Re: ... de poetas, cuentos y leyendas Muy bonito,los versos de marti son una enseñanza,este nunca lo habia leido.algo escribi antes,pero no se donde fue a parar,jaja.
Re: ... de poetas, cuentos y leyendas He estado un poco flojilla en leer, voy a retomar esta actividad que hace bien al alma. Hermosas las poesías de negros Dejo un poema de negros. Lo encontré en un libro que se llama "El mundo de las palabras". Es un poema de Nueva Zelanda. Querido compañero blanco cuando nazco, soy negro cuando crezco, soy negro cuando enfermo, soy negro cuando salgo al sol, soy negro cuando tengo frío, soy negro cuando siento miedo, soy negro y cuando me muero, sigo siendo negro. Pero tú, compañero blanco cuando naces, eres rosa cuando creces, eres blanco cuando enfermas, eres verde cuando sales al sol, te pones rojo cuando tienes frío, te pones azul cuando sientes miedo, eres amarillo y cuando mueres, eres gris ¿Y tienes la cara de llamarme «de color»?
Re: ... de poetas, cuentos y leyendas Espectacular, Anveri! En un primer vistazo dirías que es de humor pero...Cuánto hace pensar! ¿Podrías dar más datos sobre el libro?. Gracias.
Re: ... de poetas, cuentos y leyendas Te contesto. Autor: Steven Pinker. "El mundo de las palabras". Una introducción a la naturaleza humana. Editorial Paidos. año 2007. pagina: 158 No lo he leído, sólo leo lo que marca mi marido, es decir, leo a lo sinverguenza. chauuu. Debo hacer otras cosas.
Re: ... de poetas, cuentos y leyendas Muchas gracias, Anveri. Parece muy interesante y lo mejor es que lo tienen en la librería virtual donde compro mis libros. Te agradezco nuevamente y me encantó eso de que sigas las lecturas de tu marido .
Re: ... de poetas, cuentos y leyendas Algo más de Jose Marti Versos Sencillos Yo soy un hombre sincero De donde crece la palma. Y antes de morirme quiero Echar mis versos del alma. Yo vengo de todas partes, Y hacia todas partes voy: Arte soy entre las artes, En los montes, monte soy. Yo sé los nombres extraños De las yerbas y las flores, Y de mortales engaños, Y de sublimes dolores. Yo he visto en la noche oscura Llover sobre mi cabeza Los rayos de lumbre pura De la divina belleza. Alas nacer vi en los hombros De las mujeres hermosas: Y salir de los escombros Volando las mariposas. He visto vivir a un hombre Con el puñal al costado, Sin decir jamás el nombre De aquella que lo ha matado. Rápida, como un reflejo, Dos veces vi el alma, dos: Cuando murió el pobre viejo, Cuando ella me dijo adiós. Temblé una vez –en la reja, A la entrada de la viña.— Cuando la bárbara abeja Picó en la frente a mi niña. Gocé una vez, de tal suerte Que gocé cual nunca: --cuando La sentencia de mi muerte Leyó el alcalde llorando. Oigo un suspiro, a través De las tierras y la mar, Y no es un suspiro, --es Que mi hijo va a despertar. Si dicen que del joyero Tome la joya mejor Tomo a un amigo sincero Y pongo a un lado el amor. Yo he visto al águila herida Volar al azul sereno, Y morir en su guarida La víbora del veneno. Yo sé bien que cuando el mundo Cede, lívido, al descanso, Sobre el silencio profundo Murmura el arroyo manso. Yo he puesto la mano osada De horror y júbilo yerta, Sobre la estrella apagada Que cayó frente a mi puerta. Oculto en mi pecho bravo La pena que me lo hiere: El hijo de un pueblo esclavo Vive por él, calla, y muere. Todo es hermoso y constante, Todo es música y razón, Y todo, como el diamante, Antes que luz es carbón. Yo sé que el necio se entierra Con gran lujo y con gran llanto,-- Y que no hay fruta en la tierra Como la del camposanto. Callo, y entiendo, y me quito La pompa del rimador: Cuelgo de un árbol marchito Mi muceta de doctor. V Si ves un monte de espumas, Es mi verso lo que ves: Mi verso es un monte, y es Un abanico de plumas. Mi verso es como un puñal Que por el puño echa flor: Mi verso es un surtidor Que da un agua de coral. Mi verso es de un verde claro Y de un carmín encendido: Mi verso es un ciervo herido Que busca en el monte amparo. Mi verso al valiente agrada: Mi verso, breve y sincero, Es del vigor del acero Con que se funde la espada.
Re: ... de poetas, cuentos y leyendas Anveri,me gusto el poema,de momento uno medio se sonrie,pero la forma de expresarse y lo que dice esta muy bien,Clause,veo que nos gustan los versos sencillos de Jose Marti,sigamos asi,saludos.
Re: ... de poetas, cuentos y leyendas LOS DOS PRINCIPES El palacio esta de luto y en el trono llora el rey y la reina esta llorando donde no la pueden ver. en pañuelos de olan fino lloran la reina y el rey los señores del palacio estan llorando tambien los caballos llevan negro el penacho y el arnes los caballos no han comido porque no quieren comer el laurel del patio grande quedo sin hoja esta vez todo el mundo fue al entierro con coronas de laurel _el hijo del rey se ha muerto! se le ha muerto el hijo al rey En los alamos del monte tiene su casa el pastor la pastora esta diciendo ¿porque tiene luz el sol ' las ovejas cabizbajas vienen todas al porton una caja larga y honda esta forrando el pastor! entra y sale un perro triste canta alla dentro una voz pajarito yo estoy loca llevadme donde el volo! el pastor coje llorando la pala y el azadon abre en la tierra una fosa echa en la fosa una flor. se quedo el pastor sin hijo murio el hijo del pastor!
Re: ... de poetas, cuentos y leyendas Perdonadme si pongo alguna falta,es que no veo muy bien,saludos.
Re: ... de poetas, cuentos y leyendas Alejandro Dumas EL HOMBRE DE LA MASCARA DE HIERRO Capítulo 27 EL ÚLTIMO ADIÓS Raúl lanzó una exclamación de alegría y abrazó con ternura a Porthos, Aramis y Athos se abrazaron como se abrazan los hombres maduros, y aun para el primero aquel abrazo equivalió a una pregunta, pues dijo sin tardanza: ––Amigo mío, estamos aquí por poco rato. ––¡Ah! ––exclamó el conde. ––El tiempo de poneros al tanto de mi buena suerte, ––repuso Porthos. ––¡Ah! ––exclamó Raúl. Athos miró a Aramis, cuyo ademán sombrío le pareció poco en armonía con la buena nueva de que hablaba Vallón. ––¿Qué buena suerte os ha traído? ––preguntó Raúl sonriéndose. ––El rey me hace duque, ––respondió con misterio el buen Porthos inclinándose hasta el oído del joven duque vitalicio. Pero los apartes del coloso eran siempre lo bastante sonoros para que todos los oyeran. Athos lanzó una exclamación que hizo estremecer a Aramis, que se apoyó en el brazo de su amigo, y, después de haber pedido licencia a Porthos para hablar algunos momentos aparte, dijo al conde: ––Mi querido Athos, estoy transido de dolor. ––¡De dolor! ––exclamó el conde; ––¿qué decís, mi querido amigo? ––He aquí en dos palabras lo que pasa: he conspirado contra el rey, la conspiración ha abortado, y a esta hora es indudable que me buscan. ––¡Os buscan!... ¡una conspiración!... Pero ¿qué estáis diciendo, amigo mío? ––La triste verdad. Estoy perdido. ––Pero Porthos ... ese título de duque... ¿qué significa todo eso? ––Esta es la causa de mi pesadumbre mayor; esta mi herida más profunda. En la creencia de un triunfo infalible, arrastré a Porthos en mi conjuración, a la que aplicó todas sus fuerzas, sin saber absolutamente nada, y hoy está comprometido y perdido como yo. ––¡Dios santo! ––exclamó el conde volviéndose hacia Porthos, que le dirigió una sonrisa de cariño. ––Es menester que lo comprendáis todo, ––prosiguió Aramis. ––Escuchadme. Y Herblay contó la historia que ya conocemos. ––Era una grande idea, ––repuso el conde, ––pero también una falta muy grande... ––De la que estoy castigado, ––exclamó Aramis. ––Por eso no os revelaré por entero mi pensamiento. ––No temáis en manifestármelo. ––Pues bien, lo que habéis hecho vos es un crimen. ––Capital, lo sé; es crimen de lesa majestad. ––¡Pobre Porthos! ––dijo el conde. ––¿Qué queréis que haga? Ya os he dicho que el triunfo era seguro. ––Fouquet es hombre honrado. ––Y yo un necio por haberle juzgado tan mal. ––dijo Aramis –– ¡Oh sabiduría de los hombres! ¡oh muela inmensa que tritura un mundo, y que a lo mejor es detenida por el grano de arena que cae no se sabe cómo en sus rodajes! ––¡Decid por un diamante, Herblay. En fin, ya el mal no tiene remedio. ¿Qué pensáis hacer? ––Me llevo conmigo a Porthos, pues el rey nunca querrá creer que nuestro buen amigo ha obrado candorosamente creyendo que al hacer la que ha hecho servía a su soberano. Pagaría con su cabeza mi falta, y no lo consiento. ––¿Adónde os le lleváis? ––Primeramente a Belle-Isle, que es un refugio inexpugnable; luego, y en una embarcación que tengo preparada, nos trasladaremos a Inglaterra, donde estoy bien relacionado. ––¿Vos a Inglaterra? ––O a España, donde todavía tengo más amigos. ––Al desterrar a Porthos, le arruináis, pues el rey confiscará sus bienes. ––Todo está previsto. Una vez en España, arbitraré la manera de reconciliarme con Luis XIV y de hacer que Porthos entre nuevamente en su gracias. ––Por lo que veo, gozáis de gran valimiento, ––dijo Athos con discreción. ––Muy grande, y al servicio de mis amigos, amigo Athos, ––dijo Aramis acompañando sus palabras de un sincero apretón de manos. ––Gracias, ––repuso el conde. ––Y pues parece que viene rodado, perdonad que os diga que también vos y Raúl estáis descontentos a causa de los agravios que os ha inferido el rey. Imitad nuestro ejemplo. Pasad a BelleIsle, y luego veremos... Os doy palabra de que dentro de un mes habrá estallado la guerra entre Francia y España a causa de ese hijo de Luis XIII, que es también infante, y al cual Francia detiene inhumanamente. Ahora bien, como Luis XIV no querrá que por esta causa se encienda una guerra, os garantizo una transacción cuyo resultado será la grandeza de Porthos y mía, y un ducado en Francia para vos, que ya sois grande de España. ¿Aceptáis? ––No; prefiero tener algo que echar en cara al rey; es un orgullo natural entre los de mi linaje el aspirar a la superioridad sobre las estirpes reales. Si yo hiciese lo que me proponéis, quedaría obligado al rey, y cuanto ganaría en lo material, lo perdería en mi conciencia. Gracias. ––Pues dadme dos cosas: vuestra absolución... ––Si realmente os habíais propuesto vengar al débil y al oprimido contra el opresor, os la doy, Aramis. ––Me basta, ––repuso Herblay sonrojándose. Ahora, dadme vuestros dos mejores caballos para el segundo relevo, pues so pretexto de un viaje que el señor de Beaufort hace por estos parajes, me los han negado en el relevo cercano. ––Tendréis mis dos caballos mejores, Aramis, y os recomiendo a Porthos. ––Nada temáis. Dos palabras más; ¿os parece que hago para con él lo que debo? ––Estando, como está hecho el mal sí; porque el rey no lo perdonaría, y luego , por más que él diga, siempre tenéis un apoyo en el señor Fouquet, que nos os abandonará, ya que no obstante su heroico comportamiento, también está muy comprometido. ––Decís bien. He ahí por qué en vez de embarcarme inmediatamente, lo que daría a comprender mi temor y me haría culpable voy a quedarme en territorio francés. Pero Belle-Isle será para mí el territorio que yo quiera: inglés, español o romano, todo consiste en el pabellón que yo enarbole. ––¿Cómo así? ––Yo soy quien ha fortificado a Belle-Isle, y mientras yo la defienda, no habrá quien ponga la planta en ella. Además de que, como vos lo habéis dicho hace poco, puedo contar con el señor Fouquet, lo cual quiere decir que sin el consentimiento del superintendente no atacarán a Belle-Isle. ––Es verdad. Sin embargo, sed prudente. Aramis se sonrió. ––Os recomiendo a Porthos, ––repitió el conde con fría insistencia. ––Nuestro hermano Porthos seguirá mi suerte, ––repuso Aramis en el mismo tono. Athos se inclinó y estrechó la mano de Aramis; luego se acercó al Porthos y le dio un efusivo abrazo. ––¿Verdad que nací con buena estrella? ––repuso él, embozándose en su amplia capa. Venid, amigo mío, ––dijo Aramis. Raúl se había anticipado para dar las órdenes del caso y hacer ensillar los dos caballos. Ya el grupo se había dividido; ya Athos miraba a sus amigos a punto de partir, cuando algo así como una niebla pasó por delante de los ojos del conde y le cayó cual losa de plomo sobre el corazón. ––¡Es singular! ––dijo entre sí Athos. ––¿De qué nace ese anhelo de abrazar nuevamente a Porthos? Precisamente Vallón se había vuelto, y se acercaba con los brazos abiertos a su antiguo amigo. Aquel último abrazo encerró tanta ternura como en la juventud, como en los tiempos en que el corazón latía con fuerza, como en los días en que la vida se presentaba color de rosa. Porthos subió sobre el caballo, mientras Aramis se volvía para echar nuevamente los brazos al cuello de Athos. Este vio a sus dos amigos en el camino real alargarse en la sombra con sus blancas capas. Cual dos fantasmas, los fugitivos se agrandaban a proporción que iban alejándose, y no fue entre la niebla, no en la pendiente del suelo donde desaparecieron: al final de la perspectiva, Aramis y Porthos pareció como que habían dado con los pies a sus cuerpos un impulso que les hizo perderse evaporados en las nubes. Entonces y con el corazón opreso Athos entró otra vez en su casa y dijo a Bragelonne: ––El corazón me dice que no volveré a ver a esos dos hombres. De repente atrajo la atención de padre e hijo hacia la alameda, un rumor de caballos y de voces. Algunos porta antorchas a caballo sacudían alegremente sus hachas en los árboles del camino, y de cuando en cuando volvían el rostro para no alejarse de los jinetes que les seguían. Aquella luz, aquel ruido, el polvo que levantaban una docena de caballos ricamente enjaezados, hicieron estupendo contraste en medio de la noche con la desaparición sorda y fúnebre de Porthos y de Aramis. Athos entró en su casa; pero apenas hubo llegado a su terraza, cuando pareció que la verja se inflamaba, todas las antorchas se detuvieron y abrasaron con su claridad el camino. ––¡El señor duque de Beaufort! ––gritó una voz. Athos al oír aquel grito, se abalanzó a la verja.
Re: ... de poetas, cuentos y leyendas Alejandro Dumas EL HOMBRE DE LA MASCARA DE HIERRO Capítulo 28 BEAUFORT Ya el duque se había apeado y buscaba algo alrededor. ––Aquí estoy, monseñor, ––dijo Athos. ––¡Hola! Buenas noches, ¿es muy tarde para un amigo, querido conde? Beaufort, del brazo de Athos entró en casa, seguido de Raúl que iba respetuosa y modestamente entre los oficiales del príncipe, de los cuales muchos eran amigos suyos. El príncipe se volvió en el instante en que Raúl, para dejarle solo con Athos cerraba la puerta para pasar con los oficiales a una sala contigua. ––¿Es ese el mozo de quien he oído tantos elogios de boca del señor príncipe de Condé? ––preguntó Beaufort. ––Sí, monseñor, ––respondió el conde. ––¡Es todo un soldado! No está de más aquí. Decidle que se quede, conde. ––Raúl, quedaos, ya que monseñor lo consiente, ––dijo Athos. ––¡Caramba! es gallardo y hermoso, ––prosiguió el duque. –– ¿Me lo daréis si os lo pido? ––¿En qué sentido me lo preguntáis, monseñor? ––dijo el conde. ––He venido para despedirme de vos. ––¿Para despediros, monseñor? ––Sí. ¿No imagináis poco ni mucho lo que voy a ser? ––Lo que siempre habéis sido, monseñor; príncipe valiente y caballero cumplido. ––Voy a convertirme en príncipe africano, en caballero beduino. El rey me envía a hacer la guerra a los árabes. ––¡Qué decís, monseñor! ––¿Verdad que es fenomenal? Yo, el parisiense por excelencia, yo, que he reinado en los barrios y fui llamado rey de los mercados, paso de la plaza de Maubert a los minaretes de Djidgeli; de frondista me convierto en aventurero. ––Si vos mismo no me lo dijeseis, monseñor... ––No lo creeríais. Sin embargo, dad crédito a mis palabras, y despidámonos. Esto trae el recobrar el favor. ––¿El favor? ––Sí. ¿Os sonreís? ¡Ah! mi querido conde, ¿sabéis por qué he aceptado? ––Porque Vuestra Alteza antepone la gloria a todo. ––No, conde, andar a mosquetazos con los salvajes no es glorioso. Yo no tomo la gloria por este lado, y lo más probable es que en vez de gloria encuentre yo otra cosa... Pero quise y quiero, ¿oís bien, señor conde? que mi vida tenga esta última faz después de haber brillado de tan singular manera durante medio siglo. Porque no podéis menos de convenir conmigo, en que no deja de ser notable el haber nacido hijo de rey, haber hecho la guerra a reyes, figurado entre los grandes del siglo, llenado dignamente los deberes de su jerarquía, trascender a Enrique IV, y ser grande almirante de Francia, para ir a hacerse matar en Djidgeli, en medio de turcos, sarracenos y moros. ––Rara es vuestra insistencia sobre el particular, monseñor, ––repuso Athos turbado. ––¿Cómo admitir que una carrera tan brillante como la vuestra vaya a tener por remate un fin tan obscuro? ––¿Acaso os creéis, hombre justo y sencillo, que si por tan ridículo pretexto voy al África, no haré por salir de ella sin menoscabo? ¿Por ventura no haré hablar de mí? Y para que hablen de mí actualmente, cuando brillan Condé, Turena y otros tantos, ¿qué me queda a mí, almirante de Francia, hijo de Enrique IV, rey de París, sino hacerme matar? ¡Voto al diablo! yo os juro que hablarán de mí; pese a todo dios me matarán, si no en África, en otra parte. ––Exageráis, monseñor, ––dijo el conde, ––y nunca os habéis mostrado exagerado sino en punto al valor. ––Valor se requiere para irse uno al arrostrar el escorbuto, la disentería, la langosta y las flechas emponzoñadas. Además, hace tiempo que lo tengo pensado, y cuando me decido, el demonio que me haga desistir. ––Quisisteis salir de Vincennes, monseñor. ––¡Hombre! ¿por ventura no me ayudasteis vos a salir de allí? A propósito, ¿dónde está Vaugrimaud que no lo veo por más que miro al todas partes? ¿Sigue bien? ––Vaugrimaud continúa siendo el más respetuoso servidor de Vuestra Alteza, ––respondió Athos sonriéndose. Traigo para él y por vía de legado cien doblones. Tengo hecho mi testamento, conde, y comprenderéis que si vieran el nombre de Grimaud en mi testamento... El duque se echó a reír; luego se volvió hacia Raúl, que desde el comienzo de aquella conversación se quedó profundamente pensativo y le dijo: ––Joven, me consta que en esta casa hay cierto vino de Vauvray... Raúl salió apresuradamente para servir al duque; el cual, una vez a solas con el conde, le tomó la mano y le preguntó, aludiendo a Bragelonne: ––¿Qué pensáis hacer de él? ––Por lo pronto, nada, monseñor. ––Ya, de resultas de la pasión del rey por... La Valiére. ––Esto es, monseñor. ––¿Conque es cierto lo que dicen?... Me baila por la mente que yo he visto en alguna parte a la muchacha esa, y si mal no recuerdo, no es hermosa. ––No lo es, monseñor. ––¿Sabéis a quién me recuerda? ––No sé, monseñor. ––Me recuerda a una moza no mal parecida, hija de una mujer que vivía en el mercado. ––¡Ah! ––exclamó Athos sonriéndose. ––¡Qué hermosos tiempos aquellos! ––dijo Beaufort. ––Pues sí. La Valiére me recuerda a aquella muchacha. ––¿No tuvo un hijo? ––Paréceme que sí, ––respondió el duque con indolente ingenuidad, con un olvido indecible. ––De manera que el pobre Raúl... Es hijo vuestro, ¿no es verdad? ––Sí, monseñor. ––De manera que el pobre muchacho se ha visto desbancado por el rey, y de resultas, vos y él ponéis mala cara al soberano. ––Hacemos más que ponerle mala cara, monseñor; nos hemos separado de él. ––¿Vais a dejar que se pudra ese muchacho? Hacéis mal. Dádmelo al mí. ––Deseo conservarlo a mi lado, monseñor. No tengo más que él en el mundo, y mientras se avenga a permanecer... ––Bien, bien, ––repuso el duque. ––Sin embargo, yo lo hubiera reconciliado sin tardanza con el rey. Es de la madera de que se hacen los mariscales de Francia, y a más de uno de su fuste, he visto yo empuñar el bastón de mariscal. ––No digo que no, monseñor; pero como el rey es quien nombra a los mariscales de Francia, Raúl nunca aceptará cosa alguna de Su Majestad. En esto entró Bragelonne precediendo al Grimaud, que traía en sus todavía seguras manos una salvilla con un vaso y una botella del vino predilecto del duque. Beaufort, al ver a su antiguo protegido, exclamó con alegría: ––Buenas noches, Grimaud, ¿qué tal va esa salud? Grimaud, tan lleno de satisfacción como su noble interlocutor, hizo una profunda reverencia. ––¡Dos amigos! ––exclamó el duque sacudiendo con robusta mano el hombro del honrado Grimaud, que hizo una reverencia más profunda que la primera. ––¡Cómo! ¿un sólo vaso, conde? ––repuso Beaufort. ––Sólo beberé con Vuestra Alteza si Vuestra Alteza se digna invitarme a que lo haga, ––contestó con noble humildad Athos. ––¡Vive Dios! que habéis hecho bien en no haber hecho traer más que un vaso, ––replicó el duque; ––así beberemos los dos en él como dos hermanos de armas. Vos primero, conde. ––Pues os dignáis hacerme tal favor, hacédmelo por entero, ––dijo Athos apartando con suavidad el vaso. ––Sois un grande amigo, ––repuso Beaufort, que bebió y entregó el vaso de oro a su compañero: ––pero como todavía tengo sed, quiero honrar a ese garrido mozo que está ahí en pie. ––Y volviéndose hacia Raúl, añadió: ––La dicha va conmigo, vizconde; mientras bebáis en mi vaso, desead algo, y acabe conmigo la peste si no veis cumplido vuestro deseo. El duque tendió el vaso al Bragelonne, que humedeció precipitadamente en el vino los labios y dijo con igual presteza: ––Deseo algo, monseñor. A Raúl le brillaron con fuego sombrío los ojos, se le encendieron las mejillas, y se sonrió de modo que llenó de espanto al Athos. ––¿Qué deseáis? ––preguntó Beaufort sentándose en el sillón, mientras con una mano entregaba la botella y una bolsa a Grimaud. ––¿Me prometéis acceder a mi deseo, monseñor? ––Desde luego, pues tal es lo pactado. ––Pues deseo acompañaros a Djidgeli, monseñor. Athos se puso pálido y no pudo ocultar su turbación. ––Es difícil, muy difícil, mi querido vizconde, ––repuso el duque bajando la voz y después de haber mirado al su amigo como para ayudarle a parar aquel golpe imprevisto. ––Perdonad, monseñor, he sido indiscreto, ––repuso Bragelonne con voz firme; ––pero como vos mismo me habéis invitado... ––¿A que me dejarais? ––atajó el conde. ––Señor, ¿cómo podéis creer...? ––¡Qué caramba! ––exclamó el duque. ––el vizconde tiene razón. ¿Qué va a hacer aquí sino morirse de tristeza? Raúl se sonrojó; pero el príncipe, enardecido, prosiguió: ––La guerra es destrucción, en ella se gana todo, y sólo se pierde una cosa, la vida, y entonces tanto peor. ––Es decir, la memoria, ––repuso Raúl con viveza, ––es decir, tanto mejor. Mas al ver que Athos se levantaba y abría la ventana, el joven se arrepintió de las palabras que acababa de pronunciar. El acto del conde sin duda escondía una emoción; Raúl se abalanzó a su padre, que ya había devorado su dolor, pues reapareció en el campo de luz de las bujías con el rostro sereno e impasible. ––¿En qué quedamos? ––preguntó el duque, ––¿se viene o no se viene conmigo? Si se viene le nombro mi edecán, y os prometo mirarlo como a hijo, conde. ––¡Monseñor! ––exclamó Raúl hincando una rodilla. ––Monseñor, ––repuso Athos asiendo la mano al duque, –– Raúl hará lo que mejor le plazca. ––No, sino lo que os plazca a vos, señor, ––replicó el vizconde. ––Vaya, vaya, ––dijo Beaufort, ––aquí no hay conde ni vizconde que valgan. Me llevo al Bragelonne. La marina le abre una carrera brillantísima, amigo mío. Raúl entendió, y recobró su serenidad, y no volvió a proferir palabra. Al ver lo avanzado de la hora, Beaufort se levantó y dijo apresuradamente: Tengo prisa; pero a quien me diga que he perdido el tiempo conversando con un amigo, le responderé que en cambio he hecho una buena adquisición. ––Con perdón, señor duque, ––repuso Bragelonne, ––pero no digáis nada respecto de mí al rey, a quien no estoy dispuesto a servir. ––¿A quién, pues, vas a servir si no al rey, muchacho? ––objetó el duque. ––Pasaron ya aquellos tiempos en que podías haber dicho que servías a Beaufort. Hoy, grandes y chicos, servimos al rey; por eso si sirves en mis naves, no valen subterfugios, mi querido vizconde, a quien servirás será a Su Majestad. Athos aguardaba con cierta alegría impaciente la manera cómo iba a escaparse de aquel callejón sin salida el vizconde, enemigo irreconciliable del rey, su rival. El padre creía que el obstáculo ahogaría el deseo y casi estaba agradecido al Beaufort, cuya ligereza o cuya generosa reflexión acababa de poner otra vez en duda la partida de un hijo su único gozo. Pero Raúl contestó con voz firme y sosegada: ––Ya yo había resuelto en mi ánimo la objeción que me hacéis, señor duque. Pues me hacéis la gran merced de llevarme con vos, serviré en vuestras naves, pero en ellas serviré a un amo más poderoso que el rey: a Dios. ––¡A Dios! ––exclamaron a una Athos y el príncipe. ––¿Como? ––Mi intención es profesar y hacerme caballero de Malta, –– prosiguió Bragelonne, vertiendo una a una sus palabras, más heladas que las gotas desprendidas de los negros árboles después de las tormentas invernales. A este último golpe, Athos se tambaleó, el príncipe se sintió conmovido, y Grimaud exhaló un sordo gemido y dejó caer la botella, que se hizo añicos en la alfombra sin que ninguno de los presentes lo advirtiera. Beaufort miró de hito en hito al vizconde, y por más que éste tenía los ojos clavados en el suelo, leyó en sus facciones una resolución inquebrantable. En cuanto a Athos, conocedor como era del alma tierna e inflexible de su hijo, no contó hacerle desviar del camino que acababa de trazarse. ––Conde, ––dijo Beaufort tendiendo la mano a Athos, ––dentro de dos días salgo para Tolón. ¿Os veré en París para saber vuestra resolución definitiva? Tendré la honra de ir allá para daros las gracias por todas vuestras bondades. ––No dejéis de llevaros al vizconde, tanto si me acompaña al África como no, ––añadió el duque; ––tiene mi palabra, y no le pido sino la vuestra. Después de haber derramado un poco de bálsamo en la herida abierta en aquel corazón paternal, el duque dio un tirón de orejas a Grimaud, que parpadeaba más que de costumbre, y en la terraza se reunió con su escolta y se alejó.
Re: ... de poetas, cuentos y leyendas EL NIDO AUSENTE Sólo ha quedado en la rama un poco de paja mustia y, en la arboleda, la angustia de un pájaro fiel que llama. Cielo arriba y senda abajo, no halla tregua a su dolor, y se para en cada gajo preguntando por su amor. Ya remonta con su queja, ya pía por el camino donde deja en el espino su blanda lana la oveja. Pobre pájaro afligido que sólo sabe cantar y, cantando, llora el nido que ya nunca ha de encontrar. Leopoldo Lugones
Re: ... de poetas, cuentos y leyendas Alejandro Dumas EL HOMBRE DE LA MASCARA DE HIERRO Capítulo 29 PREPARATIVOS DE MARCHA Athos, hombre fuerte por excelencia, no perdió más tiempo en combatir la inmutable resolución de su hijo; al contrario, empleó los dos días que el duque concedió en hacer preparar cuidadosamente el equipaje de Raúl por el buen Grimaud, que se aplicó a la tarea con el cariño y la inteligencia que todos sabemos. El conde mandó a su fiel criado que una vez preparados los equipajes, saliese para País, y para no exponerse a hacer esperar al duque, o, a lo menos, a que Raúl fuese tachado de reacio si el duque advertía su ausencia, al día siguiente de la visita de Beaufort emprendió con su hijo el camino de París. Athos se dirigió a casa de Planchet para saber de D'Artagnan; al llegar a la calle de los Lombardos, se encontró con que en la tienda del droguero había gran movimiento, pero no originado por la venta o la llegada de mercancías. Planchet no oficiaba, como de costumbre, entre sacos y barriles. No. Un sirviente, con la pluma en la oreja, y otro con una libreta en la mano, trazaban cifras y sumas, mientras un tercero contaba y pesaba. Tratábase de un inventario. Athos, que no era comerciante, y veía que despedían a muchos parroquianos, se preguntó si él, que nada tenía que comprar, sería allí importuno. Así pues, se acercó a uno de los sir vientes y le dijo con toda finura si podía hablar con el señor Planchet. ––Está dando la última mano a sus maletas, ––respondió el interpelado. ––¡Como! ¿Se va el señor Planchet? ––Sí, señor, dentro de poco. ––Pues hacedme la merced de decirle que el señor conde de La Fere desea hablar con él. Uno de los empleados, sin duda acostumbrado a oír pronunciar con el mayor respeto el nombre del conde de La Fere, fue a avisar inmediatamente a Planchet. Planchet, dejó su ocupación y acudió apresuradamente, diciendo con verdadera alegría: ––¡Ah¡ señor conde, ¿qué buena estrella os trae? ––Mi querido Planchet, ––repuso Athos, ––me trae el deseo de saber de vos... ¡Pero en qué tráfago os encuentro! Estáis blanco como un molinero ¿Dónde os habéis metido? ––¡Ah! ¡diantre! cuidado, señor conde, cuidado, no os acerquéis a mí hasta que me haya sacudido bien. ––¿Por qué? Harina o polvo no hacen más que blanquear. ––No, no, eso que veis en mis brazos es arsénico. ––¿Arsénico? ––Sí, señor estoy haciendo mis provisiones para los ratones. ––Es verdad, en una tienda como esta los ratones abundan. ––No me ocupé de esta tienda, señor; conde: los ratones se han comido en ella más que me comerán. ––¿Qué queréis decir? ––Podéis haberlo visto, señor conde: hacen mi inventario. ––¿Os retiráis? ––Sí, señor conde, traspaso mi tienda a uno de mis empleados, ––¿Conque ya estáis bastante rico? ––Le he tomado aversión a la ciudad, no sé si porque envejezco, y porque, al envejecer, como me dijo una vez el señor de D'Artagnan, uno piensa con más frecuencia en la juventud; pero hace algún tiempo que el campo y la huerta me atraen. Y acompañando de una sonrisa un tanto presuntuosa, añadió: ––En mis mocedades fui campesino. ––¿Vais a comprar algunas tierras? ––preguntó Athos. ––Una casita en Fontainebleau y unas veinte fanegas en los alrededores de ella. ––Os doy mi enhorabuena. Planchet. ––Pero estamos muy mal aquí, señor conde; ese maldito polvo os hace toser, y no quiero envenenar al más cumplido caballero del reino. ––Sí, hablemos aparte, ––dijo Athos: ––en vuestra habitación, por ejemplo, porque tendréis un cuarto particular... ––Es verdad, señor conde. ––¿Arriba tal vez? ––repuso Athos fingiendo subir al ver turbado a Planchet. ––Es que... ––objetó el droguero vacilando. Athos interpretó mal la vacilación de Planchet, y atribuyéndola al temor de éste de ofrecer una hospitalidad poco digna al huésped, prosiguió adelante, diciendo: ––No importa, ya sabemos que la habitación de un tendero, en este barrio, no puede ser un palacio. Vaya, subamos. Raúl precedió a su padre y entró, pero al mismo punto resonaron dos exclamaciones, y aun podemos decir tres, y una de ellas más aguda que las demás, como lanzada por una mujer. La otra exclamación, de sorpresa, salió de boca de Raúl, que, no bien la hubo proferido, cerró la puerta. La tercera fue de espanto, y la exhaló Planchet, pues dio un paso para descender de nuevo. ––¿La señora?... ––repuso Athos. ––Perdonad, mi amigo, ignoraba que aquí arriba tuvieseis... ––Es Truchen ––añadió Planchet un poco sonrojado. ––Quienquiera que sea, mi buen Planchet, perdonad nuestra indiscreción. ––No, no, ahora ya podéis subir, señores. ––¿Para qué? ––repuso Athos. ––La señora ya está avisada, y habrá tenido tiempo... ––No Planchet. Adiós. ––No me deis el disgusto de quedaron en la escalera, señores, ni de salir de mi casa sin haberos sentado. ––De haber sabido nosotros que ahí arriba había una dama, –– dijo Athos con su habitual serenidad ––os habríamos pedido permiso para saludarla. Planchet quedó tan cortado por aquella exquisita impertinencia, que forzó el paso y abrió por sí mismo la puerta para hacer entrar al conde y a su hijo. Truchen, ya completamente vestida con traje de tendera rica y coqueta, y mirando con sus ojos alemanes con mezcla de francés a los recién llegados, hizo a cada uno de éstos una reverencia y se bajó a la tienda, aunque no sin antes haber pegado el oído a la puerta para saber qué dirían de ella a Planchet los hidalgos visitadores; pero como Athos se lo figuró, no dijo una palabra respecto del particular. En cambio no tuvo otro remedio que escuchar a Planchet, que le contó sus idilios de felicidad, traducidos en un lenguaje más casto que el de Lòngo, y acabó diciendo que Truchen había hecho el encanto de su edad madura, y traído la bendición a sus negocios, como Ruth a Booz. ––Sólo os faltan herederos de vuestra prosperidad, ––repuso Athos. ––Si tuviese uno, no le tocarían menos de trescientas mil libras, ––replicó Planchet. ––Pues es menester que lo tengáis, ––dijo sosegadamente Athos, ––para que no se pierda vuestra fortunita. La palabra “fortunita” puso a Planchet en su fila, como en otro tiempo la voz del sargento cuando aquél era piquero del regimiento del Piamonte, donde lo colocó Rochefort. Athos comprendió que el droguero se casaría con Truchen, y que formaría un árbol genealógico. Y esto le pareció tanto más evidente, cuando supo que el sirviente a quien Planchet vendía su tienda era primo de Truchen, encarnado como un alelí, de encrespados cabellos y cargado de hombros. El conde de La Fere sabía cuánto puede y debe saberse sobre la suerte de un droguero. Porque la verdad es que Athos comprendió, y dijo sin transición: ––¿Dónde está el señor de D'Artagnan, que no le han encontrado en el Louvre? ––Ha desaparecido, señor conde. ––¡Desaparecido! ––exclamó Athos con sorpresa. ––Ya sabemos lo que esto significa, señor conde. ––No yo. ––Cuando el señor de D'Artagnan desaparece, es siempre por alguna comisión o algún negocio. ––¿Os ha dicho algo? ––Nunca me dice nada. ––Sin embargo, tiempo atrás supisteis su viaje a Inglaterra. ––A causa de la especulación, ––replicó atolondradamente Planchet. ––¿Qué especulación? ––Quiero decir... ––protestó Planchet. ––Bien, bien, vuestros asuntos, así como los de vuestro amigo, nada tienen que ver; sólo me ha llevado a interrogaros el interés que el señor de D'Artagnan nos inspira. Ahora bien, como el capitán de mosqueteros no está aquí, y no podéis decirnos dónde está, nos vamos. Hasta la vista Planchet: ––Señor conde. ––dijo el droguero, ––querría poder deciros... ––De ningún modo, no soy yo quien recrimine la discreción a un servidor. Esta palabra “servidor hirió al semimillonario Planchet; pero el respeto y su natural bondad se sobrepusieron al orgullo. ––No es indiscreto deciros que el señor de D'Artagnan estuvo aquí el otro día, ––repuso el droguero, ––y que pasó largas horas consultando un mapa. ––Tenéis razón, amigo mío; no digáis más. ––Y como prueba aquí está el mapa, ––añadió Planchet. Y presentó, en efecto, al conde de La Fere, un mapa de Francia, en el cual la mirada experta de aquél descubrió un itinerario punteado con pequeños alfileres. Athos siguió con la mirada los alfileres y los agujeros, y vio que D'Artagnan debía haber tomado la dirección del Mediodía, hacia el Mediterráneo, del lado de Tolón, hasta las inmediaciones de Cannes. El conde se devanaba los sesos para adivinar qué iba: a hacer D'Artagnan en Cannes, y qué motivos podía tener para ir a observar las márgenes del Var; pero nada sacó en claro. ––No importa, ––dijo Raúl, ––que tampoco atinó en el porqué del viaje del mosquetero, y dirigiéndose a su padre, que silenciosamente y con el dedo le hacía comprender la marcha de D'Artagnan; ––no importa, se puede confesar que hay una providencia siempre ocupada en acercar nuestro destino al del señor de D'Artagnan. El va hacia Cannes y vos, señor, me acompañáis, a lo menos, hasta Tolón. Estad seguro de que más fácilmente lo encontraremos en nuestro camino que en este mapa. Despidiéndose de Planchet, que estaba reprendiendo a sus dependientes, y con ellos al primo de Truchen, su sucesor, los dos hidalgos salieron para encaminarse a casa del duque de Beaufort, y a la puerta de la droguería vieron un coche, depositario futuro de los encantos de Truchen y de las talegas del droguero.
Re: ... de poetas, cuentos y leyendas A LA NOCHE 137 Noche fabricadora de embelecos, loca, imaginativa, quimerista, que muestras al que en ti su bien conquista, los montes llanos y los mares secos; habitadora de celebros huecos, mecánica, filósofa, alquimista, encubridora vil, lince sin vista, espantadiza de tus mismos ecos; la sombra, el miedo, el mal se te atribuya, solícita, poeta, enferma, fría, manos del bravo y pies del fugitivo. Que vele o duerma, media vida es tuya; si velo, te lo pago con el día, y si duermo, no siento lo que vivo. Lope Félix de Vega y Carpio