Re: ... de poetas, cuentos y leyendas Tabare CANTO CUARTO I Saltando breñas y horadando muros De impenetrables ramas, De enredaderas que de tronco a tronco, Corren y se retuercen y entrelazan; Mburucuyás que, entre follaje ajeno, Abren sus pasionarias, Y columpian sus frutos numerosos De piel dorada y corazón de grana; Rompiendo del cipó las duras hebras Y esquivando las blancas Ramas el ñapindá que con sus dientes Muerde los troncos y los pies desgarra; Cruzando entre laureles y quebrachos, Nangapirés y talas Cuyo follaje espeso y verdinegro Con el del sauce pálido contrasta; Sumergido entre chircas y juncales, Matorrales y zarzas, Se pierde a veces, y se ve de nuevo Reaparecer, huyendo a la distancia, Al indio Yamandú. Lleva en los hombros A la exánime Blanca, Cuyos brazos y negra cabellera Cuelgan lacios del indio por la espalda. Ya rompiendo los muros de verdura El salvaje se agacha, Ya se abre senda con el duro brazo, O entre los troncos derribados salta. Tal el tigre que va a su madriguera, En la maleza arrastra, Llevada entre sus fauces sanguinosas La res herida que cayó en sus garras. II Silencioso está el bosque, el bosque obscuro De ceibos y de talas, El bosque de las sombras, en que anidan Las noches más obscuras y -más largas, Que convierten en moscas o en reptiles A los indios que pasan, Y las alas de piel de los murciélagos Empapan en la sangre de la iguana. Es el bosque de Añag; las tribus huyen De sus siniestras ramas: Tan sólo los payés en él aprenden De Añán-guazú los cantos y palabras. Nacen en el los seres invisibles Que a los indios disparan Las flechitas de piedra que penetran Y enfrían para siempre las entrañas; Los indios que en la tierra no se mueven Entre las sombras andan Dando alaridos y encendiendo fuegos, Y golpeando los troncos con sus hachas; Y se les ve subirse a las tormentas Que Por el aire arrastran, Y, entre una y otra ráfaga de viento, Se oyen sus voces tristes y apagadas. Por eso nunca se llegó la tribu Al bosque de los talas; Sobre él no tiene luz el astro grande, Las lunas, al tocarlo, se desmayan. Es un bosque sin cantos y sin nidos; Sus ceibos y sus talas Ostentan la vejez, que es en el árbol La plena juventud, la más lozana. En torno de los troncos, la maleza Crece tupida y alta, Y enredaderas duras y sin nombre En todas direcciones se enmarañan, Y cuelgan de la bóveda hasta el suelo, Y entre el musgo se arrastran Y envuelven en sus hojas verdinegras Los troncos secos que en el suelo abrazan; Los troncos derrumbados por el rayo Que no mató las plantas Que al árbol vivo estaban adheridas Y su negro cadáver acompañan. III Caídos los cabellos Como el ala del ave fatigada; Insensible, sin fuerzas ni conciencia, Sin miradas los ojos y sin lágrimas; Mal cubiertas las formas, Formas de líneas tímidas y vagas, Pues los años, artistas de la vida, Su obra tienen apenas modelada, Hundida entre la yerba, Como una garza herida, yace Blanca. Su cabeza se mueve sobre el pecho Cual colgada del cuello; frías, lacias, Sus manos han caído Sobre el blanco regazo en que desmayan. Casi ríe su labio; es esa tregua Que el colmo del dolor presta a las almas. ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... Los ceibos se han echado Sobre la espalda el manto de escarlata; En idioma extranjero están las hojas Conversando entre sí y en voz muy baja. IV Un hondo grito de terror y angustia Blanca por fin exhala, Un grito que la selva ha estremecido Y penetró temblando en sus entrañas. Al tornar a la vida recobrando Una conciencia vaga; Al volver a sentir que en sus pupilas Las confusas miradas despertaban, Las derramó en su torno; vió a su lado, Entre la luz escasa, Los viejos troncos, la maleza, el bosque, Y por fin, en la sombra, a sus espaldas, Con las negras pupilas luminosas En lascivia empapadas, Vió el rostro abigarrado del salvaje Que de su presa el despertar aguarda. Una estúpida risa lo contrae Con una mueca bárbara; La cabellera rígida y obscura Sobre el pintado rostro se derrama; El cuerpo tiembla, y el jadeante aliento, Al rozar la garganta, Forma un sonido intermitente y áspero Que se acelera y al rugido alcanza. El salvaje se ríe; de aquel bosque Sólo él sabe la entrada; Él es pay; de Añan-guazú no teme Los fuegos ni los pálidos fantasmas. V El grito de la virgen se ha extinguido, Su cabeza, ocultada En los brazos que oprimen las rodillas, Todas las líneas de su cuerpo, pálidas, Forman un nudo estrecho y tembloroso Que se ve entre la grama Al través del cabello que lo envuelve Como el ramaje al ave amedrentada; Nudo ajustado apenas, que la mano De un niño desatara; Que defender no puede en aquel bosque El tesoro que guarda. Siente la virgen tras de sí el romperse De sacudidas ramas, Y oprime más sus trémulas rodillas, Y así un gemido imperceptible lanza. ¿Qué pasa allí? La niña sólo siente Dos rugidos que estallan, Dos cuerpos que a su lado se desploman, Y un grito sofocado a sus espaldas. Después por un instante, sólo escucha Las hojas que se hablan en voz baja... Alguien también respira justo a ella. ¿Quién es? Nadie la ofende, todo calla. No se atreve a mirar eso ignorado Que siente allí, muy cerca, como zarpa Ya dispuesta a caer, sus pensamientos Comienzan a voltear en ronda vaga; Sin rumbo se atropellan sus ideas, En silencio la atruena; en su mirada Las sombras se condensan; los rumores Se alejan en tropel, y, a la distancia. Parecen remedar voces confusas, Indefinibles gritos o palabras Le falta tierra, y aire, y se desploma, Y el nudo de sus brazos se desata. Ha creído escuchar al desplomarse, Algo como un lamento a sus espaldas, Y haber visto tina sombra conocida Llegarse hasta su lado sin tocarla. VI El indio Yamandú yace en el suelo. En los ojos y el alma Tiene la noche; su salvaje risa Está en sus labios para siempre helada. ¿Quién es ese indio pálido y convulso Que entre la yerba se alza Después que entre sus dedos ha estrujado De Yamandú el cacique la garganta? ¿Quién escuchó en el fondo de la selva Temida de los talas El grito de la virgen española Indefensa y esclava? ¿Quién sino él? De pie junto a la niña. Que inmóvil a sus plantas, Como si el soplo de un ensueño frío Por sus hinchadas venas circulara, El indio Tabaré mira el cadáver De Yamandú, y a Blanca Que, cual visión dormida en la maleza, Se presenta a sus ojos yerta y pálida. Es él, es Tabaré, que hasta aquel bosque llevado fue por una fuerza extraña, Y al despertar de su sopor, en brazos De la cruz de la selva solitaria, Sintió muy cerca entre el rumor confuso De ramas agitadas, El grito que la virgen española Al distinguir a Yamandú lanzaba. Saltó como mordido por el aire; Saltó, y en la garganta Del indio Yamandú clavó sus manos Que sacudió con fuerza extraordinaria, Hasta sentir la muerte entre sus dedos Crispados por la rabia. Dejó el cuerpo del indio estrangulado, Se alzó y miró... la virgen allí estaba. VII E inmóvil, tembloroso. El indio miró a Blanca, Cual si la muerte, asida a sus cabellos, Su oído con sus gritos desgarrara; Y sigue el ruido sordo de las hojas Que en voz baja se hablan En ese idioma dulce y extranjero En que hablan los crepúsculos al alma; Y sobre el lecho de hojas y de espinas, La niña desmayada se destaca, Iluminada por el rayo triste De la primera luz de la mañana. VIII Tabaré cargó en hombros el cadáver, Miró de nuevo a Blanca, Y alejóse en silencio Cual si temiera acaso despertarla. Y seguía, seguía presuroso, Con el muerto a la espalda, Volviendo la cabeza Entre mortales pavorosas ansias. Se detiene por fin; tira el cadáver, Lo esconde entre las zarzas. Y sigue huyendo, huyendo Del sitio en que la niña se encontraba. IX Como lebrel tras el perdido rastro Ciego y sin rumbo vaga, Y de pronto lo encuentra por el aire, Y vuelve atrás jadeando entre las matas. El indio Tabaré cambia de rumbo; Su camino desanda, Y corre, corre ansioso y convulsivo Entre las breñas que sus pies desgarran. Tal cruza el matorral la hembra del tigre, Y entre las ramas salta Dando cortos bramidos, cuando escucha A su cachorro herido a la distancia. X Sólo el indio lo hubiera percibido. Ha sonado a su espalda Un vagido a lo lejos, a lo lejos, En el bosque de ceibos y de talas. Se parece al quejido del venado Cuando a su madre llama Escondido en los verdes matorrales Al percibir el vuelo de las águilas. Es el débil gemido que la niña Al verse sola lanza. Tabaré llega, y jadeante y mudo Se detiene a su lado sin mirarla. Un pánico de muerte, se apodera De su ser; sienta a Blanca Moverse entre las breñas, como el cisne Que, se revuelve herido en la hojarasca, Y alguien diría que algo pavoroso Al salvaje anonada. Un soplo helado por sus venas corre Y en sus pupilas la visión apaga. Parece que la mano de la muerte A su rostro se agarra, Y la ardorosa piel de su cabeza Con lento esfuerzo de su cráneo arranca. Tabaré tiembla: siente que a su lado La española se arrastra; Percibe en las rodillas el contacto De sus manos heladas, El roce de su aliento, La humedad de sus lágrimas, Y oye, por fin, su voz, su voz no hay duda. Que allí como un ensueño se levanta. Parece que al acento de la niña, Todo ruido se apaga, En el alma del indio; el mundo todo Sólo una voz para el salvaje exhala. Jamás la fiera dominó a su presa, Como la virgen pálida Al hijo del desierto que, temblando, Sobrecogido escucha sus palabras. XI ¡Eres tú, Tabaré! ¿Por qué me hieres? ¿Por qué así me maltratas? Yo nunca te hice mal; yo no quería Que tú de nuestro hogar te separaras. ¿Qué me quieres, charrúa? ¿En mí vengarte Querrás de las ofensas de mi raza? No me hagas mal perdóname; Yo no te odié jamás... ¿Por qué me odiabas? Perdóname, por Dios; por la memoria De aquella madre blanca Que está en el cielo, y desde allí te mira, Y en el mundo tus pasos acompaña. Si no han muerto, me lloran mis hermanos; ¡Oh! Llévame a su lado, que me llaman. Enséñame el camino: Yo sola iré; las fuerzas no me faltan. Aunque ves que desnudas y con sangre Se resisten mis plantas A sostener mi cuerpo, no lo creas, Aun puedo caminar una jornada. Dime sólo, por Dios, cuál es la senda Que conduce a la playa... ¿No me contestas? Tabaré, ¿qué tienes? ¿Qué haces ahí? ¿No me oyes? ¿Me amenazas? ¡Ah! Me infundes terror. ¿Por qué así tiemblas? ¿Te ofenden mis palabras? Yo me iré sola sí piadoso y bueno La senda de mi hogar tú me señalas. ¿O han muerto todos? Dímelo, ¿qué hiciste? Mataste a mi Gonzalo en la batalla? Sola, sola en el mundo Yo tengo que morir abandonada! Déjame entonces, Tabaré, que rece La oración de IL noche, pronto acaba; Y moriré en silencio, Si tengo que morir, si no te apiadas. XII El indio que, abrazado a un viejo tronco, A la niña escuchaba, Lanza un gemido prolongado, amargo Como un llanto sin lágrimas. Todas a una al reventar, sollozan Las fibras de su alma; Blanca atribuye a rabia aquel sollozo Y un nuevo grito de terror exhala. Al cielo la oración de la inocencia Temblorosa levanta Con las manos unidas, y los ojos Llenos de luz, de sombras y de lágrimas, Cual si quisiera aprovechar los breves Instantes que le faltan, Ahoga los sollozos, y de entre ellos Brota en tropel la fórmula sagrada; Las fórmulas que el indio en los albores Escuchó en su infancia De una mujer tan blanca como aquélla, Que sus primeros sueños arrullaba. ¡Morir tú! grita el indio... Por el bosque El sueño negro pasa, Ha brotado en la sombra, y va cruzando, Y el ñapindá sacude con las alas. Ha golpeado la frente del charrúa Con sus manos heladas... ¿,Dónde está? ¿Quién en medio de la selva, Con esa voz de mis ensueños ancla? ¡Morir! ¡La virgen del ensueño dulce! ¿Quién llegará a tocarla? El indio entre sus brazos ahogaría, Al negro yacaré de las barrancas; Arrancará a los fuegos de las nubes Sus encendidas alas Y mojará con sangre de su cuerpo El astro de las lomas solitarias. ¡Tú morir! Cuando el indio con sus manos Vuelque todas las aguas Del Hum y el Uruguay, y allí derrame Toda la sangre de su oscura raza; Cuando en sus dientes Tabaré el charrúa Destroce las escamas Del yacaré, y al tigre con los dedos Arranque palpitante las entrañas, Aun entonces la virgen de los sueños Se moverá gallarda; Todas las flores se abrirán para ella, Y cantarán por ella las calandrias. ¿Quién con la voz del sueño de mis noches, Entre las breñas anda? ¡Quién vierte en las arterias del charrúa El fuego que calienta las venganzas? XIII Blanca mira al salvaje que persigue Invisibles fantasmas, Mucho más de una vida se refleja En su pupila azul iluminada. . La extrema palidez que por sus miembros Convulsos se derrama, Hace de él una sombra transparente, Forma sin cuerpo, evocación fantástica. XIV En la mente del indio se disipan Las visiones, y clava Con dulce intensidad en la española Sus pupilas ardientes y cansadas. Sus ojos en los ojos de la niña Largo rato descansan; Una gota de llanto brota en ellos Y brilla tristemente en sus pestañas, Y su voz se transforma, y suena dulce Como suenan las auras En los bosques del Hum, cuando las sombras Que durmieron en él se desparraman. ¿Por qué la virgen hiere con los labios Al indio Tabaré, Que ha contado las horas de sus noches Todas negras correr? ¡No eres el sueño! ¿Sientes en las venas La vida corno yo? ¡Ah! ¿No eres sombra de la noche oscura Que vive en mi dolor? Ven, el charrúa posará sus labios Donde poses el pie; Vamos con tus hermanos. A las sombras, Yo volveré después. No se abrirá dos veces con la aurora. La flor del guabiyú; No mojarán dos lunas en el río Su temblorosa luz. Y ya el charrúa el sueño que no acaba Comenzará a dormir. Pues siente ya en sus huesos mucho frío El frío de morir! ¿Oyes el canto? Ya anda entre las ramas Con su canto el urú: El pájaro que anuncia las auroras Y llora por la luz. ¿No lo sientes? Es triste corno el indio, Dulce como el sabía. . . No Meras, virgen, al salvaje enfermo Que la noche sin lunas va a cruzar. La noche sin auroras y sin cantos, Donde corren sin fin Las almas perseguidas, que aspiraron La flor del curupí. Sólo una vida tiene una tan solo El indio para ti; Tú no dirás su nombre dulcemente. Él volverá a morir, Allá en el bosque donde el astro hermoso Nunca se ve asomar, Donde vuelan los pájaros obscuros Que no duermen jamás; Donde duerme la madre del charrúa Tan blanca como tú; Donde los fuegos de su hogar primero Brillaron con su luz. Nadie dirá con llanto de ternura: ¡Ah muerto Tabaré! Nadie verá los huesos con tristeza, De mi cuerpo que fue; Mas la ligera madre del venado Herido en el chircal, Sobre los huesos del cacique muerto Por el venado herido balará. Vamos con tus hermanos. A su selva El indio volverá. Su raza ha muerto; se apagaron todos Los fuegos de su hogar. Ya siento el sueño negro que no acaba En mis huesos correr; Vamos hasta el hogar de tus hermanos; Allí te dejaré. Tú quedarás corno té vió en los sueños El indio "Tabaré". Que va a cruzar entre los negros toldos Para nunca volver: Pura como, las aguas transparentes Que duermen en el Hum Cuando en los aires enmudece el viento Del Paraná-guazú. Vamos con tus hermanos no me hieras, El indio no te odió; Tú lo has seguido siempre, derramando En sus venas dolor; Tú te has llevado el sueño de sus noches Y el fuego de su hogar, Las alas de sus flechas y la fuerza De su arco de Urunday. Vamos con tus hermanos. A su bosque El indio volverá A morir con su raza y con los fuegos De su salvaje hogar. La voz del indio suena dulcemente, Como suenan las auras En los bosques del Hum, cuando las sombras Que durmieron en él se desparraman. Blanca lo escucha corno se oye el ego De canción olvidada, Que en ráfagas acude a la memoria Sin que la voz consiga formularla. Pende en los labios de la absorta niña La tímida palabra De la truncada oración, y mira y sigue Al indio con atónita mirada. En sus ojos azules ha creído Ver algo que esperaba, Algo corno las estrellas de las tardes Que en las riberas alumbró sus lágrimas; Punto de luz en que miraba acaso Aquella madre blanca Que se acostó a morir bajo los ceibos Y en el dolor de su hijo despertaba. La niña vió la luz en el abismo; Y alguien que habló en su alma: “Esa es, le dijo, tu soñada lumbre, Pero ese abismo sólo Dios lo salva". Todo lo comprendió, y amó al salvaje Como las tumbas aman; Como se aman dos fuegos de un sepulcro Al confundirse en una sola llama; Como de dos deseos imposibles Se aman las esperanzas, Cual se ama, desde el borde del abismo, Al vértigo que vive en sus entrañas. Continua
Re: ... de poetas, cuentos y leyendas Hoy puede ser un gran día Joan Manuel Serrat Hoy Puede Ser Un Gran Dia Hoy puede ser un gran día, planteatelo así, aprovecharlo o que pase de largo, depende en parte de ti. Dale el día libre a la experiencia para comenzar y recibelo como si fuera fiesta de guardar No consientas que se esfume, asomate y consume la vida a granel. Hoy puede ser un gran día Duro con el... Hoy puede ser un gran día donde todo esta por descubrir si lo empleas como el último que te toca vivir. Saca de paseo a tus instintos y ventilalos al sol y no dosifiques los placeres si puedes, derrochalos. Si la rutina te aplasta dile que ya basta de mediocridad hoy puede ser un gran día date una oportunidad. Hoy puede ser un gran día imposible de recuperar, Un ejemplar unico, no lo dejes escapar. Que todo cuanto te rodea lo han puesto para ti, no lo mires desde la ventana y sientate al festín. Pelea por lo que quieres y no desesperes si algo no anda bien. Hoy puede ser un gran día Y mañana también
Re: ... de poetas, cuentos y leyendas sabias que el conductor de un noticiero de la mañana aqui comienza siempre con esa frase??"hoy puede ser un gran dia!!"
Re: ... de poetas, cuentos y leyendas Tabaré CANTO QUINTO I ¿Quién es ese indio pálido que cruza Las lomas solitarias, Y atraviesa el chircal y los, bañados, Y una virgen conduce a sus espaldas? Camina vacilante como un ebrio; En convulsiones rápidas Se sacuden sus miembros, y en sus brazos Oscila a veces la preciosa carga. Es el indio impasible, el extranjero, El salvaje con lágrimas, La última gota de una sangre f ría Que aun no ha bebido la sedienta pampa. II El sol ha recorrido La mitad de su marcha, Y los viajeros sin cesar caminan Al través de las lomas solitarias. Oyen por todas partes La metálica voz de la chicharra, y al mangangá que zumba dando vueltas Y al camoatí que hierve entre las ramas. El trémulo volido De la perdiz lejana, Y, en el quebracho, el golpe vigoroso Del carpintero, leñador con alas. El aire está poblado De susurros que pasan; Como en un velo de cristal envuelto El campo brilla entre aureolas diáfanas. Con intervalos breves, Del arbusto en las ramas, Su cantarcillo igual lanza el chingolo, Prolongando la nota con que acaba. Y se oye repetida A diversas distancias, La misma melodía quejumbrosa Que va, viene, contesta, ruego o llama. El zorro entre las chircas Su larga cola arrastra, Huyendo a saltos y volviendo a veces El puntiagudo hocico entre las zarzas; La pesada cabeza Inclina el cardo seco; de su blanda Plumazón se desprenden las semillas Como enjambre de estrellas apagadas, Que vuelan en flotantes remolinos O en el suelo se arrastran; Se detienen, y emprenden nuevamente Su camino sin rumbo, atolondradas. Y, con Blanca en los brazos, El indio no descansa, Camina lento, sin cesar camina Dejando atrás las lomas solitarias. III Cruzan los bañados Cubiertos de espadañas Sobre las cuales desarrolla al aire Su penacho gentil la paja brava; Allí los mirasoles Abren sus verdes alas, Y lanzan estridentes alaridos Los pesados chajás en las barrancas. Tiemblan los amarillos pajonales, Y brillan las tacuaras, Y, entre los cardos secos y caídos, Cruzan la lagartija y las iguanas. Quejidos de palomas invisibles, Y voces de calandrias., Y notas como golpes sonorosos De los dormidos sauces se desgranan, Y pueblan el silencio de los aires Mezclados con las ráfagas De aromas puros, hálito del campo, Y de perdidas flores ignoradas. A grave paso y lento, la cigüeña Recorre las cañadas, O rozando los juncos alzarse Los abanica con sus alas blancas, Y, volando a compás firme y solemne, Tranquila se adelanta, Y se aleja y sé -aleja hasta perderse Diluida en el aire y la distancia. En las aguas inmóviles Se reflejan las garzas, Que dormitan o cruzan cadenciosas, Como formas de espuma, entre las cañas; Los insectos se cuelgan En sus hilos de plata, O trepan por sus redes que parecen Hebras de sol o cristalinas arpas; Y con Blanca en los brazos Sigue el indio su marcha Despertando a su paso en la maleza Los venados, que huyendo se levantan, Y en la lejana cumbre de la loma A mirarlo se paran, Proyectando en el cielo la silueta Del cuerpo esbelto y enramadas astas. IV Y los viajeros siguen. Y sobre ellos las águilas En inmensos balances se remontan Del trasparente espacio soberanas. Gritan los teru-teros, Cuyas alas armadas Zumban en vuelo sesgo y atrevido Que el aire en todas direcciones rasga. O corren por el suelo Y huyendo se agazapan, Abandonando el nido silenciosos Para gritar después a la distancia. Brillan entre las flores La pequeña coraza Y la armadura azul y el yelmo de oro Del picaflor, armado por las auras, Para librar temblando Sus rápidas batallas Contra los genios que invisibles flotan, Y los ovarios de las flores guardan. Y todo para el indio Luce, resuena y pasa, Como adioses confusos y postreros Que se van para siempre y que se abrazan. Él sigue, sigue siempre Con Blanca en las espaldas; Nada escucha; su cuerpo ya no tiembla Ya las heridas de sus pies no sangran. No ha salido del labio del charrúa Ni una sola palabra; El movimiento de su paso es dulce Como el balance de una cuna, Blanca Sobre el brazo, en el hombro del salvaje, La cabeza descansa; Las horas cierran sus hinchados párpados; La virgen duerme... Por sus labios pasa El aliento a compás, y en ellos deja Una sonrisa amarga, Lejana transparencia de un ensueño Que se mueve en el fondo de su alma. V Se ha detenido Tabaré de un sauce. Bajo las ramas trémulas; Está inmóvil, absorto; para el indio La dulce niña aniquiló la tierra. Sólo siente en su oído acompasada La tibia intermitencia Del aliento de Blanca que, dormida, Sobre un hombro descanse la cabeza. Percibe sus latidos melodiosos Que el pecho le golpean, Como el ritmo de un canto sin sonidos Que sin tocar su cuerpo a su alma llega. El indio no se mueve; como en éxtasis En sus brazos conserva A la virgen que duerme, como el ave Duerme en el nido que en la rama cuelga. VI Se acerca el sol a la última colina Y Blanca no despierta; Duerme tranquila. Su jornada el indio De nuevo emprende cuidadosa y lenta. Su pie desnudo, por guardar silencio, Esquiva la hoja seca; Su mano, sin esfuerzo, suavemente Separa la silvestre enredadera; Del lugar en que anida el teru-tero Con cuidado se aleja, Por evitar sus gritos que de Blanca El dulce sueño interrumpir pudieran. Y sigue, y sigue, y cruza, una tras otras Las colinas desiertas; Se pierde en el cardal de las cañadas, Y aparece de nuevo allá en la cuesta. VII ¿Lo veis allá en la loma? El viento fresco De la tarde que llega Despierta a la española que, en su torno, Derrama la mirada con sorpresa. ¿Cómo pudo dormir? Un raro ensueño, Que casi no recuerda, Acaba de volar dejando en su alma, Como el calor del pájaro que vuela. Queda en el nido, un rastro de algo triste Que a precisar no acierta; Algo como un acorde, cuyas notas Siguen vibrando aún, pero dispersas. Blanca mira al charrúa. Con el dedo Este a la virgen muestra Una columna de humo que a lo lejos, Sobre la masa de árboles se eleva. ¡El Uruguay! ¡San Salvador! La niña Una mirada intensa La niña Ha clavado en los ojos del charrúa Azules y tristísimos. La estrella Brillaba en ellos, pálida, lejana, Agonizante y trémula, La estrella solitaria de las tardes Que las colinas últimas pasea. El indio miró a Blanca, y sobre el pecho Inclinó la cabeza; Su mirada era fría y extenuada Cual la última que envía entre las breñas. El inerte venado que allí muere Sin lanzar una queja, Lamiéndose la herida dolorosa Y ya sin sangre en su costado abierta. La niña, sobre el hombro del charrúa, Y entre las manos yertas, Ocultó el rostro, cual si hubiera oído Una angustiosa inesperada nueva; Algo como el anuncio de la muerte Que ya tarde nos llega De alguien que al expirar nos ha llamado Y que oímos tal vez sin darnos cuenta. ¿Qué ha visto Blanca al despertar, y hallarse Con la mirada aquella? ¿Por qué rompió de pronto en un sollozo Y en un llanto de lágrimas acerbas? Lloraba a gritos con el rostro hundido Entre las manos gélidas, Y al través de sus lágrimas miraba, Levantando un momento la cabeza, Al indio en cuyos brazos se veía, A la corriente inmensa Del Uruguay, y a la columna de humo Que se elevaba transparente y lenta. VIII Tabaré oyó de Blanca los sollozos Con muda indiferencia: Impasible, perdida, sin posarse Entre los aires su mirada muerta. Estaba en pie, pero insensible, frío, Frío como la tierra; Parecía extenuado; más de pronto, Como empujado por ajena fuerza, Su cuerpo helado descendió la loma Con la española a cuestas, Cuyos largos sollozos resonaban En la salvaje soledad desierta. Y el grupo aquel, atravesando el llano En siniestra carrera, Corro la sombra que en el suelo cruza De oscura nube que los vientos llevan, Se hundió en la sombra del cercano bosque, Cuyos talas y ceibas Parecieron cerrarse tras el paso Del indio y la española. Tal se cierran Las aguas o el sepulcro. en cuyo seno Se hunden o se despeñan La flor que se desprende de su rama, Y el hombre que resbala de la tierra. Continua
Re: ... de poetas, cuentos y leyendas Tabaré CANTO SEXTO I El sol va descendiendo lentamente, Y sus rayos oblicuos, Como ligeros seres embozados En diáfanos cendales amarillos. Van y vienen, flotando entre los árboles, Se bañan en el río, Se arrastran por el campo o, escondiendo El rastro de su vuelo fugitivo, Van a posarse en el ombú lejano, A cuyo lado mismo El Urunday, envuelto en los vapores Duerme a la sombra el sueño vespertino. En la nube de bordes inflamados, De su agrandado disco El sol oculta una mitad la otra Alumbra el campo con su triste brillo. Al desprenderse entero de las nubes, Desciende como el ígneo Escudo de batalla de un arcángel Que cruza lentamente lo infinito, Dejando tras de sí, Por los espacios, Sobre un campo rojizo, Trozos inmensos de armaduras de oro Y jirones de púrpura encendidos. Los rumores del valle se evaporan; Los vientos han huido A echarse fatigados en las islas Donde, a Poco volar, duermen tranquilos. II Solo sobre una loma, separado Del bosque de espinillos, Está un ombú de los que allí parecen Para medir la soledad nacidos. En el tronco del árbol apoyado, De pie, mudo y sombrío, Los brazos sobre el pomo del montante, Y con los ojos en el suelo fijos, Don Gonzalo de Orgaz, que todo el bosque En vano ha recorrido, Y ha transpuesto las lomas y barrancas Sin hallar de su hermana ni un vestigio; Que recién apagadas las hogueras Del bosque vió, junto al cadáver frío Del indio viejo, cual si viera el lecho Que el tigre acaba de dejar, aun tibio; Con la noche en el alma y en la frente, Comprime de su espíritu La tempestad siniestra, que se arrastra De su ira y su dolor en el abismo. Algunos hombres de armas lo rodean Mudos y pensativos También el Padre Esteban: en sus labios Asoma y se detiene en su camino Una frase de amor no articulada, Que al fin se desvanece en un suspiro; Todos callan; debajo de la cota Del capitán se escuchan los latidos. III Los soldados comprenden La pasión de Gonzalo en su silencio. El que reina en el mar cuando las nubes Anuncian tempestad, no es más siniestro. Hay chispas comprimidas del hidalgo En los ojos inmóviles y negros: Tiene su pecho el palpitar de la onda Próxima a reventar; hay en sus nervios Una tensión violenta, Que sacude su cuerpo por intervalos Con un espasmo rápido que cruza Por sus rígidos miembros. IV ¿Quién osará romper con su palabra Aquel mutismo terco Del hermano de Blanca, sin que estalle La tempestad latente de su pecho? Miran todos al monje sólo él sabe Del alma los secretos; El vio nacer al capitán; él solo Supo calmar sus ímpetus violentos. -Gonzalo, amigo, escúchame, Dijo por fin el vicio misionero; ¿Por qué entregarte a ese dolor sombrío? Aun no es de noche... al bosque volveremos. Volveremos, y acaso... ¿Por qué desesperar? Acaso el cielo, Mi buen Gonzalo a tu dolor reserva Y a tu congoja, lo que humano intento No alcanza a vislumbrar, próvido amparo Y benigno amparo Al dolor sobrevive y a la muerte La esperanza que a Dios pide su aliento. Pon la tuya en tu Dios. amigo mío, Sólo él es grande y bueno. Oye, Gonzalo... vuelve en ti... confía, No encones tu dolor, yo te lo ruego... La ira de Gonzalo, Cual si saliera de un sopor interno, Estalló, como el rayo cuando siente, Desde su nube la atracción del suelo. Sus atónitos ojos Por el campo vagaron un momento Hasta que al fin una mirada ardiente Subió ¿el alma hasta apoyarse en ellos, Y saltar sobre el monje Y en él clavarse con el fuego intenso Que templaba los nervios del hidalgo Para que en ellos estallase el vértigo. -¡Vos! gritó amenazante, Al monje devorando con el gesto, ¡Vos me venís a hablar de una esperanza Que sólo vos matasteis en mi pecho! Vos que, con arte indigna, Me indujisteis al mal con vuestros ruegos, Me mostrasteis hermanos en los indios, E hijos de Dios en ese infame pueblo. ¡Y que aun en Dios confíe! ¡Y a mí me lo decís, ira del cielo! ¡A mí, que lloro al ángel de mi vida Perdido por seguir vuestros consejos! ¡Qué! ¿Creéis que mi hermana, De mi padre el legado postrimero Pasto de la pasión de vuestros indios Ha de quedar en extranjero suelo? ¡Oh! Yo os juro que antes Que tal suceda, escucharé en silencio Que llamen a mi madre prostituta, Bastardo a mí, y a mi blasón plebeyo. ¿No sabéis que mi Blanca Lleva en las venas ésta que yo llevo, Sangre de Orgaz, que agravio no tolera Ni sobrevive al deshonor? SabedIo, Y, volvedme mi hermana! Oh, me la volveréis, ¡voto al infierno! ¿No decís que aun es tiempo de ir al bosque? ¿Pues cómo aquí os halláis? ¿Cómo aquí os veo? ¿Qué hacéis? Id a la selva A buscar vuestros indios, sólo enfermos, Vuestros hijos de Dios desheredados... Buscadme aquel salvaje prisionero, A quien por vos tan sólo Por vuestros ruegos abrigué en mi seno Id al bosque, ¿qué hacéis? Oh!, por la sombra Sagrada de, mi madre, yo os prometo Que ese sayal que os cubre No embotará la punta de mi acero. ¡Hablad! ¡Dadme mi hermana, Padre Esteban! Dádmela! ¿Dónde está? ¿Qué la habéis hecho? V El anciano callaba; Miraba a Don Gonzalo por momentos, Y tornaba a doblar mudo la frente, En serena actitud permaneciendo. Callaban los soldados, Mientras Gonzalo, tembloroso y ciego, Buscaba en vano en el humilde fraile Provocación o enojo cuando menos. ¡Damián! ¡Garcés! ¡Ramiro! Gritó por fin, pues lo que yo le ordeno No obedece de grado, por la fuerza Llevadlo al bosque retornad... ¿Qué es esto? ¡Qué! ¿No me obedecéis? ¿También vosotros Contra mi os conjuráis? Damián, ¿tú entre ellos? ¡Bajáis las frentes! ¿Cómplices acaso, Traidores todos sois? ¿También sois reos? VI Los soldados vacilan En dar a aquella orden cumplimiento; Se miran entre sí y esquivan todos Ser designados por el mandato expreso. El furor del hidalgo Toma creces al verlos, Las metálicas piezas de sus armas Crujen con sus nerviosos movimientos; Sobre el callado anciano Va a lanzarse frenético, Pero los hombres de armas se interponen Todos a una, en ademán resuelto. VII ¡Capitán! gritó uno, ¡Cuidad de no tocarle, por el Cielo! ¡No le toquéis! clamaron los soldados, Por vuestra vida, capitán, teneos! ¡Ah, turba miserable! El hidalgo gritó retrocediendo; ¿Me amenazáis, ralea de villanos, Gente soez de corazón de cieno? ¡Me amenazáis, cobardes! Yo os mostraré cómo se aplasta el cuello A la víbora inmunda que se arrastra Para morder la planta a un caballero. VIII Los soldados esperan Con la espada desnuda, y con resuelto Y ya duro ademán, el de Gonzalo Temido ataque, que el hidalgo es fiero. En su mano la espada Se veía temblar, cual sí en el hierro Continuase la vida y lo animara Del corazón y el brazo del guerrero. El primer rudo golpe Ha sonado de hierro contra el hierro; Gonzalo apoya la nervuda espalda En el tronco del árbol, y de nuevo Alza el amado brazo; Se adelanta el anciano a detenerlo, Cuando clama una voz: -¡Un indio! -Por entre el bosque -¡El indio! -¡Por el bosque, Vedlo! ¡Dónde! grita Gonzalo, Los encendidos ojos revolviendo, -¡Atraviesa aquel llano! -¡Llega al soto! ¿Lo veis? ¡Es él!... -¡Es Blanca, vive el Cielo! IX Por allá entre los árboles Apareció un momento Tabaré conduciendo a la española, Y en la espesura se internó de nuevo. De Blanca se escuchaban Los débiles lamentos; Aun vierte sobre el hombro del charrúa El llanto aquel que reventó en su pecho. El indio va callado, Sigue, sigue corriendo, Siempre empujando por la fuerza aquella Que sacudió sus ateridos miembros. Va insensible, agobiado, Y en dirección al pueblo, Siempre dejando de su sangre fría Las gotas que aun lo quedan, en el suelo, Grito de rabia y júbilo Lanzó Gonzalo al verlo. Y, como empuja el arco a la saeta, De su ciega pasión lo empujó el vértigo. Los ruidos de su arnés y de sus armas Al chocar con los árboles se oyeron Internarse saltando entre las breñas, Y despertando los dormidos ecos. Han seguido al hidalgo El monje y los soldados. Allá adentro Se va apagando el ruido de sus pasos; El aire está y los árboles suspensos... Un grito sofocado Resuena a poco tiempo; Tras él, clamores de dolor y angustia Turban del bosque el funeral silencio... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... X Cayó la flor al río! Los temblorosos círculos concéntricos Balancearon los verdes camalotes Y entre los brazos del juncal murieron. Las grietas del sepulcro Engendraron un lirio amarillento. Tuvo el perfume de la flor caída, Su misma extrema palidez... ¡Han muerto! Así el himno cantaban Los desmayados ecos; Así lloraba el urutí en las ceibas, Y se quejaba en el sauzal el viento. XI Cuando al fondo del soto El anciano llegó con los guerreros, Tabaré, con el pecho atravesado, Yacía inmóvil en su sangre envuelto. La espada del hidalgo Goteaba sangre que regaba el suelo; Blanca lanzaba clamorosos gritos... Tabaré no se oía... del aliento De su vida quedaba Un estertor apenas, que sus miembros Extendidos en tierra recogía Y que en breve cesó... Pálido, trémulo, Inmóvil don Gonzalo, Que aun oprimía el sanguinoso acero, Miraba a Blanca que, poblando el aire De gritos de dolor, contra su seno. Estrechaba al charrúa Que dulce la miró, pero de nuevo Tristemente cerró, para no abrirlos, Los apagados ojos en silencio. El indio oyó su nombre, Al derrumbarse en el instante eterno Blanca desde la tierra lo llamaba, Lo llamaba por fin, pero de lejos. Ya Tabaré a los hombres Ese postrer ensueño No contará jamás... Está callado, Callado para siempre, como el tiempo. Como su raza, Como el desierto, Como la tumba que el muerto ha abandonado. ¡Boca sin lengua, eternidad sin cielo! XII Ahogada por las sombras, La tarde va a morir. Vagos lamentos Vienen de los lejanos horizontes A estrecharse en el aire entre los ceibos. Espíritus errantes e invisibles, Desde los cuatro vientos, Desde el mar y las sierras han venido Con la suprema queja del desierto: Con la voz de los llanos y corrientes, De los bosques inmensos. De las dulces colinas uruguayas En que una raza dispersó sus huesos; Voz de un mundo vacío que resuena; Raro acorde, compuesto De lejanos cantares o tumultos, De alaridos y lágrimas y ruegos. El sol entre los árboles Ha dejado su adiós más lastimero, Triste como la última mirada De una virgen que muere sonriendo. Cuelgan entre los árboles del bosque Largos crespones negros; Cuelgan entre los árboles las sombras Que como aves informes van cayendo. Cuelgan entre los árboles del bosque Tules amarillentos; Cuelgan entre los árboles los últimos Lampos de luz como sudarios trémulos. La luz y las tinieblas en los aires Batallan un momento; Extraña y negra forma cobra el bosque... La noche sin aurora está en su seno, Y cual se oyen gotear tras de la lluvia, Después que cesa el viento, Las empapadas ramas de los árboles, O los mojados techos, Brotan del bosque en que el callado grupo Está en la densa oscuridad envuelto, Ya un metálico golpe en la armadura Del capitán o de un arcabucero; Ya un sollozo de Blanca, aun abrazada De Tabaré con el inmóvil cuerpo, O una palabra trémula y solemne De la oración del monje por los muertos. FIN
Re: ... de poetas, cuentos y leyendas para mis queridos amigos del alma No puedo darte soluciones para todos los problemas de tu vida, ni tengo respuestas para tus dudas o temores; pero puedo escucharte y buscarlas junto contigo. No puedo cambiar tu pasado ni tu futuro; pero cuando me necesites estaré junto a ti.No puedo evitar que tropieces. Solamente puedo ofrecerte mi mano para que te sujetes y no caigas. Tus alegrías, tus triunfos y tus éxitos no son míos; pero disfruto sinceramente cuando te veo feliz. No juzgo las decisiones que tomas en la vida. Me limito a apoyarte, a estimularte y a ayudarte si me lo pides. No puedo trazarte límites dentro de los cuales debes actuar; pero sí te ofrezco el espacio necesario para crecer. No puedo evitar tus sufrimientos cuando alguna pena te parta el corazón; pero puedo llorar contigo y recoger los pedazos para armarlo de nuevo. No puedo decirte quién eres, ni quién deberías ser. Solamente puedo quererte como eres y ser tu amigo. En estos días oré por ti. En estos días me puse a recordar a mis amistades más preciosas. Soy una persona feliz: tengo más amigos de lo que imaginaba. Eso es lo que ellos me dicen, me lo demuestran. Es lo que siento por todos ellos. Veo el brillo en sus ojos, la sonrisa espontánea y la alegría que sienten al verme. Y yo también siento paz y alegría cuando los veo y cuando hablamos; sea en la alegría o sea en la serenidad. En estos días pensé en mis amigos y amigas y entre ellos, apareciste tú. No estabas arriba, ni abajo, ni en medio. No encabezabas ni concluías la lista. No eras el número uno, ni el número final. Lo que sé es que te destacabas por alguna cualidad que transmitías y con la cual desde hace tiempo se ennoblece mi vida. Yo tampoco tengo la pretensión de ser el primero, el segundo o el tercero de tu lista. Basta que me quieras como amigo. Entonces entendí que realmente somos amigos. Hice lo que todo amigo; oré, y le agradecí a Dios que me haya dado la oportunidad de tener un amigo como tú. Era una oración de gratitud, porque tú le has dado valor a mi vida.
Re: ... de poetas, cuentos y leyendas CORAZON Y MENTE Éramos todavía jóvenes cuando despertamos a la entrada del laberinto, y fue más por audacia que por valentía que decidimos recorrerlo. Nuestra fe, borrosa, era lo único que poseíamos como soporte, que no duraría, pues fue poco lo que se precisó para que la postergáramos primero, y la perdiéramos después. Trastrabillando penosamente, intentamos razonar, pero aprendimos, duramente, que si el cerebro está mejor protegido contra golpes que el corazón, es porque a la hora de una lucha verdadera resulta ser mucho más débil, y en las batallas, finalmente, lo que se requiere es fortaleza y resistencia física. Cuesta mucho el aceptarlo. Comenzamos entonces la fragua, con tenacidad inocente. Día por día, y noche por noche, intentamos un nuevo trayecto en el mapa que imaginábamos y que a tientas íbamos conociendo. Con la razón desacreditada, y sin la hoguera interna que constituían nuestras creencias, fuimos dando cuenta de habitantes y leyes de todo tipo, teniendo que asumir todo cuanto estipulaban, pues entonces no habría otro modo posible de sobrevivir. Era lastimero hacer o no tener que hacer cosas, sin estar de acuerdo, sin saber el por qué no estábamos de acuerdo, e ignorando cualquier medio por el cual poder escapar a todo aquello. En medio de los otros, merced al rechazo que sentíamos nos provocaban, procuramos aislarnos, y lograrlo fue el primer paso hacia el descubrimiento. Cumplir las normas simplemente nos habilitaba a la convivencia, nada más, no nos convertía en uno de ellos, al menos no del todo, pero como sólo sería cuestión de tiempo el que termináramos mimetizados, olvidando incluso nuestra íntima oposición, visualizamos que en un estado normado lo que necesitábamos era quebrar esas normas. Destruido el sostén la estructura se vendría abajo. Pero, ¿qué pasaría entonces? La pregunta era interesante, y había una sola manera de conocer la respuesta, haciéndolo. Algo más complejo que el instinto, que empuja al cachorro a buscar la leche materna, nos llenó por completo. Teníamos un deseo, y habíamos percibido la manera de satisfacerlo. Ya con una mínima experiencia, utilizamos la razón para encontrar la ranura por la que abriríamos la grieta, guardando lo demás para empujar cuanto hiciese falta y por cuanto tiempo fuese necesario. Hallada la primera contradicción guardamos silencio, y sólo cuando detectamos una decena posible de ellas, comenzamos los preparativos. La mañana de la primera exposición nuestras pulsaciones golpeteaban con fiereza la sien, había una lucha adentro que jamás imaginamos podría existir. Aunque ignorados primero, causa tras causa fuimos siendo escuchados, y posteriormente atacados. Causa tras causa vencimos. En cada victoria nuestra había una derrota ajena, y en cada caída, los más antiguos acusaban el golpe y la estructura revelaba sus fisuras. Al final de una tarde, el último de los ancianos cedió impotente. Su mente cayó primero, su corazón le siguió. Sentimos júbilo por la tarea concretada, y una pena atroz por el desenlace. De pie, en medio de la plaza, recibíamos vítores y cantos, cuando un niño llegó hasta nosotros y tironeó de nuestras ropas. Llevaba la ley en sus ojos.
Re: ... de poetas, cuentos y leyendas LEYENDAS DEL SOL Y LA LUNA El Sol y La Luna Cuando el Sol y la Luna se encontraron por primera vez, se apasionaron perdidamente y a partir de ahí comenzaron a vivir un gran amor. Sucede que el mundo aun no existía y el día que Dios decidió crearlo, les dio entonces un toque final... ¡El brillo! Quedó decidido también que el Sol iluminaría el día y que la Luna iluminaría la noche, siendo así, estarían obligados a vivir separados. Les invadió una gran tristeza y cuando se dieron cuenta de que nunca más se encontrarían, LA Luna fue quedándose cada vez más angustiada. A pesar del brillo dado por Dios, fue tornándose Solitaria. EL Sol a su vez, había ganado un título de nobleza "Astro Rey", pero eso tampoco le hizo feliz. Dios, viendo esto, les llamó y les explicó: - No debéis estar tristes, ambos ahora poseéis un brillo propio. Tú, Luna, iluminarás las noches frías y calientes, encantarás a los enamorados y serás frecuentemente protagonista de hermosas poesías. En cuanto a ti, Sol, sustentarás ese título porque serás el más importante de los astros, iluminarás la tierra durante el día, proporcionaras calor al ser humano y tu simple presencia hará a las personas más felices. La Luna se entristeció mucho más con su terrible destino y lloró amargamente... y el Sol, al verla sufrir tanto, decidió que no podría dejar abatirse más, ya que tendría que darle fuerzas y ayudarle a aceptar lo que Dios había decidido. Aún así, su preocupación era tan grande que resolvió hacer un pedido especial a Él: - Señor, ayuda a la Luna por favor, es más frágil que yo, no soportará la soledad... Y Dios...en su inmensa bondad... creo entonces las estrellas para hacer compañía a la Luna. La Luna siempre que está muy triste recurre a las estrellas, que hacen de todo para consolarla, pero casi nunca lo consiguen. Hoy, ambos viven así... separados, el Sol finge que es feliz, y la Luna no consigue disimular su tristeza. El Sol arde de pasión por la Luna y ella vive en las tinieblas de su añoranza. Dicen que la orden de Dios era que la Luna debería de ser siempre llena y luminosa, pero no lo consiguió.... porque es mujer, y una mujer tiene fases. Cuando es feliz, consigue ser Llena, pero cuando es infeliz es menguante y cuando es menguante ni siquiera es posible apreciar su brillo. Luna y Sol siguen su destino. El, solitario pero fuerte; ella, acompañada de estrellas, pero débil. Los hombres intentan, constantemente, conquistarla, como si eso fuese posible. Algunos han ido incluso hasta ella, pero han vuelto siempre solos. Nadie jamás consiguió traerla hasta la tierra, nadie, realmente, consiguió conquistarla, por más que lo intentaron. Sucede que Dios decidió que ningún amor en este mundo fuese del todo imposible, ni siquiera el de la Luna y el del Sol... Fue entonces que Él creó el eclipse. Hoy Sol y Luna viven esperando ese instante, esos raros momentos que les fueron concedidos y que tanto cuesta, sucedan. Cuando mires al cielo, a partir de ahora, y veas que el Sol cubre la Luna, es porque se acuesta sobre ella y comienzan a amarse. Es a ese acto de amor al que se le dio el nombre de eclipse. Es importante recordar que el brillo de su éxtasis es tan grande que se aconseja no mirar al cielo en ese momento, tus ojos pueden cegarse al ver tanto amor. "Versión: Mirta Rodríguez"