Re: ... de poetas, cuentos y leyendas Llanto y coplas . Al fin, una pulmonía mató a Don Guido, y están las campanas todo el día doblando por él: ¡din, don! murió don Guido, un señor de mozo muy jaranero, muy galán y algo torero; de viejo gran rezador. . Dicen que tuvo un serrallo este señor de Sevilla; que era diestro en manejar a caballo, y un maestro en refrescar manzanilla. . Cuando mermó su riqueza era su monotonía pensar que pensar debía en asentar la cabeza y asentóla de una manera española, que fue a casarse con una doncella de gran fortuna. . Y repintar sus blasones hablar de las tradiciones de su casa, a escándalos y amoríos poner tasa, sordina a sus desvaríos. . Gran pagano se hizo hermano de una santa cofradía; el jueves Santo salía, llevando un cirio en la mano --¡aquel trueno!-- vestido de nazareno. . Hoy nos dice la campana que han de llevarse mañana al buen Don Guido muy serio camino del cementerio. ¿Tu amor a los alamares y a las sedas y a los oros y a la sangre de los toros y al humo de los altares? . ¡Oh fin de una aristocracia! La barba canosa y lacia sobre el pecho; metido en tosco sayal las yertas manos en cruz, !tan formal! el caballero andaluz. Antonio Machado
Re: ... de poetas, cuentos y leyendas Joan Manuel Serrat - El Carrusel Del Futuro Cuando la llama de la fe se apague, y los doctores no hallen la causa de su mal, señoras y señores sigan la senda de los niños y el perfume a churros que en una nube de algodón dulce le espera el Furo. Goce la posibilidad de alborotar el barrio. Por tres pesetas puede ser bombero voluntario o galopar en sube y baja el mundo en un potrillo. Dos colorados tengo y uno tordillo. Suba usted, señor. Anímese. Cuelgue el pellejo en la acera. Súbase al tordillo de madera. Olvídese de lo que fue y de qué modo. Brínquese a la magia de pasar de todo. Móntese en el carrusel del Furo. Súbase. Dos boletos por un duro. No se sorprenda si al girar, la luna le hace un guiño, que un par de vueltas le dirán cómo alucina un niño. Le aplaudirán desde un balcón geranios y claveles y unos ojos que le llenaron de cascabeles. Enfúndese en los pantalones largos de su hermano y en la primera bocanada de humo americano que el aire será más azul y la noche más corta. Si no le cura, al menos, le reconforta. Señor, señor... Anímese. Cuelgue el pellejo en la acera. Súbase al tordillo de madera. Olvídese de lo que fue y de qué modo. Brínquese a la magia de pasar de todo. Móntese en el carrusel del Furo. Súbase. Dos boletos por un duro.
Re: ... de poetas, cuentos y leyendas Alejandro Dumas EL HOMBRE DE LA MASCARA DE HIERRO EL PRESO Después de la singular transformación de Aramis en confesor de la compañía, Baisemeaux dejó de ser el mismo hombre. Hasta entonces Herblay había sido para el gobernador un prelado a quien debía respeto, un amigo a quien le ligaba la gratitud; pero desde la revelación que acababa de trastornarle todas las ideas, Aramis fue el jefe, y él un inferior. Baisemeaux encendió por su propia mano un farol, llamó al carcelero, y se puso al las órdenes de Aramis. El cual se limitó a hacer con la cabeza un ademán que quería decir: “Está bien”, y con la mano una seña que significaba: “Marchad delante”. Baisemeaux echó a andar, y Aramis le siguió. La noche estaba estrellada; las pisadas de los tres hombres resonaban en las baldosas de las azoteas, y el retentín de las llaves que, colgadas del cinto, llevaba el llavero subía hasta los pisos de las torres como para recordar a los presos que no estaba en sus manos recobrar la libertad. Así llegaron al pie de la Bertaudiere los tres, y, silenciosamente, subieron hasta el segundo piso, Baisemeaux, si bien obedecía, no lo hacía con gran solicitud, ni mucho menos. Por fin llegaron a la puerta, y el llavero abrió inmediatamente. ––No está escrito que el gobernador oiga la confesión del preso ––dijo Aramis cerrando el paso al Baisemeaux, en el acto de ir a entrar aquél en el calabozo. Baisemeaux se inclinó y dejó pasar a Aramis, que tomó el farol de manos del llavero y entró; luego hizo una seña para que tras él cerraran la puerta. Herblay permaneció por un instante en pie y con el oído atento, escuchando si Baisemeaux y el llavero se alejaban; luego, cuando estuvo seguro de que aquéllos habían salido de la torre, dejó el farol en la mesa y miró a todas partes. En una cama de sarga verde, exactamente igual a las demás camas de la Bastilla, aunque más nueva, y bajo amplias y medio corridas colgaduras, descansaba el joven con quien ya hemos hecho hablar una vez a Herblay. Según el uso de la prisión, el cautivo estaba sin luz desde el toque de queda, en lo cual se echa de ver de cuántos miramientos gozaba el preso, pues tenía el privilegio de conservar la vela encendida hasta el momento que va dicho. Junto a la cama había un sillón de baqueta, y, en él, ropas flamantes; arrimada a la ventana, se veía una mesita sin libros ni recado de escribir, pero cubierta de platos, que en lo llenos demostraban que el preso había probado apenas su última comida. Continua
Re: ... de poetas, cuentos y leyendas SONETO SOBRE LA LIBERTAD HUMANA Qué hermosa eres, libertad. No hay nada que te contraste. ¿Qué? Dadme tormento. Más brilla y en más puro firmamento libertad en tormento acrisolada. ¿Que no grite? ¿Mordaza hay preparada? Venid: amordazad mi pensamiento. Grito no es vibración de ondas al viento: grito es conciencia de hombre sublevada. Qué hermosa eres, libertad. Dios mismo te vio lucir, ante el primer abismo sobre su pecho, solitaria estrella. Una chispita del volcán ardiente tomó en su mano. Y te prendió en mi frente, libre llama de Dios, libertad bella. Dámaso Alonso
Re: ... de poetas, cuentos y leyendas LA NORIA La tarde caía triste y polvorienta. El agua cantaba su copla plebeya en los cangilones de la noria lenta. Soñaba la mula ¡pobre mula vieja!, al compás de sombra que en el agua suena. La tarde caía triste y polvorienta. Yo no sé qué noble, divino poeta, unió a la amargura de la eterna rueda la dulce armonía del agua que sueña, y vendó tus ojos, ¡pobre mula vieja!... Mas sé que fue un noble, divino poeta, corazón maduro de sombra y de ciencia. Antonio Machado
Re: ... de poetas, cuentos y leyendas RETRATO Mi infancia son recuerdos de un patio de Sevilla, y un huerto claro donde madura el limonero; mi juventud, veinte años en tierras de Castilla; mi historia, algunos casos que recordar no quiero. Ni un seductor Mañara, ni un Bradomín he sido —ya conocéis mi torpe aliño indumentario—, más recibí la flecha que me asignó Cupido, y amé cuanto ellas puedan tener de hospitalario. Hay en mis venas gotas de sangre jacobina, pero mi verso brota de manantial sereno; y, más que un hombre al uso que sabe su doctrina, soy, en el buen sentido de la palabra, bueno. Adoro la hermosura, y en la moderna estética corté las viejas rosas del huerto de Ronsard; mas no amo los afeites de la actual cosmética, ni soy un ave de esas del nuevo gay-trinar. Desdeño las romanzas de los tenores huecos y el coro de los grillos que cantan a la luna. A distinguir me paro las voces de los ecos, y escucho solamente, entre las voces, una. ¿Soy clásico o romántico? No sé. Dejar quisiera mi verso, como deja el capitán su espada: famosa por la mano viril que la blandiera, no por el docto oficio del forjador preciada. Converso con el hombre que siempre va conmigo —quien habla solo espera hablar a Dios un día—; mi soliloquio es plática con ese buen amigo que me enseñó el secreto de la filantropía. Y al cabo, nada os debo; debéisme cuanto he escrito. A mi trabajo acudo, con mi dinero pago el traje que me cubre y la mansión que habito, el pan que me alimenta y el lecho en donde yago. Y cuando llegue el día del último vïaje, y esté al partir la nave que nunca ha de tornar, me encontraréis a bordo ligero de equipaje, casi desnudo, como los hijos de la mar. Antonio Machado, 1906
Re: ... de poetas, cuentos y leyendas Alejandro Dumas EL HOMBRE DE LA MASCARA DE HIERRO Capitulo6 Aramis vio, tendido en la cama y en posición supina, al joven, que tenía el rostro escondido en parte por los brazos. La llegada del visitador no hizo cambiar de postura al preso, que esperaba o dormía. Aramis encendió la vela con ayuda del farol, apartó con cuidado el sillón y se acercó al la cama con muestras visibles de interés y de respeto. ––¿Qué quieren de mí? ––preguntó el joven levantando la cabeza. ––¿No habéis pedido un confesor? ––Sí. ––¿Porque estáis enfermo? ––Sí. ––¿De gravedad? ––Gracias ––repuso el joven fijando en Aramis una mirada penetrante. Y tras un instante de silencio, agregó: Ya os he visto otra vez. Aramis hizo una reverencia. Indudablemente el examen que acababa de hacer al preso, aquella revelación de su carácter frío, astuto y dominador, impreso en la fisonomía del obispo de Vannes, era poco tranquilizador en la situación del joven, pues añadió: ––Estoy mejor. ––¿Así pues?... ––preguntó Aramis. ––Siguiendo mejor, me parece que no tengo necesidad de confesarme. ––¿Ni del cilicio de que os habla el billete que habéis encontrado en vuestro pan? El preso se estremeció. ––¿Ni del sacerdote de la boca del cual debéis oír una revelación importante? ––prosiguió Aramis. ––En este caso ya es distinto ––dijo el joven dejándose caer nuevamente sobre su almohada. Aramis miró con más atención al preso y quedó asombrado al ver aquel aire de majestad sencillo y desembarazado que no se adquiere nunca si Dios no lo infunde en la sangre o en el corazón. ––Sentaos, caballero ––dijo el preso. ––¿Qué tal encontráis la Bastilla? ––preguntó Herblay inclinándose y después de haber obedecido. ––Muy bien. ––¿Padecéis? ––No. ––¿Deseáis algo? ––Nada ––¿Ni la libertad? ––¿A qué llamáis libertad? ––preguntó el preso con acento de quien se prepara a una lucha. ––Doy el nombre de libertad a las flores, al aire, a la luz, a las estrellas, a la dicha de ir adonde os conduzcan vuestras nerviosas piernas de veinte años. ––Mirad ––respondió el joven dejando vagar por sus labios una sonrisa que tanto podía ser de resignación como de desdén, ––en ese vaso del Japón tengo dos lindísimas rosas, tomadas en capullo ayer tarde en el jardín del gobernador; esta mañana han abierto en mi presencia su encendido cáliz, y por cada pliegue de sus hojas han dado salida al tesoro de su aroma, que ha embalsamado la estancia. Mirad esas dos rosas: son las flores más hermosas ¿Porqué he de desear yo otras flores cuando poseo las más incomparables? Aramis miró con sorpresa al joven. ––Si las flores son la libertad, ––continuó con voz triste el cautivo, ––gozo de ella, pues poseo las flores. ––Pero ¿y el aire? ––exclamó Herblay, ––¿el aire tan necesario a la vida? ––Acercaos a la ventana, ––prosiguió el preso; ––está abierta. Entre el cielo y la tierra, el viento agita sus torbellinos de nieve, de fuego, de tibios vapores o de brisas suaves. El aire que entra por esa ventana me acaricia el rostro cuando, subido yo a ese sillón, sentado en su respaldo y con el brazo en torno del barrote que me sostiene, me figuro que nado en el vacío. ––¿Y la luz? ––preguntó Aramis, cuya frente iba nublándose. ––Gozo de otra mejor, ––continuó; el preso; ––gozo del sol, amigo que viene a visitarme todos los días sin permiso del gobernador, sin la compasión del carcelero. Entra por la ventana, traza en mi cuarto un grande y largo paralelogramo que parte de aquélla y llega hasta el fleco de las colgaduras de mi cama. Aquel paralelogramo se agranda desde las diez de la mañana hasta mediodía, y mengua de una a tres, lentamente como si le pesara apartarse de mí tanto cuanto se apresura en venir a verme. Al desaparecer su último rayo, he gozado de su presencia cuatro horas. ¿Por ventura no me basta eso? Me han dicho que hay desventurados que excavan canteras y obreros que trabajan en las minas, que nunca ven el sol. Aramis se enjugó la frente. ––Respecto de las estrellas, tan gratas a la mirada, ––continuó el joven, ––aparte el brillo y la magnitud, todas se parecen. Y aun en ese punto salgo favorecido; porque de no haber encendido vos esa bujía, podíais haber visto lo hermosa estrella que veía yo desde mi cama antes de llegar vos, y de la cual me acariciaba los ojos la irradiación. Aramis, envuelto en la amarga oleada de siniestra filosofía que forma la religión del cautiverio, bajó la cabeza. ––Eso en cuanto a las flores, al aire, a la luz y a las estrellas, ––prosiguió el joven con la misma tranquilidad. ––Respecto del andar, cuando hace buen tiempo me paseo todo el día por el jardín del gobernador, por este aposento si llueve, al fresco si hace calor, y si hace frío, lo hago al amor de la lumbre de mi chimenea. ––Y con expresión no exenta de amargura, el preso añadió: ––Creedme, caballero, los hombres han hecho por mí cuanto puede esperar y anhelar un hombre. ––Admito en cuanto a los hombres, ––replicó Aramis levantando la cabeza; ––pero creo que os olvidáis de Dios. ––En efecto, me he olvidado de Dios, ––repuso con la mayor calma el joven; ––pero ¿por qué me decís eso? ¿A qué hablar de Dios a los cautivos? Aramis miró de frente a aquel joven extraordinario, que a la resignación del mártir añadía la sonrisa del ateo, y dijo con acento de reproche. ––¿Por ventura no está Dios presente en todo? ––Al fin de todo, ––arguyó con firmeza el preso. ––Concedido, ––repuso Aramis: ––pero volvamos al punto de partida. ––Eso pido. ––Soy vuestro confesor. ––Ya lo sé. ––Así pues, como penitente mío, debéis decirme la verdad. ––Estoy dispuesto a decírosla. ––Todo preso ha cometido el crimen a consecuencia del cual lo han reducido a prisión. ¿Qué crimen habéis cometido vos? ––Ya me hicisteis la misma pregunta la primera vez que me visteis, ––contestó el preso. ––Y entonces eludisteis la respuesta, como ahora la eludís. ––¿Y por qué opináis que ahora voy a responderos? ––Porque soy vuestro confesor. ––Pues bien, si queréis que os diga qué crimen he cometido, explicadme qué es crimen. Yo, por mi parte, sé deciros que no acusándome de nada mi conciencia, no soy criminal. ––A veces uno es criminal a los ojos de los grandes de la tierra, no sólo porque ha cometido crímenes, sino también porque sabe que otros los han cometido. ––Comprendo, ––repuso tras un instante de silencio el joven y después de haber escuchado con atención profunda; ––decís bien, caballero; mirado desde ese punto de vista, podría muy bien ser que yo fuese criminal a los ojos de los magnates. ––¡Ah! ¿conque sabéis algo? ––preguntó Aramis. ––Nada sé, ––respondió el joven; ––pero en ocasiones medito, y al meditar me digo... ––¿Que? ––Que de continuar en mis meditaciones, una de dos, o me volvía loco, o adivinaría muchas cosas. ––¿Y qué hacéis? ––preguntó Aramis con impaciencia. ––Paro el vuelo de mi mente. ––¡Ah! ––Sí, porque se me turba la cabeza, me entristezco, me invade el tedio, y deseo... ––¿Qué? ––No lo sé, porque no quiero que me asalte el deseo de cosas que no poseo, cuando estoy tan contento con lo que tengo. ––¿Teméis la muerte? ––preguntó Herblay con inquietud. ––Sí, ––respondió el preso sonriéndose. ––Pues si teméis la muerte, ––repuso Aramis estremeciéndose ante la fría sonrisa de su interlocutor, ––es señal de que sabéis más de lo que no queréis dar a entender. ¿Por qué soy yo quien ahora hablo, y vos quien se calla, ––replicó el cautivo, ––cuando habéis hecho que os llamara a mi lado, y habéis entrado prometiéndome hacerme tantas revelaciones? Ya que los dos estamos cubiertos con una máscara, o continuamos ambos con ella puesta, o arrojémosla los dos a un tiempo. ––Vamos a ver, ¿sois ambicioso? ––¿Qué es ambición? ––preguntó el joven. ––Un sentimiento que impele al hombre a desear más de lo que posee. ––Ya os he manifestado que estoy contento, pero quizás me engaño. Ignoro qué es ambición, pero está en lo posible que la tenga. Explicaos, ilustradme. ––Ambicioso es aquel que codicia más que lo que le proporciona su estado. ––Eso no va conmigo, ––dijo el preso con firmeza que hizo estremecer nuevamente al obispo de Vannes. Aramis se calló; pero al ver las inflamadas pupilas, la arrugada frente y la reflexiva actitud del cautivo, conocíase que éste esperaba algo más que el silencio. ––La primera vez que os vi, ––dijo Herblay hablando por fin, ––mentisteis. ––¡Que yo mentí! ––exclamó el preso incorporándose, y con voz tal y tan encendidos ojos, que Aramis retrocedió a su pesar. ––Quiero decir, ––prosiguió Aramis, ––que me ocultasteis lo que de vuestra infancia sabíais. Cada cual es dueño de sus secretos, caballero, y no debe haber almoneda de ellos ante el primer advenedizo. Es verdad, ––contestó Aramis inclinándose profundamente, ––perdonad; pero ¿todavía hoy soy para vos un advenedizo? Os suplico que me respondáis, “monseñor”. Este titulo causó una ligera turbación al preso; sin embargo, pareció no admirarse de que se lo diesen. ––No os conozco, caballero, ––repuso el joven. ––¡Ah! Sí yo me atreviera, ––dijo Herblay, ––tomaría vuestra mano y os la besaría. El cautivo hizo un ademán como para dar la mano a Aramis, pero el rayo que emanó de sus pupilas se apagó en el borde de sus párpados, y su mano se retiró fría y recelosa. ––¡Besar la mano de un preso! ––dijo el cautivo moviendo la cabeza; ––¿para qué? ––¿Por qué me habéis dicho que aquí os encontrabais bien, ––preguntó Aramis, ––que a nada aspirabais? En una palabra, ¿por qué, al hablar así, me vedáis que a mi vez sea franco? De las pupilas del joven emanó un tercer rayo; pero, como las dos veces anteriores, se apagó sin más consecuencias. ––¿Receláis de mí? ––preguntó el prelado. ––¿Por qué recelaría de vos? ––Por una razón muy sencilla, y es que si vos sabéis lo que debéis saber, debéis recelar de todos. ––Entonces no os admire mi desconfianza, pues suponéis que sé lo que ignoro. ––Me hacéis desesperar, monseñor, ––exclamó Aramis asombrado de tan enérgica resistencia y descargando el puño sobre su sillón. ––Y yo no os comprendo. ––Haced por comprenderme. El preso clavó la mirada en su interlocutor. En ocasiones, ––prosiguió Herblay, ––pienso que tengo ante mí al hombre a quien busco... y luego... ––El hombre ese que decís, desaparece, ¿no es verdad? ––repuso el cautivo sonriéndose. ––Más vale así. ––Decididamente nada tengo que decir a un hombre que desconfía de mí hasta el punto que vos, ––dijo Aramis levantándose. ––Y yo, ––replicó en el mismo tono el joven, ––nada tengo que decir al hombre que se empeña en no comprender que un preso debe recelar de todo. ––¿Aun de sus antiguos amigos? Es un exceso de prudencia, monseñor. ––¿De mis antiguos amigos, decís? ¡Qué! ¿vos sois uno de mis antiguos amigos? ––Vamos a ver, ––repuso Herblay,––¿por ventura ya no recordáis haber visto en otro tiempo, en la aldea donde pasasteis vuestra primera infancia...? ––¿Qué nombre tiene esa aldea? ––preguntó el preso. ––Noisy-le-Sec, monseñor, ––respondió Aramis con firmeza. ––Proseguid, ––dijo el cautivo sin que su rostro afirmase o negase. ––En definitiva, monseñor, ––repuso el obispo, ––si estáis resuelto a obrar como hasta aquí, no sigamos adelante. He venido para haceros sabedor de muchas cosas, es cierto; pero cumple por vuestra parte me demostréis que deseáis saberlas. Convenid en que antes de que yo hablase, antes de que os diese a conocer los importantes secreto de que soy depositario, debíais haberme ayudado, si no con vuestra franqueza, a lo menos con un poco de simpatía, ya que no confianza. Ahora bien, como os habéis encerrado en una supuesta ignorancia que me paraliza... ¡Oh! no, no me paraliza en el concepto que vos imagináis; porque por muy ignorante que estéis, por mucha que sea la indiferencia que finjáis, no dejáis de ser lo que sois, monseñor, y no hay poder alguno, ¿lo oís bien? no hay poder alguno capaz de hacer que no lo seáis. ––Os ofrezco escucharos con paciencia, ––replicó el preso. ––Pero me parece que me asiste el derecho de repetir la pregunta que ya os he dirigido: ¿Quién sois? ––¿Recordáis haber visto, hace quince o diez y ocho años en Noisy-le-Sec, a un caballero que venía con una dama, usualmente vestida de seda negra y con cintas rojas en los cabellos? ––Sí, ––respondió el joven, ––y recuerdo también que una vez pregunté cómo se llamaba aquél caballero, a lo cual me respondieron que era el padre Herblay. Por cierto que me admiró que el tal padre tuviese un aire tan marcial, y así lo expuse, y me dijeron que no era extraña tal circunstancia, supuesto que el padre Herblay había sido mosquetero de Luis XIII. ––Pues bien, ––dijo Aramis, ––el mosquetero de Luis XIII, el sacerdote de Noisy-le-Sec, el que después fue obispo de Vannes y es hoy vuestro confesor, soy yo. ––Lo sé, os he conocido. ––Pues bien, monseñor, si eso sabéis, debo añadir algo que ignoráis, y es que si el rey fuese sabedor de la presencia en este calabozo de aquel mosquetero, de aquel sacerdote, de aquel obispo, de vuestro confesor de hoy, esta noche, mañana a más tardar, el que todo lo ha arrostrado para llegar hasta vos, vería relucir el hacha del verdugo en un calabozo más negro y más escondido que el vuestro. Al escuchar estas palabras dichas con firmeza, el cautivo volvió a incorporarse, fijó con avidez creciente sus ojos en los de Aramis, y, al parecer, cobró alguna confianza, pues dijo: ––Sí, lo recuerdo claramente. La mujer de quien me habéis hablado vino una vez con vos, y otras dos veces con la mujer... ––Con la mujer que venía a veros todos los meses, ––repuso Herblay al ver que el preso se interrumpía. ––Esto es. ––¿Sabéis quién era aquella dama? ––Sé que era una dama de la corte, ––respondió el cautivo dilatándosele las pupilas. ––¿La recordáis claramente? ––Respecto del particular, mis recuerdos no pueden ser confusos: vi una vez a aquella la dama acompañada de un hombre que frisaba en los cuarenta y cinco; otra vez en compañía de vos y de la dama del vestido negro y de las cintas rojas, y luego otras dos veces con esta última. Aquellas cuatro personas, mi ayo, la vieja Peronnette, mi carcelero y el gobernador, son las únicas con quienes he hablado en mi vida, y puede decirse las únicas que he visto. ––¿Luego en Noisy-le-Sec estabais preso? ––Sí aquí lo estoy, allí gozaba de libertad relativa, por más que fuese muy restringida. Mi prisión en Noisy-le-Sec la formaban una casa de la que nunca salí, y un gran huerto rodeado de altísima cerca; huerto y casa que vos conocéis, pues habéis estado en ellos. Por lo demás, acostumbrado a vivir en aquel cercado y en aquella casa, nunca deseé salir de ellos. Así pues, ya comprendéis que no habiendo visto el mundo, nada puedo desear, y que si algo me contáis, no tendréis más remedio que explicármelo. ––Tal es mi deber, y lo cumpliré, monseñor, ––dijo Aramis haciendo una inclinación con la cabeza, ––Pues empezad por decirme quién era mi ayo. ––Un caballero bondadoso y sobre todo honrado, a la vez preceptor de vuestro cuerpo y de vuestra alma. De fijo que nunca os dio ocasión de quejaros. ––Nunca, al contrario; pero como me dijo más de una vez que mis padres habían muerto, deseo saber si mintió al decírmelo o si fue veraz. Se veía obligado a cumplir las órdenes que le habían dado. ––¿Luego mentía? ––En parte, pero no respecto de vuestro padre. ––¿Y mi madre? ––Está muerta para vos. ––Pero vive para los demás. ¿no es así? ––Sí, monseñor. ––¿Y yo estoy condenado a vivir en la oscuridad de una prisión? ––exclamó el joven mirando de hito en hito a Herblay. ––Tal creo, monseñor, ––respondió Aramis exhalando un suspiro. ––¿Y eso porque mi presencia en la sociedad revelaría un gran secreto? ––Si, monseñor. ––Para hacer encerrar en la Bastilla a un niño, como era yo cuando me trasladaron aquí, es menester que mi enemigo sea muy poderoso. ––Lo es. ––¿Más que mi madre, entonces? . ––¿Por qué me dirigís esa pregunta? ––Porque, de lo contrario, mi madre me habría defendido. Sí, es más poderoso que vuestra madre ––respondió el prelado tras un instante de vacilación. ––Cuando de tal suerte me arrebataron mi nodriza y mi ayo, y de tal manera me separaron de ellos, es señal de que ellos o yo constituíamos un peligro muy grande para mi enemigo. ––Peligro del cual vuestro enemigo se libró haciendo desaparecer al ayo y a la nodriza, ––dijo Aramis con tranquilidad. ––¡Desaparecer! ––exclamó el preso. ––Pero, ¿de qué modo desaparecieron? ––Del modo más seguro, ––respondió el obispo; ––muriendo. ––¿Envenenados? ––preguntó el cautivo palideciendo ligeramente y pasándose por el rostro una mano tembloroso. ––Envenenados. Continua
Re: ... de poetas, cuentos y leyendas Alejandro Dumas EL HOMBRE DE LA MASCARA DE HIERRO Capitulo 6 ––Fuerza es que mi enemigo sea muy cruel. O que la necesidad le obligue de manera inflexible, para que aquellas dos inocentes criaturas, mis únicos apoyos, hayan sido asesinados en el mismo día; porque mi ayo y mi nodriza nunca habían hecho mal a nadie. ––En vuestra casa la necesidad es dura, monseñor, y ella es también la que me obliga con profundo pesar mío, a decirss que vuestro ayo y vuestra nodriza fueron asesinados. ––¡Ah! ––exclamó el joven frunciendo las cejas, ––no me decís nada que yo no sospechara. ––¿Y en qué fundabais vuestras sospechas? ––Voy a decíroslo. El joven se apoyó en los codos y aproximó su rostro al rostro de Aramis con tanta expresión de dignidad, de abnegación, y aun diremos de reto, que el obispo sintió cómo la electricidad del entusiasmo subía de su marchitado corazón y en abrasadoras chispas a su cráneo duro como el acero. ––Hablad, monseñor, ––repuso Herblay. Ya os he manifestado que expongo mi vida hablándoos, pero por poco que mi vida valga, os suplico la recibáis como rescate da la vuestra. ––Pues bien escuchad por qué sospeché que habían asesinado a mi nodriza y a mi ayo... ––A quien vos dabais título de padre. ––Es verdad, pero yo ya sabía que no lo era mío. ––¿Qué os hizo suponer?... ––Lo mismo que me da suponer que vos no sois mi amigo: el respeto excesivo. ––Yo no aliento el designio de ocultar la realidad. El joven hizo una señal con la cabeza y prosiguió: ––Es indudable que yo no estaba destinado a permanecer encerrado eternamente, y lo que así me lo da a entender, sobre todo en este instante, es el cuidado que se tomaron en hacer de mí un caballero lo más cumplido. Mi ayo me enseñó cuanto él sabía, esto es, matemáticas, nociones de geometría, astronomía esgrima y equitación. Todas las mañanas me ejercitaba en la esgrima en una sala de la planta baja, y montaba a caballo en el huerto. Ahora bien, una calurosa mañana de verano me dormí en la sala de armas, sin que hasta entonces el más pequeño indicio hubiese venido a instruirme o a despertar mis sospechas, a no ser el respeto del ayo. Vivía como los niños, como los pájaros y las plantas, de aire y de sol, por más que hubiese cumplido los quince. ––¿Luego hace de eso ocho años? ––Poco más o menos: se me ha olvidado ya la medida del tiempo. ––¿Qué os decía vuestro ayo para estimularos al trabajo? ––Que el hombre debe procurar crearse en la tierra una fortuna que Dios le ha negado al nacer; que yo, pobre, huérfano y oscuro, no podía contar más que conmigo mismo, toda vez que no había ni habría quien se interesara por mí... Como os decía, pues, estaba yo en la sala de armas, donde, fatigado por mi lección de esgrima, me dormí. Mi ayo estaba en el piso primero, en su cuarto situado verticalmente sobre el mío. De improviso llegó al mí una exclamación apagada, como si la hubiese proferido mi ayo, y luego oí que éste llamaba a Peronnette, mi nodriza, que indudablemente se hallaba en el huerto, pues mi ayo descendió precipitadamente la escalera. Inquieto por su inquietud, me levanté. Mi ayo abrió la puerta que ponía en comunicación el vestíbulo con el huerto, y siguió llamando a Peronnette... Las ventanas de la sala de armas daban al patio, y en aquel instante tenían cerrados los postigos; pero al través de una rendija de uno de ellos, vi cómo mi ayo se acercaba a un gran pozo situado casi debajo de las ventanas de su estudio, se asomaba al brocal, miraba hacia abajo, y hacía desacompasados ademanes, al tiempo que volvía a llamar a Peronnette. Ahora bien, como yo, desde el sitio en que estaba atisbando, no sólo podía ver, sino también oír, vi y oí. ––Hacedme la merced de continuar, monseñor, ––dijo Herblay. ––Mi ayo, al ver a mi nodriza; que acudió a sus voces, salió a su encuentro, la asió del brazo, tiró vivamente de ella hacia el brocal, y en cuanto los dos estuvieron asomados al pozo, dijo mi ayo: “––Mirad, mirad, ¡qué desventura! “––Sosegaos, por dios, ––repuso mi nodriza. ––¿qué pasa? “––Aquella carta. ––exclamó mi ayo tendiendo la mano hacia el fondo del pozo, ––¿veis aquella carta? “––Qué carta? ––preguntó mi nodriza. “––La carta que veis nadando en el agua es la última que me ha escrito la reina. “Al oír yo la palabra “reina”, me estremecí de los pies a la cabeza. ¡Conque, dije entre mí, el que pasa por mi padre, el que incesantemente me recomienda la modestia y la humildad, está en correspondencia con la reina! “––¿La última carta de Su Majestad? ––dijo mi nodriza, como si no le hubiese causado emoción alguna el ver aquella carta en el fondo del pozo. ––¿Cómo ha ido al parar allí? “––Una casualidad. señora Peronnette, ––respondió mi ayo. ––Al entrar en mi cuarto he abierto la puerta, y como también estaba abierta la ventana, se formado una corriente de aire que ha hecho volar un papel. Yo, al ver el papel, he conocido en él la carta de la reina, y me he asomado apresuradamente a la ventana lanzando un grito; el papel ha revoloteado por un instante en el aire y ha caído en el pozo. “––Pues bien, ––objetó la nodriza, ––es lo mismo que si estuviese quemada, y como la reina cada vez que viene quema sus cartas... “¡Cada vez que viene! murmuré, ––dijo el preso. Y fijando la mirada en Aramis, añadió: ––¿Luego aquella mujer que venía a verme todos los meses era la reina? Aramis hizo una señal afirmativa con la cabeza. ––“Bien, sí, ––repuso mi ayo, ––pero esa carta encerraba instrucciones, y ¿como voy yo ahora a cumplirlas? “––¡Ah! la reina no querrá creer en este incidente, ––dijo el buen sujeto moviendo la cabeza; ––pensará que me he propuesto conservar la carta para convertirla en un arma. ¡Es tan recelosa y el señor de Mazarino tan...! Ese maldito italiano es capaz de hacernos envenenar a la primera sospecha. Aramis movió casi imperceptiblemente la cabeza y se sonrió. ––“¡Son tan suspicaces en todo lo que se refiere a Felipe! ––continuó mi ayo. “Felipe es el nombre que me daban, ––repuso el cautivo interrumpiendo su relato. Luego prosiguió: “––Pues no hay que titubear, ––repuso la señora Peronnette; ––es preciso que alguien baje al pozo. “––¡Para que el que saque la carta la lea al subir! ––Hagamos que baje algún aldeano que no sepa leer así estaréis tranquilo. “––Bueno ––dijo mi ayo; ––pero el que baje al pozo ¿no va a adivinar la importancia de un papel por el cual se arriesga la vida de un hombre? Con todo eso acabáis de inspirarme una idea, señora Peronnette; alguien va a bajar al pozo, es verdad, pero ese alguien soy yo. “Pero al oír semejante proposición, mi nodriza empezó a llorar de tal suerte y a proferir tales lamentos; suplicó con tales instancias al anciano caballero, que éste le prometió buscar una escalera de mano bastante larga para poder bajar hasta el pozo, mientras ella se llegaba al cortijo en solicitud de un mozo decidido, al cual darían a entender que había caído, envuelta en un papel, una alhaja en el agua. “––Y como el papel, ––añadió mi ayo, ––en el agua se desdobla, no causará extrañeza el encontrar la carta abierta. “––Quizás ya se haya borrado, ––objetó mi nodriza. “––Poco importa, con tal que la recuperemos. La reina, al entregársela, verá que no la hemos traicionado, y, por consiguiente, Mazarino no desconfiará, ni nosotros tendremos que temer de él. “En tomando esta resolución, mi ayo y mi nodriza se separaron. Yo volví al cerrar el postigo, y, al ver que mi ayo se disponía a entrar de nuevo, me recosté en mis almohadones, pero zumbándome los oídos a causa de lo que acababa de oír. Pocos segundos después mi ayo entreabrió la puerta y, al verme recostado en los almohadones, volvió a cerrarla poquito al poco en la creencia de que yo estaba adormecido. Apenas cerrada la puerta, volví a levantarme, y, prestando oído atento, oí como se alejaba el rumor de las pisadas. Luego me volví a mi postigo, y vi salir a mi ayo y a mi nodriza, que me dejaron solo. Entonces, y sin tomarme siquiera la molestia de atravesar el vestíbulo, salté por la ventana, me acerqué apresuradamente al pozo, y, como mi ayo, me asomé a él y vi algo blanquecino y luminoso que temblequeaba en los trémulos círculos de la verdosa agua. Aquel brillante disco me fascinaba y me atraía; mis ojos estaban fijos, y mi respiración era jadeante; el pozo me aspiraba con su ancha boca, y su helado aliento, y me parecía leer allá en el fondo del agua, caracteres de fuego trazados en el papel que había tocado la reina. Entonces, inconscientemente, animado por uno de esos arranques instintivos que nos empujan a las pendientes fatales, até una de las extremidades de la cuerda al hierro del pozo, dejé colgar hasta flor de agua el cubo, cuidando de no tocar el papel, que empezaba a tomar un color verdoso, prueba evidente de que iba sumergiéndose, y tomando un pedazo de lienzo mojado para no lastimarme las manos, me deslicé al abismo. Al verme suspendido encima de aquella agua sombría, y al notar que el cielo iba achicándose encima de mi cabeza, se apoderó de mí el vértigo y se me erizaron los cabellos; pero mi voluntad fue superior a mi terror y a mi malestar. Así llegué hasta el agua y, sosteniéndome con una mano, me zambullí resueltamente en ella y tomé el precioso papel, que se partió en dos entre mis dedos. Ya en mi poder la carta, la escondí en mi pechera, y ora haciendo fuerza con los pies en las paredes del pozo, era sosteniéndome con las manos, vigoroso, ágil, y sobre todo apresurado, llegué al brocal, que quedó completamente mojado con el agua que chorreaba de la parte inferior de mi cuerpo. Una vez fuera del pozo con mi botín, me fui á lo último del huerto, con la intención de refugiarme en una especie de bosquecillo que allí había, pero no bien senté la planta en mi escondrijo, sonó la campana de la puerta de entrada. Acababa de regresar mi ayo. Entonces calculé que me quedaban diez minutos antes que aquél pudiese dar conmigo, si, adivinando, dónde estaba yo, venía directamente a mí, y veinte si se tomaba la molestia de buscarme, lo cual era más que suficiente para que yo pudiese leer la preciosa carta, de la que me apresuré a juntar los fragmentos. Los caracteres empezaban a borrarse, pero a pesar de ello conseguí descifrarlos. ––¿Qué decía la carta aquella, monseñor? ––preguntó Aramis vivamente interesado. ––Lo bastante para darme a entender que mi ayo era noble, y que mi nodriza, si bien no dama de alto vuelo, era más que una sirvienta; y, por último, que mi cuna era ilustre, toda vez que la reina Ana de Austria y el primer ministro Mazarino me recomendaban de tan eficaz manera. ––¿Y qué sucedió? ––preguntó Herblay, al ver que el cautivo se callaba, por la emoción. ––Lo que sucedió fue que el obrero llamado por mi ayo no encontró nada en el pozo, por más que buscó; que mi ayo advirtió que el brocal estaba mojado, que yo no me sequé lo bastante al sol; que mi nodriza reparó que mis ropas estaban húmedas, y, por último, que el fresco del agua y la conmoción que me causó el descubrimiento, me dieron un calenturón tremendo seguido de un delirio, durante el cual todo lo dije, de modo que, guiado por mis propias palabras, mi ayo encontró bajo mi cabecera los dos fragmentos de la carta escrita por la reina. ––¡Ah! ahora comprendo, ––exclamó Aramis. ––Desde aquel instante no puedo hablar sino por conjeturas. Es indudable que mi pobre ayo y mi desventurada nodriza, no atreviéndose a guardar el secreto de lo que pasó, se lo escribieron a la reina, enviándole al mismo tiempo los pedazos de la carta. ––Después de lo cual os arrestaron y os trasladaron a la Bastilla. ––Ya lo veis. ––Y vuestros servidores desaparecieron. ––¡Ay sí. ––Dejemos a los muertos, ––dijo el obispo de Vannes, ––y veamos qué puede hacerse con el vivo. ¿No me habéis dicho que estabais resignado? ––Y os lo repito. ––¿Sin que os importe la libertad? ––Sí. ––¿Y que nada ambicionabais ni deseabais? ¡Qué! ¿os callais? ––Ya he hablado más que suficiente, ––respondió el preso. ––Ahora os toca a vos. Estoy fatigado. ––Voy a obedeceros, ––repuso Aramis. Se recogió mientras su fisonomía tomaba una expresión de solemnidad profunda. Se veía que había llegado al punto culminante del papel que fuera a representar en la Bastilla. ––En la casa en que habitabais, ––dijo por fin Herblay, ––no había espejo alguno, ¿no es verdad? ––¿Espejo? No entiendo qué queréis decir, ni nunca oí semejante palabra, ––repuso el joven. ––Se da el nombre de espejo al un mueble que refleja los objetos, y permite, verbigracia, que uno vea las facciones de su propia imagen en un cristal preparado, como vos veis las mías a simple vista. ––No, no había en la casa espejo alguno. ––Tampoco lo hay aquí, ––dijo Aramis después de haber mirado a todas partes; ––veo que en la Bastilla se han tomado las mismas precauciones que en Noisy-le-Sec. ––¿Con qué fin? ––Luego lo sabréis. Me habéis dicho que os habían enseñado matemáticas, astronomía, esgrima y equitación; pero no me habéis hablado de historia. Continua
Re: ... de poetas, cuentos y leyendas Luis XIV el rey que según cuenta la leyenda mantuvo cautivo al extraño prisionero prohibiéndole todo contacto con el mundo exterior. Fue revelado por Voltaire en 1751
Re: ... de poetas, cuentos y leyendas La escuela Viernes, 28 Sí, querido Enrique, el estudio te resulta pesado, como dice tu madre; no te veo ir a la escuela con la resolución y la cara sonriente que yo quisiera. Aún te haces algo el remolón. Pero mira, piensa un poco en lo vana y despreciable que sería tu jornada si no fueses a la escuela. Al cabo de una semana pedirías de rodillas volver a ella, harto de aburrimiento, avergonzado, cansado de tus juguetes y de no hacer nada provechoso. Ahora, Enrique, todos estudian. Piensa en los obreros, que van por la noche a clase, después de haber trabajado todo el día; en las mujeres, en las muchachas del pueblo, que acuden a la escuela los domingos, tras una semana de fatigas; en los soldados, que echan mano de libros y cuadernos cuando regresan, rendidos, de sus ejercicios y de las maniobras; piensa en los niños mudos y ciegos que, sin embargo, también estudian; y hasta en los presos, que asimismo aprenden a leer y escribir. Cuando salgas por las mañanas de tu casa, piensa que en tu misma ciudad y en ese preciso momento van como tú otros treinta mil chicos a encerrarse por espacio de tres horas en una habitación para aprender y ser un día hombres de provecho. Pero ¡qué más! Piensa en los innumerables niños que a todas horas acuden a la escuela en todos los países; contémplalos con la imaginación yendo por las tranquilas y solitarias callejuelas aldeanas, por las concurridas calles de la ciudad, por la orilla de los mares y de los lagos, tanto bajo un sol ardiente como entre nieblas, embarcados en los países surcados por canales, a caballo por las extensas planicies, en trineos sobre la nieve, por valles y colinas, a través de bosques y de torrentes, subiendo y bajando sendas solitarias montañeras, solos, o por parejas, o en grupos, o en largas filas, todos con los libros bajo el brazo, vestidos de mil diferentes maneras, hablando en miles de lenguas. Desde las últimas escuelas de Rusia, casiperdidas entre hielos, hasta las de Arabia, a la sombra de palmeras, millones de criaturas van a aprender, en cien diversas formas, las mismas cosas; imagínate ese tan vasto hormiguero de chicosde los más diversos pueblos, ese inmenso movimiento del que formas parte, y piensa que si se detuviese, la humanidad volvería a sumirse en la barbarie. Ese movimiento es progreso, esperanza y gloria del mundo. Valor, pues, pequeño soldado de semejante y colosal ejército. Tus armas son los libros; tu compañía, la clase; toda la tierra, campo de batalla; tu victoria, nuestra victoria, significará el establecimiento de una paz verdadera, la comprensión entre todos los hombres, la civilización humana. ¡No seas, hijo mío, un soldado cobarde!