Re: ... de poetas, cuentos y leyendas De los Apeninos a los Andes -Heme aquí ahora, sin dinero; es menester que trabaje; búsqueme usted trabajo para poder reunir algunos pesos; yo haré de todo: llevar ropa, barrer las calles, hacer encargos, hasta trabajar en el campo; me contento con vivir solo de pan; pero que pueda yo marchar pronto, que pueda encontrar alguna vez a mi madre; ¡hágame usted esta caridad, búsqueme usted trabajo, por amor de Dios, que yo no puedo resistir más! -¡Cáspita, cáspita! -dijo el viejo, mirando alrededor y rascándose la barba-: ¿Qué historia es ésta? Trabajar... se dice muy pronto. ¡Veamos! ¿No habrá aquí algún medio de encontrar treinta pesos entre tantos compatriotas? El muchacho lo miraba, animado por un rayo de esperanza. -Ven conmigo -le dijo el viejo. -¿Dónde? -preguntó el chico, volviendo a cargar con el baúl. -Ven conmigo. El viejo se puso en marcha. Marcos lo siguió y anduvieron juntos un buen trecho de calle, sin hablar. El lombardo se detuvo en la puerta de una fonda que tenía en el rótulo una estrella, y escrito debajo: "La Estrella de Italia"; se asomó adentro, y volviéndose hacia el muchacho, le dijo alegremente: -Llegamos a tiempo. Entraron en una habitación grande, en donde había varias mesas y muchos hombres sentados que bebían y hablaban alto. El viejo lombardo se acercó a la primera mesa, y en el modo cómo saludó a los seis parroquianos que estaban a su alrededor, se comprendía que se había separado de ellos poco antes. Estaban muy encarnados, y hacían sonar sus vasos, voceando y riendo. -¡Camaradas! -dijo sin más preámbulos el lombardo, quedándose en pie y presentando a Marcos-: he aquí un pobre muchacho, compatriota nuestro, que ha venido solo, desde Génova a Buenos Aires, para buscar a su madre. En Buenos Aires le dijeron: "No está aquí; está en Córdoba". Viene embarcado a Rosario, en tres días y cuatro noches, con dos líneas de recomendación; presenta la carta, lo reciben mal. No tiene un céntimo. Está aquí solo, desesperado. Es un pobre niño muy animoso. Hagamos algo por él; ¿no ha de encontrar lo necesario para pagar el billete hasta Córdoba y buscar a su madre? ¿Hemos de dejarle aquí como un perro? -¡Nunca, por Dios! ¡Nunca nos lo perdonaríamos! -gritaron todos a la vez, pegando puñetazos en la mesa-. ¡Un compatriota nuestro! -¡Ven aquí, pequeño! -¡Cuenta con nosotros, los emigrantes! -¡Mira qué hermoso muchacho! -¡Aflojen los pesos, camaradas! -¡Bravo! ¡Ha venido solo! ¡Tiene ánimos! Bebe un sorbo, compatriota. -Te enviaremos con tu madre, no hay que dudarlo. Uno le tiraba un pellizco en la mejilla, otro le daba palmadas en la espalda, un tercero le aliviaba del peso del cofrecillo; otros emigrantes se levantaron de las mesas próximas y se acercaban; la historia del muchacho corrió por toda la hostería; acudieron de la habitación inmediata tres parroquianos argentinos, y, en menos de diez minutos, el lombardo, que presentaba el sombrero, le reunió cuarenta y dos pesos. -¿Has visto -dijo entonces, volviéndose hacia el muchacho- qué pronto se hace esto en América? -¡Bebe! -le gritó otro, pasándole un vaso de vino-. ¡A la salud de tu madre! Todos levantaron los vasos. Y Marcos repitió: -A la salud de mi... -pero un sollozo de alegría le impidió concluir, y dejando el vaso sobre la mesa, se echó en brazos del viejo lombardo. A la mañana siguiente, al romper el día, había ya salido para Córdoba, animado y sonriente, lleno de presentimientos halagüeños. Pero esta alegría no correspondía al aspecto siniestro de la naturaleza. El cielo estaba cerrado y oscuro; el tren, casi vacío, corría a través de una inmensa llanura, en la que no se veía ninguna señal de habitación. Se encontraba solo en un vagón grandísimo, que se parecía a los de los trenes para los heridos. Miraba a derecha e izquierda y no se veía más que una soledad sin fin, ocupada sólo por pequeños árboles deformes, de ramas y troncos contrahechos, que ofrecían figuras raras y casi angustiosas y airadas; una vegetación oscura, extraña y triste, que daba a la llanura el aspecto de inmenso cementerio. Dormitaba una media hora, y volvía a mirar; siempre veía el mismo espectáculo. Las estaciones del camino estaban solitarias, como casas de ermitaños; y cuando el tren se paraba no se oía una voz; le parecía que se encontraba solo, en un tren perdido, abandonado en medio del desierto. Creía que cada estación debía ser la última, y que se entraba, después de ella, en las tierras misteriosas y horribles de los salvajes. Una brisa helada le azotaba el rostro. Embarcándolo en Génova a fines de abril, su familia no había pensado que en América podría encontrar el invierno, y le habían vestido de verano. Al cabo de algunas horas comenzó a sentir frío, y con el frío, el cansancio de los días pasados, llenos de emociones violentas y de noches de insomnio y agitadas. Se durmió; durmió mucho tiempo y se despertó aterido, sintiéndose mal. Y entonces le acometió un vago terror de caer enfermo, de morirse en el viaje y de ser arrojado allí, en medio de aquella llanura solitaria, donde su cadáver sería despedazado por los perros y por las aves de rapiña, como algunos cuerpos de caballos y de vacas que veía al lado del camino, de vez en cuando, y de los cuales apartaba la mirada con espanto. (continúa)
Re: ... de poetas, cuentos y leyendas CUENTOS DE AMOR, DE LOCURA Y DE MUERTE Horacio Quiroga (continuación) Pasó un rato. Vi de reojo que me miraba aún. –¿Qué? –murmuró. –¿Qué... qué? –repetí. –¿Qué le dije? –Tampoco me acuerdo ya... –Sí, se acuerda... ¿Qué le dije? –No sé, le aseguro... –¡Sí, sabe...! ¿Qué le dije? –¡Veamos! –me aproximé de nuevo a ella–. Si usted no recuerda absolutamente nada, puesto que todo era una alucinación de fiebre, ¿qué puede importarle lo que me haya o no dicho en su delirio? El golpe era serio. Pero María Elvira no pensó en contestarlo, contentándose con mirarme un instante más y apartar la vista con una corta sacudida de hombros. –Vamos –me dijo bruscamente–. Quiero bailar este vals. –Es justo –me levanté–. El sueño de vals que bailábamos no tiene nada de divertido. No me respondió. Mientras avanzábamos al salón, parecía buscar con los ojos a alguno de sus habituales compañeros de vals. –¿Qué sueño de vals desagradable para usted? –me dijo de pronto, sin dejar de recorrer el salón con la vista. –Un vals de delirio... No tiene nada que ver con esto. –Me encogí a mi vez de hombros. Creí que no hablaríamos más esa noche. Pero aunque María Elvira no respondió una palabra, tampoco pareció hallar al compañero ideal que buscaba. De modo que, deteniéndose, me dijo con una sonrisa forzada –la ineludible forzada sonrisa que campeó sobre toda aquella historia: –Si quiere, entonces, baile este vals con su amor... –...al parecer. No agrego una palabra más –repuse, pasando la mano por su cintura. Un mes más transcurrido. ¡Pensar que la madre, Angélica y Luis María están para mí llenos ahora de poético misterio! La madre es, desde luego, la persona a quien María Elvira tutea y besa más íntimamente. Su hermana la ha visto desvestirse. Luis María, por su parte, se permite pasarle la mano por la barbilla cuando entra y ella está sentada de espaldas. Tres personas bien felices, como se ve, e incapaces de apreciar la dicha en que se ven envueltos. En cuanto a mí, me paso la vida llevando cigarros a la boca como quien quema margaritas: ¿me quiere? ¿no me quiere? Después del baile en lo de Peña, he estado con ella muchas veces, en su casa, desde luego, todos los miércoles. Conserva su mismo círculo de amigos, sostiene a todos con su risa, y flirtea admirablemente cuantas veces se lo proponen. Pero siempre halla modo de no perderme de vista. Esto cuando está con los otros. Pero cuando está conmigo, entonces no aparta los ojos de ellos. ¿Es esto razonable? No, no lo es. Y por eso tengo desde hace un mes una buena laringitis, a fuerza de ahumarme la garganta. Anoche, sin embargo, hemos tenido un momento de tregua. Era miércoles. Ayestarain conversaba conmigo, y una breve mirada de María Elvira, lanzada hacia nosotros por sobre los hombros de cuádruple flirt que la rodeaba, puso su espléndida figura en nuestra conversación. Hablamos de ella y, fugazmente, de la vieja historia. Un rato después María Elvira se detenía ante nosotros. –¿De que hablan? –De muchas cosas; de usted en primer término –respondió el médico. –Ah, ya me parecía... –y recogiendo hacia ella un silloncito romano, se sentó cruzada de piernas, con la cara sostenida en la mano. – Sigan; ya escucho. –Contaba a Durán –dijo Ayestarain– que casos como el que le ha pasado a usted en su enfermedad son raros, pero hay algunos. Un autor inglés, no recuerdo cuál, cita uno. Solamente que es más feliz que el suyo. –¿Más feliz? ¿Y por qué? –Porque en aquél no hay fiebre, y ambos se aman en sueños. En cambio, en este caso, usted era únicamente quien amaba... ¿Dije ya que la actitud de Ayestarain me había parecido siempre un tanto tortuosa respecto de mí? Si no lo dije, tuve en aquel momento un fulminante deseo de hacérselo sentir, no solamente con la mirada. Algo no obstante de ese anhelo debió percibir en mis ojos, porque se levantó riendo: –Los dejo para que hagan las paces. –¡Maldito bicho! –murmuré cuando se alejó. –¿Por qué? ¿Qué le ha hecho? –Dígame, María Elvira –exclamé–. ¿Le ha hecho el amor a usted alguna vez? –¿Quién, Ayestarain? –Sí, él. Me miró titubeando al principio. Luego, plenamente en los ojos, seria: –Sí –me contestó. –¡Ah, ya me lo esperaba...! Por lo menos ése tiene suerte... –murmuré, ya amargado del todo. –¿Por qué? –me preguntó. Sin responderle, me encogí violentamente de hombros y miré a otro lado. Ella siguió mi vista. Pasó un momento. –¿Por qué? –insistió, con esa obstinación pesada y distraída de las mujeres cuando comienzan a hallarse perfectamente a gusto con un hombre. Estaba ahora, y estuvo durante los breves momentos que siguieron, de pie, con la rodilla sobre el silloncito. Mordía un papel –jamás supe de dónde pudo salir– y me miraba, subiendo y bajando imperceptiblemente las cejas. –¿Por qué? –repuse al fin–. Porque él tiene por lo menos la suerte de no haber servido de títere ridículo al lado de una cama, y puede hablar seriamente, sin ver subir y bajar las cejas como si no se entendiera lo que digo... ¿Comprende ahora? María Elvira me miró unos instantes pensativa, y luego movió negativamente la cabeza, con su papel en los labios. –¿Es cierto o no? –insistí, pero ya con el corazón a loco escape. Ella tornó a sacudir la cabeza: –No, no es cierto... –¡María Elvira! –llamó Angélica de lejos. Todos saben que la voz de los hermanos suele ser de lo más inoportuna. Pero jamás una voz fraternal ha caído en un diluvio de hielo y pez fría tan fuera de propósito como aquella vez. María Elvira tiró el papel y bajó la rodilla. –Me voy –me dijo riendo, con la risa que ya le conocía cuando afrontaba un flirt. –¡Un solo momento! –le dije. –¡Ni uno más! –me respondió alejándose ya y negando con la mano. ¿Qué me quedaba por hacer? Nada, a no ser tragar el papelito húmedo, hundir la boca en el hueco que había dejado su rodilla, y estrellar el sillón contra la pared. Y estrellarme enseguida yo mismo contra un espejo, por imbécil. La inmensa rabia de mí mismo me hacía sufrir, sobre todo. ¡Intuiciones viriles! ¡Psicologías de hombre corrido! ¡Y la primera coqueta cuya rodilla queda marcada allí, se burla de todo eso con una frescura sin par! No puedo más. La quiero como un loco, y no sé –lo que es más amargo aún– si ella me quiere realmente o no. Además, sueño, sueño demasiado, y cosas por el estilo: Ibamos del brazo por un salón, ella toda de blanco, y yo como un bulto negro a su lado. No había más que personas de edad en el salón, y todas sentadas, mirándonos pasar. Era, sin embargo, un salón de baile. Y decían de nosotros: La meningitis y su sombra. Me desperté, y volví a soñar; el tal salón de baile estaba frecuentado por los muertos diarios de una epidemia. El traje blanco de María Elvira era un sudario, y yo era la misma sombra de antes, pero tenía ahora por cabeza un termómetro. Eramos siempre La meningitis y su sombra. ¿Qué puedo hacer con sueños de esta naturaleza? No puedo más. Me voy a Europa, a Norteamérica, a cualquier parte donde pueda olvidarla. ¿A qué quedarme? ¿A recomenzar la historia de siempre, quemándome solo, como un payaso, o a desencontrarnos cada vez que nos sentimos juntos? ¡Ah, no! Concluyamos con esto. No sé el bien que les podrá hacer a mis planos de máquinas esta ausencia sentimental (¡y sí, sentimental, ¡aunque no quiera!); pero quedarme sería ridículo, y estúpido, y no hay para qué divertir más a las María Elvira. ... Podría escribir aquí cosas pasablemente distintas de las que acabo de anotar, pero prefiero contar simplemente lo que pasó el último día que vi a María Elvira. Por bravata, o desafío a mí mismo, o quién sabe por qué mortuoria esperanza de suicida, fui la tarde anterior de mi salida a despedirme de los Funes. Ya hacía diez días que tenía mis pasajes en el bolsillo –por donde se verá cuánto desconfiaba de mí mismo. María Elvira estaba indispuesta –asunto de garganta o jaqueca– pero visible. Pasé un momento a la antesala a saludarla. La hallé hojeando músicas, desganada. Al verme se sorprendió un poco, aunque tuvo tiempo de echar una rápida ojeada al espejo. Tenía el rostro abatido, los labios pálidos, y los ojos hundidos de ojeras. Pero era ella siempre, más hermosa aún para mí porque la perdía. Le dije sencillamente que me iba, y le deseaba mucha felicidad. Al principio no me comprendió. –¿Se va? ¿Y adónde? –A Norteamérica... Acabo de decírselo. –¡Ah! –murmuró, marcando bien claramente la contracción de los labios. Pero enseguida me miró inquieta. –¿Está enfermo? –¡Pst...! No precisamente... No estoy bien. –¡Ah! –murmuró de nuevo. Y miró hacia afuera a través de los vidrios abriendo bien los ojos, como cuando uno pierde el pensamiento. Por lo demás, llovía en la calle y la antesala no estaba clara. Se volvió a mí. –¿Por qué se va? –me preguntó. –¡Hum! –me sonreí–. Sería muy largo, infinitamente largo de contar... En fin, me voy. María Elvira fijó aún los ojos en mí, y su expresión preocupada y atenta se tornó sombría. Concluyamos, me dije. Y adelántame: –Bueno, María Elvira Me tendió lentamente la mano, una mano fría y húmeda de jaqueca. –Antes de irse –me dijo– ¿no me quiere decir por qué se va? Su voz había bajado un tono. El corazón me latió locamente, pero como en un relámpago la vi ante mí, como aquella noche, alejándose riendo y negando conla mano: «no, ya estoy satisfecha...» ¡Ah, no, yo también! ¡Con aquello tenía bastante! –¡Me voy –le dije bien claro–, porque estoy hasta aquí de dolor, ridiculez y vergüenza de mí mismo! ¿Está contenta ahora? Tenía aún su mano en la mía. La retiró, se volvió lentamente, quitó la música del atril para colocarla sobre el piano, todo con pausa y mesura, y me miró de nuevo, con esforzada y dolorosa sonrisa: –¿Y si yo... le pidiera que no se fuera? –¡Pero por Dios bendito! –exclamé. ¡No se da cuenta de que me está matando con estas cosas! ¡Estoy harto de sufrir y echarme en cara mi infelicidad! ¿Qué ganamos, que gana usted con estas cosas? ¡No, basta ya! ¿Sabe usted – agregué adelantándome– lo que usted me dijo aquella última noche de su enfermedad? ¿Quiere que se lo diga? ¿Quiere? Quedó inmóvil, toda ojos. –Sí, dígame... –¡Bueno! Usted me dijo, y maldita sea la noche en que lo oí, usted me dijo bien claro esto: Y–cuan–do–no–ten–ga–más–de–li–rio, ¿me–que–rrás–to–da–ví– a? Usted tenía delirio aún, ya lo sé... ¿Pero qué quiere que haga yo ahora? ¿Quedarme aquí, a su lado, desangrándome vivo con su modo de ser, porque la quiero como un idiota...? Esto es bien claro también ¿eh? ¡Ah! ¡Le aseguro que no es vida la que llevo! ¡No, no es vida! Y apoyé la frente en los vidrios, deshecho, sintiendo que después de lo que había dicho, mi vida se derrumbaba para siempre jamás. Pero era menester concluir, y me volví: Ella estaba a mi lado, y en sus ojos – como en un relámpago, de felicidad esta vez– vi en sus ojos resplandecer, marearse, sollozar, la luz de húmeda dicha que creía muerta ya. –¡María Elvira! –grité, creo– ¡Mi amor querido! ¡Mi alma adorada! Y ella, en silenciosas lágrimas de tormento concluido, vencida, entregada, dichosa, había hallado por fin sobre mi pecho postura cómoda a su cabeza. Y nada más. ¿Habrá cosa más sencilla que todo esto? Yo he sufrido, es bien posible, llorado, aullado de dolor; debo creerlo porque así lo he escrito. ¡Pero qué endiabladamente lejos está todo eso! Y tanto más lejos porque –y aquí está lo más gracioso de esta nuestra historia– ella está aquí, a mi lado, leyendo con la cabeza sobre la lapicera lo que escribo. Ha protestado, bien se ve, ante no pocas observaciones mías; pero en honor del arte literario en que nos hemos engolfado con tanta frescura, se resigna como buena esposa. Por lo demás, ella cree conmigo que la impresión general de la narración, reconstruida por etapas, es un reflejo bastante acertado de lo que pasó, sentimos y sufrimos. Lo cual, para obra de un ingeniero, no está del todo mal. En este momento María Elvira me interrumpe para decirme que la última línea escrita no es verdad: Mi narración no sólo no está del todo mal, sino que está bien, muy bien. Y como argumento irrefutable me echa los brazos al cuello y me mira, no sé si a mucho más de cinco centímetros. –¿Es verdad? –murmura, o arrulla, mejor dicho. –¿Se puede poner arrulla? –le pregunto. –¡Sí, y esto, y esto! –Y me da un beso. ¿Qué más puedo añadir? Final. Del cuento y del libro.
Re: ... de poetas, cuentos y leyendas Hola Maia!!! Gracias!!!..esta fue una entrega triple! Yo voy a ver que pongo ahora...en un tiempo pensaba en Borges...pero intuyo que no tendrá aceptación ...asi que voy a mirar otra cosa...capaz que el de Dickens,ya que andamos cerca de las Navidades....no se . Se aceptan y agradecen sugerencias!!
Re: ... de poetas, cuentos y leyendas Ay! Qué pregunta difícil! Borges me encanta como poeta, en prosa como que usa muchas palabras y tal vez no concreta, aunque me parece un excelente escritor. Dickens es maravillosamente descriptivo, leerlo es como estar viendo ya la película, pero todos sus personajes sufren y son pobres, o están enfermos, qué época mala la de la Inglaterra de ese hombre... ¿Y algo más moderno? Algún autor brasileño? No sé, una ideita nada más, seguro Maia te traerá mejores propuestas. Besis a las dos, me voy volando (sin escoba, no hagan chistes)...
Re: ... de poetas, cuentos y leyendas se me fue el lápiz hoy y no termina nunca, para mí antes no parecía tan largo ahora acá parece interminable y sí no se puede leer tanto con tantas cosas lindas que hay!
Re: ... de poetas, cuentos y leyendas Santos Vega Santos Vega fue un gaucho que vivió allá por los años del 1830 en la provincia de Buenos Aires, vaqueano de la zona dió origen a una leyenda en la cual Santos vega era un payador invencible hasta que un día luego de horas de payada termina derrotado por un moreno, el mismísimo diablo, personificado por Juan sin Ropa. ........ Bartolomé Mitre fue se inspiró en la leyenda y escribió una poesía. Luego Hilario Ascasubi escribió "Santos Vega o los Mellizos de la Flor. .............. Eduardo Gutiérrez contó la historia de Santos Vega y su amigo Carmona, perseguidos por la justicia. y Rafael Obligado, al leer la Obra de Gutiérrez compone "Santos Vega" con un trascedental significado simbólico donde Juan Sin Ropa representa lo nuevo, el adelanto, el progreso mientras que Santos Vega que simboliza lo tradicional, allí es vencido por por la evolución de la civilización. Este poema es considerado una obra cumbre de la literatura argentina. .............. “Santos Vega, el payador, aquél de la larga fama, murió cantando su amor como el pájaro en la rama” Mas tarde Los hermanos Podestá recorrieron el país con el circo criollo narrando y personificando a "Santos Vega" llevando la leyenda en su recorridas por todo el país! ..............
Re: ... de poetas, cuentos y leyendas Bueno...entonces...haciendo honor al día de la tradición,que fue ayer, recorreremos Santos Vega,Maia!! ...vayan pensandome el siguiente con tiempo,que si no les va el cuento de Navidad seguro! Y si Magni queres algun autor en particular ,decímelo!
Re: ... de poetas, cuentos y leyendas SANTOS VEGA Poema de Rafael Obligado 1- EL ALMA DEL PAYADOR Cuando la tarde se inclina sollozando al occidente, corre una sombra doliente sobre la pampa argentina. Y cuando el sol ilumina con luz brillante y serena del ancho campo la escena, la melancólica sombra huye besando su alfombra con el afán de la pena. Cuentan los criollos del suelo que, en tibia noche de luna, en solitaria laguna para la sombra su vuelo; que allí se ensancha, y un velo va sobre el agua formando, mientras se goza escuchando por singular beneficio el incesante bullicio que hacen las olas rodando. Dicen que, en noche nublada, si su guitarra algún mozo en el crucero del pozo deja de intento colgada, llega la sombra callada y, al envolverla en su manto, suena el preludio de un canto entre las cuerdas dormidas, cuerdas que vibran heridas como por gotas de llanto. Cuentan que en noche de aquellas en que la Pampa se abisma en la extensión de sí misma sin su corona de estrellas, sobre las lomas más bellas, donde hay más trébol risueño, luce una antorcha sin dueño entre una niebla indecisa, para que temple la brisa las blandas alas del sueño. Mas si trocado el desmayo en tempestad de su seno, estalla el cóncavo trueno que es la palabra del rayo, hiere al ombú de soslayo rojiza sierpe de llamas, que, calcinando sus ramas, serpea, corre y asciende, y en la alta copa desprende brillante lluvia de escamas. Cuando, en las siestas de estío, las brillazones remedan vastos oleajes que ruedan sobre fantástico río, mudo, abismado y sombrío, baja un jinete la falda, tinta de bella esmeralda, llega a las márgenes sola... ¡y hunde su potro en las olas, con la guitarra a la espalda! Si entonces cruza a lo lejos, galopando sobre el llano solitario, algún paisano, viendo al otro en los reflejos de aquel abismo de espejos, siente indecibles quebrantos, y, alzando en vez de sus cantos una oración de ternura, al persignarse murmura: ¡El alma del viejo Santos! Yo, que en la tierra he nacido donde ese genio ha cantado, y el pampero he respirado que al payador ha nutrido, beso este suelo querido que a mis caricias se entrega, mientras de orgullo me anega la convicción de que es mía ¡la patria de Echeverría, la tierra de Santos Vega!.
Re: ... de poetas, cuentos y leyendas Historia verídica [Cuento. Texto completo] Julio Cortázar A un señor se le caen al suelo los anteojos, que hacen un ruido terrible al chocar con las baldosas. El señor se agacha afligidísimo porque los cristales de anteojos cuestan muy caros, pero descubre con asombro que por milagro no se le han roto. Ahora este señor se siente profundamente agradecido, y comprende que lo ocurrido vale por una advertencia amistosa, de modo que se encamina a una casa de óptica y adquiere en seguida un estuche de cuero almohadillado doble protección, a fin de curarse en salud. Una hora más tarde se le cae el estuche, y al agacharse sin mayor inquietud descubre que los anteojos se han hecho polvo. A este señor le lleva un rato comprender que los designios de la Providencia son inescrutables, y que en realidad el milagro ha ocurrido ahora. FIN