Poemas, cuentos y leyendas

Tema en 'Temas de interés (no de plantas)' comenzado por mai^a, 27/2/08.

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    clause Claudia

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    Alejandro Dumas
    EL HOMBRE DE LA MASCARA DE HIERRO

    Capitulo6

    ––A veces mi ayo me contaba las hazañas del rey san Luis, de Francisco I y de Enrique IV.

    ––¿Nada más?

    ––Casi nada más.

    ––También esto es hijo del cálculo; así como os privaron de espejos, que reflejan lo presente, han hecho que ignoréis la historia, que refleja lo pasado, Y como desde que estáis preso os han quitado los libros, desconocéis muchas cosas con ayuda de las cuales podríais reconstruir el derrumbado edificio de vuestros recuerdos o de vuestros intereses.

    ––Es verdad, ––dijo el preso.

    ––Pues bien, en sucintos términos voy al poneros al corriente de lo que ha pasado en Francia de veintitrés a veinticuatro años a esta parte, es decir la fecha probable de vuestro nacimiento, o lo que es lo mismo, desde el momento que os interesa.

    ––Decid, ––dijo el joven, recobrando su actitud seria y recogida. Entonces Aramis le contó, con grandes detalles, la historia de los últimos años de Luis XIII y el nacimiento misterioso de un príncipe, hermano gemelo de Luis XIV. El prisionero oyó este relato con la más viva emoción.

    ––Dos hijos mellizos cambiaron en amargura el nacimiento de uno solo, porque en Francia, y esto es probable que no lo sepáis, el primogénito es quien sucede en el trono al padre.

    ––Lo sé.

    ––Y los médicos y los jurisconsultos, ––añadió Aramis, ––opinan que cabe dudar si el hijo que primero sale del claustro materno es el primogénito según la ley de Dios y de la naturaleza.

    El preso ahogó un grito y se puso más blanco que las sábanas que le cubrían el cuerpo.

    ––Fácil os será ahora comprender que el rey, ––continuó el prelado, ––que con tal gozo viera asegurada su sucesión, se abandonase al dolor al pensar que en vez de uno tenía dos herederos, y que tal vez el que acababa de nacer y era desconocido, disputaría el derecho de primogenitura al que viniera al mundo dos horas antes, y que, dos horas antes había sido proclamado. Así pues, aquel segundo hijo podía, con el tiempo y armado de los intereses o de los caprichos de un partido, sembrar la discordia y la guerra civil en el pueblo, destruyendo ipso facto la dinastía a la cual debía consolidar.

    ––Comprendo, comprendo, ––murmuró el joven.

    ––He ahí lo que dicen, lo que afirman, ––continuó Aramis; ––he ahí por qué uno de los hijos de Ana de Austria, indignamente separado de su hermano, indignamente secuestrado, reducido a la obscuridad más absoluta, ha desaparecido de tal suerte que, excepto su madre, no hay en Francia quien sepa que tal hijo existe.

    ––¡Sí, su madre que lo ha abandonado! ––exclamó el cautivo con acento de desesperación.

    ––Excepto la dama del vestido negro y las cintas encarnadas, ––prosiguió Herblay, ––y excepto, por fin...

    ––Excepto vos, ¿no es verdad? Vos, que venís a contarme esa historia y a despertar en mi alma la curiosidad, el odio, la ambición, y ¿quién sabe? quizá la sed de venganza; excepto vos, que si sois el hombre a quien espero, el hombre de que me habla el billete, en una palabra, el hombre que Dios debe enviarme, traéis...

    ––¿Qué? ––preguntó Aramis.

    ––El retrato del rey Luis XIV, que en este momento se sienta en el trono de Francia.

    ––Aquí está el retrato, ––replicó el obispo entregando al preso un artístico esmalte en el cual se veía la imagen de Luis XIV, altivo, gallardo, viviente, por decirlo así.

    El preso tomó con avidez el retrato y fijó en él los ojos cual si hubiese querido devorarlo.

    ––Y aquí tenéis un espejo, monseñor, ––dijo Herblay, dejando al joven el tiempo necesario para anudar sus ideas.

    ––¡Tan encumbrado! ¡tan encumbrado! –– murmuró el preso devorando con la mirada el retrato de Luis XIV y su propia imagen reflejada en el espejo.

    ––¿Qué opináis? ––preguntó entonces Aramis.

    ––Que estoy perdido, ––respondió el joven, ––que el rey nunca me perdonará.

    ––Pues yo me pregunto, ––replicó el obispo fijando en el preso una mirada brillante y significativa, ––cuál de los dos es el rey, si el que representa el retrato, o el que refleja ese espejo.

    ––El rey es el que se sienta en el trono, que no estás preso, y que, al contrario manda aprisionar a los demás. La realeza es el poder, y ya veis que yo no tengo poder alguno.

    ––Monseñor, ––dijo Herblay con respeto más profundo que hasta entonces, ––tened por entendido que, si queréis, será el rey el que, al salir de la prisión sepa sostenerse en el trono en el que le colocarán sus amigos.

    ––No me tentéis, ––dijo con amargura el cautivo.

    ––No flaqueéis, monseñor, ––persistió con energía el obispo. ––He traído todas las pruebas de vuestra cuna, consultadlas, demostraos a vos mismo que sois hijo del rey, y, después, obremos.

    ––No, es imposible.

    ––A no ser que, ––añadió con ironía el prelado, ––sea corriente en vuestra estirpe que los príncipes excluidos del trono sean todos ellos cobardes y sin honor, como vuestro tío Gastón de Orleans. que una y otra vez conspiró contra su hermano el rey Luis XIII.

    ––¿Mi tío Gastón de Orleans conspiró contra su hermano? ––exclamó el príncipe despavorido; ––¿conspiró para destronarlo?

    ––Sí, monseñor.

    ––¿Qué me decís?

    ––La pura verdad.

    ––¿Y tuvo amigos... fieles?

    ––Como yo lo soy vuestro.

    ––¿Y sucumbió?

    ––Sí, monseñor, pero por su culpa, y para rescatar, no su vida, porque la vida del hermano del rey es sagrada, inviolable, sino para rescatar su libertad, vuestro tío sacrificó hoy, el baldón de la historia y la execración de innumerables familias nobles del reino.

    ––Comprendo, ––repuso el príncipe. ––y mi tío ¿mató a sus amigos por debilidad o por traición?

    ––Por debilidad; lo cual equivale siempre a la traición en los príncipes.

    ––¿No puede uno sucumbir por incapacidad, por ignorancia? ¿Estimáis vos que un pobre cautivo como yo, no solamente educado lejos de la corte, mas también de la sociedad, pueda ayudar a los amigos que intentaren salvarlo?

    Y en el instante en que Aramis iba a responder, el joven exclamó de improviso y con ímpetu, que reveló el ardor de su sangre: ––Sí, hablamos de amigos; pero ¿a título de qué tendría yo amigos, cuando no hay quien me conozca, y, para agenciármelos, no tengo libertad, dinero, ni poder?

    ––Ya he tenido la honra de ofrecerme a Vuestra Alteza Real, ––dijo Aramis.

    ––No me deis ese calificativo; es una irrisión o una crueldad. ¿Para hablarme de grandeza, de poder y aun de realeza debíais escoger una prisión? Queréis hacerme creer en el esplendor, y nos ocultamos en las tinieblas. Me ensalzáis en la gloria, y ahogamos nuestras palabras bajo las colgaduras de esta cama. Me hacéis vislumbrar la omnipotencia, y oigo en el corredor los pasos del carcelero, pasos que os hacen temblar a vos más que no a mí. Para que sea yo menos incrédulo, arrancadme de la Bastilla; dad aire a mis pulmones, espuelas a mis talones, una espada a mi brazo, y empezaremos a entendernos.

    ––Ya es mi intención daros todo eso, y más, monseñor; pero ¿lo queréis vos?

    ––No he acabado todavía. ––repuso el joven. ––Sé que hay guardias en todas las galerías, cerrojos en todas las puertas, cañones y soldados en todos los rastrillos. ¿Cómo venceréis vos a los guardias? ¿cómo clavaréis los cañones? ¿Con qué romperéis los cerrojos y los rastrillos?

    ––¿Cómo ha llegado a vuestras manos el billete en el cual os he anunciado mi venida, monseñor?

    ––Para un billete basta sobornar a un carcelero.

    ––Pues quien dice un carcelero, dice diez. Admito que sea posible arrancar de la Bastilla a un pobre preso, que lo escondan en sitio donde los agentes del rey no puedan tomarlo, y que nutran convenientemente al desventurado en un asilo incógnito.

    ––¡Ah! monseñor, ––repuso Aramis sonriéndose.

    ––Admito que el que hiciese tal por mí, fuese ya más que un hombre; más siendo yo, como decís, príncipe, hermano de rey, ¿cómo vais a devolverme la categoría y la fuerza que mi madre y mi hermano me han ocultado? Si debo pasar una vida de rencores y de luchas, ¿cómo haréis que yo venza en los combates y sea invulnerable a mis enemigos? ¡Ah! antes bien sepultadme en negra caverna y en lo más intrincado de una montaña: proporcionadme la alegría de oír en libertad los rumores del río y del llano, de ver en libertad el sol, el firmamento, las tempestades; esto me basta. No me prometáis más, porque no podéis darme más y el engañarme sería un crimen, tanto más cuanto os llamáis mi amigo.

    ––Monseñor, ––repuso Aramis después de haber escuchado respetuosamente, ––admiro el firme y recto criterio que dicta vuestras palabras, y me huelgo mucho de haber adivinado en vos a mi rey. Se me había olvidado deciros, monseñor, que si os dignara dejaros guiar por mí, sí consintierais en ser el príncipe más poderoso de la tierra, serviríais los intereses de los muchos amigos que están dispuestos a sacrificarse por el triunfo de vuestra causa.

    ––¿Muchos decís?

    ––Muchos, sí, y con todo eso más importantes por su poderío que no por el número.

    ––Explicaos.

    ––No puedo; pero os juro ante Dios queme escucha, que me explicaré el día mismo en que os vea sentado en el trono de Francia.

    ––Pero ¿y mi hermano?

    ––Seréis vos el árbitro de su suerte. ¿Acaso le compadecéis?

    ––¡Quién! ¿yo compadecer al queme hace pudrir en un calabozo? ¡Nunca!

    ––¡Enhorabuena!

    ––Si él mismo hubiese venido a este calabozo, y, tomándome la mano, me hubiese dicho: “Hermano mío, Dios nos ha creado para que nos amemos, no para combatirnos. Vengo a vos, hermano mío. Un perjuicio bárbaro os condenaba a perecer en la obscuridad, lejos de los hombres, privado de todos los goces, y yo quiero que os sentéis junto a mí, y ceñiros la espada de mi padre ¿Aprovecharéis esta reconciliación para destruir mi poder o para oprimirme? ¿Haréis uso de esa espada para derramar mi sangre?...” “¡Oh! no, le hubiera respondido yo; os miro como a mi salvador, y os respetaré como a rey mío. Me dais mucho más que no me había dado Dios. Por vos, gozo de la libertad: por vos tengo el derecho de amar y ser amado en este mundo”.

    ––¿Y habríais cumplido vuestra palabra, monseñor?

    ––Sí. Mas, ¿que me decís del admirable parecido que Dios me ha dado con mi hermano?

    ––Que tal parecido encerraba un aviso providencial que el rey debió no haber despreciado: que vuestra madre ha cometido un crimen al hacer diferentes en dicha y en fortuna a aquellos que la naturaleza creara tan parecidos en su seno, y que el castigo debe reducirse a restablecer el equilibrio.

    ––¿Lo cual significa?...

    ––Que si os devuelvo vuestro sitio en el trono de vuestro hermano, vuestro hermano tomará aquí el vuestro.

    ––¡Ay! ¡se padece mucho en una prisión, sobre todo cuando se ha bebido con abundancia en la copa de la vida!

    ––Vuestra alteza quedará libre de hacer lo que más le plazca; perdone si bien le parece, una vez haya castigado.

    ––Está bien. Y ahora dejad que os diga que no volveré a escucharos sino fuera de la Bastilla.

    ––Iba a decir a Vuestra Alteza que sólo me cabría la honra de veros una vez más.

    ––¿Cuándo?

    ––El día que mi príncipe salga de este lúgubre recinto.

    ––Dios os escuche. ¿De qué manera me avisaréis?

    ––Vendré por vos.

    ––¿Vos mismo?

    ––No salgáis de este aposento sino conmigo, monseñor, y si en mi ausencia os compelen a ello, recordad que no será de mi parte.

    ––¿Luego sobre el particular no debo decir palabra a persona alguna más que a vos?

    ––Unicamente a mí, ––respondió Aramis inclinándose y asiendo la mano que le tendió el preso.

    ––Caballero, ––dijo el cautivo afectuosamente. ––Si habéis venido para devolverme el sitio que dios me había destinado al sol de la fortuna y de la gloria: si, por vuestra mediación, me es dado vivir en la memoria de los hombres, y honrar mi estirpe con actos gloriosos o por el bien que haya hecho a mis pueblos, si, desde la tristísima situación en que languidezco, subo a la cumbre de los honores, sostenido por vuestra generosa mano, compartiré mi poder y mi gloria con vos, a quien bendigo, a quien doy de todo corazón las gracias. Y aun quedaréis poco pagado; siempre será incompleta vuestra parte, porque nunca conseguiré compartir con vos toda la dicha que me habéis proporcionado.

    ––Monseñor, ––dijo Aramis, conmovido ante la palidez y el arranque del preso, ––la nobleza de vuestra alma me colma de gozo y de admiración. No os toca a vos darme las gracias, sino a los pueblos de los cuales labraréis la dicha, a vuestros descendientes, a quienes haréis ilustres. Es verdad, monseñor, me deberéis más que la vida, pues os habré dado la inmortalidad.

    El cautivo tendió la mano al Aramis, y al ver que éste se la besaba de rodillas, lanzó una exclamación de seductiva modestia.

    ––Es el primer homenaje prestado a nuestro futuro rey, ––dijo el prelado. ––Cuando vuelva a veros, os diré: “Buenos días, Sire”.

    ––Hasta aquel momento no más ilusiones, no más luchas, porque mi vida se quebrantaría, ––exclamó el joven llevándose al pecho sus blancos y flacos dedos. ––¡Oh! ¡qué pequeño es este calabozo, qué baja esa ventana, qué estrechas esas puertas! ¿Cómo puede haber pasado por ellas, cómo puede haber cabido aquí tanto orgullo, tanta felicidad, tanto esplendor?

    ––Vuestra Alteza me colma de satisfacción al suponer que yo he traído cuanto acaba de manifestar.

    Dichas estas palabras, Aramis se acercó a la puerta y llamó a ella con los nudillos.

    Casi inmediatamente después el carcelero abrió, acompañado del gobernador, quien, devorado por la inquietud y el temor, empezaba a escuchar a la puerta del calabozo.

    Por fortuna ninguno de los dos interlocutores se había olvidado de bajar la voz, aun en los más impetuosos arranques de la pasión.

    ––¡Qué confesión tan larga! ––dijo Baisemeaux haciendo un esfuerzo para reírse. ––¿Quién dijera que un recluso, un hombre poco menos que difunto, pudiese haber cometido tantos y tan largos pecados?

    Aramis guardó silencio. No veía el instante de salir de la Bastilla, de la que aumentaba en tercio y quinto el peso de las murallas el secreto que lo abrumaba.

    ––Hablemos de negocios, mi querido gobernador, ––dijo Aramis así que hubo llegado al aposento de Baisemeaux.

    ––¡Ay! ––exclamó por toda respuesta el gobernador.

    ––¿No tenéis que pedirme mi recibo por ciento cincuenta mil libras? ––dijo el prelado.

    ––Y pagar el primer tercio de ellas. ––añadió el pobre gobernador exhalando un suspiro y adelantando tres pasos hacia su armario de hierro.

    ––Aquí está el recibo, ––dijo Aramis.

    ––Y aquí está el dinero, ––repuso Baisemeaux lanzando una sarta de suspiros.

    ––La orden sólo me ha dicho que os entregara un recibo de cincuenta mil libras, ––dijo Herblay, ––no que yo cobrase dinero. Adiós, señor gobernador.

    Aramis salió, dejando a Baisemeaux más que sofocado por la sorpresa y la alegría, en presencia de aquel regalo regio hecho con tal desprendimiento por el confesor extraordinario de la Bastilla.

    Continua

     
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    XIV

    Pastor que con tus silbos amorosos
    me despertaste del profundo sueño,
    Tú que hiciste cayado de ese leño,
    en que tiendes los brazos poderosos,

    vuelve los ojos a mi fe piadosos,
    pues te confieso por mi amor y dueño,
    y la palabra de seguirte empeño,
    tus dulces silbos y tus pies hermosos.

    Oye, pastor, pues por amores mueres,
    no te espante el rigor de mis pecados,
    pues tan amigo de rendidos eres.

    Espera, pues, y escucha mis cuidados,
    pero ¿cómo te digo que me esperes,
    si estás para esperar los pies clavados?


    Lope Félix de Vega y Carpio




     
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    Un soneto me manda hacer Violante
    que en mi vida me he visto en tanto aprieto;
    catorce versos dicen que es soneto;
    burla burlando van los tres delante.

    Yo pensé que no hallara consonante,
    y estoy a la mitad de otro cuarteto;
    mas si me veo en el primer terceto,
    no hay cosa en los cuartetos que me espante.

    Por el primer terceto voy entrando,
    y parece que entré con pie derecho,
    pues fin con este verso le voy dando.

    Ya estoy en el segundo, y aun sospecho
    que voy los trece versos acabando;
    contad si son catorce, y está hecho.


    Lope Félix de Vega y Carpio


    ya lo habia puesto ,pero me encanta:11risotada:

     
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    Alejandro Dumas
    EL HOMBRE DE LA MASCARA DE HIERRO


    LA COLMENA, LAS ABEJAS Y LA MIEL

    Después de su visita a la Bastilla y a toda prisa llegó a San Mandé el obispo de Vannes.

    Toda la parte izquierda del piso primero estaba destinada a los epicúreos más célebres de París y al los más familiares de la casa, ocupados cada cual en su puesto, como abejas en sus alvéolos, en producir una miel destinada al panal real que Fouquet pensaba servir a Su Majestad durante las fiestas.

    Pelissón, meditaba el prólogo de los “Importunos”, comedia en tres actos que debía hacer representar Mojiere; Loret escribía anticipadamente la crónica de las fiestas de Vaux; La Fontaine iba de uno en otro, como de flor en flor las abejas, distraído, incómodo, insoportable, zumbando y susurrando a la espalda de cada uno mil impertinencias poéticas. Y tantas incomodó a Pelissón, que éste levantó la cabeza y le dijo con voz destemplada:

    ––A lo menos tomad para mí un consonante, ya que os paseáis por los jardines del Parnaso.

    ––¿Qué consonante deseáis? ––preguntó el fabulista, como le llamaba la Sevigné.

    ––Un consonante a “luz”.

    ––”Capuz”, ––respondió La Fontaine.

    ––¡Hombre! no cuela hablar de capuces cuando uno ensalza las delicias de Vaux, ––dijo Loret.

    ––Además de que “luz y capuz” no consuenan, ––repuso Pelissón.

    ––¡Cómo que no consuenan! ––exclamó La Fontaine con ademán de sorpresa.

    ––No; yo advierto que tenéis una costumbre malísima, tan mala, que a ella deberéis el no llegar nunca a ser verdadero poeta. Rimáis que es una lástima.

    ––¿De veras opináis así, Pelissón? ––dijo La Fontaine.

    ––De veras. No olvidéis que un consonante nunca es bueno cuando puede hallarse otro mejor.

    ––Digo que toda mi vida seré un jumento, mi querido compañero, ––dijo La Fontaine exhalando un profundo suspiro. ––Por lo que se ve, rimo desastrosamente.

    ––Hacéis mal.

    ––¿Lo veis? soy un faquín.

    ––¿Quién dice tal?

    ––Pelissón. ¿No me habéis dicho que yo era un faquín, Pelissón? Pelissón absorto otra vez en la composición de su prólogo, se guardó de contestar.

    ––Si Pelissón ha dicho que erais un faquín, ––repuso Moliére, ––os ha inferido una ofensa grave.

    ––¿De veras?

    ––Y pues sois noble, os aconsejo que no dejéis impune tal injuria.

    ––¡Ay! ––exclamó La Fontaine.

    ––¿Os habéis batido alguna vez?

    ––Una, con un teniente de caballería ligera.

    ––¿Qué os hizo?

    ––Parece que sedujo a mi mujer.

    ––¡Ah! ––repuso Moliére palideciendo ligeramente.

    Pero como al oír lo que acababa de decir La Fontaine, los demás habían vuelto el rostro. Moliére conservó en sus labios su burlona sonrisa, y continuó haciendo hablar al fabulista, a quien preguntó:

    ––¿Qué resultó del duelo?

    ––Resultó que mi adversario me desarmó, y luego y después de darme toda clase de satisfacciones, me prometió no volver a poner nunca más los pies en mi casa.

    ––¿Y vos os disteis por satisfecho? ––preguntó Moliére.

    Al contrario. Recogí mi espada, y le dije a mi adversario que no me había batido con él porque fuese el amante de mi mujer, sino porque me habían dicho que debía batirme: y que como nunca había sido yo tan dichoso como en aquel tiempo, me hiciese la merced de continuar frecuentando mi casa, como antes, so pena de reanudar el duelo. De modo que el teniente se vio obligado a seguir galanteando a mi mujer, y yo continué siendo el marido más feliz de la tierra.

    Al oír las palabras de La Fontaine, todos se rieron.

    En este apareció el obispo de Vannes, con un rollo de planos y pergaminos debajo del brazo.

    Como si el ángel de la muerte hubiese helado aquellas vivas y placenteras imaginaciones, todo quedó repentinamente envuelto en el más profundo silencio, y cada cual recobró su impasibilidad y su pluma.

    Aramis distribuyó esquelas de convite entre los presentes, y les dio las gracias en nombre del señor Fouquet. Díjoles que retenido el superintendente en su gabinete por el trabajo, solicitaba de aquellos que le enviasen algo de su labor del día para hacerle olvidar a él la fatiga de su trabajo nocturno.

    Estas palabras hicieron bajar la frente a todos. Hasta La Fontaine se sentó a una mesa y empezó a escribir velozmente. Pelissón puso en limpio su prólogo; Moliere entregó cincuenta versos calentitos, Loret, su artículo sobre las maravillosas fiestas de que el se hiciera profeta, y Aramis encargado de recoger el botín como el rey de las abejas, se volvió a sus habitaciones, silencioso y atareado, después de haber dicho a los circunstantes que se preparasen para ponerse en camino el día siguiente por la tarde.

    ––En este caso tengo que avisar a los de mi casa. ––dijo Moliere.

    ––¡Ah! es verdad, ––repuso Loret sonriéndose, ––el pobre Moliere “ama” a su mujer.

    ––”Amo”, sí, ––replicó Moliere sonriéndose de manera suave y triste, ––amo”, pero esto no quiere decir que “me amen”.

    ––Pues yo estoy seguro de que me aman en Chateau––Thierry, ––dijo La Fontaine.

    En esto volvió a entrar Aramis, y preguntó:

    ––¿Quién se viene conmigo? Voy a decir dos palabras al señor Fouquet, y dentro de un cuarto de hora salgo para París. Ofrezco mi carroza.

    ––Como tengo prisa, acepto, ––dijo Moliere.

    ––Yo como aquí ––repuso Lores. ––Gourville me ha ofrecido langostines... ¿Habéis oído? ¡Langostines!... Vaya, La Fontaine, busca una consonante.

    Aramis salió en compañía de Moliere como él sabía hacerlo, y al llegar al pie de la escalera oyó que La Fontaine entreabría la puerta y decía a voces:

    ¿Te ha ofrecido langostines?

    El se sabrá con qué fines.

    Las carcajadas de los epicúreos redoblaron y llegaron hasta los oídos de Fouquet, en el instante en que Aramis abría la puerta de su gabinete.

    Moliere, se había encargado de ordenar que engancharan, mientras Herblay iba a ver al superintendente para ponerse de acuerdo con él.

    ––¡Cómo ríen arriba! ––dijo Fouquet exhalando un suspiro.

    ––¿Y vos no os reís, monseñor?

    ––Ya se acabó para mí el reír, señor de Herblay.

    ––La fiesta se acerca.

    ––Y el dinero se aleja.

    ––¿No os he dicho y repetido que eso corría de mi cuenta?

    ––Me habéis ofrecido millones.

    ––Estarán en vuestro poder al día siguiente de la entrada del rey en Vaux.

    Fouquet dirigió una escrutadora mirada a Aramis, y se pasó una helada mano por su humedecida frente. Aramis comprendió que el superintendente dudaba de él, o conocía la imposibilidad en que se hallaba de hacerse con dinero; porque, ¿cómo podía Fouquet suponer que un pobre obispo, antiguo cura, antiguo mosquetero, lo hallase?

    ––¿Por qué dudáis? ––preguntó Aramis. Y al ver que el superintendente se limitaba a sonreírse y a mover la cabeza, añadió: ––¡Hombre de poca fe!

    ––Mi querido señor de Herblay, ––repuso Fouquet, ––si caigo...

    ––¿Qué?

    ––A lo menos caeré de tan inmensa altura, que en mi caída me desmenuzaré. ––Y moviendo la cabeza como para sustraerse a sí mismo, preguntó: ––¿De dónde venís, mi buen amigo?

    ––De París. ––¡Ah!

    ––De casa de Percerín.

    ––¿A qué habéis ido a casa de Percerín? Porque supongo que no dais una importancia tan grande como eso a los trajes de nuestros poetas.

    ––Me ha llevado a casa de Percerín el deseo de proporcionar una sorpresa.

    ––¡Una sorpresa! ¿Qué es ello?

    ––Una sorpresa que vais a dar al rey.

    ––¿Costará cara?

    ––¡Bah! cien doblones para Le Brun.

    ––¿Una pintura? Me alegro. Pero ¿qué debe representar la pintura esa?

    ––Ya os lo diré luego. De paso, y por más que digáis, he inspeccionado los trajes de nuestros poetas.

    ––¿Son elegantes, ricos?

    ––Magníficos; pocos grandes señores los ostentarán parecidos. Así se verá la diferencia que va de los cortesanos de la riqueza a los de la amistad.

    ––¡Agudo y generoso como siempre, mi querido prelado!

    ––Pertenezco a vuestra escuela.

    ––¿Y adónde vais ahora? ––preguntó Fouquet estrechando la mano de Herblay.

    ––A parís en cuanto me dais una carta.

    ––¿Para quién?

    ––Para Lyonne.

    ––¿Qué deseáis de Lyonne?

    ––Un auto.

    ––¡Un auto! ¿Queréis encerrar a alguien en la Bastilla?

    ––Al contrario, quiero que salga de ella cierto individuo.

    ––¿Quién?

    ––Un pobre diablo, un joven, un niño que está encerrado va ya para diez años por haber escrito dos versos latinos contra los jesuitas.

    ––¡Por dos versos latinos! ¿Y nada más que por dos versos latinos hace diez años que está preso el infeliz?

    ––Sí.

    ––¿Y no ha cometido otro crimen?

    Aparte de dichos dos versos, es inocente como vos y yo.

    ––¿Palabra?

    ––Palabra.

    ––¿Cómo se llama?

    ––Seldón.

    ––En verdad es excesivo. ¿Pero cómo sabiendo eso no me habíais advertido?

    ––Porque hasta ayer no me lo dijo la madre del desventurado.

    ––¿Y está pobre esa mujer?

    ––Está en la miseria más espantosa.

    ––¡Oh Dios! ––exclamó Fouquet, ––a las veces permitís tales injusticias, que me explico que haya infortunados que duden de vos. Tomad, señor de Herblay.

    Dichas estas palabras, el superintendente tomó una pluma y escribió velozmente algunas líneas a su compañero Lyonne.

    Aramis tomó el papel y se encaminó a la puerta.

    ––Guardaos, ––dijo Fouquet, abriendo su cajón y sacando diez libranzas de a mil libras que había en él, ––haced que salga el hijo, y entregad estas libranzas a la madre; pero sobre todo no le digáis...

    ––¿Qué, monseñor?

    ––Que con eso tiene diez mil libras más que yo, pues de lo contrario diría que yo soy un pobrísimo superintendente. Id, y espero que Dios bendiga a los que piensan en los pobres.

    ––También yo lo espero, ––dijo Aramis besando la mano de Fouquet y saliendo apresuradamente con la carta para Lyonne, las libranzas para la madre de Seldón, y llevándose consigo a Moliere, que ya empezaba a impacientarse.
    continua


     
  5. mai^a

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    CUENTO MENSUAL

    El pequeño patriota paduano

    Sábado, 29



    No seré un soldado cobarde, no; pero iría con más gusto
    a la escuela si el maestro nos refiriese todos los días un
    cuento como el de esta mañana. Dice que todos los meses
    nos contará uno; nos lo dará escrito, y siempre se tratará
    de una acción buena y verdadera realizada por un chico.

    El de hoy se titula El pequeño patriota paduano, y dice así:


    Del puerto de la ciudad de Barcelona salió para Génova un
    barco de carga y pasaje francés, llevando a bordo franceses,
    españoles y suizos. Había entre otros un chico de once años,
    solo, mal vestido, que siempre estaba aislado y miraba a
    todos con recelo. Y tenía razón para hacerlo así. Dos años
    antes le habían entregado al jefe de una compañía de titiriteros
    sus desconsiderados padres, campesinos de los alrededores de
    Padua.

    Dicho jefe, después de haberle enseñado a hacer diversos
    ejercicios, a fuerza de puñetazos, puntapiés y ayunos, se lo
    había llevado a través de Francia y de España, sin parar de
    pegarle ni acallar nunca su hambre.

    Una vez en Barcelona, no pudiendo soportar ya los golpes y el
    hambre, reducido a un estado que daba compasión, se escapó
    de su verdugo y corrió a pedir protección al cónsul de Italia,
    que, apiadándose del muchacho, lo había embarcado en aquel
    navío, entregándole una carta para el jefe de policía de Génova,
    que se encargaría de devolverlo a sus padres, a los mismos que
    le habían entregado por poco dinero, como se hace con los
    animales.

    El pobre chico iba vestido de harapos y enfermo. Le habían dado
    billete de segunda clase. Todos lo miraban con cierta curiosidad
    y algunos le hacían preguntas; pero él no respondía, pareciendo
    que desconfiaba de todos, por lo mucho que le habían exasperado
    y hecho sufrir las privaciones y los malos tratos.

    Sin embargo, tres viajeros, a fuerza de insistir en sus preguntas,
    consiguieron hacerle hablar y en pocas palabras, toscamente dichas,
    mezcla de español, francés e italiano, les contó su triste historia.

    No eran italianos aquellos tres pasajeros, pero lo comprendieron, y
    parte por compasión y parte por la excitación del vino, le dieron
    algunas monedas, estimulándole para que les refiriese otros
    particulares de su vida. Habiendo entrado en la sala en aquel
    momento unas señoras, los tres, por darse postín, le entregaron más
    dinero, diciéndole: «Toma, toma más.» Y hacían sonar las monedas
    en lamesa.

    El muchacho se las fue metiendo en el bolsillo dando gracias a
    regañadientes, con aire malhumorado, pero con una mirada por
    primera vez sonriente y cariñosa. Después subió a cubierta y se
    acomodó en su litera, donde siguió pensando en su vida. Con
    aquel dinero podía tomar algún buen bocado a bordo, después
    de dos años que sólo comía pan y poco; podía comprarse una
    chaqueta en cuanto desembarcara en Génova, al cabo de dos
    años de ir vestido con andrajos; y también podía, llevando algo
    a casa, ser acogido por su padre y su madre más humanamente
    que yendo con los bolsillos vacíos.Aquel dinero representaba para
    él casi una fortuna, y en esto pensaba, consolándose, bajo el
    toldo del puente, mientras que los tres pasajeros charlaban,
    sentados a la mesa, en medio de la sala de segunda clase.

    Bebían y hablaban de sus viajes y de los países que habían
    visitado y,de conversación en conversación, llegaron a dar
    su parecer sobre Italia.
    Uno comenzó quejándose de sus fondas; otro, de sus
    ferrocarriles, y todos juntos, animándose, hablaron mal de
    todo.Uno decía que habría preferido viajar por Laponia; otro
    aseguraba que en Italia tan sólo había encontrado estafadores
    y bandidos; el tercero afirmaba que los empleados italianos
    eran analfabetos. «Un pueblo ignorante», dijo el primero.
    «Sucio», añadió el segundo. «La ...», exclamó el tercero,
    queriendo decir «ladrón», pero no pudo acabar la palabra,
    porque sobre sus cabezas y espaldas cayó una tempestad
    de monedas, que rebotaban en la mesa e iban a parar al suelo
    haciendo ruido.

    Los tres hombres se levantaron furiosos mirando hacia arriba,
    y aun recibieron en la cara un puñado de monedas.

    -¡Tomad vuestro dinero! -decía con desprecio el muchacho,
    asomado a la claraboya-; yo no acepto limosna de quienes
    insultan a mi patria.
     
  6. clause

    clause Claudia

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    Maia:beso: :beso:
    Que precioso el cuento!:razz:
     
  7. clause

    clause Claudia

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    Alejandro Dumas
    EL HOMBRE DE LA MASCARA DE HIERRO
    Capitulo8
    OTRA CENA EN LA BASTILLA

    Sonaban las siete de la tarde en el gran reloj de la Bastilla. Era la hora de la cena de los pobres cautivos. Las puertas, rechinando sobre sus descomunales goznes, daban paso a las fuentes y a las cestas atestadas de manjares, cuya delicadeza, como el mismo Baisemeaux nos lo ha dado a conocer, se apropiaba a la condición del detenido.

    Aquella era también la hora en que cenaba el gobernador, que aquel día tenía un convidado, por lo cual el asador volteaba más cargado que de costumbre.

    La cena del gobernador, aparte de las sopas y los entremeses, se componía de un lebrato mechado, ceñido de perdices asadas que a su vez estaban rodeadas de codornices, gallinas en salsa, jamón frito y rociado con vino blanco, cardos de Guipúzcoa y langostines.

    Baisemeaux, sentado a la mesa, se restregaba las manos y miraba al obispo de Vannes, el cual, vestido a lo caballero, con altas botas y la espada al cinto, no cesaba de hablar de su hambre y demostraba la más viva impaciencia.

    El gobernador no estaba acostumbrado a las familiaridades de su grandeza monseñor de Vannes, y aquella noche, Aramis, que se había puesto un tanto alegre, hacía confidencia tras confidencia. El prelado se convirtió casi en mosquetero, y tocó los límites de la desenvoltura. Respecto de Baisemeaux, se entregó en cuerpo y alma y con la facilidad de las gentes vulgares, a la momentánea llaneza de su comensal.

    ––Caballero ––exclamó el gobernador, ––y perdonad que así os llame, pues en verdad esta noche no me atrevo a llamaros monseñor.

    ––No, llamadme caballero, ––repuso Aramis; ––traigo botas. ––Pues bien, caballero, ¿sabéis a quién me recordáis esta noche:

    ––No, ––respondió Aramis escanciándose vino, ––pero supongo que a un buen comensal vuestro.

    A dos me recordáis... dos personas, una de ellas muy ilustre, el difunto cardenal, el gran cardenal, el de Rochela, el que llevaba botas cual vos. No es verdad?

    ––Lo es, ––respondió Herblay. ––¿Y la otra?

    ––La otra es cierto mosquetero muy garrido, muy valiente, tan atrevido cuanto afortunado, que ahorcó los hábitos para hacerse mosquetero, y luego dejó la espada para hacerse cura. ––Y al ver que Aramis se dignaba sonreírse, se alentó a añadir: Y de cura se hizo obispo, y de obispo...

    ––¡Alto ahí! ––dijo Herblay.

    ––Os digo que me parecéis un cardenal.

    ––Basta, basta, señor de Baisemeaux. Vos mismo habéis dicho que calzo botas de caballero; pero ni aun esta noche, y pese a mis botas, quiero enemistarme con la Iglesia.

    ––Sin embargo, alentáis malas intenciones. –

    ––Malas como todo lo mundano.

    ––¿Recorréis calles y callejuelas enmascarado?

    ––Sí.

    ––¿Y continuáis esgrimiendo la espada?

    ––Sólo cuando me obligan a ello. Hacedme la merced de llamar a Francisco.

    ––Ahí tenéis vino.

    ––No es para eso, sino porque aquí hace calor y la ventana está cerrada.

    ––Cuando ceno mando cerrarlas todas para no oír el paso de las rondas o la llegada de los correos.

    ––¿Conque se les oye cuando la ventana está abierta?

    ––Clarísimamente, y eso me molesta.

    ––Pero uno se ahoga aquí... ¡Francisco!

    ––¿Señor?

    ––Hacedme el favor de abrir la ventana, ––dijo Aramis. ––Con vuestro permiso, señor de Baisemeaux.

    ––Monseñor está aquí en su casa, ––respondió el gobernador. ––Decidme, os encontraréis solo ahora que el señor conde de La Fere se ha vuelto a sus penates de Blois. Es amigo muy antiguo, ¿no es verdad?

    ––Lo habéis tan bien como yo, pues fuisteis mosquetero con nosotros, ––respondió Aramis.

    ––Con mis amigos nunca cuento las batallas ni los años.

    ––Y obráis cuerdamente; pero yo hago algo más que querer al señor de La Fere, le venero.

    ––Pues a mí me place más el señor de D'Artagnan. ¡Qué buen bebedor! A lo menos uno puede leer en el pensamiento de hombres como el capitán.

    ––Baisemeaux, emborrachadme esta anoche, echemos una cana al aire como en otros días, y si tengo alguna pesadumbre en el corazón, os juro que la veréis como veríais un diamante dentro de vuestro vaso.

    ––Bravo, ––dijo Baisemeaux escanciándose un buen porqué de vino y trasegándolo en su estómago mientras se estremecía de gozo al ver que iba a ser partícipe de algún pecado capital del obispo.

    Mientras el gobernador bebía. Aramis escuchaba con la mayor atención el ruido que subía del patio.

    Como a las ocho y al llegar a la quinta botella, entró un correo con grande estrépito, pese a lo cual nada oyó el gobernador.

    ––¡Cargue el diablo con él! ––exclamó Aramis.

    ––¿Qué pasa? ––preguntó Baisemeaux. ––supongo que no os referís al vino que bebéis ni a quien os lo da a beber.

    ––No, es un caballo que por sí solo mete tanto ruido en el patio como pudiera hacerlo un escuadrón entero.

    ––Será algún correo, ––dijo Baisemeaux bebiendo a más y mejor. ––Tenéis razón, cargue con él el diablo, y pronto, para que no volvamos a oír hablar de él.

    ––Os olvidáis de mí, Baisemeaux; mi vaso está vacío, ––dijo Aramis mostrando el suyo.

    ––Palabra que me dais el mayor placer... ¡Francisco!... ¡vino!

    ––Está bien, señor, ––dijo Francisco;... ––pero... ha llegado un correo...

    ––Que se lo lleve el diablo.

    ––Sin embargo, señor...

    ––Que lo deje en la escribanía; mañana veremos. ––Y canturreando añadió: ––Mañana será de día.

    ––Señor, ––tartamudeó el soldado Francisco bien a su pesar.

    ––Cuidado con lo que hacéis, Baisemeaux, ––repuso Aramis.

    ––¿Y de qué he de tener yo cuidado? ––exclamó el gobernador, algo más que alegre.

    ––A veces las cartas que llegan por correo a los gobernadores de ciudadela, son órdenes.

    ––Casi siempre.

    ––¿No proceden de los ministros las órdenes?

    ––Sí; pero...

    ––¿Y no se limitan los ministros a refrendar la firma del rey? ––Puede que tengáis razón. Con todo eso no deja de ser enojo, so, cuando uno está sentado al una mesa bien servida y en compañía de un amigo... Perdonad, caballero, se me había olvidado que soy yo quien os he convidado al mi mesa y que hablo con un presunto cardenal.

    ––Dejemos de lado con todo eso y volvamos a Francisco.

    ––¿Qué ha hecho Francisco?

    ––Ha murmurado.

    ––Malo, malo, malo...

    ––Sin embargo, ha murmurado, y cuando ha murmurado, es que pasa algo fuera de lo usual. Podría muy bien suceder que Francisco no anduviese descaminado al murmurar, sino vos al resistiros a escuchar.

    ––¿Yo no tener razón delante de Francisco? ––exclamó Baisemeaux. ––Duro me parece.

    ––Solamente en lo que atañe a la irregularidad del servicio en este caso concreto. Perdonad si os he molestado; pero he creído que debía haceros una observación que juro importante.

    ––Puede que tengáis razón, ––masculló el gobernador. ––Una orden del rey es sagrada. Pero repito que las órdenes que llegan mientras estoy cenando, el diablo...

    ––Si vos hubieseis obrado así con el gran cardenal y la orden hubiese tenido alguna importancia...

    ––Si he hecho lo que he hecho ha sido para no molestar a un obispo, lo cual me disculpa.

    ––No olvidéis que he sido soldado, y que acostumbro ver consignas en todas partes.

    ––¿Conque queréis?

    ––Quiero que cumpláis con vuestro deber, amigo mío, a lo menos en presencia de ese soldado.

    ––Esto es matemático; ––dijo Baisemeaux. Y volviéndose hacia Francisco, añadió: ––Que suban la orden del rey.

    El soldado salió.

    ––¿Sabéis que es? ––dijo el gobernador a Aramis: ––pues algo por el estilo: “Cuidado con el fuego en las inmediaciones del polvorín”; o bien “Vigilad a fulano, que no se fugue”. ¡Si supieseis cuántas veces me han hecho despertar sobresaltado en lo mejor, en lo más profundo de mi sueño, para comunicarme una orden llegada al galope, o más bien para entregarme un pliego en el que sólo me preguntaban si había novedad! Se conoce que los que pierden el tiempo en escribir tales órdenes no han dormido nunca en la Bastilla que de haber dormido, conocerían mejor el grueso de mis murallas, la vigilancia de mis oficiales, la multiplicidad de mis rondas. En fin ¡Qué haremos, monseñor! su oficio es escribir para molestarme cuando estoy contento; para turbarme cuando estoy rebosando de satisfacción. ––añadió Baisemeaux inclinándose ante Aramis. ––Dejémosles, pues, que cumplan su cometido.

    ––Y cumplid vos el vuestro, ––propuso el obispo, cuya mirada, aunque risueña se imponía.

    De regreso Francisco, Baisemeaux le tomó de las manos la orden del ministro, la abrió y la leyó con lentitud, mientras Aramis hacía que bebía para observar a su anfitrión al través del cristal.

    ––¿No lo dije? ––exclamó el gobernador.

    ––¿Qué es? ––preguntó el obispo.

    ––Una orden de excarcelación. ¡Vaya una nueva para molestarnos!

    ––Buena es para el interesado, no lo negaréis.

    ––¡Y a las ocho de la noche!

    ––Eso es caridad.

    ––Bueno, sí admito que sea caridad; pero no para mí que me divierto, sino para el haragán que se aburre en su calabozo, –– prorrumpió el gobernador exasperado.

    ––¿Acaso salís perjudicado con esa excarcelación? ¿El preso que os quitan es de los de cuantía?

    ––¡Psí! es un pobre diablo, un hambriento de los de a cinco libras.

    ––¿Me permitís si no hay indiscreción? ––dijo Herblay. ––Tomad, leed.

    ––La hoja ostenta en el margen la palabra “urgente”. ¿Lo habéis notado?

    ––¡Urgente!... ¡un hombre que está aquí hace diez años! ¿Y ahora les viene la prisa de soltarle, hoy, esta noche misma, a las ocho?

    Baisemeaux encogió los hombros con ademán de soberano desdén, tiró la orden encima de la mesa y la emprendió de nuevo con los manjares.

    ––Tienen unos arranques, que ¡vaya! ––repuso Baisemeaux con la boca llena; ––a lo mejor prenden a un hombre, lo alimentan por espacio de diez años, recomendando que sobre todo se ejerza sobre él la más escrupulosa vigilancia; y cuando uno se ha acostumbrado a mirar al detenido como a un hombre peligroso, ¡pam! sin saber por qué ni por qué no, le escriben a uno que lo suelte, y aprisa, sin perder segundo. ¿Y aún diréis que no hay para qué encoger los hombros?

    ––Bien, sí; pero por más que uno chille, no cabe otro remedio que cumplir la orden.

    ––Poquito a poco, poquito a poco, ¿Os figuráis que soy un esclavo?

    ––¿Quién os dice tal? Todos conocemos vuestra independencia.

    ––A Dios gracias...

    ––Pero también todos conocemos vuestro compasivo corazón.

    ––Decídmelo a mí.

    ––Y vuestra obediencia a vuestros superiores. Cuando uno ha sido soldado, lo recuerda mientras vive, ¿no es verdad, Baisemeaux?

    ––Por eso obedeceré estrictamente, y mañana en cuanto asome el día, el preso será puesto en libertad.

    ––¿Mañana?

    ––Al amanecer.

    ––¿Y por qué no esta noche, supuesto que la orden es urgente?

    ––Porque esta noche cenamos y también nos apremia a nosotros el tiempo.

    ––Mi querido Baisemeaux, por más que calce botas, soy sacerdote, y la caridad es para mí un deber más imperioso que el hambre y la se. Ese desventurado ha padecido ––bastante tiempo, pues según vos mismo me habéis dicho, hace diez años que está encerrado en la Bastilla. Abreviadle su suplicio proporcionadle sin más tardar la––alegría que le espera, y Dios os recompensará.

    ––¿Os empeñáis?

    ––Os lo ruego.

    ––¿Así, en lo mejor de la cena?

    ––Sí, y vuestra acción será la bendición de vuestra mesa.

    ––Cúmplase vuestra voluntad; pero os advierto que comeremos frío.

    ––No importa.

    ––Baisemeaux se echó atrás para tirar del cordón de la campanilla y llamar a Francisco y por un movimiento natural, se volvió hacia la puerta.

    Como la orden estaba sobre la mesa, Aramis aprovechó aquel instante para trocarla con otro papel doblado de la misma manera y que sacó de su bolsillo.

    ––Francisco, dijo el gobernador, ––que suba aquí el mayor con los llaveros de la Bertaudiére.

    El ordenanza hizo una reverencia con la cabeza, y dejó solos a los dos comensales.

    Continua
     
  8. mai^a

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    Noviembre


    El deshollinador


    Martes, 1




    A yer por la tarde fui a la escuela de niñas que está al lado
    de la nuestra para entregarle el cuento del muchacho
    paduano a la maestra de Silvia, que lo quería leer.
    ¡Setecientas chicas hay allí! Cuando llegué, empezaban a
    salir, muy contentas, por las vacaciones de Todos los
    Santos y de los Difuntos; y vi algo inolvidable.

    Frente a la puerta de la escuela, en la otra acera de la calle,
    estaba apoyado en la pared y la frente sobre el brazo, un
    deshollinador muy pequeño, que tenía la cara completamente
    tiznada y sostenía el saco y el raspador de su oficio.
    El muchacho lloraba a lágrima viva, sollozando. Se le acercaron
    dos o tres chicas de la segunda sección que le preguntaron:

    -¿Qué te pasa? ¿Por qué lloras así?

    Pero él no les respondía y continuaba llorando.

    -¿Qué tienes? ¿Por qué lloras? -le volvieron a preguntar.

    Quitó entonces el brazo del rostro, dejando al descubierto una
    cara infantil, y, gimoteando, les dijo que había estado trabajando
    en varias casas limpiando chimeneas, que había ganado seis reales
    y los había perdido por habérsele escurrido las monedas por un roto
    que tenía en el bolsillo -les hizo ver el agujero sacándose el forro-,
    no atreviéndose a volver a su casa sin el dinero.

    -¡El amo me pegará! -dijo sollozando de nuevo y dejando caer otra
    vez la frente sobre el brazo con ademán de desesperación.

    Las chicas le miraron muy serias. Entretanto se habían acercado otras
    muchachas mayores y pequeñas, pobres y acomodadas, con sus
    carteras bajo el brazo. Una de las mayores, que llevaba una pluma azul
    en el sombrero, se sacó del bolsillo dos monedas y dijo a todas:

    -Yo sólo tengo estas dos monedas. ¿Por qué no hacemos una colecta?


    -También tengo yo otras dos monedas -dijo otra vestida de encarnado-;
    entre todas podemos reunir por lo menos treinta.

    Empezaron a llamarse unas a otras:

    -¡Amalia! ¡Luisa! ¡Anita! ¡Una moneda! ¿Quién tiene dinerito? ¡Aquí hace
    falta dinero!

    Algunas llevaban para comprar flores o cuadernos y lo entregaron en
    seguida. Otras, más pequeñas, sólo pudieron dar calderilla. La de la
    pluma azul se hacía cargo de todo e iba diciendo:

    -¡Ocho, diez, quince!

    Pero hacía falta más.

    Entonces llegó una mayor, que parecía una maestrita, y entregó una
    moneda de plata, recibiendo palabras de alabanza. Todavía faltan
    cinco monedas de bronce.

    -¡Ahora vienen las de cuarto! -dijo una. Llegaron, efectivamente, las
    de cuarto y llovieron las monedas. Todas se arremolinaban, y era hermoso
    ver al pobrecito deshollinador en medio de chicas vestidas con diversos
    colores, en todo aquel círculo de plumas, de lazos y de rizos.

    Habían reunido más de lo perdido por el chico, y las más pequeñas, que no
    tenían dinero, se abrían paso entre las mayores ofreciendo sus ramitos de
    flores, por dar también algo.

    Poco después llegó la portera, gritando:

    -¡La señora Directora!

    Las chicas se dispersaron en todas direcciones como desbandada de pájaros,
    quedando el pequeño deshollinador solo en medio de la calle, enjugándose los
    ojos, muy contento, con las manos llenas de dinero y

    con ramitos de flores en los ojales de la chaqueta, en los bolsillos, en el
    sombrero, habiendo no pocas flores incluso por el suelo, rodeando sus pies.
     
  9. mai^a

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    Alejandro Dumas
    EL HOMBRE DE LA MASCARA DE HIERRO
    OTRA CENA EN LA BASTILLA
    capitulo9
    EL GENERAL DE LA ORDEN

    Durante unos instantes ambos guardaron el mayor silencio, durante el cual Aramis no perdió de vista al gobernador, que al parecer no estaba muy decidido al interrumpir su cena, y que era evidente buscaba una razón cualquier, buena o mala, para retardar el cumplimiento de la orden, a lo menos hasta después de los postres.

    ––¡Ah caramba! ––exclamó de improviso Baisemeaux, como si hubiese encontrado lo que buscaba, no puede ser.

    ––¿Qué es lo que no puede ser? ––preguntó Aramis.

    ––El dar suelta al preso al esta hora. ¿Adónde irá si no conoce París?

    ––Adonde pueda.

    ––Ya lo veis, sería lo mismo que libertar a un ciego.

    Ahí fuera me aguarda una carroza, y yo me encargo de conducirlo adonde quiera.

    ––Para todo tenéis respuesta... ¡Francisco!... al mayor que vaya abrir el calabozo del señor Seldón, número 3 de la Bertaudiére.

    ––¿Seldón, decís? ––preguntó con la mayor naturalidad el obispo. ––Sí, es el nombre del individuo al quien ponen en libertad.

    ––Querréis decir Marchiali, ––replicó Aramis.

    ––¿Marchiali? ¡Je! ¡Je! Seldón.

    ––Tengo para mí que os engañáis, señor de Baisemeaux.

    ––Como que he leído la orden...

    ––Y yo también.

    ––Y en ella he visto Seldón en letras gordas, así, ––repuso el gobernador mostrando un dedo.

    ––Pues yo he visto Marchiali en letras así, ––replicó Aramis alzando dos dedos.

    ––Aclarémoslo inmediatamente, ––dijo Baisemeaux, plenamente convencido de lo que afirmaba. ––Basta leer el papel; aquí esta, ––¿Veis como dice Marchiali? ––dijo Herblay desdoblando el papel. ––Mirad.

    ––Es verdad, ––respondió el gobernador con ademán de terror y dejando caer los brazos.

    ––¿No os lo dije?

    ––¡Cómo! ¡el hombre de quien tanto hemos hablado! ¡El hombre sobre quien me recomiendan incesantemente que vele!

    ––Ya lo veis, Marchiali, ––replicó el inflexible Aramis.

    ––Confieso que no entiendo jota, monseñor.

    ––Sin embargo, debéis dar crédito a vuestros ojos.

    ––¡Y decir que reza Marchiali!

    ––Y en buena letra.

    ––¡Es fenomenal! Todavía estoy viendo la orden y el nombre de Seldón, irlandés. Y aun recuerdo que debajo del nombre, había un borrón.

    ––No hay borrón alguno; ved.

    ––Sí, repito, ––dijo el gobernador; ––y tan es así, que he arañado la arenilla de que el borrón estaba cubierto.

    ––Sea lo que fuere, con o sin borrón dice la orden que pongáis en libertad a Marchiali.

    ––De que ponga en libertad a Marchiali. ––repitió el gobernador esforzándose en recobrar la lucidez de su mente.

    ––Y vais a soltar al preso. Si de paso os da el corazón por abrir las puertas de la Bastilla a Seldón, no me opongo.

    Aramis coronó sus últimas palabras con una sonrisa tan preñada de ironía, que Baisemeaux acabó de serenar y cobró alientos.

    ––Monseñor, ––dijo Baisemeaux, ––Marchiali es el preso a quien el otro día vino a visitar por manera tan imperiosa y tan en secreto un padre cura, confesor de “nuestra orden”.

    ––No sé nada de eso, ––replicó Aramis.

    ––Sin embargo, no hace tanto tiempo...

    ––Es verdad; pero entre nosotros importa que el hombre de hoy olvide lo que hizo el hombre de ayer.

    ––Como quiera que sea, ––repuso Baisemeaux, ––la visita del confesor jesuita habrá sido grandemente provechosa para ese joven.

    Aramis no replicó y se puso a comer y a beber.

    Baisemeaux, lejos de imitar a Herblay, tomó nuevamente la orden y, después de releerla, la examinó por el anverso y por el reverso con la mayor atención.

    Aquel examen, en circunstancias normales habría hecho subir los colores al rostro del poco paciente Aramis; pero el obispo de Vannes no se atufaba por tan poco, sobre todo cuando sabía que el atufarse era peligroso.

    ––¿Vais a libertar a Marchiali? ––dijo Herblay. ––¡Zape! ¡Qué rico jeréz, mi querido gobernador!

    ––Lo pondré en libertad después que haya visto yo al correo que ha traído la orden, y del interrogatorio a que voy a sujetarlo resulte claro para mí...

    ––Pero, si las órdenes están selladas, y por consiguiente nada sabe de ellas el correo. ¿Y qué queréis ver claro por ese camino?

    ––Bueno, enviaré un parte al ministerio, y el señor Lyonne confirmará o rectificará la orden.

    ––¿Y qué provecho vais a sacar? ––repuso Aramis con la mayor frescura.

    ––Así uno nunca se engaña, ni falta al respeto que un subalterno debe a sus superiores, ni infringe los deberes del cargo que desempeña por voluntad propia.

    ––Vuestra elocuencia me admira. Es verdad, un subalterno debe respetar a sus superiores, y es culpado cuando se engaña, y es castigado cuando infringe los deberes o las leyes del cargo que desempeña.

    Baisemeaux fijó una mirada de extrañeza en el obispo.

    ––De lo cual se sigue, ––continuó Aramis, ––que para descargo de vuestra conciencia acudís a la consulta.

    ––Sí, monseñor.

    ––Y si un superior os impone una orden, ¿la cumpliréis?

    ––Claro que sí, monseñor.

    ––¿Conocéis bien la firma del rey, señor de Baisemeaux?

    ––Sí. monseñor.

    ––¿No está estampada al pie de esa orden de libertad?

    ––Es verdad, pero puede...

    ––Ser falsa, ¿no es verdad?

    ––Se han dado casos, monseñor.

    ––Decís bien. ¿Y la del señor de Lyonne?

    ––También figura en esa orden; pero así como pueden falsificar la firma del rey, con tanta mayor razón pueden hacerlo con la del señor de Lyonne.

    ––Andáis a paso de gigante por el campo de la lógica, señor Baisemeaux, ––dijo Aramis, ––y vuestra argumentación no tiene réplica. Pero ¿en qué os fundáis para suponer que esas firmas sean falsas?

    ––En que la firma de Su Majestad no está refrendada. Además, el señor de Lyonne no está presente para decirme que ha firmado.

    ––Pues bien, señor de Baisemeaux, ––repuso Aramis fijando en el gobernador su mirada de águila, ––adopto sin vacilar vuestras dudas y vuestra manera de aclararlas y voy a tomar una pluma si me la dais.

    Baisemeaux le dio una pluma.

    Y una hoja en blanco, ––añadió Aramis.

    ––Baisemeaux le dio el papel.

    ––Y yo también, presente, incontestable, voy a escribir una orden a la cual estoy seguro de que daréis fe, por mucha que sea vuestra incredulidad.

    Ante la glacial seguridad de Aramis, el gobernador palideció. Creyó que la voz de aquél tan afable y alegre poco antes, había tomado un sonido fúnebre y siniestro.

    Aramis tomó la pluma y escribió, mientras el gobernador, petrificado leía por encima de su hombro:

    “A. M. D. G.” escribió el obispo, trazando una cruz debajo de aquellas cuatro letras, que significaban “ad majorem Dei gliriam”. Luego continuó:

    “Es nuestra voluntad que la orden entregada al señor de Baisemeaux de Montiexun, gobernador de la Bastilla por el rey, sea tenida por buena y valedera, y puesta en ejecución inmediatamente.



    Continua

     
  11. clause

    clause Claudia

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    Buenos Días!!

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  12. mai^a

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    buenas noches!:11risotada:
     
  13. clause

    clause Claudia

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    :11risotada: :11risotada: :11risotada: :11risotada: ...bue lo que abunda no daña! mientras se leian el cuento ,picaban algo!:11risotada: (estaba dormida!!)
    Buenas noches!:beso: :beso: :11risotada:
     
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    clause Claudia

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    Alejandro Dumas
    EL HOMBRE DE LA MASCARA DE HIERRO

    Capitulo9
    Herblay,

    general de la Compañía por gracia de Dios.



    Tal fue la emoción que sintió el gobernador, que se le contrajeron las facciones, abrió la boca y quedó con la mirada fija, inmóvil y mudo.

    Aramis, sin dignarse siquiera mirar al gobernador, sacó de su faltriquera un pequeño estuche que encerraba un trozo de cera negra; cerró su carta, imprimió en la cera un sello que suspendido al cuello y debajo de su jubón llevaba, y terminada su operación le entregó silenciosamente la orden.

    Templándole las manos que daba compasión, miró Baisemeaux con ojos apagados y sin inteligencia el sello, y después cayó en su silla como herido por el rayo.

    ––Vaya, ––dijo Aramis tras un dilatado silencio, ––no me hagáis creer que la presencia del general de la compañía es terrible como la de Dios, y que uno muere a consecuencia de haberle visto. ¡Animo! levantaos, dadme vuestra mano, y obedeced.

    Baisemeaux, tranquilizado, si no satisfecho, obedeció, besó la mano a Aramis y se levantó diciendo con tartamuda lengua:

    ––¿Inmediatamente?

    ––No exageremos, ––repuso Aramis; ––sentaos otra vez en vuestro sitio, y rindamos acatamiento a esos ricos postres.

    ––De esta no me levanto, monseñor, ––dijo Baisemeaux. ––¡Y yo, que he reído y bromeado con vos, y he osado trataros de igual a igual!

    ––¿Quieres callarte, mi viejo compadre? ––replicó el obispo comprendiendo que la cuerda estaba muy tirante y sería peligroso romperla. Vivamos cada cual en nuestra esfera respectiva: tú, contando con mi protección y amistad, y yo con tu obediencia. Pagados puntualmente esos dos tributos, sigamos tan contentos. Baisemeaux reflexionó, y al ver, de una ojeada, las consecuencias fatales que podía acarrearle la extorsión de un preso por medio de una orden falsa. puso en parangón aquellas con la orden oficial del general de la orden, y halló que esta última no le compensaba.

    ––Mi buen Baisemeaux, sois un mentecato, ––dijo Aramis, que leyó en el pensamiento de su comensal. ––Perded el hábito de reflexionar, cuando yo me tomo la molestia de hacerlo pro vos.

    ––Bueno, sí; pero ¿cómo voy a arreglarme? ––repuso el gobernador después de haberse inclinado ante un nuevo gesto que hiciera el obispo.

    ––¡Qué hacéis cuando soltáis a un preso?

    ––Sigo las instrucciones del reglamento.

    ––Pues obrad ahora de la misma manera.

    ––Me presento con el mayor en el calabozo del preso, y yo mismo le acompaño cuando es personaje de cuenta.

    ––Marchiali no es nada de eso, ––repuso Aramis con negligencia.

    ––No lo sé, ––replicó el gobernador con acento que quería decir: A vos os toca probármelo.

    ––Pues si no lo sabéis, es señal que yo tengo razón; de consiguiente tratad a Marchiali como si fuera de los ínfimos.

    ––Seguiré al pie de la letra el reglamento, el cual indica que el carcelero o uno de los oficiales subalternos debe conducir el preso a la presencia del gobernador, en el archivo.

    ––Es una disposición muy atinada. ¿Qué más?

    ––Luego, se devuelven al preso cuantos objetos de valor traía en el instante de la encarcelación, así como los trajes y papeles, salvo orden contraria del ministro.

    ––¿Qué reza la orden del ministro acerca de Marchiali?

    ––Absolutamente nada, pues el desventurado entró en la Bastilla sin joyas, sin papeles y casi desnudo.

    ––Ya veis que no puede ser más sencillo el caso.

    ––Quedaos aquí, y que conduzcan el preso al archivo.

    Baisemeaux llamó a un teniente, y le dio una consigna, que éste transmitió automáticamente a quien debía.

    Media hora después se oyó cerrar una puerta en el patio: era la puerta del torreón que acababa de soltar su presa. Aramis apagó todas las bujías del comedor, dejando tan sólo una encendida detrás de la puerta. Aquella luz trémula no permitía fijarse en los objetos, pues duplicaba los aspectos y los vislumbres con su movilidad.

    Se iba acercando el rumor de pasos.

    ––Salid a recibir a esos hombres, ––dijo Aramis.

    El gobernador obedeció, y despidiendo al sargento y a los carceleros, seguido del preso regresó al comedor, donde con voz conmovida notificó al joven la orden que le devolvía la libertad.

    El preso escuchó sin hacer un gesto ni proferir una palabra.

    ––Ahora y cumpliendo una formalidad que exige el reglamento, ––añadió el gobernador, ––vais a jurar que nunca jamás revelaréis cuánto habéis visto u oído en la Bastilla.

    El preso vio un crucifijo, y tendiendo la mano, juró sólo con los labios.

    ––Estáis libre, ––dijo Baisemeaux, ––¿adónde pensáis ir?

    El joven volvió la cabeza como buscando tras sí una protección con la cual contara de antemano.

    ––Aquí estoy, para prestaros el servicio que os plazca pedirme, ––dijo Aramis saliendo de la penumbra.

    ––Dios os tenga en su santa guarda, ––dijo el preso con voz tan firme que hizo estremecer al gobernador, tanto cuanto le extrañara la fórmula.

    El preso, ligeramente sonrojado, apoyó sin vacilación su brazo en el del obispo.

    ––¿Os da mala espina mi orden? ––dijo Aramis estrechando la mano a Baisemeaux; ––¿teméis que la encuentren si vienen a practicar un registro?

    ––Deseo conservarla, ––respondió el gobernador. ––Si la encontraran en mi casa sería señal cierta de mi perdición, y en este caso tendría en vos un poderoso auxiliar.

    ––¿Lo decís porque soy vuestro cómplice? ––repuso Aramis encogiendo los hombros. ––¡Bah! Adiós, Baisemeaux.

    Los caballos aguardaban, sacudiendo, en su impaciencia, la carroza.

    El obispo, a quien el gobernador acompañó hasta el pie de la escalinata, subió a la carroza después de haber hecho que se instalara en ella Marchiali, y dijo al cochero esta única palabra:

    ––¡Adelante!

    La carroza rodó estrepitosamente por el empedrado del patio, precedida de un individuo que alumbraba el camino con una hacha de viento y daba a cada cuerpo de guardia la orden de dejar libre el paso.

    Aramis no respiró durante todo el tiempo que emplearon en abrir los rastrillos, y tal era el estado de su ánimo, que pudieran haberle oído los latidos de su corazón.

    El preso, sepultado en uno de los rincones de la carroza, tampoco daba señales de vida.

    Por fin, tras la carroza se cerró la última puerta, la de la calle de San Antonio. A uno y otro lado se veía el cielo, la libertad, la vida. Los caballos, sujetados por una mano firme, marcharon al paso hasta el centro del barrio, donde tomaron el trote. Poco a poco, ora porque se enardecían, ya porque les aguijaban, fueron aumentando su velocidad hasta que, una vez en Bercy, la carroza, más que por los caballos, parecía arrastrada por el huracán. Así corrieron los caballos hasta Villanueva de San Jorge, donde estaba preparado el relevo. Ahora, en vez de dos fueron cuatro los caballos que arrastraron la carroza hacia Melún, no sin hacer un alto en el riñón del bosque de Senart, indudablemente a órdenes dadas de antemano por Aramis.

    ––¿Qué pasa? ––preguntó el preso al detenerse la carroza y cual si despertara de largo sueño.

    ––Pasa, monseñor, ––respondió Herblay, ––que antes de seguir adelante es preciso que Vuestra Alteza y yo conversemos un poco.

    ––Tan pronto se presente ocasión, ––repuso el joven príncipe.

    ––No puede ser más oportuna la presente, monseñor; nos hallamos en el corazón del bosque, y por lo tanto nadie puede oírnos.

    ––¿Y el postillón?

    ––El postillón de este relevo es sordo mudo, monseñor.

    ––A vuestra órdenes, pues, señor Herblay.

    ––¿Os place quedaros aquí en la carroza?

    ––Sí, estamos bien sentados y le he tomado cariño a la carroza esta; es la que me ha restituido a la liberta.

    ––Con vuestra licencia, monseñor, falta todavía otra precaución.

    ––¿Cuál?

    ––Como nos hallamos en medio del camino real, pueden pasar jinetes o carrozas que viajan como nosotros, y que al vernos parados, supondrían que nos pasa algún percance. Evitemos ofertas que nos incomodarían.

    ––Pues ordenad al postillón que esconda la carroza en una de las alamedas laterales.

    ––Tal era mi intención, monseñor.

    Aramis tocó con la mano al sordo mudo y le hizo una seña. Aquél se apeó inmediatamente, tomó por las riendas a los dos primeros caballos y los condujo, al través de las malezas, a una alameda sinuosa, en lo último de la cual, en aquella oscura noche, las nubes formaban una cortina más negra que la tinta. Luego el mudo se tendió en un talud, junto a sus caballos, que empezaron a arrancar a derecha y a izquierda los retoños de las encinas.

    ––Os escucho, ––dijo el joven príncipe a Aramis, ––pero ¿qué hacéis?

    ––Desarmo unas pistolas de las que ya no tenemos necesidad.

    Continua

     
  15. mai^a

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    Re: ... de poetas, cuentos y leyendas

    :11risotada: acá venía dos entregas atrazadas!