Re: ... de poetas, cuentos y leyendas LA POESIA ES UN ARMA CARGADA DE FUTURO Cuando ya nada se espera personalmente exaltante mas se palpita y se sigue más acá de la conciencia, fieramente existiendo, ciegamente afirmando, como un pulso que golpea las tinieblas, cuando se miran de frente los vertiginosos ojos claros de la muerte, se dicen las verdades: las bárbaras, terribles, amorosas crueldades: Se dicen los poemas que ensanchan los pulmones de cuantos, asfixiados, piden ser, piden ritmo, piden ley para aquello que sienten excesivo. Con la velocidad del instinto, con el rayo del prodigio, como mágica evidencia, lo real se nos convierte en lo idéntico a sí mismo. Poesía para el pobre, poesía necesaria como el pan de cada día, como el aire que exigimos trece veces por minuto, para ser y en tanto somos dar un sí que glorifica. Porque vivimos a golpes, porque apenas si nos dejan decir que somos quienes somos, nuestros cantares no pueden ser sin pecado un adorno. Estamos tocando el fondo. Maldigo la poesía concebida como un lujo cultural por los neutrales que, lavándose las manos, se desentienden y evaden. Maldigo la poesía de quien no toma partido hasta mancharse. Hago mías las faltas. Siento en mí a cuantos sufren y canto respirando. Canto, y canto, y cantando más allá de mis penas personales, me ensancho. Quisiera daros vida, provocar nuevos actos, y calculo por eso con técnica, qué puedo. Me siento un ingeniero del verso y un obrero que trabaja con otros a España en sus aceros. Tal es mi poesía: Poesía-herramienta a la vez que latido de lo unánime y ciego. Tal es, arma cargada de futuro expansivo con que te apunto al pecho. No es una poesía gota a gota pensada. No es un bello producto. No es un fruto perfecto. Es algo como el aire que todos respiramos y es el canto que espacia cuanto dentro llevamos. Son palabras que todos repetimos sintiendo como nuestras, y vuelan. Son más que lo mentado. Son lo más necesario: Lo que no tiene nombre. Son gritos en el cielo, y en la tierra, son actos. GABRIEL CELAYA ("Poesía urgente")
Re: ... de poetas, cuentos y leyendas “Toda la teoría del universo está dirigida a un solo individuo: a ti” Walt Whitman (1819-1892) Surgirá un nuevo orden y sus hombres serán los sacerdotes del hombre, y cada hombre será su propio sacerdote. NO TE DETENGAS No dejes que termine el día sin haber crecido un poco, sin haber sido feliz, sin haber aumentado tus sueños. No te dejes vencer por el desaliento. No permitas que nadie te quite el derecho a expresarte, que es casi un deber. No abandones las ansias de hacer de tu vida algo extraordinario. No dejes de creer que las palabras y las poesías sí pueden cambiar el mundo. Pase lo que pase nuestra esencia está intacta. Somos seres llenos de pasión. La vida es desierto y oasis. Nos derriba, nos lastima, nos enseña, nos convierte en protagonistas de nuestra propia historia. Aunque el viento sople en contra, la poderosa obra continúa: Tu puedes aportar una estrofa. No dejes nunca de soñar, porque en sueños es libre el hombre. No caigas en el peor de los errores: el silencio. La mayoría vive en un silencio espantoso. No te resignes. Huye. "Emito mis alaridos por los techos de este mundo", dice el poeta. Valora la belleza de las cosas simples. Se puede hacer bella poesía sobre pequeñas cosas, pero no podemos remar en contra de nosotros mismos. Eso transforma la vida en un infierno. Disfruta del pánico que te provoca tener la vida por delante. Vívela intensamente, sin mediocridad. Piensa que en ti está el futuro y encara la tarea con orgullo y sin miedo. Aprende de quienes puedan enseñarte. Las experiencias de quienes nos precedieron de nuestros "poetas muertos", te ayudan a caminar por la vida La sociedad de hoy somos nosotros: Los "poetas vivos". No permitas que la vida te pase a ti sin que la vivas ...
Re: ... de poetas, cuentos y leyendas Hojas de hierba (fragmento) "Creo que una brizna de hierba no es inferior a la jornada de los astros y que la hormiga no es menos perfecta ni lo es un grano de arena... y que el escuerzo es una obra de arte para los gustos más exigentes... y que la articulación más pequeña de mi mano es un escarnio para todas las máquinas. Quédate conmigo este día y esta noche y poseerás el origen de todos los poemas. Creo en ti alma mía, el otro que soy no debe humillarse ante ti ni tú debes humillarte ante el otro. Retoza conmigo sobre la hierba, quita el freno de tu garganta. (...) Creo que podría retornar y vivir con los animales, son tan plácidos y autónomos. Me detengo y los observo largamente. Ellos no se impacientan, ni se lamentan de su situación. No lloran sus pecados en la oscuridad del cuarto. No me fastidian con sus discusiones sobre sus deberes hacia Dios. Ninguno está descontento. Ninguno padece la manía de poseer objetos. Ninguno se arrodilla ante otro ni ante los antepasados que vivieron hace milenios. Ninguno es respetable o desdichado en toda la faz de la tierra. Así me muestran su relación conmigo y yo la acepto. Walt Whitman (1819-1892)
Re: ... de poetas, cuentos y leyendas Alejandro Dumas EL HOMBRE DE LA MASCARA DE HIERRO Capitulo 23 LAS PROMESAS Apenas D'Artagnan entró en su aposento con sus amigos, vino un soldado del fuerte para avisarle que el gobernador deseaba hablar con él. Una barca había llegado a Santa Margarita con una orden importante para el capitán de mosqueteros, que, al abrir el pliego, conoció la letra del rey. “Como supongo que habéis dado ya el debido cumplimiento a mis órdenes, ––decía Luis XIV, ––al llegar este pliego a vuestras manos volved inmediatamente a París, donde os espero en el Louvre”. ––¡Loado sea Dios! se acabó mi destierro, ––exclamó con alegría D'Artagnan y mostrando el pliego a Athos. ––¡Ceso de ser carcelero! ––¿Luego nos dejáis? ––repuso el conde de La Fere con tristeza. ––Para volvernos a ver, amigo mío, ––replicó el mosquetero, –– pues Raúl ya está bastante crecido para marcharse solo con el señor de Beaufort, y preferirá dejar que su padre se vuelva en compañía de D'Artagnan a no obligarle a que haga solo las doscientas leguas que lo separan de La Fere. ¿No es verdad, Raúl? ––Sí, ––respondió el vizconde con triste acento. ––No, amigo mío, ––interrumpió Athos, ––no me separaré de Raúl hasta el día en que su nave haya desaparecido en el horizonte. Mientras esté en Francia, no se separará de mí. ––Como queráis; pero a lo menos saldremos juntos de Santa Margarita. Aprovechaos de la barca que va a conducirme a Antibes. ––Eso sí, nunca nos alejaremos con bastante prisa de este fuerte y del espectáculo que ha poco nos ha entristecido. Los tres amigos se despidieron del gobernador, y a la luz de los postreros relámpagos de la tormenta que se alejaba, vieron blanquear por última vez las murallas de la fortaleza. D'Artagnan se separó de sus amigos aquella noche misma... ––Amigos míos, ––dijo D'Artagnan antes de montar a caballo y abrazando a Athos, ––me hacéis el efecto de los soldados que abandonan su puesto. El corazón me dice que Raúl necesitaría que vos lo mantuvierais en su rango. ¿Queréis que solicite pasar al Africa con cien buenos mosqueteros? El rey no me dirá que no, y vos os vendréis conmigo. ––Señor de D'Artagnan, ––repuso el vizconde estrechándole cariñosamente la mano, ––gracias por el ofrecimiento, superior a cuanto deseamos el señor conde y yo. Soy joven, y necesito penas para el alma y fatiga para el cuerpo; el señor conde necesita de más profundo reposo, y os le recomiendo a vos que sois su mejor amigo, en la seguridad de que al velar por él tendréis en vuestras manos su alma y la mía. ––Fuerza es que parta, mi caballo se impacienta, ––dijo D'Artagnan, en quien la señal más manifiesta de viva emoción era el cambiar de conversación. ––Hasta la vista pues, mi querido Athos; cuanto más apresuréis vuestro regreso, más pronto volveré a abrazaros. Esta escena tuvo lugar ante la casa elegida por Athos a las puertas de Antibes, y adonde D'Artagnan después de cenar había ordenado que le trajesen sus caballos. Allí empezaba el camino real, que se extendía blanco y onduloso en medio duelos vapores de la noche. El caballo aspiraba con fuerza las emanaciones salinas de los pantanos, yendo al trote. Athos y Raúl volvían con tristeza hacia la casa, cuando de pronto oyeron aproximarse el ruido de los pasos de un caballo, ruido que al principio tomaron por una de esas extrañas repercusiones que engañan el oído al cada revuelta del camino. Pero era D'Artagnan que volvía al galope al encuentro de sus amigos, que lanzaron una exclamación de alegre sorpresa. El capitán se apeó con ligereza y uniendo en un abrazo las cabezas de Athos y de Raúl, las mantuvo así largo tiempo ahogando un suspiro que le quebrantaba el pecho. Luego, con la rapidez que llegó, emprendió de nuevo la marcha, clavando sus espuelas en los ijares de su enfurecido caballo. ––¡Ay! ––suspiró Athos imperceptiblemente mientras D'Artagnan, recuperando el tiempo perdido decía entre sí: ––¡Mal presagio! Las órdenes de Beaufort se llevaban a feliz término. Gracias a la diligencia de Raúl, había llevado para tolón la escuadrilla, a la que formaron convoy innumerables embarcacioncitas tripuladas por las mujeres y los amigos de los pescadores y los contrabandistas reclutados para el servicio de la escuadra. El poco tiempo que de vivir juntos les quedaba al padre y al hijo, parecía que pasaba con doble rapidez, como aumenta la suya todo cuanto está para caer en el abismo de la eternidad. Athos y Raúl regresaron a Tolón, donde hacían gran ruido carros y armas, relinchadores caballos, trompetas y tambores, y los soldados, criados y mercaderes que llenaban sus calles. El duque de Beaufort estaba en todas partes, activando el embarco con el celo y el interés de un buen capitán, mostrándose cariñoso hasta con sus más humildes compañeros, y reprendiendo a sus tenientes por muy encumbrados que fuesen. Todo quiso inspeccionarlo Beaufort: artillería, provisiones, bagajes, equipos y caballos. Frívolo, jactancioso y egoísta en su palacio, el duque, ante la responsabilidad que había contraído, era otra vez soldado, el gran señor capitán. Estando Beaufort, satisfecho de su inspección, aparentemente a lo menos, felicitó a Raúl, dio las últimas órdenes para darse a la vela al clarear el nuevo día, y convidó a su mesa al conde y a su hijo, que so pretexto de atender a necesidades del servicio, declinaron la honra que les hacía el duque. Athos y Raúl se fueron a su posada, situada a la sombra de los árboles de la plaza Mayor, y cenaron apresuradamente. Luego el conde condujo a su hijo a los peñones que dominan la ciudad, vastas y plomizas montañas desde las cuales se descubre un horizonte líquido tan lejano, que parece estar al nivel de ellas. Como suele en aquel templado clima, la noche estaba hermosa, la luna, al levantarse a espaldas de los peñones, cubría con una argentada sábana la azul alfombra de la mar; en la rada maniobraban silenciosamente las naves que venían a ocupar el sitio que les estaba designado para facilitar el embarco. La mar, cargada de fósforo, se abría bajo las quillas de las barcas, que con sus cabeceos parecían querer sondear aquel abismo de blancas llamas, mientras de los remos se desprendían líquidos diamantes. En alas de la brisa, llegaban los cantos sencillos y lentos de los marineros, alegres por la generosidad del almirante, y a sus voces se unía de vez en cuando el rechinar de cadenas y el ruido sordo de las balas al caer en las bodegas. Espectáculo y armonías que, como el temor, oprimían el pecho, pero que también, como la esperanza, lo dilataban. Athos y su hijo se sentaron entre las malezas y sobre una alfombra de musgo del promontorio, y por encima de sus cabezas iban y venían los corpulentos murciélagos, arrebatados por el espantos torbellino de su ciega caza. Raúl sacó los pies fuera del acantilado y los dejó que se bañaran en aquel vacío poblado por el vértigo y que invita a la muerte. Cuando la luna, ya alta, inundó con su luz los vecinos picachos, cuando el espejo del agua quedó iluminado en toda su extensión, y los fanales de a bordo hubieron formado cada uno de ellos un punto rojo luminoso sobre la negra mole de cada nave, Athos llamó a sí todos sus recuerdos y todo su valor, y dijo a Raúl: ––Dios ha hecho cuanto vemos, Raúl y también a nosotros, átomos de ese gran universo. Brillamos como aquellos faroles, como las estrellas: suspiramos como las olas, sufrimos como aquellas grandes naves que se consumen arando las aguas, obedientes al viento que las lleva hacia su puerto, como a nosotros el soplo de Dios nos empuja a nuestro fin. Todo ama y vive, Raúl, y todo cuanto vive es hermoso. ––Realmente es maravilloso el espectáculo que tenemos ante nuestros ojos, ––repuso el vizconde. ––¡Qué bueno es D'Artagnan! ––interrumpió inmediatamente Athos, ––¡qué dicha el haberse apoyado toda una vida en un amigo como él! Esto os fa faltado, Raúl. Yo no era un amigo para vos. ––¿Por qué, señor? ––Porque os he dado ocasión de que pudierais creer que la vida no tenía más que una fez, porque ¡ay! triste y severo, sin querer he cortado siempre los alegres capullos que sin cesar brotaban del árbol de la juventud; en una palabra, porque en este instante me arrepiento de no haber hecho de vos un hombre expansivo, disoluto y casquivano. ––Ya sé por qué me decís eso, señor, ––dijo el vizconde. –– Pero estáis en un error, no sois vos quien me ha hecho lo que soy, sino el amor que me sorprendió en un momento en que los niños sólo tienen inclinaciones; sino la constancia propia de mi carácter, constancia que en los demás es un hábito. Creí que toda mi vida sería como era; que Dios me había puesto en un camino recto, orillado de frutas y de flores. Protegido por vuestra vigilancia y vuestra fuerza, me tuve por vigilante y fuerte, y como estaba preparado, a la primera caída he perdido el valor para siempre. No, sólo para mi ventura figuráis en mi pasado, señor, en mi porvenir sois mi esperanza. Nada tengo que decir de la vida tal cual vos me la habéis dispuesto, y por es os bendigo y os amo de todo corazón. ––Vuestras palabras me hacen bien, mi querido Raúl, y me prueban que en los días que vendrán haréis algo por mí. ––Todo lo haré por vos, señor. ––Raúl, lo que hasta ahora no he hecho por vos, lo haré en adelante. Seré vuestro amigo, no vuestro padre. A vuestra vuelta, que será pronto, ¿no es verdad? frecuentaremos el trato de las gentes en vez de vivir, como hasta ahora, aislados. ––Sí, señor, pues una expedición como esa no puede ser larga. Así pues, dentro de poco tiempo, en vez de vivir módicamente de mi renta, os daré el capital de mis tierras; eso os bastará para lanzaros al mundo hasta mi muerte, y antes de que éstas llegue, espero que me daréis el consuelo de no dejar que se extinga mi estirpe. ––Haré cuanto me ordenéis. ––repuso Raúl profundamente conmovido. ––Raúl, haced que vuestro empleo de ayudante de campo no os conduzca a tentativas demasiado arriesgadas, tanto más cuanto está acreditado vuestro valor. Acordaos de que la guerra de los árabes es de emboscadas y asesinatos. ––Así dicen. ––Dejar la vida en una emboscada es poco glorioso, Raúl, pues acusa temeridad o imprevisión. ¿Me habéis comprendido bien, Raúl? No permita Dios que os exhorte a rehuir el combate. ––De lo mío soy prudente, señor, y la suerte me es muy propicia, ––dijo Raúl dejando vagar por sus labios una sonrisa que heló el corazón del desventurado padre. Y al ver el efecto de su sonrisa, se apresuró a añadir: ––Tan es así, que en veinte combates a que he asistido no he sacado más que un rasguño. Continua
Re: ... de poetas, cuentos y leyendas EL AMENAZADO Es el amor. Tendré que ocultarme o huir. Crecen los muros de su cárcel, como en un sueño atroz. La hermosa máscara ha cambiado, pero como siempre es la única. ¿De qué me servirán mis talismanes: el ejercicio de las letras, la vaga erudición, el aprendizaje de las palabras que usó el áspero Norte para cantar sus mares y sus espadas, la serena amistad, las galerías de la Biblioteca, las cosas comunes, los hábitos, el joven amor de mi madre, la sombra militar de los muertos, la noche intemporal, el sabor del sueño? Estar contigo o no estar contigo es la medida de mi tiempo. Ya el cántaro se quiebra sobre la fuente, ya el hombre se levanta a la voz del ave, ya se han oscurecido los que miran por las ventanas, pero la sombra no ha traído la paz. Es, ya lo sé, el amor: la ansiedad y el alivio de oír tu voz, la espera y la memoria, el horror de vivir en lo sucesivo. Es el amor con sus mitologías, con sus pequeñas magias inútiles. Hay una esquina por la que no me atrevo a pasar. Ya los ejércitos me cercan las hordas. (Esta habitación es irreal, ella no la ha visto). El nombre de una mujer me delata. Me duele una mujer en todo el cuerpo. Jorge Luis Borges
Re: ... de poetas, cuentos y leyendas LA DUDA Dudar es caminar en el mundo de las ideas al mover una pieza en un juego de ajedrez; es preguntarse siempre el porqué de lo que sea dejando abierto el interrogante cada vez. Dudar es andar esta vida cruel y humana en el paso ebrio de su rígida estrechez y saber lo que se sabe, poco y nada sin encontrar casi nunca razón a lo que es. Dudar es ir viviendo la muerte poco a poco como en un encierro sofocante de vejez enfocar las cosas y no obtener el foco que las capture todas con perfecta nitidez. Dudar es un buscar sabio sin encuentro del pensar mismo en su insaciable avidez, es el hombre en sí definido muy por dentro en carne y alma con su incógnita a través. Luis Alberto Ambroggio
Re: ... de poetas, cuentos y leyendas Alejandro Dumas EL HOMBRE DE LA MASCARA DE HIERRO Capitulo 23 Continuación ––Además, ––prosiguió Athos, ––es menester que os guardéis del clima, porque es un fin muy vulgar morir de una fiebre. El rey san Luis suplicaba a Dios que antes que la calentura, le enviase una flecha o la peste. ––Con la sobriedad y un ejercicio moderado... ––Ya he obtenido del señor de Beaufort, ––atajó Athos, ––que cada quince días expida a Francia un correo, lo cual correrá a vuestro cargo como edecán suyo. Supongo que no me olvidaréis. ––No, señor, ––respondió Raúl con voz entrecortada. ––En definitiva, Raúl, como sois buen cristiano, y yo también lo soy, debemos contar con una protección más especial de Dios o de nuestros ángeles custodios. Raúl, prometedme que si os sobreviene un mal, seré yo el primero en quien penséis. ––¡Oh! señor, os lo prometo. ––Y que me llamaréis inmediatamente. ––Sin perder momento, señor. ––¿Soñáis conmigo alguna vez, Raúl? ––Todas las noches, señor. Durante mi primera juventud, os veía en sueños, sosegado y cariñoso con la mano tendida encima de mi cabeza. Por eso dormía siempre tan bien... “antes” ––Nos amamos demasiado, ––dijo el conde, ––para que desde el momento de nuestra separación, parte de nuestro ser no viaje con uno de nosotros dos y no habite donde habitemos. Mi corazón sentirá la tristeza cuando vos estéis triste, y cuando os sonriáis pensando en mí, me enviaréis desde aquella lejana tierra un rayo de vuestra alegría. ––No os prometo estar alegre, ––repuso Bragelonne; ––pero sí os juro que, como no se oponga la muerte, no pasaré una hora sin que yo piense en vos. El conde, no pudiendo contenerse por más tiempo, echó los brazos al cuello de su hijo, y lo retuvo abrazado con todas sus fuerzas. A la luna había reemplazado el crepúsculo matutino, una dorada faja subía sobre el horizonte, anunciando la llegada del nuevo día. Athos echó su capa sobre los hombros de Raúl y le condujo a la ciudad, convertida en inmenso hormiguero. Al extremo de la meseta que acababan de abandonar, Athos y Raúl vieron un bulto negro que se movía con indecisión y como avergonzado de que le vieran. Era Grimaud que, inquieto había seguido a sus amos, y les aguardaba. ––¡Ah! ¡mi buen Grimaud! ––exclamó Raúl, ––¿qué quieres? ¿Vienes a decirnos que es la hora de la partida? ––¿Solo? ––profirió Grimaud mostrando Raúl a Athos y en son de reproche que demostraba claramente cuán trastornado estaba el anciano. ––Es verdad, es verdad, ––repuso el conde. ––No, Raúl no partirá solo; no permanecerá en extraña tierra sin un amigo que le recuerde los seres de él amados. ––¿Yo? ––preguntó Grimaud. ––¿Tú? ¡Ah! sí, sí, ––exclamó Raúl conmovido hasta lo más íntimo de su corazón. ––¡Ay! ––objetó el conde, ––¡estás muy viejo, mi buen Grimaud! ––Mejor, ––replicó el anciano con inefable profundidad de sentimiento y de inteligencias. ––Pero ved que ya se está efectuando el embarco y tú no estás preparado ––dijo Bragelonne. ––Sí ––contestó Grimaud mostrando las llaves de sus maletas ligadas con las de su joven señor. ––Pero tú no puedes dejar de esta suerte solo al señor conde –– objetó Raúl. ––Tú no has dejado nunca al señor conde. Grimaud volvió su oscurecida mirada hacia Athos como para conocer el parecer de uno y de otro, y al ver que aquél nada respondía, repuso: ––El señor conde prefriere que os acompañe. Athos hizo una señal afirmativa con la cabeza. En aquel momento llenó los aires el redoble de los tambores: de la ciudad salieron los regimientos que debían formar parte de la expedición, cinco en todo, compuestos cada uno de cuarenta compañías. El regimiento Real, que abría la marcha y que se distinguía por el uniforme blanco con vivos azules de sus soldados, llevaba desplegadas sus banderas de ordenanza, color de violeta y de hoja seca, sembradas de flores de lis de oro y acuarteladas en cruz, y su bandera coronela, blanca con la cruz flordelisada, que sobresalí de las demás. Formaban las alas del mencionado regimiento las compañías de mosqueteros, y el centro de los piqueros, horquilla en mano y mosquete en el hombro aquéllos, y los últimos con sus lanzas de catorce pies, y unos y otros avanzaban alegremente hacia las barcas de transporte que debían conducirlos por secciones a las naves. Al regimiento Real seguían los de Picardía, Navarra, Normandía y el de la capitana, y cerraba la marcha, seguido de su estado mayor, el señor de Beaufort, que en la elección de las tropas había demostrado ser capitán peritísimo. Faltando todavía más de una hora para embarcarse, Raúl y Athos se encaminaron pausadamente a la orilla para ocupar su sitio en el instante en que pasaba el príncipe. Grimaud, lleno de ardor, hacía transportar a la capitana el equipaje de Raúl. Athos, apoyado en el brazo de su hijo a quien iba a perder, se absorbía en la más dolorosa meditación, y se aturdía con el ruido y el movimiento, cuando de repente vio llegar un oficial de Beaufort, que de parte de éste llamó a Raúl. ––Hacedme la merced de decir al señor príncipe ––contestó Bragelonne, ––que se sirva concederme una hora más para gozar de la presencia del señor conde. ––No ––repuso Athos, ––un edecán no puede estar separado de esta suerte de su general. Caballero, decid al príncipe que el vizconde irá en seguida. El oficial se alejó al galope. ––Separarnos aquí o separarnos a bordo, al fin y al cabo resulta lo mismo ––dijo Athos desempolvando cuidadosamente el traje de su hijo y pasándole la mano por los cabellos mientras iban andando. ––Necesitáis dinero, Raúl; el señor de Beaufort es hombre gustoso, y estoy seguro de que allá tendréis gusto en comprar armas y caballos, que en aquella tierra son preciosos. Ahora bien, como no servís al rey ni al señor de Beaufort, y sólo dependéis de vuestro ilustre albedrío, no debéis contar con sueldo ni larguezas. Quiero, que nada os falte en Djidgeli. Tomad, ahí van doscientas pistolas para que las gastéis dispuesto al darme gusto. Raúl estrechó la mano a su padre, y, al doblar la esquina de una calle, vieron al príncipe montado en magnífico caballo blanco que correspondía con graciosas corvetas a los aplausos de las damas de la ciudad. El duque llamó a Raúl y tendió la mano al conde, a quien dijo tantas y tales cosas y con tan cariñosa expresión, que el corazón del infortunado padre se sintió un poco fortalecido. En medio de aquel bullicio llegó un momento terrible, y fue el momento en que al abandonar la arena de la playa, soldados y marineros cruzaron con sus familias y sus amigos los últimos besos: momento supremo en que a pesar de la pureza del cielo, el calor del sol, los perfumes del aire y la agradable vida que circula por las venas, todo parece negro y amargo, y no obstante hablar por la boca de Dios, todo hace dudar de Dios. Siendo el uso que el almirante y su estado mayor se embarcasen los últimos, el cañón aguardaba. Para lanzar su formidable voz, a que el generalísimo hubiese sentado los pies en la plancha que conducía a la capitana. Athos, olvidando almirante, flota y su propia vanidad de hombre fuerte, abrazó a su hijo y lo estrechó convulsivamente contra su pecho. ––Acompañadnos a bordo y ganaréis media hora ––dijo el duque conmovido. ––No ––repuso Athos, ya me he despedido, y no quiero hacerlo por segunda vez. ––Entonces embarcaos pronto, vizconde ––dijo el príncipe queriendo evitar lágrimas a aquellos dos hombres cuyos corazones estaban a punto de quebrantarse. Y con ternura paternal, y fuerte como lo hubieras sido Porthos, el príncipe levantó a Raúl en brazos y lo colocó en el esquife, que al punto y a una seña del almirante se apartó de la orilla a impulsos de sus remos. El mismo duque, prescindiendo de todo ceremonial, saltó al esquife, y con el pie, lo empujó mar adentro. ––¡Adiós! ––gritó Raúl. Athos solo pudo contestar con una seña; pero sintió algo ardiente en su mano: era el beso respetuoso de Grimaud, el último adiós del perro leal. Athos se sentó en el muelle, desconsolado, sordo, abandonado. Cada segundo que transcurría le borraba una de las facciones, uno de los matices de la pálida tez de su hijo. Con los brazos caídos, fija la mirada y abierta la boca, el infeliz padre quedó confundido con Raúl en una misma mirada, en un mismo pensamiento, en un mismo estupor. Poco a poco, chalupas y figura llegaron a una distancia en que los hombres solamente son puntos y el amor recuerdos. Athos vio como su hijo subía la escalera de la capitana, y se asomaba al empalletado, colocándose de manera que su padre no pudiese perderlo de vista. En vano tronó el cañón, en vano de las naves partió un prolongado rumor contestado desde tierra por inmensas aclamaciones, en vano se esforzó el ruido en aturdir los oídos del padre, y el humo en borrar el objeto amado de todas sus aspiraciones: Athos vio a su hijo hasta el último momento; el imperceptible átomo pasó del negro al pálido, del pálido al blanco, y del blanco a nada, y desapareció a los ojos de Athos mucho después que para los de los presentes habían desaparecido las poderosas naves y sus hinchadas velas. A mediodía, cuando ya el sol devoraba el espacio y apenas si los topes de los palos sobresalían de la abrasada línea del mar, Athos vio remontarse por el espacio una nubecilla tan pronto desvanecida como vista: era el humo de un cañonazo mandado disparar por Beaufort para saludar por última vez la costa de Francia.
Re: ... de poetas, cuentos y leyendas MI CORAZON Mi corazón, temblando, con latidos me dice: -¿Por qué, por qué, me entregas al primero que pasa y dejas que una mano ciega me martirice, o me suelte lo mismo que si fuera una brasa? ¿Cómo no ves que nadie quiere llevar mi peso, que nadie retribuye mi impávido cariño? Me destrozan mis alas amorosas, y en eso soy semejante a un pájaro que está en manos de un niño… ¡Si supieras!... Hay seres que me dan contra el suelo, hay otros que me hielan, y otros se divierten… Como soy tan confiado, causo mucho recelo; Quienes mejor me tratan son los que no me advierten. ¿No sabes que padezco? ¿no sufres mi tristeza desesperante y larga? ¡Si ya no puedo más!... Aumenta mi infortunio, con mi delicadeza. ¿Por qué me das a todos, por qué, por qué me das?- Siento en mí, cual gotera, su honda palpitación; sus latidos son lágrimas que casi no contengo; y le digo muy bajo: - Corazón, corazón, yo te doy porque tú eres lo más bello que tengo. Pedro Miguel Obligado
Re: ... de poetas, cuentos y leyendas En Cotlliure (Joan Manuel Serrat) Soplaban vientos del sur y el hombre emprendió viaje. Su orgullo, un poco de fe y un regusto amargo fue su equipaje. Miró hacia atrás y no vio más que cadáveres sobre unos campos sin color. Su jardín sin una flor y sus bosques sin un roble. Y viejo, y cansado, a orillas del mar bebióse sorbo a sorbo su pasado. Profeta ni mártir quiso Antonio ser. Y un poco de todo lo fue sin querer. Una gruesa losa gris vela el sueño del hermano. La yerba crece a sus pies y le da sombra un ciprés en verano. El jarrón que alguien llenó de flores artificiales, unos versos y un clavel y unas ramas de laurel son las prendas personales, del viejo, y cansado, que a orillas del mar bebióse sorbo a sorbo su pasado. Profeta ni mártir quiso Antonio ser. Y un poco de todo lo fue sin querer Homenaje a Antonio Machado
Re: ... de poetas, cuentos y leyendas LA PALABRA En cada ser, en cada cosa, en cada palpitación, en cada voz que siento espero que me sea revelada esa palabra de que estoy sediento. Aguardo a que la diga el firmamento, pero su boca inmensa está callada; la busco por el mar y por el viento, pero el viento y el mar no dicen nada. Hasta los picos de los ruiseñores y las puertas cerradas de las flores me niegan lo que quiero conocer. Sólo en mi corazón oigo un sonido que acaso tenga un vago parecido con lo que esa palabra puede ser. Francisco Luis Bernárdez
Re: ... de poetas, cuentos y leyendas Preciosos los poemas, Clause!!! El de Pedro Miguel Obligado es hermoso. En las vacaciones estoy leyendo mucha novela pero ya me voy a poner atono con la poesía para participar un poco más asiduamente en este hilo. Cariños.
Re: ... de poetas, cuentos y leyendas Si , Piscui,a mi me gustan las dos cosas, cuando estoy en la compu, leo poesias,pero las novelas me encantan también!
Re: ... de poetas, cuentos y leyendas Alejandro Dumas EL HOMBRE DE LA MASCARA DE HIERRO Capítulo 24 EL RECONOCIMIENTO DEL REY Fouquet y el rey iban a abalanzarse uno contra otro pero al verse se detuvieron y lanzaron un grito de horror. ––¿Venís a asesinarme? ––exclamó el rey al conocer al superintendente. ––¡El rey en semejante estado! ––exclamó el ministro. Efectivamente, nada más espantoso que el aspecto del joven príncipe en el momento en que entró Fouquet. Su traje estaba hecho jirones, y su camisa, desabrochada y reducida a pedazos, estaba empapada del sudor y la sangre que le inundaba el pecho y los desgarrados brazos. Fosco, pálido, frenético, con los cabellos erizados, Luis XIV era la imagen viviente de la desesperación, del hambre y del miedo reunidos en una sola estatua; y tanto se conmovió y turbó el ministro al verle, que se acercó a él desolado, con los brazos abiertos y las lágrimas en los ojos. Luis blandió sobre la cabeza de Fouquet el palo de la silla del cual hiciera tan enfurecido uso. ––¡Qué! ––dijo con voz trémula el ministro, ––¿no conocéis ya al más fiel de vuestros amigos? ––Vos, vos amigo mío? ––replicó el rey con rechinar de dientes en que resonaron el odio y la sed de inmediata venganza. ––Un servidor respetuoso ––añadió Fouquet cayendo de hinojos. El rey tiró su arma, y el ministro se acercó a él, le besó las rodillas, le tomó cariñosamente en brazos y dijo: ––¡Oh rey! ¡oh hijo mío! ¡cuánto debéis haber padecido! Luis, recobrado por el cambio de la situación, miróse a sí mismo, y, avergonzado del desorden de sus ropas, corrido de su locura, abochornado de la protección de que era objeto, retrocedió. Fouquet no comprendió aquel movimiento, ni que el rey, en su orgullo, nunca le perdonaría el que hubiese sido testigo de tanta debilidad. ––Venid, Sire, estáis libre ––dijo el superintendente. ––¿Libre? ––repuso el rey. ––¡Ah! ¿me devolvéis la libertad después de haber osado poner sobre mí vuestra mano? ––Sire ––repuso Fouquet indignado, vos no decís lo que sentís; vos no creéis que en esta circunstancia sea yo culpable. Y sucinta y calurosamente el ministro contó al monarca toda la intriga de que el lector ya conoce los detalles. Durante el relato, Luis sufrió las más horribles angustias, y, una vez Fouquet hubo terminado, la magnitud del peligro que había corrido le conmovió todavía más que la importancia del secreto relativo a su hermano gemelo. ––Señor Fouquet ––dijo el rey, ––eso del parto doble es una mentira, y no puede ser que hayáis sido víctima de semejante impostura. ––¡Sire! ––Digo que no puede ser que se sospeche de la honra y de la virtud de mi madre. ¿Y vos, mi primer ministro, no habéis castigado ya a los criminales? ––No os ofusquéis, Sire ––repuso Fouquet. ––Reflexionadlo bien; el nacimiento de vuestro hermano... ––No tengo más que uno, el duque de Orleans, a quien conocéis como a mí mismo. Os digo que hay conspiración, empezando por el gobernador de la Bastilla. ––Sire, Sire, el gobernador de la Bastilla ha sido engañado como todo el mundo, por el parecido del príncipe. ––¿El parecido? ¡Queréis callaros! ––Con todo eso es menester que Marchiali se parezca grandemente a Vuestra Majestad para que todos se engañen ––repuso Fouquet. ––¡Locura! ––No digáis eso; Sire; el hombre que se muestra dispuesto a arrojar la mirada de vuestros ministros, de vuestra madre, de vuestra servidumbre, de vuestra familia, debe estar muy seguro del parecido. ––En efecto ––exclamó el rey. Y ese hombre ¿dónde está? ––¿Dónde sino en Vaux? ––¡En Vaux! ¿Y vos consentís que permanezca en Vaux un hombre tal? ––Sire, he creído que lo más apremiante era librar a Vuestra Majestad. Cumplido este deber, haré lo que el rey me ordene. ––Concentremos tropas en París ––dijo el monarca, después de unos instantes de reflexión. ––Ya están dadas las órdenes al efecto ––contestó Fouquet. ––¿Las habéis dado vos? ––exclamó el rey. ––Para esto sí, Sire. Antes de una hora Vuestra Majestad estará al frente de diez mil hombres. Por toda respuesta, el rey tomó con tal efusión la mano del superintendente que se veía cuánta desconfianza había conservado hasta entonces hacia el primer ministro, a pesar de la intervención de éste. ––¿Y con los diez mil hombres ––prosiguió el rey, ––vamos a sitiar, en vuestra casa, a los rebeldes, que a estas horas deben haber ya tomado posesión de ella y tal vez atrincherándose en ella. ––Me admira de que tal sucediese. ––¿Por qué? ––Porque he desenmascarado a su jefe, el alma de la empresa, y a mi ver ha abortado el plan. ––¿Vos habéis desenmascarado al supuesto príncipe? ––No, Sire, ni siquiera lo he visto. ––¿A quien, pues, habéis desenmascarado? ––El jefe de la empresa no es el desventurado usurpador; éste sólo es un instrumento destinado por toda su vida al infortunio, lo conozco. ––¡Sin remisión! ––Es el padre Herblay, obispo de Vannes. ––¿Vuestro amigo? ––Lo fue, Sire ––replicó con nobleza el superintendente. ––Es una desgracia para vos ––dijo el rey con menos generosidad. ––Mientras estuve ignorante del crimen, Sire, tal amistad nada tenía de deshonrosa. ––Era menester preverlo. ––Si soy culpable, Sire, me pongo en las manos de Vuestra Majestad. ––No es eso lo que quise decir, señor Fouquet ––dijo el rey, disgustado de haber dado a conocer la mala disposición de su ánimo; ––lo que quise decir es que a pesar de la máscara con que el miserable Herblay se cubría el rostro, he tenido como un presentimiento de que era él. Pero al caudillo de la empresa le acompañaba un hombre de pelo en pecho, que me amenazaba con su fuerza hercúlea. ––¿Quién es? ––Debe ser su amigo el barón de Vallón, el antiguo mosquetero. ––¿El amigo de D'Artagnan y del conde de La Fere? No es para desperdiciarla esta relación entre los conspiradores y el señor de Bragelonne. ––Sire, Sire, os avanzáis en demasía. El señor conde de La Fere es el hombre más de bien que hay en Francia. Contentaos con lo que pongo en vuestras manos. ––Corriente, porque eso quiere decir que ponéis en mis manos a los culpables. ––¿Qué interpretación da Vuestra Majestad a mis palabras? –– preguntó Fouquet. ––Entiendo que vamos a llegar a Vaux con las tropas, y que no va a escapar ni uno de cuantos forman aquel nido de víboras. ––¡Qué! ¿Vuestra Majestad va a matar a los suyos? ––exclamó Fouquet. ––¡Hasta el último! ––¡Oh! ¡Sirte! ––Entendámonos, señor Fouquet ––dijo con altivez el monarca. ––Yo no vivo en un tiempo en que el asesinato sea la única y última razón de los reyes. Gracias a Dios no es así. Tengo parlamentos que juzgan en mi nombre, y patíbulos en los que ejecutan mi voluntad suprema. ––Me propaso a hacer observar a Vuestra Majestad ––replicó Fouquet palideciendo, ––que todo proceso sobre esta materia será un escándalo mortífero para la dignidad del trono. Hay que evitar a todo trance que el augusto nombre de Ana de Austria circule por los labios del pueblo, entreabiertos por una sonrisa. ––Hay que hacer justicia. señor Fouquet. ––Está bien, Sire; pero la sangre real no puede correr en el patíbulo. ––¡La sangre real! ¿y vos creéis eso? ––exclamó el rey enfurecido y dando una patada en el suelo. ––El parto doble de que me habéis hablado es pura fábula. Ahí, sobre todo, en esa fábula, es donde para mí está el crimen de Herblay, ese es el crimen que yo quiero castigar, mucho más que no la violencia y el insulto que me han inferido él y Vallón. ––¿Castigar de muerte? ––De muerte. ––Sire ––repuso con firmeza el ministro, levantando con majestad la frente, ––si os gusta, haréis decapitar a Felipe de Francia, vuestro hermano; eso os atañe a vos, Sire, y sobre el particular consultaréis a vuestra madre Ana de Austria. Lo que ordenéis estará bien ordenado. Quiero, pues, no mezclarme más en este asunto, ni siquiera para la mayor honra de vuestra corona; pero tengo que pediros una gracia, y os la pido, Sire. ––¿Cuál? ––preguntó el rey turbado por las últimas palabras del ministro. ––El perdón de los señores de Herblay y de Vallón. ––¿Mis asesinos? ––No, Sire, sino dos rebeldes. ––Comprendo que me pidáis el perdón para vuestros amigos. ––¡Mis amigos! ––exclamó Fouquet hondamente ofendido. ––Sí, vuestros amigos, pero la seguridad de mi Estado exige un ejemplar castigo de los culpables Continua
Re: ... de poetas, cuentos y leyendas NO TIENE IMPORTANCIA Esta pena mía no tiene importancia. Sólo es la tristeza de una melodía, y el íntimo ensueño de alguna fragancia. -Que todo se muere, que la vida es triste, que no vendrás nunca, por más que te espere, pues ya no me quieres como me quisiste-. No tiene importancia… Yo soy razonable; no puedo pedirte ni amor ni constancia: ¡si es mía la culpa de no ser variable! ¿Qué valen mis quejas si no las escuchas; y qué mis caricias, desde que las dejas, quizá despreciadas porque fueron muchas? ¡Si esta pena mía no es más que el ensueño de alguna fragancia, no es más que la sombra de una melodía! Ya ves que no tiene ninguna importancia… Pedro Miguel Obligado
Re: ... de poetas, cuentos y leyendas LA CACHILA Un gemidito titila. Por el aire, donde en vilo, Como colgada de un hilo Va subiendo la cachila. Allá cerca ha hecho su nido, De la huella que en el barro Deja la mula del carro Al pasar cuando ha llovido. Y así el pajarillo blando, Entre el riesgo y el estruendo, Vive volando y gimiendo, Muere gimiendo y volando. Leopoldo Lugones