Poemas, cuentos y leyendas

Tema en 'Temas de interés (no de plantas)' comenzado por mai^a, 27/2/08.

  1. clause

    clause Claudia

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  2. clause

    clause Claudia

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    Tabaré
    Canto Tercero

    CANTO SEGUNDO

    I

    ¿Quién grita por allá, que tiembla el bosque,

    Y hasta los aires tiemblan?

    Un vago resplandor, allá a lo lejos,

    Sobre el obscuro cielo se proyecta.

    Destaca el bosquecillo, cuyas formas

    Vacilantes revela,

    Y alumbra aquel ombú, que solo y negro

    Está de pie durmiendo allá en la cuesta.

    Parece que se mueven un instante

    Las lomas soñolientas,

    Que en la turbada obscuridad estaban,

    Y que asoman por entre las tinieblas

    De nuevo el alarido temeroso

    En los aires revienta.

    El hambre acaso tiene congregadas

    En esos matorrales a las fieras?

    No; las fieras miradlas: en rebaños,

    Tendidas las orejas,

    Saltan de acá y de allá; sobre las lomas

    Se detienen volviendo las cabezas;

    Emprenden nuevamente amedrentadas

    Su rápida carrera;

    Y alargando los cuerpos se deslizan

    Con sigiloso paso entre las breñas.

    Enarcando los lomos amarillos

    Acurrucadas quedan,

    Y en la profunda obscuridad del soto

    Sus dos ojos de fuego centellean.

    El avestruz corriendo en la llanura

    Ya con las alas sueltas;

    Se siente el aletea de los pájaros

    Que abandonan sus nidos y se alejan;

    Y se oyen las carreras del venado

    Que salta en la maleza,

    Y el rumor de manadas de carpinchos

    Que corren a buscar sus madrigueras.

    II

    ¿Quién va? ¿Qué sombras son las que corriendo

    Van entre las tinieblas

    E indican, con los brazos extendidos,

    El resplandor de la lejana hoguera?

    Son los indios charrúas. Han brillado

    Los fuegos de la guerra

    En las lomas del Hum; fuegos de muerte

    Luces del Uruguay en las riberas.

    Y el indio que al venado perseguía

    En las pampas desiertas;

    Y el que encendía el tronco de algarrobo

    En el hogar del valle, y a las flechas

    Ataba con los nervios del carpincho

    El colmillo de piedra,

    O la cuerda del arco retorcía

    Formada de flexible enredadera;

    Y el que miraba más allá, tendido

    Con su eterna indolencia,

    A sus mujeres fermentar la chicha

    Y levantar las pieles de la tienda,

    Todos vieron los fuegos de las lomas

    Y alzaron las cabezas,

    Y señalando el resplandor gritaron

    ¡Ahú! ¡Ahú! ¡Ahú! ¡Fuegos de guerra!

    Todos caminan; han tomados todos

    Sus lanzas y sus flechas;

    Se han pintado los rostros y los cuerpos

    Con rayas muy azules y muy negras,

    Inyectando en su piel los jugos agrios

    De las silvestres hierbas

    Que el venado no come ni la nutria,

    Y que crecen de noche entre las piedras,

    Bajo las cuales, en las altas horas,

    Ladra el zorro en su cueva

    Y se esconde la iguana perseguida

    Y anidan la lechuza y la culebra.

    Todos caminan; llevan en los cuerpos

    Arreos de pelea:

    Las plumas de ñandú sobre la frente

    En las lanzas humanas cabelleras.

    ¿Adónde van? Donde los llama el fuego,

    El fuego de la guerra;

    El que anuncia la muerte del cacique

    Allá en el bosquecillo, de las ceibas.

    Ahú!, ahú, ahú! Corren los indios

    Gritando en las tinieblas,

    Y el turbado silencio de la noche

    Huye a esconderse en la inmediata selva,

    III

    Las nubes de humo denso iluminado

    Que en el aire se elevan

    Sobre la masa negra de los árboles,

    Marcan el sitio en que las tribus velan;

    Desde lejos se ven de los charrúas

    Las obscuras siluetas

    Que, cruzando y saltando entre los troncos,

    Sobre el rojizo fondo se proyectan.

    IV

    ¡Extraño funeral! Los indios ebrios

    Avivan diez hogueras

    Encendidas en torno de un cadáver

    Tendido sobre un lecho de maleza.

    Es un viejo cacique. El sueño frío

    Se ha entrado por sus venas;

    Nadie Pudo arrancarlo con la boca

    De la piel del anciano; quedó en ella,

    Dejándole el color amarillento

    Que entristece a las ceibas

    Cuando el viento se enfría, y de las ramas

    Las hojas bajan a morir en tierra,

    Los médicos el vientre del cacique

    Han chupado con fuerza

    Por arrancarle el dardo y el gusano

    Que le causaban mal. Inútil brega.

    Vedlo tendido, inmóvil, taciturno,

    Tan largo como era;

    Los indios gritan, en su torno corren,

    Y las abiertas bocas se golpean.

    El arco de urunday tiene el cadáver

    Entre las manos yertas;

    Han colocado en orden a su lado

    Su lanza y sus macanas y sus flechas,

    Y pieles de venado y las vasijas

    En que el zumo fermenta

    De guaviyús silvestres y algarrobas,

    Y de la miel que forman las abejas.

    V

    Las tribus cuidan de que tenga el muerto

    Las pupilas abiertas;

    Bien atadas han puesto en su cintura

    Las silbadoras bolas de pelea;

    Y, porque espante entre los negros toldos,

    A Añang y a Macachera

    Con jugos de urucú pintan su cuerpo

    Y le embijan el rostro que amedrenta.

    Tiene azules los pómulos salientes;

    Amarillas y negras

    Son las rayas que cruzan sus mejillas,

    Y su pecho y sus brazos y sus piernas.

    El deformado rostro del cadáver

    Forma una horrible mueca

    Que infundirá terror, cuando al cacique

    De los genios del aire se defienda

    VI

    Ahú! Ahú! Ahú! Por todos lados

    Los indios atraviesan;

    Aúllan, corren, saltan jadeantes,

    Dando al aire las rígidas melenas.

    Hacen silbar las bolas, agitadas

    En torno a sus cabezas,

    Chocan las lanzas, los cerrados puños

    Con feroz ademán al aire elevan,

    Y forman un acorde indescriptible

    Que en los aires revienta:

    Ebullición de gritos y clamores,

    Golpes, imprecaciones y carreras.

    Ya hiriéndolos de lleno, ya a los lejos

    Bañándolos a medias,

    Según que a las hogueras se aproximan,

    O de ellas con el vértigo se alejan,

    La lumbre hace brotar, corno arrancados

    Del medio en que voltean,

    Cuerpos desnudos, rostros que aparecen

    Y se hunden nuevamente en las tinieblas.

    VII

    ¿No son mujeres esas, las que ahora

    Alumbran las hogueras,

    Esas que danzan en redor del muerto

    Y sus pequeños en los brazos llevan?

    Sí; son madres de indios. Sus cabellos,

    En obscuras guedejas,

    Flotan sobre las mórbidas espaldas

    Ceñidos en la frente; mas no velan

    Los cuerpos palpitantes y desnudos

    En que los fuegos tiemblan

    Dando relieve a ¡os redondos senos

    Que sudorosos de cansancio ondean.

    Tienen sus movimientos convulsivos

    Cierta ruda cadencia

    Y sus formas desnudas, a las formas

    De la hembra del venado se asemejan.

    Sus ojos negros brillan empapados

    En la luz y chispean

    Se cimbran sus elásticas cinturas

    En plumas grises de avestruz envueltas.

    Los collares de piedras de colores

    En sus gargantas suenan,

    Y los cintillos de brillantes plumas

    Adornan sus tobillos y muñecas.

    El que ajustado en la frente,

    Al erguirse sobre ésta,

    Da a la figura la esbeltez del pájaro

    Que su penacho en el sauzal ostenta.

    Las indias van cantando; sus cantares

    Son una extraña mezcla

    De alaridos y gritos quejumbrosos

    Que en un ritmo monótono se estrechan.

    Las ruidosas bandadas de gaviotas

    Que sobre el agua vuelan

    Gritan como esas indias, y en el aire

    Como ellas se revuelven y atropellan.

    La turba de los indios las empuja,

    Y las mujeres ruedan

    Heridas, dando gritos que al vagido

    Se unen de sus hijos. No. se arredran:

    De nuevo se levantan, y prosiguen

    En su danza frenética,

    Y en los cantares bárbaros que entonan

    En torno del cadáver dando vueltas.

    VIII

    En redor de aquel fuego y en cuclillas

    Ved a esas indias viejas;

    Casi con las rodillas sobre el pecho

    Revuelven sus vasijas y bostezan.

    Sobre sus rostros penden los cabellos,

    Que el tiempo no blanquea,

    Como retoños lacios y marchitos

    Que aun de sus troncos vacilantes cuelgan.

    No se adornan los cuerpos angulosos;

    Sus mandíbulas secas

    Mastican algo que al brebaje arrojan

    Que en las silvestres cáscaras fermenta;

    Gritan de vez en cuando, y se levantan,

    Y de nuevo se sientan.

    Hay en sus voces algo de chirrido

    Que acaso al grito del chajá se acerca.

    IX

    ¿Y esos indios de bruces en la sombra?

    ¿Por qué dan esas quejas?

    No es sangre lo que brota de sus manos

    Que destrozadas muestran?

    Se han cortado los dedos. Son parientes

    Del cacique que velan:

    Se han cortado los dedos con el filo

    De sus hachas de piedra.

    Así de que lloraron al anciano

    Dan elocuente prueba.

    ¿Quién pondrá en duda su dolor que a voces

    n coro manifiestan?

    X

    Nadie que a medianoche aquellos gritos

    Y clamores oyera,

    Evitaría que el terror helase

    Con un frío de muerte hasta sus venas.

    Los llantos de los niños y mujeres

    En el aire se mezclan

    Con los gritos, palabras y alaridos

    De los indios que airados vociferan,

    Y con el choque de armas, y el silbido

    De las bolas de piedra,

    Y los golpes de cuerpos desplomados

    Que heridos en el suelo se revuelcan.

    XI

    ¿Qué quieren esas gentes? ¿Por qué corren?

    ¿Qué ven en las tinieblas?

    ¿A quiénes amenazan en el aire

    Y dirigen sus bárbaras arengas?

    ¡Quién no lo sabe! Espantan a las sombras

    Que, en bandadas, se acercan

    Al indio muerto, por cerrar sus ojos

    Y apagarle los fuegos. Ved: son ésas,

    Esas que, con sus alas de carancho,

    Entre las ramas vuelan;

    Curupirá las sopla y las revuelve,

    El negro Añanguazú viene con ellas.

    Son los hijos del aire y da la noche

    Que andan en las tormentas

    Encendiendo sus fuegos en las nubes,

    Los grandes ruidos derramando en éstas;

    Son los perros que roen a las lunas

    Y apagan las estrellas.

    Y lanzan los ladridos prolongados

    Que suelen escucharse en las cavernas;

    Los que afílan los dientes de las víboras

    Dormidas en sus cuevas,

    Y en la hierba que pisan los charrúas

    Las arañitas de la muerte siembran.

    Son las sombras malditas que al cadáver

    Del cacique se acercan,

    Para cerrar sus párpados, quedando

    Bajo de ellas ocultas; allí esperan

    Que se apague del indio la mirada

    Y hacia adentro se vuelva.

    Entonces lo persiguen y lo acosan

    En la noche sin lunas que comienza.

    Y allí, escondidos en sus toldos negros,

    Le disparan sus flechas,

    Fingen rostros horribles en lo oscuro

    Y soplan como el viento en sus orejas.

    XII

    El viento se ha calmado; algunas voces,

    En medio de la incoherencia

    De la grita salvaje, con esfuerzo

    Acaso se comprendan.

    Oíd a esos que cruzan: sus palabras

    Claras allí resuenan;

    También a aquellos que, con duros gestos

    Amenazando el aire vociferan:

    -¡Ahú! ¡Dejad al muerto¡

    ¡Dejad al tubichá!

    ¿Por qué sopláis la lumbre de sus fuegos?

    ¡Dejad al muerto, Añang!

    -¡No le cerréis los ojos!

    -¡Ahú! ¡Ahú! ¡Ahú!

    -¿Sentís ladrar las sombras? Han salido

    Del tronco del ombú.

    -¡Corred, seguid aquella Que se revuelve allá!

    Sacude la maleza con las alas, Y agita el ñapintá.

    ¿A quién lleva el fantasma

    De rápido correr?

    Ya fugitivo, en sus hombros lleva

    Al cacique que fue.

    -¡Cómo gritan los árboles¡

    -Ahú! ¡Ahú! ¡Ahú!

    -El aire zumba; son los moscardones

    Que corre, Añanguazú.

    -¡Persiguiendo la luna

    Los perros negros van!

    -Los perros negros que a beber comienzan

    Su tibia claridad!

    ¡Cómo mira esa sombra Con sus ojos de luz!

    -¡Y cómo se retuercen y se alargan

    Sus alas de ñandú!

    -¡El viento! ¡El viento negro!

    ¡Allá va¡ ¡Allá val

    ¿Quién zumba en él? ¡Las moscas que conduce

    Gruñendo el mamangá!

    XIII

    Las sombras de la noche

    Vienen volando en caravana aérea,

    Y luchan con las llamas, las sacuden,

    Y en torno del hogar revolotean.

    Las llamas las rechazan,

    Y las detienen en aureola negra,

    En cuyo seno los añosos árboles

    Cobran formas variables y quiméricas.

    Los ojos del cadáver

    Horriblemente abiertos, parpadean,

    Parece que sus miembros se estremecen

    Al avivarse el fuego que lo cerca,

    O que el rígido cuerpo

    Nada en el aire, flota en las tinieblas,

    Y se hunde, y reaparece, y se transforma

    Cuando la inquieta llamarada amengua,

    Formando un fondo negro

    Lleno de líneas vagas y revueltas;

    Un medio en que se esfuman y se mueven

    Formas abigarradas e incompletas.

    XIV

    El viento se ha callado entre los aires;

    Los salvajes jadean;

    Se apoyan en sus lanzas o en los troncos,

    O se dejan caer sobré la hierba.

    La grita se enrarece: por el aire

    Las Voces se dispersan.

    Suenan acá los llantos de mujeres;

    Allá los magullados aun es quejan.

    Los fuegos no avivados languidecen;

    Sus oscilantes lenguas

    Se mueven como el indio que borracho

    Lleva de un hombro al otro la cabeza.

    Corre entre aquellas voces un silencio

    Semejante al que reina

    Sobre la onda del río cuando acaba

    De pasar por el aire la tormenta.

    XV

    Lo rompe un joven indio que saltando

    Desaforado llega;

    Da un grito clamoroso, y con su lanza

    Pasa de un viejo tronco la corteza.

    Habla a voces, furioso, sacudiendo

    Su cabellera negra;

    Sus palabras parecen alaridos

    De una ruda y fantástica elocuencia;

    Y salta como el tigre, y con la maza

    El cuerpo se ensangrienta,

    Y sobre el negro matorral de plumas

    La bola agita atada a su muñeca.

    Son de hierro sus miembros; nadie excede

    Su talla gigantesca;

    Ramas de sauce negro, sus cabellos

    Sobre el rostro y los hombros, se despeñan,

    Y en sus ojos pequeños y escondidos

    Las miradas chispean

    Como las aguas negras y profundas,

    Tocadas por el rayo de una estrella.

    XVI

    Es el cacique Yamandú. Los indios

    Se alzan y lo rodean.

    ¿Qué quiere Yamandú? Reclama el mando

    Mostrando sus heridas y su fuerza.

    Nadie como él se descompone el rostro

    Con espantosa mueca,

    Ni lanza el alarido que, en la lucha,

    Brota del hueco de su boca abierta;

    Nadie como él en el hinchado labio

    La señal atraviesa

    Que distingue a los indios de las tribus,

    Que más espanto infunden en la guerra.

    ¿Quién sino él, entonces a la gente

    Llevará a la pelea?

    ¿Quién sino él, que de enemigos muertos

    Cien cabelleras en su toldo ostenta,

    Y adorna su garganta con collares

    De los dientes y muelas

    De arachanes vencidos, cuyas pieles

    Forman de su arco la flexible cuerda?

    Jamás el gamo huyendo en la llanura,

    Pudo esquivar su flecha,

    Ni el avestruz el golpe de su bola

    Que silba como víbora sedienta.

    Ahú! clama con grito prolongado,

    Aquí en el urunday

    El indio Yamandú clavó su lanza...

    ¡Nadie la arrancará!

    Yo he peleado con ella entre las tribus

    Que ven salir el sol;

    Ni la he roto Jamas en la rodilla,

    Ni en mi brazo tembló.

    La he clavado en el bosque donde encienden,

    Los caciques chanás,

    Y los manuanos, tapes y bohanes Los fuegos de su hogar.

    Yo arranqué la sangrienta cabellera

    Del fiero Tubichá,

    Cuya piragua atravesó las ondas

    Del río como mar.

    ¡Ved mi pellejo! ¡Tiene más heridas

    Que plumas el ñandú.,

    Y que lunas han visto los ancianos

    Salir del guaycurú.

    Yo derramo la sangre de mi cuerpo

    De la que, en el chircal,

    Brotan los yacarés que entre los juncos

    Duermen del Uruguay.

    Los rayos de los blancos no penetran

    En mi curtida piel

    Más dura que la piel de la tortuga

    Y del Jaguareté.

    Mirad mis ojos: brillan en la sombra;

    Son los ñacurutú...

    ¿Cuál de los indios tiene la mirada

    De mis ojos de luz?

    XVII

    Un murmullo de asombro se difunde

    Entre la turba aquella;

    La tribu, fascinada y aturdida,

    Nuevo cacique en el salvaje encuentra

    Ya en algunas gargantas comprimido

    Está el grito de guerra;

    La aclamación al indio cuyos ojos

    Al moverse en la sombra centellean.

    Entreabiertos e inmóviles los labios

    Los otros lo contemplan;

    Sobre aquel grupo de desnudos cuerpos

    Las rojas llamaradas se reflejan.

    Ellas solas se mueven y el cacique

    Cuya ruda elocuencia

    Es algo como un vértigo que estalla;

    Una danza fantástica y siniestra.

    Sólo él se agita, salta, se retuerce

    Con espantosa fuerza.

    Inmóvil lo demás; todas las almas

    En los ojos absortos se condensan.

    ¡Nadie, prosigue el indio, estremeciendo

    la turba con su voz,

    Nadie la lanza que clavó mi brazo

    De su tronco arrancó!

    Llega a mi toldo, sin morder mis piernas,

    El malo añanguazú;

    Yo penetro de noche al más obscuro

    Bosquecillo del Hum;

    Las sombras de los viejos de mi tribu,

    Y que viven en Tupá,

    Ven en sus nubes a enseriarme el grito

    Que lanzan los chajás;

    Los perros que devoran a las lunas

    No ladran como yo;

    El viento negro de la noche calla

    Cuando escucha mi voz.

    ¿Quién arranca mi lanza? ¿Quién su fuerza

    Mide con Yamandú,

    El indio de los brazos como el tronco

    Del viejo guabiyú?

    ¿No oís el río? Suena en sus barrancas.

    ¡Oíd al Uruguay!

    Es río de los indios. i Y los blancos

    En su ribera están!

    Los blancos que vinieron de allá lejos,

    De donde sale el sol;

    Los que matan los indios con los rayos

    Que el astro les prestó,

    Y les cortan las negras cabelleras,

    Y les quitan la piel;

    Y les roban la tierra en que nacieron

    Y en que posan los pies.

    Dando un quejido morirá el charrúa

    Que nunca se quejó,

    Y sus mujeres correrán lanzando

    Sus gritos de dolor.

    ¿Queréis matar al extranjero? Entonces

    Seguid al Yamandú.

    Yo sé matarlo como al gato bravo

    De los bosques del Hum.

    Los cráneos de los pálidos guerreros

    Al indio servirán

    Para beber la chicha de algarrobas

    Y el jugo del palmar.

    Sus rayos no me ofenden; en su sangre

    Se hundirán nuestros pies;

    Sus cabelleras en las lanzas nuestras

    El viento ha de mover;

    Vírgenes blancas, que en los ojos tienen

    Hermosa claridad;

    Encenderán en nuestros libres valles

    Nuestro salvaje hogar.

    En esos días de las horas largas

    En que canta el sabía,

    y al pie de la barranca está el bañado

    Dormido en el juncal;

    En esas noches en que a ratos se oye

    El canto del urú,

    los vírgenes esclavas del charrúa

    Brillarán con su luz.

    Sus cuerpos son más blandos que el venado

    Que acaba de nacer,

    Y tiemblan como tiembla entre la hierba

    La verde caicobé.

    Sus cabellos parecen los renuevos

    Más tiernos del sauzal;

    Sus bocas se abren como el, dulce fruto

    Que da el mburucuyá . . .

    ¡Vamos! ¡Seguidme! ¡El extranjero duerme,

    Duerme en el Uruguay!

    ¡El sueño que en sus ojos se ha sentado,

    No se levantará!

    ¿Veis? La luna de fuego de las lomas

    No se distingue aún;

    Aun se siente a lo lejos en las ramas

    El canto del urú!

    Sólo esclavos del blanco allá en su toldo

    El indio engendrará,

    Y en sus bosques el fuego de la guerra

    No encenderá jamás;

    XVIII

    Un alarido inmenso, pavoroso

    En los aires revienta;

    Nadie a fauces humanas esos gritos,

    A escucharlos de noche, atribuyera.

    Un águila tranquila, que pasaba

    Sobre la selva aquella

    El vuelo aceleró, cambié de rurribo,

    Y se perdió en la soledad inmensa;

    Y el tigre, bajo el párpado apagando

    De su enorme pupila la lumbrera,

    Y barriendo la tierra con la cola

    Y tendiendo hacia atrás la aguda oreja,

    A largo paso y con temor cambiando

    De sitio en la maleza,

    Se revolvió tres veces para hundirse

    Y quedar más oculto entre las breñas.

    XIX

    ¡Yamandú tubichá! ¡Yamandú enciende

    Los fuegos de la guerra!

    Al río! ¡Al río! ¡El extranjero blanco

    Tendido duerme en su cerrada tienda!

    ¡Ahú! ¡ahú! ¡ahú! ¡Vamos, cacique,

    Lanza al aire tu flecha,

    Para que el astro de los indios llegue,

    Y con presagios de victoria vuelva!

    Y la flecha del indio por el aire

    Tiende las alas muertas...

    ¡Ahú! ¡ahú! ¡ahú! Volvió del astro,

    Volvió del astro y se clavó en la tierra.

    ¡Recta como las Palmas de las islas!

    ¡El astro habló con ella!

    Al río Al río! Al Uruguay! Al río!

    ¡Cacique Yamandú! ¡Fuegos de guerra!

    XX

    En pos de Yamandú corre la tribu.

    Su negra silueta

    Se ve a lo lejos tramontar las lomas

    Como obscuro rebaño de culebras.

    Sus gritos y los choques de sus armas

    Se perciben apenas;

    Las mujeres, los niños, los heridos

    En todas direcciones se dispersan.

    Se escuchan sus quejidos algún tiempo,

    Que en el bosque se internan;

    El silencio que huyó, de nuevo vuelve

    A echarse fatigado entre la hierba.

    XXI

    Todo está en calma; el viento está callado,

    Han vuelto las estrellas

    A brillar al través de sus vapores,

    Y siguen en silencio su carrera.

    El cadáver del indio, abandonado

    Flota entre las tinieblas

    Las hogueras a punto de extinguirse,

    Lo alumbran con Penosa intermitencia,

    Bañándolo en las tenues llamaradas

    Que oscilantes Y trémulas,

    Sacan de entre las cálidas cenizas

    Las Puntiagudas Y azuladas lenguas.

    Las sombras que aletean, poco a poco

    Han bajado a la tierra,

    Y en torno de los fuegos espirantes,

    Se arrastran, agarrándose a las breñas.

    Continua
     
  3. mai^a

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    Re: ... de poetas, cuentos y leyendas

    [​IMG]
    El chico calabrés

    Sábado, 22


    Ayer tarde, mientras el maestro nos daba noticias
    del pobre Robetti, que andaba ya con muletas,
    entró el Director con otro alumno, un niño de cara
    muy morena, de cabello negro, ojos también negros
    y grandes, con las cejas espesas y juntas. Todo
    su vestido era de color oscuro y llevaba un cinturón
    de cuero negro alrededor del talle. El Director,
    después de haber hablado al oído con el maestro,
    salió dejándole a su lado al muchacho, que nos
    miraba asustado. El maestro lo tomó de la mano y
    dijo a la clase:

    -Os debéis alegrar. Hoy entra en la escuela un
    nuevo alumno, nacido en la provincia de Calabria,
    a más de cincuenta leguas de aquí. Quered bien a
    este compañero que viene de tan lejos. Ha nacido
    en la tierra gloriosa que dio a Italia antes hombres
    ilustres y hoy le da honrados labradores y valientes
    soldados; es una de las comarcas más hermosas de
    nuestra patria, en cuyas espesas selvas y elevadas
    montañas habita un pueblo lleno de ingenio y de
    corazón esforzado.

    Tratadlo bien, a fin de que no sienta estar lejos del
    país natal; hacedle ver que todo chico italiano
    encuentra hermanos en toda escuela italiana donde
    ponga el pie.

    Dicho esto, se levantó y nos enseñó en el mapa de
    Italia el punto donde está la provincia de Calabria.
    Después llamó a Ernesto Derossi, que saca siempre el
    primer premio. Derossi se levantó.

    -Ven aquí -añadió el maestro.

    Derossi salió de su banco y se colocó junto a la mesa,
    enfrente del calabrés.

    -Como primero de la clase -dijo el profesor- da el abrazo
    de bienvenida, en nombre de todos, al nuevo compañero:
    el abrazo de los hijos del Piamonte al hijo de Calabria.

    Derossi murmuró con voz conmovida:

    -¡Bienvenidos! -y abrazó al calabrés. Este le besó en las
    dos mejillas con fuerza. Todos aplaudieron.

    -¡Silencio!... -gritó el maestro--. En la escuela no se
    aplaude.

    Pero se veía que estaba satisfecho, y hasta el calabrés
    parecía ya a gusto. El maestro le designó sitio y le
    acompañó hasta su banco. Después repuso:

    -Acordaos bien de lo que os digo. Lo mismo que un
    muchacho de Calabria está como en su casa en Turín,
    uno de Turín debe estar como en su propia casa en
    Calabria; por esto luchó nuestro país cincuenta años
    y murieron treinta mil italianos. Os debéis respetar y
    querer todos mutuamente. Cualquiera de vosotros que
    ofendiese a este compañero por no haber nacido en
    nuestra provincia, se haría para siempre indigno de
    mirar con la frente levantada la bandera tricolor.

    Apenas el calabrés se sentó en su sitio, los más próximos
    le regalaron plumas y estampas, y otro chico, desde el
    último banco, le mandó un sello de Suecia.
     
  4. mai^a

    mai^a My Garden

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    Re: ... de poetas, cuentos y leyendas

    algo atrazadita!, recién lo leo magni
    precioso! gracias por traerlo!
     
  5. clause

    clause Claudia

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    Re: ... de poetas, cuentos y leyendas

    [​IMG]
    El chico calabrés

    Sábado, 22


    A
    yer tarde, mientras el maestro nos daba noticias
    del pobre Robetti, que andaba ya con muletas,
    entró el Director con otro alumno, un niño de cara
    muy morena, de cabello negro, ojos también negros
    y .......


    Que hermoso es este libro Maia!!:razz:
     
  6. mai^a

    mai^a My Garden

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    Re: ... de poetas, cuentos y leyendas

    Anveri
    Marcos es el personaje de los Apeninos a los Andes que
    Edmundo de Amicis incluye como cuento mensual “Corazón”.
    Narra las penas y sufrimientos de la inmigración italiana.

    Marcos es el arquetipo que refleja lo que millones de
    personas debieron afrontar durante el periodo de la gran
    inmigración de masas que llevó a más de 6.000.000 de
    personas a cruzar el océano en busca de mejorar su situación.
    El cuento fue llevado a la pantalla también con el nombre de
    Marcos en Japón en 1976 y traducida en varios idiomas.
    Se convirtió en un verdadero éxito en países como Portugal
    España, Venezuela, Brasil. En hebreo se llama HaLev (“el corazón”),
    en Arabia “Wada'an Marco” “adiós Marco”), pero en la mayoría de
    Europa y de Latinoamérica se la conoce como “Marco”,
     
  7. mai^a

    mai^a My Garden

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    Re: ... de poetas, cuentos y leyendas

    Si! clausecita, yo lo amo!
    mi abu me lo leia, crecí con él!
    :razz: :razz: :razz:
     
  8. clause

    clause Claudia

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    Re: ... de poetas, cuentos y leyendas

    Y si ,aparte de lo bonito que esel libro en si, lo tenés asociado a una etapa de la vida hermosa y a los afectos, lo que hace que sea más entrañable todavía!
    Para mi los cuentos leidos en la infancia ,tienen una belleza especial , y más si te los leia alguien tan querido!!
     
  9. mai^a

    mai^a My Garden

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    Re: ... de poetas, cuentos y leyendas

    Sí es eso!!, clau mi abu Corazón y muchos
    cantitos que me cantaba en italiano, recuerdo
    el de un ratoncito... veré si lo saco después!.

    Y bueno!, otro el Pincipito me lo regalo mi mamá!
    también me enamoré de ese niñito!, aunque
    a los 12 años confieso que no lo entendía...
    solo leia y alguna frase me llamaba la atención.
    Lo comencé a entender de grande y lo releí
    tantas veces!!.:razz: :razz: :razz:

    Y bueno el Martín Fierro que uno de mis abuelos
    recitaba mientras hacía sogas y monturas en
    su taller, recuerdo que lo tenía en un cajoncito
    donde estában la leznas, todo amarillo hojas
    ásperas y sin tapa! :11risotada:
    :razz: :razz: :razz:
     
  10. clause

    clause Claudia

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    Re: ... de poetas, cuentos y leyendas

    Si.es así, a mi tambien me pasa con muchisimos libro de esa época, incluido El Principito, que tambien lo lei a los doce!:razz: ...pienso en el libro y recuerdo los momentos en que los leia, a mis papis....y hasta los juegos que inventaba! ...me acuerdo de Hombrecitos, a partir de ahi me habia hecho una maqueta en cartulina tratando de que pareciera el hogar donde vivian y los muñequitos en carton, tambien!!!...y hasta mi gatito ligó el nombre de ese libro!:happy:
     
  11. Anveri

    Anveri Fanática de nativas -aves

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    Re: ... de poetas, cuentos y leyendas

    :razz: :razz: :razz:

    [​IMG]

    ;)
     
  12. clause

    clause Claudia

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    Re: ... de poetas, cuentos y leyendas

    Que linda imágen Anveri!!!:happy:
     
  13. romy_cba

    romy_cba romy_cba

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    Re: ... de poetas, cuentos y leyendas

    mai aca esta el post
     
  14. clause

    clause Claudia

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    Re: ... de poetas, cuentos y leyendas


    TABARE


    CANTO TERCERO

    I

    Duerme San Salvador entre rumores.

    Corre a sus pies el río

    Remedando el arrullo de una tórtola

    Con su blando y monótono ruido,

    El centinela en el bastión se duerme

    Y, al verlo allí tranquilo,

    Juegan con su arcabuz y con su adarga

    Los invisibles genios de los indios.

    Con, sus ojos pequeños, y sus cuerpos

    Desnudos y cobrizos,

    Con sus pechos y pómulos salientes,

    Sus labios gruesos y cabellos rígidos:

    Engendros microscópicos que miran

    Al soldado dormido.

    Trepan por él, lo palpan, cuchichean,

    Y en grupos los recorren con sigilo,

    Y danzan en su torno de las manos,

    Golpeando el suelo con alegre ritmo,

    O, al compás de los ruedos de la noche,

    Se mecen, en los aires suspendidos,

    Lanzando esas fugaces carcajadas

    Y esos pequeños gritos

    Que se oyen en las noches silenciosas

    Sin verse quien respira en el vacío

    ¿Cómo puede dormir, soñar acaso

    Ese hombre? ¿No habrá visto

    Esas manchas de sangre que aparecen

    Del astro solitario sobre el disco?

    Las horas impregnadas de indolencia,

    Al soldado han vencido;

    Juegan con su arcabuz y con su yelmo

    Los invisibles genios de los indios.

    II

    ¿Sentís moverse ese cardal cercano,

    Y ese roce de cuerpos escondidos

    Que se arrastran, cual suele entre los juncos

    Arrastrarse callado el cocodrilo?

    ¿No veis entre las ramas asomarse

    Las temerosas caras de los indios

    Embijadas de rojo, y dibujadas

    Con trazos verdes, negros y amarillos?

    Las plumas de sus frentes se confunden

    Con las hojas del cardo; el remolino

    Del viento suave, al girar las ramas,

    Descubre acá y allá rostros cobrizos,

    Brazos que se abren paso cautelosos;

    Entre el tupido bosque de espinillos,

    Cuerpos a medio incorporarse. VedIos.

    Salen al llano en dirección al río

    Aquél es Ibiqué. ¿Quién no conoce

    Al tubicha, tan fiero como listo,

    Que al avestruz alcanza y al venado,

    Y apresa entre las aguas al carpincho?

    Cayú es aquel que corre entre las chircas.

    Se le conoce en el profundo signo

    Que le grabó con su hacha en la cabeza

    Hace algún tiempo el arachán Siripo.

    ¿También tú, Guaycurú? De los cristianos

    Tú te dijiste servidor sumiso,

    Y ese casco que llevas y esa daga

    De Garay los ganaste en el servicio.

    Tú fuiste el mensajero de tu tribu;

    Rompiste en la rodilla tu macizo

    Arco de ñandubay y, en tu piragua,

    O a nado, en son de paz, cruzaste el río,

    ¿No es ésa una mujer? Es Tabolía.

    Sabe arrancar la piel al enemigo

    Y ya más de una de ellas ha colgado

    En el movible toldo de sus hijos.

    Ella no exprime el fruto del quebracho,

    Ni recoge en la selva para su indio

    La miel de guabiyú, ni lleva el toldo,

    Ni entona el yaraví de triste ritmo.

    Tiene en su labio el signo del guerrero;

    Suena en la lucha su salvaje grito,

    Y en el desnudo seno apoya el arco

    En que viene la muerte a hacer su nido.

    Yamandú va adelante. El negro brazo

    Hacia atrás extendido,

    Silencio impone a la jadeante turba

    Con ademán nervioso y expresivo,

    Mientras él se incorpora; la cabeza

    Saca de entre las matas y, al tranquilo

    Resplandor de la luna, ya cercano

    Observa el silencioso caserío.

    III

    Blanca duerme. La lámpara en la alcoba

    De la inocente niña

    Su dormida cabeza en la almohada

    Con trémulas aureolas ilumina.

    Entreabiertos sus párpados,

    Dejan adivinar en sus pupilas,

    Como en el lago el brillo de una estrella

    La lumbre palpitante de la vida.

    Los invisibles labios de un ensueño

    Parecen apoyarse en su mejilla,

    Y comprimir su boca

    Con los pliegues del llanto o la sonrisa.

    Una oración acaso,

    A medio terminar, interrumpida

    Por el sueño ha quedado abandonada

    Entre los labios de la hermosa niña.

    Que unos ratos parece recogerla,

    Moverla entre ellos pura e instintiva,

    Y ofrecerla a los ángeles que nadan

    En el callado ambiente que respira.

    ¿Duerme? ¿O en el vahído indescriptible

    Intermedio entre el sueño y la vigilia

    La realidad y la ilusión se estrechan

    Y en su espíritu flotan confundidas?

    ¿Conserva esa conciencia vacilante,

    Esa confusa actividad que infiltra

    La voluntad del hombre en los ensueños

    Que en lo obscuro procuran sumergirla?

    IV

    Acaso no dormía. Se incorpora;

    En el espacio la mirada fija;

    Separa los cabellos de su frente,

    Y escucha inmóvil, temblorosa, lívida.

    Vedla en el borde del revuelto lecho,

    ¿Qué ve? ¿Sueña? ¿Delira?

    ¿Quién derrama en el alma de la virgen

    Ese terror que asoma a sus pupilas?

    ¡Ah! Blanca no ha soñado.

    La ronca gritería

    Que llegó hasta su oído se repite,

    Crece, arrecia, se acerca no es mentira.

    El malón salvaje

    Derramado en la villa;

    El bramido terrible de la fiera

    Que ataca y se revuelve en su agonía.

    ¡Indios! ¡Los indios vienen!

    En medio de la grita

    Se oye el clamar: ¡Los indios! ¡El charrúa!

    ¡Abál ¡Ahú! ¡Ahú! ... Suena la esquila,

    Sobre el pajizo techo

    De la humilde capilla,

    Con ayes repetidos de rebato;

    Estalla un arcabuz, el plomo silba.

    ¡Ah del valiente hidalgo!

    ¡Los indios en la villa!

    ¿Do está la espada, brazo de la muerte,

    Que en las batallas Don Gonzalo vibra?

    El salvaje alarido

    Con que las tribus su valor excitan,

    Suena, cual sí los átomos del aire

    Para aullar y gemir cobraran vida.

    Y vuelan las saetas

    Que sus colmillos en el aire afilan

    Y en ellas, discurriendo por la sombra,

    Silba la muerte como errante víbora.

    Como el penacho ardiente

    Del yelmo de un demonio, va encendida

    Su roja cabellera desgarrando

    En los aires la bola arrojadiza;

    Y se quiebran las ramas,

    Los árboles oscilan,

    Despierta el arcabuz, pero sin rumbo

    El plomo vuela, el fogonazo brilla.

    Y el salvaje alarido

    Levanta a los jaguares que dormían

    Y se alejan corriendo, y a los pájaros

    Que huyen despavoridos a las islas.

    Y el malón se dilata

    Como reptil inmenso, que se agita

    En mortal convulsión, y envuelve al pueblo,

    Y lo estruja y lo ahoga en sus anillas,

    ¡Ay del pueblo dormido!

    ¡Ay de la hermosa niña!

    ¿Quién duerme dulce sueño, quién descansa

    Al lado de la fiera que agoniza?

    V

    Mal ajustado el yelmo,

    La cota mal ceñida,

    Con la espada desnuda, Don Gonzalo,

    Ha estrechado a su esposa; a sus rodillas.

    Se ha abrazado gimiendo

    Su hermana Blanca. El capitán vacila.

    Ruge el malón afuera... Cierra España!

    Se oye clamar en medio de la grita.

    ¡Gonzalo, no nos dejes!

    ¡Gonzalo, si te vas, ¿quién nos auxilia?

    ¡Santiago! ¡Cierra España!. . Ruge el indio:

    ¡Ahú! ¡Ahú! ¡Ahú! ¡Ah, por Castilla!

    De los queridos brazos

    Se arranca el capitán, corre a la lidia;

    Ha huido. Doña Luz, y junto al lecho,

    Blanca ha caído como flor marchita.

    VI

    Las macanas que agitan los charrúas

    Ya están en sangre tintas,

    Y los desnudos cuerpos brotan sangre

    Y fuego las pupilas.

    Rueda el incendio en los pajizos techos,

    Como de aladas víboras

    Una bandada extensa que, entre el humo

    Y el rojizo fulgor, se arremolina.

    Con retumbante son, en las rodelas

    Chocan las mazas indias.

    Mudo está el arcabuz, porque el charrúa

    El cuerpo ciñe a la armadura misma.

    Del español, y clava

    En él sus dientes que la rabia irrita;

    Y ruedan ambos en estrecho nudo

    Estremeciendo el suelo en su caída.

    Crecen los alaridos;

    La brega recrudece, y la rojiza

    Claridad del incendio, los pintados

    Rostros de los salvajes ilumina;

    Se refleja en las aguas

    En fantástica danza, y en la villa

    Las desnudas siluetas de los indios

    Por todas partes cruzan fugitivas.

    Como sombras extrañas e impalpables

    Que los aires vomitan,

    Y, a la voz de un conjuro,

    Cuajan en las tinieblas sacudidas.

    ¡Ay de la dulce hermana

    De la estrella que alumbra las colinas

    Cuando la tarde entona sus rumores

    Al quedarse dormida entre las islas!

    VII

    ¿No es Yamandú el cacique

    El que huye allá en la sombra?

    Corre volviendo el rostro abigarrado,

    Huye trepando las cercanas lomas.

    Es él; bien se distinguen

    Sus gigantescas formas;

    Bien se conoce el matorral de plumas

    Que su cabeza en el combate adorna.

    Es él. ¿Por qué va huyendo?

    ¿Por qué a sus compañeros abandona?

    ¿Teme la muerte el guaraní cobarde

    Después que él mismo concitó las hordas?

    No: el indio ha conquistado

    Lo que su ardor provoca

    El fue una vez a la española villa,

    Y vio una virgen. Lo siguió su sombra

    Al bosque de los talas,

    A su movible choza;

    Hirvió su sangre; la pasión salvaje

    Brutal y ciega devoró sus horas.

    Miradlo: entre sus brazos

    Conduce a la española:

    ¡Es Blanca! ¡Blanca, la inocente hermana

    De la tranquila estrella de las lomas!

    Blanca, cuyos lamentos

    En el aire sofoca

    El último clamor de la batalla

    Que desgarrando los espacios

    Blanca que se retuerce,

    Y forceja y se ahoga

    En ese nudo de viviente hierro

    Que hace crujir sus delicadas formas.

    Lleva tan sólo de su lecho aun tibio

    Las desceñidas ropas;

    Entre los brazos del charrúa

    Se ven alas de un nido de palomas;

    Y entre el pecho nervudo

    Y la mano callosa,

    La cabeza de Blanca va oprimida

    Inmóvil y encajada entre dos rocas.

    VIII

    Allá en el horizonte

    Una raya de luz traza la aurora;

    Luz vaga y cenicienta que franjea

    Los ropajes talares de las sombras.

    Los últimos charrúas

    El incendiado pueblo ya abandonan,

    Y en grupos se dirigen a la selva

    Dando alaridos que el espacio asordan.

    Y, sobre el nimbo tenue

    Que circunda la frente de las lomas,

    A ratos se proyecta, siempre. huyendo,

    La silueta del indio y la española.

    IX

    Cuando se lo dijeron,

    La planta vaciló de Don Gonzalo;

    Perdió el mundo las formas a sus ojos

    Y, para no caer, se asió de un árbol.

    Zumbaron sus oídos

    Con gritos y lamentos prolongados,

    Y ese llanto sin lágrimas, que riega

    La raíz del dolor, secó sus párpados,

    El nombre de su hermana,

    Como un ruego, brotó de entre sus labios;

    Sintió la sombra de su madre extinta

    Alzarse suplicante allí a su lado.

    Y tal cual aparecen

    Las nubes sobre el fondo de un relámpago,

    De Tabaré el recuerdo presentóse

    En el fondo del alma de Gonzalo.

    Tabaré a quien el jefe

    Buscó siempre en la lucha sin hallarlo;

    ¿Quién sino él, pensaba, de los indios

    La turba vil como caudillo trajo?

    ¿Qué otra cosa en su mente

    Acariciaba aquel salvaje huraño,

    Cuando en las altas horas por el pueblo

    Solía discurrir con sobresalto?

    X

    Duró sólo un instante

    Del abatido joven el letargo;

    Un instante mortal en que perdiera

    La conciencia del tiempo y del espacio.

    Cuando alzó la mirada,

    Vió que sus hombres de armas, a su lado,

    Por su intenso dolor sobrecogidos

    En silencio lo estaban contemplando.

    Los vio como quien vuelve

    De larga ausencia, y los hallaba extraños;

    Meditó, recordó... y un grito sordo

    Lanzó al hallar de su dolor el rastro.

    ¡Ah, ya os entiendo amigos!

    El bosque entero arrancaréis de cuajo.

    Lo arrancaréis, ¿verdad? i Oh, en vuestras venas

    Sangre española no discurre en vano

    Mis valientes, mis fieles!

    ¿La oís? Os llama sollozando... i Vamos!

    ¿Cuándo una dama ha recurrido en balde

    Al hidalgo valor de un castellano?

    ¡Es mi Blanca! ¡Mi hermana!

    La recordáis? ¿Lo veis? No está a mi lado

    Y no está muerta... ¡Ni siquiera muerta!

    ¿Sentís su voz? ¿No la sentís, mis bravos?

    Yo a mi maldita suerte

    Su inocencia y su vida he vinculado;

    Yo la arrojé a las fauces de las fieras

    Del salvaje desierto americano.

    ¡Y era el último ruego

    De mi madre espirante su cuidado!

    Para ella fue, para mi tierna hermana

    La última gota del sagrado llanto.

    Yo juro al que la salve

    Ceder mi vida, mi blasón hidalgo.

    ¡Damián! ¡Ramiro! ¡Vamos, Padre Esteban!

    Es tiempo aún, y nos está esperando.

    Corramos a salvarla...

    ¿Españoles no sois? ¿No sois soldados?

    ¡Yo juro a Dios que vadearé el infierno,

    Si el infierno se pone ante mi paso!


    continua
     
  15. clause

    clause Claudia

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    Re: ... de poetas, cuentos y leyendas

    FELIZ CUMPLEAÑOS MAIA!!!!!:beso: :beso: [​IMG][​IMG]