Re: ... de poetas, cuentos y leyendas Pedro Calderón de la Barca SOLILOQUIOS (De Segismundo) 1 Apurar, cielos, pretendo, ya que me tratáis así, qué delito cometí contra vosotros naciendo; aunque si nací, ya entiendo qué delito he cometido; bastante causa ha tenido vuestra justicia y rigor, pues el delito mayor del hombre es haber nacido. Sólo quisiera saber, para apurar mis desvelos (dejando a una parte, cielos, el delito de nacer), ¿qué más os pude ofender para castigarme más? ¿No nacieron los demás? Pues si los demás nacieron ¿qué privilegios tuvieron que yo no gocé jamás? Nace el ave, y con las galas que le dan belleza suma, apenas es flor de pluma o ramillete con alas, cuando las etéreas salas corta con velocidad, negándose a la piedad del nido que deja en calma; y teniendo yo más alma ¿tengo menos libertad? Nace el bruto, y con la piel que dibujan manchas bellas, apenas signo es de estrellas -gracias al docto pincel-, cuando atrevido y cruel, la humana necesidad le enseña a tener crueldad, monstruo de su laberinto: ¿y yo, con mejor instinto, tengo menos libertad? Nace el pez, que no respira, aborto de ovas y lamas, y apenas bajel de escamas sobre las ondas se mira, cuando a todas partes gira, midiendo la inmensidad de tanta capacidad como le da el centro frío; ¿y yo, con más albedrío, tengo menos libertad? Nace el arroyo, culebra que entre flores se desata, y apenas, sierpe de plata, entre las flores se quiebra, cuando músico celebra de las flores la piedad que le da la majestad del campo abierto a su huida; ¿y teniendo yo más vida, tengo menos libertad? En llegando a esta pasión, un volcán, un Etna hecho, quisiera arrancar del pecho pedazos del corazón: ¿qué ley, justicia o razón negar a los hombres sabe privilegio tan suave, exención tan principal, que Dios le ha dado a un cristal, a un pez, a un bruto y a un ave? (De "La Vida es Sueño")
Re: ... de poetas, cuentos y leyendas Juvenilia -Miguel Cané 25 BUENA, sana, alegre, vibrante aquella vida de campo. Nos levantábamos al alba; la mañana inundada de sol, el aire lleno de emanaciones balsámicas, los arboles frescos y contentos, el espacio abierto a todos los rumbos, nos hacían recordar con horror las negras madrugadas del colegio, el frío mortal de los claustros sombríos, el invencible fastidio de la clase de estudio. En la Chacarita estudiábamos poco, como era natural; podíamos leer novelas libremente, dormir la siesta, salir en busca de camuatís y, sobre todo, organizar con una estrategia científica las expediciones contra los vascos. Los vascos eran nuestros vecinos hacia el norte, precisamente en la dirección en que los dominios colegiales eran más limitados. Separaba las jurisdicciones respectivas un ancho foso, siempre lleno de agua y de bordes cubiertos de una espesa planta baja y bravía. Pasada la zanja, se extendía un alfalfar de media cuadra de ancho pintorescamente manchado por dos o tres pequeñas parvas de pasto seco. Más allá, el jardín de los campos Elíseos, el Edén, la tierra prometida. Allí, en pasmosa abundancia, crecían las sandías, robustas, enormes, cuyo solo aspecto apartaba la idea de la caladura previsora; la sandía ajena, vedada, de carne roja como el lacre, el cucurbita citrulus famoso, cuya reputación ha persistido en el tiempo y el espacio; allí doraba el sol esos melones de origen exótico, redondos, incitantes en su forma ingénita de tajadas, los melones exquisitos, de suave pasta perfumada y de exterior caprichoso, grabado como un papiro egipcio. No tenían rivales en la comarca, y es de esperar que nuestra autoridad sea reconocida enesa materia. Las excursiones a otras chacras nos habían siempre producido desengaños; la nostalgia de la fruta de los vascos nos perseguía en todo momento y jamás vibró en oído humano, en sentido menos figurado, el famoso verso de Garcilaso de la Vega. Pero debo confesar que los vascos no eran lo que en el lenguaje del mundo se llama personajes de trato agradable. Robustos los tres, ágiles, vigorosos y de una musculatura capaz de ablandar el coraje más probado, eternamente armados con sus horquillas de relucientes puntas, levantando una tonelada de pasto en cada movimiento de sus brazos ciclópeos, aquellos hombres, como todos los mortales, tenían una debilidad suprema: amaban sus sandías, adoraban sus melones. Dos veces ya los hados propicios nos habían permitido hacer con éxito una razzia en el cercado ajeno, cuando un día ... Eran las tres de la tarde y el sol de enero partía, la tierra sedienta e inflamada, cuando, saltando subrepticiamente por una ventana del dormitorio donde más tarde debía alojarse el 1º de caballería de línea, nos pusimos tres compañeros en marcha silenciosa hacia la región feliz de las frescas sandías. Llegados al foso, lo costeamos hasta encontrar el vado conocido, allí donde habíamos tendido una angosta tabla, puente de campaña no descubierto por el enemigo. Lanzamos una mirada investigadora: ni un vaso en el horizonte. Nos dividimos, y mientras uno se dirigía a la izquierda, donde florecía el cantaloup, dos nos inclinarnos a la derecha, ocultando el furtivo paso por entre el alfalfar en flor. Llegamos, y rápidos buscamos dos enormes sandías que en la pasada visita habíamos resuelto dejar madurar algunos días aún. La mía era inmensa, pero su mismo peso me auguraba indecibles delicias. Cargué con ella, y cuando bajé los ojos para buscar otra pequeña con que saciar la sed sobre el terreno un grito, uno solo, intenso, terrible como el de Telérnaco, que petrificó el ejército de Adrasto, rasgó mis oídos. Tendí la mirada al campo de batalla; ya la izquierda, representada por el compañero de los melones, batía presurosa retirada. De pronto, detrás de una parva, un vasco horrible sale en mi dirección, mientras otro pone la proa sobre mi compañero, armados ambos del pastoril instrumento cuyo solo aspecto comunica la ingrata impresión de encontrarse en los aires, sentado incómodamente sobre dos puntas aceradas que penetran... ¡Cómo corría, abrazado tenazmente a mi sandia! ¡Qué indiferencia suprema por la gorra ingrata que me abandonó en el momento terrible, quedando como trofeo sobre campo enemigo! Y, sobre todo, ¡cuan veloz me parecía aquel vasco, cuyo respirar de fuelle de herrería creía sentir rozarme los cabellos! Volábamos sobre la alfalfa: ¡qué larga es media cuadra! Un momento cruzó mi espíritu la idea de abandonar mi presa a aquella fiera para aplacarla. Los recuerdos clásicos me autorizaban; pensé en Medea, en Atalanta, pensé en los jefes de caballería que regaban el camino de la "retirada" con las prendas de su apero; pensé... ¡No! ¡Era una ignominia! Llegar al dormitorio y decir: "Me ha corrido el vasco y me ha quitado la sandía". ¡Jamás! Era mi escudo lacedemonio: ¡vuelve con él o sobre él!. Instintivamente había tomado la dirección del vado; pero el vasco de mi compañero, por medio de una diagonal, habría llegado antes que yo, y debo declarar que, a pesar de la persecución personal del mío, los tres vascos me eran igualmente antipáticos. ¡Marché de cara al sol!, como el Byron de Nuñez de Arce. Mi agilidad proverbial, aumentada por las fatigas diarias del rescate, había brillado en aquella ocasión; así cincuenta pasos antes de llegar al foso, mi partido estaba tomado. Puse el corazón en Dios, redoblé la ligereza y salté... Una desagradable impresión de espinas me reveló que había saltado el obstáculo; pero, ¡oh dolor!, en el trayecto se me había caído la sandía, que yacía entre las aguas cenagosas del foso. Me detuve y observé a mi vasco: ¿daría el salto? Lo deseaba en la seguridad que iría a hacer compañía a la sandia. Pero aquel hombre terrible meditó, y plantándose del otro lado de la zanja, apoyado en su tridente, empezó a injuriarme de una manera que revelaba su educación sumamente descuidada. Escapa a mi memoria si mi actitud en aquellas circunstancias fue digna; sólo recuerdo que en el que tomaba un cascote, sin duda para darle un destino contrario a los intereses positivos de mi vasco, vi a mis dos compañeros correr en dirección a “las casas" y al vasco de los melones despuntar por el vado y dirigirse a mí. De nuevo en marcha precipitada, pero seguro ya del triunfo. Eran las tres y media de la tarde, y el sol de enero partía la tierra sedienta e inflamada, cuando con la cara incandescente, los ojos saltados, sin, gorra, las manos ensangrentadas por los zarzales hostiles, saltamos por la ventana del dormitorio. Me tendí en la cama y, mientras el cuerpo reposaba con delicia, reflexioné profundamente en la velocidad inicial que se adquiere cuando se tiene un vasco irritado a retaguardia, armado de una horquilla
Re: ... de poetas, cuentos y leyendas Canción de Navidad-Charles Dickens Continuación II- El primero de los tres Espíritus Cuando Scrooge despertó, había tanta obscuridad que, al mirar desde la cama. apenas podía distinguir la transparente ventana de las opacas paredes del dormitorio. Hallábase haciendo esfuerzos para atravesar la obscuridad con sus ojos de hurón. cuando el. reloj de la iglesia vecina dio cuatro campanadas que significaban otros tantos cuartos. Entonces escuchó para saber la hora. Con gran admiración suya, la pesada campana pasó de seis campanadas a siete. y de siete a ocho y así sucesivamente. hasta doce; y se detuvo. ¡Las doce! Eran más de las dos cuando se acostó. El reloj andaba mal. Algún pedazo de hielo debía haberse introducido en la máquina. ¡Las doce! Tocó el resorte de su reloj de repetición para rectificar aquella hora equivocada. Su rápida pulsación sonó doce veces, y se detuvo. -¡Vaya -dijo Scrooge-, no es posible que yo haya dormido un día entero y aun parte de otra noche! A no ser que haya ocurrido algo al sol y que a las doce de la noche sean las doce del día. Como la idea era alarmante. se arrojó del lecho y a tientas dirigióse a la ventana. Tuvo necesidad de frotar el vidrio con la manga de la bata para quitar la escarcha y conseguir ver algo, aunque pudo ver muy poco. Todo lo que pudo distinguir fue que aun había espesísima niebla, que hacía un frío exagerado y que no se percibía el ruido de la gente yendo y viniendo en continua agitación, como si la noche, ahuyentando al luciente día, se hubiera posesionado del mundo. Esto fue para él gran alivio, porque si todo era noche, ¿qué valor tenían las palabras: "A tres días vista esta primera de cambio, pagaréis a Mr. Ebenezer Scrooge o a su orden", etc., puesto que no había días que contar? Scrooge se acostó de nuevo, y pensó, y pensó, y pensó en ello repetidamente, y no pudo sacar nada en limpio. Cuanto más pensaba, sentíase más perplejo: y cuanto más se esforzaba para no pensar, más pensaba. El Espectro de Marley le molestaba de modo extraordinario. Cuantas veces intentaba convencerse, después de reflexionar, de que todo era un sueño, su imaginación volvía, como un resorte que se deja de oprimir, a su primera posición. y le presentaba el mismo problema que resolver: ¿era un sueño o no? continua
Re: ... de poetas, cuentos y leyendas Juvenilia-Miguel Cané 26 VIENE a mi memoria, envuelto entre los recuerdos de la Chacarita, el de uno de mis condiscípulos, tipo curiosísimo que en aquellos tiempos felices, ignorantes aún de los encuentros grotescos que nos proporcionaría el mundo, clasificábamos alternativamente con los nombres de "el loco Larrea" o "el loro Larrea". Queda entendido que he alterado su verdadero apellido, pues ignoro si vive aún, en cuyo caso tal vez no le seria grato figurar en estas páginas, a la manera de un coleóptero de museo. Era riojano; aunque de gran estatura, su cuerpo, sea por falta de armonía ingénita, sea por el corte de sus jacquets amplios, sin la menor curva en la espalda, presentando una línea recta geométrica desde el cuello hasta el ribete del faldón, ofrecía un conjunto tan desgraciado como insípido. La cara de Larrea era una obra maestra. En primer lugar, aquel rostro sólo se conservaba a costa de incesante lucha contra la cabellera, tupida y alborotada, pero eminentemente invasora. No puedo recordar la fisonomía de Larrea sin el arco verdoso que coronaba su frente estrecha, precisamente en la línea divisoria del pelo y el cutis libre. Era un depilatorio espeso, de insoportable olor, que Larrea se aplicaba, con una constancia benedictina, todas las noches, a fin de evitar los avances capilares de que he hecho mención. Pero Larrea sostenía que esa pasta era completamente ineficaz, a lo que algunos de los compañeros replicaban que era natural no ejerciera influencia sobre sus pelos de calabrote, habiendo sido fabricada para hacer desaparecer el ligerísimo duvet del brazo de las damas, según cantaba el prospecto. ¿Se echa acaso abajo un bosque de ñandubays con la ligera hoz que derriba los trigales? La nariz de Larrea presentaba esa forma arquitectónica que la envidia humana ha clasificado de ñata*; más abajo, de este a oeste, abarcando los limites visibles, se desenvolvía la boca de Larrea, siempre entreabierta, sin duda para dar ventilación a sus dientes como teclas de plano viejo, en color y dimensión. Larrea hablaba sin reposo, a todas horas, con todo motivo, lo que le había valido el ya mencionado calificativo de "loro". Pero cuando llegó a la Chacarita, notamos, alarmados, que aquella facundia inagotable había cesado y que Larrea, hosco, huraño, evitaba los juegos, los placeres comunes, no comía y pasaba todo el día tendido en su cama, en la que nos parecía oír durante la noche suspiros enormes como resoplidos de buey. ¡Larrea amaba! Una tarde me confió que había entregado su corazón a una beldad cruel que no quería apercibirse del fuego que lo consumía. Me pidió que no me burlara de él, porque era un asunto serio, que le tocaba de cerca lo más intimo del alma. Alentado por mi cara de confidente de tragedia, de aquéllos únicamente admitidos en la escena para dar la réplica corta y hábil que motiva una nueva tirada del héroe, Larrea llegó hasta leerme versos. Por fin, supe que el objeto de su pasión era una niña, hija de una "modesta" familia que habitaba a veinte cuadras de la Chacarita. ¡Ya lo creo! Era una chinita deliciosa de dieciocho años, de carita fresca y morena, de grandes ojos negros como el pelo, sin más defecto que aquel pescuezo angosto y flaquito que parece ser el rasgo distintivo de nuestra raza indígena. Todos la conocíamos, y más de uno hacía frecuentes pasadas a pie y a caballo, por delante de aquel rancho, alentado por las esperanzas. Animé a Larrea cuanto pude, le di mis consejos (porque los porteños éramos censés ser tenorios consumados), y por fin me anunció un día que había hecho relación con la familia y que había organizado, de acuerdo, un baile para el sábado próximo, baile al que debíamos concurrir siete u ocho de nosotros, siempre que nos hiciéramos preceder por algunas libras de yerba y azúcar, algunas botellas de cerveza y ginebra, etc. Larrea me abandonaba la elección de los convidados y me pedía los acompañara al sitio de la fiesta, donde él se encontraría desde la primera hora. Como se comprende, era necesario escaparse. Comuniqué la nueva a Eyzaguirre, candidato nato a una partida semejante, avisé también al cojo Videla, uno de los muchachos más buenos y traviesos que he conocido; y como habíamos tenido tiempo de prepararnos, el sábado, a las nueve de la noche, dejando cada uno en la cama respectiva (felizmente no estaban todas en el mismo cuarto) un muñeco con una peluca de crin, nos pusimos silenciosamente en marcha a través de los potreros, llenos de un loco entusiasmo y forjando conquistas a millares. * Dickens.
Re: ... de poetas, cuentos y leyendas Canción de Navidad-Charles Dickens Permaneció Scrooge en este estado hasta que la campana dio tres cuartos; y entonces recordó, estremeciéndose, que el Espectro le había anunciado una visita para cuando la campana diese la una. Determinó estar despierto hasta que pasara la hora: y considerando que le era más difícil dormir que alcanzar el cielo, quizás era ésta la más prudente determinación que podía tomar. Los quince minutos eran tan largos, que más de una vez pensó que se había adormecido sin darse cuenta y por ello no había oído el reloj. Por fin resonó en su atento oído. ¡Tin, tan! -Y cuarto -dijo Scrooge, contando. ¡Tin, tan! -Y media -dijo Scrooge. ¡Tin, tan! -Menos cuarto -dijo Scrooge. ¡Tin, tan! . -¡La hora señalada -dijo Scrooge, triunfalmente- y sin novedad! Habló antes de que sonase la campana de las horas, lo cual hizo dando una profunda, pesada, hueca,. melancólica. La luz inundó el dormitorio al instante y se descorrieron las cortinas del lecho. Fueron descorridas las cortinas del lecho, os digo, por una mano invisible. No las cortinas que tenía a los pies ni las cortinas que tenía a la espalda, sino las que tenía delante de la cara. Las cortinas del lecho se descorrieron, y Scrooge, sobresaltándose, medio se incorporó y hallóse frente a frente del sobrenatural visitante al que daban paso: tan cerca de él como yo lo estoy de vosotros, y yo me encuentro espiritualmente junto a vuestro codo. Era una figura extraña..., como un niño; aunque, más que un niño, parecía un anciano, visto a través de un medio sobrenatural, que le daba la apariencia de haberse alejado de la vista y disminuido hasta las proporciones de un niño. Su cabello, que le colgaba alrededor del cuello y por la espalda, era blanco como el de los ancianos: pero la cara no tenía ni una arruga, y la piel era delicadísima. Los brazos eran muy largos y musculosos, y lo mismo las manos, como si fueran extraordinariamente fuertes. Las piernas y los pies. que eran perfectos, los llevaba desnudos, como los miembros superiores. Vestía una túnica del blanco más puro y le ceñía la cintura una luciente faja de hermoso brillo. Empuñaba una rama fresca de verde acebo y, contrastando singularmente con este emblema del invierno, llevaba el vestido salpicado de flores estivales. Pero lo más extraño de él era que de lo alto de su cabeza brotaba un surtidor de brillante luz clara, que todo lo hacía visible; y para ciertos momentos en que no fuese oportuno hacer uso de él, llevaba un gran apagador en forma de gorro, que entonces tenía bajo el brazo. Y aun esto no le pareció a Scrooge, al mirarle con creciente curiosidad, su cualidad más extraña, sino que su cinturón brillaba lanzando destellos tan pronto en una parte como en otra. y lo que un instante era luz, se hacía de pronto obscuridad, y así la figura misma fluctuaba en su claridad, siendo ora una cosa con un brazo, ora con una pierna, ora con veinte piernas, ora dos piernas sin cabeza, ora una cabeza sin cuerpo, y de las partes que se desvanecían, ningún perfil podía distinguirse en medio de la densa obscuridad en que se fundían, y después de tal maravilla, volvía a ser él mismo, con toda la claridad anterior. continua
Re: ... de poetas, cuentos y leyendas Que duro ha de ser para el poeta Silvio Rodríguez . Qué duro ha de ser para el poeta llegar al paraíso mirar para abajo, para arriba y ver que nada pasa sólo que sus libros en pieles están encuadernados en la biblioteca fichados de blanco . Qué duro ha de ser para el poeta llegar a los infiernos mirar para arriba o para abajo y ver pasar la gente buscándole prejuicios y chismes entrelineas y anécdotas y viajes y tristezas del mismo color . Qué duro puede ser para el poeta haber hablado de los ríos cuando llegue el tiempo en que los ríos, no sirvan para nada y cuando los caminos se llenen de andadores y ya las cosas del poeta no sean, jamás poesía. .
Re: ... de poetas, cuentos y leyendas TODOS A UNA Gabriel Celaya Cada vez que muere un hombre, todos morimos un poco, nos sentimos como un golpe del corazón revulsivo que se crece ante el peligro y entre espasmos recompone la perpetua primavera con sus altas rebeliones. Somos millones. Formamos la unidad de la esperanza. Lo sabemos. Y el saberlo nos hace fuertes; nos salva. Nos sentimos como un golpe que sin brotar se ha quedado temblorosamente en vilo. Nos sentimos sin sentirnos, fabulosamente dulces, dolorosamente ciertos. Nos sentimos un nosotros. Palpitamos colectivos. Corazón, corazón, dulce sol interior, me iluminas, me envuelves: soy más de lo que soy. Cada vez que un combatiente se desangra, con su sangre derramada yo hago versos, canto y muero en él creciendo, digo quién soy, quiénes somos, quién en nosotros, invicto, testimonia lo perpetuo, sopla espíritu en el fuego. Yo resucito en los muertos si los siento en camarada, y ellos en mí, yo con ellos permanezca y canto. ¡Canta! Allá lejos, ¿quién me espera? Aquí al lado, ¿quién me pide simplemente una mirada tan terrible, tan difícil como dar cara diciendo que -perdón- no pasa nada? Mas le miro y en mis ojos devorantes hay mañana. Nos alzamos uno en otro. Somos quien somos: varones tan seguros de sí mismos que renuncian a su nombre. Cada vez que siento en vivo mi corazón, me pregunto quién me exige más conciencia, me pregunto quién me llama o, con alarma, ¿qué pasa? Mas no pasa, siempre queda y es la unidad que en mí canta. ¿Quién se atreve a condenarnos? Somos millones, millones. Somos la luz que se extiende. ¡Miradnos! Somos el hombre.
Re: ... de poetas, cuentos y leyendas CUNA José Pedroni Haz con tus propias manos la cuna de tu hijo. Que tu mujer te vea cortar el paraíso. Para colgar del techo, como en los tiempos idos que volverán un día. Hazla como te digo. Trabajarás de noche. Que se oiga tu martillo. "Estás haciendo la cuna" que diga tu vecino. Alguna vez la sangre te manchará el anillo. Que tu mujer la enjuague. Que manche su vestido. Las noches serán blancas, de columpiado pino. Harás según el árbol la cuna de tu niño. Para que tenga el sueño en su oquedad de nido. Para que tenga el ángel en un oculto grillo. La obra será tuya. Verás que no es lo mismo. Será como tus brazos la cuna de tu hijo. Se mecerá con aire. Te acordarás del pino. Dirás: "Duerme en mi cuna". Verás que no es lo mismo.