Poemas, cuentos y leyendas

Tema en 'Temas de interés (no de plantas)' comenzado por mai^a, 27/2/08.

  1. clause

    clause Claudia

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    Re: ... de poetas, cuentos y leyendas

    Tabare

    CANTO CUARTO

    I

    Saltando breñas y horadando muros

    De impenetrables ramas,

    De enredaderas que de tronco a tronco,

    Corren y se retuercen y entrelazan;

    Mburucuyás que, entre follaje ajeno,

    Abren sus pasionarias,

    Y columpian sus frutos numerosos

    De piel dorada y corazón de grana;

    Rompiendo del cipó las duras hebras

    Y esquivando las blancas

    Ramas el ñapindá que con sus dientes

    Muerde los troncos y los pies desgarra;

    Cruzando entre laureles y quebrachos,

    Nangapirés y talas

    Cuyo follaje espeso y verdinegro

    Con el del sauce pálido contrasta;

    Sumergido entre chircas y juncales,

    Matorrales y zarzas,

    Se pierde a veces, y se ve de nuevo

    Reaparecer, huyendo a la distancia,

    Al indio Yamandú. Lleva en los hombros

    A la exánime Blanca,

    Cuyos brazos y negra cabellera

    Cuelgan lacios del indio por la espalda.

    Ya rompiendo los muros de verdura

    El salvaje se agacha,

    Ya se abre senda con el duro brazo,

    O entre los troncos derribados salta.

    Tal el tigre que va a su madriguera,

    En la maleza arrastra,

    Llevada entre sus fauces sanguinosas

    La res herida que cayó en sus garras.

    II

    Silencioso está el bosque, el bosque obscuro

    De ceibos y de talas,

    El bosque de las sombras, en que anidan

    Las noches más obscuras y -más largas,

    Que convierten en moscas o en reptiles

    A los indios que pasan,

    Y las alas de piel de los murciélagos

    Empapan en la sangre de la iguana.

    Es el bosque de Añag; las tribus huyen

    De sus siniestras ramas:

    Tan sólo los payés en él aprenden

    De Añán-guazú los cantos y palabras.

    Nacen en el los seres invisibles

    Que a los indios disparan

    Las flechitas de piedra que penetran

    Y enfrían para siempre las entrañas;

    Los indios que en la tierra no se mueven

    Entre las sombras andan

    Dando alaridos y encendiendo fuegos,

    Y golpeando los troncos con sus hachas;

    Y se les ve subirse a las tormentas

    Que Por el aire arrastran,

    Y, entre una y otra ráfaga de viento,

    Se oyen sus voces tristes y apagadas.

    Por eso nunca se llegó la tribu

    Al bosque de los talas;

    Sobre él no tiene luz el astro grande,

    Las lunas, al tocarlo, se desmayan.

    Es un bosque sin cantos y sin nidos;

    Sus ceibos y sus talas

    Ostentan la vejez, que es en el árbol

    La plena juventud, la más lozana.

    En torno de los troncos, la maleza

    Crece tupida y alta,

    Y enredaderas duras y sin nombre

    En todas direcciones se enmarañan,

    Y cuelgan de la bóveda hasta el suelo,

    Y entre el musgo se arrastran

    Y envuelven en sus hojas verdinegras

    Los troncos secos que en el suelo abrazan;

    Los troncos derrumbados por el rayo

    Que no mató las plantas

    Que al árbol vivo estaban adheridas

    Y su negro cadáver acompañan.

    III

    Caídos los cabellos

    Como el ala del ave fatigada;

    Insensible, sin fuerzas ni conciencia,

    Sin miradas los ojos y sin lágrimas;

    Mal cubiertas las formas,

    Formas de líneas tímidas y vagas,

    Pues los años, artistas de la vida,

    Su obra tienen apenas modelada,

    Hundida entre la yerba,

    Como una garza herida, yace Blanca.

    Su cabeza se mueve sobre el pecho

    Cual colgada del cuello; frías, lacias,

    Sus manos han caído

    Sobre el blanco regazo en que desmayan.

    Casi ríe su labio; es esa tregua

    Que el colmo del dolor presta a las almas.

    ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ...

    Los ceibos se han echado

    Sobre la espalda el manto de escarlata;

    En idioma extranjero están las hojas

    Conversando entre sí y en voz muy baja.

    IV

    Un hondo grito de terror y angustia

    Blanca por fin exhala,

    Un grito que la selva ha estremecido

    Y penetró temblando en sus entrañas.

    Al tornar a la vida recobrando

    Una conciencia vaga;

    Al volver a sentir que en sus pupilas

    Las confusas miradas despertaban,

    Las derramó en su torno; vió a su lado,

    Entre la luz escasa,

    Los viejos troncos, la maleza, el bosque,

    Y por fin, en la sombra, a sus espaldas,

    Con las negras pupilas luminosas

    En lascivia empapadas,

    Vió el rostro abigarrado del salvaje

    Que de su presa el despertar aguarda.

    Una estúpida risa lo contrae

    Con una mueca bárbara;

    La cabellera rígida y obscura

    Sobre el pintado rostro se derrama;

    El cuerpo tiembla, y el jadeante aliento,

    Al rozar la garganta,

    Forma un sonido intermitente y áspero

    Que se acelera y al rugido alcanza.

    El salvaje se ríe; de aquel bosque

    Sólo él sabe la entrada;

    Él es pay; de Añan-guazú no teme

    Los fuegos ni los pálidos fantasmas.

    V

    El grito de la virgen se ha extinguido,

    Su cabeza, ocultada

    En los brazos que oprimen las rodillas,

    Todas las líneas de su cuerpo, pálidas,

    Forman un nudo estrecho y tembloroso

    Que se ve entre la grama

    Al través del cabello que lo envuelve

    Como el ramaje al ave amedrentada;

    Nudo ajustado apenas, que la mano

    De un niño desatara;

    Que defender no puede en aquel bosque

    El tesoro que guarda.

    Siente la virgen tras de sí el romperse

    De sacudidas ramas,

    Y oprime más sus trémulas rodillas,

    Y así un gemido imperceptible lanza.

    ¿Qué pasa allí? La niña sólo siente

    Dos rugidos que estallan,

    Dos cuerpos que a su lado se desploman,

    Y un grito sofocado a sus espaldas.

    Después por un instante, sólo escucha

    Las hojas que se hablan en voz baja...

    Alguien también respira justo a ella.

    ¿Quién es? Nadie la ofende, todo calla.

    No se atreve a mirar eso ignorado

    Que siente allí, muy cerca, como zarpa

    Ya dispuesta a caer, sus pensamientos

    Comienzan a voltear en ronda vaga;

    Sin rumbo se atropellan sus ideas,

    En silencio la atruena; en su mirada

    Las sombras se condensan; los rumores

    Se alejan en tropel, y, a la distancia.

    Parecen remedar voces confusas,

    Indefinibles gritos o palabras

    Le falta tierra, y aire, y se desploma,

    Y el nudo de sus brazos se desata.

    Ha creído escuchar al desplomarse,

    Algo como un lamento a sus espaldas,

    Y haber visto tina sombra conocida

    Llegarse hasta su lado sin tocarla.

    VI

    El indio Yamandú yace en el suelo.

    En los ojos y el alma

    Tiene la noche; su salvaje risa

    Está en sus labios para siempre helada.

    ¿Quién es ese indio pálido y convulso

    Que entre la yerba se alza

    Después que entre sus dedos ha estrujado

    De Yamandú el cacique la garganta?

    ¿Quién escuchó en el fondo de la selva

    Temida de los talas

    El grito de la virgen española

    Indefensa y esclava?

    ¿Quién sino él? De pie junto a la niña.

    Que inmóvil a sus plantas,

    Como si el soplo de un ensueño frío

    Por sus hinchadas venas circulara,

    El indio Tabaré mira el cadáver

    De Yamandú, y a Blanca

    Que, cual visión dormida en la maleza,

    Se presenta a sus ojos yerta y pálida.

    Es él, es Tabaré, que hasta aquel bosque

    llevado fue por una fuerza extraña,

    Y al despertar de su sopor, en brazos

    De la cruz de la selva solitaria,

    Sintió muy cerca entre el rumor confuso

    De ramas agitadas,

    El grito que la virgen española

    Al distinguir a Yamandú lanzaba.

    Saltó como mordido por el aire;

    Saltó, y en la garganta

    Del indio Yamandú clavó sus manos

    Que sacudió con fuerza extraordinaria,

    Hasta sentir la muerte entre sus dedos

    Crispados por la rabia.

    Dejó el cuerpo del indio estrangulado,

    Se alzó y miró... la virgen allí estaba.

    VII

    E inmóvil, tembloroso.

    El indio miró a Blanca,

    Cual si la muerte, asida a sus cabellos,

    Su oído con sus gritos desgarrara;

    Y sigue el ruido sordo de las hojas

    Que en voz baja se hablan

    En ese idioma dulce y extranjero

    En que hablan los crepúsculos al alma;

    Y sobre el lecho de hojas y de espinas,

    La niña desmayada se destaca,

    Iluminada por el rayo triste

    De la primera luz de la mañana.

    VIII

    Tabaré cargó en hombros el cadáver,

    Miró de nuevo a Blanca,

    Y alejóse en silencio

    Cual si temiera acaso despertarla.

    Y seguía, seguía presuroso,

    Con el muerto a la espalda,

    Volviendo la cabeza

    Entre mortales pavorosas ansias.

    Se detiene por fin; tira el cadáver,

    Lo esconde entre las zarzas.

    Y sigue huyendo, huyendo

    Del sitio en que la niña se encontraba.

    IX

    Como lebrel tras el perdido rastro

    Ciego y sin rumbo vaga,

    Y de pronto lo encuentra por el aire,

    Y vuelve atrás jadeando entre las matas.

    El indio Tabaré cambia de rumbo;

    Su camino desanda,

    Y corre, corre ansioso y convulsivo

    Entre las breñas que sus pies desgarran.

    Tal cruza el matorral la hembra del tigre,

    Y entre las ramas salta

    Dando cortos bramidos, cuando escucha

    A su cachorro herido a la distancia.

    X

    Sólo el indio lo hubiera percibido.

    Ha sonado a su espalda

    Un vagido a lo lejos, a lo lejos,

    En el bosque de ceibos y de talas.

    Se parece al quejido del venado

    Cuando a su madre llama

    Escondido en los verdes matorrales

    Al percibir el vuelo de las águilas.

    Es el débil gemido que la niña

    Al verse sola lanza.

    Tabaré llega, y jadeante y mudo

    Se detiene a su lado sin mirarla.

    Un pánico de muerte, se apodera

    De su ser; sienta a Blanca

    Moverse entre las breñas, como el cisne

    Que, se revuelve herido en la hojarasca,

    Y alguien diría que algo pavoroso

    Al salvaje anonada.

    Un soplo helado por sus venas corre

    Y en sus pupilas la visión apaga.

    Parece que la mano de la muerte

    A su rostro se agarra,

    Y la ardorosa piel de su cabeza

    Con lento esfuerzo de su cráneo arranca.

    Tabaré tiembla: siente que a su lado

    La española se arrastra;

    Percibe en las rodillas el contacto

    De sus manos heladas,

    El roce de su aliento,

    La humedad de sus lágrimas,

    Y oye, por fin, su voz, su voz no hay duda.

    Que allí como un ensueño se levanta.

    Parece que al acento de la niña,

    Todo ruido se apaga,

    En el alma del indio; el mundo todo

    Sólo una voz para el salvaje exhala.

    Jamás la fiera dominó a su presa,

    Como la virgen pálida

    Al hijo del desierto que, temblando,

    Sobrecogido escucha sus palabras.

    XI

    ¡Eres tú, Tabaré! ¿Por qué me hieres?

    ¿Por qué así me maltratas?

    Yo nunca te hice mal; yo no quería

    Que tú de nuestro hogar te separaras.

    ¿Qué me quieres, charrúa? ¿En mí vengarte

    Querrás de las ofensas de mi raza?

    No me hagas mal perdóname;

    Yo no te odié jamás... ¿Por qué me odiabas?

    Perdóname, por Dios; por la memoria

    De aquella madre blanca

    Que está en el cielo, y desde allí te mira,

    Y en el mundo tus pasos acompaña.

    Si no han muerto, me lloran mis hermanos;

    ¡Oh! Llévame a su lado, que me llaman.

    Enséñame el camino:

    Yo sola iré; las fuerzas no me faltan.

    Aunque ves que desnudas y con sangre

    Se resisten mis plantas

    A sostener mi cuerpo, no lo creas,

    Aun puedo caminar una jornada.

    Dime sólo, por Dios, cuál es la senda

    Que conduce a la playa...

    ¿No me contestas? Tabaré, ¿qué tienes?

    ¿Qué haces ahí? ¿No me oyes? ¿Me amenazas?

    ¡Ah! Me infundes terror. ¿Por qué así tiemblas?

    ¿Te ofenden mis palabras?

    Yo me iré sola sí piadoso y bueno

    La senda de mi hogar tú me señalas.

    ¿O han muerto todos? Dímelo, ¿qué hiciste?

    Mataste a mi Gonzalo en la batalla?

    Sola, sola en el mundo

    Yo tengo que morir abandonada!

    Déjame entonces, Tabaré, que rece

    La oración de IL noche, pronto acaba;

    Y moriré en silencio,

    Si tengo que morir, si no te apiadas.

    XII

    El indio que, abrazado a un viejo tronco,

    A la niña escuchaba,

    Lanza un gemido prolongado, amargo

    Como un llanto sin lágrimas.

    Todas a una al reventar, sollozan

    Las fibras de su alma;

    Blanca atribuye a rabia aquel sollozo

    Y un nuevo grito de terror exhala.

    Al cielo la oración de la inocencia

    Temblorosa levanta

    Con las manos unidas, y los ojos

    Llenos de luz, de sombras y de lágrimas,

    Cual si quisiera aprovechar los breves

    Instantes que le faltan,

    Ahoga los sollozos, y de entre ellos

    Brota en tropel la fórmula sagrada;

    Las fórmulas que el indio en los albores

    Escuchó en su infancia

    De una mujer tan blanca como aquélla,

    Que sus primeros sueños arrullaba.

    ¡Morir tú! grita el indio... Por el bosque

    El sueño negro pasa,

    Ha brotado en la sombra, y va cruzando,

    Y el ñapindá sacude con las alas.

    Ha golpeado la frente del charrúa

    Con sus manos heladas...

    ¿,Dónde está? ¿Quién en medio de la selva,

    Con esa voz de mis ensueños ancla?

    ¡Morir! ¡La virgen del ensueño dulce!

    ¿Quién llegará a tocarla?

    El indio entre sus brazos ahogaría,

    Al negro yacaré de las barrancas;

    Arrancará a los fuegos de las nubes

    Sus encendidas alas

    Y mojará con sangre de su cuerpo

    El astro de las lomas solitarias.

    ¡Tú morir! Cuando el indio con sus manos

    Vuelque todas las aguas

    Del Hum y el Uruguay, y allí derrame

    Toda la sangre de su oscura raza;

    Cuando en sus dientes Tabaré el charrúa

    Destroce las escamas

    Del yacaré, y al tigre con los dedos

    Arranque palpitante las entrañas,

    Aun entonces la virgen de los sueños

    Se moverá gallarda;

    Todas las flores se abrirán para ella,

    Y cantarán por ella las calandrias.

    ¿Quién con la voz del sueño de mis noches,

    Entre las breñas anda?

    ¡Quién vierte en las arterias del charrúa

    El fuego que calienta las venganzas?

    XIII

    Blanca mira al salvaje que persigue

    Invisibles fantasmas,

    Mucho más de una vida se refleja

    En su pupila azul iluminada. .

    La extrema palidez que por sus miembros

    Convulsos se derrama,

    Hace de él una sombra transparente,

    Forma sin cuerpo, evocación fantástica.

    XIV

    En la mente del indio se disipan

    Las visiones, y clava

    Con dulce intensidad en la española

    Sus pupilas ardientes y cansadas.

    Sus ojos en los ojos de la niña

    Largo rato descansan;

    Una gota de llanto brota en ellos

    Y brilla tristemente en sus pestañas,

    Y su voz se transforma, y suena dulce

    Como suenan las auras

    En los bosques del Hum, cuando las sombras

    Que durmieron en él se desparraman.

    ¿Por qué la virgen hiere con los labios

    Al indio Tabaré,

    Que ha contado las horas de sus noches

    Todas negras correr?

    ¡No eres el sueño! ¿Sientes en las venas

    La vida corno yo?

    ¡Ah! ¿No eres sombra de la noche oscura

    Que vive en mi dolor?

    Ven, el charrúa posará sus labios

    Donde poses el pie;

    Vamos con tus hermanos. A las sombras,

    Yo volveré después.

    No se abrirá dos veces con la aurora.

    La flor del guabiyú;

    No mojarán dos lunas en el río

    Su temblorosa luz.

    Y ya el charrúa el sueño que no acaba

    Comenzará a dormir.

    Pues siente ya en sus huesos mucho frío

    El frío de morir!

    ¿Oyes el canto? Ya anda entre las ramas

    Con su canto el urú:

    El pájaro que anuncia las auroras

    Y llora por la luz.

    ¿No lo sientes? Es triste corno el indio,

    Dulce como el sabía. . .

    No Meras, virgen, al salvaje enfermo

    Que la noche sin lunas va a cruzar.

    La noche sin auroras y sin cantos,

    Donde corren sin fin

    Las almas perseguidas, que aspiraron

    La flor del curupí.

    Sólo una vida tiene una tan solo

    El indio para ti;

    Tú no dirás su nombre dulcemente.

    Él volverá a morir,

    Allá en el bosque donde el astro hermoso

    Nunca se ve asomar,

    Donde vuelan los pájaros obscuros

    Que no duermen jamás;

    Donde duerme la madre del charrúa

    Tan blanca como tú;

    Donde los fuegos de su hogar primero

    Brillaron con su luz.

    Nadie dirá con llanto de ternura:

    ¡Ah muerto Tabaré!

    Nadie verá los huesos con tristeza,

    De mi cuerpo que fue;

    Mas la ligera madre del venado

    Herido en el chircal,

    Sobre los huesos del cacique muerto

    Por el venado herido balará.

    Vamos con tus hermanos. A su selva

    El indio volverá.

    Su raza ha muerto; se apagaron todos

    Los fuegos de su hogar.

    Ya siento el sueño negro que no acaba

    En mis huesos correr;

    Vamos hasta el hogar de tus hermanos;

    Allí te dejaré.

    Tú quedarás corno té vió en los sueños

    El indio "Tabaré".

    Que va a cruzar entre los negros toldos

    Para nunca volver:

    Pura como, las aguas transparentes

    Que duermen en el Hum

    Cuando en los aires enmudece el viento

    Del Paraná-guazú.

    Vamos con tus hermanos no me hieras,

    El indio no te odió;

    Tú lo has seguido siempre, derramando

    En sus venas dolor;

    Tú te has llevado el sueño de sus noches

    Y el fuego de su hogar,

    Las alas de sus flechas y la fuerza

    De su arco de Urunday.

    Vamos con tus hermanos. A su bosque

    El indio volverá

    A morir con su raza y con los fuegos

    De su salvaje hogar.

    La voz del indio suena dulcemente,

    Como suenan las auras

    En los bosques del Hum, cuando las sombras

    Que durmieron en él se desparraman.

    Blanca lo escucha corno se oye el ego

    De canción olvidada,

    Que en ráfagas acude a la memoria

    Sin que la voz consiga formularla.

    Pende en los labios de la absorta niña

    La tímida palabra

    De la truncada oración, y mira y sigue

    Al indio con atónita mirada.

    En sus ojos azules ha creído

    Ver algo que esperaba,

    Algo corno las estrellas de las tardes

    Que en las riberas alumbró sus lágrimas;

    Punto de luz en que miraba acaso

    Aquella madre blanca

    Que se acostó a morir bajo los ceibos

    Y en el dolor de su hijo despertaba.

    La niña vió la luz en el abismo;

    Y alguien que habló en su alma:

    “Esa es, le dijo, tu soñada lumbre,

    Pero ese abismo sólo Dios lo salva".

    Todo lo comprendió, y amó al salvaje

    Como las tumbas aman;

    Como se aman dos fuegos de un sepulcro

    Al confundirse en una sola llama;

    Como de dos deseos imposibles

    Se aman las esperanzas,

    Cual se ama, desde el borde del abismo,

    Al vértigo que vive en sus entrañas.

    Continua
     
  2. mai^a

    mai^a My Garden

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    Re: ... de poetas, cuentos y leyendas

    Graacias clausecita!!![​IMG]
     
  3. clause

    clause Claudia

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    Re: ... de poetas, cuentos y leyendas

    Maia:beso: :beso: Que lo pases lindisimo!:razz:
     
  4. clause

    clause Claudia

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    Re: ... de poetas, cuentos y leyendas

    Hoy puede ser un gran día

    Joan Manuel Serrat

    Hoy Puede Ser Un Gran Dia
    Hoy puede ser un gran día,
    planteatelo así,
    aprovecharlo o que pase de largo,
    depende en parte de ti.

    Dale el día libre a la experiencia
    para comenzar
    y recibelo como si fuera
    fiesta de guardar

    No consientas que se esfume,
    asomate y consume
    la vida a granel.
    Hoy puede ser un gran día
    Duro con el...
    Hoy puede ser un gran día
    donde todo esta por descubrir
    si lo empleas como el último
    que te toca vivir.

    Saca de paseo a tus instintos
    y ventilalos al sol
    y no dosifiques los placeres
    si puedes, derrochalos.

    Si la rutina te aplasta
    dile que ya basta
    de mediocridad
    hoy puede ser un gran día
    date una oportunidad.

    Hoy puede ser un gran día
    imposible de recuperar,
    Un ejemplar unico,
    no lo dejes escapar.

    Que todo cuanto te rodea
    lo han puesto para ti,
    no lo mires desde la ventana
    y sientate al festín.

    Pelea por lo que quieres
    y no desesperes
    si algo no anda bien.
    Hoy puede ser un gran día
    Y mañana también





     
  5. --------..

    --------..

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    Re: ... de poetas, cuentos y leyendas

    esa filosofia de vida me gusta!!!todos deberiamos pensar asi!!
     
  6. --------..

    --------..

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    Re: ... de poetas, cuentos y leyendas

    sabias que el conductor de un noticiero de la mañana aqui comienza siempre con esa frase??"hoy puede ser un gran dia!!"
     
  7. clause

    clause Claudia

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    Re: ... de poetas, cuentos y leyendas

    Si ,Albita!:razz:
     
  8. clause

    clause Claudia

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    Re: ... de poetas, cuentos y leyendas

    Tabaré

    CANTO QUINTO

    I

    ¿Quién es ese indio pálido que cruza

    Las lomas solitarias,

    Y atraviesa el chircal y los, bañados,

    Y una virgen conduce a sus espaldas?

    Camina vacilante como un ebrio;

    En convulsiones rápidas

    Se sacuden sus miembros, y en sus brazos

    Oscila a veces la preciosa carga.

    Es el indio impasible, el extranjero,

    El salvaje con lágrimas,

    La última gota de una sangre f ría

    Que aun no ha bebido la sedienta pampa.

    II

    El sol ha recorrido

    La mitad de su marcha,

    Y los viajeros sin cesar caminan

    Al través de las lomas solitarias.

    Oyen por todas partes

    La metálica voz de la chicharra,

    y al mangangá que zumba dando vueltas

    Y al camoatí que hierve entre las ramas.

    El trémulo volido

    De la perdiz lejana,

    Y, en el quebracho, el golpe vigoroso

    Del carpintero, leñador con alas.

    El aire está poblado

    De susurros que pasan;

    Como en un velo de cristal envuelto

    El campo brilla entre aureolas diáfanas.

    Con intervalos breves,

    Del arbusto en las ramas,

    Su cantarcillo igual lanza el chingolo,

    Prolongando la nota con que acaba.

    Y se oye repetida

    A diversas distancias,

    La misma melodía quejumbrosa

    Que va, viene, contesta, ruego o llama.

    El zorro entre las chircas

    Su larga cola arrastra,

    Huyendo a saltos y volviendo a veces

    El puntiagudo hocico entre las zarzas;

    La pesada cabeza

    Inclina el cardo seco; de su blanda

    Plumazón se desprenden las semillas

    Como enjambre de estrellas apagadas,

    Que vuelan en flotantes remolinos

    O en el suelo se arrastran;

    Se detienen, y emprenden nuevamente

    Su camino sin rumbo, atolondradas.

    Y, con Blanca en los brazos,

    El indio no descansa,

    Camina lento, sin cesar camina

    Dejando atrás las lomas solitarias.

    III

    Cruzan los bañados

    Cubiertos de espadañas

    Sobre las cuales desarrolla al aire

    Su penacho gentil la paja brava;

    Allí los mirasoles

    Abren sus verdes alas,

    Y lanzan estridentes alaridos

    Los pesados chajás en las barrancas.

    Tiemblan los amarillos pajonales,

    Y brillan las tacuaras,

    Y, entre los cardos secos y caídos,

    Cruzan la lagartija y las iguanas.

    Quejidos de palomas invisibles,

    Y voces de calandrias.,

    Y notas como golpes sonorosos

    De los dormidos sauces se desgranan,

    Y pueblan el silencio de los aires

    Mezclados con las ráfagas

    De aromas puros, hálito del campo,

    Y de perdidas flores ignoradas.

    A grave paso y lento, la cigüeña

    Recorre las cañadas,

    O rozando los juncos alzarse

    Los abanica con sus alas blancas,

    Y, volando a compás firme y solemne,

    Tranquila se adelanta,

    Y se aleja y sé -aleja hasta perderse

    Diluida en el aire y la distancia.

    En las aguas inmóviles

    Se reflejan las garzas,

    Que dormitan o cruzan cadenciosas,

    Como formas de espuma, entre las cañas;

    Los insectos se cuelgan

    En sus hilos de plata,

    O trepan por sus redes que parecen

    Hebras de sol o cristalinas arpas;

    Y con Blanca en los brazos

    Sigue el indio su marcha

    Despertando a su paso en la maleza

    Los venados, que huyendo se levantan,

    Y en la lejana cumbre de la loma

    A mirarlo se paran,

    Proyectando en el cielo la silueta

    Del cuerpo esbelto y enramadas astas.

    IV

    Y los viajeros siguen.

    Y sobre ellos las águilas

    En inmensos balances se remontan

    Del trasparente espacio soberanas.

    Gritan los teru-teros,

    Cuyas alas armadas

    Zumban en vuelo sesgo y atrevido

    Que el aire en todas direcciones rasga.

    O corren por el suelo

    Y huyendo se agazapan,

    Abandonando el nido silenciosos

    Para gritar después a la distancia.

    Brillan entre las flores

    La pequeña coraza

    Y la armadura azul y el yelmo de oro

    Del picaflor, armado por las auras,

    Para librar temblando

    Sus rápidas batallas

    Contra los genios que invisibles flotan,

    Y los ovarios de las flores guardan.

    Y todo para el indio

    Luce, resuena y pasa,

    Como adioses confusos y postreros

    Que se van para siempre y que se abrazan.

    Él sigue, sigue siempre

    Con Blanca en las espaldas;

    Nada escucha; su cuerpo ya no tiembla

    Ya las heridas de sus pies no sangran.

    No ha salido del labio del charrúa

    Ni una sola palabra;

    El movimiento de su paso es dulce

    Como el balance de una cuna, Blanca

    Sobre el brazo, en el hombro del salvaje,

    La cabeza descansa;

    Las horas cierran sus hinchados párpados;

    La virgen duerme... Por sus labios pasa

    El aliento a compás, y en ellos deja

    Una sonrisa amarga,

    Lejana transparencia de un ensueño

    Que se mueve en el fondo de su alma.

    V

    Se ha detenido Tabaré de un sauce.

    Bajo las ramas trémulas;

    Está inmóvil, absorto; para el indio

    La dulce niña aniquiló la tierra.

    Sólo siente en su oído acompasada

    La tibia intermitencia

    Del aliento de Blanca que, dormida,

    Sobre un hombro descanse la cabeza.

    Percibe sus latidos melodiosos

    Que el pecho le golpean,

    Como el ritmo de un canto sin sonidos

    Que sin tocar su cuerpo a su alma llega.

    El indio no se mueve; como en éxtasis

    En sus brazos conserva

    A la virgen que duerme, como el ave

    Duerme en el nido que en la rama cuelga.

    VI

    Se acerca el sol a la última colina

    Y Blanca no despierta;

    Duerme tranquila. Su jornada el indio

    De nuevo emprende cuidadosa y lenta.

    Su pie desnudo, por guardar silencio,

    Esquiva la hoja seca;

    Su mano, sin esfuerzo, suavemente

    Separa la silvestre enredadera;

    Del lugar en que anida el teru-tero

    Con cuidado se aleja,

    Por evitar sus gritos que de Blanca

    El dulce sueño interrumpir pudieran.

    Y sigue, y sigue, y cruza, una tras otras

    Las colinas desiertas;

    Se pierde en el cardal de las cañadas,

    Y aparece de nuevo allá en la cuesta.

    VII

    ¿Lo veis allá en la loma? El viento fresco

    De la tarde que llega

    Despierta a la española que, en su torno,

    Derrama la mirada con sorpresa.

    ¿Cómo pudo dormir? Un raro ensueño,

    Que casi no recuerda,

    Acaba de volar dejando en su alma,

    Como el calor del pájaro que vuela.

    Queda en el nido, un rastro de algo triste

    Que a precisar no acierta;

    Algo como un acorde, cuyas notas

    Siguen vibrando aún, pero dispersas.

    Blanca mira al charrúa. Con el dedo

    Este a la virgen muestra

    Una columna de humo que a lo lejos,

    Sobre la masa de árboles se eleva.

    ¡El Uruguay!

    ¡San Salvador!

    La niña

    Una mirada intensa La niña

    Ha clavado en los ojos del charrúa

    Azules y tristísimos. La estrella

    Brillaba en ellos, pálida, lejana,

    Agonizante y trémula,

    La estrella solitaria de las tardes

    Que las colinas últimas pasea.

    El indio miró a Blanca, y sobre el pecho

    Inclinó la cabeza;

    Su mirada era fría y extenuada

    Cual la última que envía entre las breñas.

    El inerte venado que allí muere

    Sin lanzar una queja,

    Lamiéndose la herida dolorosa

    Y ya sin sangre en su costado abierta.

    La niña, sobre el hombro del charrúa,

    Y entre las manos yertas,

    Ocultó el rostro, cual si hubiera oído

    Una angustiosa inesperada nueva;

    Algo como el anuncio de la muerte

    Que ya tarde nos llega

    De alguien que al expirar nos ha llamado

    Y que oímos tal vez sin darnos cuenta.

    ¿Qué ha visto Blanca al despertar, y hallarse

    Con la mirada aquella?

    ¿Por qué rompió de pronto en un sollozo

    Y en un llanto de lágrimas acerbas?

    Lloraba a gritos con el rostro hundido

    Entre las manos gélidas,

    Y al través de sus lágrimas miraba,

    Levantando un momento la cabeza,

    Al indio en cuyos brazos se veía,

    A la corriente inmensa

    Del Uruguay, y a la columna de humo

    Que se elevaba transparente y lenta.

    VIII

    Tabaré oyó de Blanca los sollozos

    Con muda indiferencia:

    Impasible, perdida, sin posarse

    Entre los aires su mirada muerta.

    Estaba en pie, pero insensible, frío,

    Frío como la tierra;

    Parecía extenuado; más de pronto,

    Como empujado por ajena fuerza,

    Su cuerpo helado descendió la loma

    Con la española a cuestas,

    Cuyos largos sollozos resonaban

    En la salvaje soledad desierta.

    Y el grupo aquel, atravesando el llano

    En siniestra carrera,

    Corro la sombra que en el suelo cruza

    De oscura nube que los vientos llevan,

    Se hundió en la sombra del cercano bosque,

    Cuyos talas y ceibas

    Parecieron cerrarse tras el paso

    Del indio y la española. Tal se cierran

    Las aguas o el sepulcro. en cuyo seno

    Se hunden o se despeñan

    La flor que se desprende de su rama,

    Y el hombre que resbala de la tierra.
    Continua
     
  9. mai^a

    mai^a My Garden

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    Re: ... de poetas, cuentos y leyendas

    ...que bello clau!
     
  10. clause

    clause Claudia

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    Re: ... de poetas, cuentos y leyendas

    Si , Muy linda!!!:razz:
     
  11. clause

    clause Claudia

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    Re: ... de poetas, cuentos y leyendas

    Tabaré

    CANTO SEXTO

    I

    El sol va descendiendo lentamente,

    Y sus rayos oblicuos,

    Como ligeros seres embozados

    En diáfanos cendales amarillos.

    Van y vienen, flotando entre los árboles,

    Se bañan en el río,

    Se arrastran por el campo o, escondiendo

    El rastro de su vuelo fugitivo,

    Van a posarse en el ombú lejano,

    A cuyo lado mismo

    El Urunday, envuelto en los vapores

    Duerme a la sombra el sueño vespertino.

    En la nube de bordes inflamados,

    De su agrandado disco

    El sol oculta una mitad la otra

    Alumbra el campo con su triste brillo.

    Al desprenderse entero de las nubes,

    Desciende como el ígneo

    Escudo de batalla de un arcángel

    Que cruza lentamente lo infinito,

    Dejando tras de sí, Por los espacios,

    Sobre un campo rojizo,

    Trozos inmensos de armaduras de oro

    Y jirones de púrpura encendidos.

    Los rumores del valle se evaporan;

    Los vientos han huido

    A echarse fatigados en las islas

    Donde, a Poco volar, duermen tranquilos.

    II

    Solo sobre una loma, separado

    Del bosque de espinillos,

    Está un ombú de los que allí parecen

    Para medir la soledad nacidos.

    En el tronco del árbol apoyado,

    De pie, mudo y sombrío,

    Los brazos sobre el pomo del montante,

    Y con los ojos en el suelo fijos,

    Don Gonzalo de Orgaz, que todo el bosque

    En vano ha recorrido,

    Y ha transpuesto las lomas y barrancas

    Sin hallar de su hermana ni un vestigio;

    Que recién apagadas las hogueras

    Del bosque vió, junto al cadáver frío

    Del indio viejo, cual si viera el lecho

    Que el tigre acaba de dejar, aun tibio;

    Con la noche en el alma y en la frente,

    Comprime de su espíritu

    La tempestad siniestra, que se arrastra

    De su ira y su dolor en el abismo.

    Algunos hombres de armas lo rodean

    Mudos y pensativos

    También el Padre Esteban: en sus labios

    Asoma y se detiene en su camino

    Una frase de amor no articulada,

    Que al fin se desvanece en un suspiro;

    Todos callan; debajo de la cota

    Del capitán se escuchan los latidos.

    III

    Los soldados comprenden

    La pasión de Gonzalo en su silencio.

    El que reina en el mar cuando las nubes

    Anuncian tempestad, no es más siniestro.

    Hay chispas comprimidas del hidalgo

    En los ojos inmóviles y negros:

    Tiene su pecho el palpitar de la onda

    Próxima a reventar; hay en sus nervios

    Una tensión violenta,

    Que sacude su cuerpo por intervalos

    Con un espasmo rápido que cruza

    Por sus rígidos miembros.

    IV

    ¿Quién osará romper con su palabra

    Aquel mutismo terco

    Del hermano de Blanca, sin que estalle

    La tempestad latente de su pecho?

    Miran todos al monje sólo él sabe

    Del alma los secretos;

    El vio nacer al capitán; él solo

    Supo calmar sus ímpetus violentos.

    -Gonzalo, amigo, escúchame,

    Dijo por fin el vicio misionero;

    ¿Por qué entregarte a ese dolor sombrío?

    Aun no es de noche... al bosque volveremos.

    Volveremos, y acaso...

    ¿Por qué desesperar? Acaso el cielo,

    Mi buen Gonzalo a tu dolor reserva

    Y a tu congoja, lo que humano intento

    No alcanza a vislumbrar, próvido amparo

    Y benigno amparo

    Al dolor sobrevive y a la muerte

    La esperanza que a Dios pide su aliento.

    Pon la tuya en tu Dios. amigo mío,

    Sólo él es grande y bueno.

    Oye, Gonzalo... vuelve en ti... confía,

    No encones tu dolor, yo te lo ruego...

    La ira de Gonzalo,

    Cual si saliera de un sopor interno,

    Estalló, como el rayo cuando siente,

    Desde su nube la atracción del suelo.

    Sus atónitos ojos

    Por el campo vagaron un momento

    Hasta que al fin una mirada ardiente

    Subió ¿el alma hasta apoyarse en ellos,

    Y saltar sobre el monje

    Y en él clavarse con el fuego intenso

    Que templaba los nervios del hidalgo

    Para que en ellos estallase el vértigo.

    -¡Vos! gritó amenazante,

    Al monje devorando con el gesto,

    ¡Vos me venís a hablar de una esperanza

    Que sólo vos matasteis en mi pecho!

    Vos que, con arte indigna,

    Me indujisteis al mal con vuestros ruegos,

    Me mostrasteis hermanos en los indios,

    E hijos de Dios en ese infame pueblo.

    ¡Y que aun en Dios confíe!

    ¡Y a mí me lo decís, ira del cielo!

    ¡A mí, que lloro al ángel de mi vida

    Perdido por seguir vuestros consejos!

    ¡Qué! ¿Creéis que mi hermana,

    De mi padre el legado postrimero

    Pasto de la pasión de vuestros indios

    Ha de quedar en extranjero suelo?

    ¡Oh! Yo os juro que antes

    Que tal suceda, escucharé en silencio

    Que llamen a mi madre prostituta,

    Bastardo a mí, y a mi blasón plebeyo.

    ¿No sabéis que mi Blanca

    Lleva en las venas ésta que yo llevo,

    Sangre de Orgaz, que agravio no tolera

    Ni sobrevive al deshonor? SabedIo,

    Y, volvedme mi hermana!

    Oh, me la volveréis, ¡voto al infierno!

    ¿No decís que aun es tiempo de ir al bosque?

    ¿Pues cómo aquí os halláis? ¿Cómo aquí os veo?

    ¿Qué hacéis? Id a la selva

    A buscar vuestros indios, sólo enfermos,

    Vuestros hijos de Dios desheredados...

    Buscadme aquel salvaje prisionero,

    A quien por vos tan sólo

    Por vuestros ruegos abrigué en mi seno

    Id al bosque, ¿qué hacéis? Oh!, por la sombra

    Sagrada de, mi madre, yo os prometo

    Que ese sayal que os cubre

    No embotará la punta de mi acero.

    ¡Hablad! ¡Dadme mi hermana, Padre Esteban!

    Dádmela! ¿Dónde está? ¿Qué la habéis hecho?

    V

    El anciano callaba;

    Miraba a Don Gonzalo por momentos,

    Y tornaba a doblar mudo la frente,

    En serena actitud permaneciendo.

    Callaban los soldados,

    Mientras Gonzalo, tembloroso y ciego,

    Buscaba en vano en el humilde fraile

    Provocación o enojo cuando menos.

    ¡Damián! ¡Garcés! ¡Ramiro!

    Gritó por fin, pues lo que yo le ordeno

    No obedece de grado, por la fuerza

    Llevadlo al bosque retornad... ¿Qué es esto?

    ¡Qué! ¿No me obedecéis? ¿También vosotros

    Contra mi os conjuráis? Damián, ¿tú entre ellos?

    ¡Bajáis las frentes! ¿Cómplices acaso,

    Traidores todos sois? ¿También sois reos?

    VI

    Los soldados vacilan

    En dar a aquella orden cumplimiento;

    Se miran entre sí y esquivan todos

    Ser designados por el mandato expreso.

    El furor del hidalgo

    Toma creces al verlos,

    Las metálicas piezas de sus armas

    Crujen con sus nerviosos movimientos;

    Sobre el callado anciano

    Va a lanzarse frenético,

    Pero los hombres de armas se interponen

    Todos a una, en ademán resuelto.

    VII

    ¡Capitán! gritó uno,

    ¡Cuidad de no tocarle, por el Cielo!

    ¡No le toquéis! clamaron los soldados,

    Por vuestra vida, capitán, teneos!

    ¡Ah, turba miserable!

    El hidalgo gritó retrocediendo;

    ¿Me amenazáis, ralea de villanos,

    Gente soez de corazón de cieno?

    ¡Me amenazáis, cobardes!

    Yo os mostraré cómo se aplasta el cuello

    A la víbora inmunda que se arrastra

    Para morder la planta a un caballero.

    VIII

    Los soldados esperan

    Con la espada desnuda, y con resuelto

    Y ya duro ademán, el de Gonzalo

    Temido ataque, que el hidalgo es fiero.

    En su mano la espada

    Se veía temblar, cual sí en el hierro

    Continuase la vida y lo animara

    Del corazón y el brazo del guerrero.

    El primer rudo golpe

    Ha sonado de hierro contra el hierro;

    Gonzalo apoya la nervuda espalda

    En el tronco del árbol, y de nuevo

    Alza el amado brazo;

    Se adelanta el anciano a detenerlo,

    Cuando clama una voz:

    -¡Un indio!

    -Por entre el bosque

    -¡El indio!

    -¡Por el bosque, Vedlo!

    ¡Dónde! grita Gonzalo,

    Los encendidos ojos revolviendo,

    -¡Atraviesa aquel llano!

    -¡Llega al soto!

    ¿Lo veis? ¡Es él!...

    -¡Es Blanca, vive el Cielo!

    IX

    Por allá entre los árboles

    Apareció un momento

    Tabaré conduciendo a la española,

    Y en la espesura se internó de nuevo.

    De Blanca se escuchaban

    Los débiles lamentos;

    Aun vierte sobre el hombro del charrúa

    El llanto aquel que reventó en su pecho.

    El indio va callado,

    Sigue, sigue corriendo,

    Siempre empujando por la fuerza aquella

    Que sacudió sus ateridos miembros.

    Va insensible, agobiado,

    Y en dirección al pueblo,

    Siempre dejando de su sangre fría

    Las gotas que aun lo quedan, en el suelo,

    Grito de rabia y júbilo

    Lanzó Gonzalo al verlo.

    Y, como empuja el arco a la saeta,

    De su ciega pasión lo empujó el vértigo.

    Los ruidos de su arnés y de sus armas

    Al chocar con los árboles se oyeron

    Internarse saltando entre las breñas,

    Y despertando los dormidos ecos.

    Han seguido al hidalgo

    El monje y los soldados. Allá adentro

    Se va apagando el ruido de sus pasos;

    El aire está y los árboles suspensos...

    Un grito sofocado

    Resuena a poco tiempo;

    Tras él, clamores de dolor y angustia

    Turban del bosque el funeral silencio...

    ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ...

    X

    Cayó la flor al río!

    Los temblorosos círculos concéntricos

    Balancearon los verdes camalotes

    Y entre los brazos del juncal murieron.

    Las grietas del sepulcro

    Engendraron un lirio amarillento.

    Tuvo el perfume de la flor caída,

    Su misma extrema palidez... ¡Han muerto!

    Así el himno cantaban

    Los desmayados ecos;

    Así lloraba el urutí en las ceibas,

    Y se quejaba en el sauzal el viento.

    XI

    Cuando al fondo del soto

    El anciano llegó con los guerreros,

    Tabaré, con el pecho atravesado,

    Yacía inmóvil en su sangre envuelto.

    La espada del hidalgo

    Goteaba sangre que regaba el suelo;

    Blanca lanzaba clamorosos gritos...

    Tabaré no se oía... del aliento

    De su vida quedaba

    Un estertor apenas, que sus miembros

    Extendidos en tierra recogía

    Y que en breve cesó... Pálido, trémulo,

    Inmóvil don Gonzalo,

    Que aun oprimía el sanguinoso acero,

    Miraba a Blanca que, poblando el aire

    De gritos de dolor, contra su seno.

    Estrechaba al charrúa

    Que dulce la miró, pero de nuevo

    Tristemente cerró, para no abrirlos,

    Los apagados ojos en silencio.

    El indio oyó su nombre,

    Al derrumbarse en el instante eterno

    Blanca desde la tierra lo llamaba,

    Lo llamaba por fin, pero de lejos.

    Ya Tabaré a los hombres

    Ese postrer ensueño

    No contará jamás... Está callado,

    Callado para siempre, como el tiempo.

    Como su raza,

    Como el desierto,

    Como la tumba que el muerto ha abandonado.

    ¡Boca sin lengua, eternidad sin cielo!

    XII

    Ahogada por las sombras,

    La tarde va a morir. Vagos lamentos

    Vienen de los lejanos horizontes

    A estrecharse en el aire entre los ceibos.

    Espíritus errantes e invisibles,

    Desde los cuatro vientos,

    Desde el mar y las sierras han venido

    Con la suprema queja del desierto:

    Con la voz de los llanos y corrientes,

    De los bosques inmensos.

    De las dulces colinas uruguayas

    En que una raza dispersó sus huesos;

    Voz de un mundo vacío que resuena;

    Raro acorde, compuesto

    De lejanos cantares o tumultos,

    De alaridos y lágrimas y ruegos.

    El sol entre los árboles

    Ha dejado su adiós más lastimero,

    Triste como la última mirada

    De una virgen que muere sonriendo.

    Cuelgan entre los árboles del bosque

    Largos crespones negros;

    Cuelgan entre los árboles las sombras

    Que como aves informes van cayendo.

    Cuelgan entre los árboles del bosque

    Tules amarillentos;

    Cuelgan entre los árboles los últimos

    Lampos de luz como sudarios trémulos.

    La luz y las tinieblas en los aires

    Batallan un momento;

    Extraña y negra forma cobra el bosque...

    La noche sin aurora está en su seno,

    Y cual se oyen gotear tras de la lluvia,

    Después que cesa el viento,

    Las empapadas ramas de los árboles,

    O los mojados techos,

    Brotan del bosque en que el callado grupo

    Está en la densa oscuridad envuelto,

    Ya un metálico golpe en la armadura

    Del capitán o de un arcabucero;

    Ya un sollozo de Blanca, aun abrazada

    De Tabaré con el inmóvil cuerpo,

    O una palabra trémula y solemne

    De la oración del monje por los muertos.

    FIN



     
  12. -____

    -____

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    Re: ... de poetas, cuentos y leyendas

    para mis queridos amigos del alma


    No puedo darte soluciones para todos los problemas de tu vida, ni tengo respuestas para tus dudas o temores; pero puedo escucharte y buscarlas junto contigo.
    No puedo cambiar tu pasado ni tu futuro; pero cuando me necesites estaré junto a ti.No puedo evitar que tropieces. Solamente puedo ofrecerte mi mano para que te sujetes y no caigas.
    Tus alegrías, tus triunfos y tus éxitos no son míos; pero disfruto sinceramente cuando te veo feliz. No juzgo las decisiones que tomas en la vida. Me limito a apoyarte, a estimularte y a ayudarte si me lo pides.
    No puedo trazarte límites dentro de los cuales debes actuar; pero sí te ofrezco el espacio necesario para crecer. No puedo evitar tus sufrimientos cuando alguna pena te parta el corazón; pero puedo llorar contigo y recoger los pedazos para armarlo de nuevo. No puedo decirte quién eres, ni quién deberías ser. Solamente puedo quererte como eres y ser tu amigo. En estos días oré por ti. En estos días me puse a recordar a mis amistades más preciosas. Soy una persona feliz: tengo más amigos de lo que imaginaba. Eso es lo que ellos me dicen, me lo demuestran. Es lo que siento por todos ellos. Veo el brillo en sus ojos, la sonrisa espontánea y la alegría que sienten al verme. Y yo también siento paz y alegría cuando los veo y cuando hablamos; sea en la alegría o sea en la serenidad.
    En estos días pensé en mis amigos y amigas y entre ellos, apareciste tú. No estabas arriba, ni abajo, ni en medio. No encabezabas ni concluías la lista. No eras el número uno, ni el número final. Lo que sé es que te destacabas por alguna cualidad que transmitías y con la cual desde hace tiempo se ennoblece mi vida. Yo tampoco tengo la pretensión de ser el primero, el segundo o el tercero de tu lista. Basta que me quieras como amigo.
    Entonces entendí que realmente somos amigos. Hice lo que todo amigo; oré, y le agradecí a Dios que me haya dado la oportunidad de tener un amigo como tú. Era una oración de gratitud, porque tú le has dado valor a mi vida.
     
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    Re: ... de poetas, cuentos y leyendas

    CORAZON Y MENTE

    Éramos todavía jóvenes cuando despertamos a la entrada del laberinto, y fue más por audacia que por valentía que decidimos recorrerlo. Nuestra fe, borrosa, era lo único que poseíamos como soporte, que no duraría, pues fue poco lo que se precisó para que la postergáramos primero, y la perdiéramos después. Trastrabillando penosamente, intentamos razonar, pero aprendimos, duramente, que si el cerebro está mejor protegido contra golpes que el corazón, es porque a la hora de una lucha verdadera resulta ser mucho más débil, y en las batallas, finalmente, lo que se requiere es fortaleza y resistencia física. Cuesta mucho el aceptarlo.

    Comenzamos entonces la fragua, con tenacidad inocente. Día por día, y noche por noche, intentamos un nuevo trayecto en el mapa que imaginábamos y que a tientas íbamos conociendo. Con la razón desacreditada, y sin la hoguera interna que constituían nuestras creencias, fuimos dando cuenta de habitantes y leyes de todo tipo, teniendo que asumir todo cuanto estipulaban, pues entonces no habría otro modo posible de sobrevivir. Era lastimero hacer o no tener que hacer cosas, sin estar de acuerdo, sin saber el por qué no estábamos de acuerdo, e ignorando cualquier medio por el cual poder escapar a todo aquello.

    En medio de los otros, merced al rechazo que sentíamos nos provocaban, procuramos aislarnos, y lograrlo fue el primer paso hacia el descubrimiento. Cumplir las normas simplemente nos habilitaba a la convivencia, nada más, no nos convertía en uno de ellos, al menos no del todo, pero como sólo sería cuestión de tiempo el que termináramos mimetizados, olvidando incluso nuestra íntima oposición, visualizamos que en un estado normado lo que necesitábamos era quebrar esas normas. Destruido el sostén la estructura se vendría abajo. Pero, ¿qué pasaría entonces? La pregunta era interesante, y había una sola manera de conocer la respuesta, haciéndolo.

    Algo más complejo que el instinto, que empuja al cachorro a buscar la leche materna, nos llenó por completo. Teníamos un deseo, y habíamos percibido la manera de satisfacerlo. Ya con una mínima experiencia, utilizamos la razón para encontrar la ranura por la que abriríamos la grieta, guardando lo demás para empujar cuanto hiciese falta y por cuanto tiempo fuese necesario. Hallada la primera contradicción guardamos silencio, y sólo cuando detectamos una decena posible de ellas, comenzamos los preparativos. La mañana de la primera exposición nuestras pulsaciones golpeteaban con fiereza la sien, había una lucha adentro que jamás imaginamos podría existir.

    Aunque ignorados primero, causa tras causa fuimos siendo escuchados, y posteriormente atacados. Causa tras causa vencimos. En cada victoria nuestra había una derrota ajena, y en cada caída, los más antiguos acusaban el golpe y la estructura revelaba sus fisuras. Al final de una tarde, el último de los ancianos cedió impotente. Su mente cayó primero, su corazón le siguió. Sentimos júbilo por la tarea concretada, y una pena atroz por el desenlace. De pie, en medio de la plaza, recibíamos vítores y cantos, cuando un niño llegó hasta nosotros y tironeó de nuestras ropas. Llevaba la ley en sus ojos.​
     
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    LEYENDAS DEL SOL Y LA LUNA​


    El Sol y La Luna

    Cuando el Sol y la Luna se encontraron por primera vez, se apasionaron perdidamente y a partir de ahí comenzaron a vivir un gran amor.

    Sucede que el mundo aun no existía y el día que Dios decidió crearlo, les dio entonces un toque final... ¡El brillo!

    Quedó decidido también que el Sol iluminaría el día y que la Luna iluminaría la noche, siendo así, estarían obligados a vivir separados.

    Les invadió una gran tristeza y cuando se dieron cuenta de que nunca más se encontrarían, LA Luna fue quedándose cada vez más angustiada. A pesar del brillo dado por Dios, fue tornándose Solitaria.

    EL Sol a su vez, había ganado un título de nobleza "Astro Rey", pero eso tampoco le hizo feliz.

    Dios, viendo esto, les llamó y les explicó: - No debéis estar tristes, ambos ahora poseéis un brillo propio. Tú, Luna, iluminarás las noches frías y calientes, encantarás a los enamorados y serás frecuentemente protagonista de hermosas poesías. En cuanto a ti, Sol, sustentarás ese título porque serás el más importante de los astros, iluminarás la tierra durante el día, proporcionaras calor al ser humano y tu simple presencia hará a las personas más felices.

    La Luna se entristeció mucho más con su terrible destino y lloró amargamente... y el Sol, al verla sufrir tanto, decidió que no podría dejar abatirse más, ya que tendría que darle fuerzas y ayudarle a aceptar lo que Dios había decidido.

    Aún así, su preocupación era tan grande que resolvió hacer un pedido especial a Él: - Señor, ayuda a la Luna por favor, es más frágil que yo, no soportará la soledad...

    Y Dios...en su inmensa bondad... creo entonces las estrellas para hacer compañía a la Luna.

    La Luna siempre que está muy triste recurre a las estrellas, que hacen de todo para consolarla, pero casi nunca lo consiguen.

    Hoy, ambos viven así... separados, el Sol finge que es feliz, y la Luna no consigue disimular su tristeza.

    El Sol arde de pasión por la Luna y ella vive en las tinieblas de su añoranza. Dicen que la orden de Dios era que la Luna debería de ser siempre llena y luminosa, pero no lo consiguió.... porque es mujer, y una mujer tiene fases.

    Cuando es feliz, consigue ser Llena, pero cuando es infeliz es menguante y cuando es menguante ni siquiera es posible apreciar su brillo.

    Luna y Sol siguen su destino. El, solitario pero fuerte; ella, acompañada de estrellas, pero débil.

    Los hombres intentan, constantemente, conquistarla, como si eso fuese posible. Algunos han ido incluso hasta ella, pero han vuelto siempre solos. Nadie jamás consiguió traerla hasta la tierra, nadie, realmente, consiguió conquistarla, por más que lo intentaron.

    Sucede que Dios decidió que ningún amor en este mundo fuese del todo imposible, ni siquiera el de la Luna y el del Sol... Fue entonces que Él creó el eclipse.

    Hoy Sol y Luna viven esperando ese instante, esos raros momentos que les fueron concedidos y que tanto cuesta, sucedan.

    Cuando mires al cielo, a partir de ahora, y veas que el Sol cubre la Luna, es porque se acuesta sobre ella y comienzan a amarse. Es a ese acto de amor al que se le dio el nombre de eclipse.

    Es importante recordar que el brillo de su éxtasis es tan grande que se aconseja no mirar al cielo en ese momento, tus ojos pueden cegarse al ver tanto amor.


    "Versión: Mirta Rodríguez"

     
  15. clause

    clause Claudia

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    Re: ... de poetas, cuentos y leyendas


    que linda!! esta es de J. L. Borges!:razz: