Re: ... de poetas, cuentos y leyendas Tabaré Canto Tercero CANTO SEGUNDO I ¿Quién grita por allá, que tiembla el bosque, Y hasta los aires tiemblan? Un vago resplandor, allá a lo lejos, Sobre el obscuro cielo se proyecta. Destaca el bosquecillo, cuyas formas Vacilantes revela, Y alumbra aquel ombú, que solo y negro Está de pie durmiendo allá en la cuesta. Parece que se mueven un instante Las lomas soñolientas, Que en la turbada obscuridad estaban, Y que asoman por entre las tinieblas De nuevo el alarido temeroso En los aires revienta. El hambre acaso tiene congregadas En esos matorrales a las fieras? No; las fieras miradlas: en rebaños, Tendidas las orejas, Saltan de acá y de allá; sobre las lomas Se detienen volviendo las cabezas; Emprenden nuevamente amedrentadas Su rápida carrera; Y alargando los cuerpos se deslizan Con sigiloso paso entre las breñas. Enarcando los lomos amarillos Acurrucadas quedan, Y en la profunda obscuridad del soto Sus dos ojos de fuego centellean. El avestruz corriendo en la llanura Ya con las alas sueltas; Se siente el aletea de los pájaros Que abandonan sus nidos y se alejan; Y se oyen las carreras del venado Que salta en la maleza, Y el rumor de manadas de carpinchos Que corren a buscar sus madrigueras. II ¿Quién va? ¿Qué sombras son las que corriendo Van entre las tinieblas E indican, con los brazos extendidos, El resplandor de la lejana hoguera? Son los indios charrúas. Han brillado Los fuegos de la guerra En las lomas del Hum; fuegos de muerte Luces del Uruguay en las riberas. Y el indio que al venado perseguía En las pampas desiertas; Y el que encendía el tronco de algarrobo En el hogar del valle, y a las flechas Ataba con los nervios del carpincho El colmillo de piedra, O la cuerda del arco retorcía Formada de flexible enredadera; Y el que miraba más allá, tendido Con su eterna indolencia, A sus mujeres fermentar la chicha Y levantar las pieles de la tienda, Todos vieron los fuegos de las lomas Y alzaron las cabezas, Y señalando el resplandor gritaron ¡Ahú! ¡Ahú! ¡Ahú! ¡Fuegos de guerra! Todos caminan; han tomados todos Sus lanzas y sus flechas; Se han pintado los rostros y los cuerpos Con rayas muy azules y muy negras, Inyectando en su piel los jugos agrios De las silvestres hierbas Que el venado no come ni la nutria, Y que crecen de noche entre las piedras, Bajo las cuales, en las altas horas, Ladra el zorro en su cueva Y se esconde la iguana perseguida Y anidan la lechuza y la culebra. Todos caminan; llevan en los cuerpos Arreos de pelea: Las plumas de ñandú sobre la frente En las lanzas humanas cabelleras. ¿Adónde van? Donde los llama el fuego, El fuego de la guerra; El que anuncia la muerte del cacique Allá en el bosquecillo, de las ceibas. Ahú!, ahú, ahú! Corren los indios Gritando en las tinieblas, Y el turbado silencio de la noche Huye a esconderse en la inmediata selva, III Las nubes de humo denso iluminado Que en el aire se elevan Sobre la masa negra de los árboles, Marcan el sitio en que las tribus velan; Desde lejos se ven de los charrúas Las obscuras siluetas Que, cruzando y saltando entre los troncos, Sobre el rojizo fondo se proyectan. IV ¡Extraño funeral! Los indios ebrios Avivan diez hogueras Encendidas en torno de un cadáver Tendido sobre un lecho de maleza. Es un viejo cacique. El sueño frío Se ha entrado por sus venas; Nadie Pudo arrancarlo con la boca De la piel del anciano; quedó en ella, Dejándole el color amarillento Que entristece a las ceibas Cuando el viento se enfría, y de las ramas Las hojas bajan a morir en tierra, Los médicos el vientre del cacique Han chupado con fuerza Por arrancarle el dardo y el gusano Que le causaban mal. Inútil brega. Vedlo tendido, inmóvil, taciturno, Tan largo como era; Los indios gritan, en su torno corren, Y las abiertas bocas se golpean. El arco de urunday tiene el cadáver Entre las manos yertas; Han colocado en orden a su lado Su lanza y sus macanas y sus flechas, Y pieles de venado y las vasijas En que el zumo fermenta De guaviyús silvestres y algarrobas, Y de la miel que forman las abejas. V Las tribus cuidan de que tenga el muerto Las pupilas abiertas; Bien atadas han puesto en su cintura Las silbadoras bolas de pelea; Y, porque espante entre los negros toldos, A Añang y a Macachera Con jugos de urucú pintan su cuerpo Y le embijan el rostro que amedrenta. Tiene azules los pómulos salientes; Amarillas y negras Son las rayas que cruzan sus mejillas, Y su pecho y sus brazos y sus piernas. El deformado rostro del cadáver Forma una horrible mueca Que infundirá terror, cuando al cacique De los genios del aire se defienda VI Ahú! Ahú! Ahú! Por todos lados Los indios atraviesan; Aúllan, corren, saltan jadeantes, Dando al aire las rígidas melenas. Hacen silbar las bolas, agitadas En torno a sus cabezas, Chocan las lanzas, los cerrados puños Con feroz ademán al aire elevan, Y forman un acorde indescriptible Que en los aires revienta: Ebullición de gritos y clamores, Golpes, imprecaciones y carreras. Ya hiriéndolos de lleno, ya a los lejos Bañándolos a medias, Según que a las hogueras se aproximan, O de ellas con el vértigo se alejan, La lumbre hace brotar, corno arrancados Del medio en que voltean, Cuerpos desnudos, rostros que aparecen Y se hunden nuevamente en las tinieblas. VII ¿No son mujeres esas, las que ahora Alumbran las hogueras, Esas que danzan en redor del muerto Y sus pequeños en los brazos llevan? Sí; son madres de indios. Sus cabellos, En obscuras guedejas, Flotan sobre las mórbidas espaldas Ceñidos en la frente; mas no velan Los cuerpos palpitantes y desnudos En que los fuegos tiemblan Dando relieve a ¡os redondos senos Que sudorosos de cansancio ondean. Tienen sus movimientos convulsivos Cierta ruda cadencia Y sus formas desnudas, a las formas De la hembra del venado se asemejan. Sus ojos negros brillan empapados En la luz y chispean Se cimbran sus elásticas cinturas En plumas grises de avestruz envueltas. Los collares de piedras de colores En sus gargantas suenan, Y los cintillos de brillantes plumas Adornan sus tobillos y muñecas. El que ajustado en la frente, Al erguirse sobre ésta, Da a la figura la esbeltez del pájaro Que su penacho en el sauzal ostenta. Las indias van cantando; sus cantares Son una extraña mezcla De alaridos y gritos quejumbrosos Que en un ritmo monótono se estrechan. Las ruidosas bandadas de gaviotas Que sobre el agua vuelan Gritan como esas indias, y en el aire Como ellas se revuelven y atropellan. La turba de los indios las empuja, Y las mujeres ruedan Heridas, dando gritos que al vagido Se unen de sus hijos. No. se arredran: De nuevo se levantan, y prosiguen En su danza frenética, Y en los cantares bárbaros que entonan En torno del cadáver dando vueltas. VIII En redor de aquel fuego y en cuclillas Ved a esas indias viejas; Casi con las rodillas sobre el pecho Revuelven sus vasijas y bostezan. Sobre sus rostros penden los cabellos, Que el tiempo no blanquea, Como retoños lacios y marchitos Que aun de sus troncos vacilantes cuelgan. No se adornan los cuerpos angulosos; Sus mandíbulas secas Mastican algo que al brebaje arrojan Que en las silvestres cáscaras fermenta; Gritan de vez en cuando, y se levantan, Y de nuevo se sientan. Hay en sus voces algo de chirrido Que acaso al grito del chajá se acerca. IX ¿Y esos indios de bruces en la sombra? ¿Por qué dan esas quejas? No es sangre lo que brota de sus manos Que destrozadas muestran? Se han cortado los dedos. Son parientes Del cacique que velan: Se han cortado los dedos con el filo De sus hachas de piedra. Así de que lloraron al anciano Dan elocuente prueba. ¿Quién pondrá en duda su dolor que a voces n coro manifiestan? X Nadie que a medianoche aquellos gritos Y clamores oyera, Evitaría que el terror helase Con un frío de muerte hasta sus venas. Los llantos de los niños y mujeres En el aire se mezclan Con los gritos, palabras y alaridos De los indios que airados vociferan, Y con el choque de armas, y el silbido De las bolas de piedra, Y los golpes de cuerpos desplomados Que heridos en el suelo se revuelcan. XI ¿Qué quieren esas gentes? ¿Por qué corren? ¿Qué ven en las tinieblas? ¿A quiénes amenazan en el aire Y dirigen sus bárbaras arengas? ¡Quién no lo sabe! Espantan a las sombras Que, en bandadas, se acercan Al indio muerto, por cerrar sus ojos Y apagarle los fuegos. Ved: son ésas, Esas que, con sus alas de carancho, Entre las ramas vuelan; Curupirá las sopla y las revuelve, El negro Añanguazú viene con ellas. Son los hijos del aire y da la noche Que andan en las tormentas Encendiendo sus fuegos en las nubes, Los grandes ruidos derramando en éstas; Son los perros que roen a las lunas Y apagan las estrellas. Y lanzan los ladridos prolongados Que suelen escucharse en las cavernas; Los que afílan los dientes de las víboras Dormidas en sus cuevas, Y en la hierba que pisan los charrúas Las arañitas de la muerte siembran. Son las sombras malditas que al cadáver Del cacique se acercan, Para cerrar sus párpados, quedando Bajo de ellas ocultas; allí esperan Que se apague del indio la mirada Y hacia adentro se vuelva. Entonces lo persiguen y lo acosan En la noche sin lunas que comienza. Y allí, escondidos en sus toldos negros, Le disparan sus flechas, Fingen rostros horribles en lo oscuro Y soplan como el viento en sus orejas. XII El viento se ha calmado; algunas voces, En medio de la incoherencia De la grita salvaje, con esfuerzo Acaso se comprendan. Oíd a esos que cruzan: sus palabras Claras allí resuenan; También a aquellos que, con duros gestos Amenazando el aire vociferan: -¡Ahú! ¡Dejad al muerto¡ ¡Dejad al tubichá! ¿Por qué sopláis la lumbre de sus fuegos? ¡Dejad al muerto, Añang! -¡No le cerréis los ojos! -¡Ahú! ¡Ahú! ¡Ahú! -¿Sentís ladrar las sombras? Han salido Del tronco del ombú. -¡Corred, seguid aquella Que se revuelve allá! Sacude la maleza con las alas, Y agita el ñapintá. ¿A quién lleva el fantasma De rápido correr? Ya fugitivo, en sus hombros lleva Al cacique que fue. -¡Cómo gritan los árboles¡ -Ahú! ¡Ahú! ¡Ahú! -El aire zumba; son los moscardones Que corre, Añanguazú. -¡Persiguiendo la luna Los perros negros van! -Los perros negros que a beber comienzan Su tibia claridad! ¡Cómo mira esa sombra Con sus ojos de luz! -¡Y cómo se retuercen y se alargan Sus alas de ñandú! -¡El viento! ¡El viento negro! ¡Allá va¡ ¡Allá val ¿Quién zumba en él? ¡Las moscas que conduce Gruñendo el mamangá! XIII Las sombras de la noche Vienen volando en caravana aérea, Y luchan con las llamas, las sacuden, Y en torno del hogar revolotean. Las llamas las rechazan, Y las detienen en aureola negra, En cuyo seno los añosos árboles Cobran formas variables y quiméricas. Los ojos del cadáver Horriblemente abiertos, parpadean, Parece que sus miembros se estremecen Al avivarse el fuego que lo cerca, O que el rígido cuerpo Nada en el aire, flota en las tinieblas, Y se hunde, y reaparece, y se transforma Cuando la inquieta llamarada amengua, Formando un fondo negro Lleno de líneas vagas y revueltas; Un medio en que se esfuman y se mueven Formas abigarradas e incompletas. XIV El viento se ha callado entre los aires; Los salvajes jadean; Se apoyan en sus lanzas o en los troncos, O se dejan caer sobré la hierba. La grita se enrarece: por el aire Las Voces se dispersan. Suenan acá los llantos de mujeres; Allá los magullados aun es quejan. Los fuegos no avivados languidecen; Sus oscilantes lenguas Se mueven como el indio que borracho Lleva de un hombro al otro la cabeza. Corre entre aquellas voces un silencio Semejante al que reina Sobre la onda del río cuando acaba De pasar por el aire la tormenta. XV Lo rompe un joven indio que saltando Desaforado llega; Da un grito clamoroso, y con su lanza Pasa de un viejo tronco la corteza. Habla a voces, furioso, sacudiendo Su cabellera negra; Sus palabras parecen alaridos De una ruda y fantástica elocuencia; Y salta como el tigre, y con la maza El cuerpo se ensangrienta, Y sobre el negro matorral de plumas La bola agita atada a su muñeca. Son de hierro sus miembros; nadie excede Su talla gigantesca; Ramas de sauce negro, sus cabellos Sobre el rostro y los hombros, se despeñan, Y en sus ojos pequeños y escondidos Las miradas chispean Como las aguas negras y profundas, Tocadas por el rayo de una estrella. XVI Es el cacique Yamandú. Los indios Se alzan y lo rodean. ¿Qué quiere Yamandú? Reclama el mando Mostrando sus heridas y su fuerza. Nadie como él se descompone el rostro Con espantosa mueca, Ni lanza el alarido que, en la lucha, Brota del hueco de su boca abierta; Nadie como él en el hinchado labio La señal atraviesa Que distingue a los indios de las tribus, Que más espanto infunden en la guerra. ¿Quién sino él, entonces a la gente Llevará a la pelea? ¿Quién sino él, que de enemigos muertos Cien cabelleras en su toldo ostenta, Y adorna su garganta con collares De los dientes y muelas De arachanes vencidos, cuyas pieles Forman de su arco la flexible cuerda? Jamás el gamo huyendo en la llanura, Pudo esquivar su flecha, Ni el avestruz el golpe de su bola Que silba como víbora sedienta. Ahú! clama con grito prolongado, Aquí en el urunday El indio Yamandú clavó su lanza... ¡Nadie la arrancará! Yo he peleado con ella entre las tribus Que ven salir el sol; Ni la he roto Jamas en la rodilla, Ni en mi brazo tembló. La he clavado en el bosque donde encienden, Los caciques chanás, Y los manuanos, tapes y bohanes Los fuegos de su hogar. Yo arranqué la sangrienta cabellera Del fiero Tubichá, Cuya piragua atravesó las ondas Del río como mar. ¡Ved mi pellejo! ¡Tiene más heridas Que plumas el ñandú., Y que lunas han visto los ancianos Salir del guaycurú. Yo derramo la sangre de mi cuerpo De la que, en el chircal, Brotan los yacarés que entre los juncos Duermen del Uruguay. Los rayos de los blancos no penetran En mi curtida piel Más dura que la piel de la tortuga Y del Jaguareté. Mirad mis ojos: brillan en la sombra; Son los ñacurutú... ¿Cuál de los indios tiene la mirada De mis ojos de luz? XVII Un murmullo de asombro se difunde Entre la turba aquella; La tribu, fascinada y aturdida, Nuevo cacique en el salvaje encuentra Ya en algunas gargantas comprimido Está el grito de guerra; La aclamación al indio cuyos ojos Al moverse en la sombra centellean. Entreabiertos e inmóviles los labios Los otros lo contemplan; Sobre aquel grupo de desnudos cuerpos Las rojas llamaradas se reflejan. Ellas solas se mueven y el cacique Cuya ruda elocuencia Es algo como un vértigo que estalla; Una danza fantástica y siniestra. Sólo él se agita, salta, se retuerce Con espantosa fuerza. Inmóvil lo demás; todas las almas En los ojos absortos se condensan. ¡Nadie, prosigue el indio, estremeciendo la turba con su voz, Nadie la lanza que clavó mi brazo De su tronco arrancó! Llega a mi toldo, sin morder mis piernas, El malo añanguazú; Yo penetro de noche al más obscuro Bosquecillo del Hum; Las sombras de los viejos de mi tribu, Y que viven en Tupá, Ven en sus nubes a enseriarme el grito Que lanzan los chajás; Los perros que devoran a las lunas No ladran como yo; El viento negro de la noche calla Cuando escucha mi voz. ¿Quién arranca mi lanza? ¿Quién su fuerza Mide con Yamandú, El indio de los brazos como el tronco Del viejo guabiyú? ¿No oís el río? Suena en sus barrancas. ¡Oíd al Uruguay! Es río de los indios. i Y los blancos En su ribera están! Los blancos que vinieron de allá lejos, De donde sale el sol; Los que matan los indios con los rayos Que el astro les prestó, Y les cortan las negras cabelleras, Y les quitan la piel; Y les roban la tierra en que nacieron Y en que posan los pies. Dando un quejido morirá el charrúa Que nunca se quejó, Y sus mujeres correrán lanzando Sus gritos de dolor. ¿Queréis matar al extranjero? Entonces Seguid al Yamandú. Yo sé matarlo como al gato bravo De los bosques del Hum. Los cráneos de los pálidos guerreros Al indio servirán Para beber la chicha de algarrobas Y el jugo del palmar. Sus rayos no me ofenden; en su sangre Se hundirán nuestros pies; Sus cabelleras en las lanzas nuestras El viento ha de mover; Vírgenes blancas, que en los ojos tienen Hermosa claridad; Encenderán en nuestros libres valles Nuestro salvaje hogar. En esos días de las horas largas En que canta el sabía, y al pie de la barranca está el bañado Dormido en el juncal; En esas noches en que a ratos se oye El canto del urú, los vírgenes esclavas del charrúa Brillarán con su luz. Sus cuerpos son más blandos que el venado Que acaba de nacer, Y tiemblan como tiembla entre la hierba La verde caicobé. Sus cabellos parecen los renuevos Más tiernos del sauzal; Sus bocas se abren como el, dulce fruto Que da el mburucuyá . . . ¡Vamos! ¡Seguidme! ¡El extranjero duerme, Duerme en el Uruguay! ¡El sueño que en sus ojos se ha sentado, No se levantará! ¿Veis? La luna de fuego de las lomas No se distingue aún; Aun se siente a lo lejos en las ramas El canto del urú! Sólo esclavos del blanco allá en su toldo El indio engendrará, Y en sus bosques el fuego de la guerra No encenderá jamás; XVIII Un alarido inmenso, pavoroso En los aires revienta; Nadie a fauces humanas esos gritos, A escucharlos de noche, atribuyera. Un águila tranquila, que pasaba Sobre la selva aquella El vuelo aceleró, cambié de rurribo, Y se perdió en la soledad inmensa; Y el tigre, bajo el párpado apagando De su enorme pupila la lumbrera, Y barriendo la tierra con la cola Y tendiendo hacia atrás la aguda oreja, A largo paso y con temor cambiando De sitio en la maleza, Se revolvió tres veces para hundirse Y quedar más oculto entre las breñas. XIX ¡Yamandú tubichá! ¡Yamandú enciende Los fuegos de la guerra! Al río! ¡Al río! ¡El extranjero blanco Tendido duerme en su cerrada tienda! ¡Ahú! ¡ahú! ¡ahú! ¡Vamos, cacique, Lanza al aire tu flecha, Para que el astro de los indios llegue, Y con presagios de victoria vuelva! Y la flecha del indio por el aire Tiende las alas muertas... ¡Ahú! ¡ahú! ¡ahú! Volvió del astro, Volvió del astro y se clavó en la tierra. ¡Recta como las Palmas de las islas! ¡El astro habló con ella! Al río Al río! Al Uruguay! Al río! ¡Cacique Yamandú! ¡Fuegos de guerra! XX En pos de Yamandú corre la tribu. Su negra silueta Se ve a lo lejos tramontar las lomas Como obscuro rebaño de culebras. Sus gritos y los choques de sus armas Se perciben apenas; Las mujeres, los niños, los heridos En todas direcciones se dispersan. Se escuchan sus quejidos algún tiempo, Que en el bosque se internan; El silencio que huyó, de nuevo vuelve A echarse fatigado entre la hierba. XXI Todo está en calma; el viento está callado, Han vuelto las estrellas A brillar al través de sus vapores, Y siguen en silencio su carrera. El cadáver del indio, abandonado Flota entre las tinieblas Las hogueras a punto de extinguirse, Lo alumbran con Penosa intermitencia, Bañándolo en las tenues llamaradas Que oscilantes Y trémulas, Sacan de entre las cálidas cenizas Las Puntiagudas Y azuladas lenguas. Las sombras que aletean, poco a poco Han bajado a la tierra, Y en torno de los fuegos espirantes, Se arrastran, agarrándose a las breñas. Continua
Re: ... de poetas, cuentos y leyendas El chico calabrés Sábado, 22 Ayer tarde, mientras el maestro nos daba noticias del pobre Robetti, que andaba ya con muletas, entró el Director con otro alumno, un niño de cara muy morena, de cabello negro, ojos también negros y grandes, con las cejas espesas y juntas. Todo su vestido era de color oscuro y llevaba un cinturón de cuero negro alrededor del talle. El Director, después de haber hablado al oído con el maestro, salió dejándole a su lado al muchacho, que nos miraba asustado. El maestro lo tomó de la mano y dijo a la clase: -Os debéis alegrar. Hoy entra en la escuela un nuevo alumno, nacido en la provincia de Calabria, a más de cincuenta leguas de aquí. Quered bien a este compañero que viene de tan lejos. Ha nacido en la tierra gloriosa que dio a Italia antes hombres ilustres y hoy le da honrados labradores y valientes soldados; es una de las comarcas más hermosas de nuestra patria, en cuyas espesas selvas y elevadas montañas habita un pueblo lleno de ingenio y de corazón esforzado. Tratadlo bien, a fin de que no sienta estar lejos del país natal; hacedle ver que todo chico italiano encuentra hermanos en toda escuela italiana donde ponga el pie. Dicho esto, se levantó y nos enseñó en el mapa de Italia el punto donde está la provincia de Calabria. Después llamó a Ernesto Derossi, que saca siempre el primer premio. Derossi se levantó. -Ven aquí -añadió el maestro. Derossi salió de su banco y se colocó junto a la mesa, enfrente del calabrés. -Como primero de la clase -dijo el profesor- da el abrazo de bienvenida, en nombre de todos, al nuevo compañero: el abrazo de los hijos del Piamonte al hijo de Calabria. Derossi murmuró con voz conmovida: -¡Bienvenidos! -y abrazó al calabrés. Este le besó en las dos mejillas con fuerza. Todos aplaudieron. -¡Silencio!... -gritó el maestro--. En la escuela no se aplaude. Pero se veía que estaba satisfecho, y hasta el calabrés parecía ya a gusto. El maestro le designó sitio y le acompañó hasta su banco. Después repuso: -Acordaos bien de lo que os digo. Lo mismo que un muchacho de Calabria está como en su casa en Turín, uno de Turín debe estar como en su propia casa en Calabria; por esto luchó nuestro país cincuenta años y murieron treinta mil italianos. Os debéis respetar y querer todos mutuamente. Cualquiera de vosotros que ofendiese a este compañero por no haber nacido en nuestra provincia, se haría para siempre indigno de mirar con la frente levantada la bandera tricolor. Apenas el calabrés se sentó en su sitio, los más próximos le regalaron plumas y estampas, y otro chico, desde el último banco, le mandó un sello de Suecia.
Re: ... de poetas, cuentos y leyendas algo atrazadita!, recién lo leo magni precioso! gracias por traerlo!
Re: ... de poetas, cuentos y leyendas El chico calabrés Sábado, 22 Ayer tarde, mientras el maestro nos daba noticias del pobre Robetti, que andaba ya con muletas, entró el Director con otro alumno, un niño de cara muy morena, de cabello negro, ojos también negros y ....... Que hermoso es este libro Maia!!
Re: ... de poetas, cuentos y leyendas Anveri Marcos es el personaje de los Apeninos a los Andes que Edmundo de Amicis incluye como cuento mensual “Corazón”. Narra las penas y sufrimientos de la inmigración italiana. Marcos es el arquetipo que refleja lo que millones de personas debieron afrontar durante el periodo de la gran inmigración de masas que llevó a más de 6.000.000 de personas a cruzar el océano en busca de mejorar su situación. El cuento fue llevado a la pantalla también con el nombre de Marcos en Japón en 1976 y traducida en varios idiomas. Se convirtió en un verdadero éxito en países como Portugal España, Venezuela, Brasil. En hebreo se llama HaLev (“el corazón”), en Arabia “Wada'an Marco” “adiós Marco”), pero en la mayoría de Europa y de Latinoamérica se la conoce como “Marco”,
Re: ... de poetas, cuentos y leyendas Y si ,aparte de lo bonito que esel libro en si, lo tenés asociado a una etapa de la vida hermosa y a los afectos, lo que hace que sea más entrañable todavía! Para mi los cuentos leidos en la infancia ,tienen una belleza especial , y más si te los leia alguien tan querido!!
Re: ... de poetas, cuentos y leyendas Sí es eso!!, clau mi abu Corazón y muchos cantitos que me cantaba en italiano, recuerdo el de un ratoncito... veré si lo saco después!. Y bueno!, otro el Pincipito me lo regalo mi mamá! también me enamoré de ese niñito!, aunque a los 12 años confieso que no lo entendía... solo leia y alguna frase me llamaba la atención. Lo comencé a entender de grande y lo releí tantas veces!!. Y bueno el Martín Fierro que uno de mis abuelos recitaba mientras hacía sogas y monturas en su taller, recuerdo que lo tenía en un cajoncito donde estában la leznas, todo amarillo hojas ásperas y sin tapa!
Re: ... de poetas, cuentos y leyendas Si.es así, a mi tambien me pasa con muchisimos libro de esa época, incluido El Principito, que tambien lo lei a los doce! ...pienso en el libro y recuerdo los momentos en que los leia, a mis papis....y hasta los juegos que inventaba! ...me acuerdo de Hombrecitos, a partir de ahi me habia hecho una maqueta en cartulina tratando de que pareciera el hogar donde vivian y los muñequitos en carton, tambien!!!...y hasta mi gatito ligó el nombre de ese libro!
Re: ... de poetas, cuentos y leyendas TABARE CANTO TERCERO I Duerme San Salvador entre rumores. Corre a sus pies el río Remedando el arrullo de una tórtola Con su blando y monótono ruido, El centinela en el bastión se duerme Y, al verlo allí tranquilo, Juegan con su arcabuz y con su adarga Los invisibles genios de los indios. Con, sus ojos pequeños, y sus cuerpos Desnudos y cobrizos, Con sus pechos y pómulos salientes, Sus labios gruesos y cabellos rígidos: Engendros microscópicos que miran Al soldado dormido. Trepan por él, lo palpan, cuchichean, Y en grupos los recorren con sigilo, Y danzan en su torno de las manos, Golpeando el suelo con alegre ritmo, O, al compás de los ruedos de la noche, Se mecen, en los aires suspendidos, Lanzando esas fugaces carcajadas Y esos pequeños gritos Que se oyen en las noches silenciosas Sin verse quien respira en el vacío ¿Cómo puede dormir, soñar acaso Ese hombre? ¿No habrá visto Esas manchas de sangre que aparecen Del astro solitario sobre el disco? Las horas impregnadas de indolencia, Al soldado han vencido; Juegan con su arcabuz y con su yelmo Los invisibles genios de los indios. II ¿Sentís moverse ese cardal cercano, Y ese roce de cuerpos escondidos Que se arrastran, cual suele entre los juncos Arrastrarse callado el cocodrilo? ¿No veis entre las ramas asomarse Las temerosas caras de los indios Embijadas de rojo, y dibujadas Con trazos verdes, negros y amarillos? Las plumas de sus frentes se confunden Con las hojas del cardo; el remolino Del viento suave, al girar las ramas, Descubre acá y allá rostros cobrizos, Brazos que se abren paso cautelosos; Entre el tupido bosque de espinillos, Cuerpos a medio incorporarse. VedIos. Salen al llano en dirección al río Aquél es Ibiqué. ¿Quién no conoce Al tubicha, tan fiero como listo, Que al avestruz alcanza y al venado, Y apresa entre las aguas al carpincho? Cayú es aquel que corre entre las chircas. Se le conoce en el profundo signo Que le grabó con su hacha en la cabeza Hace algún tiempo el arachán Siripo. ¿También tú, Guaycurú? De los cristianos Tú te dijiste servidor sumiso, Y ese casco que llevas y esa daga De Garay los ganaste en el servicio. Tú fuiste el mensajero de tu tribu; Rompiste en la rodilla tu macizo Arco de ñandubay y, en tu piragua, O a nado, en son de paz, cruzaste el río, ¿No es ésa una mujer? Es Tabolía. Sabe arrancar la piel al enemigo Y ya más de una de ellas ha colgado En el movible toldo de sus hijos. Ella no exprime el fruto del quebracho, Ni recoge en la selva para su indio La miel de guabiyú, ni lleva el toldo, Ni entona el yaraví de triste ritmo. Tiene en su labio el signo del guerrero; Suena en la lucha su salvaje grito, Y en el desnudo seno apoya el arco En que viene la muerte a hacer su nido. Yamandú va adelante. El negro brazo Hacia atrás extendido, Silencio impone a la jadeante turba Con ademán nervioso y expresivo, Mientras él se incorpora; la cabeza Saca de entre las matas y, al tranquilo Resplandor de la luna, ya cercano Observa el silencioso caserío. III Blanca duerme. La lámpara en la alcoba De la inocente niña Su dormida cabeza en la almohada Con trémulas aureolas ilumina. Entreabiertos sus párpados, Dejan adivinar en sus pupilas, Como en el lago el brillo de una estrella La lumbre palpitante de la vida. Los invisibles labios de un ensueño Parecen apoyarse en su mejilla, Y comprimir su boca Con los pliegues del llanto o la sonrisa. Una oración acaso, A medio terminar, interrumpida Por el sueño ha quedado abandonada Entre los labios de la hermosa niña. Que unos ratos parece recogerla, Moverla entre ellos pura e instintiva, Y ofrecerla a los ángeles que nadan En el callado ambiente que respira. ¿Duerme? ¿O en el vahído indescriptible Intermedio entre el sueño y la vigilia La realidad y la ilusión se estrechan Y en su espíritu flotan confundidas? ¿Conserva esa conciencia vacilante, Esa confusa actividad que infiltra La voluntad del hombre en los ensueños Que en lo obscuro procuran sumergirla? IV Acaso no dormía. Se incorpora; En el espacio la mirada fija; Separa los cabellos de su frente, Y escucha inmóvil, temblorosa, lívida. Vedla en el borde del revuelto lecho, ¿Qué ve? ¿Sueña? ¿Delira? ¿Quién derrama en el alma de la virgen Ese terror que asoma a sus pupilas? ¡Ah! Blanca no ha soñado. La ronca gritería Que llegó hasta su oído se repite, Crece, arrecia, se acerca no es mentira. El malón salvaje Derramado en la villa; El bramido terrible de la fiera Que ataca y se revuelve en su agonía. ¡Indios! ¡Los indios vienen! En medio de la grita Se oye el clamar: ¡Los indios! ¡El charrúa! ¡Abál ¡Ahú! ¡Ahú! ... Suena la esquila, Sobre el pajizo techo De la humilde capilla, Con ayes repetidos de rebato; Estalla un arcabuz, el plomo silba. ¡Ah del valiente hidalgo! ¡Los indios en la villa! ¿Do está la espada, brazo de la muerte, Que en las batallas Don Gonzalo vibra? El salvaje alarido Con que las tribus su valor excitan, Suena, cual sí los átomos del aire Para aullar y gemir cobraran vida. Y vuelan las saetas Que sus colmillos en el aire afilan Y en ellas, discurriendo por la sombra, Silba la muerte como errante víbora. Como el penacho ardiente Del yelmo de un demonio, va encendida Su roja cabellera desgarrando En los aires la bola arrojadiza; Y se quiebran las ramas, Los árboles oscilan, Despierta el arcabuz, pero sin rumbo El plomo vuela, el fogonazo brilla. Y el salvaje alarido Levanta a los jaguares que dormían Y se alejan corriendo, y a los pájaros Que huyen despavoridos a las islas. Y el malón se dilata Como reptil inmenso, que se agita En mortal convulsión, y envuelve al pueblo, Y lo estruja y lo ahoga en sus anillas, ¡Ay del pueblo dormido! ¡Ay de la hermosa niña! ¿Quién duerme dulce sueño, quién descansa Al lado de la fiera que agoniza? V Mal ajustado el yelmo, La cota mal ceñida, Con la espada desnuda, Don Gonzalo, Ha estrechado a su esposa; a sus rodillas. Se ha abrazado gimiendo Su hermana Blanca. El capitán vacila. Ruge el malón afuera... Cierra España! Se oye clamar en medio de la grita. ¡Gonzalo, no nos dejes! ¡Gonzalo, si te vas, ¿quién nos auxilia? ¡Santiago! ¡Cierra España!. . Ruge el indio: ¡Ahú! ¡Ahú! ¡Ahú! ¡Ah, por Castilla! De los queridos brazos Se arranca el capitán, corre a la lidia; Ha huido. Doña Luz, y junto al lecho, Blanca ha caído como flor marchita. VI Las macanas que agitan los charrúas Ya están en sangre tintas, Y los desnudos cuerpos brotan sangre Y fuego las pupilas. Rueda el incendio en los pajizos techos, Como de aladas víboras Una bandada extensa que, entre el humo Y el rojizo fulgor, se arremolina. Con retumbante son, en las rodelas Chocan las mazas indias. Mudo está el arcabuz, porque el charrúa El cuerpo ciñe a la armadura misma. Del español, y clava En él sus dientes que la rabia irrita; Y ruedan ambos en estrecho nudo Estremeciendo el suelo en su caída. Crecen los alaridos; La brega recrudece, y la rojiza Claridad del incendio, los pintados Rostros de los salvajes ilumina; Se refleja en las aguas En fantástica danza, y en la villa Las desnudas siluetas de los indios Por todas partes cruzan fugitivas. Como sombras extrañas e impalpables Que los aires vomitan, Y, a la voz de un conjuro, Cuajan en las tinieblas sacudidas. ¡Ay de la dulce hermana De la estrella que alumbra las colinas Cuando la tarde entona sus rumores Al quedarse dormida entre las islas! VII ¿No es Yamandú el cacique El que huye allá en la sombra? Corre volviendo el rostro abigarrado, Huye trepando las cercanas lomas. Es él; bien se distinguen Sus gigantescas formas; Bien se conoce el matorral de plumas Que su cabeza en el combate adorna. Es él. ¿Por qué va huyendo? ¿Por qué a sus compañeros abandona? ¿Teme la muerte el guaraní cobarde Después que él mismo concitó las hordas? No: el indio ha conquistado Lo que su ardor provoca El fue una vez a la española villa, Y vio una virgen. Lo siguió su sombra Al bosque de los talas, A su movible choza; Hirvió su sangre; la pasión salvaje Brutal y ciega devoró sus horas. Miradlo: entre sus brazos Conduce a la española: ¡Es Blanca! ¡Blanca, la inocente hermana De la tranquila estrella de las lomas! Blanca, cuyos lamentos En el aire sofoca El último clamor de la batalla Que desgarrando los espacios Blanca que se retuerce, Y forceja y se ahoga En ese nudo de viviente hierro Que hace crujir sus delicadas formas. Lleva tan sólo de su lecho aun tibio Las desceñidas ropas; Entre los brazos del charrúa Se ven alas de un nido de palomas; Y entre el pecho nervudo Y la mano callosa, La cabeza de Blanca va oprimida Inmóvil y encajada entre dos rocas. VIII Allá en el horizonte Una raya de luz traza la aurora; Luz vaga y cenicienta que franjea Los ropajes talares de las sombras. Los últimos charrúas El incendiado pueblo ya abandonan, Y en grupos se dirigen a la selva Dando alaridos que el espacio asordan. Y, sobre el nimbo tenue Que circunda la frente de las lomas, A ratos se proyecta, siempre. huyendo, La silueta del indio y la española. IX Cuando se lo dijeron, La planta vaciló de Don Gonzalo; Perdió el mundo las formas a sus ojos Y, para no caer, se asió de un árbol. Zumbaron sus oídos Con gritos y lamentos prolongados, Y ese llanto sin lágrimas, que riega La raíz del dolor, secó sus párpados, El nombre de su hermana, Como un ruego, brotó de entre sus labios; Sintió la sombra de su madre extinta Alzarse suplicante allí a su lado. Y tal cual aparecen Las nubes sobre el fondo de un relámpago, De Tabaré el recuerdo presentóse En el fondo del alma de Gonzalo. Tabaré a quien el jefe Buscó siempre en la lucha sin hallarlo; ¿Quién sino él, pensaba, de los indios La turba vil como caudillo trajo? ¿Qué otra cosa en su mente Acariciaba aquel salvaje huraño, Cuando en las altas horas por el pueblo Solía discurrir con sobresalto? X Duró sólo un instante Del abatido joven el letargo; Un instante mortal en que perdiera La conciencia del tiempo y del espacio. Cuando alzó la mirada, Vió que sus hombres de armas, a su lado, Por su intenso dolor sobrecogidos En silencio lo estaban contemplando. Los vio como quien vuelve De larga ausencia, y los hallaba extraños; Meditó, recordó... y un grito sordo Lanzó al hallar de su dolor el rastro. ¡Ah, ya os entiendo amigos! El bosque entero arrancaréis de cuajo. Lo arrancaréis, ¿verdad? i Oh, en vuestras venas Sangre española no discurre en vano Mis valientes, mis fieles! ¿La oís? Os llama sollozando... i Vamos! ¿Cuándo una dama ha recurrido en balde Al hidalgo valor de un castellano? ¡Es mi Blanca! ¡Mi hermana! La recordáis? ¿Lo veis? No está a mi lado Y no está muerta... ¡Ni siquiera muerta! ¿Sentís su voz? ¿No la sentís, mis bravos? Yo a mi maldita suerte Su inocencia y su vida he vinculado; Yo la arrojé a las fauces de las fieras Del salvaje desierto americano. ¡Y era el último ruego De mi madre espirante su cuidado! Para ella fue, para mi tierna hermana La última gota del sagrado llanto. Yo juro al que la salve Ceder mi vida, mi blasón hidalgo. ¡Damián! ¡Ramiro! ¡Vamos, Padre Esteban! Es tiempo aún, y nos está esperando. Corramos a salvarla... ¿Españoles no sois? ¿No sois soldados? ¡Yo juro a Dios que vadearé el infierno, Si el infierno se pone ante mi paso! continua