Re: ... de poetas, cuentos y leyendas Juvenilia-Miguel Cané HE dicho ya que mis primeros días de colegio fueron de desolación para mi alma. La tristeza no me abandonaba; y las repetidas visitas de mi madre, a la que rogaba con el acento de la desesperación que me sacara de allí y que sólo me contestaba con su llanto silencioso, sin dejarse doblegar en su resolución, aumentaban aún mis amarguras. La reacción vino de un recurso inesperado. Una noche que nos llamaban a la clase de estudio, se me ocurrió abrir uno de los cajones de mi cómoda para tomar algunas galletitas con que combatir las consecuencias del menú mencionado. Maquinalmente tomé un libro que allí había y me fui con él. Una vez en clase, y cuando, el silencio se restableció, me puse a leerlo. Era una traducción española de Los tres mosqueteros, de Dumas. Decir la impresión causada en mi espíritu por aquel mundo de aventuras, amores, estocadas, amistades sagradas, brillo y juventud, mundo desconocido para mí; decir la emoción palpitante con que seguía al hidalgo gascón desde su llegada a París hasta la noche sombría del juicio, el odio al cardenal, mi júbilo por los fracasos de éste, mi ilusión maravillosa, es hoy superior a mis fuerzas. Toda esa noche, con un cabo de vela encendido a hurtadillas, me la pasé leyendo. Al día siguiente no fui a los recreos, no salí de mi cuarto y, cuando al caer la tarde concluí el libro, sólo me alentaba la esperanza de la continuación. Escribí a mi madre, vinieron los Veinte años después El vizconde de Bragelonne, que me costó lágrimas a raudales, un Luis XIV y su siglo, también de Dumas, crónica hecha sobre las memorias del tiempo - cuyo único defecto era a mis ojos no ver figurar en ella a D'Artagnan, principal personaje de la época, en mi concepto -, y multitud de novelas españolas, cuidadosamente recortadas en folletines, unidos por alfileres, y de algunos de cuyos títulos me acuerdo todavía, aunque después no los haya vuelto a ver. El espía del Gran Mundo, novela francesa, en la cual hay una especie de Calibán, pero bueno y fiel, que chupa en una herida el veneno de una víbora; La gran artista y la gran, señora, que después he sabido fue por un año la coqueluche de las damas de Buenos Aires; La verdad de un epitafio, donde el héroe roba de un sepulcro a su amada, aletargada como Julieta, y le abre la mejilla de un feroz tajo para desfigurarla a los ojos de sus enemigos; El clavo, un individuo a quien le perforan el cráneo, durante el sueño, con un clavo invisible a la autopsia pero que algunos años después aparece gravemente incrustado en su calavera, sobre la que un romántico medita en un cementerio, como Hamlet con el cráneo del poor Yorick; los Monjes de las A'pujarras y Men Rodrigo de Sanabria, dos de los mejores, tal vez los únicos romances realmente históricos de Fernández y González, con una brutalidad de acción propia de la época; el Hijo del Diablo, cuya primera parte me enloqueció, haciéndome soñar un mes entero con mantos encarnados, caballos galopando bajo la noche y el trueno, viejos alquimistas calvos y sombríos, etcétera. Dos cadáveres, un salvaje romance de Soulié, que pasa en Inglaterra, bajo el efímero protectorado de Ricardo Cromwell y cuyos dos personajes principales son los cuerpos de Carlos I y de Oliverio Cromwell, con sus féretros respectivos, sobre los que pasan cosas inauditas, etc., etc. Uno de los recuerdos más vigorosos que he conservado, es la impresión causada por los Misterios del castillo de Udolfo, de Ana Radclife, que cayó en mis manos en una detestable edición española, en tres tomos con x en vez de j y j en vez de i. No pegué los ojos en una semana, y era tal la sobreexcitación de mi espíritu, que me figuraba que esos insomnios, mortificantes eran un castigo por el robo sacrílego que había cometido, deslizándome al templo de San Ignacio, durante un funeral por el alma de un ciudadano para mi desconocido, y metídome: bajo el chaleco, en varios trozos, la vela de cera clásica que debía iluminar mis trasnochadas de lectura. Por medio de canjes y razzias en mis salidas de los domingos, más o menos autorizadas por los parientes que tenían biblioteca, todo Dumas pasó. Fernández Y González (¡un saludo al Cocinero de Su Majestad, que cruza mi memoria!), Pérez Escrich, que había ya ofendido el sentido común y el arte con unos veinte tomos, y una infinidad de novelas que no recuerdo ya. Un día supe que un compañero tenía la Hermosa Gabriela, de Maquet. Me precipité a pedírsela, reclamando derecho de reciprocidad; pero Juan Cruz Ocampo se había anticipado y estaba a punto de conseguirla. Confieso que mi primer movimiento fue disputársela, aun en el terreno de los hechos; pero después de la simple reflexión de que mis fuerzas físicas, no igualando mi arrogancia, me habrían hecho quedar sin el libro y con varias contusiones, acepté el temperamento del sorteo, que como un anticipo sobre mi suerte constante en el area de la vida favoreció a Ocampo. Durante una semana lo espié, lo aceché sin reposo, y cuando lo veía hablar, jugar o comer, en vez de leer y leer más aprisa, me indignaba, pareciéndome que aquel hombre no tenía la menor noción del honor rudimental. A más, el cruel solía hablarme de las hazañas de Pontis y me decía esta frase que me estremecía de impaciencia: "¡Chicot figura!”... Las novelas, durante toda mi permanencia en el colegio, fueron mi salvación contra el fastidio, pero al mismo tiempo me hicieron un flaco servicio como estudiante. Todo libro que no fuera romance me era insoportable, y tenía que hacer doble esfuerzo para fijar en él mi atención. ¿A cuál de nosotros no ha pasado algo análogo más tarde en el estudio de la historia? ¿Quién no recuerda la perseverancia necesaria para leer un tratado cualquiera, después de las paginas luminosas de Alacaulay, Prescott y Motley? ...
Re: ... de poetas, cuentos y leyendas cuanto nos dice este día... novelas, cuentos y autores que lindo volver a releer todo esto clau!
Re: ... de poetas, cuentos y leyendas De los apepinos a los Andes . . En aquel malestar inquieto, en medio de aquel tétrico silencio de la naturaleza, su imaginación se excitaba y volvía a pensar en lo más negro. ¿Estaba, por otra parte, bien seguro de encontrar en Córdoba a su madre? ¿Y si no estuviera allí? ¿Y si aquellos señores de la calle de las Artes se hubieran equivocado? ¿Y si se hubiese muerto? Con estos pensamientos volvió a adormecerse y soñó que estaba en Córdoba de noche, y oía gritar en todas las puertas y desde todas las ventanas: "¡No está aquí! ¡No está aquí! ¡No está aquí!" Se despertó sobresaltado, aterido, y vio en el fondo del vagón a tres hombres con barba envueltos en mantas de diferentes colores, que lo miraban hablando bajo entre sí, y le asaltó la sospecha de que fuesen asesinos y lo quisiesen matar para robarle el equipaje. Al frío, al malestar, se agregó el miedo; la fantasía, ya turbada, se le extravió -los tres hombres lo miraban siempre; uno de ellos se movió hacia él-; entonces le faltó la razón, y corriendo al encuentro de ellos, con los brazos abiertos, gritó: -No tengo nada. Soy un pobre niño. Vengo de Italia; voy a buscar a mi madre; estoy solo; ¡no me hagan daño! Los viajeros lo comprendieron todo en seguida; tuvieron lástima, le hicieron caricias y lo tranquilizaron, diciéndole muchas palabras, que no entendía; y viendo que le castañeteaban los dientes por el frío, le echaron encima una de sus mantas y le hicieron volver a sentarse para que se durmiera. Y se volvió a dormir al anochecer. Cuando lo despertaron, estaba en Córdoba. ¡Ah! ¡Qué bien respiró y con qué ímpetu se bajó del vagón! Preguntó a un empleado de la estación dónde vivía el ingeniero Mequínez; le dijo el nombre de una iglesia, al lado de la cual estaba su casa; el muchacho echó a correr hacia ella. Era de noche. Entró en la ciudad. Le pareció entrar en Rosario otra vez, al ver calles rectas, flanqueadas de pequeñas casas blancas y cortadas por otras calles rectas y larguísimas. Pero había poca gente, y a la luz de los escasos faroles que había, encontraba rostros extraños, de un color desconocido, entre negruzco y verdoso; y, alzando la cara de vez en cuando, veía iglesias de una arquitectura rara, que se dibujaban muy grandes y negras sobre el firmamento. La ciudad estaba oscura y silenciosa; pero después de haber atravesado aquel inmenso desierto, le pareció alegre. Preguntó a un sacerdote, y pronto encontró la iglesia y la casa; tocó la campanilla con mano temblorosa, y se apretó la otra contra el pecho, para sostener los latidos de su corazón que se le quería subir a la garganta. Una vieja fue a abrir con una luz en la mano. -¿A quién buscas? -preguntó aquélla en español. -Al ingeniero Mequínez -dijo Marcos. La vieja, despechada, respondió, meneando la cabeza: -¡También tú ahora preguntas por el ingeniero Mequínez! Me parece que ya es tiempo de que esto concluya. Ya hace tres meses que nos importunan con lo mismo. No basta que lo hayamos dicho en los periódicos. ¿Será menester anunciar en las esquinas que el señor Mequínez se ha ido a vivir a Tucumán? El chico hizo un movimiento de desesperación. Después dijo en una explosión de rabia: -¡Me persigue, pues, una maldición! Yo me moriré en medio de la calle sin encontrar a mi madre. ¡Yo me vuelvo loco! ¡Me mato! ¡Dios mío! ¿Cómo se llama ese lugar? ¿Dónde está? ¿A qué distancia? -¡Pobre niño! -respondió la vieja, compadecida-. ¡Una friolera! Estará a cuatrocientas o quinientas leguas, por lo menos. El muchacho se cubrió la cara con las manos; después preguntó sollozando: -Y ahora.... ¿qué hago? -¿Qué quieres que te diga, hijo mío? -respondió la mujer-; yo no sé. Pero de pronto se le ocurrió una idea, y la soltó en seguida. -Oye, ahora que me acuerdo. Haz una cosa. Volviendo a la derecha, por la calle, encontrarás, a la tercera puerta, un patio; allí vive un capataz, un comerciante, que parte mañana para Tucumán con sus carretas y sus bueyes; ve a ver si te quiere llevar, ofreciéndole tus servicios; te dejará, quizás, un sitio en el carro; anda en seguida. El muchacho cargó con su cofre, dio las gracias a escape, y al cabo de dos minutos se encontró en un ancho patio, alumbrado por linternas, donde varios hombres trabajaban en cargar sacos de trigo sobre algunos grandes carros, semejantes a casetas de titiriteros, con la cubierta curvada y las ruedas altísimas. Un hombre alto, con bigote, envuelto en una especie de capa con cuadros blancos y negros, con dos anchos borceguíes, dirigía la faena. El muchacho se acercó a él y le expuso tímidamente su pretensión, diciéndole que venía de Italia y que iba a buscar a su madre. El capataz, es decir, el conductor de aquel convoy de carros, le echó una ojeada de pies a cabeza y le dijo secamente: -No tengo colocación para ti. -Tengo quince pesos -replicó el chico, suplicante-; se los doy. Trabajaré por el camino. Iré a buscar agua y pienso para las bestias; haré todos los servicios. Un poco de pan me basta. Déjeme ir, señor. El capataz volvió a mirarlo, y respondió, con mejor ánimo: -No hay sitio..., y, además, no vamos a Tucumán; vamos a otra ciudad, a Santiago. Tendríamos que dejarte en el camino, y andar todavía un buen trecho a pie. -¡Ah! ¡Yo andaría el doble! -exclamó Marcos-; yo andaré, no lo dude usted; llegaré de todas maneras; ¡déjeme un sitio, señor, por caridad; por caridad, no me deje aquí solo! -¡Mira que es un viaje de veinte días! -No importa. -¡Es un viaje muy penoso! -Todo lo sufriré. -¡Tendrás que viajar solo! -No tengo miedo a nada. Con tal de que encuentre a mi madre... ¡Tenga usted compasión! El capataz le acercó a la cara una linterna, y lo miró. Después dijo: -Está bien. El muchacho le besó las manos. -Esta noche dormirás en un carro -añadió el capataz, dejándolo-; mañana a las cuatro te despertaré. Buenas noches. Por la mañana a las cuatro, a la luz de las estrellas, la larga fila de los carros se puso en movimiento con gran ruido; cada carro iba tirado por seis bueyes. Seguía un gran número de animales, que servirían para mudar los tiros. El muchacho, despierto y metido dentro de uno de los carros, con su bagaje se durmió muy pronto, profundamente. Cuando se despertó, el convoy estaba detenido en un lugar solitario, bajo el sol, y todos los hombres, los peones, estaban sentados en círculo alrededor de un cuarto de ternera, que se asaba al aire libre, clavado en una especie de espadón plantado en tierra, al lado de un gran fuego, agitado por el viento. Comieron todos juntos, durmieron, y después volvieron a emprender la jornada; y así continuó el viaje regulado, como una marcha militar. Todas las mañanas se ponían en camino a las cinco; se detenían a las nueve; volvían a andar a las cinco de la tarde y se detenían nuevamente a las diez. Los peones iban a caballo, y excitaban a los bueyes con palos largos. El muchacho encendía el fuego para el asado, daba de comer a las bestias, limpiaba los faroles y llevaba el agua para beber. (continúa)
Re: ... de poetas, cuentos y leyendas sigo leyendo y disfrutando!!(ando un poco atrasada,pero ya me pongo al dia!!!)
Re: ... de poetas, cuentos y leyendas De los Apeninos a los Andes . El país pasaba delante de él como una visión fantástica: vastos bosques de pequeños árboles oscuros; aldeas de pocas casas, dispersas, con las fachadas rojas y almenadas; vastísimos espacios, quizá antiguos lechos de grandes lagos salados, blanqueados por la sal, hasta donde alcanzaba la vista; y por todas partes, y siempre, llanura, soledad, silencio. Rarísima vez encontraban dos o tres viajeros a caballo, seguidos de otros cuantos caballos sueltos, que pasaban al galope, como una exhalación. Los días eran todos iguales, como en el mar, sombríos e interminables. Pero el tiempo estaba hermoso. Los peones, como el muchacho se había hecho un servidor obligado, se tornaban día tras día más exigentes; algunos lo trataban brutalmente, con amenazas; todos se hacían servir de él sin consideración; lo obligaban a llevar cargas enormes de forraje; lo mandaban por agua a grandes distancias; y él, extenuado por la fatiga, no podía ni aun dormir de noche, despertando a cada instante por las sacudidas violentas del carro y por el ruido ensordecedor de las ruedas y de los maderos. Además, se había levantado viento y una tierra fina, rojiza y sucia, que lo envolvía todo, penetraba en el carro, se le introducía por entre la ropa, le quitaba la vista y la respiración, oprimiéndolo continuamente de un modo insoportable. Extenuado por la fatiga y el insomnio, roto y sucio, reprendido y maltratado desde la mañana hasta la noche, el pobre muchacho se debilitaba más cada día, y habría decaído su ánimo por completo si el capataz no le hubiera dirigido de vez en cuando alguna palabra agradable. A veces, en un rincón del carro, cuando no lo veían, lloraba con la cara apoyada en su baúl, que no contenía ya más que andrajos. Cada mañana se levantaba más débil y más desanimado, y al mirar al campo y ver siempre aquella implacable llanura sin límites, como un océano de tierra, decía para sí: "¡Oh, a la noche no llego, no llego a la noche! ¡Hoy me muero en el camino!" Y los trabajos crecían, los malos tratamientos se redoblaban. Una mañana, porque había tardado en llevar el agua, uno de los hombres, no estando presente el capataz, le pegó. Desde entonces comenzaron a hacerlo por costumbre; cuando le mandaban algo, le daban un trastazo, diciéndole: "¡Haz esto, holgazán!", "¡Lleva esto a tu madre!" El corazón se le quería salir del pecho; enfermo, estuvo tres días en el carro con una manta encima, con calentura, sin ver a nadie más que al capataz, que iba a darle de beber y a tomarle el pulso. Entonces se creía perdido e invocaba desesperadamente a su madre, llamándola mil veces por su nombre: "¡Oh madre mía! ¡Madre mía!... ¡Oh pobre madre mía, que ya no te veré más! ¡Pobre madre, que me encontrarás muerto en medio del camino!" Juntaba las manos sobre el pecho y rezaba. Después se puso mejor, gracias a los cuidados del capataz, y se curó por completo; mas con la curación llegó el día más terrible de su viaje, el día en que debía quedarse solo. (continúa)
Re: ... de poetas, cuentos y leyendas Este es un artículo de una suma de acontecimientos que iré agregando de Edmundo de Amicis! .................... El diario L´Italia publicó una detallada biografía el 26 de Marzo de 1884 "Este popular y de cierto el más generalmente aceptado de los escritores contemporáneo, nació en Oneglia en 1846, de familia genovesa. Hizo sus primeros estudios en Cúneo, entra después, preparado al efecto, en el Instituto Candillero de Turín, en la Escuela Militar de Módema, de donde salió subteniente en 1865, tomando parte en 1886 de la Batalla de Custozza. En 1867 lo encontramos en Florencia de director de L´Italia Militare; después de la entrada de los italianos en Roma. Pareciéndole concluída su parte de soldado voluntario de la independencia italiana, extrañó también a la vida monótona de guarnición, dimitió para dedicarse a las letras; en las que con sus "Bocetos de la Vida" militar que vieron la luz en L´Italia Militare y con sus novelas, había dejado ya una huella duradera, porque fue el primero que adoptó de una manera vivísima el boceto y la narración para representar las escenas; hora romántica; hora dramática; hora heróica; de la vida militar italiana. Verdadero artista educado desde muy temprano en la admiración del arte manzoniano, y estimulado a escribir por el mismo Manzoni, en la época en que era muy jovencito y le mandaba sus primeros versos, supo por medio de la observación personal, por la magia del arte, animar artística y poéticamente efecto que huyen a los ojos vulgares, o que si son observados encuentran rara vez el ingenio capaz de reproducir al vivo, las impresiones que se experimentaban de Amicis ha sentido su potencia de escritor, habiendo encontrado el secreto de atraerse simpáticamente y de conmover al lector, no hay página donde no se admire su ingenio pictórico y admirablemente plástico, y también donde se debe confesar que sus pequeños ídolos son algo vacíos, admirándose el ingenio potente del escritor que les dio forma ante nosotros como personas vivas."
Re: ... de poetas, cuentos y leyendas Vals de los enamorados y unidos hasta siempre. No salieron jamás del vergel del abrazo. Y ante el rojo rosal de los besos rodaron. Huracanes quisieron con rencor separarlos. Y las hachas tajantes y los rígidos rayos. Aumentaron la tierra de las pálidas manos. Precipicios midieron, por el viento impulsados entre bocas deshechas. Recorrieron naufragios, cada vez más profundos en sus cuerpos, sus brazos. Perseguidos, hundidos por un gran desamparo de recuerdos y lunas, de noviembres y marzos, aventados se vieron como polvo liviano: aventados se vieron, pero siempre abrazados. Miguel Hernández
Re: ... de poetas, cuentos y leyendas Maia! Sigo leyendo el cuento!! Y que interesante la biografía,que de este escritor mucho no conocía!!!!
Re: ... de poetas, cuentos y leyendas Juvenilia-Miguel Cané 4 EL colegio, que más tarde debía ser uno de los primeros establecimientos de América, era por entonces un caos como organización interna. Cuando me incrusté bien y vi claro, comprendí que tras las sombras ostensibles de la vida claustral había des acommodements, no sólo con el cielo, sino con las autoridades temporales de la tierra. Durante un año siendo ya mocitos, nos hemos escapado casi todas las noches para hacer una vida de vagabundos por la ciudad, en los cafés, en aquellos puntos donde Shakespeare pone la acción de su Pericles, y sobre todo, en los bailes de los suburbios, de los que algunos condiscípulos, ignoro por arte de quién, tenían siempre conocimiento. Toda la variedad infinita de los medios de escapatoria podía reducirse a tres sistemas principales: la portería, la despensa y el portón. La portería, que da sobre el atrio de San Ignacio, requería, o elementos de corrupción para el portero o vías de hecho deplorables. La despensa y cocina tenían una pequeña puerta a la calle Moreno, que a veces quedaba abierta hasta tarde. El portón, una de esas portadas deformes de la colonia, daba a la calle Bolívar, donde hoy se encuentra la 'entrada principal del colegio. Las hojas, en vez de llegar hasta el suelo, terminaban en unas puntas de hierro que dejaban un espacio libre entre ellas y el pavimento. Por allí había que pasar, pegado el cuerpo a la tierra, en mangas de camisa para no estropear el único jacquet de lujo y, sintiendo muchas veces que las fieles puntas guardianas se insinuaban ligeramente en la espalda como una protesta contra la evasión. A pesar de todas sus dificultades, era el medio más generalmente elegido. Pero aquí debo recordar una de esas curiosidades de colegio, que todos mis compañeros de entonces deben tener presente. Se educaba allí desde tiempo inmemorial un tipo acabado de bohemio, lleno de buenas condiciones de corazón, haragán como una marmota, dormilón como el símil, con una cabeza enorme, cubierta de una melena confusa y tupida como la baja vegetación tropical, reñido con los libros, que no abría jamás, y respondiendo al nombre de "Galerón", sin duda por las dimensiones colosales del sombrero que tenía la función obligatoria y difícil de cubrir aquella cabeza ciclópea. Más tarde lo he encontrado varias veces en el mundo, ya, en buena situación, ya bajo el peso de serias desgracias; le he conservado siempre un cariño inalterable. Lo encontré en Arica, entre el ejército bloqueado de Montero, como corresponsal de un diario de Lima; estaba a bordo de la Unión el día sombrío de Angamos en que murió Grau. Luego volví a verlo en Lima; Piérola, cuya fortuna política había seguido y que estaba entonces en el poder, le ofreció empleos bastante lucrativos; sólo quiso aceptar un pequeño mando militar y un puesto en la vaguardia. Esa conducta honrosa compensa muchas faltas. Había hecho también la campaña del Paraguay. He hablado de Benito Neto. Era un misterio profundo cómo Benito había conseguido, allá en épocas remotas y sin duda a favor de algún sacudimiento, de alguna convulsión caótica, nada menos que una llave del portón de la calle Bolívar. Nadie sabía dónde la guardaba, y todas las empresas organizadas para robársela dieron siempre un fiasco completo. Benito la cuidaba, la aceitaba con frecuencia y tenía un aparato especial para extraer del caño todas las pelusas, y migajas parásitas que iban allí a alojarse. Era para él el caballo del árabe o del gaucho, el fusil del cazador, la mandolina del provenzal errante, el instrumento y el sustentáculo de su vida. Como con el rastreador Calíbar todos los prisioneros que tentaban evadirse, éranos forzoso contar con Benito cuando nos animaban iguales designios. Benito oía en silencio y luego preguntaba tranquilamente: "¿Dónde vamos?" Porque él no prestaba la llave jamás, no la alquilaba, no la vendía. El era siempre de la partida, fuere cual fuese el objetivo. En vano se le observaba: -Benito, ¡estamos los tres invitados a un baile! -Me presentarán. -¡Vamos a una comida a casa de Fulano! -Comeré. -¡Una tía mía está muy enferma! -La velaré. -Tengo una cita y... -Ha de haber alguna chinita sirviente. A todo tenía respuesta, y le hemos visto asistir gravemente con su eterno jacquet canela a entierros de lejanos parientes de algún estudiante cuya conducta no había merecido un permiso de salida, y que acudía al arte de Benito. Era el lord Flamborough de Sandeau, pegado al joven homeópata como la ostra a la peña.