Poemas, cuentos y leyendas

Tema en 'Temas de interés (no de plantas)' comenzado por mai^a, 27/2/08.

  1. mai^a

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    Edmundo de Amicis


    Un gesto generoso

    Miércoles, 26

    Garrone se ha dado a conocer precisamente esta mañana.

    Cuando entré en clase -un poco tarde por haberme detenido
    la maestra de la primera superior para preguntarme a qué
    hora podía venir a casa-, el maestro no había llegado todavía
    y tres o cuatro chicos se estaban metiendo con el pobre Crossi,
    el rubio del brazo malo y cuya madre es verdulera. Le pegaban
    con las reglas, le tiraban a la cara cáscaras de castañas, le
    decían motes y le remedaban poniéndose el brazo como en
    cabestrillo. El pobrecito estaba solo en su banco del fondo,
    asustado, y daba compasión verle mirar a uno y otro con ojos
    suplicantes para que lo dejasen en paz. Pero los otros arreciaban
    en sus burlas y él empezó a temblar y a ponerse rojo de ira.

    De pronto, Franti, el descarado, se subió a un banco y, haciendo
    ademán de llevar dos cestas en los brazos, ridiculizó a la madre de
    Crossi cuando acudía a esperarlo a la puerta, pues ahora no va por
    estar enferma. Muchos se rieron a carcajadas. Entonces Crossi perdió
    la paciencia y, cogiendo un tintero, se lo tiró a la cabeza con toda su
    fuerza; pero Franti se agachó y el tintero fue a dar al pecho del
    maestro que entraba en aquel preciso momento.

    Todos corrieron a sus respectivos puestos y callaron atemorizados.

    El maestro, pálido, subió al estrado y con voz alterada preguntó:

    -¿Quién ha sido?

    Nadie respondió.

    El maestro preguntó, levantando más la voz:

    -¿Quién ha sido?

    Entonces Garrone, sintiendo compasión del pobre Crossi, se puso de
    pie y dijo con resolución:

    -Un servidor.

    El maestro le miró y nos miró a todos, que estábamos pasmados, y
    luego replicó con voz tranquila:

    -No has sido tú.

    Pasado un momento añadió:

    -El culpable no será castigado. ¡Que se levante!

    Crossi se levantó y dijo entre sollozos:

    -Me pegaban y me insultaban, perdí la cabeza y tiré...

    -Siéntate -dijo el maestro-. ¡Qué se pongan de pie los que le han
    provocado!

    Cuatro se levantaron con la cabeza gacha.

    -Vosotros -dijo el maestro- habéis insultado a un compañero que no
    os provocaba; os habéis burlado de un desgraciado y pegado a un
    débil que no podía defenderse. Con vuestro proceder habéis cometido
    una de las acciones más ruines y vergonzosas con que se puede
    manchar una criatura humana. ¡Cobardes!

    Dicho esto, pasó entre los bancos, puso una mano en la barbilla de
    Garrone, que estaba con la vista baja, y, alzándole la cabeza y
    mirándole fijamente, le dijo:

    -¡Tienes un alma noble!

    Aprovechando la ocasión, Garrone murmuró no sé qué palabra al
    oído
    del maestro, y éste, volviéndose hacia los cuatro culpables, les dijo
    bruscamente:

    -Os perdono
     
  2. clause

    clause Claudia

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    Re: ... de poetas, cuentos y leyendas

    Que hermoso, Maia!!:razz: :beso:
     
  3. clause

    clause Claudia

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    Alejandro Dumas
    EL HOMBRE DE LA MASCARA DE HIERRO

    Capítulo 3

    UN NEGOCIO ARREGLADO POR M. DE D'ARTAGNAN

    D'Artagnan había prometido a Baisemeaux estar de vuelta a los postres, y cumplió su palabra.

    Athos y Aramis se habían mostrado tan cautos, que ninguno de los dos pudo leer en el pensamiento del otro. Cenaron, hablaron largo y tendido de la Bastilla, del último viaje a Fontainebleau y de la próxima fiesta que Fouquet debía dar en Vaux.

    D'Artagnan llegó en lo más recio de la conversación, todavía pálido y conmovido de la suya con el rey.

    Athos y Aramis notaron la emoción de D'Artagnan; pero Baisemeaux solamente vio al capitán de los mosqueteros del rey, y se apresuró a agasajarlo porque, para el gobernador, el codearse con el rey implicaba un derecho a todas sus atenciones.

    Con todo aunque Aramis notó la emoción de D'Artagnan, no pudo calar la causa de ella. Solamente a Athos le pareció haberla profundizado. Para éste el regreso de D'Artagnan y sobre todo el trastorno del hombre impasible, significaba que su amigo había pedido algo al rey, pero en vano Athos, pues, plenamente convencido de estar en lo firme, se levantó de la mesa, y con faz risueña hizo una seña a D'Artagnan, como para recordarle que tenía otra cosa que hacer que no cenar juntos.

    D'Artagnan comprendió y correspondió con otra seña, mientras Aramis y Baisemeaux, al presenciar aquel mudo diálogo, se interrogaban mutuamente con la mirada.

    Athos pensó que le tocaba explicar lo que pasaba, y dijo sonriéndose con dulzura: ––La verdad es, amigos míos, que vos, Aramis, acabáis de cenar con un reo de Estado y vos, señor de Baisemeaux, con uno de vuestros presos.

    Baisemeaux lanzó una exclamación de sorpresa y casi de alegría; tal era el amor propio que de su fortaleza, de su Bastilla, tenía el buen sujeto.

    ––¡Ah! mi querido Athos ––repuso Aramis poniendo una cara apropiada a las circunstancias, ––casi me he temido lo que decís. Alguna indiscreción de Raúl o de La Valiére, ¿no es verdad? Y vos, como gran señor que sois, olvidando que ya no hay sino cortesanos, os habéis visto con el rey y le habéis dicho cuántas son cinco.

    ––Adivinado, amigo mío.

    ––De manera ––dijo Baisemeaux, no teniéndolas todas consigo por haber cenado tan familiarmente con un hombre que había perdido el favor de Su Majestad; ––de manera que, señor conde...

    ––De manera, mi querido señor gobernador ––repuso Athos, ––que el señor de D'Artagnan va a entregaros ese papel que asoma por su coleto, y que, de fijo, es mi auto de prisión.

    Baisemeaux tendió la mano con agilidad.

    En efecto, D'Artagnan sacó dos papeles de su pechera y entregó uno al gobernador. Este lo desdobló y lo leyó a media voz, mirando al mismo tiempo y por encima de él a Athos e interrumpiéndose a cada punto.

    ––“Ordeno y mando que encierren en mi fortaleza de la Bastilla.” Muy bien... “En mi fortaleza, de la Bastilla... al señor conde de La Fer”. ¡Ah! caballero, ¡qué dolorosa honra para mí el teneros bajo mi guardia!

    ––No podíais hallar un preso más paciente ––contestó Athos con voz suave y tranquila.

    ––Preso que no permanecerá mucho tiempo aquí ––exclamó D'Artagnan exhibiendo el segundo auto, ––porque ahora, señor de Baisemeaux, os toca copiar este otro papel y poner inmediatamente en libertad al conde.

    ––¡Ah! me ahorráis trabajo, D'Artagnan ––dijo Aramis estrechando de un modo significativo la mano del mosquetero y la de Athos.

    ––¡Cómo! ––exclamó con admiración éste último, ––¿el rey me da la libertad?

    ––Leed, mi querido amigo ––dijo D'Artagnan.

    ––Es verdad ––repuso el conde después de haber leído el documento.

    ––¿Os duele? ––preguntó el gascón.

    ––No, lo contrario. No deseo ningún mal al rey, y el peor mal que uno puede desear a los reyes, es que cometan una injusticia. Pero habéis sufrido un disgusto, no lo neguéis.

    ––¿Yo? ––dijo el mosquetero riéndose, ––ni por asomo. El hace cuanto quiero.

    Aramis miró a D'Artagnan y vio que mentía, pero Baisemeaux no miró más que al hombre, y se quedó pasmado, mudo de admiración ante aquel que conseguía del rey lo que se le antojaba.

    ––¿Destierra a Athos Su Majestad? ––preguntó Aramis.

    ––No; sobre el particular el rey no ha dicho una palabra ––repuso D'Artagnan; ––pero tengo para mí que lo mejor que puede hacer el conde, a no ser que se empeñe en dar las gracias a Su Majestad...

    ––No ––respondió Athos.

    ––Pues bien, lo mejor que, en mi concepto, puede hacer el conde ––continuó D'Artagnan, ––es retirarse a su castillo. Por lo demás, mi querido Athos, hablad, pedid; si preferís una residencia a otra me comprometo a dejar cumplidos vuestros deseos.

    ––No, gracias ––contestó Athos; ––lo más agradable para mí es tomar a mi soledad a la sombra de los árboles, a orillas del Loira. Si Dios es el médico supremo de los males del alma, la naturaleza es el remedio soberano. ¿Conque estoy libre, caballero? ––añadió Athos volviéndose hacia el señor de Baisemeaux.

    ––Sí, señor conde, a lo menos así lo creo y espero ––añadió el gobernador volviendo y revolviendo los dos papeles; ––a no ser, sin embargo, que el señor de D'Artagnan traiga otro auto.

    ––No, mi buen Baisemeaux ––dijo el mosquetero, ––hay que atenernos al segundo y no pasar por ahí.

    ––¡Ah! señor conde ––dijo el gobernador dirigiéndose a Athos, ––no sabéis lo que––perdéis. Os hubiera puesto a treinta libras como los generales; ¡qué digo! a cincuenta, como los príncipes, y habríais cenado todas las noches como habéis cenado ahora.

    ––Dejad que prefiera mi medianía, caballero ––replicó Athos. Y volviéndose hacia D'Artagnan, dijo: ––Vámonos, amigo mío,.

    ––Vámonos ––repuso D'Artagnan.

    ––¿Me cabría la inefable dicha de teneros por compañero de viaje, amigo mío? ––preguntó Athos al mosquetero.

    ––Tan sólo hasta la puerta ––respondió el gascón; ––después de lo cual os diré lo que he dicho al rey, esto es, que estoy de servicio.

    Y vos, mi querido Aramis ––preguntó al conde sonriéndose, ––me acompañáis? La Fere está en el camino de Vannes.

    ––No, amigo mío ––respondió el prelado; ––esta noche tengo una cita en París, y no puedo alejarme sin que se resientan graves intereses.

    ––Entonces, ––dijo Athos, ––dejad que os abrace y me vaya. Señor de Baisemeaux, gracias por vuestra buena voluntad, y, sobre todo, por la muestra que de lo que se come en la Bastilla me habéis dado.

    Athos abrazó a Aramis y estrechó la mano del gobernador, que le desearon el más feliz viaje, y salió con D'Artagnan.

    Mientras en la Bastilla tenía su desenlace la escena iniciada en palacio, digamos lo que pasaba en casa de Athos y en la de Bragelonne.

    Como hemos visto, Grimaud acompañó a su amo a París, asistió a la salida de Athos, vio cómo D'Artagnan se mordía los bigotes, y cómo su amo subía a la carroza, después de haber interrogado la fisonomía de los dos amigos, a quienes conocía de fecha bastante larga para haber comprendido al través de la máscara de su impasibilidad, que pasaba algo gravísimo.

    Grimaud recordó la singular manera con que su amo le dijera adiós, la turbación, imperceptible para cualquiera otro, de aquel hombre de tan claro entendimiento y de voluntad tan inquebrantable. Grimaud sabía que Athos no se había llevado más que la ropa puesta, y, sin embargo, le pareció que Athos no partía por una hora, ni por un día.

    ––Comprendo el enigma ––dijo Grimaud. ––La muchacha ha hecho de las suyas. Lo que dicen de ella y del rey es verdad. Mi joven amo ha sido engañado. ¡Ah! ¡Dios mío! El señor conde ha ido a ver al rey y le ha dicho de una hasta ciento, y luego el rey ha enviado al señor de D'Artagnan para que arreglara el asunto... ¡el conde ha regresado sin espada!

    Semejante descubrimiento hizo subir el sudor a la frente del honrado Grimaud; el cual, dejándose de más conjetura, se puso el sombrero y se fue volando a casa de Raúl.

    Continua

     
  4. mai^a

    mai^a My Garden

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    Re: ... de poetas, cuentos y leyendas

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    Alejandro Dumas otro escritor con esos cuentos
    fantásticos!, también un corresponsal de la época,
    cuenta hechos históricos.

    En Italia conoció a Giuseppe Garibaldi con el que
    colaboró en su revolución en Sicilia en 1860 y publicó
    dos obras sobre el libertador, lo leí como a De Amicis
    por el acercamiento que ha tenido a este gran héroe.!

    Que lindo, ahora solo le doy un repaso clau!
     
  5. clause

    clause Claudia

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    Re: ... de poetas, cuentos y leyendas

    Si, Maia,Alejandro Dumas tiene maravillosos relatos!:razz: :razz:
     
  6. mai^a

    mai^a My Garden

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    Re: ... de poetas, cuentos y leyendas

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    están para el cuadro los tres!
    de película!
    :razz:

    "Prefiero morir cubierto de sangre que de
    viejo cubierto por mis propios miedos"

    ...que frase!
     
  7. mai^a

    mai^a My Garden

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    Re: ... de poetas, cuentos y leyendas

    Le puse un poco de pintura
    a este hermoso y misterioso relato clau!:razz:
     
  8. clause

    clause Claudia

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    Re: ... de poetas, cuentos y leyendas

    Muy buena!:happy:
     
  9. clause

    clause Claudia

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    Re: ... de poetas, cuentos y leyendas

    Si ,Maia!!! :razz: :razz: :razz:
    Y los tres mosqueteros son geniales!:razz:
     
  10. clause

    clause Claudia

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    Re: ... de poetas, cuentos y leyendas



    Alejandro Dumas
    EL HOMBRE DE LA MASCARA DE HIERRO
    Capítulo 4
    EN DONDE PORTHOS SE CONVENCE SIN HABER COMPRENDIDO

    El digno Porthos, fiel a las leyes de la caballería antigua, se decidió a aguardar a Saint-Aignán hasta la puesta del sol. Y como Saint-Aignán no debía comparecer y Raúl se había olvidado de avisar a su padrino, y la centinela empezaba a ser más larga y penosa, Porthos se hizo servir por el guarda de una puerta algunas botellas de buen vino y carne, para tener a lo menos la distracción de hacer saltar de tiempo en tiempo un corcho y tirar un bocado. Y había llegado a las últimas migajas, cuando Raúl y Grimaud llegaron a escape.

    Al ver venir por el camino real a aquellos dos jinetes, Porthos creyó que eran Saint-Aignán y su padrino. Pero en vez de SaintAignán, sólo vio a Raúl, el cual se le acercó haciendo desesperados gestos y exclamando:

    ––¡Ah! ¡mi querido amigo! perdonadme, ¡qué infeliz soy!

    ––¡Raúl! ––dijo Porthos.

    ––¿Estáis enojado contra mí? ––repuso el vizconde abrazando a Porthos.

    ––¿Yo? ¿por qué?

    ––Por haberos olvidado de ese modo. Pero ¡ay! tengo trastornado el juicio.

    ––¡Bah!

    ––¡Si supieseis, amigo mío!

    ––¿Lo habéis matado?

    ––¿A quién?

    ––A Saint-Aignán.

    ––¡Ay! no me refiero a Saint-Aignán.

    ––¿Qué más ocurre?

    ––Que en la hora es probable que el señor conde de La Fere esté arrestado.

    ––¡Arrestado! ¿por qué? ––exclamó Porthos haciendo un ademán capaz de derribar una pared.

    ––Por D'Artagnan.

    ––No puede ser ––dijo el coloso.

    ––Sin embargo, es la pura verdad ––replicó el vizconde.

    Porthos se volvió hacia Grimaud como quien necesita una segunda afirmación, y vio que el fiel criado de Athos le hacía una señal con la cabeza.

    ––¿Y adónde lo han llevado? ––preguntó Porthos.

    ––Probablemente la Bastilla.

    ––¿Qué os lo hace creer?

    ––Por el camino hemos interrogado a algunos transeúntes que han visto pasar la carroza, a otros que la han visto entrar en la Bastilla.

    ––¡Oh! ¡oh! ––repuso Porthos adelantándose dos pasos.

    ––¿Qué decís? ––preguntó Raúl.

    ––¿Yo? nada: pero no quiero que Athos se quede en la Bastilla.

    ––¿Sabéis que han arrestado al conde por orden del rey? ––dijo el vizconde acercándose a su amigo.

    Porthos miró a Bragelonne como diciéndole: “¿Y a mí qué?” Mudo lenguaje que le pareció tan elocuente a Raúl, volvió a subirse a caballo, mientras el coloso hacía lo mismo con ayuda de Grimaud.

    ––Tracemos un plan ––dijo el vizconde.

    ––Esto es ––repuso Porthos, ––tracemos un plan. ––Y al ver que Raúl lanzaba un suspiro y se detenía repentinamente, añadió: ––¡Qué! ¿desmayáis?

    ––No, lo que me ataja es la impotencia. ¿Por ventura los tres podemos apoderarnos de la Bastilla?

    ––Sí D'Artagnan estuviese allí, no digo que no ––repuso Porthos.

    Raúl quedó mudo de admiración ante aquella confianza heroica de puro candorosa. ¿Conque en realidad vivían aquellos nombres célebres que en número de tres o cuatro embestían contra un ejército o atacaban una fortaleza?

    ––Acabáis de inspirarme una idea, señor de Vallón ––dijo el vizconde, ––es necesario de toda necesidad que veamos al señor de D'Artagnan.

    ––Sin duda.

    ––Debe de haber conducido ya a mi padre a la Bastilla y, por consiguiente, estar de regreso en su casa.

    ––Primeramente informémonos en la Bastilla ––dijo Grimaud, que hablaba poco, pero bien.

    Los tres llegaron ante la fortaleza a tiempo que Grimaud pudo divisar cómo doblaba la gran puerta del puente levadizo la carroza que conducía a D'Artagnan de regreso de palacio.

    En vano Raúl espoleó su cabalgadura para alcanzar la carroza y ver quién iba dentro. Aquella ya se había detenido allende la puerta grande, que volvió a cerrarse, mientras un guardia francés de centinela daba con el mosquete en el hocico del caballo del vizconde, el cual volvió grupas, satisfecho de saber a qué atenerse respecto de la presencia de aquella carroza que encerrara a su padre.

    Ya lo hemos atrapado ––dijo Grimaud.

    ––Como estamos seguros de que va a salir, aguardemos, ¿no es verdad, señor de Vallón? ––dijo Bragelonne.

    ––A no ser también que D'Artagnan esté preso ––replicó Porthos; ––en cuyo caso todo está perdido.

    Raúl, que conoció que todo era admisible, nada respondió a las palabras de Porthos; lo único que hizo fue encargar a Grimaud que, para no dar sospechas condujese los caballos a la callejuela de Juan Beausire, mientras él con su penetrante mirada atisbaba la salida de D'Artagnan o de la Carroza.

    Fue lo mejor, pues apenas transcurridos veinte minutos, volvieron a abrir la puerta y apareció de nuevo la carroza. ¿Quiénes iban en ella? Raúl no pudo verlo por habérselo privado un deslumbramiento, pero Grimaud afirmó haber visto a dos personas, una de las cuales era su amo.

    Porthos miró a Bragelonne y al lacayo para adivinar qué pensaban.

    ––Es cierto ––dijo Grimaud, ––que si el señor conde está en la carroza, es porque lo han puesto en libertad, o lo trasladan a otra prisión.

    ––El camino que emprenden nos lo dirá––repuso Porthos.

    ––Si lo han puesto en libertad ––continuó Grimaud, ––lo conducirán a su casa.

    ––Es verdad ––dijo el gigante.

    ––Pues la carroza no toma tal dirección ––exclamó el vizconde. En efecto, los caballos acababan de internarse en el arrabal de San Antonio.

    ––Corramos ––dijo Porthos ––ataquemos la carroza una vez en la carretera, y digamos a Athos que se ponga a salvo.

    ––A eso llaman rebelión, ––murmuró el vizconde.

    Porthos lanzó a su joven amigo una segunda mirada digna hermana de la primera, a la cual respondió el vizconde arreando a su cabalgadura.

    Poco después los jinetes dieron alcance a la carroza. D'Artagnan, que siempre tenía despiertos los sentidos, oyó el trote de los corceles en el momento en que Raúl decía a Porthos que se adelantasen a la carroza para ver quién era la persona a la cual acompañaba D'Artagnan.

    Porthos obedeció, pero como las cortinillas estaban corridas, nada pudo ver.

    La rabia y la impaciencia dominaban a Bragelonne, que al notar el misterio de que se rodeaban los compañeros de Athos, resolvió atropellar por todo.

    D'Artagnan por su parte, conoció a Porthos y a Raúl, y comunicó a Athos el resultado de su observación.

    Athos y D'Artagnan se proponían ver si Raúl y Porthos llevarían las cosas al último extremo.

    Y así fue. Bragelonne empuñó una pistola, se abalanzó al primer caballo de la carroza, e intimó al cochero que parase, Porthos dio un golpe y lo quitó de su sitio, y Grimaud se asió a la portezuela.

    ––¡Señor conde! ¡señor conde! ––exclamó Bragelonne abriendo los brazos.

    ––¿Sois vos, Raúl? ––dijo Athos ebrio de alegría.

    ––¡No está mal! ––repuso D'Artagnan echándose a reír.

    Y los dos abrazaron a Porthos y a Bragelonne, que se habían apoderado de ellos.

    ––¡Mi buen Porthos! ¡mi excelente amigo! ––exclamó el conde de La Fere; ––¡siempre el mismo!

    ––Todavía tiene veinte años ––dijo D'Artagnan. ––¡Bravo, Porthos!

    ––¡Diantre! ––repuso el barón un tanto cortado, ––hemos creído que os habían preso.

    ––Ya lo veis ––replicó Athos, ––todo se reducía a un paseo en la carroza del señor de D'Artagnan.

    ––Os seguimos desde la Bastilla ––replicó el vizconde con voz de duda y de reconvención.

    ––Adonde hemos ido a cenar con el buen Baisemeaux ––dijo el mosquetero.

    ––Allí hemos visto a Aramis.

    ––¿En la Bastilla?

    ––Ha cenado con nosotros.

    ––¡Ah! ––exclamó Porthos respirando.

    ––Y nos ha dado mil curiosos recuerdos para vos.

    ––Gracias.

    ––¿Adónde va el señor conde? ––preguntó Grimaud, as quien su amo recompensara ya con una sonrisa.

    ––A Blois, a mi casa.

    ––¿Así en derechura?

    ––Desde luego.

    ––¿Sin equipaje?

    ––Ya se habría encargado Raúl de enviármelo o llevármelo al volver a mi casa, si es que a ella vuelve.

    ––Si ya no lo detiene en París asunto alguno, hará bien en acompañarnos, Athos ––dijo D'Artagnan acompañando sus palabras de una mirada firme y cortante como una cuchilla y dolorosa como ella, pues volvió a abrir las heridas del desventurado joven.

    ––Nada me detiene en París––repuso Bragelonne.

    ––Pues partamos ––exclamó Athos inmediatamente.

    ––¿Y el señor de D'Artagnan?

    ––Sólo acompañaba a Athos hasta aquí; me vuelvo a París con Porthos.

    ––Corriente ––dijo éste.

    Acercaos, hijo mío ––añadió el conde ciñendo suavemente y con su brazo el cuello de Raúl para atraerlo a la carroza, y dándole un nuevo beso. Y volviéndose hacia Grimaud, prosiguió ––Oye, te vuelves a París con tu caballo y el del señor de Vallón; Raúl y yo subimos a caballo aquí, y dejamos la carroza a esos dos caballeros para que tornen a la ciudad. Una vez en mi casa, reúne mis ropas y mis cartas, y envíamelas a Blois.

    ––Señor conde ––dijo Raúl, que ardía en deseos de hacer hablar a su padre, ––ved que si volvéis a París no hallaréis en vuestra casa ropa blanca ni cuanto es necesario, y eso os será por demás incómodo.

    ––Creo que tardaré mucho tiempo en volver, Raúl. Nuestra última estancia en París no me alienta a volver.

    Raúl bajó la cabeza y no habló más.

    Athos se bajó de la carroza y montó el caballo de Porthos.

    Después de mil abrazos y apretones de manos, y de reiteradas protestas de amistad imperecedera, y de haber Porthos prometido pasar un mes en casa de Athos tan pronto se lo permitieran sus ocupaciones, y Atagnan ofrecido aprovechar su primera licencia, este último abrazó a Raúl por la postrera vez, y le dijo:

    ––Hijo mío, te escribiré.

    ¡Qué no significaban estas palabras de D'Artagnan, que nunca escribía! A ellas, el vizconde se sintió enternecido, y, no pudiendo refrenar las lágrimas, se soltó de las manos del mosquetero y partió.

    D'Artagnan, subió a su carroza, en la cual ya se había instalado Porthos.

    ––¡Qué día, mi buen amigo! ––exclamó el gascón.

    ––Ya podéis decirlo ––replicó Porthos.

    ––Debéis estar quebrantado.

    ––No mucho. Sin embargo, me acostaré temprano, a fin de estar mañana en buenas disposición.

    ––¿Para qué?

    ––Para dar fin a lo que he empezado.

    ––Me dais calambres, amigo mío. ¿Qué diablos habéis empezado que no esté concluido?

    ––¡Hombre! como Raúl no se ha batido, fuerza es que yo me bata.

    ––¿Con quién? ¿con el rey?

    ––¡Como con el rey! ––exclamó Porthos, en el colmo de la estupefacción.

    ––Con el rey he dicho.

    ––¡Ca, hombre! con quien voy a batirme yo es con Saint-Aignán, lo hacéis contra el rey.

    ––¿Estáis seguro de lo que afirmáis? ––repuso Porthos abriendo desmesuradamente los ojos.

    ––¡No he de estarlo!

    ––¿Pues cómo se arregla eso?

    ––Ante todo veamos de cenar bien, y os digo que la mesa del capitán de mosqueteros es agradable. A ella veréis sentado al gentil Saint-Aignán, y beberéis a su salud.

    ––¿Yo? ––exclamó con horror el coloso.

    ––¡Cómo! ¿os negáis a beber a la salud del rey?

    ––Pero ¿quién diablos os habla del rey? Os hablo de SaintAignán.

    ––Es lo mismo ––replicó D'Artagnan.

    ––Así es distinto ––repuso Porthos vencido.

    ––Me habéis comprendido, ¿no es verdad?

    ––No ––respondió Porthos, ––pero lo mismo da.

    ––Decís bien, lo mismo da ––dijo D'Artagnan: ––vámonos a cenar.



    continua

     
  11. mai^a

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    Re: ... de poetas, cuentos y leyendas

    queee apacionate clau
    para los los amantes de la capa y espada.:razz:
    que maravilla de historia la lealtad de los
    mosqueteros y la defensa que hacen de su verdadero rey
     
  12. mai^a

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    Re: ... de poetas, cuentos y leyendas

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    Mi maestra
    Jueves, 27


    Mi maestra ha cumplido su promesa y ha venido hoy
    a casa en el momento en que me disponía a salir con
    mi madre para llevar ropa blanca a una pobre mujer,
    cuya necesidad habíamos leído en los periódicos.
    Hacía un año que no la habíamos visto en casa; así es
    que todos la recibimos con mucha alegría. Continúa
    siendo la misma, menudita, con su velo verde en el
    sombrero, vestida sencillamente, con peinado algo
    descuidado por faltarle tiempo para arreglarse, pero
    más descolorida que el año pasado, con algunas canas
    y sin dejar de toser.

    Mi madre le ha preguntado:

    -¿Cómo va de salud, querida maestra?

    -¡Bah! No importa -ha respondido, sonriéndose de modo
    alegre y melancólico a la vez.

    -Se esfuerza usted demasiado hablando fuerte -ha
    añadido mi madre- y brega mucho con los chiquitos.

    Y es verdad; en clase no para de hablar; lo recuerdo de
    cuando iba con ella; continuamente está llamando la
    atención de sus pequeños alumnos para que no se
    distraigan. No está un momento sentada.

    Tenía la seguridad de que vendría a vernos, pues no se
    olvida de sus antiguos discípulos; durante años recuerda
    sus nombres; los días de exámenes mensuales acude al
    despacho de la dirección para informarse de las
    calificaciones que han obtenido; los espera a la salida y
    hace que le enseñen los ejercicios para ver si realizan
    progresos. Hasta van a verla muchachos que cursan el
    Bachillerato y llevan ya pantalón largo y reloj.

    Hoy regresaba muy cansada del Museo, a donde había
    llevado a sus alumnos, como acostumbra hacerlo cada
    jueves, explicándoselo todo con el mayor detalle. Pobre
    maestra, ¡qué delgada está! Pero es muy activa y se
    reanima cuando habla de su labor docente. Ha querido
    volver a ver la cama donde estuve muy enfermo hace dos
    años, y que ahora es de mi hermano; la ha estado mirando
    un buen rato muy emocionada. Se ha ido pronto para visitar
    a un chiquillo de su clase, hijo de un sillero, enfermo de
    sarampión, y por tener, además, que corregir luego los
    cuadernos. En fin, que no para de trabajar. Antes de
    retirarse a su casa, aún debía dar clase particular de
    Aritmética a la hija de un comerciante.

    -Bueno, Enrique -me ha dicho al despedirse-, ¿quieres todavía
    y sabes hacer largas composiciones?

    Me ha besado y, desde el último peldaño de la escalera, me
    ha dicho:

    -No te olvides de mí, Enrique.

    ¡Nunca me olvidaré de ti, querida maestra! Aun cuando
    sea mayor te recordaré e iré a verte entre tus pequeñuelos.
    Cada vez que pase cerca de una escuela y oiga la voz de una
    maestra, me parecerá escuchar la tuya y pensaré en los dos
    años que pasé en tu clase, donde tantas veces te vi malucha
    y fatigada, pero siempre animosa, indulgente, enfadada cuando
    alguno cogía la pluma de manera incorrecta, preocupadísima
    cuando nos preguntaban los inspectores y la mar de satisfecha
    cuando salíamos airosos; siempre tan buena y cariñosa como
    una madre... ¡Nunca, nunca te olvidaré,
    maestra mía!
     
  13. clause

    clause Claudia

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    Re: ... de poetas, cuentos y leyendas

    Que preciosos que son estos cuentos Maia, con lenguaje sencillo ,llegan directo al corazón y a la emoción!!!:razz:
     
  14. clause

    clause Claudia

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    Re: ... de poetas, cuentos y leyendas


    Alejandro Dumas
    EL HOMBRE DE LA MASCARA DE HIERRO

    LA SOCIEDAD DE BAISEMEAUX

    No ha olvidado el lector que D'Artagnan y el conde de La Fere, al salir de la Bastilla, dejaron en ella y a solas a Aramis y a Baisemeaux.

    Baisemeaux tenía por verdad inconcusa que el vino de la Bastilla era excelente, era capaz de hacer hablar a un hombre de bien: pero no conocía a Aramis, el cual conocía como a sí mismo al gobernador, y contaba hacerle hablar por el sistema que este último tenía por eficaz.

    Si no en apariencia, la conversación decaía, pues Baisemeaux hablaba únicamente de la singular prisión de Athos, seguida inmediatamente la orden de remisión.

    Aramis no era hombre para molestarse por cosa alguna, y ni siquiera había dicho aun a Baisemeaux por qué estaba allí.

    Así es que el prelado le interrumpió de improviso exclamando:

    ––Decidme, mi buen señor de Baisemeaux, ¿no tenéis en la Bastilla más distracciones que aquellas a que he asistido las dos o tres veces que os he visitado?

    El apóstrofe era tan inesperado, que el gobernador quedó aturdido.

    ––¿Distracciones? ––dijo Baisemeaux. ––Continuamente las tengo, monseñor.

    ––¿Qué clase de distracciones son esas?

    ––De toda especie.

    ––¿Visitas?

    ––No, monseñor; las visitas no son comunes en la Bastilla.

    ––¡Ah! ¿son raras las visitas?

    ––Rarísimas.

    ––¿Aun de parte de vuestra sociedad?

    ––¿A qué llamáis vos mi sociedad? ¿a mis presos?

    ––No, entiendo por vuestra sociedad la de que vos formáis parte.

    ––En la actualidad es muy reducida para mí ––contestó el gobernador después de haber mirado fijamente a Aramis, y como si no hubiera sido imposible lo que por un instante había supuesto. ––Si queréis que os hable con franqueza, señor de Herblay, por lo común, la estancia en la Bastilla es triste y fastidiosa para los hombres de mundo. En cuanto a las damas, apenas vienen, y aun con terror no logro calmar. ¿Y como no temblarían de los pies a la cabeza al ver esas tristes torres, y al pensar que están habitadas por desventurados presos que...?

    Y a Baisemeaux se le iba trabando la lengua, y calló.

    ––No me comprendéis, mi buen amigo –– repuso el prelado.

    ––No me refiero a la sociedad en general, sino a la sociedad a que estáis afiliado.

    ––¿Afiliado? ––dijo el gobernador, a quien por poco se le cae el vaso de moscatel que iba a llevarse a los labios.

    ––Sí ––replicó Aramis con la mayor impasibilidad. ––¿No sois individuo de una sociedad secreta?

    ––¿Secreta?

    ––O misteriosa.

    ––¡Oh! ¡señor de Herblay!...

    ––No lo neguéis...

    ––Podéis creer...

    ––Creo lo que sé.

    ––Os lo juro...

    ––Como yo afirmo y vos negáis ––repuso Aramis, ––uno de los dos está en lo cierto. Pronto averiguaremos quién tiene razón.

    ––Vamos a ver.

    ––Bebeos vuestro vaso de moscatel. Pero ¡qué cara ponéis! ––No, monseñor.

    ––Pues bebed.

    Baisemeaux bebió, pero atragantándose.

    ––Pues bien ––repuso Aramis, ––si no formáis parte de una sociedad secreta, o misteriosa, como querais llamarla, no comprenderéis palabra de cuanto voy a deciros.

    ––Tenedlo por seguro.

    ––Muy bien.

    ––Y si no, probadlo.

    ––A eso voy. Si, al contrario, pertenecéis a la sociedad a que quiero referirme, vais a responderme inmediatamente sí o no.

    ––Preguntad ––repuso Baisemeaux temblando.

    ––Porque, ––prosiguió con la misma impasibilidad Aramis, ––es evidente que uno no puede formar parte de una sociedad ni gozar de las ventajas que la sociedad ofrece a los afiliados, sin que estos estén individualmente sujetos a algunas pequeñas servidumbres.

    ––En efecto ––tartamudeó Baisemeaux, ––eso se concebiría, si...

    ––Pues bien, en la sociedad de que os he hablado, y de la cual, por lo que se ve no formáis parte, existe...

    ––Sin embargo ––repuso el gobernador, ––yo no quiero decir en absoluto...

    ––Existe un compromiso contraído por todos los gobernadores y capitanes de fortaleza afiliados a la orden.

    Baisemeaux palideció.

    ––El compromiso ––continúo Aramis con voz firme, ––helo aquí.

    ––Veamos...

    Aramis dijo, o más bien recitó el párrafo siguiente, con la misma voz que si hubiese leído un libro:

    “Cuando lo reclamen las circunstancias y a petición del preso, el mencionando capitán o gobernador de fortaleza permitirá la entrada a un confesor afiliado a la orden”.

    Daba lástima ver a Baisemeaux; de tal suerte temblaba y tal era su palidez.

    ––¿No es ese el texto del compromiso? ––prosiguió tranquilamente Herblay.

    ––Monseñor...

    ––Parece que empieza a aclararse vuestra mente.

    ––Monseñor ––dijo Baisemeaux, ––no os burléis de la pobreza de mi inteligencia; yo ya sé que en lucha con la vuestra, la mía nada vale si os proponéis arrancarme los secretos de mi administración.

    ––Desengañaos, señor de Baisemeaux; no tiro a los secretos de vuestra administración, sino a los de vuestra conciencia.

    ––Concedo que sean de mi conciencia, señor de Herblay; pero tened en cuenta mi situación.

    ––No es común si estáis afiliado a esa sociedad ––prosiguió el inflexible Herblay; ––pero si estáis libre de todo compromiso, si no tenéis que responder más que al rey, no puede ser más natural.

    ––Pues bien, señor de Herblay, no obedezco más que al rey, porque ¿a quién sino al rey debe obedecer un caballero francés?

    ––Grato, muy grato es para un prelado de Francia ––repuso Aramis con voz suavísima, ––oír expresarse con tanta lealtad a un hombre de vuestro valer.

    ––¿Habéis dudado de mí, monseñor?

    ––¿Yo? No.

    ––¿Luego no dudáis?

    ––¿Cómo queréis que dude que un hombre como vos no sirva fielmente a los señores que se ha dado voluntariamente a sí mismo?

    ––¡Los señores! ––exclamó Baisemeaux.

    ––Los señores he dicho.

    ––¿Verdad que continuáis chanceándoos, señor de Herblay?

    ––Tener muchos señores en vez de uno, hace más difícil la situación, lo concibo; pero no soy yo la causa del apuro en que os halláis, sino vos, mi buen amigo.

    ––Realmente no sois vos el causante ––repuso el gobernador en el colmo de la turbación. ––Pero ¿qué hacéis? ¿Os marcháis?

    ––Sí.

    ––¡Qué raro os mostráis para conmigo, monseñor!

    ––No por mi fe.

    ––Pues quedaos.

    ––No puedo.

    ––¿Por qué?

    ––Porque ya nada tengo que hacer aquí y me llaman a otra parte.

    ––¿Tan tarde?

    ––Tan tarde.

    ––Pensad que en la casa de la cual he venido, me han dicho: “Cuando lo reclamen las circunstancias y a petición del preso, el mencionado capitán o gobernador de fortaleza permitirá la entrada a un confesor afiliado la orden. He venido, me he explicado, no me habéis comprendido, y me vuelvo para decir a los que me han enviado que se han engañado y que me envíen a otra parte.

    ––¡Cómo! ¿vos sois...? ––exclamó Baisemeaux mirando a Aramis casi con espanto.

    ––El confesor afiliado a la orden ––respondió Aramis sin modificar la voz.

    Mas por muy suavemente que Herblay hubiese vertido sus palabras, produjeron en el infeliz gobernador el efecto del rayo. Baisemeaux se puso amoratado.

    ––¡El confesor! ––murmuró Baisemeaux; ––¿vos el confesor de la orden, monseñor?

    ––Sí; pero como no estáis afiliado, nada tenemos que ventilar los dos.

    ––Monseñor...

    ––¡Ah!

    ––Ni que me niegue a obedecer.

    ––Pues lo que acaba de pasar se parece a la desobediencia.

    ––No, monseñor; he querido cerciorarme...

    ––¿De qué? ––dijo Aramis con ademán de soberano desdén.

    ––De nada, monseñor; de nada ––dijo Baisemeaux bajando la voz y humillándose ante el prelado. ––En todo tiempo y en todo lugar estoy a la disposición de mis señores, pero...

    ––Muy bien; prefiero veros así ––repuso Herblay sentándose otra vez y tendiendo su vaso al gobernador, que no acertó a llenarlo, de tal suerte le temblaba la mano. ––Habéis dicho “pero”, ––dijo Aramis.

    ––Pero como no me habían avisado, estaba muy lejos de esperar...

    ––¿Por ventura no dice el Evangelio: “Velad, porque sólo Dios sabe el momento”?

    ¿Acaso las prescripciones de la orden no rezan: “Velad, porque lo que yo quiero, vosotros debéis siempre quererlo”? ¿A título de qué, pues, no esperabais la venida del confesor?

    ––Porque en este momento no hay en la Bastilla preso alguno que esté enfermo.

    ––¿Qué sabéis vos? ––replicó Herblay encogiendo los hombros.

    ––Me parece...

    ––Señor de Baisemeaux ––repuso Aramis arrellanándose en su sillón, ––he ahí vuestro criado que desea deciros algo.

    En efecto, en aquel instante apareció en el umbral del comedor el criado de Baisemeaux.

    ––¿Qué hay? ––preguntó con viveza el gobernador.

    ––Señor de Baisemeaux ––respondió el criado, ––os traigo el boletín del médico de la casa.

    ––Haced que entre el mensajero ––dijo Aramis fijando en el gobernador sus límpidos y serenos ojos.

    El mensajero entró, saludó y entregó el boletín.

    ––¡Cómo! ¡el segundo Bertaudiere está enfermo! ––exclamó con sorpresa el gobernador después de haber leído el boletín y levantado la cabeza.

    ––¿No decíais que vuestros presos gozaban todos de salud inmejorable? ––repuso Aramis con indolencia y bebiéndose un sorbo del moscatel, aunque sin apartar del gobernador la mirada.

    ––Si mal no recuerdo ––dijo Baisemeaux con temblorosa voz y después de haber despedido con ademán al criado; ––si mal no recuerdo, el párrafo dice: “A petición del preso”.

    ––Esto es ––respondió Aramis; pero ved qué quieren de vos. En efecto, en aquel instante un sargento asomó la cabeza por la puerta medio entornada.

    ––¿Qué más hay? ––exclamó el gobernador. ––No me dejarán diez minutos en paz?

    ––Señor gobernador ––dijo el sargento, ––el enfermo de la segunda Bertaudiere ha encargado a su llavero que os pida un confesor.

    En un tris estuvo que Bertaudiere no cayese por tierra.

    Aramis desdeñó el sosegarlo, como desdeñara el asustarlo.

    ––¿Qué respondo? ––prosiguió Baiseméaux.

    ––Lo que os guste ––dijo Aramis. ––Por ventura soy yo el gobernador de la Bastilla?

    ––Decid al preso que se proveerá ––exclamó el gobernador volviéndose hacia el sargento y despidiéndole con una seña. Luego añadió: ––¡Ah! monseñor, monseñor, ¿cómo pude sospechar... prever...?

    ––¿Quién os decía que sospecharais, ni quien os rogaba que previerais? ––replicó Aramis con desapego. ––La orden no sospecha, sabe y prevé: ¿no basta eso?

    ––¿Qué ordenáis? ––dijo el gobernador.

    ––Nada. No soy más que un pobre sacerdote, un simple confesor. ¿Me mandáis que vaya a visitar a vuestro enfermo?

    ––No os lo mando, monseñor, os lo ruego.

    ––Acompañadme, pues.

    continua

     
  15. mai^a

    mai^a My Garden

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    En la buhardilla
    Viernes, 28


    Ayer tarde fui con mi madre y mi hermana Silvia a llevar ropa
    blanca a la mujer necesitada recomendada por los periódicos.
    Yo llevé el paquete y mi hermana el periódico en que estaba
    el nombre y la dirección.

    Subimos hasta el último piso de una casa alta y entramos en
    un largo corredor al que daban muchas puertas de otras tantas
    viviendas. Mi madre llamó en la última, abriéndonos una mujer
    todavía joven, rubia y demacrada, que de inmediato parecióme
    haber visto otras veces, con el mismo pañuelo azul a la cabeza.

    -¿Es usted la del periódico? -preguntó mi madre.

    -Sí, señora; yo soy.

    -Pues mire, le traemos una poca ropa blanca. Aquí la tiene.

    La mujer no paraba de darnos las gracias y de bendecirnos.
    Mientras tanto vi en un rincón de la oscura y desnuda habitación
    a un chico arrodillado delante de una silla, de espaldas a nosotros,
    y que parecía estar escribiendo, como así era, efectivamente,
    teniendo el papel en la silla y el tintero en el suelo. ¿Cómo lograba
    escribir con tan escasísimaluz? Mientras pensaba esto para mí,
    reconocí de pronto los cabellos rubios y la chaqueta de fustán de
    Crossi, el hijo de la verdulera, el del brazo inmóvil.

    Se lo dije a mi madre mientras la mujer se hacía cargo de la ropa
    que le habíamos llevado.

    -¡Calla! -respondió mi madre-. Puede ser que se avergüence al ver
    que das una limosna a su madre; no le digas nada.

    Pero Crossi se volvió en aquel momento y yo no sabía qué hacer.
    Me dirigió una sonrisa, y entonces mi madre me dio un empujoncito
    para que lo abrazara. Lo abracé; él se levantó y me estrechó la
    mano.

    -Aquí me tiene -decía entretanto su madre a la mía- sola con este
    hijo. Mi marido hace seis años que se fue a América, y yo, por
    añadidura, enferma, sin poder ganar algún dinero vendiendo verdura.
    Ni siquiera dispongo de una mesa para que mi Luisito pueda trabajar
    con cierta comodidad. Cuando tenía en el portal el mostrador, por lo
    menos podía escribir sobre él; pero se lo llevaron. Como ve, hasta
    carecemos de luz suficiente para que estudie sin perder la vista.
    Y gracias que puedo enviarlo a la escuela porque el Ayuntamiento
    nos da los libros y demás material escolar. ¡Pobre hijo mío! ¡Tú, con
    tantas ganas de estudiar, y yo, infeliz de mí, nada puedo hacer por ti!

    Mi madre le dio cuanto dinero llevaba en el bolso, besó al muchacho
    y casi lloraba cuando salimos de la buhardilla. Tenía toda la razón
    cuando me dijo:

    -Ya ves en qué condiciones se ve obligado a trabajar ese chico. Tú
    disfrutas de todas las comodidades y aún te parece duro el estudio.
    ¡Ah, Enriquito! Más mérito hay en su trabajo de un solo día que en el
    tuyo de todo un año. ¡A él deberían darle los premios!