el dolor que me has causado! –¡Pero, vamos! –decíale mi tía mayor–. ¡No seas loca, Mercedes! ¡Ya ves que no tiene nada! –¡Ah! –repuso mamá llevándose las manos al corazón en un inmenso suspiro–. ¡Sí, ya pasó...! Pero dime, Alfonso, ¿cómo pudo no haberse hecho nada? ¡Ese pozo, Dios mío...! El padrastrillo, quebrantado a su vez, habló vagamente de desmoronamiento, tierra blanda, prefiriendo dejar para un momento de mayor calma la solución verdadera, mientras la pobre mamá no se percataba de la horrible infección de tabaco que exhalaba su suicida. Abrí al fin los ojos, me sonreí, y volví a dormirme, esta vez honrada y profundamente. Tarde ya, el tío Alfonso me despertó. –¿Qué merecerías que te hiciera? –me dijo con sibilante rencor–. ¡Lo que es mañana, le cuento todo a tu madre, y ya verás lo que son gracias! Yo veía aún bastante mal, las cosas bailaban un poco, y el estómago continuaba todavía adherido a la garganta. Sin embargo, le respondí: –¡Si le cuentas algo a mamá, lo que es esta vez te juro que me tiro! Los ojos de un joven suicida que fumó heroicamente su pipa, ¿expresan acaso desesperado valor? Es posible que sí. De todos modos el padrastrillo, después de mirarme fijamente, se encogió de hombros, levantando hasta mi cuello la sábana un poco caída. –Me parece que mejor haría en ser amigo de este microbio –murmuró. –Creo lo mismo –le respondí. Y me dormí.
Re: ... de poetas, cuentos y leyendas Bueno,llegamos al último cuento de este libro...que es el que me habina pedido....lo que ocurre es que es muy largo....asi que lo voy a poner en partes. CUENTOS DE AMOR, DE LOCURA Y DE MUERTE Horacio Quiroga LA MENINGITIS Y SU SOMBRA No vuelvo de mi sorpresa. ¿Qué diablos quieren decir la carta de Funes, y luego la charla del médico? Confieso no entender una palabra de todo esto. He aquí las cosas. Hace cuatro horas, a las siete de la mañana, recibo una tarjeta de Funes, que dice así: Estimado amigo: Si no tiene inconveniente, le ruego que pase esta noche por casa. Si tengo tiempo iré a verlo antes. Muy suyo Luis María Funes. Aquí ha comenzado mi sorpresa. No se invita a nadie, que yo sepa, a las siete de la mañana para una presunta conversación en la noche, sin un motivo serio. ¿Qué me puede querer Funes? Mi amistad con él es bastante vaga, y en cuanto a su casa, he estado allí una sola vez. Por cierto que tiene dos hermanas bastante monas. Así, pues, he quedado intrigado. Esto en cuanto a Funes. Y he aquí que una hora después, en el momento en que salía de casa, llega el doctor Ayestarain, otro sujeto de quien he sido condiscípulo en el colegio nacional, y con quien tengo en suma la misma relación a lo lejos que con Funes. Y el hombre me habla de a, b y c, para concluir: –Veamos, Durán: Usted comprende de sobra que no he venido a verlo a esta hora para hablarle de pavadas, ¿no es cierto? –Me parece que sí –no pude menos que responderle. –Es claro. Así, pues, me va a permitir una pregunta, una sola. Todo lo que tenga de indiscreta, se lo explicaré enseguida. ¿Me permite? –Todo lo que quiera –le respondí francamente, aunque poniéndome al mismo tiempo en guardia. Ayestarain me miró entonces sonriendo, como se sonríen los hombres entre ellos, y me hizo esta pregunta disparatada: –¿Qué clase de inclinación siente usted hacia María Elvira Funes? ¡Ah, ah! ¡Por aquí andaba la cosa, entonces! ¡María Elvira Funes, hermana de Luis María Funes, todos en María! ¡Pero si apenas conocía a esa persona! Nada extraño, pues, que mirara al médico como quien mira a un loco. –¿María Elvira Funes? –repetí–. Ningún grado ni ninguna inclinación. La conozco apenas. Y ahora... –No, permítame –me interrumpió–. Le aseguro que es una cosa bastante seria... ¿Me podría dar palabra de compañero de que no hay nada entre ustedes dos? –¡Pero está loco! –le dije al fin–. ¡Nada, absolutamente nada! Apenas la conozco, vuelvo a repetirle, y no creo que ella se acuerde de haberme visto jamás. He hablado un minuto con ella, ponga dos, tres, en su propia casa, y nada más. No tengo, por lo tanto, le repito por décima vez, inclinación particular hacia ella. –Es raro, profundamente raro... –murmuró el hombre, mirándome fijamente. Comenzaba ya a serme pesado el galeno, por eminente que fuese –y lo era– , pisando un terreno con el que nada tenían que ver sus aspirinas. –Creo que tengo ahora el derecho... Pero me interrumpió de nuevo: –Sí, tiene derecho de sobra... ¿Quiere esperar hasta esta noche? Con dos palabras podrá comprender que el asunto es de todo, menos de broma... La persona de quien hablamos está gravemente enferma, casi a la muerte... ¿Entiende algo? –concluyó, mirándome bien a los ojos. Yo hice lo mismo con él durante un rato. –Ni una palabra –le contesté. –Ni yo tampoco –apoyó, encogiéndose de hombros. Por eso le he dicho que el asunto es bien serio... Por fin esta noche sabremos algo. ¿Irá allá? Es indispensable. –Iré –le dije, encogiéndome a mi vez de hombros. Y he aquí por qué he pasado todo el día preguntándome como un idiota qué relación puede existir entre la enfermedad gravísima de una hermana de Funes, que apenas me conoce, y yo, que la conozco apenas. Vengo de lo de Funes. Es la cosa más extraordinaria que haya visto en mi vida. Metempsicosis, espiritismos, telepatías y demás absurdos del mundo interior, no son nada en comparación de este mi propio absurdo en que me veo envuelto. Es un pequeño asunto para volverse loco. Véase: Fui a lo de Funes. Luis María me llevó al escritorio. Hablamos un rato, esforzándonos como dos zonzos –puesto que comprendiéndolo así evitábamos mirarnos– en charlar de bueyes perdidos. Por fin entró Ayestarain, y Luis María salió, dejándome sobre la mesa el paquete de cigarrillos, pues se me habían concluido los míos. Mi ex condiscípulo me contó entonces lo que en resumen es esto: Cuatro o cinco noches antes, al concluir un recibo en su propia casa, María Elvira se había sentido mal. Cuestión de un baño demasiado frío esa tarde, según opinión de la madre. Lo cierto es que había pasado la noche fatigada, y con buen dolor de cabeza. A la mañana siguiente, mayor quebranto, fiebre; y a la noche, una meningitis, con todo su cortejo. El delirio, sobre todo, franco y prolongado a más no pedir. Concomitantemente, una ansiedad angustiosa, imposible de calmar. Las proyecciones psicológicas del delirio, por decirlo así, se erigieron y giraron desde la primera noche alrededor de un solo asunto, uno solo, pero que absorbe su vida entera. –Es una obsesión –prosiguió Ayestarain–, una sencilla obsesión a cuarenta y un grados. La enferma tiene constantemente fijos los ojos en la puerta, pero no llama a nadie. Su estado nervioso se resiente de esa muda ansiedad que la está matando, y desde ayer hemos pensado con mis colegas en calmar eso... No puede seguir así. ¿Y sabe usted –concluyó– a quién nombra cuando el sopor la aplasta? –No sé... –le respondí, sintiendo que mi corazón cambiaba bruscamente de ritmo. –A usted –me dijo, pidiéndome fuego. Quedamos, bien se comprende, un rato mudos. –¿No entiende todavía? –dijo al fin. –Ni una palabra... –murmuré aturdido, tan aturdido como puede estarlo un adolescente que a la salida del teatro ve a la primera gran actriz que desde la penumbra del coche mantiene abierta hacia él la portezuela... Pero yo tenía ya casi treinta años, y pregunté al médico qué explicación se podía dar de eso. –¿Explicación? Ninguna. Ni la más mínima. ¿Qué quiere usted que se sepa de eso? Ah, bueno... Si quiere una a toda costa, supóngase que en una tierra hay un millón, dos millones de semillas distintas, como en cualquier parte. Viene un terremoto, remueve como un demonio todo eso, tritura el resto, y brota una semilla, una cualquiera, de arriba o del fondo, lo mismo da. Una planta magnífica... ¿Le basta eso? No podría decirle una palabra más. ¿Por qué usted, precisamente, que apenas la conoce, y a quien la enferma no conoce tampoco más, ha sido en su cerebro delirante la semilla privilegiada? ¿Qué quiere que se sepa de esto? –Sin duda... –repuse a su mirada siempre interrogante, sintiéndome al mismo tiempo bastante enfriado al verme convertido en sujeto gratuito de divagación cerebral, primero, y en agente terapéutico, después. En ese momento entró Luis María. –Mamá lo llama –dijo al médico. Y volviéndose a mí, con una sonrisa forzada: –¿Lo enteró Ayestarain de lo que pasa?... Sería cosa de volverse loco con otra persona... Esto de otra persona merece una explicación. Los Funes, y en particular la familia de que comenzaba yo a formar tan ridícula parte, tienen un fuerte orgullo; por motivos de abolengo, supongo, y por su fortuna, que me parece lo más probable. Siendo así, se daban por pasablemente satisfechos de que las fantasías amorosas del hermoso retoño se hubieran detenido en mí, Carlos Durán, ingeniero, en vez de mariposear sobre un sujeto cualquiera de insuficiente posición social. Así, pues, agradecí en mi fuero interno el distingo de que me hacía honor el joven patricio. –Es extraordinario... –recomenzó Luis María, haciendo correr con disgusto los fósforos sobre la mesa. Y un momento después, con una nueva sonrisa forzada: –¿No tendría inconveniente en acompañarnos un rato? ¿Ya sabe, no? Creo que vuelve Ayestarain... En efecto, éste entraba. –Empieza otra vez... –Sacudió la cabeza, mirando únicamente a Luis María. Luis María se dirigió entonces a mí con la tercera sonrisa forzada de esa noche: –¿Quiere que vayamos? –Con mucho gusto –le dije. Y fuimos. Entró el médico sin hacer ruido, entró Luis María, y por fin entré yo, todos con cierto intervalo. Lo que primero me chocó, aunque debía haberlo esperado, fue la penumbra del dormitorio. La madre y la hermana de pie me miraron fijamente, respondiendo con una corta inclinación de cabeza a la mía, pues creí no deber pasar de allí. Ambas me parecieron mucho más altas. Miré la cama, y vi, bajo la bolsa de hielo, dos ojos abiertos vueltos a mí. Miré al médico, titubeando, pero éste me hizo una imperceptible seña con los ojos, y me acerqué a la cama. Yo tengo alguna idea, como todo hombre, de lo que son dos ojos que nos aman cuando uno se va acercando despacio a ellos. Pero la luz de aquellos ojos, la felicidad en que se iban anegando mientras me acercaba, el mareado relampagueo de dicha –hasta el estrabismo–cuando me incliné sobre ellos, jamás en un amor normal a treinta y siete grados los volveré a hallar. La enferma balbuceó algunas palabras, pero con tanta dificultad de sus labios resecos, que nada oí. Creo que me sonreí como un estúpido (¡qué iba a hacer, quiero que me digan!), y ella tendió entonces su brazo hacia mí. Su intención era tan inequívoca que le tomé la mano. –Siéntese ahí –murmuró. Luis María corrió el sillón hacia la cama y me senté. Véase ahora si ha sido dado a persona alguna una situación más extraña y disparatada: Yo, en primer término, puesto que era el héroe, teniendo en la mía una mano ardiendo en fiebre y en un amor totalmente equivocado. En el lado opuesto, de pie, el médico. A los pies de la cama, sentado, Luis María. Apoyadas en el respaldo, en el fondo, la mamá y la hermana. Y todos sin hablar, mirándonos a la enferma y a mía con el ceño fruncido. (continua)
Re: ... de poetas, cuentos y leyendas Pablo Neruda: Puedo escribir los versos más tristes esta noche Puedo escribir los versos más tristes esta noche. Escribir, por ejemplo: "La noche está estrellada, y tiritan, azules, los astros, a lo lejos." El viento de la noche gira en el cielo y canta. Puedo escribir los versos más tristes esta noche. Yo la quise, y a veces ella también me quiso. En las noches como esta la tuve entre mis brazos. La besé tantas veces bajo el cielo infinito. Ella me quiso, a veces yo también la quería. Cómo no haber amado sus grandes ojos fijos. Puedo escribir los versos más tristes esta noche. Pensar que no la tengo. Sentir que la he perdido. Oir la noche inmensa, más inmensa sin ella. Y el verso cae al alma como al pasto el rocío. Qué importa que mi amor no pudiera guardarla. La noche esta estrellada y ella no está conmigo. Eso es todo. A lo lejos alguien canta. A lo lejos. Mi alma no se contenta con haberla perdido. Como para acercarla mi mirada la busca. Mi corazón la busca, y ella no está conmigo. La misma noche que hace blanquear los mismos árboles. Nosotros, los de entonces, ya no somos los mismos. Ya no la quiero, es cierto, pero cuánto la quise. Mi voz buscaba el viento para tocar su oído. De otro. Será de otro. Como antes de mis besos. Su voz, su cuerpo claro. Sus ojos infinitos. Ya no la quiero, es cierto, pero tal vez la quiero. Es tan corto el amor, y es tan largo el olvido. Porque en noches como esta la tuve entre mis brazos, mi alma no se contenta con haberla perdido. Aunque este sea el ultimo dolor que ella me causa, y estos sean los ultimos versos que yo le escribo.
Re: ... de poetas, cuentos y leyendas CUENTOS DE AMOR, DE LOCURA Y DE MUERTE Horacio Quiroga LA MENINGITIS Y SU SOMBRA(continuación) ¿Qué iba a hacer yo? ¿Qué iba a decir? Preciso es que piensen un momento en esto. La enferma, por su parte, arrancaba a veces sus ojos de los míos y recorría con dura inquietud los rostros presentes uno tras otro, sin reconocerlos, para dejar caer otra vez su mirada sobre mí, confiada en profunda felicidad. ¿Qué tiempo estuvimos así? No sé; acaso media hora, acaso mucho más. Un momento intenté retirar la mano, pero la enferma la oprimió más entre la suya. –Todavía no... –murmuró, tratando de hallar más cómoda postura a su cabeza. Todos acudieron, se estiraron las sábanas, se renovó el hielo, y otra vez los ojos se fijaron en inmóvil dicha. Pero de vez en cuando tornaban a apartarse inquietos y recorrían las caras desconocidas. Dos o tres veces miré exclusivamente al médico; pero éste bajó las pestañas, indicándome que esperara. Y tuvo razón al fin, porque de pronto, bruscamente, como un derrumbe de sueño, la enferma cerró los ojos y se durmió. Salimos todos, menos la hermana, que ocupó mi lugar en el sillón. No era fácil decir algo –yo al menos. La madre, por fin, se dirigió a mí con una triste y seca sonrisa: –Qué cosa más horrible, ¿no? ¡Da pena! ¡Horrible, horrible! No era la enfermedad, sino la situación lo que les parecía horrible. Estaba visto que todas las galanterías iban a ser para mí en aquella casa. Primero el hermanito, luego la madre... Ayestarain, que nos había dejado un instante, salió muy satisfecho del estado de la enferma; descansaba con una placidez desconocida aún. La madre miró a otro lado, y yo miré al médico. Podía irme, claro que sí, y me despedí. He dormido mal, lleno de sueños que nada tienen que ver con mi habitual vida. Y la culpa de ello está en la familia Funes, con Luis María, madre, hermanas y parientes colaterales. Porque si se concreta bien la situación, ella da lo siguiente: Hay una joven de diecinueve años, muy bella sin duda alguna, que apenas me conoce y a quien yo le soy profunda y totalmente indiferente. Esto en cuanto a María Elvira. Hay, por otro lado, un sujeto joven también –ingeniero, si se quiere– que no recuerda haber pensado dos veces seguidas en la joven en cuestión. Todo esto es razonable, inteligible y normal. Pero he aquí que la joven hermosa se enferma, de meningitis o cosa por el estilo, y en el delirio de la fiebre, única y exclusivamente en el delirio, se siente abrasada de amor. ¿Por un primo, un hermano de sus amigos, un joven mundano que ella conoce bien? No señor; por mí. ¿Es esto bastante idiota? Tomo, pues, una determinación que haré conocer al primero de esa bendita casa que llegue hasta mi puerta. ¡Sí, es claro! Como lo esperaba. Ayestarain estuvo este mediodía a verme. No pude menos que preguntarle por la enferma, y su meningitis. –¿Meningitis? –me dijo–. ¡Sabe Dios lo que es! Al principio parecía eso, y anoche también... Hoy ya no tenemos idea de lo que será. –Peor en fin –objeté–, siempre una enfermedad cerebral... –Y medular, claro está... Con unas lesioncillas quién sabe dónde... ¿usted entiende algo de medicina? –Muy vagamente... –Bueno; hay una fiebre remitente, que no sabemos de dónde sale... Era un caso para marchar a todo escape a la muerte... Ahora hay remisiones, tac–tac– tac, justas remisiones como un reloj –Pero el delirio –insistí–, ¿existe siempre? –¡Ya lo creo! Hay de todo allí... Y a propósito, esta noche lo esperamos. Ahora me había llegado el turno de hacer medicina a mi modo. Le dije que mi propia sustancia había cumplido ya su papel curativo la noche anterior, y que no pensaba ir más. Ayestarain me miró fijamente: –¿Por qué? ¿Qué le pasa? –Nada, sino que no creo sinceramente ser necesario allá... Dígame: ¿usted tiene idea de lo que es estar en una posición humillantemente ridícula; sí o no? –No se trata de eso... –Sí, se trata de eso, de desempeñar un papel estúpido... ¡Curioso que no comprenda! –Comprendo de sobra... Pero me parece algo así como..., no se ofenda, cuestión de amor propio. –¡Muy lindo! –salté–. ¡Amor propio! ¡Y ¡n se les ocurra otra cosa! ¡Les parece cuestión de amor propio ir a sentarse como un idiota para que me tomen la mano la noche entera ante toda la parentela con el ceño fruncido! Si a ustedes les parece una simple cuestión de amor propio, arréglense entre ustedes. Yo tengo otras cosas que hacer. Ayestarain comprendió, al parecer, la parte de verdad que había en lo anterior, porque no insistió y hasta que se fue no volvimos a hablar del asunto. Todo esto está bien. Lo que no lo está tanto es que hace diez minutos acabo de recibir una esquela del médico, así concebida: Amigo Durán: Con todo su bagaje de rencores, nos es usted indispensable esta noche. Supóngase una vez más que usted hace de cloral, veronal, el hipnótico que menos le irrite los nervios, y véngase. Dije un momento antes que lo malo era la precedente carta. Y tengo razón, porque desde esta mañana no esperaba sino esta carta... Durante siete noches consecutivas –de once a una de la mañana, momento en que me remitía la fiebre, y con ella el delirio– he permanecido al lado de María Elvira Funes, tan cerca como pueden estarlo dos amantes. Me ha tendido a veces su mano como la primera noche, y otras se ha preocupado de deletrear mi nombre, mirándome. Sé a ciencia cierta, pues, que me ama profundamente en ese estado, no ignorando tampoco que en sus momentos de lucidez no tiene la menor preocupación por mi existencia, presente o futura. Esto crea así un caso de psicología singular de que in novelista podría sacar algún partido. Por lo que a mí se refiere, sé decir que esta doble vida sentimental me ha tocado fuertemente el corazón. El caso es éste: María Elvira, si es que acaso no le he dicho, tiene los ojos más admirables del mundo. Está bien que la primera noche yo no viera en su mirada sine el reflejo de mi propia ridiculez de remedio inocuo. La segunda noche sentí menos mi insuficiencia real. La tercera vez no me costó esfuerzo alguno sentirme el ente dichoso que simulaba ser, y desde entonces vivo y sueño ese amor con la fiebre enlaza su cabeza a la mía. ¿Qué hacer? Bien sé que todo esto es transitorio, que de día ella no sabe quién soy, y que yo mismo acaso no la ame cuando la vea de pie. Pero los sueños de amor, aunque sean de dos horas y a cuarenta grados, se pagan en el día, y mucho me temo que si hay una persona en el mundo a la cual esté expuesto a amar a plena luz, ella no sea mi vano amor nocturno... Amo, pues, una sombra, y pienso con angustia en el día que Ayestarain considere a su enferma fuera de peligro, y no precise más de mí. Crueldad esta que apreciarán en toda su cálida simpatía los hombres que están enamorados –de una sombra o no. Ayestarain acaba de salir. Me, ha dicho que la enferma sigue mejor, y que mucho se equivoca, o me veré uno de estos días libre de la presencia de María Elvira. –Sí, compañero –me dice–. Libre de veladas ridículas, de amores cerebrales y ceños fruncidos... ¿Se acuerda? Mi cara no debe expresar suprema alegría, porque el taimado galeno se echa a reír y agrega: –Le vamos a dar en cambio una compensación... Los Funes han vivido estos quince días con la cabeza en el aire, y no extrañe pues si han olvidado muchas cosas, sobre todo en lo que a usted se refiere... Por lo pronto, hoy cenamos allá. Sin su bienaventurada persona, dicho sea de paso, y el amor de marras, no sé en qué hubiera acabado aquello... ¿Qué dice usted? –Digo –le he respondido–, que casi estoy tentado de declinar el honor que me hacen los Funes, admitiéndome a su mesa... Ayestarain se echó a reír. –¡No embrome!... Le repito que no sabía dónde tenían la cabeza... –Pero para opio, y morfina, y calmante de mademoiselle, sí, ¿eh? ¡Para eso no se olvidaban de mí! Mi hombre se puso serio y me miró detenidamente. –¿Sabe lo que pienso, compañero? –Diga. –Que usted es el individuo más feliz de la tierra. –¿Yo, feliz?... –O más suertudo. ¿Entiende ahora? –Y quedó mirándome. ¡Hum! –me dije a mí mismo–: O yo soy un idiota, que es lo más posible, o este galeno merece que lo abrace hasta romperle el termómetro en el bolsillo. El maligno tipo sabe más de lo que parece, y acaso, acaso... Pero vuelvo a lo de idiota, que es lo más seguro. –¿Feliz?... –repetí sin embargo–. ¿Por el amor estrafalario que usted ha inventado con su meningitis? Ayestarain tornó a mirarmefijamente, pero esta vez creí notar un vago, vaguísimo dejo de amargura. –Y aunque no fuera más que eso, grandísimo zonzo... –ha murmurado, cogiéndome del brazo para salir. En el camino –hemos ido al Aguila, a tomar el vermut– me ha explicado bien claro tres cosas. 1º: que mi presencia al lado de la enferma era absolutamente necesaria, dado el estado de profunda excitación–depresión, todo en uno, de su delirio. 2º: que los Funes lo habían comprendido así, ni más ni menos, a despecho de lo raro, subrepticio e inconveniente que pudiera parecer la aventura, constándoles, está claro, lo artificial de todo aquel amor. 3º: que los Funes han confiado sencillamente en mi educación, para que me dé cuenta –sumamente clara– del sentido terapéutico que ha tenido mi presencia ante la enferma, y la de la enferma ante mí. – Sobre todo lo último, ¿eh? –he agregado a guisa de comentario. El objeto de toda esta charla es éste: que no vaya yo jamás a creer que María Elvira siente la menor inclinación real hacia mí. ¿Es eso? –¡Claro! –Se ha encogido de hombros el médico–. Póngase usted en el lugar de ellos... Y tiene razón el bendito hombre. Porque a la sola probabilidad de que ella... (continúa)
Re: ... de poetas, cuentos y leyendas Maia ¡Qué triste la historia de Rufina! Clause ¡Qué grande Neruda! ¡Gracias a las dos por todo lo que aprendo! Pero como yo soy rockera acá va una poesía de David Bowie, a ver qué les parece... As the world falls down “Laberinto” - David Bowie Hay tanto triste amor en tus ojos como una pálida joya. Abiertos o cerrados adentro de tus ojos pondré el cielo... Adentro de tus ojos. Un corazón tan engañado latiendo tan fuerte, buscando nuevos sueños... Un amor que dure... Dentro de tu corazón pondré la luna. Cómo pasa el dolor... No tiene sentido para ti. No queda emoción, no fue gran diversión. Pero estaré allí por ti mientras el mundo se cae. Se enamora. Pintaré tus mañanas de oro, tejeré tus atardeceres. Elegiremos un camino entre las estrellas. Dejaré mi amor entre las estrellas. Cómo pasa el dolor, no tiene sentido para ti. No queda emoción, no fue gran diversión pero estaré allí por ti mientras el mundo se cae. David Bowie (Tema de amor de la película “Laberinto”) Las quiero mucho Maia y Clause
Re: ... de poetas, cuentos y leyendas Me alegra que te guste, Clau, porque David es mi músico preferido de todos los tiempos; la música también es preciosa, está en You Tube el video pero lloro como tonta cuando lo veo Me quedó en versito Acá el clima poético es contagioso
Re: ... de poetas, cuentos y leyendas CUENTOS DE AMOR, DE LOCURA Y DE MUERTE Horacio Quiroga(continuación) LA MENINGITIS Y SU SOMBRA Anoche cené en lo de Funes. No era precisamente una comida alegre, si bien Luis María, por lo menos, estuvo muy cordial conmigo. Querría decir lo mismo de la madre, pero por más esfuerzos que la dama hacía para tornarme grata la mesa, evidentemente no ve en mí sino a un intruso a quien en ciertas horas su hija prefiere un millón de veces. Está celosa, y no debemos condenarla. Por lo demás, se alternaban con su hija para ir a ver a la enferma. Esta había tenido un buen día, tan bueno que por primera vez después de quince días no hubo esa noche subida seria de fiebre, y aunque me quedé hasta la una por pedido de Ayestarain, tuve que volverme a casa sin haberla visto un instante. ¿Se comprende esto? ¡No verla en todo el día! ¡Ah! Si por bendición de Dios, la fiebre de cuarenta, ochenta, ciento veinte grados, cualquier fiebre, cayera esta noche sobre su cabeza... ¡Y aquí!: Esta sola línea del bendito Ayestarain: Delirio de nuevo. Venga enseguida. Todo lo antedicho es suficiente para enloquecer bien que mal a un hombre discreto. Véase esto ahora: Cuando entré anoche, María Elvira me tendió su brazo como la primera vez. Acostó su cara sobre la mejilla izquierda, y cómoda así, fijó los ojos en mí. No sé qué me decían sus ojos; posiblemente me daban toda su vida y toda su alma en una entrega infinitamente dichosa. Sus labios me dijeron algo, y tuve que inclinarme para oír: –Soy feliz. –Se sonrió. Pasado un momento sus ojos me llamaron de nuevo, y me incliné otra vez. –Y después... –murmuró apenas, cerrando los ojos con lentitud. Creo que tuvo una súbita fuga de ideas. Pero la luz, la insensata luz que extravía la mirada en los relámpagos de felicidad, inundó de nuevo sus ojos. Y esta vez oí bien claro, sentí claramente en mis oídos esta pregunta: –Y cuando sane y no tenga más delirio..., ¿me querrás todavía? ¡Locura que se ha sentado a horcajadas sobre mi corazón! ¡Después! ¡Cuando no tenga más delirio! ¿Pero estábamos todos locos en la casa, o había allí, proyectado fuera de mí mismo, un eco a mi incesante angustia del después? ¿Cómo es posible que ella dijera eso? ¿Había meningitis o no? ¿Había delirio o no? Luego mi María Elvira... No sé qué contesté; presumo que cualquier cosa a escandalizar a la parentela completa si me hubieran oído. Pero apenas había murmurado yo; apenas había murmurado ella con una sonrisa... Y se durmió. De vuelta a casa, mi cabeza era un vértigo vivo, con locos impulsos de saltar al aire y lanzar alaridos de felicidad. ¿Quién de entre nosotros, puede jurar que no hubiera sentido lo mismo? Porque las cosas, para ser claras, deben ser planteadas así: La enferma con delirio, que por una aberración psicológica cualquiera, ama únicamente en su delirio, a X. Esto por un lado. Por el otro, el mismo X, que desgraciadamente para él, no se siente con fuerzas para concretarse a su papel medicamentoso. Y he aquí que la enferma, con su meningitis y su inconsciencia –su incontestable inconsciencia–, murmura a nuestro amigo: –Y cuando no tenga más delirio... ¿me querrás todavía? Esto es lo que yo llamo un pequeño caso de locura, claro y rotundo. Anoche, cuando llegaba a casa, creí un momento haber hallado la solución, que sería ésta: María Elvira, en su fiebre, soñaba que estaba despierta. ¿A quién no ha sido dado soñar que está soñando? Ninguna explicación más sencilla, claro está. Pero cuando por pantalla de ese amor mentido hay dos ojos inmensos, que empapándonos de dicha se anegan ellos mismos en un amor que no se puede mentir; cuando se ha visto a esos ojos recorrer con dura extrañeza los rostros familiares, para caer en extática felicidad ante uno mismo, pese al delirio y cien mil delirios como ése, uno tiene el derecho de soñar toda la noche con aquel amor –o seamos más explícitos–: con María Elvira Funes. ¡Sueño, sueño y sueño! Han pasado dos meses, y creo a veces soñar aún. ¿Fui yo o no, por Dios bendito, aquel a quien se le tendió la mano, y el brazo desnudo hasta el codo, cuando la fiebre tornaba hostiles aún los rostros bien amados de la casa? ¿Fui yo o no el que apaciguó con sus ojos, durante minutos inmensos de eternidad, la mirada mareada de amor de mi María Elvira? Si, fui yo. Pero eso está acabado, concluido, finalizado, muerto, inmaterial, como si nunca hubiera sido. Y sin embargo... Volví a verla veinte días después. Ya estaba sana, y cené con ellos. Hubo al principio una evidente alusión a los desvaríos sentimentales de la enferma, todo con gran tacto de la casa, en lo que cooperé cuanto me fue posible, pues en esos veinte días transcurridos no había sido mi preocupación menor pensar en la discreción de que debía yo hacer gala en esa primera entrevista. Todo fue a pedir de boca, no obstante. –Y usted –me dijo la madre sonriendo–, ¿ha descansado del todo de las fatigas que le hemos dado? –¡Oh, era muy poca cosa!... Y aún –concluí riendo también– estaría dispuesto a soportarlas de nuevo... María Elvira se sonrió a su vez. –Usted sí; pero yo no; ¡le aseguro! La madre la miró con tristeza: –¡Pobre mi hija! Cuando pienso en los disparates que se te han ocurrido... En fin –se volvió a mí con agrado–. Usted es ahora, podríamos decir, de la casa, y le aseguro que Luis María lo estima muchísimo. El aludido me puso la mano en el hombro y me ofreció cigarillos. –Fume, fume, y no haga caso. –¡Pero Luis María! –le reprochó la madre, semiseria–. ¡Cualquiera creería al oírte que le estamos diciendo mentiras a Durán! –No, mamá; lo que dices está perfectamente bien dicho; pero Durán me entiende. Lo que yo entendía era que Luis María quería cortar con amabilidades más o menos sosas; pero no se lo agradecía en lo más mínimo. Entretanto, cuantas veces podía, sin llamar la atención, fijaba los ojos en María Elvira. ¡Al fin! Ya la tenía ante mí, sana, bien sana. Había esperado y temido con ansia ese instante. Había amado una sombra, o más bien dicho, dos ojos y treinta centímetros de brazo, pues el resto era una larga mancha blanca. Y de aquella penumbra, como de un capullo taciturno, se había levantado aquella espléndida figura fresca, indiferente y alegre, que no me conocía. Me miraba como a un amigo de la casa, en el que es preciso detener un segundo los ojos cuando se cuenta algo o se comenta una frase risueña. Pero nada más. Ni el más leve rastro de lo pasado, ni siquiera afectación de no mirarme, con lo que había yo contado como último triunfo de mi juego. Era un sujeto –no digamos sujeto, sino ser– absolutamente desconocido para ella. Y piénsese ahora en la gracia que me hacía recordar, mientras la miraba, que una noche esos mismos ojos ahora frívolos me habían dicho, a ocho dedos de los míos: –¿Y cuando esté sana... me querrás todavía? ¡A qué buscar luces, fuegos fatuos de una felicidad muerta, sellada a fuego en el cofrecillo hormigueante de una fiebre cerebral! Olvidarla... Siendo lo que hubiera deseado, era precisamente lo que no podía hacer. Más tarde, en el hall, hallé modo de aislarme con Luis María, mas colocando a éste entre María Elvira y yo; podía así mirarla impunemente so pretexto de que mi vista iba naturalmente más allá de mi interlocutor. Y es extraordinario cómo su cuerpo, desde el más alto cabello de su cabeza al tacón de sus zapatos, en un vivo deseo, y cómo al cruzar el hall para ir adentro, cada golpe de su falda contra el charol iba arrastrando mi alma como un papel. Volvió, se rió, cruzó rozando a mi lado, sonriéndome forzosamente, pues estaba a su paso, mientras yo, como un idiota, continuaba soñando con una súbita detención a mi lado, y no una, sino dos manos, puestas sobre mis sienes: –Y bien: ahora que me has visto de pie, ¿me quieres todavía? ¡Bah! Muerto, bien muerto me despedí y oprimí un instante aquella mano fría, amable y rápida. Hay, sin embargo, una cosa absolutamente cierta, y es ésta: María Elvira puede no recordar lo que sintió en sus días de fiebre; admito esto. Pero está perfectamente enterada de lo que pasó, por los cuentos posteriores. Luego, es imposible que yo esté para ella desprovisto del menor interés. De encantos –¡Dios me perdone!– todo lo que ella quiera. Pero de interés, el hombre con quien se ha soñado veinte noches seguidas, eso no. Por lo tanto, su perfecta indiferencia a mi respecto no es racional. ¿Qué ventajas, qué remota probabilidad de dicha puede reportarme constatar esto? Ninguna, que yo vea. María Elvira se precave así contra mis posibles pretensiones por aquello; he aquí todo. En lo que no tiene razón. Que me guste desesperadamente, muy bien. Pero que vaya yo a exigir el cumplimiento de un pagaré de amor firmado sobre una carpeta de meningitis, ¡diablo! eso no. Nueve de la mañana. No es hora sobremanera decente de acostarse, pero así es. Del baile de lo de Rodríguez Peña, a Palermo. Luego al bar. Todo perfectamente solo. Y ahora a la cama. Pero no sin disponerme a concluir el paquete de cigarrillos, antes de que el sueño venga. Y aquí está la causa: bailé anoche con María Elvira. Y después de bailar, hablamos así: –Estos puntitos en la pupila –me dijo, frente uno de otro en la mesita del buffet–, no se han ido aún. No sé qué será... Antes de mi enfermedad no los tenía. Precisamente nuestra vecina de mesa acababa de hacerle notar ese detalle. Con lo que sus ojos no quedaban sino más luminosos. Apenas comencé a responderle, me di cuenta de la caída; pero ya era tarde. –Sí –le dije, observando sus ojos–. Me acuerdo de que antes no los tenía... Y miré a otro lado. Pero María Elvira se echó a reír: –Es cierto; usted debe saberlo más que nadie. ¡Ah! ¡Qué sensación de inmensa losa derrumbada por fin de sobre mi pecho! ¡Era posible hablar de eso, por fin! –Eso creo –repuse–. Más que nadie, no sé... Pero sí; en el momento a que se refiere, ¡más que nadie, con seguridad! Me detuve de nuevo; mi voz comenzaba a bajar demasiado de tono. –¡Ah, sí! –se sonrió María Elvira. Apartó los ojos, seria ya, alzándolos a las parejas que pasaban a nuestro lado. Corrió un momento, para ella de perfecto olvido de lo que hablábamos, supongo, y de sombría angustia para mí. Pero sin volver a mí los ojos, como si le interesaran siempre los rostros que cruzaban en sucesión de film, agregó un instante después: –Cuando era mi amor, al parecer. –Perfectamente bien dicho –le dije–. Su amor, al parecer. Ella me miró entonces de pleno. –No... Y se calló. –¿No... qué? Concluya. –¿Para qué? Es una zoncera. –No importa: concluya. Ella se echó a reír: –¿Para qué? En fin... ¿No supondrá que no era al parecer? –Eso es un insulto gratuito –le respondí–. Yo fui el primero en comprobar la exactitud de la cosa, cuando yo era su amor... al parecer. –¡Y dale...! –murmuró. Pero a mi vez el demonio de la locura me arrastró tras aquel ¡y dale! burlón, a una pregunta que nunca debiera haber hecho. –Óigame, María Elvira –me incliné–: ¿usted no recuerda nada, no es cierto, nada de aquella ridícula historia? Me miró muy seria, con altivez si se quiere, pero al mismo tiempo con atención, como cuando nos disponemos a oír cosas que a pesar de todo no nos disgustan. –¿Qué historia? –dijo. –La otra, cuando yo vivía a su lado... –le hice notar con suficiente claridad. –Nada... absolutamente nada. –Veamos; míreme un instante... –¡No, ni aunque lo mire...! –me lanzó en una carcajada. –¡No, no es eso...! Usted me ha mirado demasiado antes para que yo no sepa... Quería decirle esto: ¿No se acuerda usted de haberme dicho algo... dos o tres palabras nada más... la última noche que tuvo fiebre? María Elvira contrajo las cejas un largo instante, y las levantó luego, más altas que lo natural. Me miró atentamente, sacudiendo la cabeza: –No, no recuerdo... –¡Ah! –me callé. (CONTINUA)
Re: ... de poetas, cuentos y leyendas Hola! Dejo una poesía de Li Po: Cuando estabas Cuando estabas, las flores llenaban la casa. Al irte, dejaste el lecho vacío. La manta bordada, doblada, permanece intacta. Tres años ya han transcurrido, pero tu fragancia no se disipa. Te añoro, y de los árboles caen hojas amarillas. LLoro, y sobre el verde musgo brilla el rocío. Li Po