Poemas, cuentos y leyendas

Tema en 'Temas de interés (no de plantas)' comenzado por mai^a, 27/2/08.

  1. clause

    clause Claudia

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    LA PALABRA DICHA

    La palabra se levanta
    de la página escrita.
    La palabra,
    labrada estalactita,
    grabada columna,
    una a una letra a letra.
    El eco se congela
    en la página pétrea.

    Ánima,
    blanca como la página,
    se levanta la palabra.
    Anda
    sobre un hilo tendido
    del silencio al grito,
    sobre el filo
    del decir estricto.
    El oído: nido
    o laberinto del sonido.

    Lo que dice no dice
    lo que dice: ¿cómo se dice
    lo que no dice?
    Di
    tal vez es bestial la vestal.

    Un grito
    en un cráter extinto:
    en otra galaxia
    ¿cómo se dice ataraxia?
    Lo que se dice se dice
    al derecho y al revés.
    Lamenta la mente
    de menta demente:
    cementerio es sementero,
    simiente no miente.

    Laberinto del oído,
    lo que dices se desdice
    del silencio al grito
    desoído.

    Inocencia y no ciencia:
    para hablar aprende a callar.


    Octavio Paz



     
  2. clause

    clause Claudia

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    Alejandro Dumas
    EL HOMBRE DE LA MASCARA DE HIERRO

    Capítulo 34
    ENTRE MUJERES

    D'Artagnan no pudo ocultar su emoción a sus amigos como hubiera deseado. El soldado estoico, el impasible guerrero, vencido por el temor y los presentimientos, cedió a la flaqueza humana; y cuando hubo acallado su corazón y calmado el temblor de sus músculos, se volvió hacia su lacayo, silencioso servidor siempre oído atento para obedecer con más presteza, y le dije:

    ––Rabaud, sabe que debo hacer treinta leguas por día.

    ––Está bien, mi capitán, ––respondió Rabaud.

    Desde aquel instante, D'Artagnan, acostumbrado a montar, verdadero centauro, no le ocupó en nada.

    El hombre inteligente nunca se aburre cuando ejercita el cuerpo, como el sano nunca deja de parecerle leve carga la vida si algo le cautiva el espíritu.

    D'Artagnan, siempre corriendo, siempre pensando, llegó a París elástico de músculos, como atleta preparado para la gimnasia, y como no encontró al rey, que acababa de partir hacia Meudón para una cacería, en vez de correr tras el monarca, como hubiera hecho en otro tiempo, se desnudó, tomó un baño, y esperó a que regresase Su Majestad bien fatigado y polvoriento.

    Durante las cinco horas que tardó Luis XIV en llegar, el mosquetero tomó, como suele decirse, el aire de la casa, y se pertrechó contra toda eventualidad.

    D'Artagnan supo que el rey hacía quince días que estaba taciturno; que la reina madre estaba enferma y abatida; que el duque de Orleáns se volvía devoto; que la princesa padecía accesos histéricos, y que Guiche había partido para sus tierras, que Colbert estaba radiante de gozo, y que Fouquet cambiaba todos los días de médico, que no le curaba, y que su principal enfermedad no era de las que curan los médicos.

    También contaron al gascón que el rey trataba con grandes miramientos al superintendente, del que no le apartaba: pero que Fouquet, herido en el corazón como árbol frondoso carcomido por un gusano, desmejoraba a pesar de las sonrisas del rey, sol de los árboles de la corte; que el rey no podía prescindir de La Valiére, y que si no la llevaba consigo a las cacerías, le escribía cartas y más cartas, no ya en verso, sino, lo que era peor, en prosa y mucho.

    En efecto, se veía al “rey más grande del mundo”, como decían los poetas de aquel tiempo, apearse del caballo “con ardor sin igual”, y trazar sobre la copa de su sombrero y en estilo culterano frases que su ayudante de campo perpetuo, Saint-Aignán, llevaba a La Valiére a escape y a riesgo de reventar sus caballos.

    Entonces D'Artagnan pensó en las recomendaciones del pobre Raúl, en la carta de desesperación que éste le diera para una mujer que se pasaba la vida esperando; y como D'Artagnan se complacía en filosofar, resolvió aprovechar la ausencia del rey para conversar un instante con La Valiére.

    Esto era fácil, Luisa durante la cacería real, se paseaba con algunas damas por una de las galerías del Palacio Real, donde precisamente el capitán de mosqueteros debía pasar revista de inspección a algunos guardias.

    D'Artagnan no dudaba de que si la conversación recaía sobre Raúl, ella al menos le daría pie para escribir una carta de consuelo al pobre desterrado.

    Ahora bien, la esperanza, o a lo menos el consuelo para Bragelonne, atendida la disposición de ánimo en que hemos visto a aquél, era el sol, la vida de dos hombres a quienes el capitán quería entrañablemente.

    D'Artagnan se encaminó, pues, adonde sabía que estaba La Valiére, y la encontró en medio de un numeroso corro. En su aparente soledad. La favorita de Luis XIV, recibía, tanto y más que una reina decente, un homenaje de que la princesa Enriqueta se hubiera enorgullecido cuando el monarca sólo tenía ojos para ella y sus miradas servían de norma a las de sus cortesanos.

    Aunque no era el capitán de mosqueteros un mozalbete, tratábanle las damas con mucho mimo; y es que D'Artagnan era tan cortés como valiente, y su terrible fama le había conciliado la amistad de los hombres y la admiración de las mujeres.

    Por eso, al ver entrar al gascón, todas las señoritas le dirigieron la palabra, le hicieron mil preguntas sobre dónde había estado, qué había sido de él, por qué en tanto tiempo y montado en su brioso corcel no había evolucionado el patio llenando de admiración a cuantos lo contemplaban desde el balcón del rey. A lo cual replicó D'Àrtagnan que llegaba de la tierra de las naranjas, arrancando con su respuesta la risa de sus interlocutoras.

    En aquel tiempo todo el mundo viajaba, y, no obstante, un viaje de cien leguas era un problema resuelto con frecuencia por la muerte.

    ––¿De la tierra de las naranjas? ––exclamó la Tonnay–Charente. ––Ya, de España.

    ––¡Je! ¡je! ––rió D'Artagnan.

    ––¿De Malta? ––dijo la Montalais.

    ––Por mi fe que os quemáis, señoritas ––repuso el gascón.

    ––¿Es una isla? ––preguntó La Valiére.

    ––No quiero que os devanéis los sesos buscando, señorita; vengo de la tierra donde en este momento se está embarcando el señor de Beaufort para pasar a Argel.

    ––¿Habéis visto al ejército? ––preguntaron algunas camareras belicosas.

    ––Como os veo a vosotras ––replicó D'Artagnan.

    ––¿Hay algunos amigos nuestros por allá? ––dijo con frialdad la Tonnay––Charente, pero con la intención visible de llamar la atención sobre sus calculadas palabras.

    ––Sí ––respondió D'Artagnan, ––vi a los señores de La Guillotiere, de Mouchy y de Bragelonne.

    La Valiére palideció.

    ––¿El señor de Bragelonne? ¡Cómo! ¿el vizconde ha partido para la guerra? ––exclamó la pérfida Atanasia sin hacer caso de los pisotones que le daba la Montalais. Y dirigiéndose a D'Artagnan, prosiguió despiadadamente: ––Yo tengo la idea de que todos los que van a esa guerra son desesperados a quienes ha maltratado el amor, y van a buscar negras, menos crueles que las blancas.

    Algunas damas se rieron, La Valiére perdió su serenidad, y la Montalais tosió fuertemente.

    ––En cuanto a las mujeres de Djidgeli, ––replicó D'Artagnan, ––no estáis en lo cierto, señorita; no son negras, pero tampoco blancas, sino amarillas.

    ––¡Amarillas!

    ––No digáis mal de ellas: en mi vida nunca he visto un color que case más admirablemente con unos ojos negros y unos labios de coral.

    ––Mejor para el señor de Bragelonne ––repuso Atanasia con insistencia; ––así se desquitará el pobre.

    A estas palabras siguió el más profundo silencio, silencio durante el cual el gascón tuvo tiempo de reflexionar que las palomas sin hiel a que llamamos mujeres, se tratan entre sí más sañudamente que los tigres y los osos.

    Para Atanasia no era bastante haber hecho palidecer a Luisa; quiso también sacarla los colores al rostro. Así pues, dijo: ––¿Sabéis que pesa un gran pecado sobre vuestra conciencia, Luisa?

    ––¿Qué pecado? ––balbuceó la infortunada, mientras buscaba en vano en torno de sí un apoyo.

    ––¡Qué caramba! el vizconde no dejaba de ser vuestro prometido. El pobre os amaba y vos le disteis calabazas.

    ––Es un derecho que tiene toda mujer honrada ––replicó Aura con además de arrogancia. ––Cuando una sabe que no puede labrar la ventura de un hombre, lo mejor es repelerlo.

    Luisa no supo comprender si debía quedar agraviada o agradecida a la que tomó su defensa.

    ––¡Repeler! ¡repeler! está bien ––arguyó Atanasia, ––pero no es este el pecado que La Valiére tendría que echarse en cara. El verdadero pecado está en haber enviado al pobre Bragelonne a la guerra; a la guerra donde uno encuentra la muerte.

    Luisa se pasó la mano por su helada frente.

    ––Y si muere ––continuó la implacable Atanasia, ––vos le habréis dado la muerte; ahí el pecado.

    La Valiére, medio muerta, se acercó tambaleándose a D'Artagnan, en cuyo rostro se veía una emoción inusitada, y apoyándose en su brazo, le dijo con voz turbada por la cólera y el dolor:

    ––¿Qué tenéis que decirme?

    ––Lo que tenía que deciros ––respondió el mosquetero luego que hubo conducido a Luisa a bastante distancia de los demás, ––acaba de manifestárselo por entero, aunque brutalmente, la señorita Atanasia.

    Luisa lanzó un mal reprimido ay, y lastimada por aquella nueva herida, echó a correr como los pajarillos heridos de muerte, que buscan la sombra para exhalar el postrer aliento, y desapareció por una puerta en el instante en que el rey entraba por otra.

    Luis dirigió su primera mirada al sitio vacío de su amante, y al no verla frunció el ceño; pero al punto advirtió la presencia de D'Artagnan, que le hacía una profunda reverencia.

    ––Diligente habéis sido, y estoy satisfecho de vos ––dijo el monarca al mosquetero.

    Esta era la expresión superlativa de satisfacción real, y para ser objeto de ella muchos debían hacerse matar.

    Camaradas y cortesanos, que habían formado un respetuoso círculo alrededor del rey a su entrada, al ver que aquél deseaba hablar en particular con D'Artagnan, se apartaron.

    Luis XIV siguió adelante y condujo al capitán de mosqueteros fuera de la sala, después de haber buscado otra vez con la mirada a La Valiére, de quien no se explicaba la ausencia.

    ––¿Y el preso? ––preguntó el monarca a D'Artagnan cuando se encontraron fuera de tiro de las orejas indiscretas.

    ––Está en prisión, Sire.

    ––¿Qué dijo durante el camino?

    ––Nada, Sire.

    ––¿Qué hizo?

    ––Sire, el pescador a bordo de cuya barca me trasladaba a Santa Margarita, se sublevó y me amenazó de muerte, y el preso, en vez de intentar fugarse, me defendió.

    ––Basta ––dijo el rey y empezando a pasearse de uno a otro lado del gabinete. Os he mandado a buscar, señor capitán, para deciros que salgáis para Nantes y preparéis allí mi alojamiento.

    ––¿Para Nantes? ––exclamó D'Artagnan.

    ––Está en la Bretaña.

    ––Ya sé, Sire. ¿Y Vuestra Majestad emprende un viaje tan largo?

    ––Los Estados se reúnen en aquella ciudad, y como tengo que hacerles dos peticiones, quiero estar presente.

    ––¿Cuándo me pongo en camino?

    ––Esta noche... mañana por la mañana... o por la tarde, pues necesitáis descansar.

    ––Ya estoy descansado, Sire.

    ––Muy bien. Así pues, esta noche o mañana, a vuestra elección.

    D'Artagnan saludó como para despedirse; luego al ver que el monarca estaba turbado, se adelantó dos pasos y preguntó:

    ––¿El rey lleva la corte?

    ––Por supuesto ––respondió Luis XIV.

    Así Vuestra Majestad necesita de sus mosqueteros ––dijo D'Artagnan fijando una mirada tan escrutadora en el rey, que éste bajó la suya.

    ––Tomad una brigada ––repuso el soberano.

    ––¿Vuestra Majestad no tiene que darme ninguna orden más?

    ––No... ¡Ah! Sí. En el palacio de Nantes, que está muy mal distribuido, según dicen, acostumbraos a colocar mosqueteros a la puerta de cada uno de los principales dignatarios que me llevaré conmigo.

    ––¿De las principales? ¿Como verbigracia a la puerta del señor de Lyonnes? ¿De los señores de Brienne, Leteller y Fouquet?

    ––Sí.

    ––Está bien, Sire. Parto mañana.

    ––Dos palabras aún, señor de D'Artagnan. En Nantes encontraréis al duque de Gesvres, capitán de los guardias. Cuidad de que los mosqueteros estén alojados antes de que los guardias lleguen. Ya sabéis que los que llegan primero sacan provecho.

    ––Es verdad.

    ––¿Y si el señor Gesvres os interroga?

    ––¿A mí? ¡Bah! ¿a título de qué tendría que interrogarme el señor de Gesvres?

    Y el mosquetero dio marcialmente media vuelta y salió, mientras decía para sí:

    ––¡Nantes! ¿Por qué no se ha atrevido a decir inmediatamente Belle-Isle?

    Al llegar a la puerta principal, un dependiente del señor de Brienne se acercó a D'Artagnan.

    ––¿Qué hay, Arístides? ––preguntó el capitán.

    ––A cargo de la caja del señor Fouquet.

    D'Artagnan leyó con sorpresa la libranza, y vio que era de puño y letra del rey y valedera por doscientas pistolas.

    ––¡Cómo! ––dijo entre sí el mosquetero después de haber dado cortésmente las gracias al dependiente de Brienne, ––¿van a hacer pagar ese viaje al señor Fouquet? ¡Mil rayos! ni Luis XI lo habría hecho peor. ¿Por qué no me han dado una libranza a cargo de Colbert? ¡La habría pagado con tanto gusto!

    Y fiel a su principio de no dejar enfriar una libranza a la vista, D'Artagnan se encaminó a casa de Fouquet para cobrar las doscientas pistolas.




     
  3. clause

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    No rechaces los sueños por ser sueños.
    Todos los sueños pueden
    ser realidad, si el sueño no se acaba.
    La realidad es un sueño. Si soñamos
    que la piedra es la piedra, eso es la piedra.
    Lo que corre en los ríos no es un agua,
    es un soñar, el agua, cristalino.
    La realidad disfraza
    su propio sueño, y dice:
    «Yo soy el sol, los cielos, el amor».
    Pero nunca se va, nunca se pasa,
    si fingimos creer que es más que un sueño.
    Y vivimos soñándola. Soñar
    es el modo que el alma
    tiene para que nunca se le escape
    lo que se escaparía si dejamos
    de soñar que es verdad lo que no existe.
    Sólo muere
    un amor que ha dejado de soñarse
    hecho materia y que se busca en tierra.



    Pedro Salinas





     
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    Alejandro Dumas
    EL HOMBRE DE LA MASCARA DE HIERRO

    Capítulo 35
    LA CENA

    El superintendente debía estar enterado del próximo viaje del rey a Nantes, porque dio una cena de despedida a sus amigos. El ir y venir de criados cargados de platos, y la actividad que se notaba en el escritorio, eran señales evidentes de un próximo trastorno en la cocina y en la caja.

    D'Artagnan se presentó, libranza en mano, en el escritorio y al decirle que ya era tarde y que la caja estaba cerrada, no replicó más que esto:

    ––Servicio del rey.

    El dependiente, un poco turbado al ver la cara fosca que puso el capitán, contestó que la razón era respetable, pero que también lo eran las costumbres de la casa, y rogaba al portador que volviese al siguiente día. D'Artagnan pidió entonces hablar con el señor Fouquet.

    ––El señor Fouquet no se cuidaba de tales pequeñeces, –– replicó el dependiente dando con la puerta en las narices del mosquetero.

    Este, que previó el caso, había puesto la punta de su bota entre la puerta y la jamba, de manera que no jugó la cerradura, y volvió a encontrarse cara a cara con el dependiente que, cambiando de tono dijo, entre despavorido y cortés:

    ––Si vuestra merced desea hablar con el señor superintendente, vaya a las antesalas, aquí está el escritorio, a donde nunca viene monseñor.

    ––¡Al fin! ––repuso D'Artagnan. ––¿Y dónde están las antesalas?

    ––Al otro lado del patio, ––respondió el dependiente satisfecho de verse libre.

    D'Artagnan atravesó el patio, y preguntó a los criados.

    ––Monseñor no recibe a esta hora, ––le respondió uno que llevaba en una fuente de plata sobredorada tres faisanes y doce codornices.

    ––Decidle, ––repuso el capitán deteniendo al criado por el extremo de la fuente, ––que soy el señor de D'Artagnan, capitán teniente de los mosqueteros de Su Majestad.

    El criado lanzó un grito de sorpresa y desapareció seguido del gascón, que llegó a tiempo para encontrar en la antesala a Pelissón que, un poco pálido, venía del comedor al encuentro del anunciado.

    ––No es nada desagradable, señor Pelissón, ––dijo D'Artagnan sonriéndose; ––no es más que una librancilla.

    ––¡Ah! ––exclamó el amigo de Fouquet ensanchándosele el pecho.

    Pelissón asió de la mano al mosquetero y le hizo entrar en el comedor, donde los amigos íntimos rodeaban al superintendente, colocado en el centro en un sillón con almohadones. Allí esta ban reunidos todos los epicúreos que poco tiempo antes hacían en Vaux los honores de la casa, discreteaban y hacían ganar dinero a Fouquet. Amigos alegres, cariñosos casi todos, no habían abandonado a su protector al acercarse la tormenta, y a pesar de las amenazas del cielo y del temblor de la tierra, estaban allí, risueños, solícitos, devotos en el infortunio como lo habían sido en la prosperidad. A la izquierda del superintendente estaba la Belliere, y a su derecha la esposa; como si, desafiando las leyes del mundo y las preocupaciones, los dos ángeles tutelares de aquel hombre se hubieran reunido para prestarle, en el momento crítico, el apoyo de sus entrelazados brazos. La Belliere estaba pálida, trémula, y atenta y respetuosa con la esposa del superintendente, que con una mano sobre la de su marido, miraba con ansiedad hacia la puerta por la cual Pelissón iba a conducir a D'Artagnan. Este entró con actitud cortés, para luego admirarse, cuando con mirada infalible adivinó la significación de todas las fisonomías.

    ––Perdonadme que no os haya salido a recibir viniendo en nombre del rey, señor de D'Artagnan ––dijo Fouquet levantándose y dando a sus últimas palabras una triste firmeza que llenó de espanto el corazón de sus amigos.

    ––Monseñor, ––contestó D'Artagnan, ––no vengo en nombre del rey, sino para reclamar el pago de una libranza de doscientas pistolas.

    Todas las frentes se serenaron; menos la de Fouquet, que dijo al mosquetero:

    ––¿Acaso vos partís para Nantes, también?

    ––No sé adónde voy, monseñor.

    ––Pero, ––repuso la esposa de Fouquet, ya tranquilizada, ––no partís tan apresuradamente que no nos hagáis la fineza de sentaros en nuestra compañía, señor capitán.

    ––Señora, sería una gran honra: pero me apremia de tal modo el tiempo. que ya lo veis, no he tenido otro remedio que interrumpir vuestra cena para hacer que me paguen esta libranza.

    ––Que será satisfecha en oro, ––dijo Fouquet haciendo seña a su mayordomo, que inmediatamente salió con la libranza que le entregó D'Artagnan.

    ––No tenía temor por el pago, ––repuso el mosquetero; ––la casa es buena.

    Fouquet se sonrió dolorosamente.

    ––¿Estáis mal? ––preguntó la Belliere.

    ––¿El acceso? ––dijo la esposa del superintendente.

    ––No es nada, gracias, ––respondió Fouquet.

    ––¡Qué! ¿Estáis enfermo monseñor? ––preguntó D'Artagnan.

    ––Pillé unas tercianas en Vaux.

    ––¿La humedad de las grutas, de noche?

    ––No, por una emoción.

    ––Sí, la excesiva solicitud que pusisteis en recibir al rey, ––dijo La Fontaine con voz sosegada, sin saber que decía un sacrilegio. ––Nunca es uno bastante solícito en recibir al rey, ––dijo cariñosamente Fouquet a su poeta.

    ––El caballero querrá decir ardor, ––repuso D'Artagnan con amable franqueza. ––La verdad es, monseñor, que nunca se ha ejercido la hospitalidad como en Vaux.

    La esposa de Fouquet dejó comprender claramente, en la expresión de su rostro, que si Fouquet se había portado bien con el rey, el rey no había correspondido con el ministro.

    Pero allí sólo sabían el terrible secreto del rey, D'Artagnan y Fouquet; y si el primero no se sentía con valor para compadecer, el segundo no tenía derecho a acusar.

    El capitán, a quien entregaron las doscientas pistolas, iba a despedirse, cuando Fouquet se levantó, tomó un vaso, hizo que dieran otro a D'Artagnan, y dijo:

    ––A la salud del rey, “suceda lo que suceda”.

    ––Y a la vuestra, monseñor, “sobrevenga lo que sobrevenga”, ––contestó D'Artagnan bebiendo.

    Después de estas palabras de mal agüero, el gascón saludó a todos, que se levantaron y oyeron el ruido de las espuelas y de las botas de aquél hasta que llegó al pie de la escalera.

    ––Por un instante creí que venía por mí, y no por mi dinero, –– dijo Fouquet, esforzándose en reírse.

    ––¡Por vos! ¿Y por qué? ––exclamaron los amigos del superintendente.

    ––No nos hagamos ilusiones, queridos hermanos míos en Epicuro, ––dijo Fouquet; ––no quiero hacer comparaciones entre el más humilde pecador de la tierra y el Dios a quien adoramos; pero ese Dios dio un día a sus amigos una comida que se llama la “Cena”, y que lo fue de despedida como la que estamos celebrando en estos momentos.

    Todos lanzaron una voz de dolorosa negativa.

    ––Cerrad las puertas, ––dijo Fouquet. Y cuando salieron todos los criados, añadió, bajando la voz: ––¿Qué fui y quién soy, amigos míos? Reflexionadlo y responded. Si un hombre como yo, desciende desde el momento en que deja de elevarse. No tengo ya dinero ni crédito; sólo tengo enemigos poderosos y amigos que nada pueden.

    ––Ya que os explicáis con tanta franqueza, ––exclamó Pelissón levantándose, ––también nosotros debemos ser francos. Si estáis perdido, corréis a vuestra ruina y debéis deteneros. Ante todo, ¿qué dinero nos queda?

    ––Setecientas mil libras, ––respondió Fouquet.

    ––El pan, ––murmuró su esposa.

    ––Haced que preparen relevos, y huid, ––dijo Pelissón.

    ––¿A dónde?

    ––A Suiza, a Saboya, pero huid.

    ––Si monseñor huye, ––dijo la Belliere, ––dirán que es culpable y que ha tenido miedo.

    ––Más todavía, ––repuso Fouquet, ––dirán que me he llevado veinte millones.

    ––Escribiremos memorias para justificaros, ––dijo La Fontaine; ––huid.

    ––Me quedo, ––replicó Fouquet; ––además ¿no se me presenta todo bien?

    ––Poseéis Belle-Isle, ––exclamó el cura Fouquet.

    Y allá voy en línea recta al encaminarme a Nantes, ––repuso el superintendente. ––Así pues, tengamos paciencia.

    ––Pero antes de llegar a nantes, ¡cuánto camino! ––objetó la esposa del ministro.

    ––Lo sé, ––replicó Fouquet: ––pero ¿qué hacer? El rey me llama a los estados, y aunque sé que es para perderme, no puedo menos de partir, so pena de mostrarme receloso.

    ––Pues bien, ––dijo Pelissón, ––yo he hallado la manera de conciliarlo todo. Vais a partir para Nantes, pero con algunos amigos y en vuestra carroza hasta Orleáns, donde os embarcaréis en nuestro buque que os conducirá hasta el fin del camino. Estad preparado para defenderos si os atacan, y para huir si os amenazan. En una palabra, por lo que pueda suceder llevad todo el dinero que tengáis a mano; luego, y cuando queráis os acercáis al mar y os embarcáis para Belle-Isle, y desde allí os dirigís adonde os plazca, semejante al águila que sale y hiende el espacio cuando la desalojan de su nido.

    Las palabras de Pelissón fueron acogidas con general aprobación.

    ––Sí, haced eso, ––dijo la esposa de Fouquet a su marido.

    ––Hacedlo, ––repitieron todos los amigos del superintendente.

    ––Lo haré, ––contestó Fouquet.

    ––Esta tarde misma.

    ––Dentro de una hora.

    ––Inmediatamente.

    ––Las setecientas mil libras os servirán de base para labrar una nueva fortuna, ––dijo el padre Fouquet; ––porque ¿quién nos impedirá que en Belle-Isle armemos corsarios?

    ––Y si fuere menester, saldremos a descubrir un nuevo mundo, ––añadió La fontaine, lleno de proyectos y de entusiasmo.

    Un golpe dado a la puerta interrumpió aquel concurso de alegría y de esperanzas.

    ––¡Un correo del rey! ––anunció el maestro de ceremonias.

    Al anuncio siguió un silencio más profundo, como si el mensaje de que era portador el correo hubiera sido una respuesta a todos los proyectos concebidos un instante hacía.

    Todos esperaban a ver qué hacía Fouquet, cuya frente estaba cubierta de sudor, y que en realidad estaba entonces bajo el dominio de su calentura.

    Fouquet se fue a su gabinete para recibir el mensaje de Su Majestad.

    Era tal el silencio, que desde el comedor se oyó la voz de Fouquet, que respondió:

    ––Está bien, caballero.

    Aquella voz estaba alterada por la emoción.

    Casi en seguida Fouquet llamó a Gourville, que atravesó la galería en medio de la expectación universal, y por fin reapareció entre sus convidados; pero no pálido y descompuesto como al salir, sino lívido y desconocido. Espectro viviente, Fouquet se adelantaba con los brazos caídos y seca la boca, como cadáver que viniese a saludar a sus amigos de la vida. Al ver al ministro, todos se levantaron y se abalanzaron a él deshaciéndose en lamentos. Fouquet miró a Pelissón, se apoyó en su esposa, y estrechó la mano a la Belliere.

    ––¿Y bien? ¿Qué pasa? ––preguntaron todos a una.

    Fouquet abrió su crispada y sudorosa mano derecha y mostró un papel sobre el cual, y lleno de espanto, se precipitó Pelissón, que leyó las siguientes líneas de puño y letra del rey:

    “Mi querido y estimado señor fouquet: del dinero nuestro que todavía queda en vuestro poder, dadnos setecientas mil libras que nos hacen falta hoy para nuestra partida.

    Sabiendo que vuestra salud no es buena, suplicamos a dios que os la devuelva y os tenga en su santa guarda. Luis”.

    “La presente sirve de recibo.”

    Un murmullo de espanto circuló por la sala...

    ––Bueno ––exclamó Pelissón a su vez, ––habéis recibido esta carta, ¿no es así?

    ––Así es, ––respondió Fouquet.

    ––¿Qué pensáis hacer?

    ––Nada, pues la he recibido. Si la he recibido es señal de que la he pagado, ––repuso el superintendente con naturalidad que arrancó el corazón de sus amigos.

    ––¡Que habéis pagado! ––exclamó la esposa de Fouquet con desesperación. ––¡Entonces estamos perdidos!

    ––Vaya, dejémonos de palabras inútiles, ––dijo Pelissón. ––Ya que habéis perdido el dinero, salvad la vida. ¡A caballo, monseñor! ¡A caballo!

    ––¡Pero si no puede sostenerse en pie!

    ––¡Ah! ––dijo el intrépido Pelissón, ––si entramos en reflexiones...

    ––Tiene razón. ––murmuró Fouquet.

    ––¡Monseñor! ¡Monseñor! ––gritó Gourville subiendo de cuatro en cuatro los peldaños de la escalera.

    ––¿Qué hay?

    ––Como sabéis, he salido acompañando al correo de su Majestad con el dinero. Pues bien, al llegar a palacio he visto...

    ––Toma un poco de aliento, amigo mío, estás sofocado.

    ––¿Qué habéis visto? ––preguntaron con impaciencia los amigos.

    ––He visto a los mosqueteros montar a caballo.

    ––Veis, veis ––exclamaron todos.

    ––No hay que perder minuto.

    La señora de Fouquet se salió precipitadamente a la escalera y ordenó que engancharan.

    ––Señora, ––dijo la Belliere echándose en pos de aquélla y deteniéndola, ––por su salvación os lo ruego, no demostréis nada ni manifestéis la menor alarma,

    Pelissón salió para disponer que prepararan las carrozas.

    Mientras, Gourville recogió en un sombrero lo que los desconsolados y despavoridos amigos de Fouquet pudieron depositar en él, última ofrenda, piadosa limosna hecha por la pobreza al infortunio.

    Llevados por los unos y sostenido por los otros, el superintendente fue encerrado en su carroza.

    Gourville se subió al pescante y empuñó las riendas, y Pelissón sostuvo en sus brazos a la desmayada esposa de Fouquet. En cuando a la Belliere, fue más enérgica, y recibió el pago, recogiendo el último beso del ministro.



     
  5. clause

    clause Claudia

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    Re: ... de poetas, cuentos y leyendas


    Último Brindis

    Lo queramos o no
    sólo tenemos tres alternativas:
    el ayer, el presente y el mañana.

    Y ni siquiera tres
    porque como dice el filósofo
    el ayer es ayer
    nos pertenece sólo en el recuerdo:
    a la rosa que ya se deshojó
    no se le puede sacar otro pétalo.

    Las cartas por jugar
    son solamente dos:
    el presente y el día de mañana.

    Y ni siquiera dos
    porque es un hecho bien establecido
    que el presente no existe
    sino en la medida en que se hace pasado
    y ya pasó...
    como la juventud.

    En resumidas cuentas
    sólo nos va quedando el mañana:
    yo levanto mi copa
    por ese día que no llega nunca
    pero que es lo único
    de lo que realmente disponemos.


    Nicanor Parra


     
  6. clause

    clause Claudia

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    Alejandro Dumas
    EL HOMBRE DE LA MASCARA DE HIERRO
    Capítulo 36
    CONSEJOS DE AMIGO

    D'Artagnan y Fouquet partieron y éste con tal rapidez que aumentaba el tierno interés de sus amigos. Los primeros momentos del viaje, o mejor, de esta fuga, fueron turbados por el continuo temor que inspiraban al fugitivo los caballos y coches que tras sí veía. No era natural, en efecto, que Luis XIV dejase escapar su presa. El joven león había husmeado la caza y tenía muy buenos perros para estar descuidado. Mas, insensiblemente, todos los temores fueron desapareciendo: el superintendente, a fuerza de correr tomó tal delantera a los perseguidores que, razonablemente, no podían alcanzarle. En cuanto al hecho, sus amigos encontraron una excelente disculpa. ¿No debía ir a Nantes a reunirse con el rey? Pues su precipitación era prueba de su celo.

    Llegó cansado pero tranquilo a Orleáns, en donde, gracias a los cuidados de su correo que le había precedido, encontró una hermosa embarcación en forma de góndola, pero más larga y pesada, de las que entonces hacían el servicio entre Nantes y Orleáns por el Loira, travesía larga, aún hoy, que entonces parecía más agradable y cómoda que no el camino real con sus caballos de posta y sus malas y mal suspendidas carrozas.

    Fouquet partió en seguida. Los remeros, sabiendo que tenían el honor de conducir al superintendente de “hacienda”, se prometían una buena gratificación si la merecían. La lancha voló sobre las aguas del Loira, serenas y tranquilas, sobre las que se reflejaban los purpúreos rayos de un sol espléndido. Los ocho remeros que llevaron a Fouquet como las alas llevan a los pájaros, eran tantos cuantos nunca se usaban en aquellas embarcaciones, como no fuese para servir al mismo rey.

    Fouquet dijo a su amigo Gourville, estrechándole la mano:

    ––Amigo mío, todo está jugado: recuerda tú el proverbio “Los primeros van delante”, y Colbert no trata de adelantarme, Colbert es un hombre prudente.

    Cuando llegó a Nantes, Fouquet subió a una carroza, que la ciudad le envió, no se sabe por qué, y se encaminó a la casa de Ayuntamiento, escoltado por una gran muchedumbre que desde hacía algunos días llenaba la ciudad en la expectativa de una convocatoria de estados. Apenas instalado el superintendente, Gourville salió para hacer preparar los caballos en un camino de Poitiers y de Vannes y una barca en Paimboeuf; y tal fue el misterio, la actividad y la generosidad que aquél desplegó, que nunca Fouquet, atacado entonces por la calentura, estuvo más cerca de su salvación, salvo la cooperación del azar.

    Circuló aquella noche por la ciudad el rumor de que el rey venía apresuradamente en caballos de posta, y que se le esperaba entre diez y once.

    El pueblo, esperando al rey, se regocijaba viendo a los mosqueteros, recién llegados con su capitán D'Artagnan, y alojados en el palacio, en el que daban guardias de honor en todas las puertas.

    D'Artagnan, que era muy cortés, como a las diez de la mañana se presentó en la habitación del superintendente para ofrecerle sus respetos, y aunque éste sufría de calentura, y estaba hecho un mar de sudor, se empeñó en recibir a D'Artagnan, que quedó contento de tal distinción, como se verá por la conversación que ambos tuvieron.

    Fouquet se acostó como quien ama la vida y economiza todo lo posible el delgadísimo hilo de la existencia.

    D'Artagnan apareció en el umbral del dormitorio y fue saludado con afabilidad por el superintendente.

    ––Buenos días, monseñor, ––respondió el mosquetero ––¿qué tal os encontráis del viaje?

    ––Bastante bien, gracias.

    ––¿Y la calentura?

    ––Bastante mal. Como veis, estoy bebiendo. Apenas he sentado la planta en Nantes, le he impuesto una contribución de tisana.

    ––Lo que primero debéis procurar es dormir, monseñor.

    ––De muy buena gana lo haría, señor de D'Artagnan.

    ––¿Qué os lo impide, monseñor?

    ––En primer lugar, vos.

    ––¿Yo? ¡Ah! monseñor...

    ––Sin duda. ¿Por ventura aquí, como en París, no venís en nombre del rey?

    ––¡Por Dios! monseñor, ––replicó el capitán, ––dejad en reposo a Su Majestad. El día que venga de parte del rey para lo que vos queréis decir, os doy palabra de no haceros languidecer. Me ve

    réis empuñar la espada, según la ordenanza, y me oiréis decir de golpe y con ceremonia: Monseñor, os arresto en nombre del rey. Fouquet se estremeció, tan natural y robusto había sido el acento del agudo gascón, tan parecida había sido la ficción a la realidad.

    ––¿Me prometéis tal franqueza? ––dijo Fouquet.

    ––Palabra. Pero no hemos llegado a tal extremo.

    ––¿Qué os lo hace creer, señor de D'Artagnan? Yo creo lo contrario.

    ––El que no he oído hablar de nada.

    ––¡Je! je!

    ––¡Diantre! veo que a pesar de la fiebre estáis de buen humor, ––replicó el mosquetero. ––El rey no puede ni debe impedir que uno os quiera de todo corazón.

    ––¿Y creéis que Colbert me quiere también tanto como decís? ––repuso el ministro haciendo una mueca.

    ––¿Quién os habla de Colbert? ––dijo D'Artagnan. ––Colbert es un hombre excepcional. Quizá no os quiera; pero la ardilla puede preservarse de la culebra por poco que se empeñe en ello.

    ––Veo que me estáis hablando como amigo, señor de D'Artagnan, en mi vida he encontrado hombre de más ingenio y de más corazón que vos.

    ––Es favor que me hacéis; pero os ponéis ronco, monseñor. Bebed.

    D'Artagnan tomó una taza de tisana y se la ofreció con la más cordial amistad a Fouquet, que la tomó y dio las gracias con una sonrisa.

    ––Esas cosas no le suceden a nadie más que a mí, ––exclamó D'Artagnan. ––He pasado diez años ante vuestras barbas, cuando apaleabais el dinero, distribuíais en pensiones cuatro millo nes anuales, sin que repararais en mí, y advertís que estoy en el mundo, precisamente en el momento...

    ––En que voy a derrumbarme. Es verdad, mi querido señor de D'Artagnan. Pues bien, si caigo, tened por verdad lo que voy a deciros, no pasará día sin que me diga a mí mismo y golpeándome la frente: ¡Oh mortal insensato! ¡teníais a la mano al señor de D'Artagnan y no te serviste de él, y no le enriqueciste!

    ––Me enorgullecéis, monseñor, ––repuso el capitán, ––y estoy encantado de vos.

    ––¿No es verdad que estoy bien señalado, capitán? ¿No es verdad que el rey me ha traído aquí para aislarme de París, donde tengo tantos amigos, y para apoderarse de Belle-Isle?

    ––Donde está Herblay, ––repuso D'Artagnan.

    Fouquet levantó la cabeza.

    ––En cuanto a mí, monseñor, ––prosiguió D'Artagnan, ––puedo afirmaros que el rey nada me ha dicho contra vos.
    Continua


     
  7. nispero

    nispero

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    Re: ... de poetas, cuentos y leyendas

    Muy bonito El ultimo brindis,te deja pensando y quizas con tristeza al ver que todo va pasando y solo nos queda la ilusion del mañana,saludos.
     
  8. clause

    clause Claudia

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    Re: ... de poetas, cuentos y leyendas

    Si Níspero...es para pensar! Saludos a vos tambien!! :happy:
     
  9. clause

    clause Claudia

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    Re: ... de poetas, cuentos y leyendas


    Canción para Pablo Neruda

    Pablo nuestro que estás en tu Chile,
    Viento en el viento.
    Cósmica voz de caracol antiguo.
    Nosotros te decimos,
    Gracias por la ternura que nos diste.
    Por las golondrinas que vuelan con tus versos.
    De barca a barca. De rama a rama.
    De silencio a silencio.
    El amor de los hombres repite tus poemas.
    En cada calabozo de América
    un muchacho recuerda tus poemas.
    Pablo nuestro que estás en tu Chile.
    Todo el paisaje custodia tu sueño de gigante.
    La humedad de la planta y la roca
    allá en el sur.
    La arena desmenuzada, Vicuña adentro,
    en el desierto.
    Y allá arriba, el salitre, las gaviotas y el mar.
    Pablo nuestro que estás en tu Chile.
    Gracias, par la ternura que nos diste.



    Atahualpa Yupanqui
     
  10. clause

    clause Claudia

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    Re: ... de poetas, cuentos y leyendas



    Yo me he creado a puro campo rancho, rebaño, maizal,
    con noches de historias viejas y mañanas de cristal.

    Bajo un cielo de gaviotas via a mi padre trabajar
    no se si sembraba coplas o era el modo de cantar.

    Un día yo vi un camino y me puse a caminar
    y anduve, anduve y anduve mezclanod dicha y pesar

    Despues de muchos trabajas a un mundo fui a parar
    un mundo de extraño nombre se llamaba soledad.

    Angustias, ingratitudes no me podrán lastimar
    mientras viva en ese mundo que se llama soledad.

    Solo podria cambiarlo pero es imposible ya
    por una noche de cuentos y una aurodra de cristal.

    Solo podria cambiarlo pero es imposible ya.

    Ni madre esta en el patio ni mi padre en el maizal.

    Atahualpa Yupanqui

     
  11. Vielco

    Vielco eterna soñadora

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    Re: ... de poetas, cuentos y leyendas

    Como ya es muy tarde, antes de irme a descansar, quise dejarles la letra de una Canción de Cuna:

    NANA PARA UN NIÑO INDÍGENA

    Duerme mi cielo,
    mi niño eterno, dueño del mundo,
    mi corazón.
    Despertarás y habrá acabado la larga noche
    y su terror.
    Vendrá la luz y el amanecer posará en tus labios
    la esperanza que sueñan los pueblos originarios.


    Sueña Pichiche,
    con las praderas donde el manzano
    ya floreció,
    en esa tierra en que el huinca aprende
    nuestros amores, los que olvidó.
    Él allí comprenderá que tu gente quiera romper
    las alambradas que cierran la ruta a Peumayen.


    Duerme, mi pequeño,
    que en el país al que vas dormido
    escriben la verdadera historia los vencidos.
    No temas despertarte,
    que la luz que se cuela por el tamiz de tus sueños
    alumbra esta noche y limpia el cielo del mundo.
    Duérmete y que vuestro sueño custodie el futuro.

    Duerme mi wawa,
    la Pachamama besa tu frente y en su interior
    guarda su oro negro y volátil, para ofrecértelo a ti, mi amor.
    Duerme que un sueño nos salvará de tanto olvido,
    y espantará al águila que acecha al puma herido.


    Dulce paal,
    duerme tranquilo, que aquí a la selva no llegarán
    el monstruo con dientes de acero, rencor y escamas y su ley marcial,
    que a la tarde llegó un mensajero con pasamontañas
    diciendo que traerá música y flores por la mañana.

    Duerme mi pequeño...

    Ismael Serrano


    ¡Buenas noches! :beso:
     
  12. clause

    clause Claudia

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    Re: ... de poetas, cuentos y leyendas

    Gracias Vielco!:5-okey:
     
  13. clause

    clause Claudia

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    Re: ... de poetas, cuentos y leyendas


    Alejandro Dumas
    EL HOMBRE DE LA MASCARA DE HIERRO
    Capítulo 36 Continuación

    ––¿De veras?

    ––Me ordenó que viniera, es cierto, y que nada dijese al señor de Gesvres.

    ––Amigo mío.

    ––Al señor de Gesvres, ––continuó el mosquetero. ––El rey me ordenó también que me trajese una brigada de mosqueteros, lo cual es superfluo en la apariencia, ya que aquí está todo tranquilo.

    ––¿Una brigada? ––dijo Fouquet incorporándose.

    ––Noventa y seis jinetes, monseñor, igual número que tomaron para arrestar a los señores de Chalais, de Cinc––Mars y Montmorency.

    ––¿Qué más? ––preguntó el superintendente aguzando los oídos al escuchar aquellas palabras vertidas sin intención aparente. ––Otras órdenes insignificantes, tales como guardar el palacio, vigilar todas las habitaciones y no dejar que esté de centinela ningún soldado del señor Gesvres, vuestro amigo.

    Y respecto de mí, ¿qué órdenes os dio Su Majestad?

    ––Nada me dijo.

    ––Señor de D'Artagnan, va en ello mi honra, y quizá mi vida. ¿No me engañáis?

    ––¿Yo engañaros? ¿con qué objeto? ¿Acaso estáis amenazado? Ahora, tocante a las carrozas y a las barcas, sí, hay una orden...

    ––¿Una orden?

    ––Sí, monseñor, pero no os concierne. Es una simple disposición de policía.

    ––¿Cuál, capitán? ¿cuál?

    ––Que no puede salir caballo ni barca de Nantes sin salvoconducto firmado del rey.

    ––¡Dios me valga! pero...

    ––Bien, ––repuso D'Artagnan riéndose, ––pero esa orden no estará vigente hasta que haya llegado Su Majestad a Nantes. Ya veis pues, que la orden nada tiene que ver con vos.

    Fouquet se quedó pensativo; pero el mosquetero hizo como que no advertía su preocupación.

    ––Para que yo os confié el tenor de las órdenes que me han dado, ––prosiguió D'Artagnan, ––es menester que os profese hondo afecto y que tenga empeño en que ninguna vaya dirigida contra vos.

    ––Sin duda, ––repuso con distracción el ministro.

    ––¿Sabéis, señor Fouquet, que si en lugar de habérmelas con un hombre como vos, que sois uno de los primeros del reino, me las hubiera con una conciencia turbada e inquieta, me comprometía para siempre? ¡Qué buena ocasión la presente para quien quisiere poner tierra por medio! Ni policía, ni guardias, ni órdenes; libre el agua, expedito el camino, el señor de D'Artagnan obligado a prestar sus caballos si se los pidieran... Eso debe tranquilizaros, monseñor; porque es obvio que, de sustentar malos designios, el rey no me habría dejado tan independiente. En verdad, señor Fouquet, pedidme cuanto os agrade; estoy a vuestra disposición. Lo único que reclamo de vos, si consentís, es que de mi parte saludéis a Aramis y a Porthos, digo si os embarcáis para Belle-Isle, como tenéis derecho a hacerlo, en el acto, de bata, como estáis.

    Con esto y una profunda reverencia, el mosquetero, cuyas miradas no habían perdido nada de su inteligente benevolencia, salió del dormitorio y desapareció; pero aun no había legado a las gradas del vestíbulo, cuando Fouquet, fuera de sí, tiró del cordón de la campanilla y gritó:

    ––¡Mis caballos! ¡mi esquife!

    El superintendente, al ver que nadie le respondía, se vistió con lo que encontró a mano.

    ––¡Gourville!... ¡Gourville!... ––gritó el ministro.

    Gourville entró pálido y jadeante.

    ––¡Partamos! ¡partamos! ––exclamó el superintendente al ver a su amigo.

    ––Es demasiado tarde, ––contestó Gourville.

    ––¡Demasiado tarde! ¿por qué?

    ––¡Escuchad!

    Ante el palacio se oía el rumor de trompetas y tambores.

    ––¿Qué es eso, Gourville?

    ––Llega el rey, monseñor.

    ––¡El rey!

    ––El rey, que ha venido a marchas forzadas y reventando caballos y se ha anticipado ocho horas a todos los cálculos.

    ––¡Estamos perdidos! ––murmuró Fouquet, ––¡Ah! buen D'Artagnan, has hablado demasiado tarde.

    En efecto, en aquel instante el rey llegaba a Nantes, y a poco tronaron los cañones de las murallas y los de un buque de guerra anclado en el río.

    Fouquet frunció el ceño, llamó a sus ayudas de cámara e hizo que le pusieran el traje de ceremonia.

    Desde su ventana y al través de las cortinas, el ministro vio la impaciencia del pueblo y gran número de soldados que habían seguido al príncipe sin que pudiese adivinarse cómo.

    El rey fue conducido a palacio con gran pompa, y Fouquet le vio apearse al pie del rastrillo y hablar al oído de D'Artagnan que le tenía el estribo.

    Apenas el rey hubo pasado la bóveda de entrada, el capitán se encaminó a casa de Fouquet, pero con lentitud y parándose tantas veces para hablar a sus mosqueteros, formados en línea, que no parecía sino que contaba los segundos a los pasos antes de cumplir la comisión que le dio el rey.

    Al verle en el patio, el superintendente abrió la ventana para hablar con él.

    ––¡Cómo! ¿”aún” estabais aquí, monseñor? ––preguntó D'Artagnan.

    ––Sí, señor, ––respondió Fouquet exhalando un suspiro; ––la llegada del rey me ha sorprendido en lo mejor de mis proyectos.

    ––¡Ah! ¿sabéis que el rey acaba de llegar?

    ––Le he visto. ¿Y ahora venís de su parte?

    ––A informarme de vuestra salud, monseñor, y si no es demasiado delicada, rogaros que os presentéis en palacio.

    ––Sin perder minuto, señor de D'Artagnan.

    ––¡Malhaya! ––repuso el capitán; ––desde que el rey está aquí, ya nadie es dueño de pasearse a su albedrío; ahora estamos bajo el imperio de la consigna, tanto vos como yo.

    Fouquet exhaló otro suspiro, subió a una carroza, tanta era su debilidad, y se encaminó a palacio, escoltado por D'Artagnan, cuya cortesía era ahora tan espantosa como consoladora y alegre había sido poco antes.



     
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    TARDES DE LLUVIA

    Bate la lluvia la vidriera
    Y las rejas de los balcones,
    Donde tupida enredadera
    Cuelga sus floridos festones.

    Bajo las hojas de los álamos
    Que estremecen los vientos frescos,
    Piar se escucha entre sus tálamos
    A los gorriones picarescos.

    Abrillántase los laureles,
    Y en la arena de los jardines
    Sangran corolas de claveles,
    Nievan pétalos de jazmines.

    Al último fulgor del día
    Que aún el espacio gris clarea,
    Abre su botón la peonía,
    Cierra su cáliz la ninfea.

    Cual los esquifes en la rada
    Y reprimiendo sus arranques,
    Duermen los cisnes en bandada
    A la margen de los estanques.

    Parpadean las rojas llamas
    De los faroles encendidos,
    Y se difunden por las ramas
    Acres olores de los nidos.

    Lejos convoca la campana,
    Dando sus toques funerales,
    A que levante el alma humana
    Las oraciones vesperales.

    Todo parece que agoniza
    Y que se envuelve lo creado
    En un sudario de ceniza
    Por la llovizna adiamantado.

    Yo creo oír lejanas voces
    Que, surgiendo de lo infinito,
    Inícianme en extraños goces
    Fuera del mundo en que me agito.

    Veo pupilas que en las brumas
    Dirígenme tiernas miradas,
    Como si de mis ansias sumas
    Ya se encontrasen apiadadas.

    Y, a la muerte de estos crepúsculos,
    Siento, sumido en mortal calma,
    Vagos dolores en los músculos,
    Hondas tristezas en el alma.


    Julián del Casal






     
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    Alejandro Dumas
    EL HOMBRE DE LA MASCARA DE HIERRO
    Capítulo 37
    CÓMO EL REY LUIS XIV HIZO SU PEQUEÑO PAPEL

    Al apearse Fouquet para entrar en el palacio de Nantes, un hombre del pueblo se le acercó con el mayor respeto y le entregó una carta.

    D'Artagnan impidió que aquel hombre hablase con el ministro, y le alejó, pero la carta estaba ya en manos del superintendente, que la abrió y la leyó, dando muestras de un vago terror que no pasó inadvertido al mosquetero. Fouquet metió la carta en la cartera y siguió hacia las habitaciones de Luis XIV.

    Al través de las ventanillas abiertas en cada piso del torreón, y subiendo tras Fouquet, D'Artagnan vio en la plaza cómo el hombre de la carta miraba en torno de sí y hacía señales a otros que desaparecían por las calles inmediatas después de haber repetido las señales hechas por el personaje que hemos indicado.

    A Fouquet le hicieron esperar un rato en la azotea que hemos citado, que daba a un pasillo junto al cual habían dispuesto el despacho del rey.

    D'Artagnan se adelantó entonces al superintendente, a quien había acompañado respetuosamente, y entró en el gabinete de su Majestad.

    ––¿Y bien? ––le preguntó Luis XIV, que al verle entrar cubrió con un gran paño verde el bufete atestado de papeles.

    ––Está cumplida la orden, Sire.

    ––¿Y Fouquet?

    ––El señor superintendente está ahí, ––replicó D'Artagnan.

    ––Que le introduzcan aquí dentro de diez minutos, ––dijo el rey despidiendo con un ademán al gascón.

    Este salió, pero apenas hubo llegado al pasillo, al extremo del que Fouquet estaba aguardando, cuando volvió a llamarle la campanilla del monarca.

    ––¿No ha manifestado extrañeza alguna? ––preguntó Luis XIV.

    ––¿Quién, Sire?

    ––”Fouquet”, ––repitió el rey sin decir señor, particularidad que confirmó en sus sospechas al capitán de mosqueteros.

    ––No, Sire.

    ––Está bien, podéis marcharos.

    Fouquet no se había movido de la azotea donde le dejó su guía, y estaba leyendo nuevamente la carta, concebida en estos términos:

    “Se trama algo contra vos, y si no se atreven en palacio, será cuando regreséis a vuestra casa, ya cercada por los mosqueteros. No entréis en ella, sino dirigíos detrás de la explanada, donde os espera un caballo blanco”.

    Fouquet había reconocido la letra y el celo de Gourville, y no queriendo que, de sobrevenirle una desgracia, aquel papel pudiese comprometer a su fiel amigo, hizo mil pedazos la carta y la arrojó al viento por el pretil de la azotea.

    D'Artagnan sorprendió al superintendente mientras éste estaba mirando revolotear por el espacio los últimos pedazos de la carta. ––El rey os aguarda, monseñor, ––dijo el mosquetero. Fouquet avanzó con ademán resuelto por el pasillo, en el que trabajaban Brienne y Rose, mientras Saint-Aignán, sentado en una sillita no lejos de ellos y con la espada entre las piernas, parecía estar esperando órdenes y bostezaba.

    A Fouquet le pareció extraño que Brienne, Rose y Saint-Aignán, siempre tan corteses y obsequiosos, apenas se hubiesen movido al pasar él, el superintendente. Pero ¿qué podía esperar de los cortesanos aquel a quien el rey ya solamente llamaba Fouquet?

    El ministro irguió la cabeza, y, resuelto a arrostrarlo todo de frente, entró en el gabinete de Luis XIV tan pronto una campanilla que ya nos es conocida le hubo anunciado a Su majestad.

    Luis le saludó con la cabeza, sin levantarse, y le preguntó con interés por su salud.

    ––Estoy con un acceso de fiebre, Sire, ––respondió el superintendente; ––pero a la orden de Vuestra Majestad.

    ––Bien: mañana se reúnen los estados; ¿tenéis preparado algún discurso?

    ––No, Sire; pero improvisaré uno. Conozco bastante los asuntos que van a tratarse para no quedarme cortado. Sólo querría hacer una pregunta: ¿me da Vuestra Majestad licencia para que se la dirija?

    ––Hacedla.

    ––¿Por qué, siendo vuestro primer ministro, Sire, no os dignasteis advertirme en París?

    ––Porque estabais enfermo y no quería causaros fatiga alguna.

    ––Nunca me fatigan el trabajo y las explicaciones, Sire, y pues ha llegado para mí el momento de pedir una explicación a mi soberano...

    ––¿Sobre qué?

    ––Sobre las intenciones de Vuestra Majestad respecto de mí. Luis XIV se sonrojó.

    ––Sire, ––prosiguió Fouquet con viveza, ––he sido calumniado y debo provocar una información.

    ––Habláis inútilmente, ––replicó el monarca: ––yo sé lo que sé.

    ––Vuestra majestad no puede saber más que lo que le han dicho, y yo no os he dicho nada, Sire. mientras los demás han hablado qué sé yo cuántas veces.

    ––¿Qué queréis decir? ––prorrumpió Luis XIV anheloso de dar fin a aquella embarazosa conversación.

    ––Voy al hecho, Sire, y acuso a un hombre de perjudicarme ante vos.

    ––Nadie os perjudica, señor Fouquet.

    ––Esta respuesta, Sire, me prueba que yo tenía razón.

    ––Señor Fouquet, no me gusta que acusen.

    ––¡Cuando uno es acusado!

    ––Basta, ya hemos hablado demasiado sobre esto.

    ––¿Luego Vuestra Majestad no quiere que me justifique?

    ––Os repito que no os acuso.

    Es evidente que ha tomado una resolución, pensó Fouquet retrocediendo un paso y haciendo una ligera inclinación con la cabeza. Sólo tiene esa obstinación el que no puede volverse atrás. Sería menester estar ciego para no ver ahora el peligro, vacilar sería una necedad. Y en voz alta preguntó:

    ––¿Me ha enviado a buscar Vuestra Majestad para algún trabajo?

    ––No, sino para daros un consejo.

    ––Lo espero con el mayor respeto, Sire.

    ––Descansad; no prodiguéis más vuestras fuerzas. La sesión de los estados será corta, y cuando mis secretarios la hayan cerrado, no quiero que en Francia se hable de hacienda en quince días.

    ––¿Nada tiene que decirme Vuestra Majestad sobre la reunión de los estados?

    ––No.

    ––¿A mí, superintendente de hacienda?

    ––Os ruego que descanséis; nada más tengo que deciros.

    Fouquet se mordió los labios y bajó la cabeza con señales evidentes de meditar algo grave.

    ––¿Acaso os fastidia veros obligado a descansar? ––dijo el rey, contaminado por la inquietud que se veía en el rostro del ministro.

    ––Sí, Sire, no estoy acostumbrado al reposo.

    ––Estáis enfermo y es menester que os cuidéis.

    ––¿No me ha hablado Vuestra Majestad de un discurso que debe pronunciarse mañana?

    Esta pregunta le turbó, el rey no respondió.

    Fouquet sintió el peso de aquella vacilación, y creyó ver en los ojos del príncipe el peligro que él precipitaría con sus recelos. Si hago ver que tengo miedo, ––dijo entre sí el ministro––, estoy perdido.

    Continua